La profecía nunca tiene incentivos

El alba de la medianoche/17 – Es fundamental reconocer a los que usan el pasado para matar el futuro

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (60 KB) el 13/08/2017

170813 Geremia 17 rid«No respondas al necio según su necedad, no sea que tú también te vuelvas como él. Responde al necio según su necedad, no vaya a creerse que es un sabio»

Proverbios 26

La palabra trabajo viene del latín trepalium: el yugo con el que se uncían los animales. Se trataba de una viga de madera silueteada, con cuerdas y lazos, que recordaba el brazo horizontal de la cruz. Con el tiempo, el yugo se convirtió en un símbolo de la sumisión de animales y personas y de la esclavitud. Los pueblos conquistan la libertad y la justicia cuando rompen el yugo de la esclavitud y se liberan de sus fatigas y tribulaciones. A nadie le gusta estar subyugado, sometido por otros al yugo. Solo el mensaje subversivo y radical de Jesús de Nazaret podía usar la imagen de un yugo para expresar el lazo de unión con sus discípulos: ligero y suave, pero yugo al fin y al cabo. Es probable que el evangelista, al usar esta imagen paradójica, tuviera en mente a Jeremías: «El Señor dirigió la palabra a Jeremías: “Así dice el Señor: Hazte unas coyundas y un yugo y encájatelo en el cuello”» (Jeremías 27,1-2).

Jeremías recibe otra palabra encarnada, otro verbo de YHWH que habla con la carne del profeta. No se trata de técnicas retóricas ni mucho menos de instrumentos para sorprender y seducir al pueblo. Son tan palabras de YHWH como otras, como el jarrón, el cinturón, el cesto de higos, el andar desnudo de Isaías o el dormir de costado de Ezequiel. Baruc, el fiel cronista de Jeremías, recoge la explicación de ese gesto: «Pues bien, yo entrego todos estos territorios a Nabucodonosor, rey de Babilonia, mi siervo (…) Todas las naciones estarán sometidas a él, a su hijo y nieto»: 27,6-7). Pero es probable que aquellos hombres antiguos, avezados en muchos lenguajes no verbales, ya lo vieran todo claro al ver llegar al profeta subyugado.

Hasta Jerusalén han venido representantes de los pueblos cercanos para intentar una alianza y guerrear contra los babilonios, apoyándose en las ilusiones nacionalistas de sus «profetas y adivinos, intérpretes de sueños, agoreros y magos, que os dicen: “No seréis vasallos del rey de Babilonia”. No les hagáis caso porque os profetizan embustes» (27,9-10). Jeremías continúa su batalla contra los engaños de los profesionales de la mentira.

El desencuentro con la falsa profecía alcanza su culmen en el capítulo siguiente, que es uno de los vértices dramáticos de todo el libro, cuando a Jeremías se le enfrenta, retándole, otro profeta: Ananías, un exponente de los profetas de la salvación y de la ideología nacionalista del templo: «Ananías, hijo de Azur, profeta natural de Gabaón, me dijo en el templo, en presencia de los sacerdotes y de toda la gente: “Así dice el Señor de los ejércitos, Dios de Israel: Rompo el yugo del rey de Babilonia. Antes de dos años devolveré a este lugar todo el ajuar del templo (…) y a todos los judíos desterrados en Babilonia yo los haré volver a este lugar. Porque romperé el yugo del rey de Babilonia» (28,1-4).

Después de todos los ataques anteriores, quien se enfrenta ahora a Jeremías es otro profeta, un “colega” que actúa como él en Jerusalén, probablemente una figura de cierta relevancia entre los profetas de la ciudad. Baruc, cuando narra el episodio, le llama “profeta”. Así pues, Ananías es tan profeta para el pueblo como Jeremías; ambos están acreditados como profetas ante el pueblo y ante los sacerdotes. Al comienzo del relato, nosotros no sabemos si Ananías es un profeta verdadero o falso. Sus contemporáneos no lo sabían y nosotros tampoco debemos saberlo. Si queremos dejarnos tocar en la carne por estas palabras, debemos bajar a la palestra con Jeremías, para verle combatir con Ananías y descubrir junto a él cuál de los dos es el profeta verdadero y por qué.

En primer lugar, hay que notar un dato obvio e importante: la estructura del discurso de Ananías es idéntica a la de Jeremías. Él también comienza con la fórmula profética “así dice el Señor” y llama a Dios con el nombre de la Alianza (YHWH). Pero el contenido del mensaje es el opuesto al de Jeremías: no habrá sumisión a Babilonia. Ante el pueblo y ante el templo, ambos profetas aparecen como dos competidores que venden el mismo “producto” pero con una diferencia decisiva: el de Jeremías tiene un precio muy alto, mientras que el de Ananías es gratis. Los verdaderos profetas saben mantener el precio alto, sin ceder a la solicitud de descuentos y rebajas por parte del pueblo, porque el dumping profético supone la muerte de la profecía verdadera.

Jeremías, con su primera respuesta, da un golpe de escena: «El profeta Jeremías dijo: “¡Amén, así lo haga el Señor! Que el Señor cumpla tu profecía”» (28,6). Su primera palabra es “amén”, que en este contexto significa “ojalá sea como tú dices”. A Jeremías le gusta la paz y la libertad tanto como a Ananías y al pueblo, pero no puede pronunciar engaños consolatorios. Por eso, sigue adelante con un discurso complejo que esconde algo muy importante: «Los profetas que nos precedieron, a ti y a mí, desde tiempo inmemorial, profetizaron guerras, calamidades y epidemias a muchos países y a reinos dilatados» (28,7-9). Cuando un profeta predice prosperidad, solo es reconocido como profeta enviado realmente por el Señor cuando se cumple su profecía.

Jeremías invoca la antigua tradición profética, se remite a “los que nos precedieron a ti y a mí” (otro reconocimiento de Ananías como profeta) y recuerda que aquellos profetas de desgracias fueron verdaderos profetas. En raras ocasiones, los profetas también profetizaron la salvación, pero la verdad de sus palabras solo se conoció con el cumplimiento del acontecimiento histórico profetizado. Quiere decir que es más fácil que sea verdadero el profeta que profetiza “guerra, calamidades y epidemias” que el que profetiza prosperidad. La profecía de desventura es más probable que sea auténtica y eso podemos afirmarlo ex ante, antes de que ocurran los acontecimientos previstos. En cambio, la profecía de salvación solo puede ser validada ex post. ¿Por qué? La explicación podemos encontrarla en la gratuidad de la profecía verdadera.

Cuando un profeta anuncia desgracia y dolor, sobre todo a “reinos dilatados”, no recibe de ellos más que persecuciones y sufrimientos, porque, como estamos viendo, a los jefes y al pueblo no les gustan los profetas de desventura. En cambio, cuando un profeta predice al pueblo el bienestar y la paz que desea, es muy probable que esta profecía produzca consenso, éxito, poder y riqueza, tentaciones muy fuertes, a veces invencibles, en todo tiempo. Así pues, resulta muy plausible pensar que el profeta que anuncia lo que los jefes del pueblo no quieren oír es un verdadero profeta. El razonamiento tiene una fuerza sapiencial extraordinaria. No tenemos garantías de que el profeta de desgracias no sea falso (o loco). En estas cosas demasiado grandes la certeza no existe. Pero al no tener incentivos para profetizar, sino únicamente costes, es más probable que la profecía de desventura sea auténtica.

Este mensaje, fuerte y claro, le llega a Ananías (y probablemente también al pueblo que asiste al templo). La reacción supone otro golpe de escena, imprevisible e impresionante: «Entonces el profeta Ananías le quitó el yugo del cuello al profeta Jeremías y lo rompió, diciendo en presencia de todo el pueblo: “Así dice el Señor: Así es como romperé el yugo del rey de Babilonia, que llevan al cuello tantas naciones, antes de dos años» (28,10-11). Este gesto, violento y espectacular, parece mostrar clamorosamente quién es el vencedor del duelo y de parte de quién está el oráculo auténtico.

En estos momentos, el texto muestra a un Jeremías confuso e indefenso. Jeremías está acostumbrado a las persecuciones y a las derrotas, pero esta vez la dificultad que tiene que afrontar es de otra naturaleza. Otro profeta, en nombre de su mismo Dios, arrogándose la misma autoridad profética, con una acción igual y contraria, rompe el símbolo de Jeremías, niega el contenido de su profecía y propone un contenido de signo contrario. Pero hay otra cosa aún más profunda que considerar. El lector de la Biblia y los contemporáneos de Jeremías saben que Ananías se remite directamente a la auténtica tradición de la Alianza. En la Torá y en los Salmos encontramos muchas referencias (Génesis 27,40; Salmo 18) al yugo roto por YHWH para liberar a su pueblo de la esclavitud: «Yo soy YHWH, que os saqué del país de Egipto, rompí las coyundas de vuestro yugo» (Lv 26,13). Pero sobre todo, Ananías se apoya en Isaías, que cien años antes había obtenido de Dios la milagrosa liberación de Jerusalén de los asirios. La convicción de la inviolabilidad del templo y de la ciudad se basa, por tanto, en un gran milagro realizado por un gran profeta. Pero la verdad histórica de ayer, más antigua y más autorizada, se transforma en ideología, porque impide acoger la palabra de otro profeta que en un momento histórico distinto dice otra cosa distinta pero verdadera. Cada vez que la verdad de ayer eclipsa a la verdad distinta de hoy caemos en la ideología, puesto que se convierte en un ídolo. Ananías, tal vez de buena fe, está extraviando a su pueblo y llevándole hacia una masacre, no en nombre de un falso profeta ni de dioses extranjeros, sino en nombre de la tradición y de un milagro verdadero de un profeta verdadero. Usa el pasado para matar el futuro. Las ideologías más poderosas e infalsificables, ya sean religiosas o laicas, no son las que carecen de fundamento sino las que se fundan en palabras y hechos verdaderos de ayer que acallan y ciegan las palabras y los hechos verdaderos de hoy.

Jeremías no responde al gesto de Ananías. Permanece mudo. Romper y profanar la señal del profeta es un ultraje muy grande. El gesto es una palabra-carne y no existe ningún otro gesto con el que responder a su destrucción: una carne no sustituye a otra, ni un hijo a otro. Si en la Biblia las palabras se dicen “para siempre”, el gesto profético es el “para siempre del para siempre”. Después de un gesto profanado, el profeta solo puede callar. Para decir nuevas palabras necesita el don de una nueva palabra de Dios, y hasta que ésta no llega, el profeta permanece mudo y derrotado: «El profeta Jeremías se marchó por su camino» (28,11). Esta es una forma estupenda de mansedumbre y de humildad de corazón que acompaña y nutre la extraordinaria fuerza de los profetas.

YHWH envía una nueva palabra y Jeremías responde a Ananías: «Escúchame, Ananías: el Señor no te ha enviado, y tú induces a este pueblo a una falsa confianza» (28,15). Ananías muere ese mismo año y después desaparece de la Biblia. Pero desde el corazón del libro de Jeremías, Ananías siempre nos recordará el peligro de todas las ideologías de la tradición, que matan a los profetas verdaderos de hoy en nombre de los profetas verdaderos de ayer.

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