stdClass Object ( [id] => 16988 [title] => El canto de las voces distintas [alias] => el-canto-de-las-voces-distintas [introtext] =>El alba de la medianoche/15 – La altura de Dios nos salva de decir solo nuestros sueños.
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (44 KB) el 30/07/2017
«Desde la imagen tensa / vigilo el instante / con la inminencia de la espera – / y no espero a nadie:
En la sombra encendida / espío la campana / que imperceptible expande / un polen de sonido – / y no espero a nadie:
Entre cuatro paredes / estupefactas de espacio / más que un desierto / no espero a nadie:
Mas debe venir, / vendrá, si resisto / a retoñar sin ser visto, / vendrá de improviso, / cuando menos lo advierta:
Vendrá como perdón / de cuanto trae muerte, / vendrá como certeza / de su tesoro y el mío,
vendrá como alivio / de mis penas y las suyas, / vendrá, acaso ya viene / su susurro.»Clemente Rebora, Desde la imagen tensa
La profecía falsa, aunque de buena fe, es probablemente la que más abunda bajo el sol y una de las más peligrosas. Siempre ha habido y sigue habiendo profetas de mala fe, que no prestan su voz a ninguna voz y lo saben bien. Pero también hay falsos profetas de buena fe, que tampoco prestan su voz a ninguna voz, pero no lo saben y confunden la “voz de Dios” con sus propias fantasías, emociones y pensamientos. No todos los falsos profetas son truhanes o estafadores. Algunos de ellos son personas auto-convencidas de ser profetas, aunque no lo sean.
[fulltext] =>En las comunidades, movimientos y organizaciones con motivación ideal abundan los falsos profetas de buena fe. Están en todos los niveles y en todos los roles de gobierno, incluso entre los fundadores. Su buena fe subjetiva dificulta mucho el ejercicio del discernimiento espiritual de aquellos que están a su lado, porque la sinceridad de los sentimientos muchas veces crea un “efecto cortina” que impide ver la vanidad de sus palabras. También hace impopular y difícil el papel de los verdaderos profetas que tratan, por vocación, de identificar esta especie de falsa profecía, puesto que casi siempre el pueblo defiende a los falsos profetas de buena fe, confundido por sus emociones genuinas. Los engaños producidos por el auto-engaño son muy comunes. Son trampas perfectas de las que es muy difícil salir, porque la buena fe de los engañadores y la de los engañados se refuerzan mutuamente. ¿Cómo salvarnos?
Jeremías acaba de profetizar el final de Israel y la ruina de sus reyes corruptos, recurriendo a tonos cada vez más fuertes y duros: «Así dice el Señor a Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá: No le harán funeral cantando (…) Lo enterrarán como a un asno» (Jeremías 22,18-19). E inmediatamente después nos sorprende con el anuncio de una gran esperanza: «Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas en todos los países adonde las expulsé, las volveré a traer a sus pastos, para que crezcan y se multipliquen... No temerán, ni se espantarán, ni se perderán» (23,3-4). Los profetas verdaderos son así: hoy anuncian la muerte y mañana la vida, porque son boca de otra boca a la que no mandan ni controlan.
En el capítulo 23 de su libro, Jeremías alcanza el culmen de la enseñanza sobre la falsa profecía. Ya ha hablado otras veces de ello, pero ahora, con el paso de los años, el profeta llega a una síntesis grandiosa y nos regala una auténtica obra maestra de espiritualidad y antropología, probablemente no superada. Solo un verdadero profeta es capaz de reconocer y desenmascarar a los falsos profetas: «Entre los profetas de Samaria he visto un desatino: profetizan por Baal extraviando a Israel, mi pueblo; entre los profetas de Jerusalén he visto algo espeluznante: adúlteros y embusteros que apoyan a los malvados, para que nadie se convierta de la maldad» (23,13-14). Encontramos aquí una primera nota interesante: la profecía en nombre de otros dioses (Baal), que era más común en el reino del Norte (Samaria) donde se daba una mayor contaminación de cultos, parece menos grave que la de los profetas del templo de Jerusalén. Estos, si bien profetizan (a menudo) en nombre del Dios de la alianza (YHWH), se han desviado y pervertido completamente. La primera estrategia que usa para desenmascararles, la más usada de todos los tiempos, consiste en incriminarles por su conducta moral perversa: no pueden ser verdaderos profetas porque su vida concreta dice lo contrario que las palabras de su boca.
Pero la estrategia moral no es suficiente por sí sola para reconocer la falsa profecía, porque siempre ha habido, y hay, profetas con conductas morales dudosas que decían y dicen palabras verdaderas. La moralidad del instrumento de la voz puede ser un indicio, pero no es nunca el experimentum crucis para probar la falsedad de una palabra profética. El profeta no es elegido porque sea mejor y más honrado que los demás. Casi siempre tiene la moralidad media de su pueblo: algunas veces es mejor y otras veces es peor. No es la coherencia moral de su conducta la primera y más convincente demostración de que lo que dice es verdadero. Más aún: muchas veces mostrar a los demás la moralidad de la propia persona como prueba de la verdad de las propias palabras es un indicio cierto de falsa profecía. La mayor dificultad que tiene que afrontar quien se encuentra ante palabras proféticas pronunciadas por personas con comportamientos moralmente corruptos, consiste en entender si esa conducta moral indigna es un síntoma de falsa profecía o solo de fragilidad y/o pecado del instrumento de la voz. Es una dificultad grande, que por lo general termina en condena, pero algunas veces debido a un discernimiento rápido y confuso de la perturbación de los sentimientos y del corazón. Los profetas, como todos los hombres y mujeres, tienen debilidades, enfermedades y a veces neurosis, que conviven con su vocación e influyen en ella, a veces mucho. Pero son cosas distintas, aunque casi siempre acabemos convirtiendo la vocación en un asunto solo ético.
Después de la acusación, Jeremías pasa a otro plano distinto, más complejo pero más profundo, que afecta directamente al corazón de la cuestión, es decir, a la naturaleza de la vocación profética: «No hagáis caso a vuestros profetas, que os embaucan; cuentan visiones de su fantasía, no de la boca del Señor» (23,16). Aquí encontramos otro punto decisivo de la fenomenología de la profecía: Estos falsos profetas anuncian solamente «visiones de su fantasía» y «no de la boca del Señor». Aquí Jeremías nos muestra algo nuevo: los falsos profetas pueden tener buena fe y sin embargo anunciar sus ideas privadas, convencidos, sinceramente tal vez, de que dicen palabras de Dios. Algunos versículos después Jeremías nos muestra otra variante de esta forma de falsa profecía, la onírica: «He oído lo que dicen los profetas, profetizando embustes en mi nombre, diciendo que han tenido un sueño; ¿hasta cuándo seguirán los profetas profetizando embustes y las fantasías de su mente?» (23,25-26). Para entender este juicio de Jeremías, debemos situarlo en ese mundo medio-oriental habitado por un gran cantidad de intérpretes de sueños, adivinos, videntes y magos, a los que muchas veces el pueblo consideraba profetas. Una forma típica de sufrimiento de los verdaderos profetas es la equiparación con muchos canallas a los que el pueblo considera colegas suyos: «El profeta que tenga un sueño, que lo cuente; el que tenga mi palabra, que la diga a la letra» (23,28). También aquí hay personas que confunden las «fantasías de su mente» con la voz distinta de YHWH. Sin embargo, ambas cosas son distintas y así deben permanecer.
Cada vez está más claro que lo más importante para Jeremías no es simplemente la buena o mala fe, ni la moralidad o inmoralidad de las personas que se declaran o son declaradas como profetas. Entonces ¿qué es lo verdaderamente importante, lo que viene antes que todo lo demás? Jeremías, en el transcurso de su libro, ya nos ha dado algunos criterios para discernir la profecía, pero ahora está a punto de conducirnos al corazón de la cuestión. Jeremías nos dice que, en realidad, solo hay un criterio, pero es tan sencillo que podría dejarnos insatisfechos: Los falsos profetas – de cualquier tipo – son aquellos que no tienen vocación profética: «Yo no envié a los profetas, y ellos corrían; no les hablé, y ellos profetizaban» (23,21). Todo es muy simple y a la vez muy complejo. Pero, en todo caso, la pregunta sobre la vocación es la única verdaderamente importante cuando se quiere distinguir (y hay que hacerlo siempre) la verdadera profecía de la falsa, en sus múltiples formas, en la vida del espíritu, pero también en el arte, en la ciencia, en las profesiones y en las familias. Uno puede ser un franciscano más o menos creativo y bueno, pero antes es necesario que sea franciscano, es decir, que haya recibido la misma vocación que Francisco. Un artista puede ser grande, pequeño o inmenso; pero antes debe ser un artista, es decir, debe haber recibido una vocación artística. Ninguna moralidad y ninguna buena fe pueden sustituir la ausencia (y la esencia) de la vocación. No sabemos decir qué es verdaderamente esta vocación y debemos aceptar convivir con esta ignorancia acerca de los demás y de nosotros mismos, que está en el origen de las mayores sorpresas y de los mayores dolores.
Pero Jeremías nos dice una cosa importante: el elemento esencial para reconocer una vocación auténtica es la conciencia de la alteridad. La conciencia de que, antes que otras voces que habitan el alma, hay una voz distinta o al menos su susurro. La conciencia de que esa voz, tan íntima y presente en alguna parte desde el seno materno, no es la propia voz. La conciencia de que el que habla es otro, a quien Jeremías llama a YHWH, otros profetas llaman con otros nombres, y otras personas no le dan ningún nombre pero saben que existe y que habla: «¿Soy yo Dios solo de cerca y no Dios de lejos?» (23,23). La voz va y viene, desaparece y regresa, es siempre don y sorpresa, hasta el final. Su alteridad convive con la experiencia de la más grande intimidad de las vísceras. Lo cercano y lo lejano juntos hacen al profeta. El profeta que pierde la intimidad de la palabra (el «Dios de cerca») no tiene profundidad, poesía, pathos. Pero si el profeta pierde la alteridad y la trascendencia de la voz (el «Dios de lejos»), solo podrá contar sus fantasías y sueños, convirtiéndose a sí mismo en la fuente de las palabras que dice. Algunos profetas que nacen verdaderos se convierten en falsos porque no respetan esa diferencia entre la voz propia y la otra voz, y un día el diálogo primero de voces se convierte en canto para una voz sola.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (44 KB) el 30/07/2017
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (62 KB) el 23/07/2017
«Hermano ateo, que piensas con nobleza, y buscas a un Dios que yo no sé darte, atravesemos juntos el desierto. De desierto en desierto, más allá de la jungla de las fes, vayamos libres y desnudos, hacia el desnudo Ser, y allí, donde la palabra muere, acabe nuestro camino»
Davide Maria Turoldo, Cantos Últimos
Podríamos narrar la vida como la historia de sus crisis. La Biblia está llena de historias así, pero no nos damos cuenta porque en los textos bíblicos buscamos verdad, palabras religiosas y consuelo. De este modo, nos perdemos las páginas más grandes de la Biblia, que solo se abren cuando conseguimos llegar hasta los hombres y las mujeres que están detrás de las palabras de YHWH, a los seres enteramente humanos que las pronunciaron. La palabra de la Biblia no nos cambia si no nos dejamos tocar en la carne por sus hombres y sus mujeres, si no les damos permiso para que entren en las estancias más íntimas de nuestra alma, como personas concretas, con un nombre y una historia, con heridas, dudas y maldiciones. Demasiadas veces la Biblia nos salva poco o nada porque poco o nada nos dejamos tocar por ella.
[fulltext] =>Algunas raras veces, un personaje bíblico logra forzar la entrada y colarse por un agujero abierto en nuestra casa por equivocación. Ese personaje se convierte en una persona más real y concreta que nuestros amigos y nuestros hijos. Nos desordena las habitaciones y la decoración interior. Es más, si el que entra es Jeremías, pone la casa patas arriba. Pero tal vez, en medio del caos general, podamos hacernos pobres de las cosas y de Dios y sentir cómo aletea el espíritu, que no consigue soplar en las casas que tienen las puertas cerradas ni en los templos custodiados y protegidos. Demasiada gente se queda fuera del horizonte espiritual del mundo porque, cuando viene a encontrarse con nosotros, entra en una casa con las ventanas cerradas, demasiado llena de cosas bien ordenadas, pero sin suficiente oxígeno para respirar.
«Palabras que el Señor dirigió a Jeremías cuando el rey Sedecías envió a Pasjur (...) y a Sofonías para decirle: Consulta por nosotros al Señor, a ver si repite sus prodigios con nosotros, y Nabucodonosor, rey de Babilonia, que ahora nos está combatiendo, se tiene que retirar» (Jeremías 21,1-2).
Desde el comienzo, Jeremías anuncia una y otra vez la bajada del enemigo, la ocupación del país, la llegada de una gran desgracia. Pero los jefes y los sacerdotes no quieren escucharle. Hechizados por los falsos profetas creen que el templo es inexpugnable y Jerusalén imbatible. Ahora han pasado los años y Nabucodonosor está a las puertas de la ciudad. El asedio comienza, pero los jefes del pueblo, atrapados por la ideología nacionalista, todavía siguen pensando que se salvarán, que YHWH realizará al final uno de sus muchos prodigios. Jeremías sigue repitiendo exactamente lo contrario de lo que el pueblo quiere escuchar. No puede hacer otra cosa, no es dueño de las palabras que dice.
No hace concesiones a los sentimientos y profetiza, despiadadamente, la desventura total e inminente que se cierne sobre el pueblo al que ama. Esta es la frágil fortaleza que le hace ser radicalmente fiel a la palabra, incluso cuando la tragedia del momento histórico sugeriría pietas humana para atenuar la dureza de las palabras y aclarar los colores de los escenarios que aparecen sombríos. Nosotros lo hubiéramos hecho, y lo hacemos, pero los verdaderos profetas no. Jeremías profetiza la única opción posible y buena: rendirse, aceptar la derrota y el fracaso, despertarse y admitir el final del engaño: «Los que se queden en la ciudad morirán a espada, de hambre y de peste; los que salgan y se pasen a los caldeos sitiadores, salvarán la vida, los apresarán como botín vivo» (21,9). Pero, a pesar de que el enemigo se encuentra ya alrededor de las murallas, los ilusos jefes siguen sin creerle: «Decís: ¿Quién caerá sobre nosotros, quién penetrará en nuestras guaridas?» (21,13).
Aquí podemos entender el valor inmenso de ese amigo – sea o no profeta – que tiene el valor de anunciarnos la rendición, cuando los falsos profetas y las ilusiones nos ciegan. El amigo que nos dice que debemos llevar los libros al tribunal, dejar volar a las personas a las que tanto hemos amado, vender la escuela de la comunidad que guarda la herencia de los días del primer amor, rendirnos al ángel de la muerte para poder abrazarle como a un amigo bueno. Y después sentir dentro el eco de las palabras «Bienaventurados los mansos». Pero las personas y las comunidades sienten una resistencia invencible a creer en la palabra que pide rendición, porque amamos demasiado las ilusiones y los falsos consuelos. Y así, mientras la derrota es evidente para todos, nosotros, aconsejados por falsos profetas, seguimos engañándonos, invirtiendo energías infinitas en batallas equivocadas, cuando tan solo un "amén" podría salvarnos de verdad.
Pero el oráculo no adulador de Jeremías a su rey no acaba aquí. Jeremías no solo anuncia y profetiza que esta vez YHWH no va a intervenir para salvar al pueblo (a diferencia de lo que ocurrió con los Asirios por intercesión de Isaías), sino que incluso va a actuar “contra” Jerusalén: «Jeremías les contestó: Decid a Sedecías: Así dice el Señor (…): Yo en persona lucharé contra vosotros, con mano extendida y brazo fuerte, con ira y cólera y furia…» (21,3-5).
El Dios de la Alianza, de la promesa, del Sinaí y de la Ley no interviene y se pone de parte del enemigo. ¿Cómo es posible? ¿No se había revelado muchas veces YHWH a su pueblo como el Dios fiel?
En estos acontecimientos podemos descubrir algo muy importante acerca de la gramática bíblica de los pactos y de la fidelidad. La primera interpretación que se le ofrece a quien se acerca a leer la historia de traiciones e idolatría narrada por Jeremías, es la de un Dios que se mueve dentro del registro de una reciprocidad muy parecida a la reciprocidad de los contratos: el pueblo no respeta el pacto, se prostituye a otros dioses y entonces Dios rescinde el contrato y aplica las sanciones previstas en caso de incumplimiento. También la lectura de Jeremías sugiere esta interpretación y nosotros la aceptamos con seriedad. Siempre es importante y necesario tomarse en serio el mensaje que surge de una primera e inmediata lectura del texto bíblico (y de cualquier texto).
Esta primera lectura, sencilla e inmediata, contiene un gran mensaje. Israel experimenta a YHWH como un Dios fiel porque es un Dios de palabra. Los ídolos no hacen alianzas, ni las rescinden, ni aplican las sanciones del pacto, sencillamente porque son trozos de madera, mudos y muertos. El Dios bíblico es un Dios vivo. Es fiel porque está vivo y por tanto, si está vivo, también respeta los pactos que él mismo ha establecido con el pueblo. Israel y, después, el cristianismo y el Occidente entero, aprendieron a conocer la seriedad de los pactos humanos y de los contratos porque tuvieron la experiencia de un Dios que los había respetado antes. La Alianza es un compromiso bilateral. Es verdadera alianza si la fidelidad de uno es la precondición para la fidelidad del otro. A través de la voz de los profetas, el Dios bíblico nos enseña que el primero que se toma en serio los pactos es Dios mismo y que todas las infidelidades tienen consecuencias muy graves. Solo un Dios serio y digno de confianza podía ser fundamento de una civilización de personas capaces de mantener sus pactos y promesas, y capaces de ser responsables de las consecuencias de los pactos rotos, de las promesas no mantenidas, de las mentiras sobre las relaciones primarias.
Sabemos que el Dios bíblico no conoce solo la reciprocidad condicional de los pactos. Es también capaz de otros amores, hasta llegar a la incondicionalidad del agape. Pero si Dios nos hubiera desvelado un amor-agape que se saltara y olvidara el amor de los pactos y de las promesas, su palabra no habría podido convertirse en la base espiritual y moral de la vida de los hombres y de las mujeres, donde el amor pasa antes que nada a través de la fidelidad condicional a los pactos y a las promesas recíprocas.
Los matrimonios, las empresas y sociedades, las comunidades, viven de muchas relaciones, pero antes viven de ese amor, laico y muy serio, que se manifiesta en las palabras con las que se sellan pactos y alianzas. Son palabras verdaderas porque están hechas de reciprocidad. Viven y alimentan la vida, porque son condicionales, mientras las respetemos juntos, y acaban cuando se termina la reciprocidad. Sabemos además que muchos matrimonios, empresas y comunidades no mueren porque una persona decide seguir adelante y no cejar a pesar de la infidelidad de los demás. Pero antes está la reciprocidad cotidiana de las alianzas, que es el cemento de nuestra sociedad, sin la cual no podrían entenderse nuestras fidelidades-sin-reciprocidad, que se dispersarían en el vacío de nuestras palabras-nada. La verdad de los pactos y de los contratos es la que hace inmensa la no reciprocidad del ágape.
La Biblia – antiguo y nuevo testamento – nos revela a un Dios que es capaz de ir más allá del registro de la reciprocidad. Nos enseña a perdonar setenta veces siete, nos revela el rostro de un Dios que da su vida por los enemigos y los ingratos. Pero a todo eso lo sigue llamando alianza, si bien es una nueva alianza. Y si es alianza es también pacto y reciprocidad. Es nueva pero sigue siendo, y siempre lo será, reciprocidad. El dios-sin-reciprocidad es el faraón, que, totalmente separado, indiferente y desvinculado de sus súbditos, decide sobre su vida y su muerte. El Dios bíblico no es un Dios indiferente a nuestra reciprocidad. Es capaz de superar el pacto, pero sigue siendo un Dios de pactos. No podríamos entender al Padre misericordioso, ni hoy ni ayer, si no hubiéramos experimentado el dolor, la rabia y el abandono que nos producen los hijos pródigos que rompen los pactos y nos dejan. Ese dolor por la falta de reciprocidad es el que nos puede desvelar el valor de un Dios distinto que nos espera en el umbral “olvidándose” de la reciprocidad. Y allí podremos encontrar razones y fuerzas para seguir esperando a nuestros hijos, maridos y compañeros de comunidad infieles.
Gracias, Jeremías, que a toda costa nos has mostrado el rostro de un Dios en el que se puede confiar porque es fiel a las promesas. Sin la consumación total de aquella primera alianza, sin descubrir el valor que tiene para Dios la reciprocidad, no podríamos entender la nueva alianza. Nuestros pactos y nuestros contratos perderían valor y quedarían vacíos. No podríamos entender esa reciprocidad extraordinaria a la que un día llamamos Trinidad. Y tampoco podríamos entender la gratuidad verdadera, el ágape, que solo puede resplandecer en toda su belleza de paraíso cuando hemos aprendido el valor de la fidelidad a nuestros pactos y a nuestras alianzas.
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Luigino Bruni para Avvenire. 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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (62 KB) el 23/07/2017
«Hermano ateo, que piensas con nobleza, y buscas a un Dios que yo no sé darte, atravesemos juntos el desierto. De desierto en desierto, más allá de la jungla de las fes, vayamos libres y desnudos, hacia el desnudo Ser, y allí, donde la palabra muere, acabe nuestro camino»
Davide Maria Turoldo, Cantos Últimos
Podríamos narrar la vida como la historia de sus crisis. La Biblia está llena de historias así, pero no nos damos cuenta porque en los textos bíblicos buscamos verdad, palabras religiosas y consuelo. De este modo, nos perdemos las páginas más grandes de la Biblia, que solo se abren cuando conseguimos llegar hasta los hombres y las mujeres que están detrás de las palabras de YHWH, a los seres enteramente humanos que las pronunciaron. La palabra de la Biblia no nos cambia si no nos dejamos tocar en la carne por sus hombres y sus mujeres, si no les damos permiso para que entren en las estancias más íntimas de nuestra alma, como personas concretas, con un nombre y una historia, con heridas, dudas y maldiciones. Demasiadas veces la Biblia nos salva poco o nada porque poco o nada nos dejamos tocar por ella.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (47 KB) el 16/07/2017
«Mi alma se refugia siempre en el Antiguo Testamento y en Shakespeare. Allí al menos se siente algo. Allí hay hombres que hablan. Allí se odia. Allí se ama, se mata al enemigo, se maldice a los descendientes por todas las generaciones. Allí se peca»
Soren Kierkegaard, citado en Scipio Slataper, Ibsen
El libro de Jeremías marca un nuevo estadio en la conciencia humana, un salto en el proceso de humanización, una verdadera innovación antropológica y espiritual. Todo el libro, pero sobre todo las confesiones. Si le damos permiso para entrar en lo íntimo de nuestra conciencia y estamos dispuestos a asumir su gran coste, aquella antigua innovación puede volver a realizarse, aquí y ahora.
Desde el primer capítulo de su libro, Jeremías ha ido alternando el contenido de su misión profética con sus confesiones íntimas, desvelándonos su alma, sus esperanzas y sus angustias. Ahora, en el culmen de su diario interior, llegamos a los capítulos 19 y 20, donde los hechos narrados y su poesía alcanzan una cima absoluta.
[fulltext] =>Aquí el profeta y el hombre de Anatot se encuentran profundamente entrelazados. La palabra de YHWH y la palabra de Jeremías se funden formando un trenzado de vida y poesía que representa un auténtico patrimonio de la humanidad. Así pues, debemos acercarnos a estos capítulos quitándonos las sandalias antes de escuchar la voz que viene de esta otra zarza ardiente, donde lo que arde no es un arbusto sino los huesos de Jeremías.
Al comienzo de este díptico estupendo, encontramos otro gesto, uno de los más célebres y fuertes de la Biblia. Dentro de la escena tan laica del taller del alfarero, se presenta un nuevo mandato: Jeremías recibe de Dios la orden de comprar una jarra e ir al “valle de los cascotes”, un vertedero de la ciudad (Jeremías 19,1-2). Somos conducidos fuera de la ciudad, a un entorno que a cualquier lector avezado en la lectura de la Biblia le recuerda directamente a Job, conducido también él por Dios y por la vida al montón de basura más célebre de la Biblia.
Jeremías le compra una jarra al alfarero, toma consigo a los testigos más autorizados del pueblo y explica con sus palabras por qué están entre la basura de la ciudad: Dios mandará una gran desventura sobre Israel, porque se ha prostituido a los cultos cananeos y a sus sacrificios de niños (10,3-9). A continuación, YHWH añade: «Rompe la jarra en presencia de tus acompañantes, y diles: … Del mismo modo romperé yo a este pueblo y a esta ciudad, como se rompe un cacharro de barro» (19,10-11). Todo es fuerte y claro.
Fuertes y claras fueron también las consecuencias que nos cuenta Baruc, el secretario amigo de Jeremías, que hace su aparición en el libro para no dejarlo ya: «Pasjur, hijo de Imer, sacerdote comisario del templo del Señor, oyó a Jeremías profetizar aquello. Pasjur hizo azotar al profeta Jeremías y lo metió en el cepo que se encuentra en la puerta superior de Benjamín, en el templo del Señor» (20,1-2). La rotura de la jarra hace que la situación se precipite. Ya no son solo calumnias y conjuras; ahora Jeremías es flagelado y torturado. La obediencia al mandato de romper la jarra en mil pedazos marca un antes y un después en la vida y en la carne de Jeremías. No podemos entender su canto del capítulo 20, posiblemente el más conocido – y el más malinterpretado – de todo el libro, si cuando lo leemos no vemos a Jeremías con la jarra en la mano y después en la cárcel. Desde allí entona su de profundis más hermoso, ese que deberíamos cantar únicamente junto a todos los profetas que siguen siendo torturados, encarcelados y muertos tan solo por ser fieles a la voz de su conciencia. Jeremías canta también por ellos: «Me sedujiste, Señor, y me dejé seducir; me forzaste, me violaste. Yo era el hazmerreír todo el día, todos se burlaban de mí» (20,7).
No debemos ceder ni siquiera un centímetro ante el sentimentalismo o el romanticismo que, con tanta frecuencia, se han pegado a estos versos tremendos. La “seducción” de la que habla aquí Jeremías es la de un adulto que embauca a un menor de edad, la de alguien fuerte que cautiva y engaña a un joven para abusar de él. El contexto dramático y el verbo hebreo elegido no dejan espacio a equívocos. Todo es claro y simple: Jeremías desde el fondo de su prisión acusa a Dios de haberle engatusado en la edad del entusiasmo juvenil y de haberle arruinado – simple y llanamente – la existencia. Son palabras fuertes, que solo quien ha gustado algún bocado de la misma noche de Jeremías por seguir una llamada puede entender. Son palabras adultas, y solo así son maravillosas, porque nos abren al tremendum de las vocaciones verdaderas.
Sin el vertedero de cascotes, el cepo y las torturas de los jefes de la comunidad, las vocaciones no se entienden: apenas si nos asomamos a la antecámara, nos quedamos en el envoltorio del paquete, nos detenemos en los primeros minutos del alba de la vida espiritual. Quienes han querido entender las verdaderas vocaciones proféticas, siempre han ido a los cascotes rotos, a las cárceles, a los exilios. Allí es donde debemos volver también hoy si queremos encontrar a los profetas. Pero los que están en estos lugares no suelen hacer discursos espirituales, ni predicaciones ni milagros, ni tienen visiones, sino que están mudos y cuando dicen algo muchas veces es para maldecir a Dios y a la vida; solo con esas palabras incomprensibles para nosotros saben rezar, algunas veces. Las vocaciones verdaderas permanecen escondidas; nos resultan extrañas o las confundimos con aquellos que hablan mucho de Dios y de religión, mejor con música de fondo e imágenes de doradas puestas de sol. Pero así nos quedamos fuera de la profecía verdadera y desesperada, la única que puede salvar: «¡Maldito el día en que nací, el día en que me parió mi madre no sea bendito! … ¿Por qué salí del vientre para pasar trabajos y penas y acabar mis días derrotado?» (20,14-18). No existen bajo el sol palabras vocacionales mayores que estas. Tan solo se le aproximan algunos salmos, Qohélet, la pasión de Marcos y las palabras hermanas de Job.
Pero este capítulo 20 nos dice algo aún más íntimo acerca de la naturaleza y el misterio de una vocación. En el corazón de su confesión encontramos estas palabras: «Me dije: No me acordaré de él, no hablaré más en su nombre. Pero sentía dentro como fuego ardiente encerrado en los huesos.» (20,9).
«Me dije»: Jeremías reconoce que ha pensado en taponar la voz, en dejar de prestar su cuerpo y su boca, en retirarse, en dejar su tarea profética y arrojar el manto a las ortigas. Por lo que dice, lo ha pensado seriamente, ha intentado seriamente cambiar de vida, no ha sido solo una tentación que no traspasa el reino de los pensamientos. No obstante, mientras intenta huir y a lo mejor huye de verdad, se da cuenta de que no puede: la vocación son sus huesos y su carne, que siguen ardiendo. En ese momento, el profeta siente un nuevo cansancio, distinto del agotamiento físico y moral: «me cansé de contenerlo, no lo podía soportar» (20,9). Es la experiencia del acorralamiento, del asedio interior, que aprieta y no deja escapatoria. Si bien es cierto que no hay nada como una vocación para expresar la libertad, pues cuando se sigue la voz se descubre que lo que se sigue es lo más íntimo de los propios huesos, Jeremías añade otra cosa: nada hay menos libre que una vocación verdadera, porque no hay vía de escape, no se puede huir de la propia médula.
Este es el verdadero drama de quien se encuentra en la vida con una voz verdadera. Llega un día en que se da cuenta de que la vida que lleva no es la que pensaba en su juventud. Todo le habla de ese engaño que le ha llevado a tomar decisiones que hoy siente como violencia por parte de Dios, de las personas que le han seducido en su nombre, de los ideales idealizados en los que ha creído desde la edad de la inocencia. Y empieza a soñar y a pensar palabras distintas de las sugeridas por la voz, palabras nuevas en las que cree más, palabras propias que le parecen más sinceras que las que tiene que decir y repetir por vocación.
La prueba que está pasando Jeremías no se debe sencillamente a las persecuciones, a las cadenas y a las torturas. Es mucho más profunda y tremenda. Un profeta no grita contra Dios y contra la vida si cree en la verdad de su propia historia y de su propia misión. El martirio no es lo que pone en crisis una vocación; a veces incluso la exalta y le da cumplimiento. La prueba de Jeremías es de otro tipo: ya no cree en la verdad del comienzo, se siente dentro de una historia de engaño y de embaucamiento. Su experiencia es la de un joven captado por una ideología o por una secta, que en un momento determinado despierta y no desea otra cosa que huir para volver a la vida verdadera abandonada por haber creído en mentiras, ilusiones y falsas promesas.
Si no leemos esta inmensa confesión de Jeremías en toda su radical desnudez y en su escándalo, nos perderemos casi toda su fuerza. Jeremías no pone en duda la verdad de la voz que le habla y le habló el primer día. Otros profetas sí lo han hecho y lo siguen haciendo. Jeremías pone en discusión la verdad de su propia misión y de su propia vida, que le parece totalmente inútil y equivocada. Y desea escapar, retomar lo que le queda de vida. Pero aquí se abre una de las paradojas más espléndidas de la vida y de su misterio: mientras huye de la ilusión tiene la experiencia más íntima que se puede tener en esta tierra: descubre otra verdad escondida dentro de sus huesos. La voz se le presenta como verdadera precisamente mientras quiere hacerla callar, tan verdadera que no puede huir. Siente arder en los huesos la voz del primer día que le dice, en este otro día adulto de la vida, que lo que había encontrado era tan verdadero que hoy es imposible huir de ello, al igual que es imposible huir de la verdad de los huesos y de las médulas. Pero antes de huir no podía saberlo.
No sabemos cómo superó Jeremías la crisis. No nos lo dice. Tal vez porque las crisis no se superan, sino que entran en la médula de la vida, la nutren y la cambian para siempre.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (47 KB) el 16/07/2017
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Soren Kierkegaard, citado en Scipio Slataper, Ibsen
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 09/07/2017
«El trabajo físico constituye un contacto específico con la belleza del mundo, un contacto de tal plenitud que no tiene equivalente en ninguna otra parte»
Simone Weil, A la espera de Dios
Para poder entender la profecía bíblica y a los profetas, necesitaríamos una laicidad que no tenemos. Nada hay más laico que un profeta, porque, incluso cuando habla de Dios, lo hace hablando de la vida, de la historia, de lágrimas y esperanzas, de cotidianidad y trabajo. Los antiguos profetas hablaban sobre los hombres y las mujeres que estaban a su alrededor y debían hacerse entender por ellos, aunque no fueran expertos en teología. Esta era su laicidad, aunque a ellos el término les resultaría incomprensible, pues lo que para nosotros es laico para ellos simplemente era la vida, toda la vida.
[fulltext] =>La primera dificultad, a veces decisiva, para comprender la Biblia y a los profetas se encuentra en la misma palabra “Dios”. Cuando nos encontramos con esta palabra, inevitablemente nos encontramos con un concepto recubierto por milenios de cultura, de cristianismo, de teología y de filosofía, sin olvidar la modernidad.los ateísmos, la ciencia y el psicoanálisis. El Dios de los profetas y su palabra nos resultan incomprensibles, pues para entenderlos necesitaríamos más bien la pobreza del Sinaí, los ladrillos de Egipto o la esencial libertad de la tienda de un arameo errante. Por eso los mejores oyentes de la Biblia han sido y son los niños; para entrar en este Reino necesitamos su libertad y su pobreza.
«Ellos me repiten: “¿Dónde queda la palabra del Señor? Que se cumpla”. Pero yo no he insistido pidiéndote desgracias ni me he augurado un día aciago; tú sabes lo que pronuncian mis labios, lo tienes delante» (Jeremías 17,15-16). Siguiendo a Jeremías en el desarrollo de su libro y de su vocación, entramos en una nueva etapa y en otra dimensión de su inmensa profecía. Los enemigos siguen protestando contra él y acechándole. Ahora comienzan a usar los hechos para negar la verdad de su profecía de desgracias. El tiempo pasa y la destrucción anunciada por Jeremías no llega. La historia parece dar la razón a las ideologías engañosas de los falsos profetas vendedores de consuelos. Es más, estos le acusan de fabricar escenarios aciagos, de ser enemigo del pueblo, de inventar maldiciones para confundir a la gente.
Jeremías comparte esta suerte con muchos otros hombres y mujeres que, por fidelidad a su propia conciencia, tienen que anunciar el declive en el momento del éxito, el ocaso a mediodía. A estos, primero, se les tacha de derrotismo y se les acusa de ser falsos profetas de desgracias. Después, cuando el escenario aciago se cumple realmente, se les acusa de ser ellos mismos la causa de la tragedia. Así se convierten en el chivo expiatorio del mal que se habían limitado a anunciar con honestidad. Este es un mecanismo tan estúpido como común en las comunidades enfermas de ideología, como la Jerusalén del tiempo de Jeremías. La ideología es por su naturaleza infalsificable, y los hechos que van en dirección contraria a las predicciones de la fe ideológica sistemáticamente son reinterpretados y manipulados, pero nunca usados para la auto-subversión de unas certezas que se han revelado como falsas.
Jeremías sabe que ha profetizado en la verdad. Pero esta confesión suya nos deja entrever una duda y nos muestra una hendidura por la que podemos acercarnos a su interioridad. El profeta no es hombre de certezas. Para él la duda es el pan de cada día. La primera señal de falsedad de un profeta es la ausencia de dudas.
En el capítulo siguiente, el ataque a Jeremías adquiere nuevas formas: «Dijeron: Vamos a tramar un plan contra Jeremías, que no nos faltará la instrucción de un sacerdote, el consejo de un docto, el oráculo de un profeta; vamos a herirlo en la lengua, no hagamos caso de lo que dice» (18,18). Los sacerdotes, los sabios y los profetas adoptan una nueva estrategia para neutralizar la acción de Jeremías: quieren usar contra él las palabras de su propia profecía. La figura de Jeremías está adquiriendo cada vez más importancia en Jerusalén. Eliminarle físicamente, como intentaron años antes sus familiares en Anatot, ahora sería imprudente y tal vez contraproducente. Se necesita una acción más sofisticada.
Los perseguidores de Jeremías cambian su plan. Comienzan a seguirle y a observarle con mucha atención, buscando en sus palabras una contradicción, un vulnus, un error, una frase contra el templo, una crítica contra los sacrificios queridos por Moisés o contra un precepto de la Torá, para poder usarlos en un proceso contra su persona y su obra. Jeremías es consciente de que en este aspecto es vulnerable. Los profetas son imprudentes, no son políticamente correctos, no son conocedores de todos los secretos y trucos de la Ley. Entre las palabras pronunciadas por Jeremías hasta entonces, no faltan palabras y ataques contra la religión del templo. Si un doctor de la ley las recoge y las lleva ante un tribunal, será fácil imputarle. Las imputaciones serán las mismas que siglos más tarde conducirán a la acusación y a la condena de Jesús de Nazaret. Jeremías empieza a ser consciente de que entre las personas que se reúnen en el templo y en las plazas para escucharle hay algunos “infiltrados”, que le siguen únicamente para encerrarle.
Muchas personas, al llegar a este punto, comienzan a autocensurarse, a eliminar de su lenguaje toda referencia peligrosa, a dejar de pronunciar las palabras que pueden condenarles. Pero Jeremías no lo hace y continúa con su canto imprudente y libre, que, gracias a ello, ha llegado hasta nosotros. Si hubiera prevalecido la virtud de la prudencia, si hubiera querido salvar su vida, nosotros habríamos perdido un patrimonio de palabras de un valor inmenso. La prudencia no siempre es una virtud. Para los profetas no lo es nunca, pues anteponen la libertad imprudente de la palabra a la prudencia de sus palabras. Con una conducta prudente, muchos mártires no habrían muerto, muchos profetas habrían evitado persecuciones y sufrimientos. Pero su vida habría sido menos verdadera y nuestro mundo sería peor. La ética bíblica no es la ética de las virtudes.
En estas persecuciones, cada vez más sofisticadas, podemos vislumbrar algo más. En primer lugar, Jeremías nos dice que sus enemigos son los sacerdotes, los teólogos y los intelectuales, es decir la élite del país. A Jeremías no le atacan solamente sus “compañeros” profetas, sino toda la clase dirigente. Este dato nos desvela, a contraluz, el gran peso que tenía la profecía en Israel. Un solo profeta es capaz de minar todo el edificio político y religioso. Solo un pueblo, tal vez corrupto pero fundado originariamente sobre la palabra, puede tomarse tan en serio a un profeta. Hoy, muchos “hermanos de Jeremías” siguen profetizando en nuestros imperios, pero ya nadie se da cuenta. La fuerza y la gravedad de la persecución de Jeremías muestran, paradójicamente, el aprecio que el pueblo de Israel sentía por la profecía. Una civilización que no comprende a los profetas, tampoco los persigue, simplemente los ignora. Así pues, la historia de la profecía en Israel puede decirnos algo importante: Mientras haya conflicto entre las élites dominantes y los profetas, entre institución y carisma, las comunidades capaces de generar profetas y de reconocerlos, siempre podrán salvarse. La presencia de Jeremías y de los demás profetas del exilio babilónico es también la gran señal de que YHWH no ha abandonado a Israel. Jeremías, impugnado y rechazado por el pueblo, es el sacramento de la Alianza en el tiempo de la corrupción y la apostasía. Mientras en una comunidad pervertida hable un profeta, todavía hay un futuro posible.
Para terminar, engarzada entre estas dos conjuras, encontramos la estupenda escena del alfarero: «Palabras que el Señor dirigió a Jeremías: “Anda, baja al taller del alfarero y allí te comunicaré mi palabra”. Bajé al taller del alfarero, y lo encontré trabajando en el torno. A veces, trabajando el barro, le salía mal una vasija: entonces hacía otra vasija, como mejor le parecía» (18,1-4)
Dios habla a Jeremías dentro del taller de un artesano. Jeremías ha proclamado la palabra del YHWH en el templo, allí ha recibido las objeciones de sus conciudadanos, allí han surgido sus dudas sobre el retraso en el cumplimiento de aquellas palabras. Pero la luz para resolver sus dudas le llega fuera del templo, mientras pasa por delante del humilde y laico taller de un artesano.
Está atravesando una fase delicada de su vida, la dura polémica con sus opositores está poniendo en crisis la verdad de su profecía y de su vocación, y Dios le habla con las manos laboriosas y manchadas de un artesano. Así, la Biblia nos deja uno de los cantos más hermosos sobre el trabajo humano y la teología de las manos. El artesano presta sus manos a Dios para que hable. Y allí, en medio del barro y el ruido del torno del alfarero, Jeremías entiende el sentido del retraso en la manifestación de su profecía: «Como está el barro en manos del alfarero, así estáis vosotros en mis manos, israelitas. A veces me refiero a un pueblo y a un rey y hablo de arrancar y arrasar; si ese pueblo al que me refiero se convierte de su maldad, yo me arrepentiré del mal que pensaba hacerles». (18,5-8). El aspecto más importante de este episodio no es la interpretación que Jeremías hace de la acción del alfarero, sino el hecho mismo de que Dios habla usando el trabajo mudo de un artesano.
En estos tiempos de crisis y de transformación del trabajo, no podemos dejar de acoger esta palabra de bendición del trabajo que nos llega de Jeremías. El trabajo humano es también lugar de teofanías, para aquellos que trabajan y para aquellos que observan el trabajo de los demás. Mientras nosotros seguimos buscando la respuesta a nuestras dudas en el templo o cuando ya hemos dejado de buscarlas, Dios nos espera en los talleres, manejando el torno desde su banco de trabajo.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 09/07/2017
«El trabajo físico constituye un contacto específico con la belleza del mundo, un contacto de tal plenitud que no tiene equivalente en ninguna otra parte»
Simone Weil, A la espera de Dios
Para poder entender la profecía bíblica y a los profetas, necesitaríamos una laicidad que no tenemos. Nada hay más laico que un profeta, porque, incluso cuando habla de Dios, lo hace hablando de la vida, de la historia, de lágrimas y esperanzas, de cotidianidad y trabajo. Los antiguos profetas hablaban sobre los hombres y las mujeres que estaban a su alrededor y debían hacerse entender por ellos, aunque no fueran expertos en teología. Esta era su laicidad, aunque a ellos el término les resultaría incomprensible, pues lo que para nosotros es laico para ellos simplemente era la vida, toda la vida.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (57 KB) el 02/07/2017
«Nadie que lea la Biblia podrá evitar tener la impresión, al llegar a Jeremías, de que una presa ha cedido en un punto decisivo. Se advierte algo nuevo, una dimensión del dolor hasta entonces desconocida»
Gerhard Von Rad, Teología del Antiguo Testamento
«La palabra de YHWH me fue dirigida en estos términos: No tomes mujer ni tengas hijos ni hijas» (Jeremías 16,1-2). He aquí otro momento crucial, narrativo y espiritual, del canto y de la vida de Jeremías, espléndida y tremenda. Jeremías, por vocación, no tendrá mujer y tampoco tendrá hijos ni hijas. El doble mandato marca y refuerza la doble soledad radical de Jeremías: tendrá que vivir sin esposa y también sin hijos ni hijas (la alegría, el esplendor y los dolores que nos causan las hijas, las niñas, no sustituyen a las de los varones, y viceversa). En esta procesión –esposa, hijos, hijas – tal vez podamos descubrir una mirada concreta, no genérica, del profeta sobre esas alegrías distintas e igualmente concretas que él no conocerá por su especial vocación.
[fulltext] =>Otros profetas bíblicos vivieron experiencias parecidas en parte a la de Jeremías. Las vidas de Isaías y de Oseas fueron un signo total, global, palabras hechas símbolo-carne. Su vocación involucró profundamente a su familia. Isaías llamó a su hijo “un resto volverá”, y el nombre de su hijo se convirtió en el corazón de su profecía. Oseas recibió de Dios el mandato de casarse con una prostituta, también en este caso para decir-ser un mensaje al pueblo: os habéis prostituido a otros dioses. Son hechos y acciones tremendas, en los que el dolor y el tormento se hacen demasiado grandes y las palabras por sí solas no bastan, incluso las palabras inmensas de los profetas.
En cambio, a Jeremías la voz le pide algo aún más radical: ser signo y presagio, renunciando completamente a las cosas más benditas y sagradas. En su mundo, la elección de no tener esposa ni hijos era un acto escandaloso y sobre todo carente de sentido. En hebreo no existe una palabra para el “celibato”. Era simplemente una locura, una estupidez, algo ridículo. Hasta tal punto que la petición hecha a Jeremías no tiene parangón en el Antiguo Testamento.
Para intuir un poco la paradoja de este mandato, tendríamos que echar mano de toda la Biblia y de la experiencia de toda una vida. Tendríamos que volver a Abraham y a la promesa de tantos hijos como estrellas tiene el cielo. Volver a la esterilidad de Sara, a Agar e Ismael y, después, a Isaac, a Raquel y a Lía, a Job, a la Alianza, al Cantar y al lenguaje nupcial de la Biblia, muy amado y usado también por Jeremías. En aquel mundo, la primera bendición era tener hijos e hijas. Ninguna tierra es tierra prometida si no la habita al menos un hijo nuestro, alimentándose con su leche y su miel. En el humanismo bíblico, el único paraíso deseado consiste en poder seguir viviendo en los hijos y en su memoria durante muchas generaciones. La vida mejor que se espera no es nuestra vida futura en el cielo sino la de los hijos en la tierra. Tendríamos que volver a los primeros capítulos del Génesis. Volver al adam que, creado “hombre y mujer”, expresa en su unidad verdaderamente la imagen de Dios, la única imagen suya lícita en esta tierra, puesto que todas las demás afean la imagen de Elohim porque afean la imagen del adam. Volver a la escena del primer hombre despertándose del entumecimiento y encontrándose por primera vez con unos ojos como los suyos, entonando quizá la primera canción de la tierra: “Ahora sí, ahora sí…”, finalmente he encontrado un ezer kenegdó, una mirada en la mirada, unos ojos como los míos y sin embargo completamente distintos. La mujer llega como don y respuesta a una de las primerísimas frases de la antropología bíblica: “No es bueno que el adam esté solo”.
En este gran capítulo del libro y de la historia de Jeremías, Dios le pide que vuelva a la soledad triste de la aurora del mundo antes del “dos o más”. Jeremías debe, por una palabra de YHWH, renegar de una de sus palabras más bellas y eternas. El “no está bien” vale para todos los hombres menos para Jeremías.
El estupor no acaba aquí: «Así dice YHWH: No entres en casa de duelo ni vayas a plañir, ni les consueles» (16,5). Ir a los funerales, llorar o visitar a la familia del difunto durante el largo tiempo del luto, eran prácticas sociales primarias, que creaban y afianzaban los lazos sociales y hacían crecer la solidaridad y la fraternidad. No cumplir con estas prácticas significaba aislarse y ser visto por los demás como una persona excéntrica y enemiga. Pero la lista de prohibiciones de Jeremías continúa: «En casa de convite tampoco entres a sentarte con ellos a comer y beber» (16, 8). Dios quiere para él una vida en total soledad: sin familia, sin hijos, sin amigos, sin fiesta, sin comunidad, sin consuelo. ¿Por qué? El texto nos da su interpretación: Jeremías debe adelantar con su cuerpo, con sus relaciones sociales, con su carne, la condición que pronto será compartida por todo el pueblo, a punto de ser deportado a un lugar donde se acabarán los banquetes de fiesta, donde ni siquiera se podrá enterrar adecuadamente a los muertos ni celebrar los ritos del luto. Debe convertirse en un símbolo encarnado.
Pero esta explicación no nos satisface. ¿Qué sentido tiene encarnar una ruina total, adelantando con la propia vida la desgracia de todo el pueblo? ¿Para qué ser una señal si nadie la entiende y todos la ridiculizan y se burlan? No olvidemos que el sentido global del libro de Jeremías no sugiere que el objetivo de las señales fuertes sea la conversión del pueblo. Tampoco puede satisfacernos pensar que el objetivo del libro de Jeremías sea una lectura teológica ex-post de los acontecimientos desastrosos de la deportación a Babilonia, echando toda la culpa de la desgracia a la corrupción y a la idolatría del pueblo para salvar la justicia de Dios. Todo eso es demasiado poco, demasiado sencillo, y no está a la altura de su libro.
Conviene, pues, dejar hablar a este capítulo XVI, dejar que entre dentro de nuestra vida de hoy, y entrar en diálogo con Jeremías, haciéndonos contemporáneos suyos. Si nos situamos, desnudos y libres, ante este capítulo, tal vez podamos entrever entre la niebla algunas dimensiones paradójicas pero verdaderas y esenciales que se encuentran en muchas vidas vividas como vocación.
El día en que Jeremías recibió su primera llamada, no sabía que llegaría el momento de esta segunda llamada (en el relato de su vocación en el primer capítulo no hay referencia alguna a no casarse). Hoy, en cambio, cuando alguien responde a una vocación religiosa sabe de inmediato que no se casará ni tendrá hijos. Pero también hoy, en el día de la llamada, cuando nos envuelve la luz deslumbrante de la voz, aunque sepamos de forma abstracta que renunciamos a tener mujer/marido, hijos e hijas, en realidad todavía no estamos renunciando a nada real. Muchas vocaciones se frustran porque se detienen, por miedo, ante la primera renuncia abstracta, sin llegar a conocer la capacidad de generar que solo la renuncia concreta proporciona. Pero cuando la vida funciona, es muy probable que llegue el día del capítulo XVI de Jeremías, cuando esa idea abstracta se hace concreta y se encarna. Ese día llega cuando conocemos a un hombre concreto que verdaderamente podría convertirse en nuestro marido, cuando ante un niño sentimos en la carne la indigencia de la paternidad fallida, cuando estamos rodeados de cien hijos e hijas, ninguno de ellos nuestro, mientras algunos podrían serlo. Es entonces y no en el día del primer encanto luminoso, diez o treinta años atrás, cuando nos alcanza con fuerza y claridad esta palabra: “No tomes mujer ni tengas hijos e hijas”. Y es posible responder de nuevo y diversamente: sí.
Cuando seguimos verdaderamente una vocación y no renunciamos a vivir la vida por la desilusión o por la ilusión, antes o después llega de forma casi inevitable la etapa del capítulo XVI. Nos volvemos como Jeremías, pero no nos damos cuenta, porque el proceso es lento y largo. Nos encontramos encarnando mensajes de los que no somos dueños. Entonces podemos rebelarnos o decir “sí” y prestar el cuerpo y la vida para escribir un capítulo de un libro del que no sabemos ni la trama ni mucho menos el final.
En su mundo y en su tiempo, Jeremías no podía entender el sentido de aquellas cosas tremendas que la voz le pedía. El libro de Jeremías nos da alguna interpretación, pero el hombre Jeremías de Anatot habrá tenido muchas menos interpretaciones que los redactores finales de su libro, tal vez ninguna. Tan solo oyó con claridad una voz que le pedía algo paradójico y dijo: “está bien”. Los símbolos no desempeñan su función porque conozcan su propio significado: a veces perciben algún resplandor de sentido, pero el símbolo no es casi nunca un buen hermeneuta de sí mismo. Los grandes símbolos de la Biblia y de la vida de cada uno no son nunca explicados y revelados de una vez por todas, y por eso siguen hablando y explicándose a lo largo del tiempo y en todo tiempo. No somos nosotros, en nuestro mundo y en nuestro tiempo, los mejores intérpretes de los símbolos que estamos llamados a ser.
La Biblia es revelación, entre otras cosas, porque a veces quita el velo que nos separa del sentido de sus palabras y del sentido de nuestras experiencias más importantes. Lo quita un poco de tiempo y después lo vuelve a poner, re-velándolas, para conservar la intimidad de sus grandes relatos de amor y de dolor, y para guardar el misterio de nuestro corazón. No hace falta conocer y explicar todo el sentido y todos los sentidos de los mandatos paradójicos del capítulo XVI, porque esas palabras suyas seguirán cantando mientras sus significados sean más numerosos y grandes que nuestras preguntas y nuestras respuestas. La Biblia regenera siempre que sus sentidos sean excedentes con respecto a nuestras interpretaciones.
El paisaje de la tierra encontrada no es el de la tierra prometida. Muchas cosas que creíamos que estarían allí no están. No está la comunidad que imaginábamos sino la que tenemos, no está la felicidad que buscábamos porque viviendo hemos comprendido que era demasiado poco. Pero hemos encontrado muchas sorpresas, como el don de descubrir la belleza donde todos ven cosas y personas feas; una profunda y sobria fraternidad con la tierra, con los animales y con las plantas, que brota como una flor sobre una soledad no elegida y dócilmente acogida. Una vocación seguirá viva mientras sea bastante libre como para actualizar continuamente la primera tierra prometida. Y cuando comprenda que se acerca la desaparición del último elemento superviviente del paisaje soñado, sepa entonar el canto de la gran bendición.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (57 KB) el 02/07/2017
«Nadie que lea la Biblia podrá evitar tener la impresión, al llegar a Jeremías, de que una presa ha cedido en un punto decisivo. Se advierte algo nuevo, una dimensión del dolor hasta entonces desconocida»
Gerhard Von Rad, Teología del Antiguo Testamento
«La palabra de YHWH me fue dirigida en estos términos: No tomes mujer ni tengas hijos ni hijas» (Jeremías 16,1-2). He aquí otro momento crucial, narrativo y espiritual, del canto y de la vida de Jeremías, espléndida y tremenda. Jeremías, por vocación, no tendrá mujer y tampoco tendrá hijos ni hijas. El doble mandato marca y refuerza la doble soledad radical de Jeremías: tendrá que vivir sin esposa y también sin hijos ni hijas (la alegría, el esplendor y los dolores que nos causan las hijas, las niñas, no sustituyen a las de los varones, y viceversa). En esta procesión –esposa, hijos, hijas – tal vez podamos descubrir una mirada concreta, no genérica, del profeta sobre esas alegrías distintas e igualmente concretas que él no conocerá por su especial vocación.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (53 KB) el 25/06/2017
«Rabí Méndel se jactó una vez ante su maestro de que por las tardes veía al ángel que aleja la luz para dar paso a la oscuridad, y por las mañanas al ángel que aleja la oscuridad para dar paso a la luz. “Sí”, dijo Rabí Elimélej, “en mi juventud yo también los veía. Más tarde ya no ves estas cosas”»
Martin Buber, Cuentos Jasídicos
Si las experiencias más profundas e íntimas son tan valiosas es porque se han vivido y generado en el secreto impronunciable del corazón. Nos dan una nueva profundidad, nos dejan entrever una nueva interioridad, que no creíamos poseer cuando comenzábamos a atravesar el desierto, antes de la lucha nocturna, cuando madrugábamos para salir con la leña y con el hijo hacia aquel monte tremendo. Sin embargo, hemos atravesado el desierto, hemos luchado con un ángel, hemos subido al monte Moria y, alguna vez, nos hemos encontrado con un hijo de regalo, con un nombre nuevo, en una tierra prometida. O la hemos visto de lejos, mientras nuestros hijos entraban en ella. En las experiencias decisivas oímos sonidos y voces inarticuladas que nos calientan y queman como el sol, nos quitan la sed y nos empapan como el agua, nos tocan, nos acarician y nos hieren. Pero no hablan.
[fulltext] =>Los profetas cantan su interioridad y sus experiencias más íntimas para que también las nuestras puedan hablara. Nos regalan sus diálogos viscerales, sus palabras de soledad, de lucha, sus preguntas casi siempre sin respuesta. Son grandes expertos en las palabras de las profundidades del hombre y de las profundidades de Dios, de los silencios del hombre y de los silencios de Dios. Muchos no creen que exista un Dios en un lugar “sobre el sol” esperándonos al final de la carrera. Pero no se puede negar que “bajo el sol” ha habido y hay personas, los profetas, que hacen hablar a Dios en el corazón del hombre. No podemos negar ese entrecomillado de Dios que es el profeta, porque es totalmente humano, hecho enteramente de carne y sangre. Podemos discutir quién es ese ”Dios” del que nos hablan y al que hacen hablar, pero sin duda se trata de una realidad concreta, vital, nada abstracta. Cuando las religiones pierden contacto con el Dios de los profetas, se transforman en prácticas que celebran a un Dios abstracto que ha dejado de hablar, mudo como los ídolos.
«¡Ay de mí, madre mía, que me engendraste hombre de pleitos y contiendas con todo el mundo!. Ni les debo, ni me deben, ¡pero todos me maldicen!» (Jeremías 15,10).
¡Ay de mí, madre mía! A la madre no se la nombra en vano. Si lo hacemos, violamos el primer mandamiento de las relaciones primarias. Cuando somos niños, la palabra “madre” es la de la vida, la que da vida. Cuando somos adultos y cuando ella ya no está, la palabra “madre” va casi siempre acompañada de “mía” y surge espontáneamente ante cualquier emoción. Si nos detenemos un instante y nos fijamos con detalle, nos daremos cuenta de que las palabras “madre mía” expresan un sentimiento visceral, como las que nos han custodiado dentro y fuera del seno materno. Pero, algunas veces, las palabras “madre mía” son las últimas que nos quedan en el odre de las palabras del dolor y la angustia. En la cárcel, entre los condenados a muerte, en el último lecho del último viaje, cuando la enésima entrevista de trabajo ha salido mal, cuando leemos el informe médico que no nos gustaría leer… “¡madre mía!”.
Este canto-oración de Jeremías también comienza nombrando a la madre, tal vez para volver al origen de su nombre y de su vocación. No comienza su confesión con: “Dios mío”, sino llamando a su madre. Vuelve “nacido de mujer”, como todos. En tiempos de grandes crisis es natural volver a la madre, buscando el origen más profundo y verdadero de la propia historia. A veces volvemos también a la casa materna, a los lugares de la vida antes de que una voz nos llevara hacia un destino que ya no comprendemos. Cuando la segunda casa parece morir y evaporarse en el sueño y en la vanitas, volvemos a casa de la madre para volver a fundarnos sobre algo más verdadero, buscando un origen más radical y verdadero de esa vocación. En el día de su vocación, Jeremías sintió que los dos orígenes – natural y profético – eran uno («Antes de haberte formado yo en el seno materno, te conocía, y antes de que nacieses, te tenía consagrado»: 1,5). Ahora, en el día de la prueba, ambos orígenes se separan, y el profético se pierde. Y el cordón umbilical puede convertirse en el primer hilo para volver a atar una vida deshilachada.
Los profetas son hombres y mujeres como nosotros. Lo son siempre, pero más que nunca cuando su sol distinto se oscurece y se quedan como terrestres hijos de la tierra, hermanos y hermanas del adam. No siempre y no todos logramos seguir y entender a los profetas cuando prestan su boca a YHWH. Pero todos podemos entenderles cuando, desnudos y pobres, se hacen mendigos de luz, de vida, de madre, de origen, como nosotros. En esos momentos nos toman de la mano y nos enseñan el oficio de vivir bajo el cielo de todos.
Cuando escribe y lee públicamente estos versos, Jeremías es un hombre adulto. Ha gastado los mejores años tratando de ser fiel a su vocación, ha desempeñado su tarea con celo y generosidad. «Di, YHWH, si no te he servido bien: intercedí ante ti por mis enemigos en el tiempo de su mal y de su apuro»: 15,11). Seguir con honestidad su llamada le ha hecho vivir una vida de soledad («No me senté en peña de gente alegre, por obra tuya solitario me senté» 15,17), ridiculizado y odiado por sus conciudadanos y familiares, incluso más maldecido que un usurero o un deudor insolvente. Ha tenido que anunciar a su pueblo un destino de ruina. Ha tenido que combatir a los falsos profetas de ilusiones consolatorias. Ahora ya no entiende su suerte, le parece triste y profundamente injusta, y lucha con YHWH hasta acusarle de traición: «Te has hecho para mí como un espejismo, como aguas no verdaderas» (15,18). Estas palabras podrían molestarnos o parecernos improbables y desentonadas en la Biblia si no conociéramos a Job o el vado nocturno del Yaboq; si no conociéramos a los profetas, ni la vida y la fe que cantan sus versos más elevados dentro del campo de batalla, cuando luchan con los ideales más grandes que se han transformado en el enemigo. Así también en esta confesión de Jeremías, en el culmen de su lucha, encontramos uno de sus versos más bellos: «¿Por qué mi dolor no tiene fin y no hay remedio para mi herida?» (15,18).
Nos encontramos ante uno de los vértices de la auto-revelación de la vocación profética y por consiguiente de toda vocación humana auténtica. Los libros de los profetas son extraordinarios porque nos muestran un rostro distinto de Dios, pero también porque nos dan a conocer un rostro espléndido del hombre: su capacidad para responder a una vocación.
Aquí Jeremías nos dice que la vocación es una herida, una herida siempre abierta que no cicatriza. Nos dice que la voz buena que un día nos revela lo que somos desde siempre, es también un bisturí que realiza una profunda incisión en nuestra alma y en nuestra carne, para abrir nuestra naturaleza más verdadera, para desvelarnos a nosotros mismos. Es una circuncisión del corazón, que se realiza bajo los efectos del anestésico de una luz amorosa que llama y seduce. Después vienen años en los que el trabajo de la voz-cirujana continúa y se hace más profundo, si bien todo es una inmensa felicidad: «Tu palabra era para mí un gozo y alegría de mi corazón» (15,16). Pero el efecto de la anestesia poco a poco se va pasando y un día nos encontramos solo con la herida sangrante, sin comprender el sentido del dolor y de la herida. Descubrimos que es simplemente una herida inútil. Un significante sin significado. Una señal muda. La abertura del alma que durante muchos años fue el lugar del encuentro y del diálogo con la voz parece tan solo un corte que duele y no cura.
Esta transformación de la primera abertura en herida marca el comienzo de la fase más fecunda de toda vocación, de esa misteriosa y típica capacidad de generar, valiosa y rara. El profeta es una herida que habla, una espina perennemente clavada en la propia carne. Cada uno lleva grabada una señal que le permite en-señar la palabra. En cambio, los falsos profetas o bien no han conocido nunca el tiempo de la anestesia o bien han seguido usando opiáceos para no llegar nunca al tiempo verdadero de la herida.
En medio de su lucha con YHWH, Jeremías tiene un nuevo encuentro con la primera voz: «Yo te pondré para este pueblo por muralla de bronce inexpugnable. Y pelarán contigo, pero no te podrán, pues contigo estoy yo para librarte y salvarte» (15,20). Si volvemos al comienzo de su libro, nos daremos cuenta de que Jeremías aquí vuelve a escuchar las mismas palabras del primer día (1,18-19). A veces, en las muchas agonías de la vida adulta puede ocurrir que volvamos a escuchar las palabras de la llamada de juventud, pero esas palabras repetidas ya no son anestesia ni cicatrizan la herida. Muchas personas con auténtica vocación profética se bloquean porque, al desaparecer el efecto de la anestesia, se pasan la vida esperando un bálsamo con el que curar las propias heridas y se olvidan de curar las heridas de otros, donde se encuentra el único bálsamo que puede hacer soportables y fecundas nuestras propias heridas, que permanecen siempre abiertas.
A pesar de esta nueva epifanía interior, la herida de Jeremías seguirá sangrando hasta el final, y generará algunos de los cantos más elevados y sublimes de la Biblia. La herida de Jeremías no podía cicatrizar porque, sencillamente, la herida era él. Si hubiera cicatrizado, si hubiera usado los diálogos con YHWH para consolarse y curarse, hoy no tendríamos palabras distintas con las que gritar y rezar en nuestras luchas fecundas. No tendríamos sus páginas más grandes, no tendríamos su libro. Y no habríamos entendido una ley fundamental de las vocaciones más hermosas: que las deslumbrantes luces de la infancia espiritual son una anestesia amorosa mientras se realiza la operación más importante de la vida. La herida no es más que la forma que adquiere la primera luz en la edad adulta. Y de esa herida que habla florecerán nuestras palabras más bellas y verdaderas.
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Luigino Bruni
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (42 KB) el 18/06/2017
«Casi todas las ideas lanzadas por Jeremías en esta época tienen relación con la ley; casi todas las imágenes que utiliza están sacadas del mismo patrimonio, ya secular, de la profecía bíblica. Todo esto no es más que un ejercicio, un aprendizaje»
André Neher, Jeremías
«YHWH me dijo así: "Ve y cómprate un cinturón de lino y póntelo a la cintura, pero no lo metas en agua”. Compré el cinturón, según la orden de YHWH y me lo puse a la cintura. Entonces me fue dirigida la palabra de YHWH por segunda vez: “Toma el cinturón que has comprado (…) ve al Éufrates y escóndelo allí en un resquicio de la peña"» (Jeremías 13,1-4).
[fulltext] =>Ve. Los profetas reciben de Dios órdenes concretas, detalladas, meticulosas. Son palabras que nombran objetos, ríos, piedras. Son instrucciones para llevar a cabo una misión especial. Son un mapa para viajar por un territorio no explorado. Son una ejecución testamentaria. Son un mandato para hacer y no solo para decir: la boca de los profetas es su cuerpo. Los profetas hablan diciendo y hablan haciendo. Hablan con la boca, con las manos, con los pies, con las piernas, con la espalda.
Sin embargo, experimentar la verdad de la palabra que les habla y adquirir la capacidad de distinguirla de la no-verdad de los falsos profetas, es un proceso lento y con frecuencia largo, que puede durar años, décadas o incluso toda la vida del profeta. Estas vocaciones florecen siguiendo un camino marcado por fases concretas, que podemos conocer y reconocer gracias al estudio de la Biblia y de la vida.
Al principio, el joven profeta nace en una comunidad, donde conviven personas buenas y malas, profetas verdaderos y falsos. Las comunidades verdaderas son siempre mestizas e híbridas. Una vocación profética solo puede crecer y desarrollarse dentro de una o varias comunidades, a partir de la primera comunidad familiar. Si bien la profecía expresa mejor que cualquier otra cosa la individualidad y el diálogo personal entre dos “tú”, la profecía es también una práctica y por tanto un asunto social y comunitario. Los profetas son enviados a comunidades concretas, se encarnan en la tierra y en la historia de un lugar y de un tiempo; sus críticas, cuidados y preguntas están engarzadas en la vida cotidiana de su propia gente.
Dentro de esta primera comunidad es donde se produce la primera llamada, la vocación, que es el acontecimiento fundamental y absolutamente individual. Pero después de la vocación encontramos de nuevo la comunidad, a veces la misma de antes, a veces una nueva comunidad profética, donde el joven se forma y busca uno o varios maestros, compañeros de vocación. La idea de que los profetas son hombres solitarios, que vienen al mundo ya formados y perfectos para desempeñar su misión o amaestrados solo por Dios interiormente, pertenece a las representaciones artísticas o a las novelas, pero no a la realidad histórica. En la verdadera formación de los profetas, las voces y las palabras, como las del Bautista o Ananías, son aliadas necesarias de la voz de YHWH. El profeta nace y se hace, aprendiendo en el tiempo a ser lo que ya era en el seno materno.
Esta dimensión temporal y diacrónica de la vocación profética explica por qué los primeros capítulos del libro de Jeremías no son tan originales, a pesar de algunos rayos luminosos y geniales. Van Gogh aprendió a pintar: al principio ya era Van Gogh por vocación, pero todavía no conocía la técnica de la pintura. En sus primeros trazos ya se adivinaba el gran genio, pero hubo que esperar años para ver sus obras maestras. También Jeremías tiene que aprender a ser profeta, porque la profecía es carne y sangre y vive de sus leyes y de sus tiempos. Así, en la primera fase de su actividad de joven profeta, Jeremías empieza a conocer a los grandes profetas bíblicos anteriores a él, estudia la Torá, la tradición de la Alianza, las historias de los patriarcas. El joven profeta busca su propia identidad y comienza a descubrir su perfil profético concreto, que encontrará en la madurez. Así pues, para entender y tocar en profundidad los libros proféticos que se desarrollan y se escriben en el tiempo, debemos aprender a esperar, debemos acompañar al profeta en su crecimiento. La palabra crece junto a sus escritores, y nosotros crecemos junto a los profetas si sabemos esperarles. La escritura es madre, la escritura es esposa; pero la escritura es también hija de aquellos que la saben esperar mientras crece, y le hacen preguntas en el momento adecuado, ni antes ni después. Demasiadas veces no encontramos respuestas en la Biblia porque hacemos las preguntas en el momento (kairos) equivocado, fuera de tiempo.
La bisagra entre la fase juvenil y la madurez de Jeremías (y de los profetas en general), está representada por el conflicto y la emancipación de la primera comunidad. En el desarrollo de su vocación, Jeremías comienza a dudar no solo de su familia (capítulos 11 y 12) sino también de su propia comunidad profética. El pueblo está oprimido por la sequía y el hambre y Jeremías se dirige a Dios: «¡Ah, Señor YHWH! He aquí que los profetas están diciéndoles: No veréis espada, ni tendréis hambre, sino que voy a daros paz segura en este lugar» (14,13). Todavía no es el momento de la verdadera lucha que Jeremías combatirá con los falsos profetas en los capítulos siguientes de su vida y de su libro. Estas palabras nos sugieren más bien a un joven profeta, todavía confundido, que se encuentra dentro de la comunidad que le ha criado y amaestrado y en la que confía, pero que le pide a Dios razón de la nueva lucha interior que comienza a advertir. La lucha entre las palabras que le nacen por dentro y las que oye en boca de otros profetas.
Esta es una etapa crucial en la vocación profética, sobre todo cuando es grande, como en el caso de Jeremías. Para comprenderla debemos tener presente que en Israel la profecía era una especie de oficio. Había cientos o tal vez miles de nabi’im (profetas) que recorrían el país contando visiones, realizando gestos extraños y profetizando escenarios tenebrosos y apocalípticos. Vestían de una forma determinada (por ejemplo, el manto) y eran bien reconocibles en medio del pueblo y en los alrededores del templo. No todos estos profetas eran “falsos” o impostores. La mayoría eran simplemente profetas de oficio, que se limitaban a repetir algunos versos de Isaías o de Amós, y en base a su conocimiento de la sabiduría y de la tradición profética daban algún buen consejo o, en todo caso, encontraban algún oyente o discípulo. En la primera fase de su vida, Jeremías habrá sido un nabí como ellos, mezclado entre muchos de los que no tenemos noticia. Pero un día, aquel profeta ya distinto comienza a entender que sus palabras no son como las de sus “colegas”, porque la voz que le habla dice cosas distintas a las que oye decir a los demás: «Me dijo YHWH: “Mentira profetizan esos profetas en mi nombre. Yo no les he enviado ni dado instrucciones, ni les he hablado. Visión mentirosa, augurio fútil y delirio de sus corazones os dan por profecía"» (14,14). Jeremías toma conciencia de que es un profeta distinto. Para que su diversidad pueda perfilarse en toda su fuerza, recurre a ese conjunto de palabras resumido con la expresión falsa profecía. Desde el punto de vista histórico, es difícil imaginar que todos los nabi’im del tiempo de Jeremías fueran falsos profetas, inventores y cantores de mentiras, aunque Jeremías así lo haya escrito. Como en todos los oficios, los buenos y los malos profetas habrán convivido unos junto a otros también en su tiempo.
Sin embargo, la cuestión aquí es otra y muy importante. La Ley desempeña una función de pedagogo (San Pablo), que debe dejar paso al Espíritu, cuando nos convertimos en adultos. Pero también la comunidad profética es un pedagogo. Y si esta no sabe desaparecer cuando el muchacho se asoma a la vida adulta, no deja que los jóvenes puedan brotar. Al mismo tiempo, ese brotar se ve dificultado por la propia comunidad, como ocurre con la semilla, que tiene que forzar y horadar la tierra que la guardaba en su seno, para dar lugar a la espiga, al fruto. A quien ha recibido una vocación profética puede llegarle un día, un momento, en que sienta urgencia por dejar la comunidad de los profetas por oficio para convertirse en otra cosa distinta, que ni siquiera él/ella sabe todavía qué es. Comienza una nueva etapa muy distinta, casi siempre en solitario. Este “vuelo” muchas veces adquiere la forma de un juicio duro con respecto a la comunidad, que puede asumir las mismas palabras de Jeremías: falsedad y mentira. En la historia, no siempre la falsedad y la mentira de la primera comunidad son reales, pero lo son en la experiencia subjetiva de quien debe levantar su loco vuelo.
Así es como nacen las grandes innovaciones, también las espirituales. Una destrucción creadora que en la experiencia profética adquiere la forma de la “destrucción” de la profecía ajena para poder “crear” la propia.
Ninguno de los restantes profetas colegas de Jeremías habrá sentido la necesidad de destruir las palabras de otros, sencillamente porque no tendrían nada que crear. La gran innovación profética necesita los escombros de la tradición para construir su propia catedral. Esta es otra analogía entre profecía y carisma: ambos innovan “destruyendo” sus instituciones y sus palabras. Pero – este es un problema decisivo – al lado de un profeta verdadero que destruye para crear hay mil falsos u holgazanes que destruyen sin más.
Cuando en una comunidad profética un joven entra en conflicto con las palabras de los demás hasta sentirlas como “falsas” y “mentirosas” y llamarlas así, es posible que esté brotando una vocación profética genuina que, para poder desempeñar su tarea y su misión de salvación, no puede sino destruir para después crear, herir la tierra para poder florecer siguiendo la ley inscrita en su código genético espiritual.
Muchas vocaciones no brotan y acaban mal solo porque no se le da forma ni tiempo al conflicto de generar. La comunidad originaria no logra ver la bendición en la herida de su tierra, no puede verla. Pero, en todo caso, el profeta puede brotar si logra permanecer dentro de este conflicto doloroso hasta habitarlo, si no cede a la tentación de volver a la comunidad de los nabi’im ordinarios e inocuos. Demasiados profetas no logran florecer porque es muy doloroso resistir en la destrucción creadora: «De mis ojos brotan lágrimas día y noche, sin parar» (14,17). Pero cada vez que una vocación muere enterrada, desaparecen pétalos de colores de la alfombra de flores de la tierra.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (42 KB) el 18/06/2017
«Casi todas las ideas lanzadas por Jeremías en esta época tienen relación con la ley; casi todas las imágenes que utiliza están sacadas del mismo patrimonio, ya secular, de la profecía bíblica. Todo esto no es más que un ejercicio, un aprendizaje»
André Neher, Jeremías
«YHWH me dijo así: "Ve y cómprate un cinturón de lino y póntelo a la cintura, pero no lo metas en agua”. Compré el cinturón, según la orden de YHWH y me lo puse a la cintura. Entonces me fue dirigida la palabra de YHWH por segunda vez: “Toma el cinturón que has comprado (…) ve al Éufrates y escóndelo allí en un resquicio de la peña"» (Jeremías 13,1-4).
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 11/06/2017
«Al profeta, Dios no se le revela como un abstracto absoluto, sino como una relación íntima y personal.»
Abraham Heschel, El mensaje de los profetas
La única nostalgia buena, capaz de hablarnos ahora, es la nostalgia del futuro, la que sabe extender la mirada sobre el presente y sobre el futuro. Una relación de amor no se regenera volviendo a las palabras que ella nos decía en los tiempos felices, sino soñando y diciendo palabras de amor nunca dichas. Entre el pasado y el presente hay una reciprocidad vital y esencial. La promesa del origen da sentido y verdad a las esperanzas durante los tiempos de exilio y desierto. El cumplimiento hoy de las promesas de ayer nos dice que no hemos perseguido una ilusión.
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En el corazón de la gran profecía se encuentra engarzada una perla de valor inestimable. Cuando vivimos la vida como vocación – religiosa, cívica, artística –, no siempre somos libres en la relación con nuestras palabras. La libertad que experimentamos con el 90% o tal vez el 99% de nuestras palabras, que nos permite atenuar, amortiguar, dulcificar y mitigar nuestras palabras sin traicionar su verdad (y la nuestra), desaparece cuando nos encontramos ante unas pocas palabras distintas y especiales. Deben ser pronunciadas exactamente de la única manera posible, sin modificar siquiera una vocal, porque salen del alma ya perfectas, y nosotros simplemente podemos y debemos decirlas tal y como nos llegan: el primer “sí”, el último, esa frase concreta de la que depende la dignidad de una persona, la verdad de una relación, la fidelidad a nuestra historia, la no-vergüenza de nuestro corazón. Frases y palabras donde las comas son tan importantes como los verbos y los adjetivos. Estas palabras distintas y especiales sólo pueden pronunciarse de una manera. Si nos equivocamos en ella, nos equivocamos del todo, y las palabras mueren transformándose en charlatanería. Estas palabras tienen mucho valor, pero solo si logramos no modificarlas cuando la pietas humana por aquellos que tenemos delante o por nosotros mismos desearía hacerlo. Son palabras que no valen nada si las enmendamos por algún motivo, incluso noble y humano.
En la vida de los profetas, donde encontramos el arquetipo de toda vocación auténtica, estas palabras no son tan raras como en la nuestra. En su vida hay muchos más momentos donde lo único que pueden hacer es obedecer a la palabra, a las palabras, y después decirlas. Muchas de estas palabras han sido custodiadas en la Biblia y por eso han llegado hasta nosotros, para ayudarnos a decir nuestras pocas palabras especiales y distintas, que nos esperan fieles y puntuales en las encrucijadas decisivas de la vida.
Desde el interior de esta misteriosa relación entre los profetas y la palabra, es posible intuir algo de una frase tan fuerte y tremenda como esta: «Así dice YHWH: No pidas por este pueblo, ni eleves por ellos plegaria ni oración, porque no he de oír cuando clamen a mí por su desgracia» (11,14).
Jeremías no es Abraham, que dialoga con Dios e intercede ante él para evitar la destrucción de Sodoma (Génesis 18). Abraham, el primer patriarca, lleva ante Elohim la voz del pueblo; es el vértice de una pirámide que desde la tierra se eleva hasta Dios. El profeta, en cambio, no tiene como vocación hablarle a Dios del pueblo, sino hablar de Dios al pueblo. Su voz es el vértice de otra pirámide cuya base está en el cielo y se asoma a la tierra. Debe interceder ante el pueblo para que salve a Dios: este es el sentido profundo de su polémica anti-idolátrica. Todo profeta es una voz que desde el “cielo” se asoma a la tierra. Todo su cuerpo es tierra, como cada hombre y cada mujer, pero su voz no le pertenece. Su cuerpo, su carne, es el lugar donde se encuentran cielo y tierra, donde se explica y se consuma su vocación, sus sufrimientos, sus persecuciones: «Los de Anatot buscan mi muerte diciendo: “No profetices en nombre de YHWH, y no morirás a nuestras manos"» (11,21).
Es la primera vez que vemos a Jeremías en peligro de muerte, por una conjura contra su persona orquestada por sus conciudadanos, que incluye también a su familia: «Incluso tus hermanos y la casa de tu padre, esos también te traicionarán y a tus espaldas gritarán. No te fíes de ellos cuando te digan hermosas palabras» (12,6). El profeta es despreciado precisamente en su patria, dentro de su casa, entre sus hermanos. Dentro de su comunidad. Es el lugar donde casi siempre surgen las conjuras para eliminarlo. Jeremías siente de Dios que no debe fiarse ni siquiera de los familiares más íntimos, ni escuchar sus palabras (que parecen) buenas.
Hay un motivo concreto, contingente, detrás de este episodio de la vida del profeta, que probablemente se remonta al comienzo de su actividad. El principal delito que le atribuía su pueblo era la predicación contra el templo, su crítica radical a los sacrificios que allí se realizaban y sobre todo a la ideología real del templo y a sus ilusiones de salvación («¿Es que los votos y la carne consagrada harán pasar de ti tu desgracia? Entonces sí que te regocijarías»: 11,15). La familia de Jeremías era de estirpe sacerdotal y su crítica afectaba a su identidad profunda y a su rol social.
Pero esta conjura contiene un mensaje de alcance universal. La conjura puede ser una reacción natural ante quien desenmascara una ideología muy radicada en el pueblo y lo hace investido de una autoridad distinta a la institucional. No olvidemos nunca que los profetas reciben su autoridad directamente, sin mediación ni ratificación de ninguna institución jerárquica. Por tanto, su legitimidad moral y espiritual siempre es controvertida, parcial e imperfecta, y su casa siempre está en terrenos que las autoridades consideran ilegales, para poderla demoler después.
Jeremías nació y creció en una familia sacerdotal. Era de estirpe sacerdotal, y por vocación tenía que criticar radicalmente la ideología producida ni más ni menos que por su familia. Este es el destino de los profetas llamados a profetizar dentro de la comunidad de fe en las que han crecido y viven. Su tarea consiste en criticar pública y duramente la ideología generada día tras día por los ideales y la fe de su propia comunidad. Jonás fue enviado por Dios a profetizar a Nínive, una ciudad extranjera. Jeremías, el hombre de Anatot, profetiza en Anatot.
La Biblia conoce bien la fraternidad homicida (la de Caín y la de los hermanos de José), y sabe igual de bien que las ideologías-idolatrías son más fuertes que los lazos de sangre. Cuando, también de buena fe, somos capturados por una ideología, esta se convierte en un señor tan despiadado que puede mandarnos matar a nuestros hermanos, hijos y padres. La ideología-ídolo siempre busca nuevas víctimas para sus sacrificios.
Al principio, Jeremías no se dio cuenta de la conjura y por tanto creyó en las palabras de sus amigos/hermanos: «Y yo que estaba como cordero manso llevado al matadero, sin saber que contra mí tramaban maquinaciones: “Destruyamos el árbol en su vigor; borrémoslo de la tierra de los vivos, y su nombre no vuelva a mentarse.”» (11,19). Esta primera mansedumbre no era una virtud, sino inexperiencia e ignorancia. Después, un día Dios le reveló la intriga homicida, y comenzó una nueva etapa de su misión profética. Jeremías comprendió que debía cambiar radicalmente su actitud para con su familia y su comunidad, con el fin de poder seguir desempeñando el mandato recibido y por tanto no morir.
Aquel día florecerá en Jeremías una nueva mansedumbre, ya no la del cordero que era manso porque ignoraba las intenciones de sus verdugos. Esta es la especial mansedumbre de los profetas que superan la fase de la primera humildad ingenua, una nueva humildad que a quienes les observa a primera vista muchas veces les parece lo contrario. La suya es una mansedumbre a la palabra, incomprensible para quienes no conocen la Biblia ni a los profetas, ni al Cristo. Es la mansedumbre de quienes gritan clavados en cruces a las que no querían subir, y sólo se hacen mansos cuando una palabra se lo pide interiormente.
Demasiados profetas verdaderos se bloquean y no completan su misión en el mundo porque su mansedumbre ingenua de la primera fase de su vocación les conduce dócilmente al matadero, donde mueren. No reconocen la intriga y son asesinados precisamente por sus familiares y amigos. El Libro de Jeremías ha llegado hasta nosotros porque aquel profeta consiguió entender que a sus espaldas se estaba tramando una conjura; huyó, continuó su obra y escribió su libro. No es fácil darse cuenta de estas trampas mortales, puesto que se desarrollan dentro de casa. Un día, una voz interior advierte del peligro, pero ni siquiera los mejores profetas logran reconocerla siempre, porque está cubierta por la fuerte voz de la sangre, de los lazos espirituales, de la voz de los responsables o de la voz buena del fundador que alienta y elogia la primera mansedumbre. Así, la palabra del profeta es cubierta, muere, y él/ella calla, deja de hablar. Muchas comunidades mueren porque matan a los profetas ingenuos y mansos que podrían haberlas salvado si hubieran alcanzado una mansedumbre distinta.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 11/06/2017
«Al profeta, Dios no se le revela como un abstracto absoluto, sino como una relación íntima y personal.»
Abraham Heschel, El mensaje de los profetas
La única nostalgia buena, capaz de hablarnos ahora, es la nostalgia del futuro, la que sabe extender la mirada sobre el presente y sobre el futuro. Una relación de amor no se regenera volviendo a las palabras que ella nos decía en los tiempos felices, sino soñando y diciendo palabras de amor nunca dichas. Entre el pasado y el presente hay una reciprocidad vital y esencial. La promesa del origen da sentido y verdad a las esperanzas durante los tiempos de exilio y desierto. El cumplimiento hoy de las promesas de ayer nos dice que no hemos perseguido una ilusión.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (32 KB) el 04/06/2017
«¿Cómo me podía unir a este salvaje idólatra en la adoración de este trozo de madera? Pero ¿qué es adoración? ¿Vas ahora a suponer, Ismael, que el magnánimo Dios del cielo y la tierra – incluidos todos los paganos – puede estar celoso de un insignificante trozo de madera negra? ¡Imposible! Entonces ¿qué es adoración?»
Herman Melville, Moby Dick
La profecía es una crítica radical a las religiones y a los cultos. A todas las religiones y a todos los cultos, que tienen una tendencia intrínseca a transformarse en prácticas idolátricas. Una crítica sistemática y tremenda también a la revelación bíblica, para evitar que la palabra bíblica se convierta en una simple religión. Una fe convertida en simple religión ya es un culto idolátrico. La Biblia es mucho más que el libro sagrado de una religión, entre otras cosas porque ha acogido y conservado en su seno los libros de los profetas, que, junto con Job y Qohélet, le han impedido convertirse en un objeto idolátrico. Los profetas, vaciando el mundo religioso de ídolos, intentan liberar nuestro paisaje de manufacturas religiosas para crear un ambiente en el que podamos escuchar quizá simplemente una voz desnuda. Son los grandes liberadores de los dioses que llenan la tierra y nuestras almas.
[fulltext] =>Así pues, el primer paso que necesariamente les espera a aquellos que comiencen un camino de fe, es el a-teísmo, la liberación de los muchos tótems y fetiches que llenan nuestra existencia. Los profetas saben que la condición natural del hombre no es el ateísmo sino la idolatría: la producción sistemática y cada vez más sofisticada de manufacturas materiales e ideales a las que adorar y después someterse buscando una salvación falsa y fácil. Porque si el Dios bíblico se convierte simplemente en un ídolo más de nuestro panteón, lo único que puede hacer es aumentar nuestra esclavitud. El Dios bíblico solo consigue ser distinto de otros ídolos en un tiempo vacío, que ha sido vaciado en un momento dado.
Para que podamos comprender la diferencia entre la idolatría y la fe, el profeta tiene que realizar un trabajo de limpieza espiritual, y llevarnos a las faldas de Horeb, donde “solo había una voz”. Mientras nos entretengamos con los juguetes religiosos que nos han entregado nuestros familiares o que hemos aprendido a construir con nuestras manos, ninguna vida auténticamente espiritual puede dar comienzo. La juventud es el momento propicio para empezar un verdadero camino de fe, entre otras cosas porque en la juventud estamos más libres de dioses falsos. Aquí radica la necesidad de profecía en todo tiempo y lugar: si no nos aferramos a su fuerza desenmascaradora y devoradora de la “madera” que nos rodea, dialogaremos toda la vida con manufacturas, aunque las llamemos Dios o Jesús.
Paradójicamente (la Biblia es una gran paradoja vital y única, y solo dentro de ella puede entenderse), el ateo honesto se encuentra en una condición existencial más adecuada que la del hombre religioso para poder comenzar la auténtica experiencia de la fe bíblica, porque en una tierra desolada y vacía es más fácil oír una sutil voz de silencio. Pero desgraciadamente muchos de los que parecen y se creen ateos son fieles devotos de alguna ideología o adoradores perpetuos del ídolo más grande: el propio yo.
A este nivel hay que entender el alcance universal de la palabra profética, que habla y ama a todos, dentro y fuera de las religiones, porque el universo idolátrico es mucho más amplio que el explícitamente religioso. Los verdaderos profetas nos repiten a todos, aquí y ahora, con su fuerte ternura: “no tengáis miedo”. «No os acostumbréis al proceder de los paganos ni temáis las señales del cielo, aunque a ellos les asusten. Porque lo que asusta a los paganos es pura nada: un madero del bosque, obra de manos del maestro que con el hacha lo cortó» (Jeremías 10,2-3). Nada nos revela mejor la naturaleza liberadora de los profetas que la lucha idolátrica. Liberación de los ídolos y liberación del miedo a los ídolos que hemos creado. Los ídolos son pura nada, nos repite Jeremías, pero si nosotros les atribuimos alguna existencia y consistencia se convierten en algo y ese algo nos atemoriza. Hoy como ayer, el hombre idolátrico es siempre un hombre temeroso. Sobre todo teme a la muerte, porque intuye que los objetos que ha fabricado no están vivos, no pueden vencer a la muerte; y así a cada momento la recuerdan y la temen cada vez más, porque cada vez está más cerca.
En el capítulo 10 – un texto complejo debido al largo proceso de redacción que ha conocido, pero fundamental en la economía de todo el libro de Jeremías – el profeta nos regala una verdadera teoría de la naturaleza y el desarrollo de la idolatría, dentro de comunidades y personas que tenían una fe no idolátrica. En el comienzo de la conversión a los ídolos encontramos la atracción por el “proceder” de otros pueblos, por su camino y por su estilo de vida. Los cultos de los demás pueblos se hacen día a día más interesantes, atractivos y seductores que los nuestros. Un interés y una atracción-seducción que no son nunca de tipo únicamente religioso, pues actúan a un nivel más general y profundo. Las procesiones de los majestuosos dioses babilonios, asirios o egipcios, altos y grandes, fascinaban a los hebreos porque eran expresión de una cultura “ganadora”; eran los signos de las grandes potencias políticas y culturales. Las potencias políticas y militares se convierten en imperios cuando su cultura y su religión comienzan a ser deseadas e imitadas por los pueblos vencidos. Y se convierten en imperios perfectos e invencibles cuando sus símbolos y sus valores son interiorizados por los nuevos súbditos. En esta seducción del alma se encuentra precisamente uno de los motivos profundos de la despiadada crítica que los profetas dirigen a las divinidades de otros pueblos. Saben, por vocación, que ninguna ocupación política, ninguna deportación, puede reducirnos totalmente a la esclavitud mientras no empecemos a adorar a los nuevos dioses, mientras sus símbolos no marquen nuestra alma.
Después, una vez seducidos, los nuevos adoradores se convierten en artesanos productores de nuevos ídolos. El Dios bíblico es único y por tanto no reproducible. Los ídolos no: pueden y deben ser reproducidos, multiplicados, construidos en serie, deben convertirse en producto de consumo para las masas. Los adoradores, después de haber cortado los árboles del bosque, después de haber matado al árbol vivo para hacer de él un objeto muerto (en el origen del tótem se encuentra esta violencia, que el hombre antiguo sentía y entendía mucho mejor que nosotros), «los embellecen con plata y oro, los sujetan con clavos y a martillazos para que no se meneen» (10,4). Y el comercio prolifera, porque hoy como ayer no hay mercancía que a los hombres les guste más que los ídolos.
Jeremías experimentó una voz verdadera, oyó que algo vivo le llamaba por su nombre. El contraste entre su Dios distinto y aquellos trozos de madera tallada, barnizada y decorada que estaban llenando su país le debía parecer inmenso: «No hay como tú, YHWH» (10,6). Los ídolos «no hablan; tienen que ser transportados, porque no andan. No les tengáis miedo, que no hacen ni bien ni mal» (10,5). Son simplemente inocuos, vacío, soplo, nada, hevel: «Todos son estúpidos y necios, vana es su doctrina, como un trozo de madera. … Son objetos inútiles, obras ridículas» (10, 8.15). En este contexto resuena con fuerza su famosa y genial definición de ídolo: «Los ídolos son como un espantapájaros en un campo de pepinos» (10,5).
Pero es precisamente aquí donde debe comenzar un nuevo discurso. Jeremías dice, canta, repite, la diversidad de YHWH. El encuentro de Israel con pueblos nuevos y antiguos con muchos dioses de madera probablemente insinuaría en el profeta la pregunta: ¿y si también nuestro Dios fuera, en realidad, soplo y vacío como todos estos ídolos? Desenmascarar la nada de la idolatría pone en crisis también la fe no idolátrica, porque el disgusto por los adoradores de la nada hace que también nuestra propia fe, que se cree distinta, vacile.
Cuando, por vocación o por don, un bendito día logramos entender que la mayor parte de los cultos que vemos a nuestro alrededor son formas más o menos sofisticadas de idolatría y engaño, son una banal nada consolatoria revestida y decorada de distintas maneras, lo primero que se experimenta es el nacimiento de una tenaz pregunta interior: ¿por qué mi fe debería ser distinta de otras ilusiones? ¿Será cierto que «YHWH es el Dios verdadero, el Dios vivo» (10,10)? ¿Y si la voz que escuché no era más que el sonido de una madera muerta? Es una pregunta honesta que va creciendo hasta hacerse inevitable. Muchas personas pierden su fe buena ante el descubrimiento del engaño de la fe-idolatría de otros, que arrastra también a la propia fe, pues se parece demasiado a la fe falsa y engañosa. Esta pregunta es muy fuerte en los profetas, y para exorcizarla llegan a decir palabras durísimas acerca de los dioses de otros, negando que también la adoración de trozos de madera o de astros puedan contener algo auténtico, un soplo del verdadero espíritu que sopla donde quiere. También los profetas sienten miedo de los ídolos, aunque de otra forma.
Hoy no debemos leer la crítica radical que Jeremías y los profetas dirigen a los ídolos como una negación de cualquier verdad en otras fes distintas a la fe bíblica. Si así lo hiciéramos, no captaríamos la naturaleza del fenómeno religioso ni el espíritu profundo de las palabras de Jeremías. Dos milenios y medio de historia de las religiones y del cristianismo han reforzado y confirmado el valor espiritual y humano de la polémica anti-idolátrica de Jeremías. Nuestras ciudades capitalistas de consumo se parecen cada vez más a Babilonia y a Nínive, y la transmutación idolátrica de las antiguas creencias es cada vez más evidente. Al mismo tiempo, hemos aprendido que no todos los dioses distintos del nuestro son ídolos ni espantapájaros, y que tal vez en trozos de madera coloreados puede haber menos nulidad y menos estupidez que la que contienen nuestros artilugios hiper-tecnológicos, cada vez más idolatrados. Y que, tal vez, el espíritu de Dios que habita misteriosa pero realmente en el corazón de cada hombre y de cada mujer puede reconocer su mismo soplo incluso en el tronco de un árbol. Los profetas de la Biblia crecen con nuestra vida y aprenden cosas nuevas gracias a nuestra lectura honesta y generosa de sus antiguas y espléndidas palabras.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (32 KB) el 04/06/2017
«¿Cómo me podía unir a este salvaje idólatra en la adoración de este trozo de madera? Pero ¿qué es adoración? ¿Vas ahora a suponer, Ismael, que el magnánimo Dios del cielo y la tierra – incluidos todos los paganos – puede estar celoso de un insignificante trozo de madera negra? ¡Imposible! Entonces ¿qué es adoración?»
Herman Melville, Moby Dick
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (39 KB) il 28/05/2017
«Jeremías comprende que el valioso poder de diálogo que se le ha dado, en realidad, es la potencia de la oración»
André Neher, Jeremías
Al comienzo de toda historia de amor se produce un maravilloso encuentro entre el “interior” y el “exterior”. Tanto en las historias personales como en las colectivas. Un día conocemos a una persona y sentimos que ya estaba presente en nuestra alma sin saberlo. A la vez que la conocemos, la reconocemos. De otro modo no nos uniríamos a nadie con un pacto que encierra un “para siempre”. Algo parecido ocurre con las historias de amor donde el otro no es un hombre ni una mujer, sino una realidad espiritual o ideal. La voz que nos llama está fuera y a la vez es muy íntima. La reconocemos porque ya estaba dentro de nosotros.
[fulltext] =>A veces, estos encuentros espirituales se convierten en experiencias colectivas, cuando el primer evento genera no sólo familias sino comunidades, movimientos, organizaciones, credos y religiones. También la fe bíblica nació así, con una primera voz, la respuesta de una persona, de una familia y, después, otras personas, otras familias, una comunidad, un pueblo. Una religión. El paso de la primera voz-diálogo personal a la religión siempre es muy delicado y enormemente arriesgado. La primera experiencia espiritual fundacional pronto se traduce en cultos, teologías, dogmas, prácticas religiosas, catecismos y prontuarios para confesores. Es un proceso natural, que se activa con el buen fin de conservar, transmitir y universalizar la experiencia espiritual de los primeros tiempos. Pero se trata de un proceso que, a pesar de la buena fe de quien lo inicia, acaba aprisionando a la primera voz en la jaula de hierro preparada para ella. Las ideas que nos hacemos de Dios le impiden ser distinto de nuestras ideas. Así se crean oficios y enteras clases sociales que de distintas maneras quieren asegurarse y asegurarnos que Dios cabe dentro del traje que cada día le hacen a medida. Una medida que, además, se convierte inevitablemente en la medida con la que se verifica la ortodoxia propia y la herejía ajena.
Las palabras dichas se convierten en palabras escritas y los dueños de la pluma tienden a transformarse en dueños de la palabra y, después, en dueños del que había pronunciado las palabras. Y la voz deja de hablar. Pero una comunidad, una iglesia, un ideal o una fe sólo pueden vivir verdaderamente si los fieles le dan a la primera voz libertad para seguir hablando cada día, llamando a cada uno por su nombre, sorprendiendo con palabras que aún no había dicho y que nadie esperaba. Pero esta libertad cuesta mucho y es incómoda. Por eso, casi nunca la encontramos en las iglesias y en los templos.
Procesos parecidos se dan, en distintas formas y grados, en las comunidades espirituales y en los movimientos generados por una experiencia carismática originaria. También aquí, con el paso del tiempo, la comunidad inevitablemente produce en su seno “escribas” y “doctores de la ley” para conservar y transmitir el carisma original. Estos se convierten en hermeneutas de la primera voz y acaban impidiéndole que siga hablando y diga cosas nuevas al lado de las antiguas. Pero si la voz no dice cosas nuevas, las antiguas dejan de hablar y todo calla. Las vocaciones desaparecen porque no hay una voz viva que llame hoy. Los recuerdos y los escritos de ayer no son capaces de llamar a nadie por su nombre.
Los profetas son la única cura eficaz para esta grave enfermedad de las experiencias espirituales colectivas, ya sean religiosas o laicas. Porque el profeta es alguien que por una vocación específica cultiva un diálogo, misterioso pero muy real, con la misma voz que estaba en el origen de la experiencia fundacional. Y así pueden gritar con todas su fuerzas: «¿Como decís: “Somos sabios y poseemos la Ley de YHWH?” Cuando es bien cierto que en mentira la ha cambiado la pluma mentirosa de los escribas. Los sabios pasarán vergüenza, serán abatidos y presos» (Jeremías 8,8-9). Los profetas son el eterno presente del primer día. La profecía desafía a la voz convertida en palabra escrita para “examinarla” con la voz oral originaria.
Pero hay un problema grande y crucial en el corazón de la experiencia profética: los falsos profetas también se arrogan esta misma función de hermeneutas y examinadores de la palabra. Por este motivo, los primeros enemigos de los profetas son los falsos profetas, y viceversa. Los falsos profetas confunden y abaten, porque los jefes del pueblo tienen una tendencia irresistible a creer en su exégesis halagadora, que les tranquiliza y confirma su poder: «Han curado el quebranto de la hija de mi pueblo a la ligera, diciendo “¡Paz, paz!”, cuando no había paz. ¿Se avergonzaron de las abominaciones que hicieron? ¡Avergonzarse, no se avergonzaron; sonrojarse, tampoco supieron». (Jeremías 8,11-12). No avergonzarse ni sonrojarse es una grave pobreza: mientras logremos avergonzarnos, la esperanza del retorno estará viva.
Jeremías sigue sufriendo por los sufrimientos de su pueblo desviado por los sacerdotes, escribas y doctores capturados por las ideologías consoladoras de los falsos profetas. De su dolor florecieron algunos de sus versos más bellos: «Me duele la herida de la hija de mi pueblo; estoy abrumado, el pánico se apodera de mí. ¿No hay bálsamo en Galaad?, ¿no quedan médicos allí? Pues ¿cómo es que no llega el remedio para la hija de mi pueblo? ¡Quién convirtiera mi cabeza en llanto, mis ojos en manantial de lágrimas para llorar día y noche!» (8,21-23). La herida de la hija de mi pueblo es una expresión maravillosa, enteramente construida sobre el delicado y fuerte registro femenino, que sólo los grandes profetas pueden darnos.”¿No habrá en algún lugar remoto una medicina para curarla?” Es una oración-lamentación que también nosotros hemos dicho a veces, ante la enfermedad incurable de una hija o de una madre. Pero Jeremías sabe que ese bálsamo milagroso no existe y que la herida no cicatrizará. La corrupción del pueblo es demasiado general y profunda, «se han pervertido, incapaces de convertirse» (9,4). Cuando la corrupción se alarga durante mucho tiempo, produce un gran cansancio moral, que hace mantenerse en el error por falta de energía espiritual para levantarse y volver a casa.
A partir de esta herida se abre ante nosotros un escenario impresionante, una abertura sobre un panorama nuevo y grande: «¡Quién me diese en el desierto una posada de caminantes, para poder dejar a mi pueblo y alejarme de su compañía! Porque todos ellos son adúlteros, un hatajo de traidores» (9,1). La desconfianza y la mentira reinan soberanas («¡Que cada cual se guarde de su prójimo!, ¡desconfiad de cualquier hermano!, porque todo hermano pone la zancadilla y todo prójimo propala la calumnia»: 9,3). Una perversión radical, que lleva a Jeremías a la resignación y al deseo de huir, de marchar al desierto, porque ya no aguanta estar entre su gente.
Esta es una nueva forma de malestar del profeta, distinta del dolor por la herida que le causa la “herida de la hija de su pueblo”. Es una especie de nausea y de disgusto que nace de estar en medio de un pueblo que ha renegado de la Alianza y se ha desnaturalizado. Jeremías no huirá, pero en este versículo nos dice que ha sentido la fuerte tentación de hacerlo, y la seguirá sintiendo con mucha fuerza. Así nos revela otra dimensión íntima de la profecía.
Cuando un profeta se encuentra dentro de una comunidad que ha perdido el sentido de la primera voz, llega puntualmente un momento en el que siente un deseo irresistible de huir al desierto, de escapar de su gente. La simple cercanía física con esas personas, sus palabras falsas, los cultos, las oraciones y, sobre todo, la ideología, le producen nauseas y disgusto, malestar físico. En estos momentos, al sufrimiento de ver a “la hija de su pueblo” herida y encaminándose hacia la muerte, se le añade el dolor de sentirse totalmente ajeno, de estar simplemente en la casa equivocada y desear desesperadamente otra. Cuando una ideología droga a todo el pueblo, cuando las palabras verdaderas del profeta no producen nada, el alma y el cuerpo se rebelan y sólo quieren salir, huir de casa, dispuestas a vivir bajo cualquier “refugio”, una barraca o incluso bajo un puente, con tal de dejar ese lugar de mentira, que cada vez se parece más a la esclavitud de Egipto.
Muchos profetas, cuando pasan por estos momentos, terminan su misión, porque la llamada del desierto se hace tan fuerte que se convierte en invencible. La nausea se hace insoportable, toma alma y piel, y la comunidad se convierte en una cárcel de la que un día finalmente logran evadirse. Y ya no vuelven. Para demasiados profetas verdaderos este típico dolor moral marca el final de su experiencia profética.
En cambio Jeremías se quedó, no huyó al desierto, siguió hablando, inútilmente, a su pueblo, transformando su dolor en lamento y lágrimas: «¡Llamad a las plañideras, que vengan; mandad por las más hábiles, que vengan! (…) Dejen caer lágrimas nuestros ojos, y nuestros párpados den curso al llanto. Sí, una lamentación se deja oír desde Sión: "¡Ay, que somos saqueados!, ¡qué vergüenza tan grande, dejar nuestra tierra y ver nuestros hogares derruidos!"» (9,16-18).
La voz del profeta se convierte así en la voz del pueblo que no llora por su propia ruina cuando debería llorar. Su gente no es capaz de llorar, porque está engañada por ideologías consolatorias y no es consciente del desastre que está a punto de ocurrir. El profeta decide llorar por ellos. Presta sus lágrimas a la gente que, si pudiera llorar, ya estaría en el camino de la salvación. La lamentación por el pueblo se convierte en el canto de amor del profeta, en el único bálsamo para la herida de la hija. No huye, se queda, y para no morir llora en lugar de su pueblo que no llora. Este es el origen más verdadero y más bello de la oración: llorar por los que no saben llorar, gritar por los que no pueden gritar, vivir por los que dejan de vivir.
Muchos pueblos y comunidades se han salvado y siguen salvándose por las lamentaciones subrogadas de los profetas que, a pesar de la nausea, no huyen y permanecen fieles en su torre de vigilancia. Aquellas lágrimas no salvaron a Jerusalén de la destrucción ni del exilio, pero siempre pueden salvarnos a nosotros de nuestras destrucciones y de nuestros exilios. Pueden darnos una buena razón para quedarnos en casa y de nuestras lágrimas destilar bálsamo para la hija del pueblo herida.
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El alba de la medianoche/6 – Las mentiras de los escribas son una jaula también para la buena fe.
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (39 KB) il 28/05/2017
«Jeremías comprende que el valioso poder de diálogo que se le ha dado, en realidad, es la potencia de la oración»
André Neher, Jeremías
Al comienzo de toda historia de amor se produce un maravilloso encuentro entre el “interior” y el “exterior”. Tanto en las historias personales como en las colectivas. Un día conocemos a una persona y sentimos que ya estaba presente en nuestra alma sin saberlo. A la vez que la conocemos, la reconocemos. De otro modo no nos uniríamos a nadie con un pacto que encierra un “para siempre”. Algo parecido ocurre con las historias de amor donde el otro no es un hombre ni una mujer, sino una realidad espiritual o ideal. La voz que nos llama está fuera y a la vez es muy íntima. La reconocemos porque ya estaba dentro de nosotros.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 21/05/2017
«Todo el pueblo daba gritos de júbilo y chasqueaba la lengua. Pero Zaratustra se entristeció y dijo a su corazón: “No me entienden: no soy yo la boca para estos oídos. Ahora me miran y se ríen: y mientras ríen, continúan odiándome. Hay hielo en su reír».
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra
En esta tierra, el Dios bíblico no habla directamente. Sus palabras sólo llegan a nosotros como palabras de hombres y mujeres. El que desciende el monte Sinaí con las Tablas de la ley es Moisés, un hombre. A él le habla YHWH en la tienda de la reunión. Sólo con él habla “de boca a boca” y le dice las palabras que el pueblo puede conocer. Si queremos escuchar la palabra de Dios en el mundo, lisa y llanamente debemos aprender a escuchar a hombres y mujeres como nosotros. Su palabra se nos comunica mientras vemos otros ojos a la misma altura que los nuestros. No la encontramos arriba ni abajo, solo delante de nosotros. El lugar donde Dios sabe hablar a los hombres es el hombre. Sólo los hombres y las mujeres pueden resucitar cada día la Biblia y los Evangelios diciendo a aquellas palabras: “salid fuera”. Sin personas que las llamen por su nombre, aquí y ahora, también las palabras bíblicas están muertas en sus sepulcros.
[fulltext] =>Los profetas son hombres y mujeres que siguen haciendo hablar a Dios en el mundo, aun cuando no lo sepan o no le llamen Dios. Si nosotros no los encontramos es porque los buscamos en los lugares equivocados. A lo mejor pensamos que tienen que vivir en templos o santuarios, que tienen que hablarnos de Dios con el lenguaje que nosotros creemos que le corresponde a un dios respetable; que tienen que ser instruidos, teólogos, biblistas, expertos en liturgia o, al menos, en catequesis. Los buscamos entre los profetas de profesión y así casi lo único que encontramos son falsos profetas en continua búsqueda de clientes para sus comercios. En cambio, los verdaderos profetas casi nunca están en los lugares donde nos los imaginamos; no son profetas de oficio ni adquieren sus rasgos y gestos típicos. Porque casi todos viven en las periferias del imperio, no frecuentan los templos, raramente hablan un lenguaje religioso (a veces ni siquiera lo conocen ni se sienten atraídos por él), y casi siempre son pobres y descartados: pastores de rebaños, un hermano joven y soñador, un niño en un pesebre. Como voz humana que es, la voz de los profetas es siempre mestiza, impura, imperfecta y por eso no la reconocemos como voz de Dios, porque pensamos que ésta debería ser pura, perfecta e incontaminada, exactamente como la de los falsos profetas.
Todo esto hace de la fe-no-falsa algo infinitamente laico, cotidiano, humilde y por tanto maravilloso, aunque muy difícil de comprender y de vivir, porque a nosotros nos gusta más la fe espectacular, visionaria, extraordinaria. No nos gusta que el espíritu de Dios nos toque el alma mientras fregamos los platos, ordenamos la habitación, enseñamos aritmética en el colegio o realizamos el trámite acostumbrado en la oficina. No, la vida verdadera no nos basta, nos gusta engañarnos con las vidas sensacionales que se venden en los banquetes de los falsos profetas. Y así, al final de nuestra peregrinación, el que nos espera en los templos y en las iglesias es Baal, para reducirnos de nuevo a la esclavitud.
«A ti te puse en mi pueblo como examinador para que vieras y probaras su conducta. (...) Jadeó el fuelle, el plomo se consumió por el fuego. Mas en vano fundió el fundidor, porque la escoria no se desprendió. Serán llamados “plata de deshecho”» (Jeremías 6, 27-30). Al final del primer periodo de la actividad profética de Jeremías (en el 609), el profeta describe su fracaso total con el lenguaje de la metalurgia de la plata, un arte antiguo y muy extendido en el Cercano Oriente. El plomo, que contenía cantidades de plata, era fundido a temperaturas muy altas en el proceso conocido como copelado. Gracias al aire introducido mediante fuelles, la plata se separaba de las escorias impuras que eran desechadas. El examinador debía vigilar el proceso, examinando la pureza del metal noble que salía del crisol, pues no siempre la operación de separación salía bien, debido a la cantidad excesiva de impurezas que quedaban en la plata.
La metáfora de Jeremías es radical: el plomo ha salido del fuego y del fuelle tal y como entró. No hay ni un gramo de plata, sólo plomo. El fracaso de su misión es absoluto: el fuelle de su palabra sopló con fuerza, pero del plomo no ha salido nada noble. Plomo era antes, plomo después: el trabajo del artesano ha sido totalmente en vano.
Los profetas no tienen miedo de anunciar el fracaso de su acción. En cambio, los falsos profetas sólo hablan de éxitos. El profeta acciona humildemente el fuelle y examina honestamente la pureza del metal. Emplea todas sus fuerzas para que el fuelle genere la mayor cantidad posible de aire. Su acción no es en absoluto pasiva, porque el profeta no es un médium: puede accionar el fuelle con más o menos energía e incluso puede dejar de mover los brazos, una fuerte tentación que siempre está presente. Cuando el artesano de la plata, agotado, deja el fuelle y examina el metal, sólo puede tomar nota de que el metal noble no ha salido. Esta es la doble y difícil tarea del profeta: accionar incansablemente el fuelle y examinar honestamente el metal. No puede cambiar la historia, únicamente registrarla, aunque no le guste o le haga sufrir. En medio de este doble esfuerzo de los brazos que mueven el fuelle y del alma que debe resistir la tentación de cambiar los resultados para contentar a la gente, es donde vive y madura la verdadera profecía. Agotarse moviendo el aire y permanecer fuerte hasta la muerte para no manipular la realidad que sale del crisol. Los verdaderos profetas se hacen falsos cuando no se cansan lo suficiente en el fuelle o cuando manipulan los resultados y no dicen la triste verdad que nadie quiere escuchar. Los peores son los que no soplan aire para poder decir que la plata no se ha separado del plomo y maldecirla. En cambio, los verdaderos profetas viven siempre con la duda de que la plata no haya salido porque ellos no han tenido suficiente fuerza para soplar el fuelle, pues mientras examinan el metal sienten a otro Examinador que examina su corazón y siempre tienen la sensación (o certeza) de que también de su crisol sale únicamente plomo; pero no dejan de soplar con el fuelle, hasta el final.
De esta experiencia de fracaso total florece como flor del desierto el gran discurso de Jeremías sobre el templo, palabras extraordinarias que sólo podían salir de un gran fracaso aceptado: «Palabra que llegó de parte de YHWH a Jeremías: Párate en la puerta de la casa de YHWH y proclama allí esta palabra» (7,1). Jeremías grita: «Vosotros fiáis en palabras engañosas que de nada sirven, para robar, matar, adulterar, jurar en falso, incensar a Baal y seguir a otros dioses que no conocíais. Luego venís y os paráis ante mí en esta casa... y decís: “¡Estamos a salvo!”, para seguir haciendo todas esas abominaciones» (7,8-9).
Los profetas son críticos con los templos y enemigos de los sacrificios. Saben con enorme claridad que detrás de los sacrificios se esconde el verdadero enemigo de la fe verdadera. El Dios de Abraham, que reveló su nombre a Moisés, se mostró como un Dios distinto porque le dio al pueblo otra relación, otra fe, liberada de la lógica económica de los sacrificios, una promesa de otra felicidad: «Cuando yo saqué a vuestros padres del país de Egipto, no les hablé ni les mandé nada tocante a holocausto y sacrificio. Lo que les mandé fue esto otro: “Escuchad mi voz... para que seáis felices» (7,22-23). Los sacrificios no son solo estúpidos sino extremadamente dañinos, porque engañan y alimentan la infidelidad y los pecados del pueblo. Los sacrificios son el precio pagado para comprar la posibilidad de seguir pecando; transforman todos los pecados en mercancías susceptibles de compraventa en el mercado religioso. En este contexto es donde mejor se comprende una frase que se hizo famosa gracias a los evangelios: «¿En cueva de bandoleros se ha convertido a vuestros ojos esta casa que se llama por mi Nombre?» (7,10). Llama ladrones no a los comerciantes (como a veces se oye decir), sino a todo el pueblo, que es un truhán porque sigue cometiendo los crímenes más graves, con la ilusión de poderlos expiar una y otra vez ofreciendo sacrificios en el templo. La religión económica y sacrificial transforma inmediatamente el templo en una cueva donde se refugian los delincuentes. Esta misma polémica contra la religión comercial-sacrificial es la que llevó a Jesús de Nazaret a criticar, siglos después de Jeremías, el templo y su comercio religioso.
Sin profetas, todas las religiones se transforman en un comercio de ofrendas, votos, oraciones y penitencias con las que tratamos de cubrir nuestras maldades: siempre lo hemos hecho y lo seguimos haciendo. Cuanto más crueles son los pecados, más alto es el precio de la expiación, hasta sacrificar a nuestros hijos con tal de poder decir “estamos a salvo”: «Han construido los altos de Tófet, que está en el valle de Ben Hinnom, para quemar a sus hijos e hijas en el fuego, cosa que no les mandé ni se me pasó jamás por la mente» (7,31). Hoy como ayer, y tal vez mañana.
Los profetas, expertos en Dios y en humanidad, nos regalan una gran verdad. La idolatría anida dentro de los templos y de las iglesias, porque sin el martillo de la profecía las religiones se convierten inevitablemente en los primeros enemigos del Dios que profesan. Los sacrificios idolátricos no son sólo los ofrecidos a Baal sino también, sobre todo, los ofrecidos a YHWH convertido en uno de tantos estúpidos Baal cuando lo arrojamos dentro de la lógica económica de los sacrificios.
Toda persona, incluso la más honesta y verdadera, cuando comienza una experiencia de fe siguiendo una voz, acaba construyendo un culto, bloqueando a Dios y a los verdaderos ideales en cosas muertas que se llaman prácticas religiosas, oficios, estatus, comunidad, movimiento. No deja que Dios, o los propios deseos más grandes, se conviertan en algo distinto de la idea que se ha forjado de ellos. Tanto ama sus sueños más hermosos que ya no quiere despertar. Sin profetas, las promesas espirituales de la juventud se convierten, en la vida adulta, en triviales cultos idolátricos. Los profetas no nos liberan sólo de los ídolos, nos liberan también de nuestra idea de Dios, de nuestros cultos, de nuestros engaños religiosos. Y después nos hacen caminar de nuevo, pobres y liberados, por las periferias del imperio, buscando una gruta, un niño, una madre, un carpintero.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 21/05/2017
«Todo el pueblo daba gritos de júbilo y chasqueaba la lengua. Pero Zaratustra se entristeció y dijo a su corazón: “No me entienden: no soy yo la boca para estos oídos. Ahora me miran y se ríen: y mientras ríen, continúan odiándome. Hay hielo en su reír».
Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra
En esta tierra, el Dios bíblico no habla directamente. Sus palabras sólo llegan a nosotros como palabras de hombres y mujeres. El que desciende el monte Sinaí con las Tablas de la ley es Moisés, un hombre. A él le habla YHWH en la tienda de la reunión. Sólo con él habla “de boca a boca” y le dice las palabras que el pueblo puede conocer. Si queremos escuchar la palabra de Dios en el mundo, lisa y llanamente debemos aprender a escuchar a hombres y mujeres como nosotros. Su palabra se nos comunica mientras vemos otros ojos a la misma altura que los nuestros. No la encontramos arriba ni abajo, solo delante de nosotros. El lugar donde Dios sabe hablar a los hombres es el hombre. Sólo los hombres y las mujeres pueden resucitar cada día la Biblia y los Evangelios diciendo a aquellas palabras: “salid fuera”. Sin personas que las llamen por su nombre, aquí y ahora, también las palabras bíblicas están muertas en sus sepulcros.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (34 KB) el 14/05/2017
«Espero de todo corazón que me absolváis. No me divierte la idea de ir a hacer de héroe a la cárcel, pero no puedo por menos que declararos explícitamente que seguiré enseñando a mis muchachos lo mismo que les he enseñado hasta ahora ... Si no podemos salvar a la humanidad, al menos salvaremos el alma»
P. Lorenzo Milani, Carta a los capellanes militares; carta a los jueces.
La ideología es el primer instrumento que utilizan las clases dominantes en tiempos de crisis. Antes que por la fuerza, el dinero o el poder político, los jefes (civiles y religiosos) gestionan las crisis de sus imperios produciendo ideologías, pagando a los ideólogos y erigiendo un sistema de propaganda capilar de la ideología. Cuanto más grave es la crisis, más esencial se hace el instrumento ideológico. La principal forma que adquiere la ideología en tiempos de crisis es la producción sistemática y reiterada de ilusiones colectivas. Las señales hablan clara y únicamente de declive y de final, pero las ideologías se encargan primero de producir otras señales distintas inexistentes, luego las convierten en principales y finalmente las presentan como únicas. Hay muchas y muy diversas ideologías, pero todas tienen en común la creación artificial de una realidad paralela que se presenta como perfecta y que pierde progresivamente el contacto con la realidad imperfecta pero verdadera.
[fulltext] =>Las ideologías ilusorias que se desarrollan y crecen durante las crisis grandes y largas son, tal vez, las más peligrosas y destructivas, porque lo específico suyo es la negación de la crisis. Vivimos el tiempo presente a la espera de algún acontecimiento milagroso, de una nueva revelación todavía secreta que nos salve a todos. A la comunidad se la droga con un opio espiritual que agrava y exacerba la crisis. Esta manipulación dura hasta que la evidencia supera el punto más allá del cual la negación se hace imposible. Pero el “punto de no retorno” a veces se hace casi inalcanzable, porque las ideologías más fuertes y poderosas pueden impulsar la elaboración ideológica de las crisis mucho más hacia delante. No es raro que incluso las catástrofes y los derrumbes totales, ex post, sigan siendo interpretados ideológicamente. Hay comunidades reducidas a la nada por la ideología donde los miembros supervivientes siguen negando la evidencia y buscando entre los escombros alguna confirmación de sus pasadas previsiones ideológicas.
También Jeremías tuvo que vérselas con este tipo de ideología y con sus efectos devastadores: «Sucederá aquel día que se perderá el ánimo del rey y el de los príncipes, se pasmarán los sacerdotes, y los profetas se espantarán. Y yo digo: “¡Ay, Señor YHWH! ¡Cómo embaucaste a este pueblo y a Jerusalén diciendo: ‘Paz tendréis’, y ha penetrado la espada hasta el alma!”» (Jeremías 4, 9-10).
Aquí Jeremías nos desvela una dimensión sutil y decisiva del fenómeno ideológico. En Jerusalén, profetas pervertidos, aliados de los sacerdotes y de la clase dominante, se estaban dedicando a producir engaños de forma sistemática. Primero creaban y después alimentaban la llamada “teología real del tiempo”, una especie de nacionalismo religioso que proclamaba la imbatibilidad de Jerusalén y la inviolabilidad del templo, y por consiguiente negaba el peligro procedente del Norte (Babilonia). «Paz tendréis» no era la palabra de YHWH, sino la de los falsos profetas y jefes, que defendían su poder engañando al pueblo. En este contexto, Jeremías ve claramente la evolución de esta ideología. El enemigo llegará a destruir el reino, pero la ideología seguirá actuando, salvándose a sí misma con la única opción que le queda: darle totalmente la vuelta a la realidad, atribuyendo el engaño al mismo YHWH. Para salvarse a sí mismos, los jefes del pueblo condenan a Dios.
Esta operación del poder es muy corriente, se realiza a través de la obra de los falsos profetas y sirve también como “papel tornasol” para desenmascarar la falsa profecía. Los falsos profetas, siempre muy abundantes durante las grandes crisis, ante la falta de cumplimiento de sus previsiones, en lugar de reconocer la falsedad de sus propias palabras, niegan la verdad de Aquel en cuyo nombre han profetizado. Sacrifican de buen grado a Dios porque, en realidad, no era más que un ídolo al que usaban para obtener ventajas. Todos los falsos profetas son ateos y lo saben. Los exprofetas se hacen ateos porque se revelan como falsos profetas, no al revés. Sacrifican a Dios en el altar de sus propios intereses porque ese dios no vale nada para ellos, es solo un tótem, una flauta para encantar a los demás. En esto, el falso profeta es el arquetipo de todos aquellos que cuando tienen que elegir entre su propio interés y la verdad de una relación, se eligen a sí mismos, negando y matando matrimonios, comunidades, amistades y empresas. Se sirven de Dios únicamente para hacer carrera y lo abandonan en cuanto deja de convenirles.
En cambio, el profeta auténtico es responsable de la palabra que anuncia, porque esa palabra es carne de su carne, es palabra encarnada. No puede preferir la muerte de la palabra a su propia muerte, porque en él/ella las dos palabras se convierten en una sola carne, como en las bodas. El martirio del profeta no es altruismo ni generosidad, sino la única opción para seguir siendo profeta.
El mismo Jeremías nos dice, de una forma maravillosa, la relación íntima que existe entre la palabra y su carne, en un verso estupendo, uno de los mejores de la literatura profética: «¡Mis entrañas, mis entrañas! ¡Me retuerzo, tengo el corazón desgarrado, se me salta el corazón del pecho!» (4,19). Una obra maestra espiritual, que rasga el velo del alma del profeta, del hombre de Anatot, para hacerle contemporáneo nuestro o, mejor dicho, para hacernos a nosotros contemporáneos suyos. Pero sobre todo nos introduce en su misterio y en el de toda vocación humana verdadera.
Jeremías, profeta auténtico, puede y debe decir solamente lo que ve y lo que siente. Ve y siente la desventura y la destrucción de Jerusalén y eso es lo que grita. No puede corregirlo ni alterarlo, ya que sencillamente se convertiría en un falso profeta, como muchos otros, como casi todos. Pero ese pueblo al que anuncia la desventura es su pueblo, su gente. Aquí está el valor de los profetas: sufren y se retuercen por las palabras que anuncian, pero no son libres de no anunciarlas.
Este sufrimiento acompañará a Jeremías (como veremos), pero además es una característica central del oficio de profeta, especialmente fuerte y desgarrador en tiempos de grandes crisis y de grandes engaños. Al pueblo le gustaría creer que la crisis pasará pronto y todo volverá a ser tan bello como antes, que la falta de vocaciones en la comunidad es transitoria, que las iglesias volverán a estar llenas. En cambio, el profeta-no-falso dice, si así lo ve y lo siente, que la crisis se agudizará, que cada vez habrá menos vocaciones, que las iglesias se seguirán vaciando. Los profetas no son siempre profetas de desventuras; también anuncian cosas espléndidas, como el nacimiento de un niño, un retoño, el regreso del “resto”, un mesías. Pero la profecía de desventura es el verdadero test de la verdad y la calidad de un profeta, donde el alma puede perderse o florecer en anima mundi. Demasiadas vocaciones proféticas se estropean por falta de resistencia ante el anuncio de cosas incómodas y duras, para el pueblo y para el profeta.
Además, el profeta verdadero siente en su carne todo el sufrimiento por las vocaciones que faltan, por el vacío en las iglesias, por la destrucción de la ciudad. El profeta es madre de la palabra que pronuncia ("mis entrañas, mis entrañas…"). Hace la misma experiencia de quien ve a un hijo emprender definitivamente el camino que conduce a los cerdos y a las prostitutas, y después lo ve en acción en las pocilgas y en los prostíbulos («Se hicieron adúlteros y el lupanar frecuentaron. Son sementales lustrosos y fogosos: cada cual relincha por la mujer de su prójimo»: 5,7-8).
Aquí los sentimientos de Jeremías no son los del “padre misericordioso” que espera con esperanza el regreso del “hijo pródigo”, sino los de uno que sufre porque el hijo, el hermano o el amigo no regresan y no quieren regresar. En esta tierra, son pocos los hijos que vuelven de las algarrobas y muchos los que se quedan. Muchos padres y amigos solo pueden, como Jeremías, “retorcerse en las entrañas” por el dolor de estos no-regresos. Los hijos no vuelven, nosotros sufrimos y ellos siguen sin volver.
La primera resurrección que obra la Biblia (y también la gran literatura y el gran arte) es hacerse próxima de los crucificados, acercarse a ellos, verlos, antes de que llegue el alba de la resurrección, aprisionados en un perenne sábado santo. Así llega a nuestras heridas más profundas, las que no se han curado, las toca y las besa. Las heridas no se curan con besos pero nuestro corazón quizá sí.
Si la Biblia solo contuviera los relatos de los hijos que vuelven, de las hijas que resucitan, de los restablecidos que vuelven a dar las gracias, de los esclavos liberados, no sería más que una edificante recogida de historias con final feliz o un libro de relatos consolatorios. El inmenso valor espiritual y humano de la Biblia está también en la presencia entre sus páginas de las entrañas retorcidas de Jeremías por los hermanos e hijos perdidos a los que no puede salvar; en Abel, asesinado por un hermano; en Job, que sigue gritando su inocencia sobre un montón de estiércol, esperando a un Dios que aún no ha llegado y tal vez no llegue, pero al que sigue esperando y anhelando, liberado del engaño, como “Dios del todavía no”. La mayor parte de las historias vivas y verdaderas no tienen final feliz. Pero si existe (como existe) una alegría de vivir, es la que nos espera más allá de los engaños, cuando hayamos aprendido a encontrar la resurrección en los crucificados. Los lugares de la tierra donde podemos esperar que nos sorprenda el Espíritu se parecen más al Gólgota que al Tabor. En la tierra y tal vez también en el cielo.
La honestidad de un profeta se mide en base al sufrimiento por las palabras verdaderas que dice. Toda honestidad se mide así. Para salvarnos, podríamos decir palabras distintas y halagüeñas, pero no las decimos y así nos salvaremos de verdad, aunque todo a nuestro alrededor diga lo contrario y hable de falta de éxito y de fracaso.
Los dones de los profetas en tiempos de desventura son la honestidad de sus palabras verdaderas y las entrañas retorcidas. Juntas. Las entrañas son la caja de resonancia de las notas de su canto. Tan verdadero y honesto que aún logra tocarnos, hablarnos, consolarnos en nuestras desventuras y protegernos de muchos vendedores de ilusiones.
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Luigino Bruni
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 07/05/2017
«Cuando llegó al monte donde Moisés había subido para contemplar la heredad de Dios, Jeremías encontró una estancia en forma de cueva; allí metió la Tienda, el arca y el altar del incienso, y tapó la entrada. Volvieron algunos de sus acompañantes para marcar el camino, pero no pudieron encontrarlo.»
Segundo Libro de los Macabeos
La fidelidad es una de esas palabras capaces de expresar, por sí solas, todo lo que hay que decir sobre la vida. La existencia está hecha de muchas palabras y de muchas cosas, pero si hubiera que elegir sólo una, la fidelidad sería una candidata muy fuerte. La fidelidad lo es casi todo. Tal vez podría decirse que lo es todo. Fidelidad a los pactos que fundan nuestra existencia. Fidelidad a la alianza conyugal, a la profesión, a las amistades, a la voz que un día nos llamó y nos hizo emprender el viaje más grande. La fidelidad calienta el corazón durante los inviernos, consuela el alma cuando todo pasa y hace que pronunciemos nuestro nombre sin vergüenza. La fidelidad es la mejor herencia que podemos dejar a nuestros hijos.
[fulltext] =>El mundo está lleno de fidelidad, aunque no seamos capaces de verla ni expresarla. Si no vemos la fidelidad, o la vemos poco, es porque su parte más valiosa es invisible. Sí que vemos la infidelidad pero no la fidelidad, porque ésta se da cuando tenemos la ocasión de ser infieles y no lo somos; cuando tenemos un “incentivo” para traicionar y decidimos permanecer fieles a un pacto; cuando podemos no regresar y sin embargo volvemos fieles a casa. Pero no se lo decimos a nadie porque, si lo hiciéramos, el encanto se perdería.
Pero la Biblia, con su infinita sabiduría humana, nos habla sobre todo de infidelidad: «Alza los ojos a los calveros y mira: ¿en dónde no fuiste deshonrada? A la vera de los caminos te sentabas para ellos… manchaste la tierra con tus fornicaciones y malicia» (Jeremías 3,2). Puesto que la Biblia nos habla de infidelidades, debemos ser capaces de desentrañar más a fondo el binomio fidelidad-infidelidad, pues es posible que sea más complejo de lo que parece a primera vista. La Biblia no tiene miedo de tomar como punto de partida el hombre tal y como es y a partir de ahí llamarle por su nombre: «Vuelve, Israel apóstata. No estará airado mi semblante contra vosotros, porque piadoso soy» (3,12).
Muchas de las experiencias que nos parecen infidelidades, o que vivimos como tales, son misteriosos ejercicios para aprender el arte de vivir. Hay muchas infidelidades dentro de lo que parece fidelidad, y algo de fidelidad en las traiciones. Una de las gracias más sublimes de la vida es llegar al día en que, sin esperarlo, encontremos nuestras infidelidades sentadas a nuestro lado en la cocina; entonces las saludaremos como compañeras de viaje y después cenaremos y haremos fiesta juntos.
El encuentro entre dos (o más) fidelidades se llama alianza o pacto. Cuando la fidelidad se desarrolla dentro de un pacto-alianza, se hace más fuerte, porque la alianza puede vivir y crecer aunque una de las partes se haga infiel. La alianza es una cuerda, una fides (es decir fe-confianza), que ata a las personas entre sí. Es como la cuerda que se usa en las escaladas en cordada. Si uno tropieza o se suelta, evita caer al abismo siempre que la cuerda resista y haya alguien que siga bien anclado a la roca. Muchas familias, comunidades y empresas se han salvado porque ha habido al menos una persona sujetando la cuerda, porque al menos uno ha seguido creyendo cuando nadie más creía en aquella historia de amor, resistiendo mientras todos los demás aflojaban. Posiblemente no haya don más grande que el de poder escalar la cima de la vida en una cordada con personas más fieles que nosotros. Podemos pasar años o décadas en la infidelidad y no perdernos, siempre que haya otra persona que consiga no aflojar, no soltarnos. En cambio, la infidelidad nos hace caer al vacío, si nos soltamos de la cordada para continuar la escalada en solitario. Mientras permanezcamos dentro de la historia de una alianza, no sabremos cuántas veces nos hemos salvamos porque alguien a nuestro lado nos estaba sujetando. Aunque no nos demos cuenta o pensemos que la cuerda no es más que el lazo que nos encadena al cepo de una prisión. Aquellos que superan grandes crisis y se mantienen dentro de una alianza no saben cuántas veces se han librado de precipitarse al vacío simplemente porque otro ha sido fiel por ellos, tal vez rezando o aceptando dócilmente un dolor. Pocas personas reciben el don de descubrir en vida los salvamentos que no vieron mientras se realizaban, que siempre son más que los somos capaces de conocer y reconocer.
Pero, por su propia naturaleza, la alianza y los pactos son experiencias trágicas. Por mucho que sujetemos la cuerda sin soltarla, el otro siempre puede cortarla y dejarse caer. Otras veces, el peso de la infidelidad es tan grave que nos arrastra también a nosotros, si no tenemos la lucidez de comprender cuál es el último instante útil para cortar la cuerda. Sufrimos, sufrimos mucho por las infidelidades propias y sufrimos mucho también por las infidelidades de las personas a las que nos hemos ligado. Esta es una de las razones profundas del verdadero culto que nuestra civilización rinde a los contratos, que son mucho más ligeros y tenues que los pactos y las alianzas: se pueden cortar con facilidad, pero no nos salvan de los precipicios de la vida.
A la fidelidad también se le puede aplicar el gran principio profético del resto. La salvación de las infidelidades se puede alcanzar mientras en nosotros quede vivo un resto, una pequeña parte, un retoño, un hijo: «Os iré recogiendo uno a uno de cada ciudad y por parejas de cada familia, y os traeré a Sión» (3,14). Una historia de alianza puede continuar cuando nos alejamos, si logramos permanecer fieles a algo verdadero, si hacemos al menos una cosa bien y con fidelidad hasta el final. Algunos se han salvado en situaciones de infidelidad propias o de las personas a las que estaban ligadas, manteniendo vivo dentro de sí un resto, cuidando y haciendo bien durante décadas una cosa: un trabajo, una relación o un huerto, recitando bien y fielmente la única oración de casa que todavía recordaban. Es posible salvar una vocación y toda una vida cuidando bien la planta del balcón de casa, que se convierte en la cuerda que nos impide caer al abismo.
Después de las infidelidades solo regresa un resto. Después de cada traición, el pueblo que queda es cada vez más pequeño. Trozos enteros de nuestra vida y de la de los demás ya no vuelven. Pero la tierra prometida todavía puede alcanzarse si al menos uno permanece vivo y fiel, si un trozo de prado se libra de la destrucción. Como las plantas. Al final de la carrera no todas las bellezas ni todas las esperanzas de la juventud alcanzarán su destino. Muchas cosas bellas y buenas se quedarán por el camino, distraídas por otras cosas o por otras personas. A veces sólo uno termina la carrera, sólo una perla de la dote que nos dio la primera voz alcanza el destino. Pero lo verdaderamente importante es que un resto, algo de nosotros, permanezca fiel al primer pacto. De jóvenes queríamos una vida pura, coherente, religiosa, sosegada y pobre. De mayores nos encontramos en la impureza, en la incoherencia y con una fe muy débil. Pero si hemos sido verdaderamente pobres, o si hemos logrado ser dóciles, podremos entrar en la tierra de Canaán o al menos verla desde lejos. Después, a veces, descubrimos que en aquella pobreza a la que hemos sido fieles estaban también todos los demás ideales y las demás bellezas que buscábamos de jóvenes y que dejamos de ver porque no entendíamos que solo de adultos podríamos encontrarlas en la “fealdad”.
En la Biblia, por otra parte, la Alianza está unida a la imagen del arca: el arca de la alianza. Moisés (Éxodo 25) recibió de Dios la orden de construirla, para guardar en ella los dos Tablas de la ley, posiblemente junto a una vasija de oro que contenía el maná y al bastón florecido de Aarón (Carta a los Hebreos, 9). El arca se parecía a otros objetos de los babilonios y sobre todo de los egipcios, que acostumbraban a construir cajas donde guardar sus dioses e ídolos, a los que sacaban en procesión durante las grandes fiestas. El arca simbolizaba la Alianza por la presencia en ella de las Tablas, el sacramento del pacto estipulado por YHWH con Moisés en el Sinaí. Era el tesoro más grande del pueblo.
También en Jeremías aparece el arca, dentro de la profecía del retorno de Israel, por fin fiel: «Cuando seáis muchos y fructifiquéis en la tierra, en aquellos días no se hablará más del arca de la alianza de YHWH, no vendrá en mientes, no se acordarán ni se ocuparán de ella, ni será reconstruida jamás» (3,16).
No se hablará más del arca, no se acordarán de ella ni será reconstruida. Después de la destrucción del templo de Salomón por los babilonios (587), no hay noticia cierta del arca (según algunas tradiciones fue destruida, según otras sigue sepultada bajo los restos del templo de Jerusalén y otros piensan que está en Etiopía o en otros lugares).
Jeremías no añora el arca, tal vez porque sabe que también el arca, realizada por mandato de Dios, puede convertirse en un ídolo. Los profetas saben que la idolatría puede afectar también al corazón de la fe verdadera. Si los hombres tienden a convertir en ídolo todo lo que no es Dios, con más radicalidad aún intentarán transformar a Dios en un ídolo que se pueda consumir. Las idolatrías sin retorno no son las de Baal sino las de Dios. Si no hubiera profetas (o si no les escucháramos) los tabernáculos de nuestras iglesias se convertirían en tótems, y Jesús en nuestro mayor ídolo.
Tras la destrucción de Jerusalén, el lugar del arca en el segundo templo fue ocupado por una simple piedra, que indicaba un vacío, una ausencia. Mientras los templos y las iglesias sepan custodiar la ausencia de Dios, su deseo y su sueño pueden seguir vivos en nosotros. Y tal vez un día nos encontremos con él mientras pastoreamos un rebaño, recogemos las redes o caminamos decepcionados hacia una aldea. O cuando, de vuelta por fin en casa, lo reconozcamos en el rostro de alguien que nos ha esperado y no ha dejado de ser fiel.
Dedicado a Marco Tecilla, primoer focolarino
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 07/05/2017
«Cuando llegó al monte donde Moisés había subido para contemplar la heredad de Dios, Jeremías encontró una estancia en forma de cueva; allí metió la Tienda, el arca y el altar del incienso, y tapó la entrada. Volvieron algunos de sus acompañantes para marcar el camino, pero no pudieron encontrarlo.»
Segundo Libro de los Macabeos
La fidelidad es una de esas palabras capaces de expresar, por sí solas, todo lo que hay que decir sobre la vida. La existencia está hecha de muchas palabras y de muchas cosas, pero si hubiera que elegir sólo una, la fidelidad sería una candidata muy fuerte. La fidelidad lo es casi todo. Tal vez podría decirse que lo es todo. Fidelidad a los pactos que fundan nuestra existencia. Fidelidad a la alianza conyugal, a la profesión, a las amistades, a la voz que un día nos llamó y nos hizo emprender el viaje más grande. La fidelidad calienta el corazón durante los inviernos, consuela el alma cuando todo pasa y hace que pronunciemos nuestro nombre sin vergüenza. La fidelidad es la mejor herencia que podemos dejar a nuestros hijos.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (35 KB) el 30/04/2017
«Luego llevó la bebida a Jeremías; éste respiraba tranquilamente en su sueño. “Ya que no debo ocultárselo al mundo, ¿cómo podría ocultártelo a ti, madre?” … “¿Ocultar qué?” (…) “El Señor estuvo hoy conmigo... Y su Voz me ha hablado. Manda que me marche de aquí”. Los ojos de Abi se llenaron de lágrimas. No lloraba porque el Señor hubiese venido junto a él. ¿No debía enorgullecerse de ello entre todas las madres de Jacob? Y, no obstante, se le partía el alma a causa de la pena que sentía por la elección de su hijo»
Franz Werfel, Escuchad la voz
Entre los profetas y el poder hay un conflicto, una tensión radical. Hay muchas razones para ello. La primera es que el profeta, por su misión y vocación, sabe que todo poder tiende a pervertirse y a transformarse en tiranía, sobre todo si está revestido de vestiduras sagradas.
[fulltext] =>El profeta lo ve, lo dice y lo grita. Sabe que los poderosos son inconvertibles, que la única acción positiva con respecto a ellos es la denuncia, la crítica, el desenmascaramiento de sus verdaderas intenciones más allá de sus palabras bonitas y halagüeñas. La profecía “ama” al poder criticándolo con dureza, gritando su natural corrupción, no dejándose convertir por sus razones y permaneciendo firme en la torre de vigilancia. Los “buenos” reyes y los “buenos” jefes son aquellos que saben resistir bajo los golpes de la crítica despiadada de los profetas, sin intentar comprarlos para convertirlos a sus razones. Cuando los profetas desaparecen o se convierten en falsos profetas, la naturaleza corrupta del poder se perfecciona, los gobiernos se transforman en imperios y nosotros en esclavos.
«Me fue dirigida la palabra de YHWH en estos términos: Ve y grita a los oídos de Jerusalén: Así dice YHWH: De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada.» (Jeremías 2,1-2).
Jeremías, que había crecido escuchando los relatos de las tribus del Norte, está profundamente ligado a la tradición de la Alianza; tiene muy presente el recuerdo de los días del primer amor: «Consagrado a YHWH estaba Israel, primicias de su cosecha» (2,3). Por aquella primera Alianza, por aquel primer y siempre actual pacto nupcial (Oseas), YHWH le dio a su pueblo en dote una tierra, le liberó de Egipto: «Nos llevó por el desierto, por la estepa y la paramera, por tierra seca y sombría, tierra por donde nadie pasa y en donde nadie se asienta» (2,6). Jeremías clama contra los jefes de su pueblo porque Israel ha roto unilateralmente el pacto: «¿Qué encontraban vuestros padres en mí de torcido, que se alejaron de mi vera?» (2,5).
Es una traición total, una infidelidad general: «Los sacerdotes no decían: “¿Dónde está YHWH?”; ni los peritos de la Ley me conocían; y los pastores se rebelaron contra mí, y los profetas profetizaban por Baal y en pos de los Inútiles andaban» (2,8). La rebelión afecta a los tres ejes que rigen la vida del pueblo. Es importante la referencia a la corrupción de los profetas, que pasan al servicio del dios Baal. Este elemento nos desvela otra dimensión de la función profética: la profecía no es exclusiva de Israel. Los profetas saben reconocer el mismo soplo en personas de otros pueblos, saben reconocerse entre ellos. El pecado cometido por los profetas a los que Jeremías denuncia consiste en transformarse en profetas de Baal. Son profetas que han cambiado de dios.
Probablemente no exista una perversión espiritual mayor que la del profeta que comienza a profetizar en nombre de otro dios. Hay muchas razones para dejar de ser profeta; de hecho son pocos los profetas que siguen siendo verdaderos profetas toda la vida. A veces la misión profética es temporal y sólo dura el tiempo que dura la tarea a desempeñar. Otras veces, dejan de escuchar más la voz y por consiguiente ya no tienen nada que decir (unas veces porque la voz desaparece de verdad y otras porque el profeta pierde la capacidad de oírla). O bien el profeta no logra resistir el dolor que le ocasiona su propia vocación y elige retirarse a la vida privada. Es muy posible, muy común y en algunos casos bueno que las historias proféticas terminen de alguna de estas maneras. En cambio, el final del profeta que cambia de dios siempre es pésimo. Porque la vocación profética es el encuentro entre dos voces personales: una que llama pronunciando un nombre y otra que responde al nombre que llama. El profeta que no es falso conoce y reconoce esa voz única, sabe distinguirla entre otras muchas voces de la vida. Cuando – por dinero, poder, placer, perversión o lo que sea – empieza a hablar en nombre de otro dios, automáticamente se convierte en falso profeta, porque deja de hablar en nombre de una voz. Los profetas no pueden convertirse a otros dioses, porque están esencial y ontológicamente ligados a la primera voz personal, a una palabra, a una sola lengua del espíritu.
La imposibilidad de cambiar de voz profética tiene alcance universal y vale también para aquellos profetas que no llaman “Dios” a la voz que los habita, o, como Etty Illesum, la llaman, simple y magníficamente, “la parte más profunda de mí”. Vale para el arte, para la poesía, y también para todos aquellos que siguen grandes ideales humanos. El poeta sabe que su vocación está unida solamente a una voz concreta que le ha llamado y vuelve a llamarle interiormente cada día. Y sabe que, si pierde la relación con esa voz, pierde su vocación y se pierde él mismo. Pero a pesar de ello, algunas veces decide profetizar para otros “dioses” (casi siempre el dinero y el poder). Sabe que se está convirtiendo en profeta inútil de la nada, pero lo hace igualmente: «A mí me gustan los extranjeros, y tras ellos he de ir» (2,25). Estos fenómenos se dan también en las experiencias comunitarias, cuando las vocaciones se agrupan alrededor de carismas colectivos. En los momentos de crisis, la tentación de empezar a profetizar en nombre de otros “dioses” y de llenar los templos con otras divinidades cercanas es muy fuerte, con el consiguiente peligro de perderse y perder el alma. Estas desviaciones son inevitables a lo largo del tiempo histórico de desarrollo de una comunidad carismática, que puede salvarse si al menos un profeta permanece fiel y no deja de gritar las palabras que le sugiere la verdadera voz. Son inevitables porque siempre llega un momento en el que el propio “dios”, si es verdadero, parece demasiado difícil, distinto y mucho más incómodo que el de los pueblos vecinos. La idolatría en Israel siempre llega como respuesta a la demanda del pueblo de tener por fin un dios como todos los demás: visible, pronunciable, tangible, fácil: «Dicen al madero: “Mi padre eres tú”, y a la piedra: “Tú mediste la luz”» (2,27).
Esta es la raíz de toda conversión idolátrica: la incapacidad de permanecer en una condición espiritual imperfecta y no plenamente satisfactoria, y el deseo de transformar a Dios en un bien de consumo que responda plenamente a nuestras preferencias religiosas. Cuando Dios o un ideal acaba por coincidir con nuestra idea de Dios o del ideal, ya estamos dentro de un culto idolátrico: la verdad de cualquier fe se encuentra en el espacio que media entre nuestros gustos y nuestra experiencia, un espacio en el que podemos escuchar la sutil voz del silencio de la verdad.
El profeta verdadero que se convierte en falso al cambiar de “voz” es mucho más peligroso que el profeta que es falso desde el principio; y también es mucho mayor su infelicidad. La nostalgia de la primera voz buena nunca le abandona; le acompaña fiel, como una espina clavada en la carne, en sus peregrinajes mercenarios: «Sobre todo otero prominente y bajo todo árbol frondoso estabas yaciendo, prostituta» (2,20). Es posible volver a la primera voz, pero estos movimientos de retorno son muy raros.
Jeremías, por otra parte, es muy lúcido y decidido a la hora de reconocer la razón de la infidelidad: el pueblo ha traicionado su pacto nupcial «por ir detrás de la nada, y convertirse ellos mismos en nada» (2,5).
Es fuerte y significativo el nombre que el profeta da a los ídolos: nada, viento, soplo, humo. Usa la misma palabra que hizo famosa Qohélet: hevel, vanidad. Pero la nada de los ídolos es radicalmente distinta de la nada de Qohélet. La vanitas de Qohélet surge de un mundo vaciado de ídolos, de una habitación liberada de las vanitas de la ilusión. Es una nada liberadora y verdadera, que expresa lo caduco y lo efímero de la condición humana. Es una nada llena, como en los cantos de Leopardi, llenos, verdaderos y liberadores, o en algunas páginas luminosas de Nietzsche, donde la nada aparece después del “crepúsculo de los ídolos”, como epifanía de una verdad ausente en la vanitas ilusoria de los tótems manufacturados.
Buena parte del camino espiritual de la existencia consiste en liberarse de una nada equivocada, que nos parecía verdadera, para llegar a otra nada radicalmente distinta. Algunas veces esta segunda nada es la aurora de un nuevo viaje en busca de una nueva verdad. Otras veces, la segunda nada dura hasta el final: se expande, se hace más profunda, va creciendo con nosotros y nos permite generar frutos buenos y sabrosos, que son muy parecidos, si no idénticos, a los que se encuentran al final de la tercera navegación. Muchos hombres y mujeres se alimentan durante décadas de esta segunda nada verdadera, aceptada, acogida y amada como la buena condición humana más allá de la ilusión consolatoria de la primera nada. No se puede comenzar el tercer viaje sin haberse liberado de la primera nada y sin haber llegado a la verdad de la segunda nada: la etapa de la segunda nada es inevitable. Muchos caminos espirituales, y por consiguiente humanos, se bloquean en la primera nada ilusoria por miedo a afrontar la segunda nada con su paisaje desértico y su clima árido. Por eso no dejan de ser servidores y esclavos de la nada: «¿Es un esclavo Israel, o nació siervo?» (2,14).Los falsos profetas de la primera nada son muy numerosos en esta tierra. También hay, aunque son muy raros, profetas de la tercera navegación. Pero junto a ellos, como grandes amigos suyos, es posible reconocer a los profetas de la segunda nada, que, en su desierto despoblado, son habitados y alimentados únicamente por la voz, sin que les falte nada.
La segunda nada no es todavía la tierra prometida, pero es ya una tierra más allá del mar de la esclavitud, que a veces se extiende hasta las faldas del monte Nebo, donde podemos quedarnos dormidos, junto a Moisés, divisando Canaán en la línea del horizonte.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (35 KB) el 30/04/2017
«Luego llevó la bebida a Jeremías; éste respiraba tranquilamente en su sueño. “Ya que no debo ocultárselo al mundo, ¿cómo podría ocultártelo a ti, madre?” … “¿Ocultar qué?” (…) “El Señor estuvo hoy conmigo... Y su Voz me ha hablado. Manda que me marche de aquí”. Los ojos de Abi se llenaron de lágrimas. No lloraba porque el Señor hubiese venido junto a él. ¿No debía enorgullecerse de ello entre todas las madres de Jacob? Y, no obstante, se le partía el alma a causa de la pena que sentía por la elección de su hijo»
Franz Werfel, Escuchad la voz
Entre los profetas y el poder hay un conflicto, una tensión radical. Hay muchas razones para ello. La primera es que el profeta, por su misión y vocación, sabe que todo poder tiende a pervertirse y a transformarse en tiranía, sobre todo si está revestido de vestiduras sagradas.
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