El alba de la medianoche/19 – Juntos, en el pacto-comunión que cambia la historia
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (49 KB) el 27/08/2017
«Más tarde hice la experiencia, y la sigo haciendo actualmente, de que solo en la plena intramundanidad de la vida aprendemos a creer. Cuando uno ha renunciado por completo a llegar a ser algo – un santo, un pecador convertido o un hombre de iglesia, un justo o un injusto, un enfermo o un sano –, a eso lo llamo intramundanidad»
D. Bonhoeffer, Carta del 21 de julio de 1944
Probablemente el don más grande es el don de la esperanza. Es un bien primario. Podemos llenarnos hasta la saciedad de cosas que nos proporcionan todo tipo de confort y sin embargo morir desesperados. Es posible siempre, pero sobre todo cuando cruzamos desiertos y la tierra prometida se nos antoja inalcanzable y el exilio infinito. Cuando alguien nos da una esperanza verdadera y no vana, lo primero que hace es mirar nuestra desesperación a los ojos, atravesarla y hacerla suya. Luchar contra las falsas esperanzas, cargar con todas las consecuencias y heridas de la lucha, resistir ante a esa dimensión de la pietas humana que lleva a muchos a ceder a la tentación de ofrecer falsos consuelos a los demás y a uno mismo. Los profetas, desde el centro de la noche, anuncian un alba verdadera, que todavía no vemos pero podemos entrever con sus ojos. Es como cuando un amigo nos habla del paraíso mientras todo a nuestro alrededor solo habla desde hace tiempo de muerte y vanitas. Ese día, por fin, el paraíso nos parece verdadero, más allá de los paraísos artificiales que nos engañaron en la edad de la ilusión. Y todo, finalmente, es gracia, todo charis, todo gratuidad: «Te devolveré la salud, te curaré las heridas» (Jeremías 30,17).
Hemos llegado a los capítulos conocidos como “el libro de la consolación” de Jeremías, un díptico que contiene versos maravillosos, que se cuentan entre los más grandes de Jeremías y de la Biblia. Pero para comprenderlos debemos acercarnos a ellos llevando en los ojos y en el alma toda la primera parte de su libro, sus desengaños, sus palabras verdaderas y durísimas de desventura. Debemos ver de nuevo a Jeremías traicionado por sus familiares de Anatot o llevando el yugo al cuello, con la jarra en la mano, o encadenado en los cepos de la cárcel del templo. Y solo después de cuarenta años de desierto, llegar a orillas del Jordán. Sin el trasfondo de los capítulos anteriores, estos cantos de esperanza y de consolación pierden toda su fuerza, no nos emocionan, no penetran en nuestras carnes, no nos hacen exultar, no se convierten en una nueva oración totalmente distinta: «El Señor se le apareció desde lejos: Con amor eterno te amé, por eso prolongué mi lealtad; te reconstruiré y quedarás construida, capital de Israel; de nuevo saldrás enjoyada a bailar con panderos en corros» (31,3-5).
El anuncio de esta nueva alegría no nace del olvido de los tiempos del dolor y de la angustia. Aquellos días están siempre presentes y muy vivos, porque la verdad del dolor de ayer es la que hace verdadera y no vana la esperanza de hoy: «En Rama se escuchan gemidos y llanto amargo: es Raquel, que llora inconsolable a sus hijos que ya no viven» (31,15). El llanto inconsolable de Raquel, esposa amada de Jacob-Israel, hace más verdadera y bella la consolación de Jeremías, porque la acerca a la vida verdadera de todos: «Hay esperanza de un porvenir, volverán los hijos a la patria» (31, 16-17).
El llanto de Raquel y la consolación de Jeremías están unidos dentro del mismo canto. El anuncio de la llegada o del regreso de un hijo no anula el dolor por el hijo perdido. Los dolores verdaderos e inmensos no son enemigos de la alegría, sino que pueden convertirse en sus amigos más íntimos. La consolación de Jeremías es más verdadera precisamente porque no olvida el llanto de Raquel por los hijos perdidos para siempre. Lo ve, lo ama, lo asume y lo hace florecer en esperanza. En cambio, demasiadas veces dejamos de ver, deslumbrados por la luz pascual, a muchos que siguen siendo crucificados, a Raquel que llora sin consuelo. Creemos que ya no hay pobres sencillamente porque hemos dejado de verlos, bien refugiados en el confort de nuestras casas y en los templos de aquellos que al olvidarse de los crucificados se olvidan también de los resucitados o los confunden con los fantasmas espectaculares generados por los falsos profetas.
«Coloca mojones, planta señales, fíjate bien en la vía por donde caminas, vuelve, doncella de Israel, vuelve a tus ciudades» (31,21). El camino de regreso a casa es, casi siempre, el mismo que nos condujo al exilio. El camino de la esclavitud es el mismo que el de la libertad, cambia solo la dirección. Basta cambiar de sentido, darle un significado contrario. Demasiada gente no regresa a casa y se pierde por senderos tortuosos alternativos porque el recuerdo del dolor del viaje al exilio les impide entender que la nueva libertad se encuentra al final del sendero de la esclavitud pero recorrido en sentido opuesto. Para salir de una gran crisis, basta cambiar de sentido dentro del mismo camino que la produjo. Para volver a la fe perdida, basta recorrer el mismo sendero que anduvimos cuando la perdimos, en sentido contrario. Para volver a casa, basta desandar el camino que nos llevó lejos. Al volver descubriremos que las señales que nos guiaban en la huida tenían escritas en el dorso otras letras y otros números, que no podíamos ver hasta que no recorrimos el camino a la inversa: «¿Hasta cuándo estarás vagando, muchacha esquiva?» (31,22).
Estos versos se cierran con una conclusión inesperada y maravillosa, que sigue siendo problemática para los exégetas: «El Señor crea de nuevo en el país: la hembra abrazará al varón» (31,22). Es una frase misteriosa y bellísima, como muchas cosas de la vida que son hermosas porque son incompletas, abiertas, ambivalentes, vivas. Desde esta apertura ambigua, podemos entrever a Jeremías volviendo mentalmente, bajo una especial inspiración creativa, a los días de la Creación, al primer soplo del espíritu, a la luz, a la oscuridad, al Adam, a la mujer, a su desobediencia que dio lugar a aquella palabra tremenda de Elohim: «A la mujer le dijo: “Tantas haré tus fatigas cuantos sean tus embarazos: con dolor parirás los hijos. Hacia tu marido irá tu apetencia y él te dominará”» (Génesis 3,16). Los profetas han sufrido y siguen sufriendo al leer esta frase porque ven cómo se ha convertido en familia, en política, en empresa, en religión. Ellos lo vieron ayer y nosotros seguimos viéndolo demasiadas veces también hoy. Quizá Jeremías, al darnos su esperanza al final de la noche, quiso incluir la promesa de una relación nueva y distinta entre el hombre y la mujer, que él no podía ver y que nosotros tampoco somos capaces de ver plenamente todavía. Toda esperanza humana plena es esperanza de reciprocidad y comunión, de miradas que se cruzan de igual a igual, nacidas de unos ojos distintos e iguales.
Sin darnos apenas tiempo de aclimatarnos a esta esperanza nueva y hermosa, el capítulo se dirige a su ocaso ofreciéndonos sus colores más bellos. Al final de la visión de la promesa del regreso a casa, Jeremías alcanza una cima poética-profética, y la promesa de la salvación florece en los famosos (con razón) versos de la Nueva Alianza. Leámoslos tal y como nos los entrega Jeremías, sin perder una coma, dejándonos herir por ellos aquí y ahora: «Mirad que llegan días en que haré una alianza nueva con Israel y con Judá: no será como la alianza que hice con sus padres cuando los agarré de la mano para sacarlos de Egipto; la alianza que ellos quebrantaron y yo mantuve; así será la alianza que haré con Israel en aquel tiempo futuro: meteré mi ley en su pecho, la escribiré en su corazón» (31, 31-33).
Toda esperanza grande y verdadera de liberación es también promesa de una nueva alianza. Cuando el primer pacto ha sido traicionado, herido y profanado, la promesa del regreso a casa debe necesariamente convertirse en promesa de una nueva alianza. Son momentos decisivos, en los que ya no basta el recuerdo y la renovación del primer pacto. Es necesario soñar un futuro distinto, juntos. Cuando nos hemos ido de casa para no volver, o hemos visto que el otro lo hacía, para poder esperar un futuro juntos no basta recordar los días del primer amor, abrir el álbum de la boda. Es necesario que mañana nos veamos juntos en otro altar, diciéndonos otras palabras, con nuevos testigos y un nuevo amor. Cuando el primer pacto que nos trajo a esta comunidad ha enmudecido, las primeras oraciones se han convertido en un juego de niños, la primera historia de amor en un engaño, no podemos salvarnos sin la promesa de una nueva alianza, si un día un profeta no nos anuncia otro pacto, otras oraciones y otra vida.
La vida no madura plenamente si no pasamos de la primera alianza a la nueva alianza, aunque nos la anuncie el ángel de la muerte mientras nos abraza. Cuando entramos en el templo de la nueva alianza, lo que era exterior se convierte en interior, la Ley se transforma en carne y empezamos a obedecer de verdad a la parte mejor de nosotros mismos.
Pero Jeremías nos dice también otra cosa más específica. Esta fase nueva y decisiva de las personas y de las comunidades no es una conquista individual y/o solitaria. Es alianza, pacto, comunión. En la nueva alianza solo podemos entrar juntos, si bien una vez dentro, la libertad y el amor de cada uno alcanzan una fase novísima. Los frutos son personales pero la conquista es colectiva. Cada uno de nosotros se encuentra dentro de la ley que ayer conoció por fuera. Pero no somos nosotros los escritores de esta nueva ley. Nos descubrimos escritos por una mano que no es la nuestra. Y nacen la reciprocidad y la libertad más grandes posibles bajo el sol.
Cuando estábamos en el exilio, no podíamos saberlo. Tuvimos que emprender el camino de regreso, reconocerlo como el mismo camino que nos condujo a la esclavitud y seguir caminando. Y, al ocaso, encontrar al profeta que nos anunció una nueva alianza. Nosotros le creímos y seguimos caminando. Nos convertimos en nueva creación, la esperanza verdadera en el futuro salvó el dolor verdadero del pasado. Y entendimos, o al menos intuimos, que esa nueva alianza no era la última. Una vez más nos sentimos vivos y nos pusimos de nuevo a caminar.
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