Más allá de los desiertos de palabras traicionadas

El alba de la medianoche/16 – Reconocer y enriquecer a la familia profética de la tierra

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (49 KB) el 06/08/2017

170806 Geremia 16 rid«Una vez, el rabí Moshé de Kobryn dijo: “Veo que las palabras que dije no llegaron al corazón de uno solo de vosotros. Y si me preguntáis cómo lo sé, puesto que no soy profeta ni hijo de profeta, os explicaré la razón. Las palabras que vienen del corazón van al corazón con toda su verdad. Pero si no encuentran un corazón que las reciba, Dios se apiada del que las dijo: No permite que sigan errando por el espacio, sino que las hacer retornar al corazón del que partieron”. (…) Poco tiempo después de la muerte de Rabí Moshé, uno de sus amigos dijo: “Si hubiera habido alguien a quien pudiera hablar, todavía estaría vivo”»

Martin Buber, Cuentos jasídicos

Aunque cada profeta tenga una personalidad única y un nombre propio, la profecía es una experiencia colectiva. Forma una comunidad, una tradición. Los recién llegados continúan la misma carrera, combaten las mismas batallas, dan palabras nuevas a la misma voz. Todo profeta verdadero es generado por los profetas que le precedieron y alimenta a los que vendrán después de él. Esta cadena de generación espiritual está en la raíz de la fidelidad a la palabra. Cada profeta sabe que está escribiendo un capítulo de un libro que otros/as se encargarán de completar. Sabe que si a ese capítulo le faltan palabras, o si las que contiene son parciales y enmendadas, aquellos que continúen la escritura recibirán un material adulterado y no tendrán a su disposición las palabras necesarias para poder escribir las suyas, y el final será más pobre y equivocado.

La fidelidad de los profetas a la palabra nos permite comprender una verdad de alcance más universal, relativa a cada generación y a cada palabra. El arte y la poesía de hoy se alimentan de la fidelidad de los artistas y de los poetas de ayer a su palabra. Si un poeta traiciona su palabra hoy, empobrece la poesía de mañana. Cuando un padre pierde o traiciona su palabra y la palabra que ha heredado, los hijos tendrán en sus manos palabras más míseras o falsas con las que escribir su vida. Detrás de algunas vidas mal escritas por los hijos se cela la traición de nuestras palabras de padres y madres. Las comunidades se extravían cuando en la transmisión/tradición alguien traiciona la primera palabra carismática. Las travesías del desierto de las palabras traicionadas no conducen a ninguna tierra prometida, porque el mapa que conduce desde Egipto a Canaán solo puede ser escrito con signos y palabras fieles.

«El Señor me mostró dos cestas de higos colocadas delante del santuario del Señor (Era después que Nabucodonosor, rey de Babilonia, desterró a Jeconías, hijo de Joaquín, rey de Judá, con los dignatarios de Judá, y a los artesanos y maestros de Jerusalén, y se los llevó a Babilonia). Una tenía higos exquisitos, es decir, brevas; otra tenía higos muy pasados, que no se podían comer» (Jeremías 24, 1-2). Estamos ante una nueva visión de Jeremías, cuyo significado le desvela inmediatamente YHWH: «A los desterrados de Judá (…) los considero buenos, como estos higos buenos. (…) Les daré inteligencia para que reconozcan que yo soy el Señor. (…) A Sedecías, rey de Judá, a sus dignatarios, al resto de Jerusalén que quede en esta tierra, les trataré como a esos higos tan malos que no se pueden comer» (24,5-8).

La teología del “resto” está en el centro de la profecía bíblica, porque expresa la naturaleza profunda del humanismo bíblico y de su salvación típica. Grandes, fuertes y numerosos son los imperios, los faraones, los ejércitos, lugares donde Dios no está y el hombre es negado. También en la Biblia, incluso dentro de la tradición profética, encontramos un alma que relaciona la salvación con la fuerza y con el “Señor de los ejércitos”. Pero junto a ella, encontramos otra alma que no profetiza a un mesías victorioso que aparece por el horizonte montando un caballo blanco, sino que espera a un siervo doliente, a un emmanuel, a un niño en un pesebre. Sin profetas verdaderos, las comunidades, incluso las nacidas de los carismas espirituales más puros, pronto se transforman en imperios que buscan conquistas, adeptos y poder, olvidándose de la verdad pobre del pequeño “resto”. Y se apagan.

También en Jeremías encontramos la tradición del “resto”, pero la grandeza de este profeta nos permite descubrir en ella una dimensión verdaderamente profunda y subversiva: el “resto” no está entre los que se quedan en la patria, entre los que escapan a la primera deportación, sino entre los desterrados a Babilonia. El cesto bueno es el cesto arrebatado. No se trata solo de una lectura sapiencial de las vicisitudes presentes y futuras de Jerusalén y de Judá, ni solo de una crítica a la corrupción de los sacerdotes y de los profetas. Contiene un gran mensaje relativo a la lógica de la salvación de las comunidades y de las personas.

Un observador que se encontrara aquellos días en Israel, que hubiera visto la deportación y el exilio de una parte significativa del pueblo, obligada a vivir en medio de una nación tirana e idólatra, sin templo, sin profetas y sin sacerdotes, aunque hubiera creído en la profecía del “resto”, lo habría situado en la parte del pueblo que se había quedado, que aún podía rezar en el templo, celebrar el shabbat y seguir a sus guías espirituales y religiosos. Jeremías, en cambio, dice que el “resto” que se salvará y será continuador de la Alianza, se encuentra entre los deportados, rodeado de procesiones de dioses extranjeros altísimos y brillantes, sin el aparato religioso y sin los guardianes de YHWH. La salvación no vendrá de aquellos que se han quedado dentro de la religión y del templo, sino de aquellos que han sido conducidos fuera, lejos, a una tierra idolátrica.

Muchas veces, el hecho de que uno se vaya, se marche o sea arrebatado con violencia por alguien o algo más fuerte, es interpretado por los que se quedan como una desventura. Pero después, en el exilio puede comenzar una salvación que un día regresa como bendición. Uno deja su comunidad, su casa, su instituto; los que se quedan ven esa marcha como maldición, y el hecho de quedarse como una bendición. Pero después, la historia continúa y dentro de la maldición florece una espléndida flor del mal. Aquellos que se quedaron en tiempos de Jeremías, protegidos por la ideología de los falsos profetas y de los sacerdotes del templo, no sabían que en una lejana periferia, en la tierra del dolor, estaba madurando algo nuevo, fiel y verdadero, que un día salvaría a todos los hijos. A veces una parte de nuestro corazón se va, nos deja, es arrancada de casa, y la parte que se queda grita el abandono. Pero puede suceder que precisamente en la parte que se ha ido a una tierra extranjera comience a generarse una misteriosa salvación; regresa y salva todo lo que ha quedado en casa, que mientras tanto se ha corrompido, engañado por ideologías y falsos profetas. Hay reinos donde el banquete del ternero cebado puede comenzar en una pocilga, donde las algarrobas florecen en granos de mostaza. Las fidelidades más improbables son las más verdaderas. Las que son demasiado lineales y obvias muchas veces producen los sentimientos y palabras del hermano mayor, que permaneció “fiel” en la casa del padre.

Pero si leemos estos versículos de Jeremías en el conjunto de toda la tradición bíblica, podemos descubrir más cosas. Si recorremos la Torá, al final del Génesis encontraremos a un amigo de Jeremías: José. También él, deportado y esclavo, sin familia y sin padre, hermano de corruptos y traidores, se convierte en aquella lejana tierra del faraón en un “resto” de salvación para todos. La salvación no estaba en la tierra del padre Jacob y entre los altares de su Dios. Estaba lejos, en medio de las pirámides, dentro de las cárceles imperiales, en la soledad, donde florecía un sueño.

Jeremías no se conforma con narrar la parábola de los dos cestos. Pocos versículos después vuelve a profetizar la destrucción de la ciudad y del tempo: «Así dice el Señor: (…) Yo trataré este templo como el de Silo» (26,4-5). Las previsibles consecuencias de esta profecía no se hacen esperar: «Los sacerdotes, los profetas y toda la gente oyeron a Jeremías pronunciar este discurso en el templo. (…) Lo prendieron diciendo: “Eres reo de muerte. ¿Por qué profetizas en nombre del Señor diciendo que este templo será como el de Silo y esta ciudad quedará en ruinas y deshabitada?”». (26,7-9). Pero esta vez la condena a muerte no se ejecuta porque “algunos ancianos del país” toman la palabra en la asamblea y dicen: «Miqueas de Moraste profetizó durante el reinado de Ezequías, rey de Judá, y dijo a los judíos: “Sión será un campo arado, Jerusalén será una ruina, el monte del templo un cerro de breñas”. ¿Le dieron muerte Ezequías, rey de Judá, y todo el pueblo? … Nosotros, en cambio, estamos a punto de cargarnos con un crimen enorme». (26,18-19).

Este episodio, narrado por Baruc, esconde algunas perlas. Algunos ancianos del pueblo permanecen fieles a la tradición de la Alianza y son capaces de escuchar y creer a los profetas. Los verdaderos enemigos de Jeremías y de los profetas son los jefes, los falsos profetas y los sacerdotes. Una vez más se repite la vieja y constante tensión-conflicto entre carisma e institución, o entre periferia y centro del imperio (ni Jeremías ni Miqueas son de Jerusalén). Estos ancianos salvan a Jeremías citando a un profeta anterior (Miqueas). Aquí tenemos un raro y espléndido testimonio que nos desvela una ley general y fundamental de la Biblia: los profetas verdaderos se refieren unos a otros, se salvan mutuamente, aunque el salvador haya vivido cien años antes. Y el salvado devuelve al salvador a la vida.

El capítulo se cierra con un relato que nos llega de boca de uno de estos ancianos justos: «Hubo otro profeta que profetizó en nombre del Señor: Urías (…) Profetizó contra esta ciudad y este país lo mismo que Jeremías. El rey Joaquín (…) intentó matarlo, pero Urías se enteró y, atemorizado, huyó a Egipto. Entonces el rey Joaquín despachó a Egipto un destacamento (…) y lo hizo ajusticiar» (26,20-23).

En Israel hubo otros profetas verdaderos cuyas palabras no ha conservado la Biblia. La palabra de YHWH es más abundante que las palabras de la Biblia, y la Biblia es más grande que la suma de las palabras que contiene. Urías es imagen de los muchos hermanos mudos de los profetas que, ayer como hoy, no escriben libros y tal vez esperan que un “anciano del pueblo” les vea y ponga palabras a su vida y a su sangre, enriqueciendo la familia profética de la tierra.

 

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