El rescate de la promesa

El alba de la medianoche/20 – La gratuidad prepara el futuro y nos salvará a todos

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (42 KB) el 03/09/2017

170903 Geremia 20 rid«Si supiera que el mundo se acaba mañana, yo, hoy todavía, plantaría un árbol»

Martin Luther King

Después de los grandes capítulos de las consolaciones, bendiciones y promesas; después del anuncio de la Nueva Alianza, el libro de Jeremías vuelve a la crónica del asedio de los babilonios y de la inminente conquista y destrucción de Jerusalén (año 587). Son días terribles, que nos acompañarán hasta el final del libro, donde la profecía y la vida del profeta alcanzarán su cumplimiento. Baruc, compañero fiel y secretario de Jeremías, cuyo nombre aparece por primera vez en el texto, es quien nos cuenta los hechos y las palabras. Pero volvamos a la historia: Jeremías es prisionero del rey Sedecías. La acusación ya la conocemos, porque se refiere al corazón mismo de su misión profética: «Tú has profetizado: “Así dice el Señor: Yo entregaré esta ciudad en manos del rey de Babilonia, para que la conquiste” » (Jeremías 32,3). Las profecías de Jeremías, negadas por los falsos profetas, los jefes del pueblo y los sacerdotes del templo, se están realizando.

En este contexto de desesperación, nos topamos de repente con otro gran episodio: la compra profética de un campo. Un primo de Jeremías (Hanamel) le ofrece el derecho de prelación sobre un terreno en Anatot, pueblo natal del profeta, no lejos de Jerusalén. Jeremías lo compra, pues «comprendí que era una palabra del Señor» (32,8). Es un nuevo gesto profético que esta vez adquiere directamente las formas y el lenguaje de la economía. Las palabras y las acciones son las típicas de un contrato, de una compraventa inmobiliaria, de un intercambio de mercado. También la jarra, el yugo y el cinturón eran obra humana y por tanto fruto del trabajo y de la oikonomia humana, pero ahora la economía entra expresamente en juego. Por primera vez la profecía habla palabras económicas, se encarna en dinero, en sellos y en contratos. ¿Dónde hay una laicidad más hermosa y verdadera que la de la Biblia? La palabra de YHWH se convierte en 17 siclos de plata: «Escribí el contrato, lo sellé, hice firmar a los testigos y pesé la plata en la balanza. Después tomé el contrato sellado, según las normas legales, y la copia abierta, y entregué el contrato a Baruc, hijo de Nerías, de Majsías, en presencia de Hanamel, mi primo, y en presencia de los testigos que habían firmado el contrato» (32,10-12).

A menudo, cuando tenemos que realizar actos decisivos, y los gestos proféticos siempre lo son, los detalles esconden palabras importantes. Jeremías redacta el contrato en dos copias en la misma hoja de papiro, haciendo una hendidura en un lado de forma que ambas copias permanezcan unidas. Sella una de las copias y deja la otra enrollada y abierta para permitir la consulta, llama a los testigos y pesa la plata en una balanza (en la antigüedad la unidad de medida de la moneda era la unidad de peso). Quiere asegurarse de que todos entienden, incluso nosotros, que ha estipulado un contrato de verdad, perfecto («según las normas legales»: 32,11), que ese campo lo ha comprado de verdad, ante testigos. Así es como palabras, gestos y objetos pertenecientes al repertorio de unos pocos técnicos del sector, confluyen en uno de los gestos más solemnes de toda la profecía bíblica.

Al oír la palabra “rescate”, al lector de la Biblia se le presentan muchas realidades. El grito de Job, que invoca a un rescatador/Goel que no acaba de llegar a su montón de estiércol (capítulo 19). O la historia de Rut, que nos revela otro espléndido detalle de estos antiguos contratos de rescate: «Para dar fuerza al contrato, había la costumbre de quitarse uno la sandalia y dársela al otro» (Rut 4,7). Pero la compra de Jeremías recuerda sobre todo al contrato con el que Abraham compró una tierra para sepultar a Sara: «Abraham pesó a Efrón la plata que éste había pedido en presencia de los hititas: cuatrocientos siclos de plata, medida corriente en el mercado» (Génesis 23,16). La Biblia contiene también un patrimonio extraordinario de vida de mujeres y hombres, donde un yugo y un contrato tienen la misma dignidad que el Sinaí. ¿Dónde se puede encontrar una laicidad más verdadera que esta? Esta hermosa y liberadora laicidad de la Biblia es cada vez menos frecuente en nuestro tiempo. Demasiadas personas creen que las palabras y los gestos de la economía, del trabajo y de los contratos son demasiado humanos y simples como para reconocer en ellos palabras y gestos proféticos. Los únicos actos y palabras dignas de Dios serían los que se realizan dentro del templo, por los técnicos de la religión. Pero así seguimos hablando de un Dios cada vez más alejado de la vida verdadera de la gente y – como nos repite Jeremías – también de la Biblia.

Jeremías, Rut y Abraham nos dicen que solo la muerte y la esposa son comparables a la solemnidad y a la seriedad de un gesto profético. Por eso, debe ser descrito y recordado en todos sus detalles, y después guardado en un ánfora, guardado sobre todo dentro de la Biblia: «En presencia de ellos ordené a Baruc: Toma estos contratos, el sellado y el abierto, y mételos en una jarra de barro, para que se conserven muchos años» (32,13-14). En efecto, se han conservado tantos años que han llegado hasta nosotros hoy.

La obra maestra de este episodio está en la explicación que da Jeremías de su gesto profético. Cada vez que la leo, me emociona y me dice palabras nuevas: «Porque así dice el Señor, Dios de Israel: Todavía se comprarán casas y campos y huertos en esta tierra» (32,15). Es un versículo grandioso, un canto a la humanidad. La Biblia habla mucho de Dios, pero sobre todo habla de los hombres y de las mujeres y de su infinita dignidad.

Jerusalén está a punto de ser destruida y el pueblo exiliado. Los campos, las viñas y todas las actividades económicas ya no valen nada. Nadie vende porque nadie es tan ingenuo como para comprar un campo en vísperas de un exilio. Tal vez los únicos dispuestos a comprar, esperando especular con el miedo, fueran los falsos profetas, convencidos sostenedores de la ideología de la inviolabilidad del templo, seguros de que YHWH les salvaría del asedio, realizando un gran milagro. En cambio Jeremías lleva cuarenta años profetizando la destrucción de Jerusalén. Por consiguiente no tiene duda alguna de que la ciudad está al borde de la capitulación y de la deportación a Babilonia. Los anunciados días de la devastación están a punto de llegar de verdad. Y Jeremías compra un campo. Lo paga “en metálico”, estipula un contrato perfecto, con el mismo cuidado de quien está convencido de que está realizando un gran negocio y cuida todos los detalles. Todo eso lo hace para decir: aquí se siguen comprando casas, campos y viñas. Aquí volveremos a trabajar. Aunque esta tierra prometida a nuestros padres hoy sea ocupada y devastada, sigue siendo la tierra prometida, el lugar de la Alianza, donde nos enamoraremos, nos casaremos y engendraremos hijos. La destrucción de la ciudad no destruye la palabra que fundó la ciudad. No la destruye porque un profeta la sigue pronunciando. Precisamente aquí, en una tierra como esta que compro hoy, trabajaremos de nuevo, haremos contratos, venderemos y compraremos. La compra del campo no es solo el rescate de un terreno: es el rescate del futuro, que se convierte en prenda de la vuelta a casa, de un regreso seguro, tan cierto como la desventura.

Con la compra del terreno quiere decirle todo eso al rey y a su pueblo, que no le cree, que le ha llevado a la cárcel para dejarle morir allí. Pero también nos lo quiere decir a nosotros, que hoy leemos esas palabras. A todos aquellos que, ante la devastación inminente y segura de su empresa o de su comunidad, cuando todo ciertamente habla de final y de muerte, oyen una voz que les dice: esta destrucción y este exilio son verdaderos y dolorosos, pero no es menos cierto que volveremos a vivir, a amar, a trabajar, y que esta muerte no tendrá la última palabra. Nuestra tierra desolada tendrá futuro.

Y después actúa, realiza un acto, porque las palabras de vida no son nunca abstractas o solo intelectuales: son becerros de oro y terneros cebados, niños, cruces de madera y losas rodantes. El logos que no se hace carne no habita en la Biblia, porque no habita en la vida. Hay muchas formas de actuar, pero nunca sabremos cuántos “terrenos comprados” por alguien ayer han hecho posible nuestro regreso a casa. Por alguien que no ha dejado de creer durante una larga crisis, sino que ha resistido, ha comprado, y gracias a eso nosotros podemos trabajar hoy en la empresa. Por alguien que, mientras todos huyen de la comunidad, decepcionados y atemorizados, guarda y cuida un jardín, planta un árbol o riega una planta en el secreto de su habitación, para decir que en esa casa, en esa comunidad, en esa familia, la vida seguirá y será una vida verdadera. La tierra prometida está llena de jardines y de plantas regadas de noche por aquellos que quieren seguir creyendo a pesar de todo. Los profetas saben hacer estas cosas y quienes realizan cosas como estas se parecen a los profetas, son como ellos, son uno/una de ellos, aunque no lo sepan. La tierra está llena de profecía. A veces nos enteramos de alguno de estos gestos, pero siempre serán muchos más los que quedan sin descubrir. Tampoco podemos saber cuántos de los “terrenos” que compramos hoy, en el tiempo de la devastación, estarán creando las condiciones espirituales para que mañana alguien pueda regresar, cultivar y seguir viviendo.

Jeremías profetizó que el exilio duraría setenta años. Así pues, sabía bien que el terreno que estaba comprando no lo cultivaría él, ya viejo, mañana. La tierra tendrá futuro, pero será el futuro de otros niños, hombres y mujeres a los que Jeremías y sus contemporáneos no conocen. La gratuidad consiste en comprar, con un contrato perfecto, un campo que alimentará a otros. Esta gratuidad es la que hoy puede salvar al planeta y nuestras almas: ¿cuándo volveremos a comprar terrenos que alimenten a nuestros bisnietos? «Se comprarán campos con dinero, ante testigos, se escribirá y sellará el contrato en el territorio de Benjamín y en el distrito de Jerusalén» (32,44). No hay palabras más grandes y verdaderas que estas para “volver a empezar” al final del exilio: comprar campos, extender contratos, comprar, vender, trabajar.

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