El alba de la medianoche/18 – La humanidad y el poder de los imperios visibles e invisibles
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (54 KB) el 20/08/2017
«El mundo entero es un exilio para los verdaderos sabios. Es débil aquel que solo se siente atraído por su dulce patria; ya es fuerte aquel que en cualquier lugar se encuentra en suelo patrio; pero es perfecto aquel que en cualquier parte del mundo se siente desterrado»
Hugo de San Víctor Didascalicon, siglo XII
«Arrancar y arrasar, destruir y demoler» son las palabras que oyó resonar Jeremías el día de su vocación profética. Pero junto a ellas oyó otras dos, distintas y complementarias: «edificar y plantar» (Jeremías 1,10). Para no ser falsos profetas no basta anunciar escenarios tenebrosos de desventura. La tierra está llena de personas que dibujan, a veces incluso de buena fe, un presente y un futuro desesperanzados, simplemente para canalizar el consenso de muchos desesperados que se alimentan de desesperación. Jeremías no engaña a sus conciudadanos prometiéndoles un bienestar y una paz imaginarios. Pero, mientras profetiza esta verdad amarga e incómoda, sabe decir palabras de verdadera y sublime esperanza.
Inmensa es la esperanza que contiene la carta que Jeremías envía a los hebreos deportados en Babilonia. Va dirigida «a los desterrados, a los ancianos, sacerdotes, profetas y al pueblo deportados por Nabucodonosor de Jerusalén a Babilonia» (29,1). Si seguimos leyendo el texto de la carta, encontramos algo inédito y estupendo, que nos sorprende y nos conmueve por su altísima humanidad: «Así dice el Señor de los ejércitos, Dios de Israel, a todos los deportados que yo llevé de Jerusalén a Babilonia: Construid casas y habitadlas, plantad huertos y comed sus frutos, casaos y engendrad hijos e hijas, tomad esposas para vuestros hijos y casad a vuestras hijas, para que ellas engendren hijos e hijas; creced allí y no mengüéis» (29,4-6). Son palabras que nos siguen dejando aturdidos por su inmensa belleza. En los exilios no es posible escuchar palabras de esperanza más verdaderas y altas que las de Jeremías. En todos los exilios.
Cuando la vida nos lleva lejos de casa, cuando emigramos por libre elección o cuando somos deportados por algún imperio visible o invisible, podemos vivir el exilio con rabia, como una maldición, o podemos seguir los consejos de Jeremías. Podemos construir casas y habitarlas, plantar huertos y trabajar, amarnos, casarnos y traer al mundo hijos e hijas y después ver a los hijos e hijas de sus hijos e hijas. Los inmigrantes que, conociendo a Jeremías o sin conocerle, han vivido su ”exilio” de esta manera, se han salvado, han hecho de ese tiempo difícil un tiempo propicio, se han convertido en bendición tanto para los que han permanecido en la primera patria como para los conciudadanos de la nueva patria. Han construido una casa, no una tienda, porque han querido habitar esa tierra y no solo transitarla, depredarla o alojarse en ella.
El día que compramos o empezamos a construir una casa en tierra extranjera, nos convertimos en verdaderos ciudadanos del lugar, en virtud del ius soli de la ley de la tierra y de la vida. Porque construir una casa implica creer en el futuro, decir que en esa tierra queremos amarnos, casarnos, que en esas habitaciones queremos concebir y criar hijos e hijas. El día de mañana ellos podrán incluso pervertirse y odiar, pero nosotros hoy únicamente podemos construir una casa y amar. Construir una casa en el exilio tiene el mismo valor que tuvo para Abraham comprar un campo en tierra hitita para sepultar a Sara. Porque construir una casa o una tumba hace que la tierra del otro sea también mía y convierte esa tierra en un anticipo del cielo. Como Lorenzo Milani, que al día siguiente de llegar a Barbiana se fue al Ayuntamiento y con 31 años compró una tumba en el cementerio de su nueva parroquia, para significar que la tierra del exilio era la tierra de la única vida buena y verdadera posible hoy, y por tanto de la muerte de mañana, que siempre es verdadera aunque no siempre sea buena.
Edificar casas. Plantar huertos. Trabajar. Cuando nuestros abuelos llegaban a América o a Bélgica, el miedo al futuro y el dolor del pasado comenzaban a desaparecer en cuanto se ponían a trabajar. Plantando huertos, construyendo casas (de otros), aquella tierra se convertía también en suya, fruto de su co-creación. Una pared o la galería de una mina se convertían en trozos de tierra prometida gracias al trabajo de sus manos, que traía mansedumbre a la vida, a la lengua, a la comida. Una vida dura y man-sa. Trabajando florecía la solidaridad-fraternidad verdadera entre trabajadores de distintas lenguas pero capaces de hablar entre ellos con las manos y con las lágrimas del trabajo bueno y malo. También en los grandes exilios de las guerras y las cárceles, muchas veces la resurrección comienza cuando se puede volver a trabajar o cuando se aprende, al fin, un trabajo verdadero. También hoy puede nacer y renacer la amistad con los nuevos exiliados e inmigrantes si somos capaces de trabajar juntos. Hermano trabajo.
Casarse y traer al mundo hijos e hijas. A Jeremías, YHWH le pide que no se case y que no tenga hijos ni hijas (capítulo 16), así que durante su exilio profético no conoce la alegría de tener una mujer e hijos e hijas. Pero, como a veces ocurre, quien conoce una cosa precisamente sin poder hacer uso de ella, acaba adquiriendo una castidad que le permite penetrar en su naturaleza más profunda. Este es uno de los verdaderos milagros de la gratuidad, que solo los profetas conocen y saben explicar de verdad: «La abandonada tendrá más hijos que la casada» (Isaías 54,1). Multiplicaos. En la tierra del exilio resuenan las mismas primeras palabras del Edén (Gn 1,28), revive la primera bendición del Adam. Cada vez que nace un niño, la tierra extranjera se convierte en un nuevo Edén. Abraham vuelve a oír la promesa de una nueva tierra y de una descendencia numerosa como las estrellas del cielo. Isaac vuelve a ser salvado por el carnero. La gruta de Belén se convierte en el sepulcro vacío de Jerusalén.
Esta primera carta a los deportados alcanza su culmen profético y por tanto su espléndida paradoja al llegar a la conclusión: «Pedid por la prosperidad de la ciudad adonde yo os desterré y rezad al Señor por ella, porque su prosperidad será la vuestra» (29,7). ¿Se le puede pedir más a un profeta? ¿Qué hay “más allá” de una oración dirigida a Dios para pedir la prosperidad de aquellos que te han ocupado, deportado y arrancado de tu casa? «Amad a vuestros enemigos y bendecid a los que os maldicen» leeremos casi siete siglos después en los evangelios. Tal vez no lo habríamos leído, o lo habríamos leído de otra manera, si no hubiera existido Jeremías, si no hubieran existido los profetas: «¿Quién dice la gente que es el hijo del hombre? Respondieron: unos dicen que Juan el Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías» (Mt 16,13-14).
La fe de Israel, la Alianza y la Ley, se pueden vivir también en el exilio: no es necesario esperar a regresar a la patria, porque en Babilonia no falta nada para vivir en plenitud. Esto es lo que escribe Jeremías y es cuanto saben y deben decir los verdaderos profetas. Ellos nos recuerdan que la única tierra prometida es la que estamos habitando hoy; que también el desierto puede ser ya tierra prometida si lo hacemos florecer edificando, trabajando, amando, engendrando hijos e hijas. No hay que dar muerte a ningún tiempo presente por la espera de un tiempo futuro.
El capítulo se cierra con un nuevo enfrentamiento entre Jeremías y los falsos profetas, en esta ocasión exiliados a Babilonia. Descubrimos – y no nos sorprende – que entre los profetas deportados se encuentran algunos exponentes de la ideología nacionalista, de la misma escuela que Ananías (capítulo 28). Jeremías en su carta no había usado palabras tiernas con ellos: «No os dejéis engañar por los profetas y adivinos que viven entre vosotros (…) porque os profetizan embustes en mi nombre, y yo no los envié» (29,8-9). Jeremías los llama por su nombre, es posible que los conociera bien: Ajab, Sedecías y Samayas (29, 21.24). También los exilios tienen sus falsos profetas, que proliferan aún más que en la patria, porque su venta de ilusiones y falsos consuelos encuentra aún más “clientes” en el tiempo del sufrimiento y la angustia.
También en esta ocasión, los profetas acusados y deslegitimados por Jeremías actúan. Samayas envía «cartas a todo el pueblo de Jerusalén y a Sofonías, hijo de Masías, el sacerdote, y a todos los sacerdotes» (29,25). La petición que hace Samayas a Sofonías, el superintendente del templo, es muy clara y directa: «¿Por qué no has dado un escarmiento a Jeremías, de Anatot, que se ha metido a profetizar?» (29,26), equiparándolo así a los muchos poseídos «locos y desmandados que se meten a profetizar» (29,26). Sofonías, evidentemente un hombre justo, no escucha a Samayas. Incluso donde hay corrupción generalizada y en las “estructuras de pecado” se puede encontrar una persona justa. Pone la carta en conocimiento de Jeremías y éste responde con una nueva carta a los exiliados: «Así dice el Señor: Samayas os ha profetizado, sin que yo lo enviase, introduciéndoos a una falsa confianza» (29,31).
Los primeros enemigos de los verdaderos profetas son los falsos profetas, aquellos que, de mala fe o de buena fe pero devorados por la ideología, ven en el verdadero profeta una grave amenaza para el pueblo. Muchos de los que traman contra Jeremías están sinceramente convencidos de que luchan contra un enemigo de la patria, contra un colaboracionista que busca la ruina de Israel. Esta es la terrible fuerza de la ideología: perseguir y matar a los profetas y hacerlo en nombre del bien, de la verdad, de la religión, de Dios. Ayer y hoy. La Biblia no dice que la historia reconozca a los verdaderos profetas y les escuche. Es más, dice todo lo contrario. Al final, los muestra vencidos. Pero la lucha tenaz y durísima entre Jeremías y la falsa profecía, precisamente porque es la historia de una derrota, nos ama enseñándonos la gramática de la enfermedad ideológica, que acompaña a toda experiencia religiosa e ideal (la falsa profecía es ideológica y la ideología más poderosa es una forma de falsa profecía). Porque la falsa profecía ideológica florece en el mismo árbol que la profecía verdadera. A diferencia de lo que ocurre con la cizaña, no es fácil reconocerla en medio del campo. Enteras comunidades y pueblos se han alimentado y se siguen alimentando de hierbajos, convencidos de que comen un trigo muy bueno. Y casi siempre los primeros comedores de malas hierbas son los falsos profetas, encantados con sus propios encantamientos.
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