El canto del arameo errante

El alba de la medianoche/21 – La verdad de la vida y la salvación se encuentran en el camino

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (54 KB) el 10/09/2017

170910 Geremia 21 2 rid«Aunque no la leas, estás en la Biblia»

E. Canetti, El corazón secreto del reloj

Cuando una comunidad vive una crisis profunda, larga y de resultado incierto, lo que verdaderamente está en juego es el nexo entre el pasado y el futuro. Porque si bien es cierto que solo un buen futuro convierte el pasado en bendición, rescatándolo y liberándolo de la trampa de la nostalgia, no es menos cierto que sin una buena historia de ayer que contar hoy, tampoco tenemos palabras nuevas para hablar de un mañana bueno y creíble. Las crisis individuales y colectivas implican carestía de futuro y carestía de pasado, porque la amistad entre pasado y futuro es la que hace bello y fecundo el presente, en todas las etapas de la vida. Incluso cuando el ocaso se acerca y la sombra del pasado se hace muy alargada. Los recuerdos nos alimentan y nos acompañan siempre. Pero el pasado, por grande y estupendo que haya sido, no es suficiente para vivir el presente. Debemos esperar una nueva palabra, esperar ver el rostro de una hija que vendrá de nuevo hoy, o esperar ver, al fin, el rostro de Dios anhelado durante toda una vida. Para vivir bien en tiempos de crisis es indispensable tener un futuro capaz de entusiasmar, y éste florece a partir de un presente reconciliado con el pasado vivido como don y promesa, más allá de las heridas, los desengaños y los fracasos. En la justa reciprocidad entre raíces y yemas, entre bereshit y eskaton, se encuentra la verdadera posibilidad para seguir generando vida y futuro ahora.

«Palabras que el Señor dirigió a Jeremías después que el rey Sedecías pactó con el pueblo de Jerusalén para proclamar una remisión: que cada cual manumitiese a su esclavo hebreo y a su esclava hebrea, de modo que ningún judío fuera esclavo de un paisano suyo» (Jeremías 34,8-11). El capítulo 34 del libro de Jeremías contiene el relato de un hecho acontecido en Jerusalén durante el asedio de los babilonios. Jeremías recibe una palabra que toca el corazón de la vida social y política de su pueblo, porque se refiere a la salvación y a la liberación de hombres y mujeres que se encuentran en estado de esclavitud. En aquellos tiempos un hebreo podía convertirse en esclavo de otro hebreo esencialmente por deudas. Eran esclavos económicos. La Ley recibida de Moisés en el Sinaí (Éxodo 21) preveía que la esclavitud económica no durara más de seis años (en el código de Hammurabi el máximo eran tres años: § 117).

En la antigüedad, las deudas no pagadas eran un asunto grave. Pero había una importante y viva conciencia colectiva y religiosa de que la esclavitud no podía durar para siempre, de que un fracaso en el plano económico no podía convertirse en una condena de por vida, de que la economía no tiene la última palabra. Una conciencia que nosotros hoy hemos perdido. La liberación de los esclavos es uno de los grandes preceptos vinculados a la institución del shabat: al séptimo año los esclavos debían ser liberados. Por otro lado, para Israel, la liberación de los esclavos es signo y memorial de la gran liberación de la esclavitud de Egipto, siempre presente y viva en el corazón colectivo del pueblo. La primera liberación de la esclavitud debía enseñar a Israel que Dios es un libertador, que no quiere hombres esclavos sino libres y que YHWH es el Dios de la libertad. Pero, como recuerda también Jeremías, «vuestros padres no me escucharon ni me prestaron oído» (34,14). Y así, a pesar de lo que dice la Torah, muchos esclavos no son liberados. Muchos hebreos se encuentran en una prolongada condición de esclavitud y servidumbre. Son propiedad privada de otros hebreos. Son usados como instrumentos, como cosas, para satisfacer las necesidades de otros. Este episodio toma como punto de partida la profanación generalizada de la Alianza y de la Ley, que transforma en extraordinario un precepto que debería formar parte de la vida ordinaria del pueblo.

Por el relato, sabemos que, al principio, el pueblo obedece y los esclavos son efectivamente liberados. Pero poco después llega un verdadero golpe de escena, uno más. El libro de Jeremías nos está acostumbrando a ellos, pero nosotros no debemos acostumbrarnos. Los libertadores «se volvieron atrás, tomaron otra vez a los esclavos y esclavas que habían manumitido y los sometieron de nuevo a esclavitud» (34,11). Estamos ante un arrepentimiento a la inversa, una conversión perversa que anula la conversión buena. El pueblo, que finalmente había escuchado al profeta, cambia de idea y restablece la originaria condición injusta. No conocemos los motivos de este arrepentimiento. Tal vez el asedio de Nabucodonosor se relajara un poco, produciendo una nueva oleada de ideología nacionalista y contraria a Jeremías. Lo que sabemos es que el pueblo no interioriza el pacto de liberación, que se queda en la superficie. Por eso, basta una crisis o una menor percepción del miedo para violar la promesa, la Alianza y la palabra de Jeremías. La buena y justa resolución colectiva no tiene fuerza suficiente para durar en el tiempo.

El elemento crucial de los pactos es la duración. Puedo arrepentirme sinceramente. Puedo prometer cambiar de vida. Incluso podemos hacerlo juntos. Pero solo el paso del tiempo da una verdadera prueba de que la conversión es lo suficientemente profunda como para durar y producir un verdadero cambio. Solo Dios (y los profetas verdaderos) pueden cambiar la realidad de las cosas con la palabra, diciéndola. También nosotros podemos y debemos comenzar un cambio diciéndolo, dándonos unos a otros palabras sinceras que expresen el deseo y la necesidad de volver a empezar. Pero mientras esas palabras no se conviertan en hechos, en cosas, en carne, en manos y piernas, en cualquier momento podremos bajar a la calle y retomar los esclavos que acabamos de liberar. Mientras el paso del tiempo no transforme nuestra carne y la de los demás, no podemos saber el grado de verdad de las palabras que hemos pronunciado con sinceridad. La verdad de las palabras propias y ajenas solo se nos revela cuando las pronunciamos junto con el sudor, con los brazos y con las lágrimas. Quizá no sepamos nunca si algunas palabras decisivas de nuestra vida fueron verdaderas, pero siempre podemos esperar que lo fueran, o al menos desearlo.

Pero los arrepentimientos perversos más graves y tremendos son los colectivos, cuando una comunidad, un pueblo o una generación entera reniega de las palabras y de los gestos dichos o realizados en momentos luminosos de su historia. Entonces, se vuelven a levantar los muros que un día se derribaron, se cierran las fronteras que un día, escuchando una palabra, se abrieron, y se deja morir a los niños en un mar que se ha vuelto enemigo. Inmediatamente después de este triste episodio de infidelidad, el libro de Jeremías pone una maravillosa historia de signo opuesto. Es el relato de la fidelidad de los recabitas, que nos muestra otra cara de Jeremías, a través de un inédito gesto profético suyo: «Vete a la familia de los recabitas, habla con ellos, tráelos al templo, a una de las celdas, y dales a beber vino» (35,2). Los recabitas son una comunidad nómada que, en un momento determinado de su historia, se unió a Israel y a su religión. Su fundador, dos siglos antes de este encuentro con Jeremías, había dispuesto que la comunidad siguiera siendo nómada y no bebiese vino, ni construyera casas ni cultivara viñas. Posiblemente, el precepto de no cultivar viñas y el de no beber vino estuvieran relacionados en una comunidad sustancialmente autárquica. Jeremías conoce su ley, pero igualmente les ofrece jarras de vino. Ellos responden: «Nosotros obedecemos a Jonadab, hijo de Recab, nuestro antepasado, en todo lo que nos mandó: No bebemos vino en toda la vida, ni nosotros ni nuestras esposas, ni nuestros hijos ni nuestras hijas; no construimos casas para habitarlas, ni tenemos viñas ni campos ni campos de sembradío» (35,6-9). Jeremías alaba a esta comunidad fiel y les profetiza un futuro fecundo: «Así dice el Señor: Nunca faltarán descendientes de Jonadab, hijo de Recab, que estén a mi servicio todos los días» (35.19). Las vocaciones son el sacramento de las comunidades fieles.

En un momento de infidelidad generalizada, una comunidad nómada, emigrada a la ciudad intentando escapar de una guerra, no perteneciente a las doce tribus de Israel, nos da a nosotros un testimonio de fidelidad y al profeta un poco de consuelo. Pero esta alabanza a los recabitas no es improvisada en el libro de Jeremías y en la Biblia, que dan muestras de una relación ambivalente y por lo general crítica con respecto a la ciudad. El primer ciudadano es Caín, y los primeros tiempos fieles de Israel son un relato de nómadas y de tiendas. Cuando finalmente Israel habita la tierra prometida, comienza la contaminación de su religión, sufre la influencia de los cultos cananeos, y cede al siempre presente pecado de idolatría. Para los profetas, Jerusalén es una ciudad santa, pero también una ciudad prostituta. Establecerse, construir casas y plantar viñas es el comienzo de la decadencia de la espiritualidad y de la identidad del pueblo, que llega a una corrupción generalizada como la que narra Jeremías.

Toda historia de amor es nómada en sus comienzos. Caminamos decididos y felices siguiendo una voz hacia el futuro. Aunque crucemos el desierto, no lo vemos, porque lo que verdaderamente vemos y oímos es una voz maravillosa y una tienda móvil. Después llegamos a la tierra prometida, nos detenemos, edificamos el culto, el templo, y comenzamos a construir “la casa, la viña y los campos”. Las culturas y los cultos cercanos nos fascinan y nos seducen, la voz nos parece cada vez más lejana y tenue y la confundimos con los cautivadores cantos de los ídolos. Alguna noche, alguna vez, soñamos con el desierto ya lejano, con el primer amor, con la tienda pobre y con la pureza de la primera voz. Después de este sueño tan verdadero, algunos desmontan las construcciones, dejan los campos y las viñas y se ponen a caminar de nuevo por el desierto, solos o en compañía. Otros se quedan en la ciudad, como Jeremías, pero vuelven a cantar el canto del desierto y de la esposa. Nos dicen que la condición humana es la del arameo errante, que la verdadera promesa no es una tierra sino una tienda itinerante en un camino infinito. Y cuando se encuentran con un nómada, un migrante o un vagabundo, en él ven una palabra de salvación, y lo bendicen.    

Dedicado a Odilon Junior, pionero y testigo de la Economía de Comunión en Brasil y en el mundo.

 

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