stdClass Object ( [id] => 16796 [title] => Es Dios, se me parece [alias] => e-dio-quindi-mi-somiglia-2 [introtext] =>El alma y la cítara/17 – No somos amados por no tener culpa, somos amados sin más.
Luigino Bruni
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 19/07/2020
«No es tarea nuestra predecir qué día – aunque ese día llegará – habrá de nuevo hombres llamados a pronunciar la palabra de Dios de tal modo que el mundo sea transformado y renovado por ella. Será un lenguaje nuevo, quizás totalmente no religioso».
Dietrich Bonhoeffer,Resistencia y sumisión.
La cultura de la culpa y del sacrificio encierra muchas insidias. La Biblia conoce bien algunas de ellas, y nos las desvela en el salmo 51 (y en el anterior), uno de los más conocidos y bellos.
«Misericordia, oh Dios, por tu bondad, por tu inmensa compasión borra mi culpa, lava del todo mi delito y limpia mi pecado. Pues yo reconozco mi culpa y tengo siempre presente mi pecado» (Salmo 51,3-5). Miserere mei, Deus. Palabras cantadas en todas las lenguas, generación tras generación, cabecera tras cabecera, lágrima tras lágrima, desesperación tras desesperación, esperanza tras esperanza. Posiblemente el Miserere sea el salmo más amado por la gente, por los pobres. No todos los hombres son perseguidos, no todos reconocen la huella del Creador en el cielo estrellado. Para ellos, los salmos escritos y entregados para estas circunstancias están mudos. Pero no hay hombre ni mujer que no haya sentido, al menos una vez en su vida, la imperiosa necesidad de ser perdonado – aunque sea en el último instante. El homo sapiens es un animal mendigo de perdón.
[fulltext] =>En este comentario al libro de los Salmos, generalmente no citamos el primer verso del canto, donde se encuentra el título redaccional que proporciona información sobre el autor y su contexto histórico, entre otras cosas porque no siempre es útil para recorrer el camino exegético correcto. Pero para el salmo 51, el título es muy importante: «Salmo de David, cuando el profeta Natán le visitó después de haberse unido a Betsabé» (51,1-2). Es la herida siempre abierta del Antiguo Testamento, el agujero negro de la historia de la salvación, la pausa dolorosa en la genealogía de Jesús: «David engendró, de la mujer de Urías, a Salomón» (Mt 1,6). El homicidio de Urías el hitita, el fiel y leal soldado al que David mandó matar, el nombre de sangre de un no-padre, ha quedado engarzado, como una perla opaca, en el rosario que recitamos cada Navidad desde hace dos mil años.
Natán, el profeta, fue enviado por Dios al rey David para revelarle la gravedad de su pecado (2 Sam 12,1). Después de narrarle la parábola de la oveja y de obtener la indignación del rey por el delito cometido por el hombre rico de la fábula, el profeta pronunció una de las frases más tremendas de la Biblia: «Ese hombre eres tú» (12,7). David no maldijo a Natán, reconoció su delito y recitó su miserere: «He pecado contra el Señor» (12,13). El salmo continúa la oración donde la deja el segundo libro de Samuel: «Contra ti solo pequé, cometí la maldad que repruebas» (Salmo 51,6). David es grande también por su miserere, que es tan grande como su pecado.
Nos encontramos ante una de las primeras páginas de la ética de la culpa. No es la única (hay páginas inmensas también en los mitos griegos), pero el pecado de David y su gestión se encuentran entre las primeras palabras del gran tema de la culpa, que se suma a otro tema, aún más arcaico y todavía vivo, que es el de la ética de la vergüenza. En la culpa, la mirada de Dios ve en lo secreto y denuncia el delito. En la vergüenza, es la mirada de los otros la que descubre, condena y castiga. El paso de la vergüenza a la culpa (nunca del todo claro) ha representado, en muchos aspectos, un salto ético para la civilización y las religiones. Pero la ética de la culpa también conoce patologías y hace estragos.
La cultura de la culpa se encuentra en el origen de graves formas de esclavitud, no solo psicológicas o espirituales. Ha impedido a demasiadas personas experimentar la libertad y la liberación, dejándolas ancladas en perennes y crecientes sentimientos de culpa, casi siempre inventados o amplificados. Esto nos ocurre cuando la experiencia de la culpa no va precedida y acompañada de la experiencia, más fundamental, de sentirnos amados y por tanto liberados incluso del sentimiento de culpa. No somos amados porque no tengamos culpa, sino que somos amados sin más. Primero somos inocentes y después culpables, y ninguna culpa puede borrar la imagen de Dios heredada por el Adam, porque Caín pudo matar a Abel, pero no su semejanza con Dios. Si bien es cierto, como nos recuerda David, que «culpable nací, pecador me concibió mi madre» (51,7), los profetas nos recuerdan que antes somos amados: «Antes de formarte en el vientre te escogí» (Jr 1,5). La cultura de la culpa es muy peligrosa porque ofusca en nosotros esta prioridad del amor, nos quita la alegría («anúnciame gozo y alegría»: 51,10), nos encierra en nuestros deméritos, nos concentra de forma narcisista alrededor de nuestro ombligo moral y no nos deja ver la belleza gratuita que nos rodea.
Los salmos 50 y 51 abordan una patología concreta de la cultura de la culpa: la contenida en la lógica del sacrificio. Entre culpa y sacrificio existe una relación muy estrecha. Cuando se cometían pecados contra el prójimo, el pecado generaba en la persona y en la comunidad un sentimiento de culpa, que se intentaba aplacar mediante sacrificios ofrecidos a Dios. Las injusticias en las relaciones horizontales interhumanas generaban un sentimiento de culpa, pero la reparación del daño se producía en una relación vertical entre los hombres y la divinidad. La Biblia denuncia la perversión de este mecanismo de culpa horizontal y reparación vertical: «¿Comeré yo [Dios] carne de toros, beberé sangre de machos cabríos?» (Salmo 50,13); «Un sacrificio no te satisface, si te ofrezco un holocausto, no lo aceptas» (Salmo 51,18). El pecado, en la Biblia, no es nunca un asunto privado entre la divinidad y yo; es un “mal público”, que siempre produce “externalidades negativas” para otros, de las que debo ocuparme si el arrepentimiento es responsable.
El salmista nos recuerda, junto con los profetas, que no es posible violar la justicia del prójimo y esperar la reparación en el ámbito del culto religioso: «¿Por qué recitas mis preceptos y tienes en la boca mi alianza? Cuando ves a un ladrón, corres con él, eres del partido de los adúlteros, sueltas la boca para el mal, tu lengua urde engaños; te sientas a murmurar de tu hermano, infamas al hijo de tu madre tú que detestas la corrección» (50,16-20). Estos dones-sacrificios son simples sobornos ofrecidos a Dios, regalos mafiosos que solo los ídolos aceptan: «Sacrificios de posesiones injustas son una burla… Lo mismo el que ayuna por sus pecados y luego vuelve a cometerlos, ¿quién escuchará su súplica?» (Sir 34,18;25-26).
Nos encontramos ante la antigua tentación, a veces secundada por las religiones, de creer que es posible “pagar” a Dios por los daños causados al prójimo, mediante sofisticados mercados de indulgencias. La razón de esta relación torcida es sencilla: si el sacrificio es el precio del pecado, la religión se convierte en un mercado donde se compra el permiso para pecar. Pero así los templos se convierten en oficinas de condonaciones perpetuas, que lo único que hacen es incentivar los pecados – entre otras cosas porque nuestros pecados aportan recursos al templo. Esta idea infantil de Dios y de la religión nunca se ha extinguido del todo en el corazón de las distintas fes. Diferente es la solución que indica el salmo en el canto de David arrepentido: «Para Dios sacrificio es un espíritu quebrantado, un corazón quebrantado y triturado, tú, Dios, no lo desprecias» (51,19), porque «el que ofrece como sacrificio el arrepentimiento me glorifica» (50,23). Aquí el salmista evita la lógica económico-retributivo-compensativa del sacrificio y hace de él una expresión de alabanza, una oración de súplica de conversión: «Crea en mí, Dios, un corazón puro, renuévame por dentro con espíritu firme» (51,12).
Es una innovación de la espiritualidad. Si he cometido un pecado, si he violado la justicia, no puedo compensar el daño causado a personas concretas con un sacrificio a Dios. Pero sí hay un acto sincero que puedo hacer: pedir a Dios un “corazón nuevo”, y por tanto prometer la conversión, esforzarme en no cometer más ese reato – y reparar el daño causado, pero esto el salmo no lo dice. La actitud más sabia, la mejor economía del arrepentimiento es la que mira al futuro y no al pasado: si hay una salvación del pasado es la que planta su tienda en el mañana.
Hemos aprendido durante milenios que ni siquiera pedir un corazón nuevo u ofrecer el “sacrificio de alabanza” supone una garantía de no volver a cometer el mismo pecado que ahora “confesamos” delante de Dios. Pero el salmista ha querido eliminar la “bolsa de valores” de los pecados donde descontamos hoy nuestra “letra de cambio moral”. En realidad, aunque los sacrificios de toros y corderos hayan desaparecido de nuestra cultura, no se ha extinguido la tentación de hacer de la religión un lugar de compensación vertical de pecados y daños cuyo resarcimiento no queremos asumir horizontalmente. Las bolsas de valores y las cámaras de compensación han cambiado de forma, pero la sustancia es la misma. Han salido de las religiones y de las iglesias, pero la tentación de “echar barro” sobre el hermano, de violar la justicia y el derecho, y después esperar alguna forma de condonación o de regularización donde lavar, mediante una ofrenda, nuestro pecado sigue siendo demasiado fuerte. Y los salmos nos siguen repitiendo de parte de Dios: «Esto haces, ¿y me voy a callar? ¿Crees que soy como tú?» (50,21).
Y sin embargo, antiguo salmista, querido amigo, nosotros “somos verdaderamente” como el Dios que a través de ti nos reprende. Nos lo ha dicho la misma Biblia que alberga tu canto: «A imagen de Dios lo creó» (Gn 1,27). No “imaginemos” nada raro. Toda imagen es una relación de reciprocidad, y si nosotros somos imagen de Dios, también Dios es imagen nuestra. Sabemos bien que los humanos somos un entrelazado de vicios y virtudes, de bellezas y pecados, de fidelidades y traiciones, que somos todos hermanos de Abel y de Caín, hermanas, hijos e hijas de Rut y Jezabel. Todos somos imagen de Elohim, todos somos como él. Entonces alguien podría plantearle a la Biblia preguntas incómodas: ¿por qué deberíamos proteger la imagen de las sombras y salvar solo las luces? ¿por qué reducir y recortar este versículo para que solo quepa la semejanza con nuestra parte buena? ¿y si el criterio adecuado para realizar este recorte no fuera la ética? ¿y si Dios fuera más grande que nuestras virtudes? ¿y si nos pareciéramos a él más de lo que pensamos? ¿y si también nosotros fuéramos más grandes que nuestro corazón?
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 12/07/2020.
«Dantés, que tres meses antes solo aspiraba a la libertad, no tenía ya bastante con la libertad, y ambicionaba las riquezas. La culpa no era de Dantés, sino de Dios, que haciendo tan limitado el poder del hombre, le ha puesto deseos infinitos».
Alexandre Dumas, El conde de Montecristo.
El salmo 49 nos lleva a reflexionar sobre la naturaleza de la riqueza y sobre su promesa de vida eterna que, bien entendida, no es totalmente falsa.
Deseamos la riqueza porque aumenta nuestra libertad. La más fascinante y tentadora de todas las libertades “compradas” por la riqueza, es la libertad de la muerte y el sufrimiento. En esto radica la naturaleza religiosa de la riqueza, que puede convertirse en un ídolo para nosotros porque posee rasgos semejantes a los de la divinidad. En el Evangelio, fue Jesús mismo quien la puso en competencia con Dios, ya que promete una inmortalidad distinta. En el Edén, Elohim no prohibió al Adam los frutos del árbol de la vida, ya que esa prohibición habría resultado ineficaz, pues el deseo de inmortalidad para los hombres y las mujeres es muy fuerte. La riqueza nos atrae porque se nos presenta como lo que más se parece en la tierra al elixir de la eterna juventud. Eros (amor) y plutos (riqueza) son los dos dioses que, cada uno a su manera, nunca han dejado de combatir a thanatos (muerte).
[fulltext] =>La promesa de la riqueza ejerce sobre nosotros una fascinación casi invencible porque, al igual que la promesa de la serpiente, no es enteramente falsa. El rico está menos expuesto a la vulnerabilidad de la existencia, vive en casas más seguras, tiene acceso a mejores curas, Por eso, entre otras razones, en la Biblia y en muchas culturas, ser rico se consideraba una bendición de Dios – no por casualidad usamos la expresión “bienes”, es decir cosas buenas.
La potencia religiosa de la riqueza crece con la extensión del área de la vida social cubierta por el dinero, que siempre ha sido extensa. Incluso en una sociedad premoderna, la riqueza excedía del ámbito típicamente económico hasta rozar el paraíso y el purgatorio (mercado de las indulgencias). No debemos pensar que la riqueza solo es muy importante en una economía de mercado: el dinero ya era dios mucho antes del capitalismo. En un mundo con escasa circulación de moneda, con la riqueza concentrada en unas pocas manos celosas, el poder sobrenatural del dinero era mayor que hoy. Si, por una parte, el aumento de las áreas sociales cubiertas por los mercados hacer crecer la importancia de la moneda (si con la moneda se compra casi todo, la moneda se convierte en casi todo), por otra parte su amplia difusión en muchas manos la reduce; de este modo, no es fácil calcular la suma algebraica de estos dos efectos de signo opuesto. La avaricia, la avidez y la envidia a los ricos no eran en la Edad Media menores que hoy, y las dinámicas sociales existentes tras los denarios de Judas, las dracmas y los talentos, no eran demasiado distintas de las que hay detrás de nuestros euros. El desarrollo de los mercados no reduce la envidia social, pero la orienta por senderos menos dañinos. Por eso, la ética económica bíblica no ha perdido nada de su capacidad para hablarnos hoy de nuestro trabajo, de nuestras riquezas y de nuestras pobrezas: «Prestaré oído al proverbio, al son de la cítara propondré mi enigma… Confían en sus riquezas y se jactan de sus inmensas fortunas, pero ninguno puede librarse de los días aciagos ni pagar a Dios su rescate. Es muy caro el precio de la vida» (Salmo 49, 5-8).
En otra de las obras maestras absolutas del salterio, este salmista, hijo de los profetas y maestro de Job y Qohélet, nos alecciona con un canto universal dirigido a la humanidad entera: «Oíd esto, pueblos todos, escuchadlo, habitantes del orbe; tanto plebeyos como nobles, juntos ricos y pobres» (49,2-3). El enigma se refiere a la relación entre la riqueza y la muerte, el proverbio está dentro del estribillo del salmo: «El hombre en la opulencia no permanece: es como las bestias que perecen mudas» (49,13). El rescate es el tema central del salmo. En el Israel antiguo, la Ley de Moisés (Éxodo 21) preveía la posibilidad de conmutar, para algunos delitos, la pena de muerte por una condena en dinero, y por tanto rescatarla. El salmista conoce muy bien estas normas jurídicas, y sabe que su lector también las conoce. Por tanto, sabe claramente que el dinero puede rescatar de la muerte. Pero el salmo nos quiere decir que la riqueza solo puede retrasar la muerte, no puede rescatar la condición de mortalidad del ser humano, porque Sócrates es hombre en cuanto mortal. El salmista se despreocupa de la victoria penúltima de la riqueza y se concentra en su derrota última.
De este modo, visto desde la perspectiva de su mortalidad, el hombre es verdaderamente como los animales, el rico es como el pobre y el sabio es como el necio. Estamos ante un horizonte de igualdad cósmica: «No temas si uno se enriquece y aumenta el fasto de su casa: que al morir no se llevará nada, su fasto no bajará tras él» (49,17-18). Muchos sabios han comprendido esta vanidad de la riqueza. Pero también nosotros podemos entenderla, como la entienden los pobres cuando ven enfermar y morir infelices a los ricos, y la entienden los ricos cuando experimentan que sus riquezas no sirven para las pocas cosas que son verdaderamente importantes. El rico sincero es consciente de que en sus riquezas hay mucha vanitas.
La razón de la imposibilidad de rescatar la vida es muy hermosa: «Es muy caro el precio de una vida». La vida humana no puede ser rescatada porque el precio sería demasiado alto. Vuelve de nuevo el lenguaje económico a la fe, que generalmente conduce a caminos equivocados. Pero aquí la metáfora económica puede sugerirnos algo bueno. El valor de la vida humana no puede rescatarse con dinero porque tiene un valor infinito, y el precio necesario sería infinito. Esta es la base antropológica de la no comerciabilidad de la vida humana: no existe un mercado para la vida humana porque el encuentro entre demanda y oferta se produciría en el infinito; el punto de equilibrio estaría demasiado alto como para encontrarse en el Tierra: se necesitaría el Paraíso - ¿Y si aquí viéramos un sentido bueno de la metáfora del “precio” pagado por el Cristo crucificado? Siempre está el valor de la gratuidad: la gratuidad no tiene precio porque es impagable, porque su precio sería infinito. Así pues, cada vez que equiparamos una vida humana a un precio monetario, cada vez que intentamos comprar a una persona o partes de ella, renegamos del salmo 49, que tiene su raíz en el salmo 8 – «Sin embargo, lo hiciste poco inferior a un Dios» – y en nuestro ser “imagen de Dios”. Si Dios es infinito, toda imagen suya es infinita.
Si entendiéramos la importancia de estas palabras, podríamos decir también que el salario no es la medida del valor de nuestro trabajo. Una parte del infinito es infinita, y un infinito de orden inferior sigue siendo infinito. Nuestro trabajo vale infinitamente más que nuestro salario, que debería ser interpretado como la correspondencia a un don, como signo y símbolo de reconocimiento. Por consiguiente, los salarios no deberían ser demasiado distintos y desiguales – seré ingenuo e idealista (lo soy, y hago todo lo posible para seguir siéndolo), pero no consigo acostumbrarme a un mercado que paga por un día de trabajo de un consultor lo mismo que por un mes de trabajo de un jornalero.
Sin embargo, en la igualdad universal ante la muerte que canta el salmo debe haber algo aún más profundo. La humanidad, en la conciencia de sus poetas y sabios, siempre ha intuido que por debajo (o por encima) del espectáculo de verdadera desigualdad y verdadera injusticia creado por las riquezas y por las pobrezas, entre los hombres existía también una dimensión igual de verdadera de igualdad. Por supuesto al nacer y al morir, en el dolor y en el sufrimiento, pero no solo ahí. El economista Adam Smith intuyó un aspecto de esto (Teoría de los sentimientos morales, 1759), cuando afirmaba que si sumáramos las alegrías y los sufrimientos, nos daríamos cuenta de que los ricos y los pobres se parecen más de lo que generalmente se cree. Porque hay felicidades de los ricos que los pobres no conocen, es verdad, pero también hay infelicidades de la opulencia desconocidas para los pobres, del mismo modo que hay alegrías que solo los pobres con su libertad distinta experimentan, y los ricos envidian. Esta extraña igualdad entre ricos y pobres, añadía Smith, es bueno que solo la conozcan los filósofos, ya que, si fuera evidente para todos, la gente daría menos valor a las riquezas, dejaría de esforzarse para aumentarlas, y se detendría el desarrollo económico que según él se rige por una especie de «ilusión providencial». En muchas cosas de la vida somo verdaderamente iguales, antes de las riquezas y las pobrezas. Los ricos y los pobres se enamoran, son dejados y abandonados, traicionados y engañados, heridos y bendecidos, todos temen el dolor y la muerte. Debido a esta «igualdad primera», inclinarnos sobre la persona que encontramos «medio muerta» en el camino es suficiente para reconocer en ella «un hombre». Dejaríamos de ser humanos si antes de socorrerla le pidiéramos la entidad de su cuenta bancaria.
Ver la vida desde la perspectiva del último día debería aumentar los sentimientos de igualdad entre todos. Pero para que aumenten también los sentimientos de fraternidad hace falta algo más. El salmista puede olvidarse en su canto de las victorias penúltimas de las riquezas, puede despreocuparse de su inmortalidad segunda. Pero nosotros no: nosotros no podemos olvidar que entre el día del nacimiento y el de la muerte, los dos días donde los animales y los hombres se parecen en su efímera y contingente condición de criaturas, los días transcurren de forma muy distinta. El filósofo, el poeta y el teólogo cumplen su cometido recordándonos que la riqueza no rescata de la muerte y que, por tanto, en el fondo no vale. El economista, el científico social y el político saben que lo que ocurre entre el primer día y el último es muy importante para la calidad moral y espiritual de la propia vida y la de todos. Y por tanto la riqueza vale. De este modo, tras haber meditado la vanidad de todo lo que hay bajo el cielo estrellado o durante un funeral, no debemos quedarnos tranquilos hasta que cada niño que nace pueda crecer en un mundo donde la escasez de bienes no le impida llevar una vida digna, donde las condiciones materiales de su familia no se conviertan en un fardo demasiado pesado para levantar el vuelo, donde no haya algunos, muy ricos, que puedan vivir doscientos años mediante la sustitución de órganos y otros que mueran a los tres años de malaria. La riqueza no lo rescata todo, pero rescata algo. Puede rescatar a muchas personas de una vida indigna, y por tanto debe ser distribuida y compartida de modo justo. La vida no puede ser rescatada por la riqueza, pero la riqueza sí puede ser rescatada por la comunión: «El hombre en la opulencia no comprende» (49,21).
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 12/07/2020.
«Dantés, que tres meses antes solo aspiraba a la libertad, no tenía ya bastante con la libertad, y ambicionaba las riquezas. La culpa no era de Dantés, sino de Dios, que haciendo tan limitado el poder del hombre, le ha puesto deseos infinitos».
Alexandre Dumas, El conde de Montecristo.
El salmo 49 nos lleva a reflexionar sobre la naturaleza de la riqueza y sobre su promesa de vida eterna que, bien entendida, no es totalmente falsa.
Deseamos la riqueza porque aumenta nuestra libertad. La más fascinante y tentadora de todas las libertades “compradas” por la riqueza, es la libertad de la muerte y el sufrimiento. En esto radica la naturaleza religiosa de la riqueza, que puede convertirse en un ídolo para nosotros porque posee rasgos semejantes a los de la divinidad. En el Evangelio, fue Jesús mismo quien la puso en competencia con Dios, ya que promete una inmortalidad distinta. En el Edén, Elohim no prohibió al Adam los frutos del árbol de la vida, ya que esa prohibición habría resultado ineficaz, pues el deseo de inmortalidad para los hombres y las mujeres es muy fuerte. La riqueza nos atrae porque se nos presenta como lo que más se parece en la tierra al elixir de la eterna juventud. Eros (amor) y plutos (riqueza) son los dos dioses que, cada uno a su manera, nunca han dejado de combatir a thanatos (muerte).
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 05/07/2020.
«La invocación del hombre es la misma invocación de Dios. El hombre reza a imagen y semejanza de Dios: ¿de quién, si no? Esta es la más grande de sus obras. Los Salmos son la oración de Dios».
Sergio Quinzio, Un commento alla Bibbia.
La sed de la cierva es la condición ordinaria de la vida espiritual adulta. La aridez no es la ausencia, sino el lugar de la fe. Sin embargo, no lo sabemos hasta que acontece un “encuentro” extraordinario.
La calidad espiritual de nuestra vida depende de cómo salimos de algunos encuentros decisivos. Uno de ellos es el que se produce entre el muchacho que fuimos y el adulto en que nos hemos convertido. Este encuentro casi siempre llega, antes o después, en el desarrollo de la existencia – en un libro que leemos, en un sueño, mientras barremos la habitación o preparamos la mesa. Llega de forma inesperada, sin anunciarse. No es un encuentro agradable, sino un vado en un río turbulento. Nos pilla por sorpresa y nos encuentra impreparados. Siempre es un acontecimiento decisivo. El encuentro comienza con una pregunta tremenda del muchacho: “¿Quién eres tú?” El adulto lo reconoce inmediatamente, porque vuelve a ver en él el rostro infantil que nunca se ha apagado en el alma. Pero el muchacho no: para él, el adulto es un desconocido, ha cambiado demasiado para que el niño pueda reconocerse en él. La pregunta “¿quién eres tú?” resuena en nosotros como algo espantoso, nos deja sin aliento. En esa pregunta percibimos el eco de la pregunta de Elohim a Adán (“¿dónde estás?”), y revive la pregunta a Caín (“¿dónde está tu hermano?”). Nosotros, una vez más, nos descubrimos desnudos, nos avergonzamos y no somos capaces de responder ni queremos hacerlo. Si hemos salvado algo de la inocencia de la infancia, esta pregunta casi puede hacernos morir. Después, en un instante, vemos toda nuestra vida, y dentro de nosotros surge una infinita y vehemente nostalgia de pureza, de verdad y de todas las palabras primeras que sentimos perdidas para siempre.
[fulltext] =>Si ese adulto ha respondido de joven a una voz fuerte y clara, la cita es aún más terrible. “¿Quién eres tú?” se convierte entonces en la pregunta que la primera vocación dirige al hombre o a la mujer engendrados por esa misma vocación. El muchacho, con su sola presencia, nos dice: la promesa era otra. Aunque la vida esté funcionando y haya dado frutos, estima y reconocimientos, delante del muchacho sentimos con más fuerza y verdad que la promesa no era la que parece realizarse, porque la hemos traicionado. La gran traición se ha ido consumando poco a poco. No lo sabíamos y no lo veíamos, pero la voz que seguimos de muchachos y la voz que seguimos hoy ya no se hablan, no se entienden, se han vuelto recíprocamente extrañas. Después de estos encuentros nocturnos con el ángel, o se renace o se comienza a morir para siempre. «Como ansía la cierva corrientes de agua, así mi alma te ansía, oh Dios. Mi alma está sedienta de Dios, del Dios vivo: ¿Cuándo entraré a ver el rostro de Dios? Lágrimas son mi pan noche y día, mientras me repiten todo el día: ¿Dónde está tu Dios?» (Salmo 42, 2-5).
Así comienza el maravilloso salmo 42, con el que se abre el segundo libro del salterio, y que con su estribillo («¿Por qué te acongojas, alma mía?») abraza también al salmo 43 para formar un único canto. La metáfora de la cierva sedienta que, tras una larga peregrinación, llega a un arroyo seco y árido, es muy fuerte y rica. Está muy presente en la literatura espiritual y ha inspirado uno de los cánticos espirituales más sublimes (el de Juan de la Cruz). Quien ha oído el bramido de un ciervo sediento dice que se trata de un verso inquietante, de un lamento desgarrador que no se olvida. Este sonido habrá llamado la atención del hombre antiguo medio oriental, más capaz que nosotros de leer y descifrar los lamentos de la creación. El salmista, quizá exiliado en el Norte, en la región donde nace el Jordán, lejos de Jerusalén y de su templo, probablemente tomó el grito animal más punzante que había oído y lo convirtió en el canto de su alma anhelante del Dios de la juventud que ya no estaba. La Biblia está llena de palabras tomadas prestadas de la naturaleza y de los animales para intentar decir lo que las emociones humanas no saben decir: las llamas de una zarza, la nube posada en una montaña, el fuego en el Carmelo, la brisa suave, el burro de Balaam.
La nostalgia de un pasado maravilloso dentro de un presente árido ocupa el centro del canto: «Recordándolo me desahogo conmigo: cómo pasaba al recinto y avanzaba hasta la casa de Dios, entre gritos de júbilo y acción de gracias, en el bullicio festivo… Entonces me acuerdo de ti, desde la zona del Jordán y el Hermón y el Monte Menor» (42,5;7). Así pues, la sed de esta cierva no es la sed buena de quien se acerca al agua. Es la sed de quien vaga en el desierto buscando agua en un oasis conocido en otras travesías y que ahora se ha secado. Por eso gime, anhela y grita por una sed que no puede apagar, porque no hay agua. No se trata simplemente de utilizar la imagen de la sed para expresar la relación con Dios. Cierta literatura religiosa deshace la metáfora equiparando la fe con el agua que apaga la sed. La sed sería el movimiento ascendente del hombre, la pregunta antropológica a la que Dios responde con el ofrecimiento de la fe. Desde este punto de vista, no habría nada de religioso en la experiencia de la sed, que sería la premisa de la fe, la antecámara de la vida religiosa que comenzaría al llegar a la fuente donde finalmente se bebe – la sed terminaría en el encuentro con el agua. Para muchos, la fe es esto, y en la Escritura hay piezas que apoyan esta interpretación del agua y de la sed (Jn 4,13-14).
Pero cada salmo es muchas cosas a la vez. Es estratificación de significados y de experiencias distintas de fe y de humanidad. Con esta sed, el salmo nos sugiere también otra cosa distinta. La sed no es solo preparación de la experiencia religiosa. Ya es fe, relación con Dios. El tiempo de la sed es el tiempo de la fe: «Todos en la Escritura mueren de sed, ¿qué es esta sed universal sino Dios mismo sediento de sí? Siempre he pensado, desde que lo aprendí, que morir con este versículo en los labios sería un hermoso no-morir» (Léon Bloy, "Le symbolisme de l’Apparition", 1880). En este salmo se cita a Dios 22 veces. Este canto desesperado por la ausencia de Dios es uno de los salmos más habitados por el nombre de Dios de todo el salterio. El desierto en la Biblia es lugar de encuentro con Dios. La tierra prometida no es el único lugar donde Dios vive, ni tampoco el templo. Moisés no entró en la tierra prometida para decirnos que también el desierto y su sed pueden ser una tienda de la reunión con Dios, tal vez la más dura y verdadera. Su muerte fuera de Canaán es también una manera de eternizar la promesa y su deseo.
El salmo nos pone en guardia con respecto a un error típico del hombre y de la mujer de fe: identificar la fe solo con el agua. Es un error muy común en aquellos que piensan y viven la fe como un vivac estable dentro de un oasis con agua abundante, que se encuentra al final del primer camino y ya no se abandona. Aquí la cierva descansaría tranquila, sin sed, en el nuevo jardín del que no saldría para acometer nuevas peregrinaciones. Esta es la visión de la fe como consumo de bienes espirituales, como confort, como plena satisfacción del consumidor religioso, que se olvida del seguimiento y del arameo errante. En cambio, el salmo 42-43 nos recuerda que la sed es la condición originaria de la vida espiritual adulta, porque, aunque haya alguna fuente a lo largo del camino, es necesario levantar inmediatamente la tienda, retomar el camino y volver a la misma experiencia de la sed-fe. La crisis de fe no es la aridez sino la extinción de la sed. Mientras tengamos sed de Dios y de vida caminaremos por el único camino bueno, mejor aún si lo hacemos en compañía de los pobres, sedientos y hambrientos. La fe bíblica es gritar a Dios en el tiempo infinito de la sed, porque ninguna experiencia de la divinidad puede apagar nuestro deseo de paraíso. En esta tierra no existe un agua capaz de saciar la sed de Dios. Si nos sentimos religiosamente saciados es muy probable que estemos bebiendo el agua de los ídolos, que son un dispensador automático de bebidas saciantes. Es interesante señalar un detalle: aunque el texto hebreo habla de un ciervo (’aiàl), la tradición siempre ha visto en este salmo una cierva. Quizá sea porque solo las madres conocen verdaderamente los gritos de ciertas ausencias, y solo ellas han aprendido verdaderamente la paradójica bienaventuranza de la sed.
Pero en este salmo hay también una bella metáfora de la evolución de la vocación. Comienza con la primera agua, la del primer encuentro de juventud. Sigue durante toda la vida con la experiencia de la sed, cuando se vaga en busca de la primera agua que ya no se encuentra, y mientras se vaga la garganta reseca de agua se llena del grito de Dios. Y al final, tal vez, se encuentra un agua distinta donde y cuando ya no se busca. Es muy bonito que una de las últimas palabras de Jesús en los Evangelios sea: “Tengo sed”. Nosotros a veces vivimos esta sequedad como experiencia de imperfección, de falta, de fracaso, y nos olvidamos de la bienaventuranza de la sed – “dichosos los que tienen hambre y sed de justicia”, hambre y sed de mí. Echamos de menos el agua de la primera juventud porque no comprendemos que aquella agua tenía sobre todo la finalidad de avivar la sed, para hacernos caminar como peregrinos sedientos por el mundo. Así hasta que, un bendito día, entendemos que dentro de esa indigencia se esconde y se encuentra el sentido religioso de la vida. Ahí están la pobreza y la pureza que deseamos el primer día, y que hemos confundido con el agua. Ese día nos sentimos amigos solidarios de todos los sedientos y hambrientos de pan y justicia, de todos los indigentes de la tierra, y nos hacemos finalmente pobres. Porque descubrimos que la fe no es posesión, sino promesa.
Ese día comprendemos que existe una respuesta buena a la pregunta del niño “¿Quién eres tú?”. “Soy tú de adulto. Es verdad que he cambiado mucho. El sol del desierto árido me ha oscurecido la piel, me ha marcado la cara. El camino me ha cubierto de polvo, el dolor propio y ajeno me ha herido, la vida me ha dejado sus estigmas. Por eso no me reconoces. Pero soy yo, mírame bien, soy tú. No temas, no te he traicionado, me he convertido en la única cosa buena en que me podía convertir. Créeme: nunca he dejado de anhelar tu misma agua. Créeme: mi promesa es la tuya. Ven, fíate, dame la mano, camina conmigo: te espera una vida sedienta y maravillosa”.
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El Salmo 42-43 nos ayuda a pronunciar y gritar el nombre de Dios en el tiempo de la sed.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 05/07/2020.
«La invocación del hombre es la misma invocación de Dios. El hombre reza a imagen y semejanza de Dios: ¿de quién, si no? Esta es la más grande de sus obras. Los Salmos son la oración de Dios».
Sergio Quinzio, Un commento alla Bibbia.
La sed de la cierva es la condición ordinaria de la vida espiritual adulta. La aridez no es la ausencia, sino el lugar de la fe. Sin embargo, no lo sabemos hasta que acontece un “encuentro” extraordinario.
La calidad espiritual de nuestra vida depende de cómo salimos de algunos encuentros decisivos. Uno de ellos es el que se produce entre el muchacho que fuimos y el adulto en que nos hemos convertido. Este encuentro casi siempre llega, antes o después, en el desarrollo de la existencia – en un libro que leemos, en un sueño, mientras barremos la habitación o preparamos la mesa. Llega de forma inesperada, sin anunciarse. No es un encuentro agradable, sino un vado en un río turbulento. Nos pilla por sorpresa y nos encuentra impreparados. Siempre es un acontecimiento decisivo. El encuentro comienza con una pregunta tremenda del muchacho: “¿Quién eres tú?” El adulto lo reconoce inmediatamente, porque vuelve a ver en él el rostro infantil que nunca se ha apagado en el alma. Pero el muchacho no: para él, el adulto es un desconocido, ha cambiado demasiado para que el niño pueda reconocerse en él. La pregunta “¿quién eres tú?” resuena en nosotros como algo espantoso, nos deja sin aliento. En esa pregunta percibimos el eco de la pregunta de Elohim a Adán (“¿dónde estás?”), y revive la pregunta a Caín (“¿dónde está tu hermano?”). Nosotros, una vez más, nos descubrimos desnudos, nos avergonzamos y no somos capaces de responder ni queremos hacerlo. Si hemos salvado algo de la inocencia de la infancia, esta pregunta casi puede hacernos morir. Después, en un instante, vemos toda nuestra vida, y dentro de nosotros surge una infinita y vehemente nostalgia de pureza, de verdad y de todas las palabras primeras que sentimos perdidas para siempre.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 28/06/2020.
«Toda palabra es palabra hablada. / El libro originariamente / solo está a su servicio, / al servicio de la palabra / hecha sonido, cantada, pronunciada».
Franz Rosenzweig, La escritura y la palabra.
El salmo 37 nos aclara que la Sabiduría consiste en el aprendizaje de la mejor postura humana desde la cual ver la justicia y la injusticia, y aprender la mansedumbre.
«No te exasperes por los malvados, no envidies a los inicuos… No te exasperes por el que triunfa empleando la intriga» (Salmo 37,1-7). El escenario es el de una tentación: la que experimentan los justos que son pobres a causa de su justicia, y están rodeados de inicuos que, sin embargo, obtienen éxito y riqueza. Es un clásico de la literatura bíblica sapiencial, central para la Biblia, para la historia y para la vida. Estas preguntas son las mismas de Job y de Qohélet, las de los pobres y las víctimas, nuestras propias preguntas. Perseverar en una vida que consideramos justa, cuando nuestros problemas crecen mientras la prosperidad de aquellos a quienes consideramos inicuos aumenta, siempre ha resultado muy difícil, a menudo demasiado. A veces nos equivocamos, nos creemos más justos de lo que en realidad somos. Pero otras veces no nos equivocamos. Sencillamente la que se “equivoca” es la vida, pero entonces empezamos a pensar que es Dios quien se equivoca.
[fulltext] =>El salmista conoce esta crisis-tentación típica de los inocentes. La toma como punto de partida, no la descarta, la considera importante. Como buen compañero, usa el barro que tiene a su disposición para crear un nuevo Adán. Y el primer mandato para el justo es: no dejes de ser inocente. Ser pobre no basta para ser justo, hace falta la inocencia. Salvar la inocencia en momentos de desventura es la dote que llevaremos como regalo al ángel de la muerte. La inocencia bíblica no es la ausencia de pecados – si lo fuera, nadie sería inocente. Es otra cosa distinta y más importante. Es permanecer agarrados toda la vida a la fe-cuerda a la que nos atamos en el tiempo de la juventud, sin abandonarla en los virajes ni en los resbalones. Es preferir una humilde cuerda a los telesillas que prometen un ascenso más fácil, rápido y espectacular. La inocencia es el abrazo fiel entre una mano y una cuerda.
«Cohíbe la ira, reprime el coraje, no te exasperes, que te haces daño a ti mismo» (37,8). El coraje, que generalmente es un recurso ético bueno e importante, cuando activa procesos de cambio, también puede desencadenar circuitos degenerativos, si la rabia y la indignación generan exasperación y pasiones autolesivas como la envidia y la venganza, o si deja que aflore en el corazón la peor idea de todas: “he estado siempre equivocado: no merecía la pena ser justo”. Es difícil no caer en estas trampas (toda tentación es una trampa) porque, de una forma más o menos consciente, todos somos fieles de algún culto económico retributivo; devotos de una religión basada en el dogma de que la bendición de Dios se manifiesta en la riqueza y en el éxito, y por tanto su maldición adquiere la forma de la pobreza y el fracaso. La misma Biblia (y no solo ella) contiene tradiciones y libros donde esta idea está presente y operante – véase Abraham o el prólogo de Job.
Antes de entrar en el meollo de su discurso, el salmista nos invita a realizar un movimiento, un gesto corporal. Invita a todos, pero sobre todo a los pobres, que se encuentran inmersos en esa típica y gran tentación, y en particular a los pobres que podrían dejar de serlo si imitaran a los deshonestos, pero no lo hacen porque prefieren ser justos fracasados antes que inicuos triunfadores.
Nos introduce en un lugar. Nos pide que “nos acurruquemos en Dios”: «Ovilla tu suerte alrededor del Señor, confía en él» (37,5). El verbo hebreo galal, como recuerda Guido Ceronetti, remite a un envolvimiento, a un enrollamiento. Nos recuerda al capullo del gusano, a «la nube de azúcar hilado alrededor de un palo», o a la imagen del feto acurrucado en el vientre materno. El salmista nos aconseja que nos acurruquemos en el seno de Dios y leamos la vida desde ahí. Esa es la única posición buena.
El salmo 37 no es una oración. Su autor no se dirige a Dios, sino a los hombres. Al aconsejarnos en primer lugar que nos acurruquemos dentro del vientre de Dios, nos devela una dimensión fundamental de la tradición sapiencial. El sabio no es un profeta, que habla a los hombres en nombre de Dios (“así dice el Señor”). Tampoco es un sacerdote, guardián de la Ley, ministro del templo y del recinto sagrado. La autoridad del sabio no deriva de una palabra de Dios ni tampoco de la Ley-Torá. La fuente de la autoridad de sus palabras está en la vida, en la historia, en la experiencia humana – «fui joven, ya soy viejo» (37,25) – que el sabio explora y penetra para descubrir verdades que tienen gran valor para la Biblia, hasta tal punto que algunos libros sapienciales se cuentan entre los más queridos. Aquí vemos la espléndida laicidad bíblica. La sabiduría no es profecía, no es oración, no es teología: es la postura humana desde la cual comprender toda la «Ley y los profetas», comenzar a rezar verdaderamente, y distinguir a los verdaderos profetas de los falsos. La Sabiduría es la criatura que se ubica en el lugar correcto, un lugar que descubre como “sede de la sabiduría”, y desde ahí pronuncia su fiat.
Tras colocarnos en la crisálida del gusano de seda, el salmista comienza su discurso sapiencial. Y lo hace con una crítica radical a la religión retributiva y a la teología de la prosperidad, es decir a la idea de un Dios que usa el lenguaje de la riqueza y el éxito para hablar de la justicia y la iniquidad, ya sea propia o ajena. El salmo muestra personas poderosas, triunfadoras y ricas, que lo son porque son inicuas: «Los malvados desenvainan la espada y asestan el arco para abatir a pobres y humildes, para asesinar a los hombres rectos» (37,14). Este salmo tiene una visión predatoria de la riqueza y el poder. Nosotros y la Biblia sabemos que no toda riqueza nace del abuso. Pero nosotros, y la Biblia con más motivo, también sabemos que buena parte de la riqueza nace de alguna forma de abuso – si bien hoy muchas injusticias son enmascaradas por leyes legítimamente emanadas de los parlamentos (el necesario principio de legalidad nunca ha sido suficiente para ninguna injusticia). El simple hecho de que algunas riquezas sean con certeza fruto de la injusticia es motivo suficiente para que no podamos leer nuestra riqueza y la de los demás como bendición de Dios, ni las pobrezas como maldiciones: «Más vale la escasez de un honrado que la opulencia de muchos malvados» (37,16). Dentro del ovillo lo podemos entender.
El discurso sobre el préstamo y el don es muy hermoso e importante. Siempre resulta conmovedor encontrarse con la economía dentro de la oración bíblica, donde no debería estar y sin embargo está: «El malvado pide prestado y no devuelve, el honrado se compadece y da» (37,21). La maldad y la justicia se declinan en lenguaje financiero. A diferencia de muchos pasajes bíblicos que insisten en la prohibición de prestar (a interés), aquí encontramos una condena a la otra parte del contrato. La condena es para el que pide el préstamo, no para el que lo concede. Con ello nos recuerda que no es inicuo solo conceder préstamos a tipos de usura, sino también tomar a préstamo sin intención de devolver. Mientras los pobres insolventes se convertían en esclavos de sus acreedores, los ricos tenían y tienen mil caminos para salir indemnes de una insolvencia, y muchas veces incluso sacar beneficio de ella.
En cambio, el justo es el que usa sus bienes con generosidad, transformándolos en don. La única riqueza buena y justa es la que se comparte y se da. Pero la tesis más subversiva la encontramos juntando el versículo 21 y el 26, que, hablando del justo, dice: «A diario se compadece y presta: su estirpe será bendita». Presta: ¿prestar puede ser una actividad justa, una expresión de compasión equiparable al don? Sí: somos justos cuando compartimos la riqueza y cuando prestamos nuestros bienes a otros. Se equivocan quienes contraponen, por principio, la filantropía a las finanzas, el don al contrato. Hay préstamos justos que liberan más que los dones, y hay dones más venenosos que los contratos. Ayer como hoy, siempre que en los mercados conviven unas finanzas que ayudan a vivir a los pobres con otras que los devoran.
A este mosaico aún le falta la tesela más central y luminosa: «Los pobres [nwym] heredarán la tierra» (37,11). La tierra como herencia. Es estupendo. A los justos este antiguo sabio no les promete éxito. Les promete mucho más: los justos que salven su inocencia heredarán la tierra. Toda la Biblia es guardiana de esta promesa, shomer (centinela) de esta palabra, que funda la llamada de Abraham y su Alianza con YHWH, la gran liberación del éxodo, y la gruta de Belén. Sin embargo, esta promesa no se realiza con la llegada a Canaán, ya que, si la tierra prometida se convierte en propiedad y posesión, la tierra queda, pero la promesa desaparece. La promesa de la herencia de la tierra – que en el salmo aparece cinco veces – es una promesa de futuro. No es una recompensa para aquí y ahora. Esta promesa distinta no pertenece al “ya”. Incluso si probamos algún bocado, solo es un adelanto del “todavía no”, que es el lugar del cumplimiento incompleto de la promesa. El justo que no cede al consejo de los inicuos «tendrá un porvenir» (Pr 23,18). La promesa de tener un futuro no es garantía de éxito ni de riqueza, sino de la compañía de la mirada de alguien, como la hermana niña de Moisés, mientras la cesta se desliza por el gran río, pues «el Señor se ocupa de los días de los buenos: su heredad durará siempre» (37,18). Entonces, es justo aquel que guarda la promesa de una tierra que sabe que no poseerá nunca, el centinela de la utopía, que vive cada tierra como provisional y la vida como peregrinación.
El salmo 37 está detrás de la segunda bienaventuranza, detrás de todas las bienaventuranzas: bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra (Mt 5,4). Este salmo explica también en qué consiste la mansedumbre bíblica y cristiana. Los mansos son los justos de este salmo. Los justos son los que no siguen el camino del inicuo, los que no lo envidian y permanecen unidos a su cuerda durante la escalada de la vida. Al final, se darán cuenta de que durante el viaje no han llegado a salir del ovillo custodiado en unas vísceras buenas y misericordiosas. La tierra es la herencia de los mansos, porque solo los mansos son capaces de guardar la promesa de una tierra sin poseerla. Seguiremos teniendo una tierra y un futuro si aprendemos esta justicia y esta mansedumbre, si aprendemos a habitar el planeta sin sentirnos dueños suyos y por tanto depredadores. El futuro será manso o no será: «El hombre pacífico tiene un porvenir» (37, 37).
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Saber «acurrucarse» en Dios como hijos suyos, comprender la verdadera bendición.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 28/06/2020.
«Toda palabra es palabra hablada. / El libro originariamente / solo está a su servicio, / al servicio de la palabra / hecha sonido, cantada, pronunciada».
Franz Rosenzweig, La escritura y la palabra.
El salmo 37 nos aclara que la Sabiduría consiste en el aprendizaje de la mejor postura humana desde la cual ver la justicia y la injusticia, y aprender la mansedumbre.
«No te exasperes por los malvados, no envidies a los inicuos… No te exasperes por el que triunfa empleando la intriga» (Salmo 37,1-7). El escenario es el de una tentación: la que experimentan los justos que son pobres a causa de su justicia, y están rodeados de inicuos que, sin embargo, obtienen éxito y riqueza. Es un clásico de la literatura bíblica sapiencial, central para la Biblia, para la historia y para la vida. Estas preguntas son las mismas de Job y de Qohélet, las de los pobres y las víctimas, nuestras propias preguntas. Perseverar en una vida que consideramos justa, cuando nuestros problemas crecen mientras la prosperidad de aquellos a quienes consideramos inicuos aumenta, siempre ha resultado muy difícil, a menudo demasiado. A veces nos equivocamos, nos creemos más justos de lo que en realidad somos. Pero otras veces no nos equivocamos. Sencillamente la que se “equivoca” es la vida, pero entonces empezamos a pensar que es Dios quien se equivoca.
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Luigino Bruni
Pubblicato su Avvenire il 20/06/2020
Original italiano publicado en Avvenire el 20/06/2020
«La Biblia no es un libro sobre Dios, sino un libro sobre el hombre. Desde la perspectiva de la Biblia: ¿quién es el hombre? Un ser puesto en el padecimiento, pero con los sueños y los diseños de Dios. Un sueño de Dios es no estar solo, es tener al género humano como compañero en el drama de la continua creación».
Abraham Heschel, ¿Quién es el hombre?
Viendo el trabajo de los pastores y la hospitalidad con los invitados podemos aprender a conocer mejor a Dios. El Salmo 23 nos lleva al corazón de este humanismo bíblico.
«El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por senderos de justicia como pide su título» (Salmo 23, 1-4). Hemos llegado a la metáfora-oración más hermosa de la Biblia. Toda la Biblia es metáfora. Cada oración es una metáfora. La metáfora no es solo un instrumento retórico y narrativo; es también un medio de descubrimiento, que nos permite entender y decir cosas que no podríamos entender ni decir sin la revelación de esa metáfora. También esto es revelación. Dios también se nos revela sugiriendo a los poetas metáforas que, después, el pueblo criba con el sexto sentido de la fe y de la tradición. Millones de personas, durante milenios, han rezado y cantado este salmo, que es uno de los más amados de toda la Biblia. Hoy se sigue cantado en todos los monasterios y conventos del mundo, con el alma y con la cítara. Este salmo ha sido y sigue siendo la despedida de nuestros seres queridos, la oración de quien está a punto de atravesar una “cañada oscura” y quiere hacerlo con la misma fe-esperanza-amor del salmista.
[fulltext] =>El pueblo de Israel aprendió a conocer a Dios viendo el trabajo humilde, cansado y difícil del pastor. Observando a este antiguo protagonista de las economías nómadas, entendió mejor la gramática de la Alianza, aprendió algo más sobre la naturaleza de aquel Dios distinto que no permitía imágenes y tenía un nombre impronunciable. No se fijó en los reyes, en los faraones, ni en los hombres poderosos del pueblo. Conoció a Dios viendo un trabajo humano, observando hasta en los más mínimos detalles la acción de un trabajador, con olor a oveja, lleno de polvo, analfabeto, pobre de lengua. De las no palabras de un trabajador nómada, la Biblia aprendió palabras para hablarnos de Dios, y nos dejó algunas de las imágenes más ricas y queridas de toda la literatura religiosa, que nos recuerdan que nosotros aprendemos quién es Dios mirando a los hombres y a las mujeres. Junto al “cielo estrellado y la ley moral”, es la vida concreta de los seres humanos la que nos desvela la gramática divina, la que nos dice que la teología bíblica se esconde en la antropología, y que cada vez que nos sentimos vacíos de palabras para rezar podemos mirar a la gente que trabaja y aprender de nuevo a orar. Pastores, obreros, artesanos, profesores, empresarios… - ¿Quién sabe cómo escribiría el antiguo poeta su salmo en una sociedad postindustrial?
Un día, un poeta comprendió que existía una analogía entre el oficio del pastor y su Dios. La metáfora del pastor se convirtió de este modo en la imagen de Dios, ausente por mandato explícito. El pueblo comprendió que debía observar a los pastores para entender la lógica de su Dios, que siempre les conduciría “por senderos de justicia” y lo haría “como pide su título”, es decir en virtud de su naturaleza, porque si los pastores lo hacen, también Dios debe hacerlo. El salmo 23 es sobre todo una declaración de fe, un canto de amor al Dios que el salmista siente como providencia y como Padre bueno, incluso en la noche más oscura: «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo: tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan» (23,4). Caminar de noche por una cañada oscura no es una posibilidad hipotética, sino la condición desde la que se eleva la oración. Los salmos son también una cura para nuestros miedos más profundos, para el miedo a la muerte. Los rezamos durante toda la vida, entre otras cosas, para tener palabras distintas y mejores cuando los grandes miedos llamen a nuestra puerta. Entonces, la oración saldrá a abrir y tal vez no encuentre a nadie (o encuentre a un amigo, al que saludará con el beso de la paz). Poder cantar en el alma mientras nos tocan las manos expertas del anestesista es un gran don: aunque camine por cañadas oscuras... Poder hacerlo porque se ha hecho toda la vida. La oración es también una especie de seguro; cada año pagamos una prima para estar cubiertos el día del “accidente”. Rezamos toda la vida también para ganar el último amén.
No sabemos si este salmo fue escrito en Babilonia, pero ciertamente la imagen de YHWH pastor se fortaleció y se desarrolló durante el exilio. Un pueblo exiliado, humillado y sin templo consiguió ver verdear el oasis junto a los canales de Babilonia, fue capaz de vivir aquel desierto como un pasto reparador, logró leer una salvación en la desventura y ver un Dios pastor en un Dios derrotado. La transformación de los campamentos de Babilonia en verdes praderas de frescas aguas fue posible gracias al talento del antiguo poeta, pero la alquimia también fue posible porque entre los deportados había profetas. La profecía es el principio activo que transforma los desiertos en oasis, las prisiones en liberaciones, el garrote del verdugo en el cayado del buen pastor. Dos profetas que estuvieron en el exilio de Babilonia, el segundo Isaías y Ezequiel, nos han regalado las imágenes proféticas más nítidas del buen pastor, que entrarán en los Evangelios, atravesándolos y fecundándolos: «Yo mismo apacentaré a mis ovejas, yo mismo las haré sestear. Buscaré a las ovejas perdidas, recogeré las descarriadas; vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido» (Ez 34,11-16). Al anónimo profeta exiliado, conocido como segundo (deutero) Isaías, pertenece el icono más sugerente del “buen pastor”, que ha tenido gran influencia en el arte y en la piedad popular: «Toma en brazos a los corderos y hace recostar a las madres» (Is 40,11). Sin profetas exiliados, aquel pueblo habría dejado de cantar: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia de Sión. En los sauces de su recinto colgábamos nuestras cítaras» (Salmo 137,1-2). La cítara no quedó colgada para siempre y el alma de los poetas no dejó de cantar porque, gracias a los grandes profetas, el pueblo exiliado tuvo de nuevo la experiencia del Dios pastor: sintió que la noche era una travesía por un camino de salvación, otro vado nocturno del que saldrían heridos pero bendecidos. Ninguna noche puede matar el alma si un profeta nos revela su sentido (dirección). La voz de los profetas puede alcanzarnos en nuestras noches a través de un amigo, de los versos de un poeta, o de la palabra buena de una madre – todos los vientos soplan libremente en la tierra y en el alma.
La segunda parte del salmo nos sorprende con otra imagen: «Me pones delante una mesa frente a mis enemigos; me unges con perfume la cabeza, y mi copa rebosa» (23,5). Generaciones de expertos se han preguntado qué relación existe entre la primera parte del salmo (1-4), construida en torno a la imagen del pastor, y la segunda, que describe una escena de hospitalidad nómada. Algunos incluso han planteado la hipótesis de dos salmos originariamente autónomos posteriormente fusionados. Pero una lectura unitaria también es posible. Un hombre nómada y peregrino llega a un campamento extranjero, sediento y cansado, quizá perseguido por algún enemigo. Ahí experimenta con asombro la hospitalidad. Esas personas distintas no le rechazan, sino que le hacen los honores. Le preparan una mesa, le ofrecen bebida, ungen su cabeza y su cuerpo con aceite, derraman perfumes que llenan la tienda. Los enemigos no se atreven a entrar, pues ven que el hombre ha encontrado protección. Al final de la fiesta, el anfitrión ofrece al fugitivo una escolta para que pueda recorrer con seguridad el resto del camino. Una escena como esta ayer no era tan rara; hoy sí.
En el mundo antiguo, la hospitalidad era tan vital que muchas culturas la consideraban un acto sagrado. En la Biblia, Dios es el libertador de la esclavitud de Egipto, pero también el anfitrión de su pueblo liberado. Del mismo modo que el pueblo nómada y a menudo fugitivo comprendió algo importante sobre Dios fijándose en el oficio del buen pastor, el mismo salmista, o tal vez otro, aprendió algo sobre el mismo YHWH experimentando la acogida u observándola en otros. Intuyó que su Dios era pastor y anfitrión. Conocemos y reconocemos a Dios cuando vemos cómo trata el pastor a sus ovejas, y descubrimos al mismo Dios cuando vemos cómo acogen y honran los hombres a otros hombres y mujeres. Las dos metáforas se encuentran, se enriquecen y se completan mutuamente. Y también enriquecen a Dios, porque cada vez que desde lo alto de su cielo observa a un pastor cuidando su rebaño o a un anfitrión haciendo los honores a otro ser humano, aprende algo nuevo. Dios, omnipotente y omnisciente, sabe qué es la docilidad y qué es la acogida, pero para conocer la mansedumbre necesita la mano del pastor pasando por el dorso del cordero (manso), y para conocer la hospitalidad necesita la alegría infinita que experimenta el peregrino ante la copa que le ofrece su anfitrión bajo su tienda. Para estas cosas fue necesario que el Adam saliera del Edén y se hiciera pastor y huésped. La historia es verdadera para nosotros, y es verdadera para Dios.
El antiguo salmista comprendió que la acción del pastor y la del anfitrión se parecían mucho, que algo importante de Dios se manifestaba tanto en el oficio del pastor como en el anfitrión. YHWH es buen pastor y buen anfitrión. Para entender la gramática de los cuidados, nuestros y de Dios, no basta ver la relación entre un hombre y sus animales (ni ayer ni hoy), es necesario también el arte de la hospitalidad, ver cómo se tratan los seres humanos. ¿Cuándo nos daremos hoy nuevas metáforas humanas para decir cosas nuevas y buenas sobre Dios? ¿Y si ya lo estuviéramos haciendo? Quizá nuevos salmistas, con lenguajes distintos, estén comprendiendo más y mejor a Dios viendo el trabajo de médicos y enfermeros, viéndoles venir de países lejanos para curar a nuestros enfermos, y hospedándoles bajo nuevas tiendas. Tal vez otros estén comprendiendo algo nuevo sobre los hombres y sobre Dios mientras experimentan la hospitalidad. No lo sabemos, no tenemos interés en saberlo, no lo entendemos, porque está escrito en lenguas nuevas; pero si fuéramos capaces de interceptarlas, escucharíamos también hoy, todos los días y en toda la tierra, las mismas palabras del salmo: «Tu bondad y lealtad me escoltan todos los días de mi vida; y habitaré en la casa del Señor por días sin término» (23,6).
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Abraham Heschel, ¿Quién es el hombre?
Viendo el trabajo de los pastores y la hospitalidad con los invitados podemos aprender a conocer mejor a Dios. El Salmo 23 nos lleva al corazón de este humanismo bíblico.
«El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por senderos de justicia como pide su título» (Salmo 23, 1-4). Hemos llegado a la metáfora-oración más hermosa de la Biblia. Toda la Biblia es metáfora. Cada oración es una metáfora. La metáfora no es solo un instrumento retórico y narrativo; es también un medio de descubrimiento, que nos permite entender y decir cosas que no podríamos entender ni decir sin la revelación de esa metáfora. También esto es revelación. Dios también se nos revela sugiriendo a los poetas metáforas que, después, el pueblo criba con el sexto sentido de la fe y de la tradición. Millones de personas, durante milenios, han rezado y cantado este salmo, que es uno de los más amados de toda la Biblia. Hoy se sigue cantado en todos los monasterios y conventos del mundo, con el alma y con la cítara. Este salmo ha sido y sigue siendo la despedida de nuestros seres queridos, la oración de quien está a punto de atravesar una “cañada oscura” y quiere hacerlo con la misma fe-esperanza-amor del salmista.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 14/06/2020
«¡Gritad, gritad, gritad! ¡Ah, sois de piedra! Si tuviese vuestra lengua y vuestros ojos, haría estallar la bóveda del cielo».
William Shakespeare, El rey Lear
El salmo 22, una de las cumbres poéticas y espirituales de la Biblia, es también el pentagrama sobre el que se escribió la sinfonía de la pasión de Cristo. Y nos ayuda a comprender algo de los crucificados y de su misterio.
Un hombre es perseguido, torturado, humillado y despreciado por otros hombres. Siente muy cerca la muerte. Es un hombre inocente, como muchos otros de ayer y de hoy. Sabe que no es merecedor de un dolor tan grande, ni de tantas violencias y humillaciones - ¿quién podría merecerlas? Pero ese hombre, además de un justo sufriente y humillado, es también un hombre de fe. Y allí, en la noche más oscura, tal vez dentro de una cárcel, o encima de un montón de basura, o en el interior de una cisterna, siente que en su alma aflora una oración, un último canto desesperado. Este canto comienza con unas palabras que se cuentan entre las más valiosas, tremendas y maravillosas de la vida: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Salmo 22,1). Una de las cumbres poéticas, espirituales y antropológicas del salterio, tal vez la más alta.
[fulltext] =>De nuevo un grito da comienzo a una oración. Como en Egipto, cuando la primera oración colectiva del pueblo esclavo fue un grito (Éxodo 2,23). Muchas oraciones grandes asumen la forma de un grito, de un aullido lanzado al cielo para intentar despertar a Dios. En la Biblia gritar es posible, lícito, aconsejado; es un lenguaje que Dios parece entender. Gritando es posible despertar a Dios, para recordarle su “oficio” de liberador de esclavos y de pobres. Mientras seamos capaces de gritar el abandono, la fe no estará perdida; solo la estaremos ejercitando, simplemente la estaremos cumpliendo.
El hombre torturado, el “siervo sufriente”, grita y vive su desventura en la fe, y por tanto dentro de su abandono siente también el abandono de Dios. Su grito se convierte en la cuerda (fides en latín) que le permite no perder el contacto con Dios, en el hilo dorado de la vida que no se rompe precisamente porque se atreve a gritar. Este hombre no acusa a Dios de haberle dejado reducido a su condición. A diferencia de Job, no considera a Dios su verdugo. Al contrario, su dolor nace de la no intervención de Dios, que debería intervenir como liberador del fiel inocente y sin embargo no lo hace: «Te queda lejos mi clamor, el rugido de mis palabras» (22,2).
Para despertarle, ese hombre recurre a la mejor estrategia de la Biblia: le recuerda a Dios quién es, le ayuda a acordarse de su promesa: «Aunque tú habitas en el santuario, alabanza de Israel. En ti confiaban nuestros padres, confiaban y los ponías a salvo; a ti gritaban y quedaban libres, en ti confiaban y no los defraudabas» (22,4-6). Cuando queremos salvar una relación, la primera súplica no es: “acuérdate de mí”, sino: “acuérdate de ti” y por tanto “acuérdate de nosotros”.
En la Biblia, la memoria es el último recurso, el más eficaz. Los eventos de ayer recrean la fe de hoy y de mañana. Para saber quién es Dios, la primera pregunta es: ¿qué ha hecho? Una pregunta que no se refiere a acciones genéricas y anónimas, sino a acciones específicas y concretas en la existencia real de la persona que está orando y gritando, intentando despertar a Dios. En el humanismo bíblico, la historia es la primera prueba de que Dios está vivo: la historia del pueblo y también la de cada persona. Cada creyente tiene un Egipto, un Mar Rojo y un Sinaí que narrar y al que acudir como demostración de la no vanidad de su fe. Así pues, cada oración es un encuentro de tres “acuérdates”: pedimos a Dios que se acuerde de sí mismo y que se acuerde de nosotros, y nos pedimos a nosotros mismos que nos acordemos de Dios: «Fuiste tú quien me sacó del vientre, me tenías confiado a los pechos de mi madre … Desde el vientre materno tú eres mi Dios» (22,10-11).
Tú eres mi Dios: no termino de acostumbrarme a la intimidad y a la familiaridad con que los hombres se dirigen a su Dios en los salmos. En el mundo antiguo, violento y a menudo primitivo, Dios era su “tú” más delicado y secreto, era el amigo, el amante, el amado, el amor. Repitiendo los salmos generación tras generación, día tras día, hora tras hora, hemos aprendido a rezar y hemos conocido mejor a Dios y también al hombre y a la mujer. También hemos aprendido la ternura y la familiaridad entre nosotros, el diálogo cara a cara, porque aquel “Señor de los ejércitos” sabía hacerse más tierno que un niño, una esposa o una madre.
«Pero yo soy un gusano, no un hombre: afrenta de la gente, despreciado del pueblo; al verme se burlan de mí, hacen visajes, menean la cabeza: Acudió al Señor, que lo ponga a salvo, que lo libre si tanto lo quiere (…) Se me descoyuntan los huesos. Seca como una teja está mi garganta, la lengua se me pega al paladar. Me acorralan mastines, me cerca una banda de malhechores. Me cavan manos y pies, y puedo contar mis huesos. Se reparten mis vestidos, se sortean mi túnica… Tú eres mi Dios» (22,12-20). No hacen falta más palabras. Cualquier comentario está de más. Pero una resurrección no podemos callarla, todas las resurrecciones hay que anunciarlas: «Tú me has respondido» (22,22).
El abandonado ha despertado a Dios. Una vez más, el grito de un inocente ha logrado agujerear el cielo: «Contaré tu fama a mis hermanos, en plena asamblea te alabare … Porque no ha despreciado ni le ha repugnado la desgracia de un desgraciado … Comerán los desvalidos hasta saciarse y alabarán al Señor los que lo buscan. Lo recordarán y se volverán hacia el Señor todos los confines de la tierra» (22,24-28).
La alabanza se convierte en plegaria universal, cósmica, infinita en el espacio y en el tiempo. Uno de los frutos más sublimes y maravillosos de las grandes desventuras superadas es un alma ensanchada hasta llenar el universo. Nos convertimos en madres y padres de la humanidad, nace una nueva fraternidad con todos, buenos y malos. Nos sentimos pequeñísimos y sin embargo soberanos del mundo.
Otro inocente, otro día, fue capturado, torturado y condenado; le agujerearon los pies y las manos y fue colgado de un madero. Quien recogió y narró la pasión de ese hombre no encontró en toda la Escritura texto más adecuado que el Salmo 22 para usarlo como pentagrama sobre el cual escribir la sinfonía del Gólgota. En el culmen de la vida y la pasión del Cristo encontramos otro grito, revestido con las palabras del Salmo 22: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mc 15,34; Mt 27,46).
Fue una elección extraordinaria, genial, todo un don. Los evangelistas sabían que su pasión no era la misma que había vivido, siglos antes, el anónimo salmista. Sin embargo, no tuvieron miedo de citar este canto escandaloso – un Hombre-Dios que grita el abandono de Dios. Lo hicieron porque querían decirnos algo importante. Si para transmitirnos algo de su comprensión de la pasión y muerte de Jesús, sus discípulos y testigos eligieron el salmo 22, es que la idea de Dios operante en la crucifixión debía parecerse mucho a la del Dios del antiguo salmo. Querían decirnos que, para comprender el abandono y la cruz, hay que tomar muy en serio el salmo 22.
El hombre del salmo sintió verdaderamente el abandono por parte de Dios. No fingía. El abandono era verdadero. Lo mismo que Jesús. El hombre del salmo siguió siendo fiel dentro de su pasión, no perdió la fe. Lo mismo que Jesús. El hombre no protestó al Padre acusándole de su sufrimiento, sino que le pidió que interviniera en su sufrimiento. Y Dios respondió, cumplió con su oficio de liberador y salvador, y lo resucitó de su “muerte”.
Elegir el salmo 22 implica distanciarse de muchas lecturas teológicas de la muerte de Cristo, antiguas y modernas. En primer lugar, el salmo nos dice que la cruz de Cristo no fue querida por Dios como “precio” para salvarnos. El salmista sabe que no ha sido Dios quien le ha llevado al patíbulo, sino que le pide que lo libere. Dios está de parte de la liberación y no de la condena. Además, la cruz de Jesús no fue vivida ni comprendida por los primeros cristianos como sacrificio del Hijo agradable al Padre, porque en este salmo el salmista no dice que Dios se complazca en su sufrimiento, sino que dice exactamente lo contrario: el hombre sufriente pide a Dios que le libere del dolor injusto, y obtiene la liberación. El Dios bíblico no quiere el sufrimiento de sus hijos.
El salmo 22 es también el salmo de la resurrección. Nos dice que la resurrección es la respuesta del Padre a la oración del Hijo. También nos dice que, si bien la resurrección de Cristo es un acontecimiento especial y único, no es menos cierto que lo que ocurrió entre el Vía Crucis y el sepulcro vacío se parece un poco a lo vivido por el antiguo salmista, a lo vivido por muchos hombre y mujeres heridos, humillados, crucificados y resucitados, a los milagros que acontecen cuando volvemos a encontrarnos sobre un monte, nos sentimos como gusanos, no perdemos la fe (al menos la fe en nuestra inocencia), y nos descubrimos resucitados. Lo vivido por el Cristo se parece mucho, - tal vez sea idéntico - a lo vivido por muchos crucificados de la historia. Por consiguiente, ningún crucificado de la historia queda fuera del horizonte de bendición del salmo, del Gólgota, del sepulcro vacío. Y cuando el dolor no pasa y la resurrección no llega, estamos autorizados a gritar tomando prestadas las palabras del salmo 22: cantémoslo una, dos, cien veces. Si el ángel de la muerte nos encuentra con estas palabras en los labios o en el corazón, entre sus brazos comenzará una resurrección. En los cuidados intensivos de la primavera pandémica de 2020 se han visto muchas Biblias, algunas abiertas precisamente por el libro de los salmos.
Si el grito del Cristo en la cruz es el comienzo del salmo 22, entonces podemos pensar que ese salmo fue la oración de Jesús en la cruz. Sigámosle en su canto secreto: «Tú, Señor, no te quedes lejos … Yo soy un gusano, no un hombre: afrenta de la gente, despreciado del pueblo; al verme se burlan de mí. Me cavan manos y pies, y puedo contar mis huesos … Pero tú, Señor, no te quedes lejos, fuerza mía, apresúrate a socorrerme … Fuiste tú quien me sacó del vientre, me tenías confiado a los pechos de mi madre». Para llegar a su último susurro: «Tú eres mi Dios».
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William Shakespeare, El rey Lear
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 06/06/2020.
«¿Quién sabe si el desierto que dejaremos un día no tendrá esta voz, este lamento humano del viento, infinitamente repetido: mah-’enosh? ¿Qué es el hombre? ¿Qué fue el hombre? ¿Qué ha sido ser hombre?».
Guido Ceronetti, Il libro dei salmi.
El salmo 19 comienza con el firmamento, que canta la gloria divina, y termina con nuestras culpas inconscientes. De este modo nos dice que una relación regenerada tiene tanto valor como una galaxia.
«Los cielos narran la gloria de Dios, pregona el firmamento la obra de sus manos. Un día le pasa el mensaje a otro día, una noche le informa a otra noche. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que se oiga su voz, a toda la tierra alcanza su pregón, a los confines del orbe su lenguaje» (Salmo 19,2-5). Los cielos narran. Toda la Biblia es palabra, narración. La Biblia custodia la palabra de Dios dicha en palabras humanas. Guarda celosamente relatos extraordinarios y distintos, expresados con palabras que han sido capaces de decir lo indecible y de hacernos soñar con Dios, hasta casi verlo.
[fulltext] =>La Biblia ha amado y venerado la palabra, hasta arriesgarse a convertirla en ídolo, violando la prohibición de hacer imágenes y de idolatría que contienen sus páginas. Uno de los dispositivos teológicos y poéticos que le han permitido no convertirse en el ídolo más grande y perfecto ha sido la presencia en ella de lenguajes no verbales de Dios. En efecto, de la gloria de Elohim también hablan los cielos, el firmamento, el sol y la noche. Los humanos no somos los únicos que hablamos de Dios, no somos los únicos fedatarios y transmisores de mensajes divinos. La Biblia nos dice que hay maravillosos relatos de Dios escritos sin palabras humanas. Dios habla con la boca y con las palabras de los profetas. Nos ha escrito cartas de amor con la pluma del escritor sagrado. Ha compuesto cantos espléndidos con la poesía y la cítara de David. Pero la Biblia sabe que el lenguaje humano no es el único usado en los coloquios entre Elohim y nosotros – «Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que se oiga su voz». Hay narraciones más antiguas que las humanas. Estas han resonado por el universo antes de que llegara el hombre, y hoy siguen resonando en las galaxias infinitas. La Biblia nos dice que esas narraciones son también para nosotros, pero no son solo para nosotros: nosotros no somos el único sentido de la creación. Los astros no escriben sus relatos solo para nosotros. Aquí se encuentran y armonizan la humildad y la grandeza del Adam.
Pero en el momento en que la Biblia da testimonio de las narraciones de las estrellas y las reconoce como lenguaje de Dios, este lenguaje no verbal se convierte también en palabra de hombre que narra la no palabra de Dios. Y el salmo se convierte en un encuentro de narraciones: los cielos narran al hombre la gloria sin usar palabras humanas, y las palabras humanas, al narrar estas narraciones no verbales, transforman en palabra lo que no es palabra. Estupendo. Entonces, cuando leemos la palabra más loca – «la palabra se hizo carne» – en ella debemos incluir también las no palabras del sol, las estrellas y el cosmos – el verbo en la Biblia son todas las palabras de la tierra y todas las “palabras” del cielo.
Posiblemente los primeros relatos escritos por los hombres intentaban narrar los relatos de la naturaleza escritos sin palabras. Como el niño aprende a hablar repitiendo las palabras de la madre, nosotros aprendimos a hablar repitiendo las “palabras” de los relatos de las estrellas. Muchos pueblos antiguos estaban tan fascinados por el lenguaje cósmico que llamaban dioses al sol y a las estrellas. Sin embargo, la Biblia pone a su Dios por encima de los altísimos astros. Los astros no son Dios, sino creaturas suyas – los cielos narran la gloria de Dios. No son portadores de un mensaje propio, sino significantes de otros significados, también ellos “palabras” pronunciadas. Aquí está la diferencia entre este salmo y los cantos cósmicos que encontramos en la literatura babilónica o egipcia. El sol no es Dios, sino un huésped de Dios: «Allí le ha plantado una tienda al sol; él, como un esposo, sale de su alcoba, contento como un héroe, a recorrer su camino» (19,5-6). Es su mejor atleta, que corre cada día de oriente a occidente y sale al encuentro de la noche para pasarle su mensaje, para decirle, cada mañana, palabras teóforas: «Asoma por un extremo del cielo y su órbita llega al otro extremo» (19,7). Toda la Biblia está en el Cántico del hermano sol.
Casi sin darnos tiempo para recobrar el aliento tras esta visión cósmica del verbo, expresada con una poesía que aquí se nos muestra en uno de sus momentos germinales al alba de las civilizaciones, el salmo nos sorprende con un segundo golpe de escena: «La ley del Señor es perfecta: devuelve el respiro» (19,8). ¡Vaya salto de la sinfonía cósmica a la Torá, del cielo a la Ley! Un salto tan inesperado que no son pocos los exegetas que piensan que en el origen del salmo 19 había (al menos) dos salmos, fusionados por un redactor final.
En realidad, la unidad del salmo nos la desvela Biblia la misma. Para el hombre bíblico, tanto el firmamento como la Torá son obras maestras de YHWH. Cuando el antiguo salmista levantaba la mirada hacia lo alto se sentía encantado por la armonía y la belleza del cielo; pero experimentaba el mismo encanto cuando miraba después a la tierra y en ella encontraba la Torá. El orden cósmico está garantizado por las leyes intrínsecas impresas por el Creador en la creación, y el orden moral nace de la obediencia a las leyes y preceptos de la Torá. El objetivo es el mismo, la providencia es la misma: «Los mandatos del Señor son rectos: alegran el corazón … son más valiosos que el oro, que el metal más fino; son más dulces que la miel que destila un panal» (19, 9-11). El salmista experimentaba la misma “alegría del corazón” cuando veía resurgir el sol cada aurora que cuando leía “honra a tu padre y a tu madre”; se sentía aturdido tanto por el firmamento como por el “no matarás”. Sabía que las estrellas y la Torá eran dones para él, eran única y exclusivamente gratuidad. Sin esta doble belleza no podemos entrar en el humanismo bíblico, no podemos comprender su mayor recompensa: «Guardarlos trae recompensa» (19,12). «El cielo estrellado sobre mí, la ley moral dentro de mí»: solo con el salmo 19 a la vista se comprende el sentido de la última página de la Crítica de la razón práctica de Kant, una de las páginas más bíblicas de toda la filosofía.
El antiguo poeta sabía otra cosa más: «Las inadvertencias, ¿quién las percibe? Absuélveme de culpas ocultas. Preserva a tu siervo de la arrogancia, para que no me domine» (19,13-14). Por encima del sol, los astros obedecen, dóciles y mansos, a las leyes que YHWH ha escrito para ellos; transmiten su mensaje, no transgreden, no pecan. Bajo el sol no es así, porque en la tierra el Adam fue creado con una libertad moral única, que lo convierte en el gran misterio del universo. Solo el hombre y la mujer pueden decidir no seguir las leyes de amor pensadas por Dios para ellos. Y en esto son superiores al sol y a las estrellas. Aquí está el gran misterio del hombre bíblico: la imagen de Dios lo hace tan libre que puede negar las leyes pensadas para su felicidad (nuestras infelicidades más importantes son las que elegimos sabiendo que son infelicidades). Somos más libres que el sol, y por tanto menos obedientes. Y así vuelve nuestro destino tremendo y estupendo custodiado por el salmo 8: «¿Qué es el hombre? Y sin embargo...».
Entre todos los pecados humanos, aquí se pone el acento en los realizados por inadvertencia, en los inconscientes. Aunque el siglo XX nos mostró un inconsciente no inocente, la categoría de los pecados inconscientes está muy alejada de nuestra sensibilidad moderna, tan centrada en las intenciones. La Biblia no es una ética, aunque en sus libros haya muchas éticas. El humanismo bíblico no puede encuadrarse en una u otra teoría ética moderna (responsabilidad, intenciones, virtudes…), pero ciertamente está más interesado que nosotros en las consecuencias de los actos. Su mayor interés estaba en el equilibrio del cuerpo social y en el cuidado de la Alianza con Dios. Si alguien cometía un pecado y provocaba un daño, la Biblia veía ese desequilibrio sobre todo en las relaciones sociales. El decálogo comienza con el recuerdo de la liberación de Egipto: no con un principio ético abstracto, sino con un acto. La dimensión histórica de la fe bíblica se manifiesta también en el gran valor que atribuye a los comportamientos, a las acciones, a los hechos, a las palabras. Por ejemplo, cuando el viejo Isaac entregó por error/engaño su bendición a Jacob y se dio cuenta de su error, ya no pudo revocar la bendición equivocada, porque sus palabras habían generado la realidad mientras las decía, y habían sido eficaces independientemente de las condiciones subjetivas de Isaac y sus parientes (Gen 27). Los pecados son hechos que actúan y cambian el mundo, con una vida propia distinta de las intenciones que los han generado. Si hoy le digo a alguien una palabra fea y mañana le pido disculpas, esas disculpas podrán actuar sobre el futuro, pero no podrán borrar la realidad de dolor que esa palabra ha generado en el corazón del otro en las horas transcurridas entre el pecado y el arrepentimiento. En la Biblia, además, la palabra es tan seria que produce efectos por sí sola, aunque no seamos conscientes, incluso durante las “horas” que pasan sin que pidamos disculpas porque no somos conscientes del daño que estamos causando – los daños inconscientes pueden ser mayores precisamente porque el arrepentimiento y las disculpas no llegan.
Así pues, la petición a Dios (y a la comunidad) de que absuelva los pecados inconscientes nacía de la conciencia de que el daño causado era mayor que las malas intenciones. El hombre bíblico lo sabía, y restablecía el equilibrio. Nosotros hemos perdido conciencia de ello, no pedimos perdón a nadie y nos escondemos detrás de la buena fe, pero de este modo aumentamos los desequilibrios.
El salmo 15 elogiaba la sinceridad. El salmo 19 nos dice que la sinceridad a veces no basta. Porque en la vida también existe el valor de las consecuencias de acciones equivocadas realizadas de buena fe. La Biblia es un continuo y precioso ejercicio de autosubversión, que es la cura más eficaz contra toda ideología, incluidas las pequeñas pero numerosas ideologías de nuestro siglo nacidas sobre la muerte de las grandes ideologías del siglo pasado.
El salmo 19 nos lleva al séptimo cielo y después nos devuelve a la tierra, a nuestras inadvertencias y culpas inconscientes, para decirnos una cosa importante que no deberíamos olvidar: una relación regenerada tiene tanto valor como una galaxia.
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La doble belleza de las obras maestras de Dios: las leyes de la creación y para el hombre.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 06/06/2020.
«¿Quién sabe si el desierto que dejaremos un día no tendrá esta voz, este lamento humano del viento, infinitamente repetido: mah-’enosh? ¿Qué es el hombre? ¿Qué fue el hombre? ¿Qué ha sido ser hombre?».
Guido Ceronetti, Il libro dei salmi.
El salmo 19 comienza con el firmamento, que canta la gloria divina, y termina con nuestras culpas inconscientes. De este modo nos dice que una relación regenerada tiene tanto valor como una galaxia.
«Los cielos narran la gloria de Dios, pregona el firmamento la obra de sus manos. Un día le pasa el mensaje a otro día, una noche le informa a otra noche. Sin que hablen, sin que pronuncien, sin que se oiga su voz, a toda la tierra alcanza su pregón, a los confines del orbe su lenguaje» (Salmo 19,2-5). Los cielos narran. Toda la Biblia es palabra, narración. La Biblia custodia la palabra de Dios dicha en palabras humanas. Guarda celosamente relatos extraordinarios y distintos, expresados con palabras que han sido capaces de decir lo indecible y de hacernos soñar con Dios, hasta casi verlo.
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Luigino Bruni
Pubblicato su Avvenire il 31/05/2020
Original italiano publicado en Avvenire el 31/05/2020
«Tyr perdió su mano derecha con ocasión de un juramento, falso, prestado a un lobo para convencerle de que se dejara atar. La mutilación de Escévola, en Roma, puede explicarse en relación con la mutilación de Tyr».
Dominique Briquel, Sul buon uso del comparativismo europeo in materia di religione romana.
La sinceridad es un rasgo típicamente humano, que crece junto con el dolor por las mentiras y las falsedades. Hoy, más que nunca, necesitamos la verdadera fuerza de una nueva sinceridad.
El hombre es el único ser capaz de mentir. Ni Dios ni los animales pueden mentir, exceptuando las pequeñas mentiras (quizá) de algunos simios. La sinceridad de un perro nos atrae y nos seduce porque sabemos que no es como la nuestra. Sabemos que los efectos de nuestras palabras y gestos dependen radicalmente de una cosa típicamente humana: la verdad. La posibilidad de decir palabras sin verdad es tan humana que ni siquiera Dios la posee. Esta es una de las paradojas del humanismo bíblico (y en general de muchas religiones): la mentira es algo que el hombre posee y Dios no. Una “carencia” que se convierte en un “plus”. El hombre, inferior en todo a los Elohim, puede convertirse en “superior” a ellos en las cosas más bajas, como la mentira, la maldad y el mal. Dios no sabe mentir, el hombre y la mujer sí. Aquí radica la fuerza seductora del pecado: no pecamos solo “para ser inmortales como Elohim”, como dijo la serpiente a la mujer; pecamos también porque nos atrae y nos ilusiona poder ser más que Dios, haciendo algo que Él no puede hacer, pues si lo hiciera sería como nosotros. Este extravagante primado antropológico contiene también una dimensión de belleza: la posibilidad de la mentira otorga a la sinceridad humana una altísima dignidad. Dios nos ha hecho “poco inferior a él” (Salmo 8) y en la sinceridad, paradójicamente, nos ha hecho “más que él”.
[fulltext] =>Las civilizaciones siempre han tenido mucho miedo de la mentira. Han conocido su poder destructor en las comunidades, en las familias y en las sociedades. La han temido como mal mayor, tan fuerte y tan grande como la palabra. La Biblia, que vive de palabras, de palabras divinas reveladas con palabras humanas, de un Dios que habla con nuestras mismas palabras, es especialmente vulnerable y está expuesta a la palabra mentirosa. Tanto es así, que los momentos más elevados, espiritual y éticamente hablando, del Nuevo y del Antiguo Testamento, son acontecimientos creados por palabras verdaderas (la Alianza, los profetas, la Encarnación) pero también por palabras falsas (Caín, Jacob, Pedro). A la Biblia le aterroriza la mentira, porque la golpea exactamente en el corazón de su misterio. Su vida es toda palabra, y puede resultar herida cuando la palabra pierde verdad. La palabra es la protagonista del salmo 15: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? ¿quién habitará en tu monte santo? El de conducta intachable, el que practica la justicia y dice la verdad de corazón» (15,1-2).
Dice la verdad de corazón. El corazón puede contener una verdad que no se convierte en palabras. La sinceridad consiste en acompasar el contenido de las palabras con el del corazón. No existen las mentiras de buena fe. La sinceridad nos permite entrar como peregrinos y huéspedes en la tienda del Señor. La sinceridad de corazón es la entrada lateral del templo, por la que podemos entrar también nosotros, pecadores, en compañía del publicano (Lc 18,9-14), para rezar como él, para ser comprendidos y escuchados. Si no existiera esta puerta secundaria, la tienda del Señor sería una morada solo para justos, y se vería privada de la presencia de personas espléndidas aunque pecadoras: los sinceros.
La mentira adopta múltiples formas. Una especialmente perniciosa es la calumnia: «No calumnia con su lengua, no hace mal al prójimo y no difama al vecino» (15,3). Pocas cosas muestran tanto la capacidad performativa que tiene la palabra. La palabra y la calumnia. La calumnia también crea la realidad cuando la dice, cambia el mundo hablando. Es una palabra perversa que crea el mal y la oscuridad mientras los dice. Es creación demoniaca, que nos recuerda que Dios y el bien no son los únicos señores de la palabra. Hablamos para bendecir o para maldecir. La maravillosa posibilidad de mejorar a las personas con nuestras bendiciones (y mejorar nosotros con las palabras buenas de otros) se equilibra con la experiencia de empeorarlas por las palabras malas, mal-diciéndolas. Pero, mientras que la gratuidad se desnaturaliza si es usada mal, la palabra es incapaz de resistir al abuso. En esto es menos potente que la débil gratuidad, que no es Dios pero está dotada de un dispositivo que la protege de la manipulación. En cambio, también Satanás habla, también los demonios usan la palabra para intentar cambiar el mundo, y a menudo lo consiguen. También la magia es cosa de palabras, también la blasfemia es palabra.
Al atarse a las palabras, Dios decidió compartir su fuerza junto con su fragilidad. Cuando, con infinita alegría y gratitud, quisimos escribir que “la palabra se hizo carne”, descubrimos que la palabra se hizo vulnerable y frágil como la carne de un niño, y luego palabra herida, humillada y crucificada, grito de abandono, y palabra resucitada con llagas.
El salmo entra después en uno de los usos más antiguos, controvertidos e importantes de la palabra: el juramento: «No retracta lo que juró aun en daño propio» (14,4). Inmediatamente se desvela la naturaleza del juramento, como instrumento al servicio de la verdad de la palabra, como auxilio en el cumplimiento de nuestras promesas.
Inventamos los juramentos porque aprendimos a reconocer el poder de los perjuros. Conocimos el dolor infinito de los pactos rotos, de las comunidades, familias y ciudades destruidas por palabras falsas y vacías, de los desastres causados por las mentiras de aquellos que anteponen sus falsos intereses a la verdad de las palabras propias y ajenas. La palabra es el alma de la confianza, que es la cuerda que une a las comunidades y a las personas y sostiene todo el edificio social – en Roma el dios de los juramentos se llamaba Dius Fidius, un nombre profundamente relacionado con la fides-confianza. Si perdemos contacto con la verdad de las palabras, en los inviernos caminaremos sobre una capa de hielo demasiado delgada para sostener el peso de nuestros pasos. Toda promesa se fundamenta en la fe en una palabra, en la esperanza en que bajo el hálito vital hay algo serio, algo hermosos, algo más; “algo” para lo que no hemos encontrado palabra mejor que verdad. Si no creyéramos, esperáramos y amáramos esta posibilidad verdadera, no pronunciaríamos ningún “para siempre”, no diríamos “te quiero”, ni “perdóname”, ni “lo siento”, y tampoco creeríamos los de los demás.
Pero esta urgencia de palabras verdaderas choca con la evidencia, milenaria, de la fragilidad de la palabra propia y ajena, con la incapacidad de dar fe de la palabra dada cuando mantener la fidelidad y la lealtad es costoso. Por eso los hombres han inventado instrumentos para reforzar las palabras y por tanto los pactos. Han añadido gestos (como, por ejemplo, el apretón de manos) y sobre todo han incluido las palabras dentro de las liturgias religiosas. Escribimos nuestros pactos y nuestras promesas y después los llevamos a los altares; prometemos decir la verdad poniendo la mano sobre el corazón o sobre la Biblia, esperando que su verdad (la de la Biblia y la del corazón) dé fuerza a nuestras palabras.
El juramento es una especie de contrato con nuestras palabras; nos comprometemos con otras palabras a pagar un precio en caso de traicionar las palabras que nosotros mismos estamos pronunciando. Pedimos a nuestras palabras distintas que vengan en ayuda de nuestras palabras ordinarias, que son más débiles que nuestra sinceridad, y lo sabemos. “Lo juro por mis hijos” es una expresión antigua que ha arraigado en nuestro lenguaje. La fuerza máxima del juramento se alcanzaba cuando se decía: “lo juro por Dios”, asociando a la divinidad como garantía de la verdad de nuestras palabras. Cuando juramos, invocamos hoy palabras más grandes para que mañana puedan salvar nuestras palabras de ayer de su fragilidad. La humildad es la raíz de los juramentos.
A pesar de la crítica que encontramos en los Evangelios – motivada por un uso formal y vacío de los juramentos tan presentes en la Biblia hebrea, que acabó debilitando la fuerza de las palabras humanas y de la invocación a Dios –, la Iglesia y Occidente siguieron recurriendo a los juramentos para reforzar las palabras. Después, la secularización de la cultura trajo consigo un progresivo abandono de los juramentos, y nos hemos encontrado con palabras cada vez más débiles, con promesas y pactos cada vez más frágiles, con la ilusión de que las hipotecas y los avales podían ser suficientes para sostener nuestras palabras débiles. No me sorprende que el salmo 15 termine con la economía: «No presta dinero a usura y no acepta soborno contra el inocente» (15,5).
Usura y manifestación de poder y voluntad de control enmascarados por regalos que capturan a quienes los aceptan dentro de unas relaciones perversas. Las mordidas y la corrupción son, antes que nada, palabras carentes de verdad. Antes que transacciones económicas equivocadas, son palabras falsas. Detrás de estos contratos y actos económicos perversos se esconden discursos falsos, palabras que han perdido todo contacto con la verdad. La usura es una promesa perversa porque a un hijo que pide un huevo le da un escorpión (Lc 11,12).
Cuando encontramos una conexión con la verdad escondida dentro de las palabras que nos decimos, podemos hacer renacer empresas, asociaciones, contratos y relaciones de trabajo. La crisis que estamos viviendo es también una crisis de palabras y de promesas. Saldremos de ella no solo encontrando una vacuna contra el coronavirus. También necesitaremos una nueva verdad de las palabras. Los grandes dolores pueden generar una nueva sinceridad.
Somos buenos en muchas cosas, pero somos muy buenos cuando tenemos todos los incentivos y los intereses para decir una mentira y sin embargo decimos la verdad. Elegir la verdad onerosa cuando tenemos a disposición la mentira a coste cero (o incluso con beneficio), hace que la verdad sea más verdadera, más bella, divina. Si solo los hombres y las mujeres pueden ser mentirosos, entonces solo las mujeres y los hombres pueden ser sinceros. En el Edén, Adán era inocente, pero solo se hizo sincero tras la expulsión, cuando perdió la inocencia y conoció el precio de la mentira y aprendió el valor de la sinceridad – y nosotros con él. Sincero es un adjetivo hermoso, totalmente nuestro, cuyo valor deriva de todas las mentiras que hemos dicho y un día dejamos de decir, de las que podíamos haber dicho y no hemos dicho.
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Luigino Bruni
Pubblicato su Avvenire il 31/05/2020
Original italiano publicado en Avvenire el 31/05/2020
«Tyr perdió su mano derecha con ocasión de un juramento, falso, prestado a un lobo para convencerle de que se dejara atar. La mutilación de Escévola, en Roma, puede explicarse en relación con la mutilación de Tyr».
Dominique Briquel, Sul buon uso del comparativismo europeo in materia di religione romana.
La sinceridad es un rasgo típicamente humano, que crece junto con el dolor por las mentiras y las falsedades. Hoy, más que nunca, necesitamos la verdadera fuerza de una nueva sinceridad.
El hombre es el único ser capaz de mentir. Ni Dios ni los animales pueden mentir, exceptuando las pequeñas mentiras (quizá) de algunos simios. La sinceridad de un perro nos atrae y nos seduce porque sabemos que no es como la nuestra. Sabemos que los efectos de nuestras palabras y gestos dependen radicalmente de una cosa típicamente humana: la verdad. La posibilidad de decir palabras sin verdad es tan humana que ni siquiera Dios la posee. Esta es una de las paradojas del humanismo bíblico (y en general de muchas religiones): la mentira es algo que el hombre posee y Dios no. Una “carencia” que se convierte en un “plus”. El hombre, inferior en todo a los Elohim, puede convertirse en “superior” a ellos en las cosas más bajas, como la mentira, la maldad y el mal. Dios no sabe mentir, el hombre y la mujer sí. Aquí radica la fuerza seductora del pecado: no pecamos solo “para ser inmortales como Elohim”, como dijo la serpiente a la mujer; pecamos también porque nos atrae y nos ilusiona poder ser más que Dios, haciendo algo que Él no puede hacer, pues si lo hiciera sería como nosotros. Este extravagante primado antropológico contiene también una dimensión de belleza: la posibilidad de la mentira otorga a la sinceridad humana una altísima dignidad. Dios nos ha hecho “poco inferior a él” (Salmo 8) y en la sinceridad, paradójicamente, nos ha hecho “más que él”.
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Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 24/05/2020.
«En este Espíritu, que es el amor entre el Padre y el Hijo, entre el Hijo y nosotros, entre nosotros y nosotros - todos los que tenemos alma -, en este Espíritu, que es nuestro amor, está toda nuestra salvación: volcada en su fuego, nuestra salvación humana se convierte en divina locura. Oh, si así fuera, oh, así sea».
Giuseppe de Luca, L’intelligenza e la salvezza dell’anima.
La pregunta sobre la existencia de Dios también tiene cabida en la Biblia. El salmo 14 nos ayuda a entender que el ateísmo devoto es una enfermedad y que dejar de buscar a Dios supone perder al hombre.
«Piensa el necio en su interior: no hay Dios. El Señor observa desde el cielo a los hijos de Adán para ver si hay alguno sensato que busque a Dios» (Salmo 14, 1-2). Un comienzo genial para un salmo único en el salterio. Un comienzo especial, pues especial es la puesta en escena. Esta es la única vez que en la Biblia se escribe: no hay Dios. El mundo religioso antiguo también existía la duda de si los dioses no serían una invención del hombre. El hombre bíblico está más cerca de nosotros de lo que pensamos y escribimos. La pregunta sobre la existencia de Dios es una de las preguntas legítimas de la Biblia.
[fulltext] =>Con toda probabilidad, el salmo 14 fue escrito durante el exilio babilónico. Los babilonios no eran ateos. Nos han dejado colecciones de oraciones bellísimas y tenían en gran consideración a sus dioses, a los que honraban con procesiones, templos y estatuas espectaculares. Así pues, los babilonios no decían explícitamente “no hay Dios”, y mucho menos lo decían los judíos. Entonces, la acusación del salmista ¿iba contra la falsa religión? ¿era una crítica idolátrica? No. La forma de la negación de Dios de la que habla este salmo no es la idolátrica.
Dos elementos nos revelan cuál es, uno lingüístico y otro teológico. La palabra hebrea que usa el salmo 14 para decir «no hay Dios» es Elohim, que en la Biblia es el nombre genérico de la divinidad (los dioses). Si el salmista hubiera querido criticar la idolatría, el culto a dioses «falsos y mentirosos», el nombre usado tenía que haber sido YHWH, el nombre propio del Dios bíblico. Entre otras cosas, porque YHWH es el nombre de Dios más usado en el salterio y casi el único en el primer libro (salmos 1-41). El hecho de que aquí se use Elohim indica el deseo de dar a esa negación – no hay Dios – un valor que va más allá de la crítica idolátrica. En ese «no hay Elohim» se esconde algo universal y tremendamente importante para toda religión (y para todo ateísmo). ¿De qué “ateísmo” habla este salmo?
Lo descubrimos prestando atención al segundo elemento: «Todos están descarriados, en masa pervertidos. No hay uno que obre bien, ni uno solo. Devoráis a mi pueblo como pan … Os burláis del designio del desvalido» (3-4,6). Aquí encontramos la tesis profética de que la negación de Dios se revela en la negación del hombre, sobre todo en la negación de los pobres. «No hay Dios» no es una afirmación atea semejante a las que empezamos a conocer en Europa con la modernidad, sino la consecuencia de una idea central en la Biblia: hay Dios si hay hombre – el hombre es el otro nombre de la fe bíblica. «Devorar al pueblo como pan» es la expresión de este tipo de ateísmo. No es un asunto filosófico ni intelectual. Es mucho más que eso.
Ciertamente la vida social de los babilonios tuvo que causar una gran sensación en los judíos deportados. Los bancos que prestaban a interés y generaban deudores esclavos y la corrupción del poder en aquel gran imperio causaron una honda impresión en los judíos y en sus profetas. Ezequiel, profeta en el exilio, llegó incluso a formular una versión del pecado de Adán en el Edén como pecado económico: «Con tus muchas culpas, con tus sucios negocios, profanaste tu santuario» (Ez 28,18). Pero el ateísmo práctico encerrado en las costumbres socioeconómicas era mucho más general y no ocurría solo en Babilonia. Lo encontramos ya en Isaías, antes del exilio: «No me traigáis más dones vacíos más incienso execrable … Buscad el derecho, socorred al oprimido, defended al huérfano, proteged a la viuda» (Is 1,13-17). Isaías acusaba a sus conciudadanos, no a los babilonios; estigmatizaba a los asiduos frecuentadores del templo y a los practicantes que ofrecían sacrificios mientras pisoteaban el derecho y la justicia.
El salmista ve la ausencia de Dios en la ausencia del hombre. Estos pasajes permiten comprender que la teología bíblica se hace inmediatamente humanismo. Al Dios bíblico se le honra honrando a los hombres, a las mujeres y a los pobres. Vuelve una vez más la antropología del Génesis: somos imagen de Dios, y cuando alguien – un imperio o una cultura – deja de ver al hombre, deja de ver a Dios, aunque siga rezándole y alabándole en los templos. Es ateo, aunque todavía no lo sepa. Hay muchas maneras de decir “no hay Elohim”, “Elohim es nada” (según la traducción de Ceronetti); la que más le importa a la Biblia está clara: “el hombre es nada”, “el pobre es nada”. Y se dice con el único lenguaje verdaderamente importante: el del comportamiento y el de los hechos. El mundo siempre ha estado poblado por hombres religiosos que honraban a Dios y deshonraban a los hombres, que apreciaban a los dioses y despreciaban a sus semejantes. Ser religiosos no es garantía de no ser ateos. Si el salmista elige Elohim y no YHWH para hablarnos de este típico ateísmo, es porque también quiere decirnos que esta enfermedad del ateísmo devoto atraviesa todas las religiones, incluidas las bíblicas. Los hombres dicen “no hay Dios” con su forma de tratarse mutuamente y de tratar a los pobres. La Biblia no es un tratado de ética, pero por la ética de los hombres se ve si en el pueblo hay fe o no.
El salmo llama «necio» a quien dice «no hay Dios». ¿Cuál es la necedad de este ateísmo? En primer lugar, se trata de un ateísmo colectivo, de una enfermedad que afecta al pueblo entero: «No hay uno que obre bien, ni uno solo». Esta necedad que lleva a negar a Dios no es, pues, un asunto que afecte a algún intelectual aislado o a algún filósofo escéptico. El ateísmo denunciado por el salmista es popular: no queda ni un solo creyente. La situación es parecida a la de Sodoma y Gomorra, a la de la Jerusalén donde Jeremías no encontró un solo justo (Jr 5,1). Es peor que la tierra recorrida en reconocimiento por el Satán, que al menos encontró un hombre justo: Job (cap.1). Es un mundo más corrupto que el anterior al diluvio, donde al menos había un justo: Noé.
Es bellísima la radicalidad de la Biblia – todos, ni uno siquiera. Todos necios. Todos lo somos cuando dentro de las instituciones, comunidades, movimientos, empresas e iglesias anida y se extiende la corrupción. Caemos en un “perversión en masa”. El (raro) verbo hebreo usado aquí, ’alah, expresa el contagio recíproco, la mutua contaminación. Aunque muchos sean asintomáticos, la corrupción alcanza a todos. Para salir de estas situaciones necesitaríamos a Noé, a Jeremías, a Abraham, a María. Pero no siempre están. Casi nunca están. Porque, para que «uno solo» no fuera necio, tendría que denunciar la injusticia y resistir mucho tiempo en su denuncia, tendría que soportar las persecuciones y, si no obtiene resultados, dimitir, despedirse, salir, disociarse. Estas acciones cuestan mucho y por eso son muy poco frecuentes en la tierra. También en estas dinámicas de “perversión en masa” somos todos hijos de Adán, solidarios en la corrupción, e incluso cuando los síntomas no son evidentes, somos por lo menos cómplices y por tanto necios.
La palabra que usa el salmo para decir “necio” es nabal. Nabal era el nombre del marido de Abigail. En el episodio del primer libro de Samuel, Nabal no comprendió cómo tenía que comportarse con David. No correspondió a sus regalos con otros regalos, no “reconoció” a David. Se habría desatado una guerra si no hubiera sido por la intervención de Abigail, que hizo todo lo que no había hecho su marido: fue agradecida, reconoció a David, lo llenó de regalos, fue generosa y supo honrar a su huésped: «No tomes en serio, señor, a Nabal, ese cretino, porque es como dice su nombre: se llama necio, y la necedad va con él» (25, 25). Abigail reconstruyó la relación rota por su marido, y con su regalo obtuvo el per-don de David, que reconoció en aquellas relaciones cuidadas la presencia de Dios: «Bendito el Señor, Dios de Israel, que te ha enviado hoy a mi encuentro» (32). Abigail fue la anti-Nabal, dijo “hay Dios” diciendo “hay hombre”, transformando la guerra en paz. No hay mejor manera de ben-decir a Dios, de ben-decir a Elohim – las mujeres lo saben bien, las mujeres lo saben mejor.
El salmo define al “sabio” (maskil) que Dios no encuentra en la tierra como “uno que busca a Dios”. Así pues, lo contrario de necio es buscador de Dios. Pero el primer buscador que encontramos en el salmo es Dios-Elohim, que se asoma a su balcón celestial para buscar al menos un hombre justo. Dios busca para encontrar a alguien que lo busque. La fe es un encuentro de búsquedas, una reciprocidad de deseos, que se convierte en relación ternaria: Dios busca un hombre capaz de buscarlo, buscándolo en el hombre – «...y el segundo mandamiento es igual al primero». Entonces el salmo 14 puede tener otro sentido: si el sabio es quien busca a Dios, el necio dice “no hay Dios” sencillamente porque no lo busca: ¿y si el ateísmo necio fuera el de aquel que ha dejado de buscar?
Un día, un hombre loco «buscaba a Dios». No lo encontró y anunció a todos que había muerto. Tal vez porque lo buscaba en el «mercado», donde «estaban congregados muchos de los que no creían en Dios» (F. Nietzsche, La gaya ciencia). Un mundo donde encontramos muerto al Dios que estábamos buscando es preferible a un mundo corrupto donde nadie puede decir “hay Dios”. Y si lo dijera, diría una cosa más falsa que el “no hay Dios” que dice el necio en esa misma situación. Hay un ateísmo menos necio que una fe proclamada en medio de la injusticia general. Si el Dios que buscamos ha muerto, siempre podemos esperar y pedir que resucite.
Cuando el «Hijo del hombre vuelva» no irá a los templos ni a las iglesias para ver si «todavía queda fe sobre la tierra» (Lc 12,7-8). Mirará nuestras relaciones sociales: mirará si nos queremos o no, mirará nuestros bancos, nuestra evasión fiscal, nuestros hospitales, los salarios de los jornaleros y los de los altos ejecutivos. Y, si sigue habiendo fe, solo la encontrará en la justicia y en la verdad de nuestras relaciones; si sigue habiendo fe, la reconocerá por nuestra respuesta al “designio del desvalido”.
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Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 24/05/2020.
«En este Espíritu, que es el amor entre el Padre y el Hijo, entre el Hijo y nosotros, entre nosotros y nosotros - todos los que tenemos alma -, en este Espíritu, que es nuestro amor, está toda nuestra salvación: volcada en su fuego, nuestra salvación humana se convierte en divina locura. Oh, si así fuera, oh, así sea».
Giuseppe de Luca, L’intelligenza e la salvezza dell’anima.
La pregunta sobre la existencia de Dios también tiene cabida en la Biblia. El salmo 14 nos ayuda a entender que el ateísmo devoto es una enfermedad y que dejar de buscar a Dios supone perder al hombre.
«Piensa el necio en su interior: no hay Dios. El Señor observa desde el cielo a los hijos de Adán para ver si hay alguno sensato que busque a Dios» (Salmo 14, 1-2). Un comienzo genial para un salmo único en el salterio. Un comienzo especial, pues especial es la puesta en escena. Esta es la única vez que en la Biblia se escribe: no hay Dios. El mundo religioso antiguo también existía la duda de si los dioses no serían una invención del hombre. El hombre bíblico está más cerca de nosotros de lo que pensamos y escribimos. La pregunta sobre la existencia de Dios es una de las preguntas legítimas de la Biblia.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 17/05/2020.
«Cada línea estaba erizada de palabras de muchas sílabas que no comprendía. Se quedó despierto sentado en la cama y tenía el diccionario delante, que era más grueso que el libro … Durante algún tiempo tuvo la idea de no leer más que el diccionario, hasta dominar todas las palabras que contenía».
Jack London, Martin Eden.
La palabra es protagonista del salmo 12, también la impronunciable. La palabra es uno de los mayores poderes de que disponen los seres humanos, pero también una de las más fuertes tentaciones de todos los poderes. La defensa de la impronunciabilidad.
Muchas pobrezas incluyen una penuria de palabras. Este tipo de indigencia nos impide llamar por su nombre al dolor propio y ajeno. A veces esta pobreza narrativa precede a las pobrezas materiales y morales; otras veces las sigue, y siempre las acompaña. Los “paletos” de todos los tiempos han sido oprimidos por las palabras que no sabían decir, junto con las que decían los poderosos y ellos no comprendían. Por eso, cualquier pobreza que quiera resucitar debe aprender a hablar, al menos hasta que un pobre pueda comenzar a dar nombre a los demonios de su propia indigencia. Esta es la hermosa invitación que nos hacían nuestros abuelos: “Luigino, estudia”. Sabían bien que conocer las palabras de los señores era el primer paso para la liberación.
[fulltext] =>La Biblia, maestra y guardiana de la palabra, conoce su naturaleza múltiple; ha visto el paraíso y ha entrevisto el infierno. La vio al principio, cuando creaba el mundo. La vio hacerse niño, y se asombró y se emocionó. Siguiéndola entre el génesis y el eskaton, aprendió la gramática ambivalente de las palabras humanas. La vio, mentirosa, en la boca de Jacob y también en la de David, el rey más amado pero capaz de matar con una palabra engañosa. La vio también, bellísima, en María. Y después la acompañó en silencio hasta el monte donde la palabra se convirtió en grito. Entre muchas dificultades y fracasos, aprendió a reconocer la palabra buena en boca de los profetas verdaderos y la mala en la de los falsos profetas. Comprendió que la palabra es el contacto entre Dios y el hombre, el lugar donde lo humano y lo divino se hablan cara a cara y cada vez se asemejan más. Somos “imagen” de Elohim en muchas cosas, pero sobre todo cuando damos orden al mundo diciéndolo con palabras, cuando resucitamos nosotros mismos y resucitamos a los demás con una palabra finalmente distinta. No lo somos cuando herimos y matamos a los otros y a nosotros mismos con una palabra equivocada.
Ya éramos imagen de Dios en las cuevas y en las tiendas móviles del neolítico, pero lo somos aún más gracias a los millones de palabras buenas y bellas que hemos aprendido a repetirnos unos a otros cada día. Solo los dioses y los hombres saben hablar. Además, existe una relación íntima y esencial entre la palabra y la verdad, que tal vez solo la Biblia (y algún poeta inmenso) sabe explicar. La verdad es el alma de la palabra. Al igual que el alma, no aparece en la superficie, no se deja ver y para muchos no existe. Cuando la palabra pierde contacto con la verdad, pierde su alma – o la vende al diablo. La palabra es protagonista del salmo 12, un salmo sobre la palabra y por tanto sobre la profecía: «¡Sálvanos, Señor!, que se acaba la lealtad, desaparece la sinceridad entre los hombres. No hacen más que mentirse unos a otros, hablan con labios lisonjeros y doblez de corazón» (12,2-3).
Lealtad, sinceridad, mentira: cuestión de palabras. La sensación cierta del salmista es que la lealtad ha desaparecido de la tierra – o al menos de su vida. Esta etapa llega puntualmente a la vida del hombre de fe, en particular a la de los profetas. Los profetas, que viven dentro de la relación con la palabra recibida y entregada, son especialmente sensibles a la verdad de las palabras propias y ajenas. Ellos son palabra hecha carne, siempre en vilo entre la nada y el infinito, testigos de la fuerza débil de un soplo efímero y sin embargo capaz de vencer la muerte. Son centinelas capaces de ver en la noche el alma de las palabras. Los que rezan se parecen mucho a los profetas: viven de la verdad de la palabra, son mendigos del eco de palabras susurradas o gritadas, no son dueños de las palabras y mucho menos del retorno del eco. Los profetas son radicalmente vulnerables a la manipulación de la palabra, a la mentira. A veces se convencen de que están rodeados solo de mentira. Y no es raro que, entre las lealtades y sinceridades que han desaparecido de la tierra, el profeta incluya las suyas. No forma parte del repertorio del profeta honesto sentirse el único justo superviviente del mundo: la primera falta de sinceridad que advierte es la propia. No es fácil salir de estas trampas de depresión espiritual, pero tampoco es imposible.
El salmista ve y canta un aspecto crucial de la mentira: “mentirse unos a otros”. Cuando la mentira se adueña de una comunidad – algunos tipos de mentira adquieren la forma de un virus – se hace recíproca. Lo contrario del mandamiento nuevo (“amaos unos a otros”) no es solo el conflicto, sino también la mentira recíproca. Al igual que el amor “no perdona” al amado generando reciprocidad, tampoco la mentira, a menudo, perdona a quien es tocado por ella. Se extiende, se multiplica, busca a sus semejantes, produce una compañía perversa donde cada uno se alimenta de sus propias mentiras y de las de los demás. Pocas cosas tienen tanta capacidad de alimentarnos como nuestras mentiras. A fuerza de decirlas, acabamos creyendo que son verdad: perdemos peso moral día a día y no nos damos cuenta. Una forma típica de mentira, estigmatizada por el salmo, es la adulación, los “labios lisonjeros”. El libro de los Proverbios también la conoce: «El hombre que adula a su amigo, tiende una red a sus pasos» (Pr 29,5). En efecto, una de las muchas formas de adulación, la del amigo, es especialmente peligrosa e hipócrita.
Esta adulación no es como la del amigo falso (también esta existe). A diferencia del falso amigo halagador, el amigo adulador no nos elogia buscando su propio interés, sino por una extraña forma de piedad para con nosotros. Sabe que la palabra que dice no es verdadera, pero la dice de todos modos, para agradarnos. La adulación es muy frecuente en la demanda de estima: a lo mejor no tenemos razones verdaderas para apreciar sinceramente la obra o la acción de un amigo, pero decidimos satisfacer su demanda ofreciéndole una estima falsa. Preferimos la asonancia emotiva a la verdad de la palabra. Pero de este modo tendemos “una red a sus pasos”, porque, en lugar de excavar dentro de la relación buscando un motivo verdadero de estima sincera, nos conformamos con una moneda falsa que despachamos por buena. Entonces las relaciones comienzan a retroceder, la palabra pierde su verdad y la amistad pierde su alma. Como dice el salmo, el corazón se desdobla: un corazón sincero que calla y un corazón no sincero que elogia. El corazón se desdobla, la amistad enferma y, con el tiempo, el corazón mentiroso acaba contaminando y estropeando al bueno. Quien tiene un amigo tiene un tesoro; quien tiene un amigo no adulador, tiene dos.
Pero la gramática de la palabra contenida en el salmo no acaba aquí: «Muchos dicen: La lengua es nuestra fuerza, nuestros labios nos defienden, ¿quién será nuestro amo?» (12,5). La lengua es nuestra fuerza: Aquí entramos en otra dimensión esencial de la palabra, directamente relacionada con el poder, con aquellos que se sienten dueños de las palabras y de su alma y creen que ellos son sus únicos dueños. El que sabe hablar y usar las palabras puede dominar y oprimir a los que no saben hablar o hablan mal – lo vemos todos los días. La prohibición de pronunciar el nombre de Dios en vano, incluida en el decálogo (Ex 20,7), entre otras cosas, es un dispositivo de protección contra los intentos de conocer todas las palabras y por tanto de mandar sobre todo y sobre todos. Se refiere a la tentación de la magia, pero también a la de aquellos que quieren convertirse en dueños de todas las palabras. La lucha idolátrica de la Biblia se traduce también en hacer que una palabra sea inaccesible e impronunciable; porque si hay una palabra que no es susceptible de ser sometida con palabras, entonces sus dueños siempre serán dueños parciales, aunque se sientan dueños absolutos. El nombre, en la Biblia, siempre dice misterio.
Así pues, el salmo denuncia la tentación, cada vez más fuerte y por momentos invencible, de aquellos que usan las palabras para construirse un culto, una religión. Si uno de los nombres de Dios es “palabra”, entonces el poder sobre las palabras es siempre un poder religioso. Esta es una de las raíces del antiguo y siempre actual proyecto de Babel, donde la construcción de un lenguaje único y total se convierte en instrumento para edificar un imperio absoluto, sin “ningún señor”. Todos los imperios, incluido el nuestro, comienzan pretendiendo dar un nombre a la única palabra impronunciable, y de este modo se transforman en una nueva religión-idolatría más pequeña y menos libre que la que querían superar ocupando todos sus nombres. Las religiones donde los señores conocen todas las palabras, donde no queda ni siquiera una escondida en el misterio de la nube, se convierten en imperios que, queriendo pronunciar todos los nombres, no logran decir bien ninguno.
La primera tentación del hombre religioso consiste en comer del fruto del árbol del conocimiento de todos los nombres de la tierra y del cielo. El Adam puede y debe dar nombre a los animales, pero no puede dar nombre a Dios. Ese nombre es único, y solo puede ser revelado y vuelto a velar por el mismo revelador, porque en el amparo del nombre de Dios está también el amparo de cada uno de nuestros nombres. «El Señor responde: Por la opresión del humilde, por el lamento del pobre, ahora me levanto y pongo a salvo a mi testigo» (12,6). El salmista pide que el Señor venga en auxilio de su testigo. El profeta es el testigo del pobre oprimido por el poder de las palabras. Aquellos que, por vocación, poseen alguna competencia sobre la palabra, aquellos que conocen su alma, pueden – y deben – usarla para dar testimonio en favor de aquellos que no conocen bastantes palabras para salvarse.
Así entendemos mejor el valor cívico de la profecía: los profetas prestan palabras a aquellos que tienen que defenderse de los dueños de todas las palabras. Los escritores, los poetas, los periodistas, los políticos, los sindicalistas, los artistas y los abogados participan de la misma función profética de Isaías y Amós si son testigos de los oprimidos por la palabra en los tribunales de la historia. El pobre no conoce bastantes palabras con las que llamar a todos los espíritus de su vida y, al no conocer su nombre, no es capaz de echarlos fuera. Los profetas y sus amigos llaman por su nombre a los demonios que amenazan a los pobres y los mandan salir. De este modo, la palabra, cada día, vuelve a hacerse carne y repite a Lázaro: “Sal fuera”.
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Muchas pobrezas incluyen una penuria de palabras. Este tipo de indigencia nos impide llamar por su nombre al dolor propio y ajeno. A veces esta pobreza narrativa precede a las pobrezas materiales y morales; otras veces las sigue, y siempre las acompaña. Los “paletos” de todos los tiempos han sido oprimidos por las palabras que no sabían decir, junto con las que decían los poderosos y ellos no comprendían. Por eso, cualquier pobreza que quiera resucitar debe aprender a hablar, al menos hasta que un pobre pueda comenzar a dar nombre a los demonios de su propia indigencia. Esta es la hermosa invitación que nos hacían nuestros abuelos: “Luigino, estudia”. Sabían bien que conocer las palabras de los señores era el primer paso para la liberación.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 10/05/2020.
«Cuando miro fulgurar en el cielo las estrellas,
pensativo me digo:
¿Para qué tantas luces?
¿Qué hace el aire sin fin, esa profunda
serenidad? ¿Qué significa esta
inmensa soledad? ¿Qué soy yo mismo?».
Giacomo Leopardi, Canto nocturno de un pastor errante de Asia.
La antropología bíblica es un bien común global de la humanidad. El salmo 8 nos lo recuerda, y nos sigue asombrando por su extraordinaria belleza profética.
Algunas personas recuerdan toda la vida el día en que vieron por primera vez el cielo estrellado. Lo habían “visto” antes, pero una bendita noche sucedió algo especial y lo vieron de verdad. Vivieron la experiencia metafísica de la inmensidad y, simultáneamente, advirtieron toda su pequeñez y fragilidad. Se vieron, nos vimos, infinitamente pequeños. Y allí, bajo el firmamento, afloraron otras preguntas distintas, esas que, cuando llegan, marcan una etapa nueva y decisiva de la vida: ¿dónde están y cuáles son mis intereses? ¿y mis problemas? ¿en qué consiste mi vida? ¿cuáles son mis amores y mis dolores? Y después vino la pregunta más difícil: y yo ¿qué soy? Es un día tremendo y bellísimo, que, para algunos, marca el comienzo de la pregunta religiosa y para otros el final de la primera fe y el comienzo del ateísmo – para descubrir, pero solo al final, que ambas experiencias eran parecidas, y que posiblemente hay mucho misterio en la respuesta atea y mucha ilusión en la religiosa, pero entonces no podíamos saberlo. No todos viven esta experiencia. Pero si deseamos vivirla, podemos hacer la prueba y salir de casa una de estas noches más tranquilas y nítidas gracias a estos meses sabáticos, buscar las estrellas, hacer silencio y esperar las preguntas – que, según me han dicho, a veces llegan.
[fulltext] =>Algunos, además, han vivido otro día decisivo: cuando, siendo infinitamente pequeños, experimentaron que el «Amor que mueve el sol y las demás estrellas» se interesaba por ellos, les buscaba, les hablaba y salía a su encuentro. Ese día es igual de decisivo, porque la experiencia verdadera del día de las estrellas no basta para que la vida religiosa comience. Muchas personas sienten vibrar verdaderamente el espíritu de Dios en la naturaleza y oyen resonar su voz en las noches estrelladas y en muchos otros lugares, pero nunca han oído a esa voz llamarles por su nombre. Otros han tenido un auténtico encuentro personal con la voz interior, pero después no la han sentido viva en el universo entero, no han sentido la emoción de reconocerla en la inmensidad del cosmos. El encuentro entre estos dos días marca el comienzo de la vida espiritual madura, cuando la inmensidad que nos desvela nuestra infinita pequeñez se convierte en un tú más íntimo que nuestro propio nombre.
Creo que el autor del salmo 8 tuvo la experiencia de ambos días. Reconoció la presencia de YHWH en el firmamento infinitamente grande y se sintió infinitamente pequeño. Después intuyó que la voz que le hablaba entre las galaxias era la misma voz que le hablaba en el corazón: «¡Qué glorioso es tu Nombre en toda la tierra! Quiero servir a tu majestad celeste con la boca de chiquillos y criaturas… Cuando contemplo tu cielo, obra de tus dedos, la luna y las estrellas que has dispuesto, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el hijo de Adán para que te ocupes de él?» (8, 2-5). Maravillosos versos. Deberíamos tener el corazón y los estigmas de Francisco para cantarlos.
Asistimos en directo a una experiencia del absoluto. El antiguo poeta advirtió la inmensidad y la pequeñez, pero no se sintió aplastado, y comenzó un nuevo canto: el canto de la humildad (humilitas) verdadera, porque el humus solo nos dice quiénes somos verdaderamente si conseguimos verlo por un instante desde una distancia sideral. La adamah (tierra) solo desvela al Adam cuando se la ve desde lo alto. Esta es la alegría de la verdad finalmente revelada, de una nueva ignorancia que no humilla. La humildad es lo contrario de la humillación. Entonces se experimenta una nueva infancia, una inconmensurable juventud: «Con la boca de chiquillos y criaturas» (8,3).
En el centro del salmo, surge una pregunta: ¡¿qué es el hijo de Adán (Ben Adam: expresión amada por los profetas y los evangelios) frente a tanta inmensidad?! La respuesta es espléndida: a pesar de su insignificancia en comparación con las estrellas y de su pequeñez en el tiempo y en el espacio, tú te ocupas de él, te acuerdas de él. Es como si dijera: si tienes en cuenta, oh Dios, qué es objetivamente el Adam con respecto al universo inmenso, no deberías ocuparte de él; y sin embargo lo cuidas. Y a continuación surge la pregunta necesaria: esta voz que habla en mi interior ¿es la misma que ha hablado entre las galaxias? La respuesta del primer día solo puede ser un sí, ¡en caso contrario el camino no puede comenzar! Pero, con el paso del tiempo, la respuesta se convierte en: quizá. Después vienen los largos años donde la respuesta es: no. Y al final vuelve el sí, pero – cuando vuelve – es un sí dicho con otra profundidad y otra humildad. Entonces nace una nueva maravilla, rebosa la gratitud, y aflora la oración de los últimos tiempos.
En esta tensión entre las estrellas y el corazón, habitados por la misma presencia, está la dignidad del Adam y la de sus hijos e hijas, su gloria y su honra. Cuando perdemos uno de estos dos polos caemos en ideologías varias. Debemos leer el salmo 8 en paralelo con los primeros capítulos del Génesis: «Y creó Dios al hombre a su imagen; a imagen de Dios lo creó; varón y hembra los creó» (Gn 1,27). Este es, tal vez, el versículo de la Biblia que más me gusta. Elohim pone al Adam en el centro del jardín de la creación para que sea su cuidador y responsable. El salmo nos lo repite: «Le has dado poder sobre las obras de tus manos, todo lo has sometido bajo sus pies» (Salmo 8,7). El Adam se convierte en el primer interlocutor de Dios para que, con su reciprocidad, pueda acompañar también la soledad de Dios – hay que leer «no es bueno que el hombre esté solo» (Gn 2,18) junto a otra frase no escrita en la Biblia pero igualmente presente: no es bueno que Dios esté solo.
No me extrañaría que el autor de este antiguo salmo tuviera entre las manos estos versos del Génesis mientras cantaba. Tal vez estuviera meditando y contemplando “qué es el hombre” cuando, en un momento determinado, no pudo contener la emoción y compuso uno de los versos más hermosos acerca del hombre jamás escritos en toda la literatura religiosa y laica. Después de haberlo visto sub specie aeternitatis, después de haber ido con el alma a la luna y de haberlo perdido de vista – tal era su pequeñez – al volver a las palabras del Génesis vio otro hombre. Y pronunció esta obra maestra, que debe ser leída tras unos instantes de silencio: «Sin embargo, lo has hecho poco menos que un dios, de gloria y esplendor lo has coronado» (8,6). Sin embargo: a veces la Biblia sabe encerrar en una humilde locución toda su profecía. Somos efímeros, como la hierba … y sin embargo … «Dice una voz: Grita. Respondo: ¿Qué debo gritar? Toda carne es hierba y su belleza como flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor … Ciertamente hierba es el pueblo» (Isaías 40,6-7). Ciertamente ... y sin embargo. Hemos sido pensados, buscados y amados entre un “ciertamente” y un “sin embargo”. Ciertamente somos efímeros como la hierba, ciertamente infinitamente pequeños, ciertamente infieles y pecadores; y sin embargo somos poco menos que Dios, sin embargo estamos hechos a su imagen y semejanza, sin embargo somos amados, cuidados y esperados como hijos.
Esta es la inmensa antropología bíblica. La literatura antigua conocía la metáfora de la imagen de Dios aplicada al hombre. Pero se le aplicaba al rey, al faraón. La Biblia nos la aplica a cada uno de nosotros, a cada hombre y a cada mujer, a ti y a mí. El Adam, cada Adam, es imagen y semejanza de Elohim; y por consiguiente también nosotros, todos nosotros, lo somos. Esta es la carta magna de toda declaración de derechos del hombre y de la mujer, de los niños y niñas, de la dignidad de la creación. El salmo 8 es un himno a Dios y a la vez un himno al hombre. Exalta a la persona diciéndonos quién es ese Dios cuya imagen lleva, y exalta a Dios diciéndonos quiénes son el hombre y la mujer que lo reflejan. Porque si uno es imagen del otro, cuanto más bello sea el Adam, mejor expresará la belleza de su Creador, y cuanto más libre dejaremos a Dios para ser mejor que nosotros, más bellos seremos nosotros mismos. No se entiende la antropología bíblica fuera de la reciprocidad intrínseca en el símbolo de la imagen.
Pero la belleza y la fuerza de este canto alcanzan su apoteosis si imaginamos al salmista cantando el versículo 6 mientras lee los capítulos tres y cuatro del Génesis: el de la desobediencia y la seducción triunfante de la serpiente, el de Caín y la sangre de Abel, cuyo olor llegaba hasta el salmista. Es demasiado sencillo cantar la gloria y el honor del hombre sin pasar del capítulo dos. El reto decisivo está en seguir cantando cuando, con el paso de los capítulos, llegan las páginas oscuras, muy oscuras, del no y de la ruptura de la armonía hombre-mujer-creación-Dios, las páginas de la expulsión del jardín maravilloso, las páginas de la noche oscura del primer fratricidio de la tierra. Y al llegar allí, no dejar de cantar; seguir cantando con el grito tremendo de Lamek el asesino de niños, con la rebelión de Babel, con los pecados de los patriarcas, con las mentiras y los engaños de Jacob, con el homicidio de las benjaminitas, hasta con el homicidio de David y las infidelidades de Salomón y de casi todos los reyes de Israel. No dejar nunca de cantar: «Ciertamente ... Y sin embargo lo has hecho poco menos que un Dios».
Toda la fuerza de la antropología bíblica se desencadena cuando somos capaces de superar el dolor y la vergüenza y repetimos “ciertamente … y sin embargo” no solo delante del firmamento sino también en las cárceles, en las mezquindades, en las violencias, en los bajos fondos de Calcuta, en los viacrucis que conducen al Gólgota. No hay condición humana que no esté encerrada entre el “ciertamente” y el “sin embargo”. Nadie queda fuera. La Biblia no ha tenido miedo de contarnos los pecados y las bajezas de sus hombres, porque creía verdaderamente en la imagen de Elohim. Cada vez que escondemos en nuestras historias las páginas más oscuras, es que hemos dejado de creer que somos imagen.
Caín borró su fraternidad, y sus hijos la siguen borrando cada vez que matan a Abel. Pero no pudo borrar la imagen - ¿y si la “señal” de Caín fuera precisamente la imagen de Elohim? «Señor, dueño nuestro, ¡qué glorioso es tu Nombre en toda la tierra!» (8,10).
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stdClass Object ( [id] => 16808 [title] => Nosotros también liberamos a Dios [alias] => anche-noi-liberiamo-dio-2 [introtext] =>El alma y la cítara/6 – La oración saca al Creador de las metáforas-prisión creadas para Él.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 03/05/2020.
«En mis notas no se encontrará un comentario judío ni tampoco un comentario cristiano. A mí me duele el hombre, no tengo otra guía. Y como acto de piedad lo transmito».
Guido Ceronetti, El libro de los salmos.
El salmo 6 nos ayuda a recordar que el Padre no quiere el sufrimiento y la enfermedad, y que si se lo pedimos sabe “volverse” cercano.
Cualquiera que haya atravesado el vado de una enfermedad grave habrá aprendido que la enfermedad no afecta solo al cuerpo. Mejor dicho: habrá comprendido que el cuerpo es materia y espíritu entrelazados, carne espiritual y espíritu encarnado. Las enfermedades son preguntas que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás. Son algunos de los pocos momentos de verdad que nos toca vivir. Cuando acabamos en una cama de hospital - y pensábamos que eso era para otros - termina el tiempo de la ficción y empieza el tiempo de la verdad y de las preguntas desnudas. Dejamos de conformarnos con las medias mentiras que decimos a los demás y a nosotros mismos. Los informes médicos y los diagnósticos se convierten en el lenguaje de una nueva relación auténtica con la vida y con el mundo. Por eso, una enfermedad también puede suponer el anuncio de una gran bendición. Y precisamente entre el sufrimiento y la bendición es donde anidan las insidias religiosas de la enfermedad. El hombre antiguo dirigía sus preguntas a Dios, en primer lugar. Nosotros hemos empobrecido los lenguajes de la vida, y dirigimos las preguntas sobre todo a la ciencia y a los doctores. Pero si la enfermedad se agrava, antes o después llegan también las preguntas profundas: “¿Por qué a mí?”, “¿qué es lo que ha ido mal en mi vida?”, “¿por qué?”. De vez en cuando, incluso en nuestro mundo despoblado de dioses, regresa la tremenda pregunta: “¿Qué culpa me ha hecho merecer este dolor?”. Es muy difícil salir inocentes de una enfermedad grave.
[fulltext] =>Raramente nuestras preguntas llegan hasta Dios. Dios se ha vuelto demasiado trivial para nosotros como para poder sentirlo cerca en la verdad del sufrimiento. Pero a menudo nuestras preguntas llegan cerca y se detienen a un palmo del cielo, aunque no lo sepamos – pero los ángeles lo saben y nos ven siempre. Los primeros salmos del salterio nos presentan distintos modelos de oración, es decir distintas condiciones existenciales en las que el hombre aprende a hablar con Dios: el acorralamiento de los enemigos, la acusación injusta, la esperanza. Aprende: el desarrollo de los salmos es también un aprendizaje del arte de la oración. En los monasterios se entendía la liturgia como arte, como profesión – tal y como nos desvela la ambigua semántica de esta preciosa palabra. Los salmos son muchas cosas; entre ellas, una escuela de oración. Cuando sintamos nacer en el alma la necesidad de la oración, podemos abrir el libro de los salmos, repasarlos uno a uno y detenernos en el que sentimos como nuestro. Y mientras empezamos a cantarlo, nos daremos cuenta de que sus palabras eran las nuestras, y no lo sabíamos: «Despertó Jacob del sueño y dijo: Realmente el Señor está en este lugar y yo no lo sabía» (Gn 28,16). El primer salmo, el que nos ha enseñado a orar, será nuestro salmo – y al final descubriremos que el primer canto y el último son el mismo canto.
Con el salmo 6, el espacio antropológico de la oración se ensancha todavía más. Un hombre se enfrenta a una larga y grave enfermedad. Y se pregunta: «¿Es tu colera, Señor, la que me corrige? ¿Es tu furor el que me castiga? ... Señor, ¿hasta cuándo?» (Salmo 6,2-4). Dios es el primer interlocutor de ambas preguntas. Pero el hombre antiguo, a la dimensión vertical de las preguntas desnudas añadía también la horizontal. Yo, Dios y los otros: este era su espacio ternario. Por eso, después de dialogar con Dios, el salmista (y nosotros con él) busca otros aliados en la culpa, y casi siempre llega a la pregunta interpersonal: “¿De quién es la responsabilidad de lo que me ha ocurrido?” ¿Quiénes son mis enemigos?”. El diálogo con la propia alma y con Dios se convierte, día tras día, en un diálogo también con los otros, buscando verdugos alrededor: «Apartaos de mí, malhechores» (9). Los compañeros, el jefe, los competidores, mi comunidad, los médicos: el alma se expande buscando la gramática del dolor. No somos capaces de aguantar mucho tiempo sin dar nombre a nuestros sufrimientos, porque sabemos que solo llamándolos por su nombre podrán mostrar un rostro desconocido, tal vez bueno.
La sabiduría antigua desarrolló una hermenéutica compleja, capaz de descifrar el dolor, la enfermedad y la desventura. Ahora añadía una dimensión decisiva: quienes experimentan la enfermedad y el sufrimiento lo viven como castigo por sus propias culpas o por las de su familia. El dolor es la cuenta que reclama el cielo para restablecer un equilibrio roto por algún pecado. Esta visión retributiva-económica de la fe siempre ha cosechado un gran éxito, porque es extremadamente sencilla. Demasiado sencilla para ser verdadera. Una fe así funciona, porque desempeña a la perfección la función de salvar el equilibrio ético del mundo y de justificar a la divinidad, que, gracias a este recurso religioso, siempre cae de pie, siempre sale inocente de nuestras desventuras. Así es como las religiones se han convertido muchas veces en mecanismos morales, que salvan la justicia de Dios sacrificando la inocencia de los hombres.
Por otro lado, la retribución debía tener lugar en esta tierra. La contabilidad entre los hombres y Dios no se extendía más allá de la vida: «En el reino de la muerte nadie te invoca, en el abismo ¿quién te alabará?» (6). La muerte es el reino de la nada; y, aunque Dios habite en los cielos, la tierra es su casa. Su voz resuena bajo el sol, necesita la caja de resonancia de las montañas, los mares y el espacio infinito del corazón humano. Una teología de la retribución sin paraíso es aún más exigente, y por eso usa nuestro dolor como moneda para saldar las cuentas. Pero en este salmo 6, el autor no acepta impasible y resignado su destino. Dialoga, discute, lucha con Dios y con su propia desventura. Le pide a Dios que cambie, que responda a su pregunta: “¿hasta cuándo?”. Le pide que se vuelva: «Vuélvete, Señor» (5). La vuelta alude a la posibilidad de que Dios cambie de dirección, se convierta. El Dios bíblico es un Dios que sabe volverse, si nosotros se lo pedimos.
La grandeza teológica y antropológica de los salmos la encontramos en frases como estas. Son oraciones al Dios del todavía no: le piden que se convierta en lo que todavía no es. El hombre de los salmos no se siente prisionero de su destino ni de su fe, y se atreve a preguntar a Dios: “¿hasta cuándo?”. La oración se encuentra con la religión y la resucita. La oración es también eso: una persona que en la experiencia del espíritu ya no se siente esclava sino liberada, y libre consigue liberar a Dios de las jaulas donde lo encierra la teología y la religión. Por eso, Dios tiene necesidad de nuestra oración, al menos tanta como nosotros tenemos de Dios. La oración bíblica se convierte en nuestro primer ejercicio de libertad: un hombre liberado que consigue liberar a su Dios.
Hay un último mensaje. Las palabras que el salmista usa en el segundo versículo (hwkyh + ysr) son el binomio de la pedagogía, las expresiones de la educación de los adolescentes por obra de sus padres y maestros. La traducción del biblista Alonso Schökel es significativa: «no me reprendas con ira, no me castigues con cólera». Hasta ahora habíamos encontrado una imagen de Dios como juez y un lenguaje forense (los encontramos también en este salmo 6). Ahora la oración pide a Dios que deje el tribunal y entre en las relaciones educativas primarias. La enfermedad ya no se entiende como una pena para expiar una culpa, sino como un castigo dentro del paradigma educativo de aquel mundo. Y aquí que vuelve, puntual, el libro de Job, cuando el cuarto “amigo”, Elihú, irrumpe en la escena trayendo consigo la explicación pedagógica del sufrimiento: «Otras veces lo corrige en el lecho del dolor con la agonía incesante de sus miembros» (Job 33,19). Job no replica a Elihú, no le convence la explicación del sufrimiento como instrumento del que Dios se serviría para darnos una “lección”. Job calla. El salmista parece aceptar la explicación pedagógica, pero el diálogo continúa y le pide a Dios que “se vuelva”. Parte de la metáfora, pero no se conforma con ella.
Si nosotros queremos repetir hoy la misma experiencia del salmista, debemos seguir pidiéndole a Dios que se vuelva, y por tanto liberarlo también de esta metáfora pedagógica tan presente en la Biblia. Después de haber superado las metáforas jurídicas y económicas que han intentado (e intentan) aprisionar la libertad de Dios dentro de nuestras categorías retributivas, ahora no podemos quedarnos tranquilos y en paz con una religión que asocie nuestros sufrimientos a alguna intención educativa por parte de Dios. Debemos estar por lo menos a la altura de Job y callar con él, o a la del salmista y pedirle a Dios que “se vuelva”. Y aquí se nos desvela una cosa nueva sobre la oración. Cuando abrimos la Biblia y encontramos una palabra, un salmo o el canto de un profeta, la Biblia sigue viva y operante si somos capaces de revivir la misma experiencia del autor antiguo; y, por tanto, si nos atrevemos a pedir a Dios que se convierta en lo que todavía no es, que siga cambiando, que se vuelva para nosotros, para mí. De este modo seguimos liberando a Dios. Somos liberadores de Dios, y no lo sabíamos. ¡Qué dignidad infinita!
La enfermedad y el sufrimiento son acontecimientos humanos, forman parte de nuestro repertorio. A nosotros nos corresponde hacer todo lo posible para mantener a Dios fuera de la responsabilidad de nuestro dolor, y después trabajar sin descanso para reducir el dolor y el sufrimiento de los seres humanos y de todos los seres vivientes. Si entre el sudor de las noches en la cama de un hospital queremos ver la mano de Dios, debemos reconocerla en las de los enfermeros y médicos, en la de aquellos que nos enjuagan la frente y lloran con nosotros. Dios no quiere nuestro dolor, pero nos acompaña cuando llega. En el Gólgota, el Padre estaba en la misma cruz que el hijo, enjuagándole la frente y gritando con él. Todos los demás espíritus que rodean nuestro dolor son demonios, y debemos repetir con el salmista: «Retiraos derrotado al momento» (11).
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 03/05/2020.
«En mis notas no se encontrará un comentario judío ni tampoco un comentario cristiano. A mí me duele el hombre, no tengo otra guía. Y como acto de piedad lo transmito».
Guido Ceronetti, El libro de los salmos.
El salmo 6 nos ayuda a recordar que el Padre no quiere el sufrimiento y la enfermedad, y que si se lo pedimos sabe “volverse” cercano.
Cualquiera que haya atravesado el vado de una enfermedad grave habrá aprendido que la enfermedad no afecta solo al cuerpo. Mejor dicho: habrá comprendido que el cuerpo es materia y espíritu entrelazados, carne espiritual y espíritu encarnado. Las enfermedades son preguntas que nos hacemos a nosotros mismos y a los demás. Son algunos de los pocos momentos de verdad que nos toca vivir. Cuando acabamos en una cama de hospital - y pensábamos que eso era para otros - termina el tiempo de la ficción y empieza el tiempo de la verdad y de las preguntas desnudas. Dejamos de conformarnos con las medias mentiras que decimos a los demás y a nosotros mismos. Los informes médicos y los diagnósticos se convierten en el lenguaje de una nueva relación auténtica con la vida y con el mundo. Por eso, una enfermedad también puede suponer el anuncio de una gran bendición. Y precisamente entre el sufrimiento y la bendición es donde anidan las insidias religiosas de la enfermedad. El hombre antiguo dirigía sus preguntas a Dios, en primer lugar. Nosotros hemos empobrecido los lenguajes de la vida, y dirigimos las preguntas sobre todo a la ciencia y a los doctores. Pero si la enfermedad se agrava, antes o después llegan también las preguntas profundas: “¿Por qué a mí?”, “¿qué es lo que ha ido mal en mi vida?”, “¿por qué?”. De vez en cuando, incluso en nuestro mundo despoblado de dioses, regresa la tremenda pregunta: “¿Qué culpa me ha hecho merecer este dolor?”. Es muy difícil salir inocentes de una enfermedad grave.
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Luigino Bruni
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 26/04/2020.
«El éxito de los honrados lo festeja la ciudad,
y cuando fracasan los malvados, canta de júbilo.
Con la bendición de los rectos prospera la ciudad,
la boca de los malvados la destruye».
Libro de los Proverbios, capítulo 11.
La tentación de aplicar a Dios la idea económica y jurídica que nosotros tenemos de la justicia ha sido siempre fuerte. Pero la Biblia nos recuerda la gratuidad.
«Escucha mis palabras, Señor, atiende mi susurro; haz caso de mis gritos de socorro, ¡Rey mío y Dios mío! A ti te suplico, Señor» (Salmo 5, 2–3). Un hombre inocente es acusado de un delito. Ha intentado en vano defenderse. Ha agotado todas las posibilidades de apelación a la justicia humana. Solo le queda el Juez de última instancia. Madruga, se levanta antes que el sol y se dirige al templo para presentar a Dios su “causa”. Apenas consigue susurrar unas cuantas sílabas, un murmullo emitido con las últimas energías morales que le quedan: «Por la mañana escucha mi voz; por la mañana te expongo mi causa, y quedo aguardando...» (4). Atiende mi susurro. En las últimas audiencias de la vida solo queda aliento para un susurro. No hay oración más humana que un susurro en voz baja mezclado con el llanto. El susurro del hombre humillado y dolorido es la forma pura de la oración que conmueve el cielo y la tierra. Es también la oración laica más hermosa y humana que podemos decirnos unos a otros susurrando, entre la almohada, el respirador y el corazón, murmullos tan valiosos como la vida.
[fulltext] =>Este hombre sabe que es inocente, y denuncia y condena a los malvados que lo han infamado injustamente: «Tú no eres un Dios que quiera el mal… Detestas a los malhechores… A sanguinarios y embusteros los aborrece el Señor» (5–7). Y después alaba a Dios, que le escucha: «Yo en cambio, por tu gran amor, puedo entrar en tu casa… Por tu justicia guíame, Señor, en respuesta a mis enemigos; alláname tu camino» (8–9). La imagen del camino allanado es bonita. La justicia es también rectitud, es decir el arte de hacer rectos los caminos, de allanar los obstáculos, de quitar las piedras de tropiezo, o sea los escándalos. El camino del pobre está lleno de piedras y obstáculos. Leyes, decretos de los poderosos y trucos. La justicia debería allanar su camino y dejarle caminar libre. La buena historia humana es una progresiva transformación de los caminos accidentados en carreteras rectas y, después, un continuo esfuerzo por mantener arregladas estas carreteras, ya que, a la primera distracción, se vuelven a llenar de piedras y escándalos.
El hombre del salmo 5 usa una típica estructura retórica del salterio: “ellos… yo en cambio”. Ellos necios y mentirosos ... yo en cambio inocente. ¿Cuál es el sentido de este “yo en cambio”? Una primera lectura de estos versos nos llevaría a afirmar que el Dios bíblico escucha las oraciones en virtud de la justicia de aquel que las reza. En ese caso, la intervención de la justicia de Dios sería una respuesta a la justicia del hombre. Solo la oración del justo sería escuchada. Muchos así lo piensan y lo han pensado siempre, pues tendemos a atribuir a Dios las mismas características de los buenos jueces humanos. Delitos y penas, méritos y premios. Nos gusta tanto la justicia que no podemos imaginar un Dios que sea menos justo que nosotros. Por eso, primero creamos la justicia divina “a imagen y semejanza” de la nuestra y después, una vez creada, usamos esta justicia “divina” para dar un crisma sagrado a nuestra justicia humana, para condenar a los demás con la bendición de Dios. Hasta llegamos a fundamentar la meritocracia en la Biblia y en los Evangelios. Lo hemos hecho siempre y hoy no dejamos de hacerlo. Nosotros conocemos las leyes económicas y jurídicas y, sin querer, obligamos a Dios a convertirse en comerciante y en juez.
Pero hay una segunda lectura posible. Es la que no pone la razón de la escucha de la oración en los méritos/culpas de quien reza sino en la gratuidad de Dios. ¿Somos salvados porque somos buenos o nos volvemos buenos porque somos salvados? Esta antigua pregunta está en el corazón de la fe bíblica. San Pablo cita este salmo 5 (el versículo 10 sobre la maldad y la mentira de los demás) para decir una cosa que sigue la dirección de esta segunda interpretación: «No hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la presencia de Dios, y son justificados gratuitamente por el don de su gracia» (Rm 3,23). Todos son justificados gratuitamente por el don de su gracia. Es una revolución enorme y todavía incompleta, porque la tentación de leer lo bueno que nos ocurre como recompensa por nuestros méritos y lo malo que les ocurre a los demás como fruto de sus culpas nos resulta demasiado fuerte. Nos gustan los regalos, pero aún nos gusta más creernos merecedores de los regalos. Pero si Dios se circunscribiera al perímetro de nuestra propia idea de justicia comercial y jurídica no tendríamos a nadie capaz de hacer evolucionar lo que ya llamamos justo en lo que es justo pero todavía no tiene este nombre.
Cuando las comunidades obligan a Dios a ser justo a la forma y manera de su justicia humana, se auto-encierran en trampas éticas que impiden que su justicia y la justicia de Dios puedan mejorar. Tal es el caso, muy frecuente en las religiones, de una teología estrecha que restringe lo humano. En cambio, la Biblia y su Dios han crecido junto a las interpretaciones que los hombres y las mujeres han dado de la justicia divina. También esto es reciprocidad entre el cielo y la tierra. Las mismas páginas bíblicas, los mismos salmos, han dicho cosas distintas a distintas generaciones de lectores. Y no solo por el desarrollo de las técnicas exegéticas, sino porque la evolución de nuestra idea de la justicia y el amor ha cambiado y ha enriquecido las preguntas que hemos aprendido a dirigir a Dios y a nosotros mismos. De este modo, las antiguas palabras bíblicas han aprendido palabras nuevas y distintas a partir del padecimiento de los hombres y de las mujeres. La Biblia es logos y dia–logos; solo nos habla si le hacemos preguntas, y espera que cada día repitamos: “sal fuera”.
Cada generación comprende el “sacrificio” de Isaac y la pasión de Cristo según haya sido capaz de generar y resucitar a partir de sus heridas un crecimiento de la idea de justicia. Hoy decimos cosas distintas – y así debe ser – acerca de los padres y los hijos, y acerca de los sentimientos que experimentan unos y otros frente a los montes Gólgota y Moria, porque hemos tenido miles de años para entender qué es morir y resucitar. Si nosotros aprendemos cosas nuevas sobre la vida, también la Biblia las aprende en nosotros, y de este modo consigue decirnos cosas que no podía decirnos hace dos mil años ni ayer. El Dios bíblico nos necesita para crecer, y necesita el crecimiento de nuestra justicia. La parábola del buen samaritano, que se hace cargo de un hombre “medio muerto”, siempre ha dicho cosas nuevas después de cada guerra, después de cada epidemia, o cada vez que hemos llegado nosotros mismos “medio muertos” a las urgencias de un hospital; y también dirá cosas nuevas hoy, cuando los médicos y los enfermeros nos han ampliado la semántica de la expresión “hacerse cargo”. Tal vez necesitábamos dos meses de iglesias cerradas y liturgias suspendidas para entender de otra manera, en esta hora, las palabras del Evangelio de Juan: «Llega la hora – ya estamos en ella – en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).
Los cantos del salterio tienen mucho del canto de Job. Nuestro canon coloca los Salmos después del libro de Job porque no entenderíamos los salmos sin leerlos en compañía de Job, sin cantarlos desde su montón de estiércol, sin entonarlos fuera de las murallas, excomulgados como él, condenados por los amigos, dialogando con un Dios que tarda en llegar. También Job transformó su basurero en la sala de vistas de un tribunal, también él llevó al amanecer su “causa” ante Dios: «Con Dios deseo contender. He preparado mi defensa y sé que soy inocente» (Jb 13, 17–18). Así pues, si leemos la causa del salmista junto a la causa de Job podremos aprender algo nuevo sobre su Dios.
El autor del salmo 5 lleva ante Dios su causa y… “aguarda”. Job pide a Dios que descienda de su trono para ser avalista de su inocencia, y… aguarda. Ambos tienen en común la inocencia y la espera en una justicia distinta. No sabemos si esta justicia más justa llegó para el protagonista del salmo 5; no es tarea del salterio narrarnos los epílogos de las vicisitudes de sus personajes. Pero sabemos cómo acabó la oración de Job: a pesar de su inocencia, el Dios de Job no se presentó a la cita, y cuando, al final, llegó, no era el dios que Job esperaba. El dios que vino no era el de Job, sino el de sus amigos y su teología, un dios que se reveló mucho más pequeño que la justicia de Job, que había crecido junto con sus llagas.
Entonces, la bendición de la espera es un mensaje escondido en estas páginas bíblicas. La fe en una justicia distinta y más alta genera la esperanza no vana en la llegada, mañana, del verdadero Mesías, y en que sabremos reconocerlo como se reconoce a un amigo puesto que lo hemos esperado y deseado. El día del Mesías será mañana, pero este mañana bendice el hoy y le cambia el nombre. A nuestra generación no le falta solo la fe, le falta sobre todo la esperanza y el deseo de la espera.
Esta espera in-finita de la historia no es exclusiva de un club de inocentes y justos. Es también de los malvados y pecadores, porque siempre es posible meterse en alguno de los huecos de inocencia que cada hombre vive en algunos días luminosos de su vida – también Caín, también Judas, y por tanto también yo, aunque siempre tenga que luchar contra la tentación invencible de identificarme con la parte justa de los salmos. Nuestra bondad es más grande que nuestros pecados.
Otra vez, otro día, otro hombre en crisis y deprimido que quería morir bajo una retama, fue salvado por un susurro, por una «sutil voz de silencio» (1 Re 19). Aquella vez fue Dios quien aprendió a susurrar, y aquel murmullo llegó a oídos de Elías y lo resucitó. ¿Y si la oración fuera solo un encuentro de susurros? «Tú bendices al inocente, lo cubres y lo rodeas con el escudo de tu bondad» (13).
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Luigino Bruni
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 26/04/2020.
«El éxito de los honrados lo festeja la ciudad,
y cuando fracasan los malvados, canta de júbilo.
Con la bendición de los rectos prospera la ciudad,
la boca de los malvados la destruye».
Libro de los Proverbios, capítulo 11.
La tentación de aplicar a Dios la idea económica y jurídica que nosotros tenemos de la justicia ha sido siempre fuerte. Pero la Biblia nos recuerda la gratuidad.
«Escucha mis palabras, Señor, atiende mi susurro; haz caso de mis gritos de socorro, ¡Rey mío y Dios mío! A ti te suplico, Señor» (Salmo 5, 2–3). Un hombre inocente es acusado de un delito. Ha intentado en vano defenderse. Ha agotado todas las posibilidades de apelación a la justicia humana. Solo le queda el Juez de última instancia. Madruga, se levanta antes que el sol y se dirige al templo para presentar a Dios su “causa”. Apenas consigue susurrar unas cuantas sílabas, un murmullo emitido con las últimas energías morales que le quedan: «Por la mañana escucha mi voz; por la mañana te expongo mi causa, y quedo aguardando...» (4). Atiende mi susurro. En las últimas audiencias de la vida solo queda aliento para un susurro. No hay oración más humana que un susurro en voz baja mezclado con el llanto. El susurro del hombre humillado y dolorido es la forma pura de la oración que conmueve el cielo y la tierra. Es también la oración laica más hermosa y humana que podemos decirnos unos a otros susurrando, entre la almohada, el respirador y el corazón, murmullos tan valiosos como la vida.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 19/04/2020.
«Encerrado entre cosas mortales
(también el cielo estrellado acabará)
¿por qué anhelo Dios?».
Giuseppe Ungaretti, Condena.
La oración es una dimensión esencial y universal de la vida humana. El salmo 4 nos lo revela y nos da el sentido de una gran esperanza para estos tiempos difíciles.
«Cuando te llamo, respóndeme, Dios, defensor mío. Sácame de los espacios angostos y llévame a espacios libres; ten piedad de mí, escucha mi oración» (Salmo 4,2). De los espacios angostos sálvame, Dios mío. Las palabras se aprenden de una en una. En nuestros espacios, que en estos tiempos de pandemia se han vuelto repentinamente angostos, es más fácil entender la metáfora con la que comienza el salmo 4. Quizá solo quien está acostumbrado a horizontes libres y se encuentra en la angustia forzada descubre el valor infinito de los «espacios inconmensurables».
[fulltext] =>Este salmo es la súplica de un hombre que pasa por una gran dificultad que lo pone en un aprieto: «Hombres de corazón duro, ¿hasta cuándo amaréis la falsedad y adoraréis la mentira? ¿Hasta cuándo será ultrajada mi gloria?» (4,3). ¿Hasta cuándo? Es la pregunta, frecuente en la Biblia, de quien está en una situación no transitoria de angustia. Es la pregunta del centinela que, en plena noche, espera la todavía lejana aurora. Es la pregunta de alguien que, encerrado en una trampa o caído en desventura, solo es capaz de preguntar eso a Dios y a la vida: ¿hasta cuándo? ¿Cuánto falta para el día? ¿Cuándo acabará esta violencia? Este hombre orante se ve atacado por calumniadores y mentirosos que le acusan de culpas inexistentes y graves. El hombre del salmo es una víctima.
La palabra clave es gloria: kavod/kabod en hebreo. Es una de las palabras más importantes de la Biblia y de su teología, que en el salmo se convierte también en una palabra de su antropología. Este hombre se siente ofendido en su gloria, se siente despojado de su honra (sinónimo de gloria). La gloria es lo que se ve, lo que aparece y, por tanto, tiene relación con los otros, que son los que nos miran. Esta palabra hace referencia a la vista. Para el hombre antiguo, de forma aún más radical que para nosotros, la identidad era constitutivamente relacional. Yo soy lo que los otros pueden ver y reconocer. La fama era una dimensión fundamental de la vida, al igual que el honor y la gloria. Al mismo tiempo, la negación del honor era la negación de algo íntimo. Aunque se refiera a la vista, el honor tiene más que ver con el ser que con el aparecer, es un atributo del alma. Por eso la calumnia y la mentira, al destruir el honor y la gloria, desnudan al hombre y a la mujer de su dignidad. Ayer y también hoy, cuando la privación del honor pasa por la negación del trabajo, o cuando la gloria desaparece junto con la empresa quebrada. El honor es tal vez lo más íntimo que tenemos, pero también lo que más se resiente, y depende de las palabras y las miradas del otro. El misterio de la persona vive dentro de un vínculo esencial entre el interior y el exterior. La naturaleza sustancial de la relación hace que la persona humana sea radicalmente vulnerable y esté expuesta a la mirada del otro. Porque si “yo soy como tú me haces”, entonces la profundidad del mal que me haces puede ser la misma que la del bien que me haces.
En la Biblia kavod se refiere al peso. La gloria de Dios pesa, porque YHWH es consistente, verdadero. En el lado contrario está el vacío, el soplo, la vanitas, el hevel de Qohelet, que no pesa porque es inconsistente. Kavod es el anti-Hevel. El ídolo es nada (la otra semántica de hevel en los profetas), no pesa nada, no es digno de gloria porque no tiene sustancia. En ese mundo antiguo solo lo que existe pesa. Sin embargo, Dios es espíritu pero su gloria es pesada.
Pero este salmo nos recuerda que también el hombre tiene gloria, no solo Dios. Cualquier negación del respeto al honor y a la gloria del otro comienza negando su consistencia, su valor – las primeras monedas antiguas eran medidas de peso (lira, talento…). En la tierra todas las personas tienen el mismo peso moral, ningún hombre pesa más o menos que otro, porque el honor de cada ser humano es infinito.
Por eso la Biblia usa la misma palabra para expresar la gloria de Dios y la gloria del hombre. Para comprenderlo, hay que volver al Génesis. En el humanismo bíblico, el Adam tiene gloria, honor, peso, kavod, porque antes lo tiene Dios, que se lo transmite en el acto creativo. Hay que respetar y honrar al hombre porque este tiene un peso para Dios. Es «imagen y semejanza» de Elohim, y la imagen de un valor infinito tiene un valor infinito. Y es una imagen pesada, porque es consistente, porque no es sombra ni viento; es lo que más pesa “bajo el sol”. Al mismo tiempo, deshonrar al hombre es deshonrar a Dios; negar a los hombres y a las mujeres su gloria significa negársela a Dios. Porque, si es cierto que nosotros hemos aprendido a glorificar y a honrar a las personas por haber glorificado y honrado a Dios, no es menos cierto que hemos aprendido a reconocer la dignidad y el honor de Dios viendo la dignidad y el honor de los seres humanos. La religión de un pueblo es también un indicador de su humanismo: las palabras más verdaderas, bellas y altas sobre Dios nacen de comunidades que saben decir palabras bellas y altas sobre los hombres y las mujeres. Cuando las palabras buenas para Dios no van acompañadas de palabras igualmente buenas para los hombres y las mujeres, las religiones se vuelven inhumanas, y humillan a los seres humanos para alabar a los dioses. Dios es la gloria del hombre, el hombre es la gloria de Dios.
Así pues, no debe asombrarnos encontrar la misma palabra (kavod) en el corazón del decálogo: «Honra a tu padre y a tu madre» (Dt 5,16). Honra, da gloria, da peso a tus padres: acuérdate de que, también aquí, eres criatura. Durante esta pandemia, a pesar de todos los errores, hemos intentado verdaderamente honrar a nuestros padres. No los hemos considerado un peso, sino que les hemos dado peso. Y, sin saberlo, al estrechar todos juntos nuestros espacios, hemos descubierto y recuperado el espacio colectivo y el bien común del cuarto mandamiento. Hemos olvidado la Biblia, pero la Biblia no nos ha olvidado a nosotros.
Job, en el culmen de su noche, exclamó: «Él me ha despojado de mi honor» (Gb 19,9). Job dirige su grito a Dios, al que siente como su verdugo. Y mientras muchos, ayer como hoy, gritan a Dios imputándole la pérdida de su honor - y así no pierden la fe, pues también a ellos la Biblia les reserva un buen lugar -, el salmo 4 nos muestra otra forma de grito: la de quien, en medio de la desgracia, siente que Alguien sigue creyendo en su gloria y en su honor. «Sabedlo: el Señor me escucha cuando lo llamo» (4,4). La fe, entre otras cosas, es la confianza en que, aunque nadie vea nuestra dignidad, sigue habiendo un lugar donde su peso no ha perdido un solo gramo. Aquí se ve claramente la naturaleza de don de la fe: encontrarse dentro del alma con esa mirada que ve un honor negado por todos, sentir que alguien reconoce nuestra gloria mientras los otros solo ven vanitas, es un patrimonio de un valor inestimable.
Muchas personas pasan su vida en compañía de algunas miradas distintas – al menos una – capaces de ver la dignidad, el honor y la gloria que otros no ven. Sin estas miradas especiales la vida sería demasiado triste de soportar. Pero todos sabemos que la mirada “horizontal” de la persona que está a nuestro lado no es para siempre. Algunos nos dejan, “cambian” de mirada, se pierden, o nosotros los perdemos. Pero incluso los pocos que tienen la suerte de morir bajo una de estas miradas, si la existencia es bastante larga y verdadera, comprenden que hay un fondo del fondo del alma que ninguna mirada humana puede alcanzar, ni siquiera la nuestra. Es el lugar donde se guardan nuestras palabras primeras y últimas, donde reposan los dolores que no hemos contado a nadie, las alegrías inefables y los gemidos, demasiado delicados y valiosos como para contárselos incluso a nuestro corazón.
El ojo de la fe es el que consigue llegar a esta "cella vinaria". La oración es la que permite a esa mirada distinta alcanzarnos en ese territorio interior desconocido, y para eso necesita mansedumbre. Antes que en pedir, implorar, suplicar y agradecer, la oración consiste en ser alcanzados y mirados en otra intimidad. Incluso quienes no dan a este ojo el nombre de Dios, a veces pueden advertir esta mirada «en la parte mejor y más profunda de mi ser, a la que yo llamo Dios» (Etty Hillesum). Todas las personas pueden sentirse tocadas en esa profundidad insondable. El mundo sería demasiado injusto si solo los que han recibido el don de la fe pudieran sentirse mirados en este abismo del corazón. Hay muchos más orantes que creyentes, porque la experiencia de Dios es bien distinta del nombre que le damos. No me interesaría un Dios que solo viera a aquellos que le miran, porque sería menos digno que los padres y las madres que siguen llamando por su nombre y mirando toda la vida a los hijos que les han olvidado y han dejado de llamarles. Esto también es fraternidad universal.
«En el corazón me has infundido más alegría que si abundara en grano y en mosto» (4,8). La felicidad que nace de una interioridad habitada es tal vez la riqueza más grande. Lo saben muy bien quienes estos días han terminado en el pasillo de un hospital, sin seres queridos, sin amigos, sin certezas. Allí, en estos abismos de soledad y miedo, han sentido en su interior que, de repente, afloraba la espiritualidad cultivada durante toda una vida. Cultivada para que pudiera florecer en esos momentos tremendos, los últimos para muchos, y convertirse en un bien que no tiene sustitutos. Quién sabe cuántos ángeles invisibles, mezclados con demonios, están llenando nuestros hospitales. Algunos han visto a estos ángeles y los han reconocido, porque no les dejaron escapar cuando pasó la juventud, momento en que los ángeles y Dios se desvanecen con facilidad. Les pidieron que se quedaran en alguna parte de su corazón adulto y los ataron a la mesilla con la última Ave María que recordaban y que nunca dejaron de recitar. Podemos olvidarnos de todo, pero no debemos olvidar todas las oraciones, porque necesitaremos al menos una para decir bien el último amén: «En paz me acuesto y al punto me duermo, porque solo tú, Señor, me haces vivir tranquilo» (4,9).
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Giuseppe Ungaretti, Condena.
La oración es una dimensión esencial y universal de la vida humana. El salmo 4 nos lo revela y nos da el sentido de una gran esperanza para estos tiempos difíciles.
«Cuando te llamo, respóndeme, Dios, defensor mío. Sácame de los espacios angostos y llévame a espacios libres; ten piedad de mí, escucha mi oración» (Salmo 4,2). De los espacios angostos sálvame, Dios mío. Las palabras se aprenden de una en una. En nuestros espacios, que en estos tiempos de pandemia se han vuelto repentinamente angostos, es más fácil entender la metáfora con la que comienza el salmo 4. Quizá solo quien está acostumbrado a horizontes libres y se encuentra en la angustia forzada descubre el valor infinito de los «espacios inconmensurables».
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