Gramática divina es la hospitalidad

Gramática divina es la hospitalidad

El alma y la cítara/13 – Necesitamos nuevas metáforas humanas, también para decir las cosas de Dios.

Luigino Bruni

Pubblicato su Avvenire il 20/06/2020

Original italiano publicado en Avvenire el 20/06/2020

 

«La Biblia no es un libro sobre Dios, sino un libro sobre el hombre. Desde la perspectiva de la Biblia: ¿quién es el hombre? Un ser puesto en el padecimiento, pero con los sueños y los diseños de Dios. Un sueño de Dios es no estar solo, es tener al género humano como compañero en el drama de la continua creación».

Abraham Heschel¿Quién es el hombre?

Viendo el trabajo de los pastores y la hospitalidad con los invitados podemos aprender a conocer mejor a Dios. El Salmo 23 nos lleva al corazón de este humanismo bíblico.

«El Señor es mi pastor, nada me falta, en verdes praderas me hace recostar; me conduce hacia fuentes tranquilas y repara mis fuerzas; me guía por senderos de justicia como pide su título» (Salmo 23, 1-4). Hemos llegado a la metáfora-oración más hermosa de la Biblia. Toda la Biblia es metáfora. Cada oración es una metáfora. La metáfora no es solo un instrumento retórico y narrativo; es también un medio de descubrimiento, que nos permite entender y decir cosas que no podríamos entender ni decir sin la revelación de esa metáfora. También esto es revelación. Dios también se nos revela sugiriendo a los poetas metáforas que, después, el pueblo criba con el sexto sentido de la fe y de la tradición. Millones de personas, durante milenios, han rezado y cantado este salmo, que es uno de los más amados de toda la Biblia. Hoy se sigue cantado en todos los monasterios y conventos del mundo, con el alma y con la cítara. Este salmo ha sido y sigue siendo la despedida de nuestros seres queridos, la oración de quien está a punto de atravesar una “cañada oscura” y quiere hacerlo con la misma fe-esperanza-amor del salmista. 

El pueblo de Israel aprendió a conocer a Dios viendo el trabajo humilde, cansado y difícil del pastor. Observando a este antiguo protagonista de las economías nómadas, entendió mejor la gramática de la Alianza, aprendió algo más sobre la naturaleza de aquel Dios distinto que no permitía imágenes y tenía un nombre impronunciable. No se fijó en los reyes, en los faraones, ni en los hombres poderosos del pueblo. Conoció a Dios viendo un trabajo humano, observando hasta en los más mínimos detalles la acción de un trabajador, con olor a oveja, lleno de polvo, analfabeto, pobre de lengua. De las no palabras de un trabajador nómada, la Biblia aprendió palabras para hablarnos de Dios, y nos dejó algunas de las imágenes más ricas y queridas de toda la literatura religiosa, que nos recuerdan que nosotros aprendemos quién es Dios mirando a los hombres y a las mujeres. Junto al “cielo estrellado y la ley moral”, es la vida concreta de los seres humanos la que nos desvela la gramática divina, la que nos dice que la teología bíblica se esconde en la antropología, y que cada vez que nos sentimos vacíos de palabras para rezar podemos mirar a la gente que trabaja y aprender de nuevo a orar. Pastores, obreros, artesanos, profesores, empresarios… - ¿Quién sabe cómo escribiría el antiguo poeta su salmo en una sociedad postindustrial?

Un día, un poeta comprendió que existía una analogía entre el oficio del pastor y su Dios. La metáfora del pastor se convirtió de este modo en la imagen de Dios, ausente por mandato explícito. El pueblo comprendió que debía observar a los pastores para entender la lógica de su Dios, que siempre les conduciría “por senderos de justicia” y lo haría “como pide su título”, es decir en virtud de su naturaleza, porque si los pastores lo hacen, también Dios debe hacerlo. El salmo 23 es sobre todo una declaración de fe, un canto de amor al Dios que el salmista siente como providencia y como Padre bueno, incluso en la noche más oscura: «Aunque camine por cañadas oscuras, nada temo: tú vas conmigo; tu vara y tu cayado me sosiegan» (23,4). Caminar de noche por una cañada oscura no es una posibilidad hipotética, sino la condición desde la que se eleva la oración. Los salmos son también una cura para nuestros miedos más profundos, para el miedo a la muerte. Los rezamos durante toda la vida, entre otras cosas, para tener palabras distintas y mejores cuando los grandes miedos llamen a nuestra puerta. Entonces, la oración saldrá a abrir y tal vez no encuentre a nadie (o encuentre a un amigo, al que saludará con el beso de la paz). Poder cantar en el alma mientras nos tocan las manos expertas del anestesista es un gran don: aunque camine por cañadas oscuras... Poder hacerlo porque se ha hecho toda la vida. La oración es también una especie de seguro; cada año pagamos una prima para estar cubiertos el día del “accidente”. Rezamos toda la vida también para ganar el último amén.

No sabemos si este salmo fue escrito en Babilonia, pero ciertamente la imagen de YHWH pastor se fortaleció y se desarrolló durante el exilio. Un pueblo exiliado, humillado y sin templo consiguió ver verdear el oasis junto a los canales de Babilonia, fue capaz de vivir aquel desierto como un pasto reparador, logró leer una salvación en la desventura y ver un Dios pastor en un Dios derrotado. La transformación de los campamentos de Babilonia en verdes praderas de frescas aguas fue posible gracias al talento del antiguo poeta, pero la alquimia también fue posible porque entre los deportados había profetas. La profecía es el principio activo que transforma los desiertos en oasis, las prisiones en liberaciones, el garrote del verdugo en el cayado del buen pastor. Dos profetas que estuvieron en el exilio de Babilonia, el segundo Isaías y Ezequiel, nos han regalado las imágenes proféticas más nítidas del buen pastor, que entrarán en los Evangelios, atravesándolos y fecundándolos: «Yo mismo apacentaré a mis ovejas, yo mismo las haré sestear. Buscaré a las ovejas perdidas, recogeré las descarriadas; vendaré a las heridas, curaré a las enfermas; a las gordas y fuertes las guardaré y las apacentaré como es debido» (Ez 34,11-16). Al anónimo profeta exiliado, conocido como segundo (deutero) Isaías, pertenece el icono más sugerente del “buen pastor”, que ha tenido gran influencia en el arte y en la piedad popular: «Toma en brazos a los corderos y hace recostar a las madres» (Is 40,11). Sin profetas exiliados, aquel pueblo habría dejado de cantar: «Junto a los canales de Babilonia nos sentamos y lloramos con nostalgia de Sión. En los sauces de su recinto colgábamos nuestras cítaras» (Salmo 137,1-2). La cítara no quedó colgada para siempre y el alma de los poetas no dejó de cantar porque, gracias a los grandes profetas, el pueblo exiliado tuvo de nuevo la experiencia del Dios pastor: sintió que la noche era una travesía por un camino de salvación, otro vado nocturno del que saldrían heridos pero bendecidos. Ninguna noche puede matar el alma si un profeta nos revela su sentido (dirección). La voz de los profetas puede alcanzarnos en nuestras noches a través de un amigo, de los versos de un poeta, o de la palabra buena de una madre – todos los vientos soplan libremente en la tierra y en el alma.

La segunda parte del salmo nos sorprende con otra imagen: «Me pones delante una mesa frente a mis enemigos; me unges con perfume la cabeza, y mi copa rebosa» (23,5). Generaciones de expertos se han preguntado qué relación existe entre la primera parte del salmo (1-4), construida en torno a la imagen del pastor, y la segunda, que describe una escena de hospitalidad nómada. Algunos incluso han planteado la hipótesis de dos salmos originariamente autónomos posteriormente fusionados. Pero una lectura unitaria también es posible. Un hombre nómada y peregrino llega a un campamento extranjero, sediento y cansado, quizá perseguido por algún enemigo. Ahí experimenta con asombro la hospitalidad. Esas personas distintas no le rechazan, sino que le hacen los honores. Le preparan una mesa, le ofrecen bebida, ungen su cabeza y su cuerpo con aceite, derraman perfumes que llenan la tienda. Los enemigos no se atreven a entrar, pues ven que el hombre ha encontrado protección. Al final de la fiesta, el anfitrión ofrece al fugitivo una escolta para que pueda recorrer con seguridad el resto del camino. Una escena como esta ayer no era tan rara; hoy sí. 

En el mundo antiguo, la hospitalidad era tan vital que muchas culturas la consideraban un acto sagrado. En la Biblia, Dios es el libertador de la esclavitud de Egipto, pero también el anfitrión de su pueblo liberado. Del mismo modo que el pueblo nómada y a menudo fugitivo comprendió algo importante sobre Dios fijándose en el oficio del buen pastor, el mismo salmista, o tal vez otro, aprendió algo sobre el mismo YHWH experimentando la acogida u observándola en otros. Intuyó que su Dios era pastor y anfitrión. Conocemos y reconocemos a Dios cuando vemos cómo trata el pastor a sus ovejas, y descubrimos al mismo Dios cuando vemos cómo acogen y honran los hombres a otros hombres y mujeres. Las dos metáforas se encuentran, se enriquecen y se completan mutuamente. Y también enriquecen a Dios, porque cada vez que desde lo alto de su cielo observa a un pastor cuidando su rebaño o a un anfitrión haciendo los honores a otro ser humano, aprende algo nuevo. Dios, omnipotente y omnisciente, sabe qué es la docilidad y qué es la acogida, pero para conocer la mansedumbre necesita la mano del pastor pasando por el dorso del cordero (manso), y para conocer la hospitalidad necesita la alegría infinita que experimenta el peregrino ante la copa que le ofrece su anfitrión bajo su tienda. Para estas cosas fue necesario que el Adam saliera del Edén y se hiciera pastor y huésped. La historia es verdadera para nosotros, y es verdadera para Dios.

El antiguo salmista comprendió que la acción del pastor y la del anfitrión se parecían mucho, que algo importante de Dios se manifestaba tanto en el oficio del pastor como en el anfitrión. YHWH es buen pastor y buen anfitrión. Para entender la gramática de los cuidados, nuestros y de Dios, no basta ver la relación entre un hombre y sus animales (ni ayer ni hoy), es necesario también el arte de la hospitalidad, ver cómo se tratan los seres humanos. ¿Cuándo nos daremos hoy nuevas metáforas humanas para decir cosas nuevas y buenas sobre Dios? ¿Y si ya lo estuviéramos haciendo? Quizá nuevos salmistas, con lenguajes distintos, estén comprendiendo más y mejor a Dios viendo el trabajo de médicos y enfermeros, viéndoles venir de países lejanos para curar a nuestros enfermos, y hospedándoles bajo nuevas tiendas. Tal vez otros estén comprendiendo algo nuevo sobre los hombres y sobre Dios mientras experimentan la hospitalidad. No lo sabemos, no tenemos interés en saberlo, no lo entendemos, porque está escrito en lenguas nuevas; pero si fuéramos capaces de interceptarlas, escucharíamos también hoy, todos los días y en toda la tierra, las mismas palabras del salmo: «Tu bondad y lealtad me escoltan todos los días de mi vida; y habitaré en la casa del Señor por días sin término» (23,6).


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