La sabiduría del ovillo

La sabiduría del ovillo

El alma y la cítara/14 - Saber «acurrucarse» en Dios como hijos suyos, comprender la verdadera bendición.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 28/06/2020.

«Toda palabra es palabra hablada. / El libro originariamente / solo está a su servicio, / al servicio de la palabra / hecha sonido, cantada, pronunciada».

Franz Rosenzweig, La escritura y la palabra.

El salmo 37 nos aclara que la Sabiduría consiste en el aprendizaje de la mejor postura humana desde la cual ver la justicia y la injusticia, y aprender la mansedumbre.

«No te exasperes por los malvados, no envidies a los inicuos… No te exasperes por el que triunfa empleando la intriga» (Salmo 37,1-7). El escenario es el de una tentación: la que experimentan los justos que son pobres a causa de su justicia, y están rodeados de inicuos que, sin embargo, obtienen éxito y riqueza. Es un clásico de la literatura bíblica sapiencial, central para la Biblia, para la historia y para la vida. Estas preguntas son las mismas de Job y de Qohélet, las de los pobres y las víctimas, nuestras propias preguntas. Perseverar en una vida que consideramos justa, cuando nuestros problemas crecen mientras la prosperidad de aquellos a quienes consideramos inicuos aumenta, siempre ha resultado muy difícil, a menudo demasiado. A veces nos equivocamos, nos creemos más justos de lo que en realidad somos. Pero otras veces no nos equivocamos. Sencillamente la que se “equivoca” es la vida, pero entonces empezamos a pensar que es Dios quien se equivoca. 

El salmista conoce esta crisis-tentación típica de los inocentes. La toma como punto de partida, no la descarta, la considera importante. Como buen compañero, usa el barro que tiene a su disposición para crear un nuevo Adán. Y el primer mandato para el justo es: no dejes de ser inocente. Ser pobre no basta para ser justo, hace falta la inocencia. Salvar la inocencia en momentos de desventura es la dote que llevaremos como regalo al ángel de la muerte. La inocencia bíblica no es la ausencia de pecados – si lo fuera, nadie sería inocente. Es otra cosa distinta y más importante. Es permanecer agarrados toda la vida a la fe-cuerda a la que nos atamos en el tiempo de la juventud, sin abandonarla en los virajes ni en los resbalones. Es preferir una humilde cuerda a los telesillas que prometen un ascenso más fácil, rápido y espectacular. La inocencia es el abrazo fiel entre una mano y una cuerda.

«Cohíbe la ira, reprime el coraje, no te exasperes, que te haces daño a ti mismo» (37,8). El coraje, que generalmente es un recurso ético bueno e importante, cuando activa procesos de cambio, también puede desencadenar circuitos degenerativos, si la rabia y la indignación generan exasperación y pasiones autolesivas como la envidia y la venganza, o si deja que aflore en el corazón la peor idea de todas: “he estado siempre equivocado: no merecía la pena ser justo”. Es difícil no caer en estas trampas (toda tentación es una trampa) porque, de una forma más o menos consciente, todos somos fieles de algún culto económico retributivo; devotos de una religión basada en el dogma de que la bendición de Dios se manifiesta en la riqueza y en el éxito, y por tanto su maldición adquiere la forma de la pobreza y el fracaso. La misma Biblia (y no solo ella) contiene tradiciones y libros donde esta idea está presente y operante – véase Abraham o el prólogo de Job.

Antes de entrar en el meollo de su discurso, el salmista nos invita a realizar un movimiento, un gesto corporal. Invita a todos, pero sobre todo a los pobres, que se encuentran inmersos en esa típica y gran tentación, y en particular a los pobres que podrían dejar de serlo si imitaran a los deshonestos, pero no lo hacen porque prefieren ser justos fracasados antes que inicuos triunfadores.

Nos introduce en un lugar. Nos pide que “nos acurruquemos en Dios”: «Ovilla tu suerte alrededor del Señor, confía en él» (37,5). El verbo hebreo galal, como recuerda Guido Ceronetti, remite a un envolvimiento, a un enrollamiento. Nos recuerda al capullo del gusano, a «la nube de azúcar hilado alrededor de un palo», o a la imagen del feto acurrucado en el vientre materno. El salmista nos aconseja que nos acurruquemos en el seno de Dios y leamos la vida desde ahí. Esa es la única posición buena.

El salmo 37 no es una oración. Su autor no se dirige a Dios, sino a los hombres. Al aconsejarnos en primer lugar que nos acurruquemos dentro del vientre de Dios, nos devela una dimensión fundamental de la tradición sapiencial. El sabio no es un profeta, que habla a los hombres en nombre de Dios (“así dice el Señor”). Tampoco es un sacerdote, guardián de la Ley, ministro del templo y del recinto sagrado. La autoridad del sabio no deriva de una palabra de Dios ni tampoco de la Ley-Torá. La fuente de la autoridad de sus palabras está en la vida, en la historia, en la experiencia humana – «fui joven, ya soy viejo» (37,25) – que el sabio explora y penetra para descubrir verdades que tienen gran valor para la Biblia, hasta tal punto que algunos libros sapienciales se cuentan entre los más queridos. Aquí vemos la espléndida laicidad bíblica. La sabiduría no es profecía, no es oración, no es teología: es la postura humana desde la cual comprender toda la «Ley y los profetas», comenzar a rezar verdaderamente, y distinguir a los verdaderos profetas de los falsos. La Sabiduría es la criatura que se ubica en el lugar correcto, un lugar que descubre como “sede de la sabiduría”, y desde ahí pronuncia su fiat.

Tras colocarnos en la crisálida del gusano de seda, el salmista comienza su discurso sapiencial. Y lo hace con una crítica radical a la religión retributiva y a la teología de la prosperidad, es decir a la idea de un Dios que usa el lenguaje de la riqueza y el éxito para hablar de la justicia y la iniquidad, ya sea propia o ajena. El salmo muestra personas poderosas, triunfadoras y ricas, que lo son porque son inicuas: «Los malvados desenvainan la espada y asestan el arco para abatir a pobres y humildes, para asesinar a los hombres rectos» (37,14). Este salmo tiene una visión predatoria de la riqueza y el poder. Nosotros y la Biblia sabemos que no toda riqueza nace del abuso. Pero nosotros, y la Biblia con más motivo, también sabemos que buena parte de la riqueza nace de alguna forma de abuso – si bien hoy muchas injusticias son enmascaradas por leyes legítimamente emanadas de los parlamentos (el necesario principio de legalidad nunca ha sido suficiente para ninguna injusticia). El simple hecho de que algunas riquezas sean con certeza fruto de la injusticia es motivo suficiente para que no podamos leer nuestra riqueza y la de los demás como bendición de Dios, ni las pobrezas como maldiciones: «Más vale la escasez de un honrado que la opulencia de muchos malvados» (37,16). Dentro del ovillo lo podemos entender.

El discurso sobre el préstamo y el don es muy hermoso e importante. Siempre resulta conmovedor encontrarse con la economía dentro de la oración bíblica, donde no debería estar y sin embargo está: «El malvado pide prestado y no devuelve, el honrado se compadece y da» (37,21). La maldad y la justicia se declinan en lenguaje financiero. A diferencia de muchos pasajes bíblicos que insisten en la prohibición de prestar (a interés), aquí encontramos una condena a la otra parte del contrato. La condena es para el que pide el préstamo, no para el que lo concede. Con ello nos recuerda que no es inicuo solo conceder préstamos a tipos de usura, sino también tomar a préstamo sin intención de devolver. Mientras los pobres insolventes se convertían en esclavos de sus acreedores, los ricos tenían y tienen mil caminos para salir indemnes de una insolvencia, y muchas veces incluso sacar beneficio de ella.

En cambio, el justo es el que usa sus bienes con generosidad, transformándolos en don. La única riqueza buena y justa es la que se comparte y se da. Pero la tesis más subversiva la encontramos juntando el versículo 21 y el 26, que, hablando del justo, dice: «A diario se compadece y presta: su estirpe será bendita». Presta: ¿prestar puede ser una actividad justa, una expresión de compasión equiparable al don? Sí: somos justos cuando compartimos la riqueza y cuando prestamos nuestros bienes a otros. Se equivocan quienes contraponen, por principio, la filantropía a las finanzas, el don al contrato. Hay préstamos justos que liberan más que los dones, y hay dones más venenosos que los contratos. Ayer como hoy, siempre que en los mercados conviven unas finanzas que ayudan a vivir a los pobres con otras que los devoran.

A este mosaico aún le falta la tesela más central y luminosa: «Los pobres [nwym] heredarán la tierra» (37,11). La tierra como herencia. Es estupendo. A los justos este antiguo sabio no les promete éxito. Les promete mucho más: los justos que salven su inocencia heredarán la tierra. Toda la Biblia es guardiana de esta promesa, shomer (centinela) de esta palabra, que funda la llamada de Abraham y su Alianza con YHWH, la gran liberación del éxodo, y la gruta de Belén. Sin embargo, esta promesa no se realiza con la llegada a Canaán, ya que, si la tierra prometida se convierte en propiedad y posesión, la tierra queda, pero la promesa desaparece. La promesa de la herencia de la tierra – que en el salmo aparece cinco veces – es una promesa de futuro. No es una recompensa para aquí y ahora. Esta promesa distinta no pertenece al “ya”. Incluso si probamos algún bocado, solo es un adelanto del “todavía no”, que es el lugar del cumplimiento incompleto de la promesa. El justo que no cede al consejo de los inicuos «tendrá un porvenir» (Pr 23,18). La promesa de tener un futuro no es garantía de éxito ni de riqueza, sino de la compañía de la mirada de alguien, como la hermana niña de Moisés, mientras la cesta se desliza por el gran río, pues «el Señor se ocupa de los días de los buenos: su heredad durará siempre» (37,18). Entonces, es justo aquel que guarda la promesa de una tierra que sabe que no poseerá nunca, el centinela de la utopía, que vive cada tierra como provisional y la vida como peregrinación.

El salmo 37 está detrás de la segunda bienaventuranza, detrás de todas las bienaventuranzas: bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra (Mt 5,4). Este salmo explica también en qué consiste la mansedumbre bíblica y cristiana. Los mansos son los justos de este salmo. Los justos son los que no siguen el camino del inicuo, los que no lo envidian y permanecen unidos a su cuerda durante la escalada de la vida. Al final, se darán cuenta de que durante el viaje no han llegado a salir del ovillo custodiado en unas vísceras buenas y misericordiosas. La tierra es la herencia de los mansos, porque solo los mansos son capaces de guardar la promesa de una tierra sin poseerla. Seguiremos teniendo una tierra y un futuro si aprendemos esta justicia y esta mansedumbre, si aprendemos a habitar el planeta sin sentirnos dueños suyos y por tanto depredadores. El futuro será manso o no será: «El hombre pacífico tiene un porvenir» (37, 37).

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