El irrenunciable amparo

El irrenunciable amparo

El alma y la cítara/8 – Los profetas prestan palabras a los que tienen que defenderse de los dueños de todas las palabras.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 17/05/2020.

«Cada línea estaba erizada de palabras de muchas sílabas que no comprendía. Se quedó despierto sentado en la cama y tenía el diccionario delante, que era más grueso que el libro … Durante algún tiempo tuvo la idea de no leer más que el diccionario, hasta dominar todas las palabras que contenía». 

Jack London, Martin Eden.

La palabra es protagonista del salmo 12, también la impronunciable. La palabra es uno de los mayores poderes de que disponen los seres humanos, pero también una de las más fuertes tentaciones de todos los poderes. La defensa de la impronunciabilidad. 

Muchas pobrezas incluyen una penuria de palabras. Este tipo de indigencia nos impide llamar por su nombre al dolor propio y ajeno. A veces esta pobreza narrativa precede a las pobrezas materiales y morales; otras veces las sigue, y siempre las acompaña. Los “paletos” de todos los tiempos han sido oprimidos por las palabras que no sabían decir, junto con las que decían los poderosos y ellos no comprendían. Por eso, cualquier pobreza que quiera resucitar debe aprender a hablar, al menos hasta que un pobre pueda comenzar a dar nombre a los demonios de su propia indigencia. Esta es la hermosa invitación que nos hacían nuestros abuelos: “Luigino, estudia”. Sabían bien que conocer las palabras de los señores era el primer paso para la liberación. 

La Biblia, maestra y guardiana de la palabra, conoce su naturaleza múltiple; ha visto el paraíso y ha entrevisto el infierno. La vio al principio, cuando creaba el mundo. La vio hacerse niño, y se asombró y se emocionó. Siguiéndola entre el génesis y el eskaton, aprendió la gramática ambivalente de las palabras humanas. La vio, mentirosa, en la boca de Jacob y también en la de David, el rey más amado pero capaz de matar con una palabra engañosa. La vio también, bellísima, en María. Y después la acompañó en silencio hasta el monte donde la palabra se convirtió en grito. Entre muchas dificultades y fracasos, aprendió a reconocer la palabra buena en boca de los profetas verdaderos y la mala en la de los falsos profetas. Comprendió que la palabra es el contacto entre Dios y el hombre, el lugar donde lo humano y lo divino se hablan cara a cara y cada vez se asemejan más. Somos “imagen” de Elohim en muchas cosas, pero sobre todo cuando damos orden al mundo diciéndolo con palabras, cuando resucitamos nosotros mismos y resucitamos a los demás con una palabra finalmente distinta. No lo somos cuando herimos y matamos a los otros y a nosotros mismos con una palabra equivocada.

Ya éramos imagen de Dios en las cuevas y en las tiendas móviles del neolítico, pero lo somos aún más gracias a los millones de palabras buenas y bellas que hemos aprendido a repetirnos unos a otros cada día. Solo los dioses y los hombres saben hablar. Además, existe una relación íntima y esencial entre la palabra y la verdad, que tal vez solo la Biblia (y algún poeta inmenso) sabe explicar. La verdad es el alma de la palabra. Al igual que el alma, no aparece en la superficie, no se deja ver y para muchos no existe. Cuando la palabra pierde contacto con la verdad, pierde su alma – o la vende al diablo. La palabra es protagonista del salmo 12, un salmo sobre la palabra y por tanto sobre la profecía: «¡Sálvanos, Señor!, que se acaba la lealtad, desaparece la sinceridad entre los hombres. No hacen más que mentirse unos a otros, hablan con labios lisonjeros y doblez de corazón» (12,2-3).

Lealtad, sinceridad, mentira: cuestión de palabras. La sensación cierta del salmista es que la lealtad ha desaparecido de la tierra – o al menos de su vida. Esta etapa llega puntualmente a la vida del hombre de fe, en particular a la de los profetas. Los profetas, que viven dentro de la relación con la palabra recibida y entregada, son especialmente sensibles a la verdad de las palabras propias y ajenas. Ellos son palabra hecha carne, siempre en vilo entre la nada y el infinito, testigos de la fuerza débil de un soplo efímero y sin embargo capaz de vencer la muerte. Son centinelas capaces de ver en la noche el alma de las palabras. Los que rezan se parecen mucho a los profetas: viven de la verdad de la palabra, son mendigos del eco de palabras susurradas o gritadas, no son dueños de las palabras y mucho menos del retorno del eco. Los profetas son radicalmente vulnerables a la manipulación de la palabra, a la mentira. A veces se convencen de que están rodeados solo de mentira. Y no es raro que, entre las lealtades y sinceridades que han desaparecido de la tierra, el profeta incluya las suyas. No forma parte del repertorio del profeta honesto sentirse el único justo superviviente del mundo: la primera falta de sinceridad que advierte es la propia. No es fácil salir de estas trampas de depresión espiritual, pero tampoco es imposible.

El salmista ve y canta un aspecto crucial de la mentira: “mentirse unos a otros”. Cuando la mentira se adueña de una comunidad – algunos tipos de mentira adquieren la forma de un virus – se hace recíproca. Lo contrario del mandamiento nuevo (“amaos unos a otros”) no es solo el conflicto, sino también la mentira recíproca. Al igual que el amor “no perdona” al amado generando reciprocidad, tampoco la mentira, a menudo, perdona a quien es tocado por ella. Se extiende, se multiplica, busca a sus semejantes, produce una compañía perversa donde cada uno se alimenta de sus propias mentiras y de las de los demás. Pocas cosas tienen tanta capacidad de alimentarnos como nuestras mentiras. A fuerza de decirlas, acabamos creyendo que son verdad: perdemos peso moral día a día y no nos damos cuenta. Una forma típica de mentira, estigmatizada por el salmo, es la adulación, los “labios lisonjeros”. El libro de los Proverbios también la conoce: «El hombre que adula a su amigo, tiende una red a sus pasos» (Pr 29,5). En efecto, una de las muchas formas de adulación, la del amigo, es especialmente peligrosa e hipócrita.

Esta adulación no es como la del amigo falso (también esta existe). A diferencia del falso amigo halagador, el amigo adulador no nos elogia buscando su propio interés, sino por una extraña forma de piedad para con nosotros. Sabe que la palabra que dice no es verdadera, pero la dice de todos modos, para agradarnos. La adulación es muy frecuente en la demanda de estima: a lo mejor no tenemos razones verdaderas para apreciar sinceramente la obra o la acción de un amigo, pero decidimos satisfacer su demanda ofreciéndole una estima falsa. Preferimos la asonancia emotiva a la verdad de la palabra. Pero de este modo tendemos “una red a sus pasos”, porque, en lugar de excavar dentro de la relación buscando un motivo verdadero de estima sincera, nos conformamos con una moneda falsa que despachamos por buena. Entonces las relaciones comienzan a retroceder, la palabra pierde su verdad y la amistad pierde su alma. Como dice el salmo, el corazón se desdobla: un corazón sincero que calla y un corazón no sincero que elogia. El corazón se desdobla, la amistad enferma y, con el tiempo, el corazón mentiroso acaba contaminando y estropeando al bueno. Quien tiene un amigo tiene un tesoro; quien tiene un amigo no adulador, tiene dos.

Pero la gramática de la palabra contenida en el salmo no acaba aquí: «Muchos dicen: La lengua es nuestra fuerza, nuestros labios nos defienden, ¿quién será nuestro amo?» (12,5). La lengua es nuestra fuerza: Aquí entramos en otra dimensión esencial de la palabra, directamente relacionada con el poder, con aquellos que se sienten dueños de las palabras y de su alma y creen que ellos son sus únicos dueños. El que sabe hablar y usar las palabras puede dominar y oprimir a los que no saben hablar o hablan mal – lo vemos todos los días. La prohibición de pronunciar el nombre de Dios en vano, incluida en el decálogo (Ex 20,7), entre otras cosas, es un dispositivo de protección contra los intentos de conocer todas las palabras y por tanto de mandar sobre todo y sobre todos. Se refiere a la tentación de la magia, pero también a la de aquellos que quieren convertirse en dueños de todas las palabras. La lucha idolátrica de la Biblia se traduce también en hacer que una palabra sea inaccesible e impronunciable; porque si hay una palabra que no es susceptible de ser sometida con palabras, entonces sus dueños siempre serán dueños parciales, aunque se sientan dueños absolutos. El nombre, en la Biblia, siempre dice misterio.

Así pues, el salmo denuncia la tentación, cada vez más fuerte y por momentos invencible, de aquellos que usan las palabras para construirse un culto, una religión. Si uno de los nombres de Dios es “palabra”, entonces el poder sobre las palabras es siempre un poder religioso. Esta es una de las raíces del antiguo y siempre actual proyecto de Babel, donde la construcción de un lenguaje único y total se convierte en instrumento para edificar un imperio absoluto, sin “ningún señor”. Todos los imperios, incluido el nuestro, comienzan pretendiendo dar un nombre a la única palabra impronunciable, y de este modo se transforman en una nueva religión-idolatría más pequeña y menos libre que la que querían superar ocupando todos sus nombres. Las religiones donde los señores conocen todas las palabras, donde no queda ni siquiera una escondida en el misterio de la nube, se convierten en imperios que, queriendo pronunciar todos los nombres, no logran decir bien ninguno.

La primera tentación del hombre religioso consiste en comer del fruto del árbol del conocimiento de todos los nombres de la tierra y del cielo. El Adam puede y debe dar nombre a los animales, pero no puede dar nombre a Dios. Ese nombre es único, y solo puede ser revelado y vuelto a velar por el mismo revelador, porque en el amparo del nombre de Dios está también el amparo de cada uno de nuestros nombres. «El Señor responde: Por la opresión del humilde, por el lamento del pobre, ahora me levanto y pongo a salvo a mi testigo» (12,6). El salmista pide que el Señor venga en auxilio de su testigo. El profeta es el testigo del pobre oprimido por el poder de las palabras. Aquellos que, por vocación, poseen alguna competencia sobre la palabra, aquellos que conocen su alma, pueden – y deben – usarla para dar testimonio en favor de aquellos que no conocen bastantes palabras para salvarse.

Así entendemos mejor el valor cívico de la profecía: los profetas prestan palabras a aquellos que tienen que defenderse de los dueños de todas las palabras. Los escritores, los poetas, los periodistas, los políticos, los sindicalistas, los artistas y los abogados participan de la misma función profética de Isaías y Amós si son testigos de los oprimidos por la palabra en los tribunales de la historia. El pobre no conoce bastantes palabras con las que llamar a todos los espíritus de su vida y, al no conocer su nombre, no es capaz de echarlos fuera. Los profetas y sus amigos llaman por su nombre a los demonios que amenazan a los pobres y los mandan salir. De este modo, la palabra, cada día, vuelve a hacerse carne y repite a Lázaro: “Sal fuera”.


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