El alma y el arpa

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El alma y la cítara/3 - La paternidad es el maravilloso arte de desclavar a los hijos de sus cruces.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 12/04/2020.

«Estoy sucio, Milena, infinita-mente sucio, y por eso exagero tanto con la pureza. Nadie canta con una voz tan pura como los que viven en las profundidades del infierno, y nosotros confundimos su canto con el canto de los ángeles».

Franz KafkaCartas a Milena.

El salmo 3 es un estupendo comentario a la pasión, muerte y resurrección de Jesús, donde se contiene una de las oraciones más humanas y grandes de la Biblia.

Antes que una verdad de la fe cristiana, la resurrección es una experiencia antropológica fundamental. Forma parte del repertorio humano. Es un ejercicio que los hombres y las mujeres saben hacer, un gesto esencial. El homo sapiens es un animal capaz de resurrección. Lo vemos también en la seña, inefable pero real, que advertimos en la última mirada de una persona amada, que nos hace sentir que su saludo no es el último. Cuando la muerte aprende a ocupar su penúltimo lugar – para aprenderlo hace falta toda una vida – se convierte en “hermana muerte”.  Si los hombres y las mujeres no hubieran muerto y resucitado muchas veces, si no hubieran pedido y esperado la resurrección a lo largo de los siglos, nosotros no seríamos capaces de reconocer esa Resurrección, semejante pero distinta, del primer día después del sábado. Y confundiríamos la voz que nos llama por nuestro nombre con la voz del guardián del jardín. 

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Después de los dos primeros salmos introductorios, salmos de bendición y bienaventuranza, con el salmo 3 entramos en el territorio de la oración. Este salmo se atribuye a David y tiene título: “Salmo de David. Cuando huía de su hijo Absalón”. El antiguo escriba que le puso título conocía bien la historia de David, y colocó esta oración en uno de los momentos más tremendos de la vida del rey de Jerusalén: la insurrección de su hijo Absalón. Más allá de la (dudosa) historicidad de este encabezamiento, el título del salmo nos dice algunas cosas muy importantes - es bueno no descartar nada de la Biblia. Por el segundo libro de Samuel sabemos, que después de la insurrección de Absalón – el hermoso príncipe de bellos cabellos –, David tuvo que huir de Jerusalén: «Toda la gente lloraba y gritaba. Todos iban pasando ante el rey el torrente Cedrón» (2 Sam 15,23). Fue un éxodo al revés, una huida no hacia una pascua sino hacia una pasión: «David subió la cuesta del Monte de los Olivos; la subía llorando, la cabeza cubierta y los pies descalzos» (15,30). Era la vía dolorosa del rey más amado de todos.

En este contexto el salmista canta: «Señor, cuántos son mis adversarios, cuántos se levantan contra mí, cuántos dicen de mí: No hay salvación para él en Dios» (Salmo 3,2-3). Estamos ante un cuadro de fuerte peligro. El salmista se siente asediado por enemigos y adversarios. En esta dificultad concreta y en medio de este miedo, en el interior de aquel hombre surge una pregunta religiosa. En la Biblia, las pruebas más grandes nunca son solo materiales. Su significado religioso y espiritual las convierte en algo grave y a menudo tremendo. El hombre bíblico no teme tanto el dolor y la muerte como el dolor y la muerte interpretados como juicio de Dios y por tanto como condena moral.

La amenaza de muerte se convierte en una pregunta acerca de la justicia de la vida del autor del salmo, en una pregunta inmediatamente religiosa: «No hay salvación para él en Dios». El infierno de la Biblia es la no salvación, una salvación que sin embargo no se corresponde con la vida futura. En el mundo bíblico el paraíso se encuentra bajo el sol, la tierra prometida es un trozo de nuestra tierra. Y la falta de salvación es la no intervención de Dios en medio de la desventura. YHWH es un Dios verdadero y no un ídolo estúpido porque es un Dios concreto, que interviene en la vida. Si no hace nada, es señal de que el hombre/pueblo que está en dificultad no merece la intervención de Dios, a causa de alguna culpa. El silencio de Dios se convierte en señal de culpabilidad: «Lo tuvimos por castigado, herido de Dios y afligido» (Isaías 53,4). No se puede comprender la polémica teológica y ética de Job con sus amigos (y con Dios) sin tener bien presente que Job quería desafiar esta idea religiosa tan extendida en el mundo antiguo y también en algunos pasajes bíblicos. Este mismo desafío es el que encontramos en el salmo 3.

Pero para comprender otras palabras invisibles e importantes escondidas entre las líneas del salmo 3, debemos volver a la historia de David y a su huida de Absalón. Mientras David, entre lágrimas, estaba abandonando Jerusalén, Semeí, un descendiente de Saúl «empezó a tirar piedras a David… y le maldecía: ¡Vete, vete, asesino, canalla!... El Señor ha entregado el reino a tu hijo Absalón, mientras tú has caído en desgracia, porque eres un asesino» (2 Sam 16,5-8). Se trata de una acusación tremenda: Semeí leía la rebelión de Absalón contra David como una pena de la ley del talión por la rebelión de David contra su “padre” Saúl. Pero David no se defendió, aceptó las pedradas y dijo: «Dejadlo que me maldiga, porque se lo ha mandado el Señor» (16,11). No existe otra manera más sabia y humilde que esta de leer las pedradas que la vida y los demás nos arrojan. Pero en David encontramos también la lectura teológica de la desventura.

En el texto original hebreo del salmo 3, después del versículo tres aparece la palabra selah: “haz una pausa”. El texto invita al lector o a la comunidad reunida en el templo, o más tarde en la sinagoga, a detenerse y tomar aliento antes de continuar el canto: «La palabrita selah, que no se lee ni se canta, exhorta a detenerse y a permanecer en silencio en la meditación del sentido: invita a la meditación del corazón» (Martin Lutero). Nosotros también hacemos aquí una pausa, tomamos aliento… y en el espacio interior creado por este silencio, volvemos a Jerusalén, atravesamos de nuevo el torrente Cedrón y llegamos al Monte de los Olivos. Después acompañamos a un descendiente de David, a un nuevo “Hijo de Dios”, fuera de la ciudad, subiendo a otro monte. Y al final volvemos a escuchar palabras muy parecidas a las del salmo 3: «Se ha fiado de Dios; que lo libre ahora si es que lo ama. Pues ha dicho que es Hijo de Dios» (Mateo 27,43). Tampoco ese hombre hace callar a los enemigos que lo maldicen. También esta vez surge con fuerza el miedo a que el abandono de los hombres sea también el abandono de Dios: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Mateo 27,46).

Ahora podemos continuar la lectura del salmo: «Pero tú, Señor, eres mi escudo y mi gloria, tú me haces levantar la cabeza. Si grito invocando al Señor, él me escucha desde su monte santo» (3,4-5). Grito invocando al Señor y él me escucha. En el hombre David y en Jesús de Nazaret surge la duda de que el dolor, las persecuciones y el abandono tengan relación con Dios – «se lo ha mandado el Señor». Son hijos de un mundo donde todo es símbolo, donde todo contiene mensajes divinos. Pero si nos ponemos a observar los sufrimientos humanos desde la parte de Dios, en la Biblia podemos descubrir algo distinto: la Biblia es sobre todo liberación de los mensajes erróneos que nosotros atribuimos a Dios. Este salmo nos dice que, cuando gritamos el abandono, “el Señor responde”: «Me acuesto, me duermo y me despierto, porque el Señor me sostiene. No temeré al ejército innumerable que me ha puesto cerco» (3,6-7). Esta imagen roza la del neonato que duerme seguro y sereno entre los brazos de la madre, mientras arrecia la batalla.

La Biblia llama al hombre “hijo de Dios” (Salmo 2). Cuando un hijo es crucificado por la maldad o por los acontecimientos de la vida, el padre hace todo lo que está en su mano para apartarlo de la cruz y, si no lo consigue, se queda a su lado y muere con él. Los padres no se ponen de parte de los soldados que preparan el patíbulo, porque la paternidad es el arte maravilloso de desclavar a los hijos de sus cruces. Si la Trinidad no es solo un teorema abstracto, el primer stabat del Sábado Santo es el del Padre. La pasión, muerte y resurrección de Cristo no es un elogio ni una justificación del sufrimiento humano – cualquier lector que se acerque sin ideología a estas páginas de los evangelios solo encontrará en ellas el relato del sufrimiento injusto de un inocente que siguió amando a pesar de toda aquella crueldad. Dios Padre sigue releyendo y reviviendo con nosotros este mismo relato. Sufre cada vez que oye de nuevo el grito del hijo, cuyo eco aún no se ha apagado porque solo se apagará el último día, y llora como nosotros mientras ve al hijo que sigue recorriendo cada día, como un nuevo Sísifo, el mismo Vía Crucis.

En la cima de los infinitos Gólgotas de la historia es precisamente donde nos espera otra sorpresa estupenda, encerrada en el salmo: «¡Levántate, Señor, sálvame, Dios mío!» (3,8). Después del sueño viene el despertar, después de la muerte viene la resurrección: «Quizá porque de la fatal quietud tú eres imagen, llegas a mí, oh noche tan querida» (Ugo Foscolo). La resurrección de Dios es primicia de nuestra resurrección. Dios debe resucitar para que también nosotros podamos hacerlo. Por eso, la primera oración consiste en pedir, con fuerte voz, que Dios se siga levantando después de la noche, que resucite después de la muerte. En el primer salmo de petición encontramos la oración más grande: Dios, levántate, levántate de nuevo, porque debes resucitar, no puedes dejarnos en este infinito Sábado Santo. No hay oración más humana que esta: Dios, te lo suplico, resucita. Es la oración de quien cree, pero también de quien ha perdido la fe, de quien quiere volver a creer después de la muerte de Dios.

Durante siglos los cantores de los salmos pidieron, con fuerte voz, a Dios que resucitara. Podemos imaginar que aquel sábado noche, delante del sepulcro, en espera y en oración, estaban también Abel, Dina, Agar, Job, Rispá, Nabot, la hija de Jefté y todas las víctimas de la Biblia. En aquella Resurrección estaba también su oración, y hoy está la nuestra. Mientras vemos al crucificado recorrer sin descanso la vía dolorosa, no podemos dejar de pedirle que siga resucitando, e implorarle que sus resurrecciones sean más que sus muertes, al menos una más: «Tenemos que imaginar a Sísifo feliz» (Albert Camus).


Feliz Pascua.

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El alma y la cítara/3 - La paternidad es el maravilloso arte de desclavar a los hijos de sus cruces.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 12/04/2020.

«Estoy sucio, Milena, infinita-mente sucio, y por eso exagero tanto con la pureza. Nadie canta con una voz tan pura como los que viven en las profundidades del infierno, y nosotros confundimos su canto con el canto de los ángeles».

Franz KafkaCartas a Milena.

El salmo 3 es un estupendo comentario a la pasión, muerte y resurrección de Jesús, donde se contiene una de las oraciones más humanas y grandes de la Biblia.

Antes que una verdad de la fe cristiana, la resurrección es una experiencia antropológica fundamental. Forma parte del repertorio humano. Es un ejercicio que los hombres y las mujeres saben hacer, un gesto esencial. El homo sapiens es un animal capaz de resurrección. Lo vemos también en la seña, inefable pero real, que advertimos en la última mirada de una persona amada, que nos hace sentir que su saludo no es el último. Cuando la muerte aprende a ocupar su penúltimo lugar – para aprenderlo hace falta toda una vida – se convierte en “hermana muerte”.  Si los hombres y las mujeres no hubieran muerto y resucitado muchas veces, si no hubieran pedido y esperado la resurrección a lo largo de los siglos, nosotros no seríamos capaces de reconocer esa Resurrección, semejante pero distinta, del primer día después del sábado. Y confundiríamos la voz que nos llama por nuestro nombre con la voz del guardián del jardín. 

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Dios, te suplico: ¡resucita!

Dios, te suplico: ¡resucita!

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El alma y la cítara/2 – Los mansos conocen los límites, y este tiempo tremendo se convierte en su herencia.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 05/04/2020.

«Vivir en la esperanza es algo grande, pero al mismo tiempo es profundamente irreal. Disminuye el valor específico del individuo, que nunca puede realizarse plenamente, y la falta de plenitud marca sus empresas».

Gershom Scholem,  La idea mesiánica en el judaísmo.

El salmo 2 nos introduce en el gran tema bíblico de la espera del Mesías, y por tanto en la importancia de la esperanza y la mansedumbre para atravesar las crisis con fortaleza.

«¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean un fracaso?». El salmo 2 comienza con esta pregunta. Es una pregunta tremenda, que los profetas y los sabios llevan milenios repitiendo: ¿Por qué, a pesar de la vocación a la paz y al bienestar inscrita en el corazón de cada persona y de cada comunidad, los hombres siguen ejercitándose en el arte de la guerra, sembrando y cultivando discordia y enemistad? Las civilizaciones seguirán vivas mientras no se cansen de repetir esta pregunta.

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El salmo nos transporta a un contexto de rebelión, a una conjura de pueblos contra un rey: «Rompamos sus coyundas, sacudamos su yugo» (2,2). Este rey no es un soberano cualquiera: «Los príncipes conspiran juntos contra el Señor y contra su ungido» (2). El protagonista del salmo es el Mesías, el ungido de YHWH, misterio y anhelo de toda la Biblia. El salmo dice que «los pueblos planean un fracaso», y que «el que habita en el cielo sonríe, el Señor se burla de ellos» (4). Muy probablemente el salmo 2 se escribió después del exilio, cuando ya no había monarquía en Israel y el pueblo había experimentado la destrucción, la derrota y la deportación. El pueblo sintió en su propia piel la fuerza tremenda de las tramas de poder y de la conquista de los pueblos, y ahí entendió que la verdad de su Dios no coincidía con la victoria sobre los enemigos. Los hebreos aprendieron en el gran tiempo del exilio que un Dios derrotado puede seguir siendo un Dios verdadero.

¿Por qué, entonces, dice que «planean un fracaso»? A pesar de la experiencia de la derrota y de la violencia, que prevalece sobre la paz, la Biblia, aquí y en otros lugares, anuncia la llegada de un Mesías, y por tanto un tiempo nuevo, finalmente distinto, justo y bueno. Cuanto más se aleja la realidad del tiempo mesiánico, más necesario se hace su anuncio. Creer y afirmar una verdad, cuando la historia y el presente dicen todo lo contrario, es el verdadero cometido de una espiritualidad grande. Sobre todo de una espiritualidad encarnada, que habla de nuestra vida en los momentos en los que la evidencia dice lo contrario de sus palabras. Los sueños más grandes se tienen durante los exilios.

La espera del Mesías es un alma profunda de la Biblia entera. La descubrimos en los profetas y en los libros históricos, y ahora la encontramos de nuevo en los salmos. Es una forma concreta de la esperanza. Esta espera ha mantenido vivo el futuro y lo ha conservado como juicio sobre el presente y como posibilidad de liberación. Si se pierde la dimensión mesiánica de la historia, la vida individual y social acorta su horizonte y queda totalmente replegada sobre el presente. Entonces la alegría se apaga y la libertad se oscurece. Nos llenamos de pequeñas esperas porque hemos matado la más grande. El capitalismo ha encerrado al Mesías en las mercancías (como Marx comprendió) y de este modo lo ha eliminado. El mesianismo bíblico es el año jubilar de la historia, el tiempo distinto que se convierte en criterio moral para juzgar la praxis de todos los tiempos. El Mesías es mesías siempre que no llegue. Es el soberano del todavía-no. Su tiempo ideal mide el tiempo real; un tiempo ideal que es profecía de la historia. Existe una relación profunda entre profecía y mesianismo: ambos están dentro y fuera de la historia; son real e ideal, ya y todavía no. Cuando se pierde esta tensión vital y paradójica, el mesianismo se identifica con este o aquel líder político y la profecía se vuelve profecía cortesana. También aquí se ve el sentido del alma crítica con la monarquía, que está muy presente y operante en los libros históricos de la Biblia.

Usando las palabras de Jacob Taubes, el mesianismo bíblico nos recuerda que «el puente levadizo está en la otra orilla y es desde la otra orilla donde deben comunicarnos que somos libres». Nos dice que, si bien existe una dimensión fundamental de la libertad que es auto-liberación, en otras dimensiones decisivas la libertad es liberación porque alguien baja por nosotros el puente levadizo. La Biblia ha conservado durante siglos esta dimensión de la libertad como liberación, la ha escrito como su primer mandamiento, y de este modo nos ha protegido de un autoengaño muy frecuente que consiste en imaginar la libertad sin sentir la necesidad de una voz, distinta de la nuestra, que nos llame y nos salve. Este es uno de los sentidos de eso que llamamos salvación. Gracias a esta espera tenaz del Mesías, para la Biblia el futuro no es «un tiempo homogéneo y vacío: porque cada segundo es la puerta por donde puede pasar el Mesías» (Walter Benjamin).

Un error grave y frecuente de los cristianos consiste en pensar que la espera del Mesías ha terminado con la venida de Cristo, olvidando que debe venir cada día y que debe regresar. La liturgia es el gran lugar donde lo que ha sido se encuentra con lo que será: Cada Sábado Santo rezamos para que el sepulcro vuelva a estar vacío y cada resurrección acontezca hoy. En la Biblia, el verbo recordar se conjuga en futuro.

El versículo 7 del salmo es muy conocido y muy fuerte: «Voy a recitar el decreto del Señor. Él me ha dicho: Tú eres mi hijo, yo te he engendrado hoy». Es una frase espléndida, muy repetida también en el Nuevo Testamento y en el cristianismo, que ha hecho de la categoría de “Hijo de Dios” un pilar teológico. En este salmo (y en otros lugares de la Biblia hebrea) descubrimos, entre otras cosas, que llamar a Dios con el apelativo Padre y concebir la condición humana como filiación no es una invención del cristianismo, sino una herencia bíblica.

Pero lo que nos conquista es el hoy: «yo te he engendrado hoy». Posiblemente este no es solo un antiguo resto de un canto compuesto para la consagración de un nuevo rey en Israel. En este “hoy” podemos ver algo distinto y algo más: el paradigma de toda vocación espiritual, que es una filiación que se manifiesta dentro de un primer hoy que se repite en cada momento presente de la existencia, porque una vocación solo está viva en el presente, y en este presente continuo está la eternidad.

Toda paternidad y toda maternidad humanas son, además, una generación conjugada en presente. Es repetir toda la vida: «Yo te he engendrado hoy» – «Pero ahora que estás muerta, oh madre, sé cuántas veces me has engendrado. En silencio, sin que nadie te viera» (David Maria Turoldo). Cada generación es una re-generación, y lo que está vivo, si no se regenera, degenera. La paternidad-maternidad nos dice, simbólicamente (y por tanto realmente), que estamos vivos y somos capaces de generar porque hoy somos regenerados. El día en que dejen de generarnos comenzaremos a morir. Para la Biblia, el principio, el origen, de esta generación-regeneración siempre actual es Dios, que se convierte así en el garante de la mutua generación que jalona el ritmo de la vida. Así hasta el final, cuando en el último hoy nos sorprendamos al ver bajar el puente levadizo y pasemos indemnes por encima de los cocodrilos.

Después de oír pronunciar la promesa del Mesías-hijo, nos precipitamos en otro paisaje amplio y profundo: «Pídemelo y te daré en herencia las naciones, en propiedad los confines de la tierra» (8). Este «pídemelo» recuerda la invitación de Dios a Salomón en el hoy de su llamada: «Pídeme lo que quieras» (1 Re 3,4). Salomón pidió la cosa mejor: «Un corazón que sepa escuchar» (9). En cambio, no sabemos qué pidió el rey del antiguo salmo. Pero sabemos la promesa que contiene, que, si se ha convertido en salmo, es una promesa universal: las naciones y la tierra son también herencia y posesión nuestra. Son herencia y posesión de quienes rezan con los salmos y hoy, mientras los cantan, deben redescubrirse herederos de todas las naciones y poseedores de la tierra entera. Pero, para el humanismo bíblico, toda la tierra es de YHWH, y los hombres son solo usuarios y administradores (ecónomos). Por consiguiente, toda propiedad es segunda y toda posesión es imperfecta. La promesa es verdadera porque es imperfecta, o porque la plenitud está en su falta de plenitud.

Todo hijo es un heredero, y por tanto los hijos de Dios son herederos de todo el cielo y de toda la tierra. Así lo intuimos y por eso nos sentimos herederos. Pero hemos olvidado la falta de plenitud. Nos hemos convertido en dueños de la tierra, la hemos profanado, y muchas veces nos hemos vuelto mercenarios.

Dentro de la misma tradición y promesa, un día Jesús de Nazaret nos dijo otra cosa nueva e importante sobre esta herencia especial: «Bienaventurados los mansos, porque heredarán la tierra». La mansedumbre es también el reconocimiento de la falta de plenitud y de la provisionalidad de la existencia y de nuestras posesiones. El manso habita el mundo sin depredarlo, posee sin concupiscencia, usa los bienes con castidad. El manso es guardián de la tierra y del hermano. Es el anti Caín. Solo un guardián manso puede administrar la herencia de la tierra y hacer que los hijos sean herederos de un patrimonio no derrochado.

La mansedumbre es la virtud de las manos. Mansuetus significa “acostumbrado a la mano”, dócil a la mano del pastor, como el cordero. Nuestra generación no ha sabido conservar con mansedumbre. Pero hoy, de repente, nos encontramos inmersos en una inundación de mansedumbre, en un océano de docilidad. Este tiempo tremendo se está convirtiendo en el tiempo de los mansos, de aquellos que saben quedarse en casa, dócilmente, bajo las manos de médicos y enfermeros. Estamos viendo muchas manos que bajan puentes sobre orillas que antes nos parecían inalcanzables.

«Y ahora, reyes, sed sensatos; escarmentad los que regís la tierra: Servid al Señor con temor, temblando rendidle homenaje» (Salmo 2,10-12). Y las últimas palabras del salmo nos regalan una nueva bienaventuranza para este tiempo: «Dichosos los que se refugian en él».

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El alma y la cítara/2 – Los mansos conocen los límites, y este tiempo tremendo se convierte en su herencia.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 05/04/2020.

«Vivir en la esperanza es algo grande, pero al mismo tiempo es profundamente irreal. Disminuye el valor específico del individuo, que nunca puede realizarse plenamente, y la falta de plenitud marca sus empresas».

Gershom Scholem,  La idea mesiánica en el judaísmo.

El salmo 2 nos introduce en el gran tema bíblico de la espera del Mesías, y por tanto en la importancia de la esperanza y la mansedumbre para atravesar las crisis con fortaleza.

«¿Por qué se amotinan las naciones y los pueblos planean un fracaso?». El salmo 2 comienza con esta pregunta. Es una pregunta tremenda, que los profetas y los sabios llevan milenios repitiendo: ¿Por qué, a pesar de la vocación a la paz y al bienestar inscrita en el corazón de cada persona y de cada comunidad, los hombres siguen ejercitándose en el arte de la guerra, sembrando y cultivando discordia y enemistad? Las civilizaciones seguirán vivas mientras no se cansen de repetir esta pregunta.

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La mano que baja el puente

La mano que baja el puente

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El alma y la cítara/1 – Los salmos son un camino a la oración también para quienes no creen o no encuentran palabras.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 29/03/2020.

«Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados,

ni en el camino de pecadores se detiene

ni en la sesión de los cínicos se sienta;

sino que su gozo es la ley del Señor

y la medita día y noche.

Será como un árbol plantado junto al río,

que da fruto en su sazón, 

y su follaje no se marchita;

todo cuanto hace prospera.

No así los malvados,

serán como tamo que arrebata el viento.

En el juicio, los malvados no estarán en pie,

ni los pecadores en la asamblea de los justos.

Porque el Señor cuida el camino de los justos,

pero el camino de los malvados se extravía». 

Salmo 1

Los salmos son un concentrado de la Biblia entera. Hoy comenzamos a comentarlos, situándonos en la encrucijada entre el camino del justo y el del malvado.

Comenzamos el comentario al Libro de los Salmos. Pero los salmos no se comentan. Se rezan, se cantan, se gritan. Son demasiado humanos. Están demasiado cargados de dolor y de amor, demasiado fundidos de hombre y de Dios. Sin embargo, los comentaremos, aun siendo conscientes de que nos quedaremos en la periferia de su misterio. Junto con los evangelios, el de los Salmos es el libro más conocido y traducido de la Biblia. Los salmos son una parte esencial y amadísima de la Biblia, entre otras cosas porque son una especie de destilado suyo, con el añadido de la poesía, el canto y la liturgia. En ellos se encuentran los profetas, la ley, los textos sapienciales y Job. Y en estos se encuentran los salmos. La composición de los salmos ha acompañado toda la historia de Israel, con la cual se cruzan y se entrelazan. Los primeros se remontan (al menos) a la época de David y los últimos llegan a las puertas del Nuevo Testamento.

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Podríamos narrar los evangelios a través de las citas, directas e indirectas, que contienen de los salmos. Sin los salmos no se entendería el monacato, que nace y renace de la oración y del canto de los salmos que marcan el ritmo de su liturgia. Lutero y Calvino escribieron comentarios memorables acerca de ellos. Ahí se ve una extraña afinidad entre las iglesias reformadas y el monacato. Son también la respiración de la oración diaria de las comunidades religiosas y de millones de creyentes. La lectura y el canto de los salmos formó también Europa: su arte, su música y su espiritualidad.

No son tratados de teología ni de ética; son oraciones. Como todas las oraciones auténticas, nacieron del dolor y del amor de la gente, del corazón del pueblo y de su fe. Son palabras distintas y más grandes que los hombres y las mujeres encontraron dentro de sí como un don y usaron después para elevar alabanzas, gritar desesperaciones, y no morir de dolor cuando la oración es la última conexión con la vida. Las oraciones más auténticas no se escriben: llegan, se encuentran, aparecen, surgen en el alma y después, algunas veces, llegan hasta la cítara y la pandereta. Y si es cierto que la oración forma parte del repertorio básico de la humanidad, entonces todos podemos comprender los salmos y todos podemos cantarlos.

Son oraciones colectivas y comunitarias, aunque el sujeto de la oración sea una persona sola. Los salmos usan también el “nosotros” pero el protagonista del salterio es el “yo”. Muchos salmos son oraciones pronunciadas y escritas por un solo individuo, que la comunidad ha convertido en oración coral. Quiere decir que para edificar la comunidad no hace falta suprimir las individualidades en busca de un abstracto “nosotros”. Cuando la experiencia comunitaria es auténtica, el “yo” dona sus palabras a la comunidad, y esta las convierte en palabras colectivas sin que por ello dejen de ser oración personal. El alma colectiva no es una suma ni una multiplicación de individualidades, sino la alquimia – rara y sublime – de un “yo” que se convierte en “nosotros” sin dejar de ser “yo”; es mutua inhabitación de cada alma en el alma de otro, y de todas las almas en el alma comunitaria. El poeta compone el salmo con palabras intimísimas recibidas en su alma, y cuando dice “yo” dice “nosotros”; y la comunidad, usando las palabras del salmista, dice “nosotros” con las palabras de un “yo”. No hay comentario más apropiado a la Trinidad de Andrej Rublëv que un salmo escrito y cantado en primera persona del singular.

Los salmos fueron compuestos para el culto en el templo y para las grandes ocasiones (coronaciones), pero algunos florecieron dentro de la normalidad de la vida, del trabajo, del sufrimiento y del luto. En la Biblia y también hoy. Sin embargo, nosotros, confundidos por una idea demasiado pequeña de la espiritualidad, los buscamos en las iglesias o en los liturgistas, y no los encontramos. No hay nada más laico que un salmo, porque no hay nada más laico que la vida.

El salmo 1 es una introducción a todo el salterio. Por eso, la primera palabra del primer salmo comienza con la letra alef (la primera letra del alfabeto hebreo), y la última palabra del salmo comienza con tau, la última letra. Es una bienaventuranza y una bendición, un deseo de que el camino sea bueno, un viático para el lector que comienza su meditación del libro de los salmos. Es como decir: quien emprenda este camino será dichoso, será como un árbol robusto plantado junto a un río y, por tanto, dará fruto. La imagen del árbol es una de las preferidas por los profetas (Ezequiel, Jeremías), y por algunos padres de la iglesia (Gregorio Magno, Ruperto), que vieron en ella una profecía de la cruz, el nuevo “árbol de la vida” de frutos infinitos. La bienaventuranza de la Biblia no es la felicidad de los griegos (eu-daimonia: el buen demonio), ni tampoco la Glück (fortuna) de los alemanes o la happiness (happen: sucede) de los ingleses. Está más cerca de la felicitas de los romanos, donde el prefijo fe- es el mismo de fetusfeminaferax, que expresa la naturaleza generativa de la vida buena y feliz. Esta bienaventuranza es una promesa de frutos; unos frutos que, en cambio, el malvado no da, porque sus obras se las lleva el viento como la paja, que vuela lejos en la trilla tras la cosecha – vanitas, nada, hevel: “los malvados se desvanecen en la nada”.

Este salmo pone en la encrucijada decisiva al hombre que comienza su camino en el salterio y en la vida. Pide realizar una opción fundamental entre el camino bueno del justo y el camino malo del malvado. Pero no pide usar la Biblia o la religión para juzgar quiénes son los justos y quiénes los malvados, operación muy común que siempre acaba poniéndonos entre los que siguen el camino recto. El salmo nos dice que errar la elección en las encrucijadas decisivas significa perder el hilo de la existencia y por tanto no dar frutos o darlos malos. El malvado se ha confundido de camino y por eso se ha extraviado. Así pues, el deseo-bendición que abre el salterio es una invitación a no errar el primer paso. En todo camino, el primer paso y el último son los más importantes. Pero es también deseo de no extraviar el camino dentro del salterio. En los evangelios, incluso Satanás cita un salmo (el 91) para tentar a Jesús en el desierto, diciéndonos con ello que existe también una forma diabólica de leer y usar los salmos. Los malvados también caminan, y también se equivocan siguiendo las huellas de Caín. El salmo promete fecundidad a los justos, pero añade: “en su sazón”. Esta expresión se parece mucho al “tiempo y sazón” del capítulo 3 de Qohelet. Muchas veces, cuando el justo no ve los frutos, quizá sea porque sencillamente no es el momento adecuado. A veces, la estación de los frutos del justo es la última.

Pero la cosa no acaba aquí. El salmo añade: “todo cuanto hace, prospera”. Se trata de una promesa de recompensa que, para que no se confunda con una simple teología de la prosperidad (también presente en la Biblia), debe ser leída junto a lo que dicen muchos otros salmos, los profetas y Job: que los justos no siempre ven prosperar sus obras, sino que muchas veces acaban sobre un montón de estiércol; y acaban ahí no por ser malvados, sino precisamente por ser justos. Tal vez sea este uno de los mensajes más fuertes que atraviesa toda la Biblia. El éxito no es síntoma de nuestra justicia, ni la falta de éxito síntoma de maldad. La historia está llena, cada día, de justos fracasados y de malvados que tienen éxito. Pero nosotros no dejamos nunca de esperar que exista una relación entre felicidad y justicia, aunque todos sabemos, incluso el salmista, que la vida sería falsa si las desventuras y las fortunas llegaran en base a los méritos y las culpas. Aquí se pone de manifiesto la verdadera naturaleza de estos salmos de bienaventuranza: son deseo y oración al Dios justo para que en el mundo disminuya la injusticia. Es nuestro mismo deseo y nuestra misma oración, que nunca deben llegar a interpretar las desgracias propias y ajenas como castigo; eso sería la blasfemia más depravada.

Para terminar, ¿quiénes son los malvados? ¿Y quiénes los justos? Sabemos lo que pensaba Jesús de quien se consideraba justo. Entramos en los salmos como malvados sintiéndonos justos, y, si el camino funciona, al final saldremos justos sintiéndonos malvados. No hay un tiempo más favorable que este para meditar y rezar con los salmos. Muchos salmos nacieron en los momentos más tremendos de la historia de Israel. Algunos fueron generados durante el exilio, cuando entre las antiguas oraciones no encontraban ninguna otra capaz de expresar el inédito dolor por la patria perdida y el templo destruido. Los salmos se convirtieron en un templo móvil. Aquel largo luto espiritual generó otras oraciones nuevas, algunas de las más bellas del salterio. Quién sabe cuántos salmos nuevos se estarán generando hoy en nuestros hospitales. Tal vez los más bellos no serán recogidos ni narrados por nadie, pero no se perderán: “mis lágrimas están guardadas en tu odre” (Salmo 55). 

Los salmos proporcionan palabras para orar a quienes carecen de ellas. Son la primera oración de aquellos que vuelven a rezar. Algunas veces prestan sus palabras a quienes, sin tener fe, sienten el deseo de rezar en momentos tremendos, cuando la oración se convierte en hija única del silencio. Los salmos nos devuelven a las colinas del Sinaí, nos permiten escuchar de nuevo las palabras de Moisés, atravesar de nuevo el mar y después bailar con María el canto de la liberación. Un solo salmo basta para aprender el sentido de la Biblia y quizá también de la vida. Buen viaje.

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El alma y la cítara/1 – Los salmos son un camino a la oración también para quienes no creen o no encuentran palabras.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 29/03/2020.

«Dichoso el hombre que no sigue el consejo de los malvados,

ni en el camino de pecadores se detiene

ni en la sesión de los cínicos se sienta;

sino que su gozo es la ley del Señor

y la medita día y noche.

Será como un árbol plantado junto al río,

que da fruto en su sazón, 

y su follaje no se marchita;

todo cuanto hace prospera.

No así los malvados,

serán como tamo que arrebata el viento.

En el juicio, los malvados no estarán en pie,

ni los pecadores en la asamblea de los justos.

Porque el Señor cuida el camino de los justos,

pero el camino de los malvados se extravía». 

Salmo 1

Los salmos son un concentrado de la Biblia entera. Hoy comenzamos a comentarlos, situándonos en la encrucijada entre el camino del justo y el del malvado.

Comenzamos el comentario al Libro de los Salmos. Pero los salmos no se comentan. Se rezan, se cantan, se gritan. Son demasiado humanos. Están demasiado cargados de dolor y de amor, demasiado fundidos de hombre y de Dios. Sin embargo, los comentaremos, aun siendo conscientes de que nos quedaremos en la periferia de su misterio. Junto con los evangelios, el de los Salmos es el libro más conocido y traducido de la Biblia. Los salmos son una parte esencial y amadísima de la Biblia, entre otras cosas porque son una especie de destilado suyo, con el añadido de la poesía, el canto y la liturgia. En ellos se encuentran los profetas, la ley, los textos sapienciales y Job. Y en estos se encuentran los salmos. La composición de los salmos ha acompañado toda la historia de Israel, con la cual se cruzan y se entrelazan. Los primeros se remontan (al menos) a la época de David y los últimos llegan a las puertas del Nuevo Testamento.

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Hija única del silencio

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