El otro nombre de la fe

El otro nombre de la fe

El alma y la cítara/9 – Cuando vuelva el Hijo del Hombre verá en las relaciones humanas si «hay Dios».

Luigino Bruni.

Original italiano publicado en Avvenire el 24/05/2020.

«En este Espíritu, que es el amor entre el Padre y el Hijo, entre el Hijo y nosotros, entre nosotros y nosotros - todos los que tenemos alma -, en este Espíritu, que es nuestro amor, está toda nuestra salvación: volcada en su fuego, nuestra salvación humana se convierte en divina locura. Oh, si así fuera, oh, así sea».

Giuseppe de LucaL’intelligenza e la salvezza dell’anima.

La pregunta sobre la existencia de Dios también tiene cabida en la Biblia. El salmo 14 nos ayuda a entender que el ateísmo devoto es una enfermedad y que dejar de buscar a Dios supone perder al hombre.

«Piensa el necio en su interior: no hay Dios. El Señor observa desde el cielo a los hijos de Adán para ver si hay alguno sensato que busque a Dios» (Salmo 14, 1-2). Un comienzo genial para un salmo único en el salterio. Un comienzo especial, pues especial es la puesta en escena. Esta es la única vez que en la Biblia se escribe: no hay Dios. El mundo religioso antiguo también existía la duda de si los dioses no serían una invención del hombre. El hombre bíblico está más cerca de nosotros de lo que pensamos y escribimos. La pregunta sobre la existencia de Dios es una de las preguntas legítimas de la Biblia. 

Con toda probabilidad, el salmo 14 fue escrito durante el exilio babilónico. Los babilonios no eran ateos. Nos han dejado colecciones de oraciones bellísimas y tenían en gran consideración a sus dioses, a los que honraban con procesiones, templos y estatuas espectaculares. Así pues, los babilonios no decían explícitamente “no hay Dios”, y mucho menos lo decían los judíos. Entonces, la acusación del salmista ¿iba contra la falsa religión? ¿era una crítica idolátrica? No. La forma de la negación de Dios de la que habla este salmo no es la idolátrica. 

Dos elementos nos revelan cuál es, uno lingüístico y otro teológico. La palabra hebrea que usa el salmo 14 para decir «no hay Dios» es Elohim, que en la Biblia es el nombre genérico de la divinidad (los dioses). Si el salmista hubiera querido criticar la idolatría, el culto a dioses «falsos y mentirosos», el nombre usado tenía que haber sido YHWH, el nombre propio del Dios bíblico. Entre otras cosas, porque YHWH es el nombre de Dios más usado en el salterio y casi el único en el primer libro (salmos 1-41). El hecho de que aquí se use Elohim indica el deseo de dar a esa negación – no hay Dios – un valor que va más allá de la crítica idolátrica. En ese «no hay Elohim» se esconde algo universal y tremendamente importante para toda religión (y para todo ateísmo). ¿De qué “ateísmo” habla este salmo?

Lo descubrimos prestando atención al segundo elemento: «Todos están descarriados, en masa pervertidos. No hay uno que obre bien, ni uno solo. Devoráis a mi pueblo como pan … Os burláis del designio del desvalido» (3-4,6). Aquí encontramos la tesis profética de que la negación de Dios se revela en la negación del hombre, sobre todo en la negación de los pobres. «No hay Dios» no es una afirmación atea semejante a las que empezamos a conocer en Europa con la modernidad, sino la consecuencia de una idea central en la Biblia: hay Dios si hay hombre – el hombre es el otro nombre de la fe bíblica. «Devorar al pueblo como pan» es la expresión de este tipo de ateísmo. No es un asunto filosófico ni intelectual. Es mucho más que eso.

Ciertamente la vida social de los babilonios tuvo que causar una gran sensación en los judíos deportados. Los bancos que prestaban a interés y generaban deudores esclavos y la corrupción del poder en aquel gran imperio causaron una honda impresión en los judíos y en sus profetas. Ezequiel, profeta en el exilio, llegó incluso a formular una versión del pecado de Adán en el Edén como pecado económico: «Con tus muchas culpas, con tus sucios negocios, profanaste tu santuario» (Ez 28,18). Pero el ateísmo práctico encerrado en las costumbres socioeconómicas era mucho más general y no ocurría solo en Babilonia. Lo encontramos ya en Isaías, antes del exilio: «No me traigáis más dones vacíos más incienso execrable … Buscad el derecho, socorred al oprimido, defended al huérfano, proteged a la viuda» (Is 1,13-17). Isaías acusaba a sus conciudadanos, no a los babilonios; estigmatizaba a los asiduos frecuentadores del templo y a los practicantes que ofrecían sacrificios mientras pisoteaban el derecho y la justicia.

El salmista ve la ausencia de Dios en la ausencia del hombre. Estos pasajes permiten comprender que la teología bíblica se hace inmediatamente humanismo. Al Dios bíblico se le honra honrando a los hombres, a las mujeres y a los pobres. Vuelve una vez más la antropología del Génesis: somos imagen de Dios, y cuando alguien – un imperio o una cultura – deja de ver al hombre, deja de ver a Dios, aunque siga rezándole y alabándole en los templos. Es ateo, aunque todavía no lo sepa. Hay muchas maneras de decir “no hay Elohim”, “Elohim es nada” (según la traducción de Ceronetti); la que más le importa a la Biblia está clara: “el hombre es nada”, “el pobre es nada”. Y se dice con el único lenguaje verdaderamente importante: el del comportamiento y el de los hechos. El mundo siempre ha estado poblado por hombres religiosos que honraban a Dios y deshonraban a los hombres, que apreciaban a los dioses y despreciaban a sus semejantes. Ser religiosos no es garantía de no ser ateos. Si el salmista elige Elohim y no YHWH para hablarnos de este típico ateísmo, es porque también quiere decirnos que esta enfermedad del ateísmo devoto atraviesa todas las religiones, incluidas las bíblicas. Los hombres dicen “no hay Dios” con su forma de tratarse mutuamente y de tratar a los pobres. La Biblia no es un tratado de ética, pero por la ética de los hombres se ve si en el pueblo hay fe o no.

El salmo llama «necio» a quien dice «no hay Dios». ¿Cuál es la necedad de este ateísmo?  En primer lugar, se trata de un ateísmo colectivo, de una enfermedad que afecta al pueblo entero: «No hay uno que obre bien, ni uno solo». Esta necedad que lleva a negar a Dios no es, pues, un asunto que afecte a algún intelectual aislado o a algún filósofo escéptico. El ateísmo denunciado por el salmista es popular: no queda ni un solo creyente. La situación es parecida a la de Sodoma y Gomorra, a la de la Jerusalén donde Jeremías no encontró un solo justo (Jr 5,1). Es peor que la tierra recorrida en reconocimiento por el Satán, que al menos encontró un hombre justo: Job (cap.1). Es un mundo más corrupto que el anterior al diluvio, donde al menos había un justo: Noé.

Es bellísima la radicalidad de la Biblia – todos, ni uno siquiera. Todos necios. Todos lo somos cuando dentro de las instituciones, comunidades, movimientos, empresas e iglesias anida y se extiende la corrupción. Caemos en un “perversión en masa”. El (raro) verbo hebreo usado aquí, ’alah, expresa el contagio recíproco, la mutua contaminación. Aunque muchos sean asintomáticos, la corrupción alcanza a todos. Para salir de estas situaciones necesitaríamos a Noé, a Jeremías, a Abraham, a María. Pero no siempre están. Casi nunca están. Porque, para que «uno solo» no fuera necio, tendría que denunciar la injusticia y resistir mucho tiempo en su denuncia, tendría que soportar las persecuciones y, si no obtiene resultados, dimitir, despedirse, salir, disociarse. Estas acciones cuestan mucho y por eso son muy poco frecuentes en la tierra. También en estas dinámicas de “perversión en masa” somos todos hijos de Adán, solidarios en la corrupción, e incluso cuando los síntomas no son evidentes, somos por lo menos cómplices y por tanto necios.

La palabra que usa el salmo para decir “necio” es nabal. Nabal era el nombre del marido de Abigail. En el episodio del primer libro de Samuel, Nabal no comprendió cómo tenía que comportarse con David. No correspondió a sus regalos con otros regalos, no “reconoció” a David. Se habría desatado una guerra si no hubiera sido por la intervención de Abigail, que hizo todo lo que no había hecho su marido: fue agradecida, reconoció a David, lo llenó de regalos, fue generosa y supo honrar a su huésped: «No tomes en serio, señor, a Nabal, ese cretino, porque es como dice su nombre: se llama necio, y la necedad va con él» (25, 25). Abigail reconstruyó la relación rota por su marido, y con su regalo obtuvo el per-don de David, que reconoció en aquellas relaciones cuidadas la presencia de Dios: «Bendito el Señor, Dios de Israel, que te ha enviado hoy a mi encuentro» (32). Abigail fue la anti-Nabal, dijo “hay Dios” diciendo “hay hombre”, transformando la guerra en paz. No hay mejor manera de ben-decir a Dios, de ben-decir a Elohim – las mujeres lo saben bien, las mujeres lo saben mejor.

El salmo define al “sabio” (maskil) que Dios no encuentra en la tierra como “uno que busca a Dios”. Así pues, lo contrario de necio es buscador de Dios. Pero el primer buscador que encontramos en el salmo es Dios-Elohim, que se asoma a su balcón celestial para buscar al menos un hombre justo. Dios busca para encontrar a alguien que lo busque. La fe es un encuentro de búsquedas, una reciprocidad de deseos, que se convierte en relación ternaria: Dios busca un hombre capaz de buscarlo, buscándolo en el hombre – «...y el segundo mandamiento es igual al primero». Entonces el salmo 14 puede tener otro sentido: si el sabio es quien busca a Dios, el necio dice “no hay Dios” sencillamente porque no lo busca: ¿y si el ateísmo necio fuera el de aquel que ha dejado de buscar?

Un día, un hombre loco «buscaba a Dios». No lo encontró y anunció a todos que había muerto. Tal vez porque lo buscaba en el «mercado», donde «estaban congregados muchos de los que no creían en Dios» (F. Nietzsche, La gaya ciencia). Un mundo donde encontramos muerto al Dios que estábamos buscando es preferible a un mundo corrupto donde nadie puede decir “hay Dios”. Y si lo dijera, diría una cosa más falsa que el “no hay Dios” que dice el necio en esa misma situación. Hay un ateísmo menos necio que una fe proclamada en medio de la injusticia general. Si el Dios que buscamos ha muerto, siempre podemos esperar y pedir que resucite.

Cuando el «Hijo del hombre vuelva» no irá a los templos ni a las iglesias para ver si «todavía queda fe sobre la tierra» (Lc 12,7-8). Mirará nuestras relaciones sociales: mirará si nos queremos o no, mirará nuestros bancos, nuestra evasión fiscal, nuestros hospitales, los salarios de los jornaleros y los de los altos ejecutivos. Y, si sigue habiendo fe, solo la encontrará en la justicia y en la verdad de nuestras relaciones; si sigue habiendo fe, la reconocerá por nuestra respuesta al “designio del desvalido”.


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