El alma y la cítara/5 – El mañana llega en la inocencia, bendice el hoy y le cambia el nombre.
Luigino Bruni
Luigino Bruni.
Original italiano publicado en Avvenire el 26/04/2020.
«El éxito de los honrados lo festeja la ciudad,
y cuando fracasan los malvados, canta de júbilo.
Con la bendición de los rectos prospera la ciudad,
la boca de los malvados la destruye».
Libro de los Proverbios, capítulo 11.
La tentación de aplicar a Dios la idea económica y jurídica que nosotros tenemos de la justicia ha sido siempre fuerte. Pero la Biblia nos recuerda la gratuidad.
«Escucha mis palabras, Señor, atiende mi susurro; haz caso de mis gritos de socorro, ¡Rey mío y Dios mío! A ti te suplico, Señor» (Salmo 5, 2–3). Un hombre inocente es acusado de un delito. Ha intentado en vano defenderse. Ha agotado todas las posibilidades de apelación a la justicia humana. Solo le queda el Juez de última instancia. Madruga, se levanta antes que el sol y se dirige al templo para presentar a Dios su “causa”. Apenas consigue susurrar unas cuantas sílabas, un murmullo emitido con las últimas energías morales que le quedan: «Por la mañana escucha mi voz; por la mañana te expongo mi causa, y quedo aguardando...» (4). Atiende mi susurro. En las últimas audiencias de la vida solo queda aliento para un susurro. No hay oración más humana que un susurro en voz baja mezclado con el llanto. El susurro del hombre humillado y dolorido es la forma pura de la oración que conmueve el cielo y la tierra. Es también la oración laica más hermosa y humana que podemos decirnos unos a otros susurrando, entre la almohada, el respirador y el corazón, murmullos tan valiosos como la vida.
Este hombre sabe que es inocente, y denuncia y condena a los malvados que lo han infamado injustamente: «Tú no eres un Dios que quiera el mal… Detestas a los malhechores… A sanguinarios y embusteros los aborrece el Señor» (5–7). Y después alaba a Dios, que le escucha: «Yo en cambio, por tu gran amor, puedo entrar en tu casa… Por tu justicia guíame, Señor, en respuesta a mis enemigos; alláname tu camino» (8–9). La imagen del camino allanado es bonita. La justicia es también rectitud, es decir el arte de hacer rectos los caminos, de allanar los obstáculos, de quitar las piedras de tropiezo, o sea los escándalos. El camino del pobre está lleno de piedras y obstáculos. Leyes, decretos de los poderosos y trucos. La justicia debería allanar su camino y dejarle caminar libre. La buena historia humana es una progresiva transformación de los caminos accidentados en carreteras rectas y, después, un continuo esfuerzo por mantener arregladas estas carreteras, ya que, a la primera distracción, se vuelven a llenar de piedras y escándalos.
El hombre del salmo 5 usa una típica estructura retórica del salterio: “ellos… yo en cambio”. Ellos necios y mentirosos ... yo en cambio inocente. ¿Cuál es el sentido de este “yo en cambio”? Una primera lectura de estos versos nos llevaría a afirmar que el Dios bíblico escucha las oraciones en virtud de la justicia de aquel que las reza. En ese caso, la intervención de la justicia de Dios sería una respuesta a la justicia del hombre. Solo la oración del justo sería escuchada. Muchos así lo piensan y lo han pensado siempre, pues tendemos a atribuir a Dios las mismas características de los buenos jueces humanos. Delitos y penas, méritos y premios. Nos gusta tanto la justicia que no podemos imaginar un Dios que sea menos justo que nosotros. Por eso, primero creamos la justicia divina “a imagen y semejanza” de la nuestra y después, una vez creada, usamos esta justicia “divina” para dar un crisma sagrado a nuestra justicia humana, para condenar a los demás con la bendición de Dios. Hasta llegamos a fundamentar la meritocracia en la Biblia y en los Evangelios. Lo hemos hecho siempre y hoy no dejamos de hacerlo. Nosotros conocemos las leyes económicas y jurídicas y, sin querer, obligamos a Dios a convertirse en comerciante y en juez.
Pero hay una segunda lectura posible. Es la que no pone la razón de la escucha de la oración en los méritos/culpas de quien reza sino en la gratuidad de Dios. ¿Somos salvados porque somos buenos o nos volvemos buenos porque somos salvados? Esta antigua pregunta está en el corazón de la fe bíblica. San Pablo cita este salmo 5 (el versículo 10 sobre la maldad y la mentira de los demás) para decir una cosa que sigue la dirección de esta segunda interpretación: «No hay diferencia alguna; todos pecaron y están privados de la presencia de Dios, y son justificados gratuitamente por el don de su gracia» (Rm 3,23). Todos son justificados gratuitamente por el don de su gracia. Es una revolución enorme y todavía incompleta, porque la tentación de leer lo bueno que nos ocurre como recompensa por nuestros méritos y lo malo que les ocurre a los demás como fruto de sus culpas nos resulta demasiado fuerte. Nos gustan los regalos, pero aún nos gusta más creernos merecedores de los regalos. Pero si Dios se circunscribiera al perímetro de nuestra propia idea de justicia comercial y jurídica no tendríamos a nadie capaz de hacer evolucionar lo que ya llamamos justo en lo que es justo pero todavía no tiene este nombre.
Cuando las comunidades obligan a Dios a ser justo a la forma y manera de su justicia humana, se auto-encierran en trampas éticas que impiden que su justicia y la justicia de Dios puedan mejorar. Tal es el caso, muy frecuente en las religiones, de una teología estrecha que restringe lo humano. En cambio, la Biblia y su Dios han crecido junto a las interpretaciones que los hombres y las mujeres han dado de la justicia divina. También esto es reciprocidad entre el cielo y la tierra. Las mismas páginas bíblicas, los mismos salmos, han dicho cosas distintas a distintas generaciones de lectores. Y no solo por el desarrollo de las técnicas exegéticas, sino porque la evolución de nuestra idea de la justicia y el amor ha cambiado y ha enriquecido las preguntas que hemos aprendido a dirigir a Dios y a nosotros mismos. De este modo, las antiguas palabras bíblicas han aprendido palabras nuevas y distintas a partir del padecimiento de los hombres y de las mujeres. La Biblia es logos y dia–logos; solo nos habla si le hacemos preguntas, y espera que cada día repitamos: “sal fuera”.
Cada generación comprende el “sacrificio” de Isaac y la pasión de Cristo según haya sido capaz de generar y resucitar a partir de sus heridas un crecimiento de la idea de justicia. Hoy decimos cosas distintas – y así debe ser – acerca de los padres y los hijos, y acerca de los sentimientos que experimentan unos y otros frente a los montes Gólgota y Moria, porque hemos tenido miles de años para entender qué es morir y resucitar. Si nosotros aprendemos cosas nuevas sobre la vida, también la Biblia las aprende en nosotros, y de este modo consigue decirnos cosas que no podía decirnos hace dos mil años ni ayer. El Dios bíblico nos necesita para crecer, y necesita el crecimiento de nuestra justicia. La parábola del buen samaritano, que se hace cargo de un hombre “medio muerto”, siempre ha dicho cosas nuevas después de cada guerra, después de cada epidemia, o cada vez que hemos llegado nosotros mismos “medio muertos” a las urgencias de un hospital; y también dirá cosas nuevas hoy, cuando los médicos y los enfermeros nos han ampliado la semántica de la expresión “hacerse cargo”. Tal vez necesitábamos dos meses de iglesias cerradas y liturgias suspendidas para entender de otra manera, en esta hora, las palabras del Evangelio de Juan: «Llega la hora – ya estamos en ella – en que los adoradores verdaderos adorarán al Padre en espíritu y en verdad» (Jn 4,23).
Los cantos del salterio tienen mucho del canto de Job. Nuestro canon coloca los Salmos después del libro de Job porque no entenderíamos los salmos sin leerlos en compañía de Job, sin cantarlos desde su montón de estiércol, sin entonarlos fuera de las murallas, excomulgados como él, condenados por los amigos, dialogando con un Dios que tarda en llegar. También Job transformó su basurero en la sala de vistas de un tribunal, también él llevó al amanecer su “causa” ante Dios: «Con Dios deseo contender. He preparado mi defensa y sé que soy inocente» (Jb 13, 17–18). Así pues, si leemos la causa del salmista junto a la causa de Job podremos aprender algo nuevo sobre su Dios.
El autor del salmo 5 lleva ante Dios su causa y… “aguarda”. Job pide a Dios que descienda de su trono para ser avalista de su inocencia, y… aguarda. Ambos tienen en común la inocencia y la espera en una justicia distinta. No sabemos si esta justicia más justa llegó para el protagonista del salmo 5; no es tarea del salterio narrarnos los epílogos de las vicisitudes de sus personajes. Pero sabemos cómo acabó la oración de Job: a pesar de su inocencia, el Dios de Job no se presentó a la cita, y cuando, al final, llegó, no era el dios que Job esperaba. El dios que vino no era el de Job, sino el de sus amigos y su teología, un dios que se reveló mucho más pequeño que la justicia de Job, que había crecido junto con sus llagas.
Entonces, la bendición de la espera es un mensaje escondido en estas páginas bíblicas. La fe en una justicia distinta y más alta genera la esperanza no vana en la llegada, mañana, del verdadero Mesías, y en que sabremos reconocerlo como se reconoce a un amigo puesto que lo hemos esperado y deseado. El día del Mesías será mañana, pero este mañana bendice el hoy y le cambia el nombre. A nuestra generación no le falta solo la fe, le falta sobre todo la esperanza y el deseo de la espera.
Esta espera in-finita de la historia no es exclusiva de un club de inocentes y justos. Es también de los malvados y pecadores, porque siempre es posible meterse en alguno de los huecos de inocencia que cada hombre vive en algunos días luminosos de su vida – también Caín, también Judas, y por tanto también yo, aunque siempre tenga que luchar contra la tentación invencible de identificarme con la parte justa de los salmos. Nuestra bondad es más grande que nuestros pecados.
Otra vez, otro día, otro hombre en crisis y deprimido que quería morir bajo una retama, fue salvado por un susurro, por una «sutil voz de silencio» (1 Re 19). Aquella vez fue Dios quien aprendió a susurrar, y aquel murmullo llegó a oídos de Elías y lo resucitó. ¿Y si la oración fuera solo un encuentro de susurros? «Tú bendices al inocente, lo cubres y lo rodeas con el escudo de tu bondad» (13).