Pero podemos volvernos sinceros

Pero podemos volvernos sinceros

El alma y la cítara/10 – El hombre y la mujer tienen algo que Dios no tiene: palabras sin verdad.

Luigino Bruni

Pubblicato su Avvenire il 31/05/2020

Original italiano publicado en Avvenire el 31/05/2020

«Tyr perdió su mano derecha con ocasión de un juramento, falso, prestado a un lobo para convencerle de que se dejara atar. La mutilación de Escévola, en Roma, puede explicarse en relación con la mutilación de Tyr».

Dominique BriquelSul buon uso del comparativismo europeo in materia di religione romana.

La sinceridad es un rasgo típicamente humano, que crece junto con el dolor por las mentiras y las falsedades. Hoy, más que nunca, necesitamos la verdadera fuerza de una nueva sinceridad.

El hombre es el único ser capaz de mentir. Ni Dios ni los animales pueden mentir, exceptuando las pequeñas mentiras (quizá) de algunos simios. La sinceridad de un perro nos atrae y nos seduce porque sabemos que no es como la nuestra. Sabemos que los efectos de nuestras palabras y gestos dependen radicalmente de una cosa típicamente humana: la verdad. La posibilidad de decir palabras sin verdad es tan humana que ni siquiera Dios la posee. Esta es una de las paradojas del humanismo bíblico (y en general de muchas religiones): la mentira es algo que el hombre posee y Dios no. Una “carencia” que se convierte en un “plus”. El hombre, inferior en todo a los Elohim, puede convertirse en “superior” a ellos en las cosas más bajas, como la mentira, la maldad y el mal. Dios no sabe mentir, el hombre y la mujer sí. Aquí radica la fuerza seductora del pecado: no pecamos solo “para ser inmortales como Elohim”, como dijo la serpiente a la mujer; pecamos también porque nos atrae y nos ilusiona poder ser más que Dios, haciendo algo que Él no puede hacer, pues si lo hiciera sería como nosotros. Este extravagante primado antropológico contiene también una dimensión de belleza: la posibilidad de la mentira otorga a la sinceridad humana una altísima dignidad. Dios nos ha hecho “poco inferior a él” (Salmo 8) y en la sinceridad, paradójicamente, nos ha hecho “más que él”. 

Las civilizaciones siempre han tenido mucho miedo de la mentira. Han conocido su poder destructor en las comunidades, en las familias y en las sociedades. La han temido como mal mayor, tan fuerte y tan grande como la palabra. La Biblia, que vive de palabras, de palabras divinas reveladas con palabras humanas, de un Dios que habla con nuestras mismas palabras, es especialmente vulnerable y está expuesta a la palabra mentirosa. Tanto es así, que los momentos más elevados, espiritual y éticamente hablando, del Nuevo y del Antiguo Testamento, son acontecimientos creados por palabras verdaderas (la Alianza, los profetas, la Encarnación) pero también por palabras falsas (Caín, Jacob, Pedro). A la Biblia le aterroriza la mentira, porque la golpea exactamente en el corazón de su misterio. Su vida es toda palabra, y puede resultar herida cuando la palabra pierde verdad. La palabra es la protagonista del salmo 15: «Señor, ¿quién puede hospedarse en tu tienda? ¿quién habitará en tu monte santo? El de conducta intachable, el que practica la justicia y dice la verdad de corazón» (15,1-2).

Dice la verdad de corazón. El corazón puede contener una verdad que no se convierte en palabras. La sinceridad consiste en acompasar el contenido de las palabras con el del corazón. No existen las mentiras de buena fe. La sinceridad nos permite entrar como peregrinos y huéspedes en la tienda del Señor. La sinceridad de corazón es la entrada lateral del templo, por la que podemos entrar también nosotros, pecadores, en compañía del publicano (Lc 18,9-14), para rezar como él, para ser comprendidos y escuchados. Si no existiera esta puerta secundaria, la tienda del Señor sería una morada solo para justos, y se vería privada de la presencia de personas espléndidas aunque pecadoras: los sinceros. 

La mentira adopta múltiples formas. Una especialmente perniciosa es la calumnia: «No calumnia con su lengua, no hace mal al prójimo y no difama al vecino» (15,3). Pocas cosas muestran tanto la capacidad performativa que tiene la palabra. La palabra y la calumnia. La calumnia también crea la realidad cuando la dice, cambia el mundo hablando. Es una palabra perversa que crea el mal y la oscuridad mientras los dice. Es creación demoniaca, que nos recuerda que Dios y el bien no son los únicos señores de la palabra. Hablamos para bendecir o para maldecir. La maravillosa posibilidad de mejorar a las personas con nuestras bendiciones (y mejorar nosotros con las palabras buenas de otros) se equilibra con la experiencia de empeorarlas por las palabras malas, mal-diciéndolas. Pero, mientras que la gratuidad se desnaturaliza si es usada mal, la palabra es incapaz de resistir al abuso. En esto es menos potente que la débil gratuidad, que no es Dios pero está dotada de un dispositivo que la protege de la manipulación. En cambio, también Satanás habla, también los demonios usan la palabra para intentar cambiar el mundo, y a menudo lo consiguen. También la magia es cosa de palabras, también la blasfemia es palabra.

Al atarse a las palabras, Dios decidió compartir su fuerza junto con su fragilidad. Cuando, con infinita alegría y gratitud, quisimos escribir que “la palabra se hizo carne”, descubrimos que la palabra se hizo vulnerable y frágil como la carne de un niño, y luego palabra herida, humillada y crucificada, grito de abandono, y palabra resucitada con llagas. 

El salmo entra después en uno de los usos más antiguos, controvertidos e importantes de la palabra: el juramento: «No retracta lo que juró aun en daño propio» (14,4). Inmediatamente se desvela la naturaleza del juramento, como instrumento al servicio de la verdad de la palabra, como auxilio en el cumplimiento de nuestras promesas.

Inventamos los juramentos porque aprendimos a reconocer el poder de los perjuros. Conocimos el dolor infinito de los pactos rotos, de las comunidades, familias y ciudades destruidas por palabras falsas y vacías, de los desastres causados por las mentiras de aquellos que anteponen sus falsos intereses a la verdad de las palabras propias y ajenas. La palabra es el alma de la confianza, que es la cuerda que une a las comunidades y a las personas y sostiene todo el edificio social – en Roma el dios de los juramentos se llamaba Dius Fidius, un nombre profundamente relacionado con la fides-confianza. Si perdemos contacto con la verdad de las palabras, en los inviernos caminaremos sobre una capa de hielo demasiado delgada para sostener el peso de nuestros pasos. Toda promesa se fundamenta en la fe en una palabra, en la esperanza en que bajo el hálito vital hay algo serio, algo hermosos, algo más; “algo” para lo que no hemos encontrado palabra mejor que verdad. Si no creyéramos, esperáramos y amáramos esta posibilidad verdadera, no pronunciaríamos ningún “para siempre”, no diríamos “te quiero”, ni “perdóname”, ni “lo siento”, y tampoco creeríamos los de los demás.

Pero esta urgencia de palabras verdaderas choca con la evidencia, milenaria, de la fragilidad de la palabra propia y ajena, con la incapacidad de dar fe de la palabra dada cuando mantener la fidelidad y la lealtad es costoso. Por eso los hombres han inventado instrumentos para reforzar las palabras y por tanto los pactos. Han añadido gestos (como, por ejemplo, el apretón de manos) y sobre todo han incluido las palabras dentro de las liturgias religiosas. Escribimos nuestros pactos y nuestras promesas y después los llevamos a los altares; prometemos decir la verdad poniendo la mano sobre el corazón o sobre la Biblia, esperando que su verdad (la de la Biblia y la del corazón) dé fuerza a nuestras palabras.

El juramento es una especie de contrato con nuestras palabras; nos comprometemos con otras palabras a pagar un precio en caso de traicionar las palabras que nosotros mismos estamos pronunciando. Pedimos a nuestras palabras distintas que vengan en ayuda de nuestras palabras ordinarias, que son más débiles que nuestra sinceridad, y lo sabemos. “Lo juro por mis hijos” es una expresión antigua que ha arraigado en nuestro lenguaje. La fuerza máxima del juramento se alcanzaba cuando se decía: “lo juro por Dios”, asociando a la divinidad como garantía de la verdad de nuestras palabras. Cuando juramos, invocamos hoy palabras más grandes para que mañana puedan salvar nuestras palabras de ayer de su fragilidad. La humildad es la raíz de los juramentos.

A pesar de la crítica que encontramos en los Evangelios – motivada por un uso formal y vacío de los juramentos tan presentes en la Biblia hebrea, que acabó debilitando la fuerza de las palabras humanas y de la invocación a Dios –, la Iglesia y Occidente siguieron recurriendo a los juramentos para reforzar las palabras. Después, la secularización de la cultura trajo consigo un progresivo abandono de los juramentos, y nos hemos encontrado con palabras cada vez más débiles, con promesas y pactos cada vez más frágiles, con la ilusión de que las hipotecas y los avales podían ser suficientes para sostener nuestras palabras débiles. No me sorprende que el salmo 15 termine con la economía: «No presta dinero a usura y no acepta soborno contra el inocente» (15,5).

Usura y manifestación de poder y voluntad de control enmascarados por regalos que capturan a quienes los aceptan dentro de unas relaciones perversas. Las mordidas y la corrupción son, antes que nada, palabras carentes de verdad. Antes que transacciones económicas equivocadas, son palabras falsas. Detrás de estos contratos y actos económicos perversos se esconden discursos falsos, palabras que han perdido todo contacto con la verdad. La usura es una promesa perversa porque a un hijo que pide un huevo le da un escorpión (Lc 11,12).

Cuando encontramos una conexión con la verdad escondida dentro de las palabras que nos decimos, podemos hacer renacer empresas, asociaciones, contratos y relaciones de trabajo. La crisis que estamos viviendo es también una crisis de palabras y de promesas. Saldremos de ella no solo encontrando una vacuna contra el coronavirus. También necesitaremos una nueva verdad de las palabras. Los grandes dolores pueden generar una nueva sinceridad.

Somos buenos en muchas cosas, pero somos muy buenos cuando tenemos todos los incentivos y los intereses para decir una mentira y sin embargo decimos la verdad. Elegir la verdad onerosa cuando tenemos a disposición la mentira a coste cero (o incluso con beneficio), hace que la verdad sea más verdadera, más bella, divina. Si solo los hombres y las mujeres pueden ser mentirosos, entonces solo las mujeres y los hombres pueden ser sinceros. En el Edén, Adán era inocente, pero solo se hizo sincero tras la expulsión, cuando perdió la inocencia y conoció el precio de la mentira y aprendió el valor de la sinceridad – y nosotros con él. Sincero es un adjetivo hermoso, totalmente nuestro, cuyo valor deriva de todas las mentiras que hemos dicho y un día dejamos de decir, de las que podíamos haber dicho y no hemos dicho.


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