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de Luigino Bruni
Publicado en pdf Città Nuova n.12/2016 (104 KB) diciembre 2016
No es fácil entender lo que está ocurriendo realmente con el pujante fenómeno de la economía colaborativa o sharing economy. Entre otras cosas, porque esta expresión ampara experiencias muy variadas, a veces incluso demasiado variadas.
[fulltext] =>Empecemos con una premisa. Si vemos el proceso de desarrollo de la economía de mercado desde una perspectiva de largo plazo, observaremos que la economía colaborativa de hoy es una etapa coherente de la evolución de la relación entre mercado y sociedad. Desde el principio, el mercado creció en sinergia con el ámbito social. Hace un milenio, dos precedentes dieron paso a la economía de mercado en Europa: nuestros antepasados tomaron retazos de vida en común que hasta entonces estaban regidos por normas e instrumentos comunitarios y los pusieron bajo el control de la moneda, y después inventaron nuevas relaciones gracias a los nuevos instrumentos económicos y monetarios. Así, en lugar de seguir tejiendo la ropa para el autoconsumo, en casa o dentro del clan, comenzaron a venderla y comprarla en las plazas. Gracias al comercio de la seda y de las especias, se conocieron personas y pueblos que hasta entonces eran desconocidos, cuando no enemigos. La vía de la seda fue durante siglos un gran camino de colaboración que unió mercaderes y civilizaciones lejanas. La economía de mercado siempre ha vivido de estos lazos entre socialidad y contrato, entre bienes económicos y bienes relacionales, entre moneda y gratuidad. En los últimos dos siglos, los espacios sociales entrelazados con los mercados han crecido mucho, y hoy son verdaderamente muy pocos los lugares a los que no llega el intercambio monetario. El mercado cada vez se extiende más, poniendo precio a actividades que antes realizábamos gratuitamente e inventando continuamente nuevas relaciones de mutuo provecho para responder a nuestras necesidades y deseos.
Lo que ocurre hoy en el planeta de la economía colaborativa debe ser leído en el contexto de este largo camino de Occidente, y de Europa en particular. Si queremos intentar dar una definición sustancial de la economía colaborativa, podríamos decir que es aquella actividad que aúna, si bien en distintas dosis, tres características: a) el mercado convive con cierta dimensión de gratuidad (de tiempo, de energías, de dinero); b) los contratos están entrelazados con los bienes relacionales; c) el intercambio nace de un provecho mutuo explícito e intencionado. La novedad consiste en mantener juntas estas tres dimensiones, pues siempre han existido experiencias con una o dos de estas características. Si atendemos a las experiencias concretas, la primera dimensión (a) es la más difícil de encontrar en la práctica, porque cuando el mercado se junta con la gratuidad tiende a desplazarla, aunque no siempre y no necesariamente es así.
En su conjunto, debemos estar muy contentos del desarrollo de la economía colaborativa, que está aumentando las ocasiones de encuentro y de reciprocidad en nuestro tiempo, y está haciendo crecer la biodiversidad de formas económicas y cívicas en la sociedad.
Sin embargo, este creciente desarrollo de la economía colaborativa produce también algunos efectos colaterales poco visibles. Pensemos, por ejemplo, en los llamados ‘home restaurant’. Son familias que ofrecen comidas a personas desconocidas a precios inferiores a los de los restaurantes. Si este fenómeno crece, es posible que llegue un día en que nadie nos invite a cenar si no aportamos algo. Aquellos que carecen de recursos económicos se verán muchas veces obligados a quedarse en su casa. Evidentemente estos fenómenos sólo se convierten en socialmente relevantes cuando superan ‘un punto crítico’. Pero, por desgracia, el punto crítico suele superarse sin tener conciencia de ello. Y una vez superado, lo dejamos a nuestras espaldas y ya no lo vemos. Pronto podríamos encontrarnos con que un amigo nos pidiera 20 euros por escucharnos una hora, haciéndonos un descuento del 50% sobre el precio habitual del recién nacido mercado de las escuchas de pago. Si eso ocurriera, habríamos olvidado la antigua verdad de que escuchar a un amigo tiene un valor infinito precisamente porque no tiene precio, porque es impagable.
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de Luigino Bruni
Publicado en pdf Città Nuova n.12/2016 (104 KB) diciembre 2016
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de Luigino Bruni
publicado en pdf Città Nuova n.11/2016 (116 KB) de noviembre 2016
Las grandes empresas de nuestro tiempo cada vez prestan más atención a la gestión de las emociones. Las organizaciones económicas están empezando a darse cuenta, instintivamente, de que estamos inmersos en una profunda transformación antropológica y tratan, como pueden, de encontrar la solución. El capitalismo, debido a su capacidad de anticipar necesidades y deseos, está comprendiendo que en nuestro tiempo hay un océano, de proporciones inéditas e inmensas, hecho de soledad, de escasez de atención y ternura, de carestía de estima y reconocimiento, de necesidad de ser vistos y amados. Y se está preparando para satisfacer también la “demanda” de estos nuevos mercados.
[fulltext] =>Por otra parte, los protagonistas de nuestra economía saben que la fragilidad emocional de los trabajadores representa, para ellos, un vulnus cada vez mayor. Una fragilidad que viene de la desaparición casi repentina de todo un patrimonio milenario de educación y cultivo de las emociones. Las generaciones pasadas aprendieron a vivir juntas sufrimientos, alegrías y crisis. Y aprendieron a elaborar el luto. La literatura, la piedad popular y la poesía nos enseñaban a sufrir por el dolor ajeno, incluso por el de aquellos a quienes no conocíamos y nunca abrazaríamos. El luto era un acontecimiento total que, en su duración limitada, lo absorbía todo (en mi casa cuando moría un vecino no se ponía la televisión). Esta gestión de las emociones nos enseñó a sufrir por los desconocidos. Pero sin religiones, literatura ni arte sólo se llora por la naturaleza (parientes y amigos íntimos); no se llora por la cultura: por los desconocidos, que nunca son tan desconocidos como para no sentirlos hermanos. Nosotros hemos olvidado esta forma de gestionar las emociones y nos encontramos en una especie de “sábado santo de las emociones”, a la espera de una resurrección.
Una señal de esta emergencia emocional de nuestro capitalismo es la presencia, cada vez más masiva en las empresas, de coaches, consejeros y psicólogos empresariales. La oferta de nuevos másters en “gestión de los recursos emocionales” y “desarrollo de la inteligencia emocional” crece como la espuma. Todo eso nos dice que la crisis emocional es grande y que de ella surgen muchos conflictos relacionales nuevos y un malestar del alma. En el trabajo y en casa.
Los resultados son por ahora más bien decepcionantes, como no podría ser de otro modo, ya que en las empresas se están concentrando, cada vez más, las grandes contradicciones de nuestro tiempo. La fábrica ya no es la “morfología del capitalismo”. Así pues, la empresa no puede ser la que cure la pobreza emocional de sus trabajadores, porque la enfermedad es mucho más amplia que la que se manifiesta dentro de sus límites.
Pensemos, por ejemplo, en el enorme cambio, también laboral, que está generando la evolución de Internet. Muchas relaciones sociales se viven y se gestionan ya en el ambiente de las redes sociales. Interacciones sin cuerpo, donde se intercambian millones de palabras distintas de las que nos decimos o nos diríamos si nos viéramos las caras o nos diéramos la mano. No vemos cómo enrojecen las mejillas, ni cómo se humedecen los ojos o cómo tiembla la voz. Y así, con símbolos (emoticonos) y palabras, decimos otras cosas nuevas y distintas, casi siempre menos responsables y verdaderas.
Dada la importancia que estos nuevos “lugares” tienen para los adolescentes y los jóvenes (ahora ya también para los niños), deberíamos invertir mucho más en la educación de las emociones en la era de Internet. Y deberíamos reflexionar más sobre el hecho de que este ambiente está gestionado por enormes multinacionales con ánimo de lucro. Hablar más y reflexionar más sobre la trivialización de las palabras y los signos. El “corazón” y los “besos” son importantes y hay que gestionarlos con cuidado y con moderación, para que no se conviertan en corazones y besos vacíos, y después no podamos disponer de ellos cuando los necesitemos de verdad para dárselos a alguien de carne y hueso, y sólo a él o a ella.
También en el uso de estos instrumentos, que son una gran bendición, debería aplicarse el principio de subsidiariedad: una palabra enviada a una red social sólo es buena si ayuda (subsidia) a las palabras buenas que nos diremos cuando nos veamos fuera de la red. Aprenderemos de nuevo a trabajar si aprendemos a estar juntos, en alma y cuerpo.
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Firmas – Más allá del mercado
de Luigino Bruni
publicado en pdf Città Nuova n.11/2016 (116 KB) de noviembre 2016
Las grandes empresas de nuestro tiempo cada vez prestan más atención a la gestión de las emociones. Las organizaciones económicas están empezando a darse cuenta, instintivamente, de que estamos inmersos en una profunda transformación antropológica y tratan, como pueden, de encontrar la solución. El capitalismo, debido a su capacidad de anticipar necesidades y deseos, está comprendiendo que en nuestro tiempo hay un océano, de proporciones inéditas e inmensas, hecho de soledad, de escasez de atención y ternura, de carestía de estima y reconocimiento, de necesidad de ser vistos y amados. Y se está preparando para satisfacer también la “demanda” de estos nuevos mercados.
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Luigino Bruni
publicado en: Città Nuova el 24/08/2016
El campanario de la iglesia de Amatrice, que sigue marcando las 3.36, es una imagen fuerte que expresa lo ocurrido esta noche. Ese minuto ha sido el último minuto para muchas víctimas. Un minuto que se recordará para siempre porque quedará grabado en la carne y en el corazón de sus familiares y será recordado por nuestro país, cuya historia reciente es también una serie de relojes detenidos para siempre por la violencia de los hombres o de la tierra.
[fulltext] =>Yo también lo recordaré para siempre, porque este grito de la tierra ha llegado hasta la casa de mis padres en Roccafluvione, donde me encontraba de visita, a 20 kilómetros de Arquata del Tronto. Ha sido una larga noche de miedo, de dolor y de pensamientos sobre Amatrice, Arquata, Accumuli, pueblos de mi niñez, vecinos de los pueblos de mis abuelos, a los que iba en verano acompañando a mi padre que trabajaba como vendedor ambulante de pollos. Y más pensamientos, pensamientos que sólo se pueden tener en las noches tremendas.
Pensaba que el tiempo medido hasta las 3.36 por el reloj del campanario, que se había quedado parado, muerto, no era más que una dimensión del tiempo, la que los griegos llamaban kronos, pero que no era más que la superficie, el suelo del tiempo.
En el mundo está el tiempo que gestionamos, domesticamos, construimos y usamos para vivir. Pero por debajo hay otro tiempo: el tiempo de la tierra. Este tiempo no humano, a veces inhumano, gobierna el tiempo de los hombres, de las madres, de los niños. Y pensaba que no somos nosotros los dueños de este otro tiempo, más profundo, abismal y primitivo, que no sigue nuestros pasos y a veces incluso va a contrapié de los que caminan por encima.
Cuando en estas noches tremendas advertimos ese otro tiempo sobre el cual caminamos nosotros y construimos nuestras casas, nace una certeza completamente nueva de que somos “hierba del campo”, regada y alimentada por el cielo, pero también tragada por la tierra. La tierra, la de verdad y no la romántica e ingenua de las ideologías, es a la vez madre y madrastra. El humus genera al homo, pero también lo convierte en polvo, unas veces bien, en el momento propicio, y otras veces mal, demasiado pronto y con demasiado dolor.
El humanismo bíblico lo sabe muy bien y por eso combate contra los cultos paganos de los pueblos cercanos que querían hacer de la tierra y de la naturaleza una divinidad. La fuerza de la tierra siempre ha fascinado a los hombres, que han intentado comprarla con magia y sacrificios.
Y así, mientras trataba en vano de recuperar el sueño, pensaba en los libros tremendos de Job y de Qohélet, que tal vez es en estas noches cuando se entienden. Esos libros nos dicen que ningún Dios, ni siquiera el verdadero, puede controlar la tierra, porque también Él, una vez que entra en la historia humana, es víctima de la misteriosa libertad de su creación.
Ni siquiera Dios puede explicarnos por qué los niños mueren aplastados por las antiguas piedras de nuestros pueblos; y no nos lo puede explicar porque no lo sabe, porque si lo supiera sería un ídolo monstruoso.
Dios, que hoy mira la tierra de las tres “aes” (Arquata, Accumuli, Amatrice), sólo puede hacerse nuestras mismas preguntas, gritar, callar y llorar junto a nosotros.
Y quizá recordarnos con las palabras de la Biblia que todo es vanidad de vanidades; todo es vapor, soplo, viento, niebla, deshecho, nada, efímero. En hebreo vanidad se escribe hebel, la misma palabra con la que se nombra a Abel, el hermano al que dio muerte Caín. Todo es vanidad, todo es un infinito Abel; el mundo está lleno de víctimas. Eso sí lo podemos saber. Lo sabemos y lo olvidamos demasiado pronto. Estas noches y estos días tremendos nos lo recuerdan
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Luigino Bruni
publicado en: Città Nuova el 24/08/2016
El campanario de la iglesia de Amatrice, que sigue marcando las 3.36, es una imagen fuerte que expresa lo ocurrido esta noche. Ese minuto ha sido el último minuto para muchas víctimas. Un minuto que se recordará para siempre porque quedará grabado en la carne y en el corazón de sus familiares y será recordado por nuestro país, cuya historia reciente es también una serie de relojes detenidos para siempre por la violencia de los hombres o de la tierra.
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Luigino Bruni
Publicado en Città Nuova nº 6/2016 – Junio 2016
Han pasado 25 años desde que, en mayo de 1991, Chiara Lubich lanzara en Brasil la semilla de la Economía de Comunión (EdC). Entonces yo era un joven recién licenciado en economía y sentí que lo que estaba ocurriendo en Sao Paulo tenía que ver también conmigo. Aún no sabía cómo, pero intuía que yo formaría parte de aquella historia que estaba comenzando. Hoy sé que haber acompañado el desarrollo de aquel “sueño” ha sido un acontecimiento decisivo en mi vida. Mi vida habría sido muy distinta sin aquel encuentro profético entre una mirada de mujer y el pueblo brasileño.
[fulltext] =>El muro de Berlín acababa de caer y en aquel mundo y en aquel tiempo la propuesta lanzada por Chiara a los empresarios de compartir sus talentos, sus riquezas y sus beneficios para ocuparse directamente de la pobreza, resonó como una gran innovación, que hizo de la EdC una novedad económica y social importante y de frontera en el ámbito de la responsabilidad social de la empresa, que todavía se encontraba en sus primeros tiempos. No se trataba simplemente, como dijo algún economista (Serge Latouche, por ejemplo), de una reedición del “empresariado católico”. El ADN de aquella semilla llevaba también una idea distinta de la naturaleza de los beneficios y por consiguiente de la empresa, entendida como bien común, en una perspectiva global y mundial (no muy frecuente en aquellos años). Los empresarios se vieron involucrados de este modo en la solución a un problema social de desigualdad.
A Chiara le impresionó el contraste entre las favelas y los rascacielos de la ciudad de Sao Paulo, pero en lugar de lanzar un proyecto social en las periferias de la ciudad o una actividad de captación de fondos, dirigió su invitación a los empresarios, que, como sabemos, no tienen como objetivo primario la creación de beneficios para donarlos fuera de la empresa, porque, cuando las empresas son honradas, no hay muchos beneficios extra y los que hay muchas veces son reinvertidos en la propia empresa. Así pues, la EdC lleva dentro de sí la intuición de que para reducir la pobreza y la desigualdad hay que reformar el capitalismo y, por consiguiente, su institución principal: la empresa. El lenguaje con que se expresó la intuición de Chiara y su primera mediación cultural y económica fueron los que estaban a disposición de la sociedad, de la Iglesia, del pueblo brasileño y del Movimiento de los Focolares.
Pero a 25 años de distancia, el gran reto colectivo que se le plantea a la EdC consiste en expresar las intuiciones clave de 1991 en palabras y categorías capaces de hablar y ser comprendidas en un mundo cultural y socioeconómico que en estos 25 años ha cambiado radicalmente. También la frontera de la responsabilidad social de las empresas y la comprensión de las pobrezas han avanzado mucho con el cambio de milenio. El mundo de la empresa social se ha convertido en un movimiento variado, dinámico y en constante crecimiento. La llamada sharing economy está produciendo en todo el mundo experiencias muy innovadoras.
La reflexión sobre la pobreza y las acciones para aliviarla se han enriquecido, gracias al pensamiento y a la acción de economistas como Amartya Sen o Muhammad Yunus.
A finales del segundo milenio, compartir los beneficios de las empresas a favor de los pobres y de los jóvenes representaba una innovación en sí misma. Pero si en 2016 seguimos encarnando la propuesta de la EdC con aquellas mismas formas, la propuesta parecerá obsoleta e insuficientemente atractiva, sobre todo para los jóvenes. En un mundo social y económico radicalmente distinto, la EdC está llamada a regenerarse, como está haciendo y como siempre ha hecho para llegar viva a sus “bodas de plata”. Y de bodas se trata, porque cada vez que un carisma logra encarnarse, hay un encuentro esponsal entre cielo y tierra, entre ideal e historia. Bodas como las de Caná, cuando el agua se convirtió en vino porque una mujer vio que la gente se había quedado sin vino, creyó, pidió y obtuvo el milagro. La Economía de Comunión seguirá viviendo y llegará a su 50º cumpleaños y más, si hay mujeres y hombres con una “mirada distinta”, capaces de darse cuenta de lo que le falta a la gente de su tiempo y de pedir el milagro del agua transformada en vino, de los beneficios convertidos en alimento del cuerpo y del corazón. ¡Felicidades, EdC!
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Publicado en Città Nuova nº 6/2016 – Junio 2016
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Città Nuova n.03/2016 (41 KB) - Marzo 2016
Nuestro capitalismo está tomando prestadas de la sociedad civil muchas palabras que tienen capacidad de generar y las está reciclando con ánimo de lucro. Este fenómeno no ha pasado inadvertido para Luc Boltanski y Eve Chiapello, quienes sostienen en su libro “El nuevo espíritu del capitalismo” (Akal) que el moderno “espíritu del capitalismo” consiste en su capacidad para “reciclar” e incorporar las mayores críticas que se le han hecho a lo largo de su historia reciente y convertirlas en los principales factores de cambio e innovación, en vagones de su tren.
[fulltext] =>Las críticas “sociales” (socialistas, obreras, ambientalistas...) y “estéticas” (las de los intelectuales y artistas), que supusieron la principal reacción al capitalismo en la segunda mitad del siglo XX, en lugar de provocar la caída del capitalismo se han convertido en su punta de lanza, dando paso al nuevo capitalismo de hoy, en el que los principales actores son empresas creadas por jóvenes con culturas y mentalidades muy distintas a las de los capitalistas del siglo pasado. De esta manera, en las grandes empresas cada vez es más frecuente el desarrollo del balance social y medioambiental, la “empresa social”, la atención al bienestar laboral, hasta llegar a los recientes conceptos de “capital simbólico” o incluso “espiritual” de la empresa. En paralelo a la inclusión y transformación de las críticas sociales, este capitalismo ha interiorizado también las críticas “estéticas”, dando vida a una nueva fase creativa. El capitalismo se transforma camaleónicamente, alimentándose de todo lo que encuentra por el camino, como los antiguos imperios, que conquistaban a los pueblos enemigos y englobaban su cultura, su arte y su religión.
Una novedad principal de este espíritu es que ha adoptado, más o menos conscientemente, la metáfora vegetal y ha abandonado la animal. Las plantas, debido a su característica fundamental de estar enclavadas en la tierra, han desarrollado a lo largo de la evolución mecanismos para poder sobrevivir a los ataques de los animales y a los cambios del ambiente. De esta manera, logran sobrevivir incluso aunque se destruya el 80% de su cuerpo.
No tienen una organización jerárquica, se desarrollan en colonias, sin un centro del que dependa la vida del todo. En cambio, los organismos animales viven en base a órganos especializados y la muerte de un órgano vital comporta la muerte del organismo. Las empresas tradicionales, que se desarrollaban en altura y producían una fuerte división funcional del trabajo, se parecían a los animales y por consiguiente eran muy vulnerables cuando faltaba el “centro” (por ejemplo, el empresario). La organización vegetal y en red de las nuevas empresas logra adaptarse mejor a un ambiente cambiante, es más plana y más resistente a la sucesión de directivos y empresarios. Un paradigma muy atractivo y viral.
Por este motivo, entre otros, la cultura de la economía y de la empresa se está convirtiendo en la cultura de nuestra vida cívica. Cada vez hay más ámbitos no económicos que toman prestado el lenguaje del mercado. Ganadores y perdedores, meritocracia, eficiencia, velocidad… son ya términos de la escuela, la sanidad, la cultura y la política, e incluso están ya a las puertas de la Iglesia y las familias.
Estamos asistiendo a una progresiva y silenciosa ocupación del ámbito cívico por parte del económico, sin que opongamos ninguna resistencia cultural, entre otras cosas porque el léxico económico se presenta como una técnica, éticamente neutral y por consiguiente de aplicación universal. La capacidad de discernimiento moral de nuestro tiempo se ha ofuscado y los mejores intelectuales ya se mueven dentro de la cultura dominante y están tan envueltos de su líquido amniótico que no son capaces de verla y criticarla como a un “tú”. Mientras tanto los grandes flujos financieros dominan el mundo.
Hace falta una nueva fase crítica del capitalismo, pero no del capitalismo del siglo XX. Para ello antes hay que entenderlo, estudiarlo, penetrar en sus lógicas e incluso tratar de orientar su gran potencial a la solución de los grandes problemas. Nuestras ciudades siguen pobladas por demasiados pobres y la desigualdad va en aumento. No debemos quedarnos tranquilos.
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Firmas – Más allá del mercado
Luigino Bruni
Publicado en pdf Città Nuova n.03/2016 (41 KB) - Marzo 2016
Nuestro capitalismo está tomando prestadas de la sociedad civil muchas palabras que tienen capacidad de generar y las está reciclando con ánimo de lucro. Este fenómeno no ha pasado inadvertido para Luc Boltanski y Eve Chiapello, quienes sostienen en su libro “El nuevo espíritu del capitalismo” (Akal) que el moderno “espíritu del capitalismo” consiste en su capacidad para “reciclar” e incorporar las mayores críticas que se le han hecho a lo largo de su historia reciente y convertirlas en los principales factores de cambio e innovación, en vagones de su tren.
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de Luigino Bruni
publicado en pdf Città Nuova nº 01/2016 (57 KB) del 10/01/2016
La economía de mercado ha producido auténticos milagros, pero hoy debe cambiar si quiere salvarse. Ha permitido que personas desconocidas se encontraran de forma pacífica y constructiva, se conocieran y se “hablaran” intercambiando cosas. Ha llenado el mundo de colores, con una infinidad de bienes. Ha ampliado la biodiversidad cultural. Ha multiplicado la riqueza, potenciando al máximo la libertad y la creatividad de los individuos. Ha dado lugar a la mayor cooperación de la historia humana.
[fulltext] =>Detrás de los actos más sencillos que realizamos en nuestras ciudades, como encender la luz de la habitación o comprar un helado, se encuentra la cooperación implícita de miles, a veces millones de personas, que trabajan para nosotros sin saberlo ni quererlo.
Llevaba meses viendo en la calle vendedores que ofrecían unos utensilios largos a los turistas, hasta que un día entendí que eran alargadores para hacerse “selfies”. El mercado satisface nuestras necesidades un segundo después de que las hayamos detectado o, a veces, incluso un segundo antes.
Este lado luminoso de la economía de mercado todos lo ven. Pero también hay lados oscuros o negros. Por ejemplo, el negocio de las armas en todas las guerras alimentadas e inducidas por los intereses económicos de los gobiernos y de las industrias occidentales. No debemos olvidar esto mientras lloramos por París, Beirut y Siria, y por los hijos de otros, que han muerto bajo unas armas fabricadas al lado de nuestras casas, con nuestro silencio.
El mercado no logra corregir sus peores efectos colaterales. Sabe corregir pequeños daños, pero no los grandes. Sin estados, instituciones y sociedad civil que obliguen a las empresas a reducir las emisiones nocivas para el medio ambiente, a reconocer derechos a los trabajadores, a no esconder los defectos (casi) invisibles de sus productos, las empresas únicamente implementarían aquellas prácticas que tienen una traducción inmediata en el aumento de los beneficios, puesto que son fácilmente reconocibles por los clientes y útiles para su reputación. No cabe duda de que en el mercado hay algunos empresarios y ejecutivos que atribuyen un valor intrínseco a la legalidad y a la ética. Pero en una economía globalizada, donde los fondos de inversión y los grandes bancos son propietarios de muchas empresas, cada vez resulta más difícil encontrar un rostro humano y una conciencia detrás de las decisiones.
Por eso, las democracias modernas desde siempre asignan a las instituciones la tarea de controlar y regular la actuación de las empresas. El verdadero mercado no ha sido nunca sólo mercado, sino un entramado de actores, de controladores y controlados.
Pero esta división de tareas sobre la que hemos construido nuestras democracias en los dos siglos pasados hoy está en una profunda crisis. Ya no podemos aceptar que las empresas actúen respondiendo sólo a sus propietarios y a los consumidores y que la ley las regule y controle. Las empresas, y sobre todo las instituciones financieras, se han hecho demasiado grandes, ricas, globales y poderosas como para pensar que es posible controlarlas desde fuera y al final.
Hace falta un cambio interno radical: las instituciones deben usar la fuerza que todavía tienen para pedir a las grandes empresas y a los bancos globales que cambien su gobierno. No deben seguir siendo gestionadas por consejos de administración elegidos únicamente por sus propietarios. Se han convertido en demasiado importantes para la vida de todos, por lo que los trabajadores, la sociedad civil y representantes independientes de los intereses de los más pobres, deben entran en sus Consejos de Administración y tener voz y voto en las decisiones ordinarias de gobierno.
En todas las grandes empresas y bancos debe existir un “comité ético” independiente con poderes efectivos. La economía se ha hecho demasiado importante como para dejarla sólo en manos de los economistas, financieros y accionistas. Ni siquiera son suficientes los consumidores, “votando con la cartera”. Hay demasiadas personas condicionadas por las decisiones de las empresas, que no “votan” porque son pobres o están demasiado lejos.
Y porque hay industrias (como las de las armas o los juegos de azar) donde los que protestan no pueden votar porque no compran. La economía de mercado y la democracia no se salvarán sin una verdadera democracia económica.
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de Luigino Bruni
publicado en pdf Città Nuova (63 KB) nº. 23/24 del 10-25/12/2015
Una característica que marca el comienzo de este tercer milenio es la rápida y enérgica ampliación de la esfera económica. La economía, paso a paso, de sector en sector, está ocupando la política, la sanidad, la educación… y dentro de poco tal vez llegue incluso a ocupar las iglesias. De este modo, los valores y las virtudes de la economía se están convirtiendo, si no en los únicos, sí en los principales valores y virtudes de toda la vida social. La eficiencia, el mérito, la innovación y la lógica del coste-beneficio son ya las únicas palabras “serias” de nuestro mundo.
[fulltext] =>En el siglo XX era la política la que ofrecía un paradigma de vida buena a todos los demás ámbitos. Los valores y las virtudes de la democracia eran los faros de civilización a los que se solía mirar para gestionar las fábricas y la sociedad civil. La economía era esencialmente un lugar de esfuerzo y explotación de los trabajadores que había que humanizar gracias a la participación, a los sindicatos y a los derechos.
En un par de décadas, la economía y la empresa han pasado de ser imagen de la lucha de clases a ser lugares de excelencia humana. Cualquiera que hoy quiera crear buenas organizaciones, partidos, hospitales o escuelas, se fija en los principios que han guiado a las grandes empresas y trata de importarlos. La familia quizá aún logra salvarse, pero ya empiezan a verse cursos de gestión familiar impartidos por consultoras globales. Por su parte, las universidades (católicas y pontificias) ya hace tiempo que organizan cursos de gestión para párrocos y monjas, impartidos por las multinacionales de la consultoría.
Detrás de esta migración de los valores económicos se esconden algunos retos muy delicados y peligrosos. Pensemos en la ideología de los incentivos. Nos estamos convenciendo, sin oponer resistencia, de que los seres humanos son capaces de darlo todo si son adecuadamente pagados y controlados. Si el departamento de personal es bastante bueno y cuenta con consultores suficientemente preparados, puede diseñar contratos e incentivos perfectos, capaces de obtener de las personas todo lo que la empresa necesita. Si están bien pagados y bien controlados, los hombres y ahora también las mujeres son perfectamente domesticables. Esta idea no es nueva (tiene por lo menos un siglo), pero cuando había ideales sociales vivos y activos, se la combatía con fuerza y no se la dejaba salir del ámbito puro y duro de los negocios (altas finanzas y grandes multinacionales…).
En esta edad nuestra de crepúsculo de los dioses y los ideales, la ideología del incentivo ha encontrado las puertas abiertas y está llenando nuestro vacío de pensamiento. El truco que hace que esta ideología neo-directiva sea tan simpática y caiga tan bien, es que se presenta disfrazada de libertad y positividad: el incentivo es un contrato que se firma libremente, se dice. En realidad, si se mira bien, detrás de esta ideología hay una visión muy pesimista del individuo, según la cual un hombre es incapaz de bien si no se le guía desde fuera, con la zanahoria y el palo.
La invasión de la lógica económica está produciendo grandes cambios culturales, casi todos venenosos. Pensemos en los vientres de alquiler o en el mercado de órganos. Si la lógica de los incentivos y la racionalidad económica se convierten en los únicos valores buenos de la vida social, ¿por qué hemos de criticar a los que venden (y a los que compran) un riñón, o a los que compran (y venden) su cuerpo para “producir” un niño “propiedad” de otros? Es el bonito mercado. Es libertad, consenso, provecho recíproco. Pero por desgracia dentro del caballo de Troya de los incentivos se esconde una vuelta a la esclavitud. También en el Génesis encontramos a Agar, que engendra un hijo (Ismael) por cuenta de Sara y Abraham. Pero no olvidemos que Agar era una esclava. La humanidad ha superado la era de la esclavitud y ha sido capaz, con inmenso dolor, de comenzar la era de las mujeres y los hombres libres. No la malvendamos por el “plato de lentejas” de los incentivos. La dignidad humana no está en venta, no todos los bienes son mercancías, no todos los bienes tienen un mercado. Sólo seguiremos siendo humanos mientras nuestros hijos y los de los demás no tengan un precio de mercado. La felicidad que prometen estos “contratos” es falsa. Debemos buscar otra felicidad.
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de Luigino Bruni
publicado en pdf Città Nuova (63 KB) nº. 23/24 del 10-25/12/2015
Una característica que marca el comienzo de este tercer milenio es la rápida y enérgica ampliación de la esfera económica. La economía, paso a paso, de sector en sector, está ocupando la política, la sanidad, la educación… y dentro de poco tal vez llegue incluso a ocupar las iglesias. De este modo, los valores y las virtudes de la economía se están convirtiendo, si no en los únicos, sí en los principales valores y virtudes de toda la vida social. La eficiencia, el mérito, la innovación y la lógica del coste-beneficio son ya las únicas palabras “serias” de nuestro mundo.
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de Luigino Bruni
publicado en pdf Città Nuova nº 17/2015 (413 KB) , 10/09/2015
El mundo se está convirtiendo en un lugar poco seguro para que los niños y las niñas puedan vivir y crecer. Hace treinta años las fronteras políticas e ideológicas eran todavía muy altas y robustas. Para viajar “al extranjero” hacían falta visados y un montón de papeles. Pero, una vez que se llegaba al país extranjero, se percibía una seguridad que hoy ya no se conoce. Era posible ir a Oriente Medio, al Sinaí; visitar Damasco y Palmira; recorrer la ruta de la seda entera y después ir a Bagdag y revivir en la antigua Persia el encanto y la fascinación de los orígenes de nuestra civilización; pisar la tierra de Abraham y descender desde allí hacia el Jordán.
[fulltext] =>Hoy muchos de estos espléndidos viajes son de hecho imposibles, porque demasiados patrimonios de la humanidad se han hecho inaccesibles. Enteras generaciones de jóvenes han crecido ya y siguen creciendo sin poder conocer estos profundos pozos de civilización, que guardan un agua que no se encuentra en otros lugares. Y así crecen inmensamente más pobres.
En estas últimas décadas, la dimensión económica de la vida ha conocido un verdadero triunfo. Se estima que en el último siglo la riqueza económica mundial ha crecido más de setenta veces. Aunque nosotros, si volvemos la mirada a estos últimos años, podamos tener una sensación de crisis o incluso de fracaso de la economía, en realidad la economía es una ciencia y una praxis que ha tenido un éxito enorme, que hace palidecer a todas las demás disciplinas y prácticas. Este híper-crecimiento económico, favorecido por la alianza entre empresas, finanzas y técnica, se ha convertido poco a poco en el objetivo de todos los gobiernos, sobre todo de las viejas y nuevas grandes potencias. Con ello se ha producido un natural y progresivo eclipse de otras dimensiones fundamentales de la vida, sobre todo las del medio ambiente y la política globales. La obsesión por el crecimiento del PIB, del consumo, del confort, ha ensombrecido, sin que nos demos cuenta, las dimensiones colectivas y públicas que fueron características de la sociedad europea y occidental hasta los años setenta del siglo pasado. El peso de la economía, en sí misma y dentro de la vida social, ha aumentado y sigue aumentando de forma exponencial. No sólo estamos todos concentrados en el aumento del PIB, sino que el lenguaje y la lógica de la economía están emigrando de las empresas y los bancos hacia nuevos ámbitos de la vida civil. Los valores, el lenguaje y las virtudes económicas (eficiencia, meritocracia, velocidad…) se están convirtiendo en los valores y las virtudes de todos los ámbitos humanos. Las deudas, los créditos, la oferta y la demanda, han entrado en la escuela. En el tren, los “señores pasajeros” se han convertido en “clientes”. Los hospitales se han transformado en empresas. Y en los santuarios, los “consejeros” ya están ocupando el puesto de los confesores.
Para entender dónde está el “problema” de este fenómeno, que para algunos no tiene nada de problemático, hay que tener muy en cuenta que apostar por las dimensiones económicas de la vida (el consumo y las finanzas, sobre todo) produce inevitablemente un desplazamiento de la mirada desde las dimensiones colectivas y públicas hacia las individuales y privadas. Así, el medio ambiente, la paz, el proyecto europeo, la seguridad de todos, quedan cada vez más en segundo plano, dejando que la escena la ocupen el jardín de casa, la paz de los centros de bienestar, los intereses de cada país o la seguridad blindada de mi apartamento y de mi crucero. Pero no la seguridad de las barcazas de los pobres, que en definitiva es la seguridad de todos, pues cuanto más inseguros y frágiles son los pobres, más frágil e insegura se hace toda la sociedad. Pero, como nos dice la mejor teoría económica, cuando nuestra atención se concentra en nuestros bienes privados, lo que ocurre es que los bienes públicos y sociales salen de nuestro horizonte visual. Simplemente se destruyen, sin que nadie individualmente haya querido hacerlo. Si cada uno de nosotros no cuida intencionadamente los bienes comunes como el medio ambiente, la escalera de la comunidad de vecinos, la integración de los pueblos o la paz global…, éstos no durarán. Además, como dice también la teoría, una vez que los bienes comunes son destruidos por distracción y por ‘falta de cuidado’ ya no es posible reconstruirlos.
Para salvaguardar y cuidar los bienes comunes globales, la economía no puede hacer nada. Porque el mercado crece con la paz, pero también crece con la guerra. La historia humana siempre ha alternado economías de paz con economías de guerra, crecimiento económico debido al encuentro pacífico entre los pueblos con crecimiento del PIB debido a las guerras y a la reconstrucción posterior a los escombros. Desde este punto de vista, el mercado es radicalmente “laico”. La economía crece cuando vamos de vacaciones a Siria e intercambiamos en paz bienes y servicios, o cuando vamos con los amigos a una pizzería. Pero también crece cuando instalamos alarmas dentro de casa, cuando contratamos vigilantes de seguridad, o cuando levantamos muros y fabricamos minas anti-persona y anti-niño. La economía no es capaz de producir ella misma los anticuerpos necesarios para protegerse de los traficantes de muerte. Deben inyectarse desde afuera.
Volveremos a dar a nuestros hijos la oportunidad de visitar los patrimonios de la humanidad hoy inaccesibles si somos capaces de mirar menos a nuestro confort y a nuestra seguridad individual y más al bienestar y a la seguridad de todos; si nos distraemos de los bienes económicos privados para mirar, de nuevo juntos, a los bienes civiles, medioambientales y públicos. Si no lo hacemos, pronto llegará el día en que no podremos disfrutar ni siquiera de la paz de nuestra piscina de casa, porque no hay muro ni puerta blindada ni empresa de vigilancia privada que pueda protegernos de verdad. Si no cuidamos el bosque que rodea nuestra casa y lo convertimos en un basurero, pronto infestará nuestra cocina y la habitación de nuestros hijos. La seguridad más grande es la de todos; el bienestar más verdadero es el compartido.
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de Luigino Bruni
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Città Nuova n. 15-16/2015 (56 KB) , el 01/08/2015
La Unión Europea está atravesando la mayor crisis desde su fundación. El test de estrés que ha supuesto la crisis griega ha puesto de manifiesto no sólo la grave situación del pueblo griego y de su economía, sino también la fragilidad de una Europa que se construyó hace décadas sobre registros relacionales, sociales y simbólicos típicos del pacto y que ahora se está transformando progresivamente en un club de países que siguen juntos únicamente en base al registro del contrato.
El pacto, categoría de origen bíblico (Alianza), incluye, entre otras cosas, el perdón como elemento fundamental. En los pactos es posible perdonarse. Después de los fracasos se puede y se debe volver a empezar. A veces las deudas se pueden cancelar.
[fulltext] =>Si hay per-dón, por naturaleza también hay don, una palabra que nadie ha tenido el valor de invocar en las mesas donde se tomaban las decisiones importantes estas últimas semanas. Esto no debe sorprendernos pero es normal que nos entristezca. Nuestro capitalismo ha encerrado el don en la esfera estrictamente privada. Es posible que haya entendido la naturaleza subversiva del verdadero don, que, no por casualidad, tiene como primera imagen a un hombre-Dios crucificado. El verdadero don es una herida, pero también es la hendidura principal por donde pasa la vida. La vida individual y la de los pueblos.
Cuando una comunidad (palabra que viene de munus, es decir don y obligación, que son los dos significados de munus) pierde el contacto con el don, cuando sus responsables son incapaces de evocar esta categoría incluso en los momentos más dramáticos, el pacto muere y solo queda el contrato con sus reglas. Para no salir del horizonte de la humanidad debemos ser capaces de lubricar nuestras reglas con el aceite del don.
Esta co-esencialidad de las reglas y del don se ve en la gran historia del desarrollo de la Alianza bíblica, así como en las comunidades fundadas por pactos, como las familias, muchas otras comunidades y algunas empresas (empresas de comunión, cooperativas…). En cambio, el contrato no conoce la palabra perdón. Cuando en un contrato se comete un error, hay que pagar hasta el último céntimo. De hecho, en la antigüedad era posible caer en la esclavitud por deudas e incluso perder la vida.
En la Alianza entre YHWH y el pueblo hebreo, la Ley del Sinaí (la Torah) introdujo, como unicum en toda la historia humana, el año sabático, gracias al cual cada siete años los esclavos por deudas eran rescatados y liberados: “El esclavo hebreo servirá seis años, y el séptimo quedará libre sin pagar rescate” (Éxodo 21,2). Estos esclavos eran personas ‘compradas’ (qnh es un verbo que se usa para las compras con moneda), deudores insolventes que perdían la libertad porque no lograban devolver los préstamos recibidos. Y con ellos muchas veces terminaban en la esclavitud también sus mujeres, sus hijos y sobre todo sus hijas (21,3-5). Así pues, el deudor se convertía en propiedad del acreedor, como si se tratar de una mercancía, una casa o un vestido. En un momento determinado, la civilización inventó la institución jurídica de la quiebra, que, no lo olvidemos, se creó sobre todo en garantía del deudor, para impedir precisamente que sus deudas le convirtieran en esclavo.
Esta forma de esclavitud por deudas sigue estando muy presente y en auge en nuestro capitalismo, donde hay empresarios y ciudadanos, casi siempre pobres, que caen en la condición de esclavos únicamente porque no consiguen pagar sus deudas. Y así pierden, también hoy, la libertad, la casa, los bienes, la dignidad e incluso la propia vida. No hay duda de que entre los esclavos por deudas hay, tanto ayer como hoy, personas ignorantes y crédulas, y torpes especuladores. Pero también hay empresarios, trabajadores y ciudadanos justos que simplemente han caído en desgracia. La Biblia nos recuerda que también el justo puede caer en desventura sin tener ninguna culpa, como en el caso de Job. No todos los deudores insolventes son culpables, aunque en algunos idiomas deuda y culpa tengan la misma raíz etimológica. El capitalismo, a pesar de que nació dentro del humanismo judeo-cristiano, no conoce ninguna ley que libere a los deudores de la esclavitud al terminar el séptimo año. Sin embargo, aquella antigua ley sigue repitiéndonos también hoy que ninguna esclavitud debe ser para siempre, porque antes que deudores somos habitantes de la misma tierra, hijos del mismo cielo y por ello verdaderos hermanos y hermanas.
En cambio, cuando pensamos que nuestra riqueza es conquista y mérito sólo nuestro, las deudas no se perdonan nunca, los esclavos no se liberan nunca y la justicia se eclipsa. El dominio absoluto del individuo sobre las cosas es un invento típico de nuestra civilización, pero esa no es la lógica bíblica ni la verdadera ley de la vida. Europa podría haber aprovechado esta gran ocasión, creada primero por la crisis financiera que estalló en Estados Unidos y después por la crisis de la deuda pública de algunos países como Grecia, para relanzar el pacto fundacional que la originó, concibiendo y aventurando soluciones más creativas, valientes, arriesgadas y solidarias. En cambio, de momento seguimos viendo cómo se desgasta el sueño europeo. Para mantenerlo con vida hacen falta símbolos más ricos que los de las finanzas, actos humanos más grandes que los contratos, palabras más expresivas que culpa y deuda. No perdamos por el camino la comunidad para conformarnos con el club.
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La tormenta que ha azotado a Atenas nos lleva a pensar que el pacto europeo ha quedado reducido a un contrato
Luigino Bruni
Publicado en pdf Città Nuova n. 15-16/2015 (56 KB) , el 01/08/2015
La Unión Europea está atravesando la mayor crisis desde su fundación. El test de estrés que ha supuesto la crisis griega ha puesto de manifiesto no sólo la grave situación del pueblo griego y de su economía, sino también la fragilidad de una Europa que se construyó hace décadas sobre registros relacionales, sociales y simbólicos típicos del pacto y que ahora se está transformando progresivamente en un club de países que siguen juntos únicamente en base al registro del contrato.
El pacto, categoría de origen bíblico (Alianza), incluye, entre otras cosas, el perdón como elemento fundamental. En los pactos es posible perdonarse. Después de los fracasos se puede y se debe volver a empezar. A veces las deudas se pueden cancelar.
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por Luigino Bruni
publicado en Città Nuova n.8/2015 del 25/04/2015
Subsidiariedad podría ser una palabra clave para los próximos años. Podría generar más bienestar y democracia en nuestra sociedad, si fuéramos capaces de aplicarla de verdad en el ámbito de la política (donde muchas veces se nombra pero rara vez se practica) y de extenderla a otras áreas que tienen una acuciante necesidad de ella. La profunda raíz ética de este principio se encuentra en una de las grandes conquistas de la modernidad: “la soberanía pertenece al pueblo, no a los gobernantes ni a los políticos”. Según este principio, cualquier decisión que tome un administrador y que produzca efectos sobre las personas implicadas, debe estar justificada en razones de bien común.
[fulltext] =>Es el pueblo soberano de los ciudadanos el que delega el poder hacia arriba. No son los gobernantes los que se lo conceden a los ciudadanos. Por eso decimos que la subsidiariedad es esencial para cualquier democracia verdadera que quiera tener ciudadanos y no súbditos. Así pues, la subsidiariedad es un principio fundamental para las relaciones sociales en las que intervienen varias personas que se encuentran a diferente distancia de los hechos y con diferente grado de información acerca del problema a afrontar.
El primer ámbito que nos viene a la mente cuando pensamos en la subsidiariedad es el político, donde ésta debería regular la organización “vertical” de una comunidad. La subsidiariedad es el principio en el que se basa la Comunidad Europea, que se fundó sobre la regla “que el nivel de poder político más distante del problema a resolver no haga lo que pueda hacer el nivel más cercano”. El poder más distante (el Estado) sólo debe intervenir en ayuda (subsidio) del más cercano (ciudad).
La subsidiariedad, además, es muy importante para ordenar las relaciones entre las instituciones y organizaciones que operan en un mismo territorio. Aquí nos sugiere otro criterio: “Que el Estado y el mercado capitalista no hagan lo que puedan hacer la sociedad civil organizada y las familias”, de forma que la decisión recaiga sobre las personas o instituciones que estén más cerca de las personas afectadas por el problema que haya que resolver. Así pues, si en un determinado barrio hubiera tres posibles alternativas para gestionar una guardería (el ayuntamiento, una empresa y una cooperativa de padres), el principio de subsidiariedad sugeriría elegir la cooperativa de padres. Esta subsidiaridad se llama “horizontal” y tiene un enorme valor para salvaguardar la libertad y la variedad de formas en la educación, la asistencia, la sanidad, el arte, etc. Es la primera garantía de salvaguarda de una biodiversidad civil, económica y cultural que, por el contrario, se está reduciendo fuertemente debido a la invasión de un verdadero pensamiento único global.
El principio de subsidiariedad nos dice, antes que nada, dos cosas fundamentales. La primera y más importante competencia, de la que debemos partir en todo proceso tendente a resolver problemas o a mejorar situaciones, es la que poseen las personas implicadas directamente en el problema. Por ejemplo: los más competentes en cuestiones de pobreza son los pobres, por su propia condición; no los políticos ni los administradores, que deciden sobre su destino a veces a gran distancia del problema y de sus competencias específicas. Una gestión subsidiaria del bienestar y de la pobreza de una ciudad o de un país debería reconocer, antes que nada, las competencias específicas de estas personas, y valorarlas como primer recurso para la solución de los problemas, teniendo en cuenta la sabiduría que contiene el antiguo refrán popular: “sólo tú lo puedes lograr, pero no puedes lograrlo solo”. Y, por coherencia, los pobres, los enfermos y los ancianos deberían formar parte de los órganos que se crean para resolver sus problemas. En cambio, esos órganos están cada vez más llenos de técnicos y consejeros incompetentes (aunque tengan licenciaturas y másteres), puesto que no están cerca de los problemas ni de las personas que los padecen. Si la gestión fuera realmente subsidiaria, en el Ministerio del bienestar habría franciscanos y monjas de la Madre Teresa, aportando sus carismas para amar, ver y comprender las pobrezas y transformar las heridas en bendiciones. Hay una segunda premisa antropológica y ética detrás del valor de la subsidiaridad: dar prioridad, reconociendo su importancia, a los encuentros cercanos y directos entre personas. Sólo debe haber mediadores si son necesarios y siempre como subsidio a los encuentros entre personas, que son esenciales para una vida buena y verdadera.
Pero hay otros ámbitos en los que la subsidiaridad es un principio fundamental para el bien común. Uno especialmente delicado y relevante es el de la educación. Todo proceso educativo virtuoso debe partir de la consciencia de que la primera competencia es la que posee la persona que aprende y, por tanto, todos los demás intervinientes deben estar al servicio (subsidio) de esta competencia primaria y esencial. En cambio, cuando la intervención del educador (profesor, padre…) sustituye a la competencia, a menudo latente pero real, de la persona que aprende (adulto, joven, niño…), el proceso pedagógico se obstaculiza y se desvía.
Otro lugar donde la subsidiariedad podría ser muy importante y aún se encuentra casi del todo ausente, es el de la gestión de las organizaciones y empresas. De hecho, algunos expertos empiezan a hablar ya de la “subsidiariedad gerencial”, según la cual el gerente sólo debería intervenir en las decisiones del grupo que coordina para aquellas actividades cuyo resultado sería peor sin su intervención de ‘subsidio’. Pero para que la subsidiaridad sea concreta y no mera retórica ideológica, es indispensable que los trabajadores y los grupos de trabajo experimenten una confianza auténtica, de la que incluso puedan llegar a abusar.
Es necesario que la gerencia se fíe de verdad de los grupos de trabajo y no quiera controlar todo el proceso, quizás considerando que su presencia es siempre indispensable para todas las decisiones importantes. Cuando los que reciben la ‘delegación’ perciben que en realidad esa ‘confianza’ es sólo instrumental, una técnica para obtener más beneficios, la subsidiaridad deja de producir sus efectos. Por este motivo, la subsidiaridad en las empresas requeriría que la propiedad tuviera una estructura democrática, donde la delegación no descendiera desde arriba (propiedad) hacia los trabajadores, sino que fuera en la dirección opuesta (como ocurre en la política, donde nació el principio de subsidiaridad). En cambio, la subsidiariedad que va de arriba abajo es otra cosa, que sólo funciona cuando los propietarios deciden que les conviene, y es poco resistente ante los fallos de la confianza genuina. La prueba de la subsidiaridad genuina es la resiliencia, la capacidad de superar las crisis motivadas por graves abusos de confianza.
Por último, la comunicación es otro ámbito donde la aplicación del principio de subsidiaridad podría ser muy importante. Aquí también la primera y más valiosa competencia sobre un hecho determinado la tiene quien está directamente en contacto con el hecho. Cualquier intervención más distante que puentee esta competencia primordial no hará más que empeorar la calidad de la comunicación. Esto vale no sólo para las crónicas o para las historias que se cuentan en los medios de comunicación, sino que tiene un carácter más general, que podríamos formular así: los instrumentos de comunicación son buenos si favorecen los encuentros directos entre personas y, en cambio, reducen la calidad ética de las relaciones cuando esos mismos instrumentos sustituyen a los encuentros personales, en lugar de subsidiarlos. Por poner un ejemplo: una red social que facilite y subsidie el encuentro cara a cara entre las personas sería plenamente coherente con la subsidiaridad; en cambio, si las relaciones en la red desplazan y hacen disminuir los encuentros completos entre esas mismas personas, la calidad humana y relacional de nuestros encuentros se empobrecerá. Pero aquí se abren infinitos escenarios sobre los que tendremos que volver.
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por Luigino Bruni
publicado en Città Nuova n.8/2015 del 25/04/2015
Subsidiariedad podría ser una palabra clave para los próximos años. Podría generar más bienestar y democracia en nuestra sociedad, si fuéramos capaces de aplicarla de verdad en el ámbito de la política (donde muchas veces se nombra pero rara vez se practica) y de extenderla a otras áreas que tienen una acuciante necesidad de ella. La profunda raíz ética de este principio se encuentra en una de las grandes conquistas de la modernidad: “la soberanía pertenece al pueblo, no a los gobernantes ni a los políticos”. Según este principio, cualquier decisión que tome un administrador y que produzca efectos sobre las personas implicadas, debe estar justificada en razones de bien común.
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de Luigino Bruni
publicado en pdf Città Nuova nº 03/2015 (28 KB) del 10/02/2015
Deberíamos tomarnos muy en serio la oleada de malestar con respecto a las instituciones financieras europeas y mundiales (la Troika), que está surgiendo con fuerza cada vez mayor en Grecia, España y Portugal, pero también en Francia e Italia. En la Europa latina, comunitaria y ‘católica’ (y también ortodoxa). Es evidente que no todas las razones de las protestas sobre la política europea y el euro son buenas. Pero algunas sí que son profundas y muy serias.
[fulltext] =>Todas las economías y los capitalismos del mundo no han sido nunca iguales. Hasta los años 70 del siglo pasado, en el mundo había muchos sistemas económicos distintos. Estaba el capitalismo norteamericano, pero también el alemán, el francés, la economía mixta y popular italiana, la economía socialista, los distintos ‘capitalismos’ japoneses, indios, sudamericanos… Esta variedad de vías de acceso al mercado y la economía originó también una gran biodiversidad de formas de empresa y de banca, de formas de trabajar, producir y consumir. De formas de vivir: la economía no es ni más ni menos que la vida de la gente. Con el comienzo de la globalización de los mercados, acompañada por el auge de las teorías de la llamada ideología neoliberal (que yo llamaría post-liberal o ultra-liberal), se desencadenó un proceso de convergencia de los distintos ‘capitalismos’ en el modelo estadounidense, con una fuerte reducción de las diferencias nacionales y del genius loci de cada pueblo. Una nivelación cultural y una fuerte pérdida de biodiversidad. Así se fue imponiendo la idea de que no había más que una cultura de empresa buena, una única banca eficiente, un único modo de hacer finanzas. Todas las demás formas de economía, empresa y banca, distintas y alejadas de la única idea buena y verdadera, se fueron considerando como discrepancias y residuos de un pasado feudal que había que eliminar cuanto antes. Las escuelas de negocios de todo el mundo han desempeñado un papel fundamental en el avance sin freno de la ideología de la vía única al capitalismo, al producir, implementar y enseñar en todo el mundo una ideología ‘universal’ de la dirección. En las escuelas de negocios de Buea y de Chicago se siguen los mismos ‘protocolos’ (como en cirugía) puesto que la empresa es una y tiene las mimas reglas en todo el mundo. Poco importa si después esas empresas tienen que operar en los suburbios de Nairobi o en la city de Londres. Lo mismo podríamos decir de los bancos y las finanzas.
En realidad, las cosas son muy distintas. La economía europea siempre ha tenido varias almas económicas, varios ‘espíritus del capitalismo’. En particular, la Reforma protestante originó una cultura empresarial y bancaria distinta a la que siguió operando en los países de cultura católica (más aún en los de cultura ortodoxa). La clara separación entre don y contrato, entre comunidad y empresa, que se consolidó en los países del norte de Europa y en los Estados Unidos (tras la reacción de Lutero contra una relación demasiado estrecha y en buena parte equivocada entre el dinero y el don, por el ‘mercado de las indulgencias’), nunca se dio en los países mediterráneos. Aquí la economía ha seguido mezclada con la comunidad, el don con los contratos, el dinero con la gratuidad. Un cruce que ha generado muchas enfermedades típicas de estos países (desde el amiguismo hasta las mafias), pero también ha producido algunas bendiciones. Entre estas últimas destacan las empresas familiares (que son todavía hoy el corazón de la economía italiana), el gran movimiento cooperativo, las cajas rurales y de ahorro, los BCC y los bancos populares, que han embellecido nuestra economía haciéndola rica y equitativa.
La creación de Europa tuvo como piedra angular el ‘principio de subsidiariedad’ (el primer poder les corresponde a los que están más cerca del problema que hay que resolver). Pero nos hemos limitado a aplicarlo en la esfera político-administrativa (a la hora de ordenar las competencias entre instituciones europeas, nacionales, regionales y locales), mientras que a nivel financiero y económico se aplica cada vez más la anti-subsidiariedad. En efecto, las finanzas se han ido concentrando alrededor de Frankfurt, vaciando de poder a los bancos centrales nacionales, y las directivas europeas sobre la dimensión óptima de los bancos comerciales está produciendo grupos bancarios cada vez más grandes y alejados del territorio. Mientras que la Europa política avanza de arriba abajo, la Europa de las finanzas se mueve en dirección contraria, alejando las decisiones de las personas y de los territorios. En este contexto se comprende mejor la gravedad del Decreto del Gobierno de Renzi que de hecho ha transformado los bancos populares (bienes públicos y herencia antigua del humanismo comunitario italiano) en sociedades por acciones, en sociedades anónimas, transformando bienes comunes en bienes privados de unos pocos.
Europa podrá hacer realidad el gran sueño de sus padres si es capaz de ampliar el radio de acción del principio de subsidiariedad a todos los ámbitos. Hoy no es sólo urgente acercar las instituciones financieras y económicas a los territorios, sino que es también indispensable recordar que la economía es la penúltima palabra, pero no la última: no son las razones de la política (Bien común) las que deben estar al servicio de la economía (bienes privados), sino al revés. Detrás del grito de los países mediterráneos en crisis debemos saber escuchar también la demanda de identidad, de biodiversidad y de historia.
Aprendamos a escuchar el grito de los pobres: en él se esconde siempre un fruto de verdad y de bien común del que Europa no puede ni debe prescindir.
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No es lo mismo las finanzas que la política.
de Luigino Bruni
publicado en pdf Città Nuova nº 03/2015 (28 KB) del 10/02/2015
Deberíamos tomarnos muy en serio la oleada de malestar con respecto a las instituciones financieras europeas y mundiales (la Troika), que está surgiendo con fuerza cada vez mayor en Grecia, España y Portugal, pero también en Francia e Italia. En la Europa latina, comunitaria y ‘católica’ (y también ortodoxa). Es evidente que no todas las razones de las protestas sobre la política europea y el euro son buenas. Pero algunas sí que son profundas y muy serias.
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Luigino Bruni
publicado en Città Nuova n.21 del 10/11/2014
Estaba en Londres completando mis estudios de economía, cuando la mañana del 8 de mayo de 1998 me llamó por teléfono a casa Chiara Lubich. A pesar de pertenecer a su Movimiento desde que tenía 15 años (es la gran aventura de mi vida), nunca había hablado personalmente con ella. Todavía recuerdo la emoción y la sorpresa, pero sobre todo recuerdo bien sus palabras: “¿Quieres ayudarme a dar dignidad científica a la Economía de Comunión?”. Después añadió que al regresar a Brasil siete años después de haber lanzado la EdC, había entendido que si junto a los empresarios no se desarrollaba también un pensamiento económico, la EdC no despegaría. Contesté que sí, viajé de Londres a Roma y empecé a colaborar con ella y con muchos otros para contribuir a dar un poco de esa dignidad científica a la vida que había y que hay. Y entendí que la vida tiene la prioridad, pero también el pensamiento y la teoría son vida, y cuando faltan, hacen que la praxis sea pobre y no dure mucho.
[fulltext] =>En los diez años que trabajamos juntos, Chiara me repetía muchas veces: “Estudiad, escribid, haced congresos. Todo eso está bien. Pero recuerda que yo hice nacer la EdC para los pobres”. Para los pobres, no primeramente para hacer empresas más éticas ni nuevas teorías económicas.
Este mandato de Chiara ha crecido conmigo y dentro de mí a lo largo de los años. Ha ido madurando, enriqueciéndose y articulándose. Nunca se ha apagado, antes bien, se ha hecho cada vez más luminoso. Sus palabras fueron fecundas y generadoras. Y me/nos han desvelado muchas cosas, todas ellas espléndidas y dolorosas (el dolor tiene luz).
He comprendido que hay muchas pobrezas, no todas ellas deshumanizadoras. Por supuesto, está la pobreza de las favelas que Chiara vio desde el avión al aterrizar en Sao Paulo. Estaba ayer y sigue estando hoy, y no debemos quedarnos tranquilos hasta que deje de existir mañana. Esta es la pobreza-miseria de las periferias sociales de la tierra. Combatir estas formas de miseria sigue siendo una gran prioridad de la EdC. Por eso, en mayo, personas de todo el mundo iremos a África, a pesar del ébola, para decir no a una “cultura de la inmunidad” que asiste pasiva a la muerte de millones de personas cada año y a las guerras del mundo, mientras aísla enteros países africanos porque tal vez una decena de occidentales se ha contagiado (hoy en Sierra Leona la gente muere de hambre porque ha sido aislada por todos).
Junto a la pobreza de las favelas de la tierra hay también antiguas y nuevas pobrezas, sobre todo antiguos y nuevos pobres, a los que la EdC ve de otra manera, amándoles y dejándose amar por ellos, en la reciprocidad. Muchas de estas pobrezas “distintas” están creciendo a nuestro alrededor. El trabajo, sobre todo el trabajo de los jóvenes, es una gran pobreza de nuestro tiempo que no puede dejarnos tranquilos. La depresión se está convirtiendo en la nueva peste del siglo XXI. Los juegos de azar.
El descubrimiento de la gravedad y la urgencia de los problemas causados por los juegos de azar ha ido creciendo dentro de mí poco a poco. Siempre me ha hecho sufrir la impresionante oferta de máquinas tragaperras y “rasca y gana” al entrar en un bar, al comprar el periódico o al parar en un área de servicio. En los últimos he visto crecer cada vez más estos espacios dentro de los bares y a las salas de juegos, feas y oscuras, invadir nuestras ciudades. En mi pequeño pueblo de origen (Roccafluvione) hay máquinas en todos los bares y este último año se ha abierto una sala de juegos y una sala de apuestas.
El cambio se produjo hace dos años, cuando me negué a dar una conferencia en el círculo recreativo de una parroquia, porque al fondo había tragaperras, luminosas y hambrientas como los ídolos. Sentí que había llegado la hora de actuar. Recordé las palabras de Chiara. Decidí empezar una “huelga del café” (no consumir nada en los bares con máquinas tragaperras y decírselo al dueño). Después compartí la idea con un amigo de Cerdeña (Vittorio), compañero de ideales y de oficio, con Carlo, de Ciudad Nueva y después con otros compañeros economistas (Alessandra Smerilli, Leonardo Becchetti) y con un grupo de jóvenes romanos apasionados por el consumo crítico y los mobs éticos (Gabriele y Francesco). Así nació la campaña Slotmob. Decidimos decir no a los juegos de azar diciendo sí a los bares que por razones éticas quitaban las máquinas tragaperras, con un desayuno colectivo, un torneo de futbolín y juegos de gratuidad.
“Hice nacer la EdC para los pobres”. También para los pobres que son víctimas del azar, hoy pasto del imperio de los juegos de azar, una auténtica estructura de pecado que ha crecido de forma viral como consecuencia de decisiones políticas intencionadas y explícitas. Hace veinte años las máquinas tragaperras estaban en los casinos y no en los bares. El “rasca y gana” no existía. A alguien en el gobierno se le ocurrió hacer caja aliándose con empresas del juego de azar, aumentando las concesiones e inventando sistemas cada vez más sofisticados y pensados para atrapar a los sujetos más frágiles.
Las personas que entran en una sala negra (sería mejor no ensuciar la palabra “juego” poniéndola al lado del azar) o las mujeres, muchas de ellas ancianas, que esperan a que abra el bar para jugar en la trastienda, en su máquina preferida, son personas que necesitan ayuda. Detrás del tintineo del dinero y de las luces de colores se esconde un desgarrador grito de ayuda, si sabemos escucharlo. Todos sufren, muchos son personas frágiles, muy frágiles. Muchas y muchos están deprimidos, muchos ya tienen problemas con el alcohol y las drogas. No pueden ser abandonados en manos de empresas con ánimo de lucro diseñadas para ganar dinero con su desesperación. En los siglos pasados, las casas de empeño fueron inventadas y después gestionadas por órdenes religiosas. El que empeña la alianza o el traje de novia no debe encontrarse delante a uno que se lucre de su desgracia, sino una mirada amiga, llena de pietas; no a uno que cuanto más te arruinas más gana, cuanto más te pierdes más ganancia encuentra, como ocurre hoy casi siempre en el mundo del “compro oro” y como ocurre casi siempre con los juegos de azar. Las civilizaciones sabias esto lo saben muy bien, pero nuestra Italia lo ha olvidado y lo niega.
Un gobierno, un parlamento y unas instituciones que no hacen nada o terriblemente poco para poner fin a este escándalo, no están de parte de los pobres. Lo mismo que no están de parte de los pobres las organizaciones no lucrativas (el día que supe cuántas eran no pude dormir), que aceptan dinero salido de nuestra gente frágil para curar otras fragilidades. ¡Qué locura más grande! Y menos aún lo son las asociaciones que firman acuerdos con la asociación de empresarios del azar para sostener el juego legal y luchar contra el juego ilegal, aceptando y suscribiendo la idea de que el juego legal es bueno. Espero que sea únicamente ingenuidad.
Ya sabemos que hay mucho dolor en el mundo. Una parte de este dolor se puede eliminar o al menos reducir. Pero hay que hacer más, con la acción y con el pensamiento. Los juegos de azar son una metástasis de una enfermedad profunda de nuestro capitalismo, en particular del capitalismo italiano (Italia es el primer país europeo en juegos de azar y en Alemania y Francia no hay máquinas tragaperras en los bares). Detrás de las grandes empresas de juegos de azar (Lottomatica, Sisal, Snai…) hay empresas que en otro tiempo hacían atlas geográficos y libros para los niños (por desgracia los siguen haciendo). Al perder su misión originaria han pensado lanzarse a un mercado seguro, donde no faltan los beneficios, con la grave complicidad de las instituciones.
En Italia no está sólo el buen capitalismo de la pequeña y mediana empresa y de las empresas (incluso grandes) familiares, que tiene una visión a largo plazo, que ama a su gente y a su territorio. Está también el capitalismo “modelo Lottomatica”, cuyo único objetivo es maximizar beneficios y rentas, al que le gustaría entrar en las escuelas para educar a nuestros hijos en el “juego responsable” y que tal vez lo consiga, vistos los precedentes. Este capitalismo no es la economía que Chiara Lubich soñaba, no es una economía civil sino incivil, que crece y prospera consumiendo a los pobres.
La EdC seguirá su carrera hacia un mundo más fraterno si sigue escuchando el grito de los pobres, de los pobres de las favelas y de los pobres comidos por esa parte de capitalismo equivocado de nuestro país. Oír el grito de los pobres es lo que movió a Chiara e hizo que inventara la EdC. Oír otros gritos de otros pobres (quizá los gritos de los pobres son todos iguales), hoy mueve nuestras acciones de oposición a los juegos de azar y debe mover otras acciones parecidas, porque no podemos dormir tranquilos mientras las estructuras de pecado devoran a nuestros hermanos. “Recuerda que la EdC ha nacido para los pobres”. Recordémoslo juntos.
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por Luigino Bruni
publicado en Città Nuova n.12/2014 del 25/06/2014
El cuadro que dibuja el informa del ISTAT no es feliz, y hace falta mucha esperanza civil (gran virtud para estos tiempos difíciles) para no desanimarse y seguir luchando.
El primer mensaje que lanzan estas cifras se refiere al trabajo y al paro. Estamos en el nivel más alto desde 1977, la época del terrorismo y las brigadas rojas. La tasa media nacional de paro es del 13.6%, pero todavía nos asusta más ver que en los jóvenes llega al 46%, y en el Sur al 60.9%. Hemos dejado de ser capaces de crear trabajo para nuestros jóvenes. Podríamos encontrar más razones para la preocupación atendiendo a los datos de las personas que tienen trabajo y descubriendo que la crisis ha reducido los derechos efectivos de los trabajadores y que muchos se ven obligados a realizar trabajos que no les gustan.
[fulltext] =>Cuando las crisis alcanzan niveles como estos, aumenta mucho esa forma de sufrimiento que nace de tener que realizar trabajos que no se corresponden con nuestra ‘vocación’ (ni con nuestros estudios), simplemente para no ‘morir’ y para evitar que nuestros hijos mueran. En el informe del ISTAT no están estos indicadores, pero los conocemos porque lo vemos cada día.
Profundizando un poco en los datos, vemos que la tasa de paro de las mujeres es, por término medio, dos puntos y medio mayor que la de los hombres. A nivel nacional es del 20% y en el Sur supera el 22%. Todos estos datos han empeorado en estos últimos cinco años, de lo que se deduce que esta crisis ha afectado más a las mujeres. Muchas de ellas, que habían intentado conjugar trabajo y familia, han tenido que volver a casa (otro dolor no contabilizado pero muy real). El capítulo demográfico del informe también habla en femenino. En estos últimos cinco años las mujeres italianas (y europeas) tienen menos hijos (1.42 por mujer), los tienen más tarde, y tienen menos en el Sur donde hay menos trabajo. Hay que echar por tierra, de una vez por todas, la idea de que las familias no tienen hijos porque las mujeres trabajan. Donde las mujeres no trabajan queriendo hacerlo, hay menos hijos, menos felicidad y más depresión. Hoy hay 320.000 familias con hijos menos que hace cinco años (2002-2007), y sólo son el 38% del total de familias. El informe estima que en los próximos treinta años el número de ancianos por cada 100 jóvenes se habrá duplicado con respecto a las cifras actuales (pasando de 123 a 278). Son datos demasiado serios como para no darles importancia. ¿Qué se puede hacer? Podemos y debemos aumentar los servicios a las familias jóvenes (también en esto la diferencia entre Norte y Sur es muy grande, demasiado), pero sin una nueva primavera espiritual y ética que vuelva a dar a nuestros jóvenes ganas de vivir y de construir el futuro, será muy difícil invertir esta tendencia hacia un verdadero declive.
En 2013, el 19.4% estaba por debajo del umbral de pobreza (contra el 17% de media en la Europa de 28 países), y las familias con carencias graves pasaron del 6.8% (del 2007) al 12.5, un salto impresionante. Llama mucho la atención que el 18.4% de las familias tenga más de cinco miembros. Pero el sistema político todavía sigue teniendo miedo de la familia. Estamos pidiendo y esperando que el Gobierno amplíe a las familias con una sola renta el bonus de los 80 euros, porque en Italia era demasiado difícil entender que si sólo trabaja uno de los cónyuges con un sueldo de 2.000 euros al mes y 3 hijos pequeños, esa familia tiene más dificultades que una pareja sin hijos donde cada uno gana 1.500 euros (más el bonus). Son cuentas demasiado difíciles si seguimos viendo sólo individuos, sin ver a la familia. La familia sufre, pero no cede y no deja que nos hundamos.
Buenas noticias llegan de la economía social y civil (a la que seguimos llamando equivocadamente ‘sin ánimo de lucro’). En los últimos diez años es el sector más dinámico: un 28% más de empresas y un 39.4% más de trabajadores. Ciertamente este aumento es una respuesta a un mundo con más soledad y fragilidad, pero también es una señal que nos dice que hoy y mañana el cuidado del otro será, con sus viejas y nuevas profesiones, un gran lugar de creación de trabajo.
Otra buena noticia llega de la longevidad. Italia es uno de los países donde un niño al nacer tiene mayor esperanza de vida: 79.6 años para los hombres y 84.4 para las mujeres. Pero las mujeres envejecen cada vez más solas. El 11% de las personas solas (que son 7.5 millones) tiene más de 85 años, y el 62% de las mujeres mayores envejecen solas. No olvidemos que muchas de estas mujeres han gastado los mejores años de su vida cuidando y acompañando a padres, madres, hijos tíos y abuelos.
Para terminar, un dato que debería hacernos reflexionar mucho: 370.000 familias están formadas por dos o más núcleos familiares, y en los últimos cinco años las personas que viven en estas familias pluri-nucleares han aumentado en 438.000 unidades. Se trata de padres que vuelven a acoger a sus hijos después de una separación, un divorcio, una emancipación fracasada, o parientes que, por motivos económicos, se ponen a vivir juntos. En nuestras casas hay más solteros, separados, divorciados, sobre todo con menos de 34 años y sobre todo mujeres. Estos jóvenes que vuelven a casa no son ‘hijos pródigos’ que se han comido los bienes de sus padres; son hijas e hijos, muchas veces frágiles, que no han conseguido crear la familia con la que soñaban. Hoy a lo mejor nuestras familias no organizan una fiesta, como en el Evangelio de Lucas, pero siempre los acogen y vuelven a arreglar las habitaciones y a sacar las camas que habían retirado años atrás. Y vuelven a luchar y a esperar, juntos.
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El informe del Instituto de Estadística (ISTAT) muestra una Italia con graves dificultades. Es necesario recuperar la esperanza con una nueva primavera espiritual y ética
por Luigino Bruni
publicado en Città Nuova n.12/2014 del 25/06/2014
El cuadro que dibuja el informa del ISTAT no es feliz, y hace falta mucha esperanza civil (gran virtud para estos tiempos difíciles) para no desanimarse y seguir luchando.
El primer mensaje que lanzan estas cifras se refiere al trabajo y al paro. Estamos en el nivel más alto desde 1977, la época del terrorismo y las brigadas rojas. La tasa media nacional de paro es del 13.6%, pero todavía nos asusta más ver que en los jóvenes llega al 46%, y en el Sur al 60.9%. Hemos dejado de ser capaces de crear trabajo para nuestros jóvenes. Podríamos encontrar más razones para la preocupación atendiendo a los datos de las personas que tienen trabajo y descubriendo que la crisis ha reducido los derechos efectivos de los trabajadores y que muchos se ven obligados a realizar trabajos que no les gustan.
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Luigino Bruni
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Si es verdad lo que dicen los medios de comunicación, el principal objetivo de nuestra política económica es que la variación del PIB vuelva a tener signo positivo. Relanzar el crecimiento. Sin embargo, no son muchos los que se hacen esta sencilla pregunta: ¿Estamos seguros de que aumentar el PIB, o crecer, sea siempre y en todo caso algo positivo y deseable? La variación del PIB dice demasiado poco sobre el bienestar, sobre la calidad de vida, sobre la democracia y sobre los derechos y libertades de un país. Siempre ha sido así. Los grandes economistas lo sabían y lo saben. Pero en nuestra sociedad, la capacidad del PIB para “hablar” se ha debilitado todavía más, aunque los debates públicos lo ignoren o finjan no saberlo.
[fulltext] =>En la sociedad de los siglos XIX y XX, donde la economía sobre todo producía mercancías y una gran parte de la humanidad carecía de muchas cosas necesarias para llevar una vida decente, aumentar la producción industrial y en general la renta de las familias era directamente algo bueno; los bienes se transformaban con facilidad en bien-estar.
Pero hoy, en nuestras sociedades de consumo, ¿qué dice del bienestar de las personas el aumento de la producción y del consumo de teléfonos móviles o de sofás? Es mucho más complicado pasar del aumento del consumo de bienes al aumento del bienestar. Lo que el PIB indicaba ayer, hoy cada vez menos, eran al menos los puestos de trabajo. Hoy, con la fuerte mecanización e informatización de la economía, ya no hay garantías de que el aumento del PIB conlleve un aumento del empleo, porque si el PIB aumenta gracias a empresas muy robotizadas que venden en la exportación, el crecimiento económico puede llevar, como lleva, una disminución del trabajo.
Hace doscientos años, los economistas eligieron para las mercancías la palabra “bienes”, tomándola prestada de la filosofía moral. Las mercancías de la economía so buenas, es decir bienes, porque poseerlas aumentaba el bien personal y el bien común. Hoy ese significado moral se ha perdido totalmente y seguimos llamando “bien” al pan, pero también llamamos “bienes” a la pornografía, a las minas antipersona, al juego de azar, con tal de que pasen por el mercado. Hasta tal punto que in Polonia se habla de incluir en el PIB incluso “bienes” que no pasan siquiera por el mercado, como la prostitución y las distintas actividades ilegales.
La industria de los juegos de azar, tan floreciente en Italia (que es la tercera economía mundial en este indecente sector), está en fuerte crecimiento y por lo tanto está contribuyendo a relanzar el PIB, y en esto también puestos de trabajo. Entonces ¿podemos estar contentos con este crecimiento y tal vez incentivarlo con la publicidad, como estamos haciendo cada vez más? En realidad, debemos decir en alta voz que este PIB no es bueno, que es malo, muy malo. Y debemos decir que estos puestos de trabajo no son buenos y que debemos hacer de todo para reducirlos.
Hoy como ayer no todos los puestos de trabajo son buenos. Siempre ha habido trabajos equivocados que la gente hacía y hace para no morir. Pero esto no debe impedirnos distinguir el trigo de la cizaña y después hacer todo lo posible para que aumenten los trabajos decentes y buenos y disminuyan los equivocados.
No debemos olvidar que con la abolición de la esclavitud en Europa y en América hemos perdido miles de puestos de trabajo, pero después de unas décadas hemos creado la revolución industrial y técnica precisamente porque faltó la esclavitud (trabajo a costo cero).Nuestros abuelos y nuestros padres trabajaron en el Norte de Europa en las minas, y muchos murieron de silicosis para no morir de hambre unos años antes. Pero hemos conseguido, con la fuerza de las ideas y del movimiento de los trabajadores, cerrar estos trabajos e inventar otros mejores. Pero en Italia y en otros países europeos hemos perdido la capacidad de producir buenos y nuevos trabajos, y así están volviendo los malos trabajos que pensábamos que habíamos derrotado para siempre.
Están aumentando los trabajadores en los bingos, en las videoloterías, en las salas de máquinas tragaperras (más de 150.000 contando sólo las oficiales), en la pornografía, en el mundo de la prostitución y los abusos. Está aumentando de nuevo, y mucho, el consumo de tabaco entre los jóvenes (porque hemos dejado la prevención en la escuela) y de alcohol, y el consumo de televisión, tras una caída entre los años noventa y el comienzo del milenio, ha vuelto a aumentar desde hace unos años, volviendo al altísimo nivel de los años ochenta. Todo PIB, todo crecimiento, dicen muchos. Toda tristeza, soledad, y “deshumanización”, dicen otros, pero todavía somos demasiado pocos. La democracia ha sido durante siglos una “destrucción creadora” que ha dado muerte a actividades y trabajos equivocados para que surjan otros nuevos en su lugar.En esta fase crucial de cambio de Italia y de Europa, hay una enorme necesidad de elevar el nivel de los debates públicos y de volver a poner en el centro la calidad moral de nuestro sistema económico.
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