Más grandes que la culpa

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Más grandes que la culpa/17 – Los caminos de Saúl al final son polvorientos, como los nuestros

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 13/05/2018

samuele 17 210x300«Saúl: ¡Oh hijos míos!... — Fui padre. —
Estás solo, oh rey; no te queda ni uno solo
de tus amigos o de tus siervos.
— ¿Es la paga de la ira terrible
del inexorable Dios?»

Vittorio Alfieri, Saúl

En toda lectura auténtica, el lector desempeña un papel activo y creativo. No es mero espectador de las historias que lee, sino coguionista y actor. Además, en esa forma especial de lectura, que es la lectura bíblica, el lector recibe la misteriosa pero real facultad de transformar los personajes en personas, que, como todas las personas vivas, crecen, cambian, se mueven y tienen encuentros inesperados. Entonces las personas bíblicas comienzan a interactuar y a componer tramas relacionales, distintas de las pensadas y queridas por su primer autor. De este modo, la nigromante de Endor se convierte en amiga del padre del hijo pródigo, Jeremías se descubre hermano de David, y Saúl se convierte en compañero de camino y de desventura de Job, arrojado como él sobre un montón de estiércol por un Dios que quiere (Saúl) o permite (Job) su desventura. Los dos, Saúl y Job, son golpeados por penas divinas más grandes que su (posible) culpa, los dos se ven envueltos en el silencio de un Dios mudo, que no tiene palabras de vida para ellos, tal vez porque simplemente espera las nuestras.

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David sigue guerreando al lado del los filisteos (1 Samuel 29), pero ahora los jefes, en vísperas del ataque final contra Saúl, le impiden participar en la batalla. Mientras tanto, los amalecitas – otro enemigo histórico de Israel y de Saúl, relacionado con su rechazo por parte de Dios (cap. 15) – han tomado la ciudad de Sicelag, donde se encontraba la familia y las mujeres de David, que son hechas prisioneras. David con sus hombres persigue a los amalecitas y, gracias a un encuentro (providencial) con un esclavo egipcio, consigue derrotar en una emboscada al ejército enemigo: «David recobró todo lo que le habían robado los amalecitas, incluidas sus dos mujeres» (30,18). Se hace con un buen botín de guerra: «agarraron todas las ovejas y bueyes» (30,20). No todos los hombres de David, seiscientos, participan en la empresa. Doscientos de ellos, «demasiado cansados para pasar la vaguada de Besor» (30,9b), se quedan en el camino. Cuando David regresa al campamento, «algunos mezquinos entre los hombres de David, dijeron: “Por no haber venido con nosotros, no les damos el botín recuperado"» (30,22). Los "mezquinos" no han dejado nunca de excluir a los más débiles de la distribución de la riqueza. Pero nosotros ya no atribuimos estas palabras y estos actos a los “mezquinos”, sino que las ensalzamos, las revestimos de virtudes y palabras bonitas como mérito y meritocracia, y en su nombre descartamos a los pobres y a los “cansados”, después de haberles llamado vagos y perezosos.

En cambio, la Biblia conoce una lógica distinta: «David dijo: “No hagáis eso, camaradas, después que el Señor nos ha dado la victoria... porque tocan a partes iguales el que baja al campo de batalla y el que queda guardando el bagaje"» (30,23-24). La riqueza es “un don del Señor” y esta naturaleza suya de don-providencia prevalece por encima de las razones del mérito/demérito individual (que a veces existen, aunque casi siempre suelen estar sobrevaloradas). Por consiguiente, la solidaridad, que nace de formar parte de la misma comunidad, viene antes que la productividad y la eficiencia, porque no somos nosotros los verdaderos propietarios de nuestra riqueza. Antes de producir riqueza, la recibimos como don. De ahí surge la gratuidad y la gratitud que deberían acompañar nuestra mirada agradecida sobre nuestra riqueza y la de los demás. En torno a esta idea de la riqueza como don hemos construido la democracia, los derechos, las pensiones, la asistencia pública, la educación universal, las prestaciones por desempleo, los impuestos y el sistema fiscal, una sociedad donde los “cansados” puedan legítimamente ser partícipes de una cuota de riqueza. La ideología neo-pelagiana del incentivo y la meritocracia nos han hecho olvidar estas verdades antiguas y grandes en un par de décadas.

Pero ahora dejémonos tocar y herir por el último pasaje de la vida de Saúl: «Los filisteos persiguieron de cerca a Saúl y sus hijos, hirieron a Jonatán, Abinadab y Malquisúa, hijos de Saúl. Entonces cayó sobre Saúl el peso del combate; los arqueros le dieron alcance y lo hirieron gravemente» (31,2-3). Entonces Saúl dijo a su escudero: «"Saca la espada y atraviésame, no vayan a llegar esos incircuncisos y abusen de mí". Pero el escudero no quiso, porque le entró pánico» (31,4). La escena está narrada sin ninguna condena moral ni religiosa para Saúl. El redactor final de los libros de Samuel no lee la muerte de Saúl como un final merecido por sus culpas. Una mirada buena del texto sigue acompañando tenazmente la triste suerte del primer rey. Y le da una muerte digna y heroica: «Entonces Saúl tomó la espada y se dejó caer sobre ella. Cuando el escudero vio que Saúl había muerto, también él se echó sobre su espada y murió con Saúl. Así murieron Saúl, tres hijos suyos, su escudero y los de su escolta, todos el mismo día» (31,4-6). La historia de este rey trágico termina con un suicidio de honor. No merecía una muerte de cobarde y no la tiene.

Los filisteos entonces cortan la cabeza a Saúl y a sus hijos, les quitan la armadura y los llevan de ciudad en ciudad para «anunciar la buena noticia» en sus templos (31,9), y «empalaron los cadáveres en la muralla de Beisán» (31,10). Pero los habitantes de Yabés de Galaad, los mismos a los que los amonitas les habían sacado el ojo derecho y después fueron salvados por Saúl (cap. 11), al enterarse de lo ocurrido, «caminaron toda la noche, quitaron de la muralla de Beisán el cadáver de Saúl y los de sus hijos… Recogieron los huesos, los enterraron bajo el tamarindo de Yabés, y celebraron un ayuno de siete días» (31,12-13). Es muy hermoso este homenaje al reconocimiento popular. El pueblo recuerda, guarda una memoria distinta de la oficial de la política y la religión. Es capaz, solo para honrar esta memoria, de caminar toda la noche, recuperar el cuerpo, y proporcionar al amigo derrotado una digna sepultura bajo el tamarindo donde Saúl solía estar con la lanza hincada en tierra, sentado entre sus soldados firmes de pie. Esta es una expresión verdadera y profunda de la ley de gratuidad inscrita en el ADN del alma de los pueblos y de las personas. Ninguna ley económica explica por qué tomamos trenes y aviones para ir al funeral de un amigo. Pero el día en que el cálculo individual del coste-beneficio no nos deje cumplir estos actos económicamente inconvenientes con respecto a los muertos, también olvidaremos poco a poco la gramática de la economía y de la reciprocidad entre los vivos.

David se entera – por un amalecita procedente del campo de batalla, que terminará mal – de la muerte de Saúl y Jonatán: «Entonces David agarró sus vestiduras y las rasgó, y sus acompañantes hicieron lo mismo. Hicieron duelo, lloraron y ayunaron hasta el atardecer por Saúl y por su hijo Jonatán» (2 Samuel 1,11-12). Dentro de este luto de David encontramos lo que para muchos es su canto más hermoso: el canto del arco:

«¡Cómo cayeron los valientes!
En Gat no lo contéis,
no lo pregonéis
en las calles de Ascalón ...
Saúl y Jonatán,
mis amigos queridos,
ni vida ni muerte
los pudo separar:
más ágiles que águilas,
más bravos que leones.
Muchachas de Israel,
llorad por Saúl,
que os vestía de púrpura
y de joyas,
que enjoyaba con oro
vuestros vestidos.
¡Cómo cayeron los valientes
en medio del combate!
¡Jonatán, herido en tus alturas!
¡Cómo sufro por ti,
Jonatán, hermano mío!
¡Ay, cómo te quería!
Tu amor era para mí
más maravilloso
que amoríos de mujeres.
¡Cómo cayeron los valientes!» (1,19-27).

Sobran los comentarios. No lo pregonéis... En griego: Euangelizein. No llevéis esta mala noticia, no anunciéis este anti-evangelio. Jonatán y Saúl, “amigos queridos” hasta el final. Si la Biblia ha querido conservar este canto fúnebre (tomado de un material muy antiguo: el “libro de los justos”) es para decirnos algo sobre David (que no accede al trono matando a su rival). Pero también quiere decirnos algo importante acerca de Saúl. No se entona un canto maravilloso por un rey malvado. La Biblia sabe que Saúl ha conservado, en el drama, una misteriosa inocencia y pureza, que le hacen merecedor de este canto de David, tal vez el más hermoso. Si David ha podido cantar estas palabras a un rey repudiado y dominado por un mal espíritu, que, sin embargo, ha sido de alguna manera sincero, entonces también los repudiados y los descartados, si son sinceros en un pequeño rincón de su corazón, son dignos de los salmos de David y nuestros. La Biblia no reserva bendiciones solo a los bienaventurados y a los vencedores, sino que sus cantos más bellos son para los amigos y las amigas de Saúl y por tanto también para nosotros. Hay muchos caminos para entrar en la Biblia. Algunos están reservados a aquellos que se sienten justos y benditos, pero son muy pocos. Otros, los más numerosos, son los caminos de Saúl, caminos populares, polvorientos, tortuosos y oscuros, pero por donde podemos caminar todos.

David comenzó su relación con Saúl tocando para él la cítara y cantando salmos para expulsar de él el “mal espíritu”, porque Saúl encontraba paz escuchando las notas y la voz de David. Al final encontramos otro canto de David. El texto dice que David “cantó” esta lamentación. Toda la historia de David y Saúl están contenida entre estos dos cantos, en un canto ininterrumpido. La historia de Saúl no se cierra con la espada que lo atraviesa, ni con la digna sepultura bajo el tamarindo. Termina con el canto de David, que es un canto de resurrección. Cada vez que lo entonamos, Saúl, gracias también a nosotros, vuelve a ser un joven alto y guapo, vuelve a buscar las burras perdidas, a tener éxtasis místico en medio de los profetas, todavía dócil bajo la mano consagrante de Samuel. Para que la Biblia siga viviendo y resucitando no basta el maravilloso canto de David: hace falta también nuestro canto. Todos los protagonistas de la Biblia son “personajes en busca de autor”, de un lector que les permita volver a vivir, liberándolos de las estrechas interpretaciones de su guión que las religiones oficiales les han asignado. Un lector que grite: “Sal fuera” y les haga salir vivos de sus sepulcros.

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Más grandes que la culpa/17 – Los caminos de Saúl al final son polvorientos, como los nuestros

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 13/05/2018

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En toda lectura auténtica, el lector desempeña un papel activo y creativo. No es mero espectador de las historias que lee, sino coguionista y actor. Además, en esa forma especial de lectura, que es la lectura bíblica, el lector recibe la misteriosa pero real facultad de transformar los personajes en personas, que, como todas las personas vivas, crecen, cambian, se mueven y tienen encuentros inesperados. Entonces las personas bíblicas comienzan a interactuar y a componer tramas relacionales, distintas de las pensadas y queridas por su primer autor. De este modo, la nigromante de Endor se convierte en amiga del padre del hijo pródigo, Jeremías se descubre hermano de David, y Saúl se convierte en compañero de camino y de desventura de Job, arrojado como él sobre un montón de estiércol por un Dios que quiere (Saúl) o permite (Job) su desventura. Los dos, Saúl y Job, son golpeados por penas divinas más grandes que su (posible) culpa, los dos se ven envueltos en el silencio de un Dios mudo, que no tiene palabras de vida para ellos, tal vez porque simplemente espera las nuestras.

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El honor del descartado

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Más grandes que la culpa/16 - Dentro de toda vida puede explotar la compasión y el bien

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (41 KB) el 06/05/2018

Piu grandi della colpa 16 rid«El Baal Shem dijo a uno de sus discípulos: “El más ínfimo ser en quien puedas pensar me es a mí más caro que tu único hijo para ti”»

Martin Buber, Cuentos jasídicos

La presencia de arúspices, magos y adivinos es un dato recurrente en la Biblia. Constituye una forma de falsa profecía muy extendida en la antigüedad y duramente combatida por los profetas, que siempre ha supuesto para Israel una tentación muy seductora (en la que ha caído muchas veces). Es expresión de una religiosidad popular arcaica que nunca ha llegado a desaparecer y que en nuestros días alimenta un floreciente negocio. La fe bíblica no se ve amenazada por el ateísmo, sino por la sustitución de YHWH por dioses naturales y más simples. Hoy como ayer, en la fe y en la vida, la eterna tentación consiste en convencernos de que somos más pequeños y banales que esa realidad compleja y hermosa que sin embargo somos.

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«David se echó esta cuenta: Saúl me va a eliminar el día menos pensado. No me queda más solución que refugiarme en el país filisteo» (1 Samuel 27,1). David sigue dando muestras de ingenio, buscando soluciones improbables pero eficaces a sus problemas. Ahora, para salvarse, decide aliarse con el enemigo, poniéndose de parte de los filisteos. Acomete empresas militares de éxito, realiza incursiones y obtiene pingües botines. Engarzados entre las correrías de David, encontramos los últimos días de la vida de Saúl, que se cuentan entre los más intensos y emocionantes de la Biblia entera.

Samuel había muerto. Saúl, obedeciendo a la ley de Moisés, había expulsado de Israel a «nigromantes y adivinos» (28,3). Pero la situación política se precipita. Los filisteos marchan amenazadores contra Saúl. El rey comprende que la superioridad militar filistea es aplastante y cae presa del pánico: «Al ver el campamento filisteo, Saúl temió y se echó a temblar» (28,5). Siente que solo una intervención extraordinaria de YHWH puede salvarlo. Confía una vez más en su Dios y le pide ayuda: «Saúl consultó al Señor pero el Señor no le respondió, ni por sueños, ni por suertes [urim], ni por profetas» (28,6).

Es el enésimo fracaso de Saúl, el enésimo silencio de Dios con él. Saúl sigue confiando en ese Dios que le había llamado y ungido a través de Samuel. Pero YHWH dejó un día de hablar con él y no vuelve a hacerlo hasta el final. Este silencio de Dios nos plantea preguntas difíciles que no pueden dejarnos indiferentes. Saúl está rodeado, su pueblo está a punto de capitular, y Dios no habla. Los profetas callan. Todo es oscuridad. La noche no termina y los sueños solo están poblados de pesadillas y de fantasmas.

La teología y la exégesis ofrecen algunas explicaciones para este silencio y esta oscuridad, que, sin embargo, solo acrecientan nuestra pietas para con este rey repudiado y abandonado a su triste destino. El lector puede seguir sintiendo piedad incluso cuando Saúl, desesperado, echa mano de un último recurso, ilícito y escandaloso, al que él mismo se había opuesto. Nos topamos con una de las escenas más conocidas y bellas de la Biblia: «Entonces Saúl dijo a sus ministros: Buscadme una nigromante para ir a consultarla» (28,7). Saúl se disfraza para que no le reconozcan y va a ver a la bruja de Endor.

El disfraz de Saúl nos evoca muchas cosas. Nos evoca a las personas que, desesperadas tras haber agotado los recursos lícitos de la medicina y de la ciencia, van a visitar a curanderos y sanadores porque no quieren morir. Muchas veces se “disfrazan” para que no las reconozcan, porque sienten vergüenza ante esa parte de su corazón que nunca lo haría y que ha criticado y condena a otras personas que lo han hecho. Nos evoca a muchos empresarios, algunos buenos y honrados, que en vísperas de tener que llevar los libros al juzgado y tal vez después de haber mirado los ojos límpidos de un empleado, van de noche y a escondidas donde un usurero buscando un préstamo “del reino del los muertos” que les permita tener esperanza o retrasar el final aunque sea un día. O a esos hombres desesperados, y a muchas mujeres, que se aferran al último hilo de esperanza para salvar a su familia y recurren, en secreto, a magos y hechiceros para hacer que vuelva a casa. Estos son los hermanos y las hermanas de Saúl. No todos son malos, pero están desesperados e inmersos en una inmensa oscuridad y en el ensordecedor silencio de Dios (y de los hombres). El manto de piedad que la Biblia tiende sobre Saúl llega a envolver a todos sus compañeros y compañeras de desventura que, desesperados como él, siguen disfrazándose e “invocando a los muertos” para no morir.

Cuando la lectura de la Biblia se detiene en estas humanidades heridas y frágiles, siempre nos pide que tomemos partido, que digamos de qué parte estamos. Podemos decidir quedarnos con la teología oficial, con el Dios de los escribas, el templo y la ley, y condenar a Saúl y a muchos desesperados como él. Pero también podemos, con valentía, decidir hacernos solidarios con la numerosa familia de este rey rechazado. Podemos distinguir en los ojos lágrimas desconsoladas; pararnos un poco con ellos, acompañarles con nuestra compasión, y después reconciliarnos con nuestros actos desesperados y con los actos de los desesperados que nos rodean. Y después, sin juzgarlos, acercarnos a ellos, recogerlos medio muertos en el camino, cargarlos sobre nuestro asno, limpiar sus heridas con vino, llevarlos a la posada y dejar en prenda nuestros dos últimos denarios.

«La mujer preguntó: ¿Quién quieres que se te aparezca? Saúl dijo: Evócame a Samuel» (28,11). Otro golpe de escena extraordinario. Saúl quiere a Samuel, al profeta que le encontró, le consagró rey y después le repudió y no le perdonó. El texto – debido tal vez a algunas alteraciones – no nos dice por qué Saúl invoca a Samuel. Tal vez porque era la imagen de su primera vocación verdadera, del espíritu bueno que, antes de abandonarle, le había transformado el corazón. O porque era la voz de la parte mejor de su alma. O tal vez por una necesidad imperiosa de verdad, buscada de la manera equivocada. No lo sabemos. La Biblia sigue viva, entre otras cosas, por sus muchos agujeros y espacios abiertos, que se convierten en heridas por donde el texto nace y renace con nosotros, sus lectores.

En cuanto la mujer oye el nombre de Samuel «lanzó un grito y dijo a Saúl: ¿Por qué me has engañado? ¡Tú eres Saúl!» (28,12). Es extraordinario este grito de la mujer, tan extraordinario como la forma en que la mujer reconoce a Saúl: mientras pronuncia el nombre de Samuel. Samuel es para la mujer imagen de la condena de su oficio, de la profecía equivocada, de las técnicas adivinatorias, de la magia. Tal vez eso explique el grito. Pero ¿por qué reconoce a Saúl cuando dice “Samuel”? Tal vez porque cada persona tiene una forma distinta de pronunciar el nombre de las personas decisivas de su vida, un acento inconfundible, un timbre caligráfico único. Cada cristiano dice “Jesús” de una forma distinta a la de los demás cristianos, cada hijo dice “madre” a su manera. El nombre con el que llamamos a nuestra esposa suena distinto a los demás nombres que pronunciamos. Podemos reconocer a un franciscano, aunque vaya “disfrazado” sin hábito, por cómo dice: “Francisco”. Ningún disfraz resiste ante la pronunciación de ciertos nombres especiales, porque al decirlos nos volvemos desnudos como el primer día (por eso cuando decidimos, por un gran dolor, borrar nuestro pasado, comenzamos olvidando ciertos nombres).

Lo que es aún más sorprendente y en cierto sentido desconcertante es la obediencia del espíritu de Samuel a la invocación de la mujer. Ella dice: «”Veo un espíritu que sube de lo hondo de la tierra”. Saúl le preguntó: “¿Qué aspecto tiene?”. Respondió: “El de un anciano que sube envuelto en un manto”. Saúl comprendió entonces que era Samuel, y se inclinó rostro en tierra, prosternándose.» (28,13-14). ¡Sencillamente espléndido! (no es fácil comentar estos versículos, que quitan el aliento, detienen la mano en el teclado y aumentan los latidos del corazón). Es él. Saúl no duda. En esos momentos no cabe la duda. Nosotros esperaríamos otras palabras distintas de Samuel. En cambio, encontramos las palabras de siempre. Samuel no cambia. La grandeza de Samuel radica también en esta coherencia hierática. Y dice a Saúl: «El Señor ha arrancado el reino de tus manos y se lo ha dado a otro, a David… También a Israel lo entregará el Señor contigo a los filisteos; mañana tú y tus hijos estaréis conmigo» (28,17-19). Las palabras del profeta no cambian. Pero las nuestras sí pueden cambiar. Podemos susurrar ahora palabras distintas al oído de Saúl, mientras yacemos en tierra, a su lado: «Saúl se desplomó cuan largo era, espantado por lo que había dicho Samuel» (28,20). Saúl quiere morir, tras haber agotado su último recurso clandestino.

Pero es en este preciso momento cuando este capítulo nos regala su última perla, también imprevista e improbable: «La mujer se le acercó, y al verlo aterrado le dijo: “Esta servidora tuya te obedeció… Ahora obedece tú también a tu servidora: voy a traerte algún alimento, come y recobra las fuerzas» (28,21-22). Incluso una nigromante, una maga, puede ser capaz de piedad, en la vida y en la Biblia. Esta mujer supera su mal oficio, porque todos somos potencialmente capaces de hacer cosas y de decir palabras mejores que las que hacemos y decimos en la vida de cada día. Y sus palabras “resucitan” a Saúl: «El lo rehusaba: “¡No quiero!” Pero sus oficiales y la mujer le porfiaron, y les obedeció» (28,23). En esta escena de muerte y oscuridad, un rayo luminoso que emana de una mujer descartada y excomulgada ilumina todo el entorno: «Saúl se incorporó y se sentó en la estera. La mujer tenía un novillo cebado. Lo degolló en seguida, tomó harina, amasó y coció unos panes. Se los sirvió a Saúl y sus oficiales» (28,23-25).

La nigromante se convierte en el “padre misericordioso”, que celebra con su novillo cebado a un hombre-hijo “que estaba muerto” y, aunque solo sea durante el tiempo que dura una cena, ha “vuelto a la vida”. Y nosotros somos el “hermano mayor”, que no entramos al banquete porque nos escandaliza el exceso de humanidad de la Biblia.

Este pasaje maravilloso nos revela la infinita humanidad de la Biblia. Nos desvela también el corazón de las mujeres, capaces de miradas buenas y distintas cuando la religión, la ley y los varones las han agotado. La última cena de Saúl fue querida y preparada por una maga, por una nigromante, por una mujer, por una persona que tal vez le dio el último abrazo misericordioso y le regaló las últimas palabras buenas que la vida, Samuel y Dios le habían negado.

La Biblia es in-finita, entre otras cosas, por las palabras y los gestos de mujeres y hombres corrientes, muchas veces descartados y pecadores, que a veces permiten que la palabra bíblica sea más humana que las palabras de Dios pronunciadas por sus profetas.

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Más grandes que la culpa/16 - Dentro de toda vida puede explotar la compasión y el bien

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (41 KB) el 06/05/2018

Piu grandi della colpa 16 rid«El Baal Shem dijo a uno de sus discípulos: “El más ínfimo ser en quien puedas pensar me es a mí más caro que tu único hijo para ti”»

Martin Buber, Cuentos jasídicos

La presencia de arúspices, magos y adivinos es un dato recurrente en la Biblia. Constituye una forma de falsa profecía muy extendida en la antigüedad y duramente combatida por los profetas, que siempre ha supuesto para Israel una tentación muy seductora (en la que ha caído muchas veces). Es expresión de una religiosidad popular arcaica que nunca ha llegado a desaparecer y que en nuestros días alimenta un floreciente negocio. La fe bíblica no se ve amenazada por el ateísmo, sino por la sustitución de YHWH por dioses naturales y más simples. Hoy como ayer, en la fe y en la vida, la eterna tentación consiste en convencernos de que somos más pequeños y banales que esa realidad compleja y hermosa que sin embargo somos.

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Las santas palabras de los descartados

Más grandes que la culpa/16 - Dentro de toda vida puede explotar la compasión y el bien Luigino Bruni Publicado en  pdf Avvenire (41 KB) el 06/05/2018 «El Baal Shem dijo a uno de sus discípulos: “El más ínfimo ser en quien puedas pensar me es a mí más caro que tu único hijo para ...
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Más grandes que la culpa/15 – El oficio de vivir se aprende gustando las pequeñas paces

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (59 KB) el 29/04/2018

Piu grandi della colpa 15 rid«Dios es el otro por excelencia, el otro en cuanto otro, el absolutamente otro, y sin embargo arreglar mis cuentas con ese Dios no depende más que de mí. El instrumento del perdón está en mis manos. En cambio el prójimo, mi hermano, es, en cierto sentido, más otro que Dios: para obtener su perdón antes tengo que conseguir aplacarlo. ¿Y si se niega? Dado que somos dos, todo peligra. El otro puede negarme su perdón y dejarme para siempre sin perdón»

Emmanuel Lévinas, Cuatro lecturas talmúdicas

Millones de personas cada día hacen y dicen cosas malas y, antes o después, también dicen y hacen sinceramente cosas buenas. Sencillamente porque este entramado de maldad y de bondad es la condición humana. La Biblia conoce muy bien este misterio ambivalente de la persona, tal vez el misterio más grande. Podemos malearnos, torcernos, perder el hilo conductor de la vida, pero hasta el último aliento somos capaces de bondad, porque estamos hechos a imagen y semejanza de una danza infinita de amor recíproco, que ningún pecado consigue detener. Caín mató a su hermano Abel, pero no mató a Adán, el primer (y último) hombre. Y mientras Caín sigue matando a Abel, Adán, testarudo, lo sigue resucitando cada día. Ninguna maldad del fratricida que habita dentro de nosotros es capaz de destruir la huella originaria de bien grabada en lo más profundo de nuestro ser. En este sentido, el mal puede ser banal, el bien nunca. El mal tiene resiliencia, en algunos casos muy grande, pero siempre es más pequeña que la resiliencia del bien. Este bien que resiste con cabezonería hace que seamos más hermosos que nuestras muchas culpas. Este es el optimismo antropológico radical de la Biblia, que ha salvado a Occidente de sus pecados más feroces y nos sigue salvando.

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Para el último encuentro entre David y Saúl, la Biblia nos regala otra sinfonía. Para contarnos su consagración como rey y el cambio de su corazón, el primer libro de Samuel necesitó tres relatos. Ahora, para narrarnos su salida de escena, el texto nos ofrece dos relatos, parecidos pero distintos. Esta abundancia, este exceso narrativo, expresa la riqueza de Saúl, que sigue cometiendo maldades paro también sigue arrepintiéndose y emocionándose sinceramente. La verdad de las maldades de Saúl no anula sus bendiciones ni sus arrepentimientos.

Tras el maravilloso encuentro con Abigail, David emprende de nuevo su camino nómada y fugitivo. Sabiendo dónde ha acampado Saúl, su perseguidor, David se introduce de noche en el campamento enemigo en compañía de un compañero (Abisay): «Saúl estaba echado, durmiendo en medio del cercado de carros, con la lanza hincada en tierra a la cabecera» (1 Samuel 26,7). David entra en la tienda y llega hasta la cabecera de Saúl, pero solo toma su lanza y su botijo. Desoyendo los consejos de sus compañeros, salva nuevamente a su rey.

Saúl y su ejército duermen “un sueño profundo”. La palabra hebrea “tardemá” (sopor, sueño profundo) no es frecuente en la Biblia. Aparece dos veces en el libro del Génesis. La primera para expresar el sueño distinto en el cayó Adán cuando Dios le quitó una costilla para “formar” a la mujer (Génesis 2,21-22). La segunda, para indicar el sopor de Abraham cuando, en la grandísima escena de la alianza, Dios le revela en el sueño el futuro de su descendencia (15,13). Es un sopor teológico, que marca dos intervenciones cruciales de Dios en momentos fundacionales y decisivos de dos pactos fundamentales: uno entre el hombre y la mujer, y el otro entre Dios y su pueblo. Las palabras y los verbos en la Biblia no están elegidos por casualidad. No sería posible en ese humanismo de la palabra y de las palabras. El “sueño profundo” significa que va a suceder algo importante, un acto que marcará la naturaleza del reino de David y la calidad de sus relaciones. Por segunda vez, David puede matar a Saúl. Puede hacerlo, pero no lo hace. Elige la vida y renueva el pacto horizontal y vertical.

En la raíz de los pactos fundacionales de nuestra vida hay muchos actos y decisiones. Hay muchas palabras, muchos síes como el que pronunciamos juntos y recíprocamente el día de la boda, cuando aún está viva la herencia de la antigua capacidad performativa de la palabra (mientras decimos esas palabras especiales se crea una realidad nueva, generada por nuestras palabras). Pero también hay muchos no-actos y no-palabras, casi siempre invisibles, que no realizamos cuando deberíamos y podríamos hacerlo. Hay muchos silencios y palabras no dichas que han salvado vidas, con honor y dignidad. La calidad moral de una vida se mide también por los actos que no hemos realizado y por las palabras que no hemos dicho, cuando el sentido común, los amigos, las normas sociales, la ley e incluso la religión nos impulsaban a hacerlo. Estos noes, que gramaticalmente son adverbios de negación, en la vida son verbos que se convierten en carne nuestra y de aquellos que viven con nosotros.

Esta decisión de no matar a Saúl es narrada dos veces en la Biblia, no solo para hablarnos de Saúl y para poner en su boca palabras que nos revelan el rincón bueno y escondido de su corazón. Este doble relato es un lenguaje que la Biblia usa para decirnos con generosa redundancia quién es David. Hasta ahora David es el ungido, el rey “según el corazón de Dios”, el cantor de salmos, el amado. Pero David es también aquel que en dos ocasiones ha podido matar a su padre-enemigo y no lo ha hecho. David es doblemente no-parricida, no-Edipo, anti-Zeus.

David sale del campamento y se pone a gritar desde la colina de enfrente. Saúl, a diferencia de sus soldados, reconoce la voz de David: «“Es tu voz, David, hijo mío?“. David respondió: “Es mi voz, majestad”» (26,17). Saúl, desde la colina, responde a David: «¡He pecado! Vuelve, hijo mío, David!» (26,21). El padre, el ungido del Señor, reconoce su pecado e implora a David, “su hijo” que vuelva.

Es verdaderamente fuerte y sugerente este relato del “hijo pródigo al revés”. El hijo, David, ha sido misericordioso con el padre y le ha salvado la vida. Esa misericordia genera el arrepentimiento del padre, que pide al hijo que regrese. No es raro que los hijos sean misericordiosos y los padres y las madres se arrepientan y pidan al hijo herido y maltratado que vuelva. Y al volver, los hijos regeneran a los padres, se convierten en padres de sus padres. Al igual que en la parábola de Lucas el primer acto subversivo es el del padre (que concede la liquidación anticipada de la herencia cuando aún vive), aquí es el hijo quien transgrede los códigos de la guerra y no mata a su enemigo. Estas transgresiones imprudentes y arriesgadas son las que generan y regeneran verdaderamente a padres e hijos.

Saúl reconoce su culpa: «No te haré nada malo, por haber respetado hoy mi vida. He sido un necio, me he equivocado totalmente» (26,21). Y después concluye: «¡Bendito seas, David, hijo mío!» (26,25). Estas son las últimas de Saúl a David, palabras de bendición luminosas y verdaderas. En el último encuentro, es posible que Saúl haya visto de nuevo al cantor que con la cítara serenaba su alma, al vencedor de Goliat, al joven puro y hermoso (como todos los jóvenes). Como nosotros, cuando vemos por última vez a un amigo o a un hijo y antes de cerrar los ojos volvemos a ver al niño y al amigo, hermosos y puros, como el primer día.

Los salmos que la tradición ha querido atribuir a David son espléndidos. Pero no son menos hermosos y verdaderos estos breves, intensos y sinceros salmos de Saúl, que, aun dominado por su espíritu malo, en estos momentos logra elevarse por encima de sus culpas y entonar versos de bendición. Nosotros, los lectores, sabemos que estos cantos de Saúl son temporales, provisionales, fugaces, y que pronto será de nuevo poseído por su demonio malo. Sabemos que estas reconciliaciones son lábiles, breves y tan intensas como pasajeras.

Pero sabemos también que los salmos de reconciliación que algunas veces estamos en condiciones de cantar o acoger, se parecen más a estos breves e inestables versos de Saúl que a los eternos de David. Somos capaces de reconciliaciones que engendran relaciones sanas para siempre, pero son más frecuentes los abrazos que adquieren la forma de un oasis dentro de un desierto de dificultades y conflictos. Tras años de dolor y de lucha, también nosotros, como Jacob y Esaú, podemos descubrirnos capaces de abrazarnos y de llorar juntos. Después, casi siempre, vuelven las incomprensiones, viejas y nuevas, las pequeñas y grandes batallas de ayer y de hoy. Pero la inestabilidad de la paz y de la reconciliación no anula la verdad y la belleza de los abrazos y de las lágrimas, que siguen siendo hermosas y verdaderas aunque duren apenas unos segundos. La rosa, por ser efímera, no es menos verdadera ni menos bella que el pino o el olivo.

Sabemos que a veces los hijos a veces vuelven. Entonces hacemos una gran fiesta. Pero, a diferencia del hijo joven de la parábola de Lucas, esos mismos hijos, al terminar la fiesta, muchas veces se marchan nuevamente hacia otras libertades. Ellos vuelven a las pocilgas y nosotros al umbral de casa a esperarles, sin saber cuándo ni cómo volverán, ni si esta vez el hermano mayor hará fiesta con nosotros.

La madurez y el oficio de vivir se aprenden gustando intensamente las pequeñas reconciliaciones pasajeras, haciendo una fiesta con los hijos tras un regreso y una nueva partida. Porque, si son encuentros verdaderos y sinceros, a su manera son perfectos, aunque sean temporales. Son infinitos porque son inestables y transitorios. Y a la voz del pasado que, mientras estamos en el abrazo y las lágrimas mezcladas, nos susurra al oído: “mucho no durará”, debemos responderle: “no es cierto, vete, no importa; solo importa el paraíso de este abrazo verdadero”. En estos abrazos provisionales es donde nos alcanza la eternidad. En ellos podemos experimentar lo sublime, sentir el latido más profundo de la vida. Esta es la única posibilidad que tenemos de experimentar, aquí en la tierra, la eternidad (o lo más parecido a ella). El deseo y la nostalgia, profundos y verdaderos, del banquete final de la reconciliación definitiva nunca deben quitarnos la alegría verdadera de los banquetes previos y provisionales que, casi siempre, son los únicos que logramos preparar y consumir juntos bajo nuestra tienda móvil. De este modo, tratando de aprender el dócil arte de los abrazos provisionales, al final, tal vez, entenderemos que el desierto y el oasis son una misma cosa. Y que no nos ha faltado nada porque, aunque no lo hayamos sabido, nunca hemos dejado esos breves y verdaderos abrazos.

 

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Más grandes que la culpa/15 – El oficio de vivir se aprende gustando las pequeñas paces

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (59 KB) el 29/04/2018

Piu grandi della colpa 15 rid«Dios es el otro por excelencia, el otro en cuanto otro, el absolutamente otro, y sin embargo arreglar mis cuentas con ese Dios no depende más que de mí. El instrumento del perdón está en mis manos. En cambio el prójimo, mi hermano, es, en cierto sentido, más otro que Dios: para obtener su perdón antes tengo que conseguir aplacarlo. ¿Y si se niega? Dado que somos dos, todo peligra. El otro puede negarme su perdón y dejarme para siempre sin perdón»

Emmanuel Lévinas, Cuatro lecturas talmúdicas

Millones de personas cada día hacen y dicen cosas malas y, antes o después, también dicen y hacen sinceramente cosas buenas. Sencillamente porque este entramado de maldad y de bondad es la condición humana. La Biblia conoce muy bien este misterio ambivalente de la persona, tal vez el misterio más grande. Podemos malearnos, torcernos, perder el hilo conductor de la vida, pero hasta el último aliento somos capaces de bondad, porque estamos hechos a imagen y semejanza de una danza infinita de amor recíproco, que ningún pecado consigue detener. Caín mató a su hermano Abel, pero no mató a Adán, el primer (y último) hombre. Y mientras Caín sigue matando a Abel, Adán, testarudo, lo sigue resucitando cada día. Ninguna maldad del fratricida que habita dentro de nosotros es capaz de destruir la huella originaria de bien grabada en lo más profundo de nuestro ser. En este sentido, el mal puede ser banal, el bien nunca. El mal tiene resiliencia, en algunos casos muy grande, pero siempre es más pequeña que la resiliencia del bien. Este bien que resiste con cabezonería hace que seamos más hermosos que nuestras muchas culpas. Este es el optimismo antropológico radical de la Biblia, que ha salvado a Occidente de sus pecados más feroces y nos sigue salvando.

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Infinito es el arte del abrazo

Más grandes que la culpa/15 – El oficio de vivir se aprende gustando las pequeñas paces Luigino Bruni Publicado en pdf Avvenire (59 KB) el 29/04/2018 «Dios es el otro por excelencia, el otro en cuanto otro, el absolutamente otro, y sin embargo arreglar mis cuentas con ese Dios no depe...
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Más grandes que la culpa/14 – Coser, sanar, actuar a tiempo por la paz

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (49 KB) el 22/04/2018

Piu grandi della colpa 14 rid«Nosotros vemos las mercancías como medio, como los hilos de un velo debajo del cual palpitan las relaciones sociales. Pero no debemos perder de vista que las mercancías sólo trazan el perímetro del modelo y que la atención debe centrarse en el flujo de intercambios.»

Mary Douglas, El mundo de los bienes

Don es una palabra grande y por tanto ambivalente. Si no fuera ambivalente tampoco sería grande. Como ocurre con el amor, la religión, la comunidad, la vida y la muerte, que también son grandes y ambivalentes. Una posible definición de la naturaleza humana podría ser la “capacidad de dar y acoger el don”, pues el don dice libertad, autonomía, dignidad y belleza. Los dones que recibimos y entregamos marcan las etapas decisivas de nuestra vida y de la vida de aquellos a quienes amamos, desde el primer don de la vida hasta el último, cuando entreguemos ese primer don centuplicado. Tal vez solo en ese momento seamos capaces de entender todo su valor, así como el valor y el sentido de nuestro último don.

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Pero en los días más dolorosos de la vida, un bisturí afilado graba en la carne los dones rechazados, la confianza ofrecida y traicionada, las personas que confunden y desvían nuestro don, manipulándolo, tergiversándolo y destruyéndolo. Los dones que funcionan activan circuitos virtuosos de correspondencia y reciprocidad generativa. Los dones malogrados producen espirales de violencia y causan siempre mucho dolor. Por otra parte, el don posee una capacidad asombrosa y tremenda para transformarse repentinamente en su contrario: Del mismo modo que el agua pasa en un instante del estado líquido al sólido, el don negado muere y renace como rencor y rabia en el momento mismo en que es negado. Como el don de Caín, que no agradó a Dios y se convirtió en el anti-don del fratricidio. Este es un efecto de la complejidad y riqueza de nuestro corazón, capaz de un inmenso amor y de un inmenso odio, porque es infinito.

El encuentro entre David y Abigail es una auténtica perla literaria, teológica, antropológica y sociológica. Va precedido de un hecho importante: «Samuel murió. Todo Israel se reunió para hacerle los funerales» (1 Samuel 25,1). Samuel está unido tanto a Saúl como a David, pues había consagrado a ambos. Su desaparición hace aún más vulnerable a David en Israel, donde sigue peregrinando de ciudad en ciudad. Llega al desierto de Maón, al Noreste del Sinaí. Allí «había un hombre de Maón que tenía sus posesiones en Carmel. Era muy rico (…) Se llamaba Nabal, y su mujer, Abigail. La mujer era sensata y muy guapa, pero el marido era áspero y de malos modales» (25,2-3). Llega la fiesta del esquileo de los rebaños, y David envía a Nabal (cuyo nombre significa “tonto”: nomen omen, como veremos) diez hombres para pedirle al rico señor algunos dones en forma de alimentos y provisiones, especialmente valiosos dada su condición de fugitivos. Es importante la motivación de la petición de David: «Cuando tus pastores estuvieron con nosotros, no los molestamos ni les faltó nada» (25,7).

David interpreta la petición a Nabal como la correspondencia a un don, como una respuesta de reciprocidad debida. En la práctica del don, es obligado responder al don recibido. David, que se había comportado correctamente con anterioridad, piensa que Nabal obedecerá la doble regla sagrada del don y la hospitalidad y corresponderá a su honradez. Pero se equivoca: «Nabal respondió a los mozos de David: “¡Quién es David, quién es el hijo de Jesé? Hoy abundan los esclavos que se escapan del amo. ¿Voy a tomar mi pan y mi agua y las ovejas que maté para mis esquiladores y voy a dárselos a una gente que no sé de dónde viene?"». (25,10-11). Nabal no solo no envía regalos a David, sino que le ofende a él y a sus hombres. No lo reconoce. La primera negación del don es negar el reconocimiento del donante. Este rechazo del don pervierte la originaria benevolencia de David, convirtiéndola en rabia y en violencia: «David ordenó a sus hombres: “¡Ceñíos todos la espada!”» (25,13). Y repite en su corazón: «¡Ahora me paga mal por bien! ¡Que Dios me castigue si antes del amanecer dejo vivo en toda la posesión de Nabal a uno solo de los que mean a la pared!» (25,21-22).

En este momento de crisis aparece en escena Abigail. Informada de lo ocurrido por uno de sus criados, se hace literalmente cargo de la situación. Inmediatamente entiende la gravedad del torpe gesto de su marido, y pasa a la acción: «Abigail reunió aprisa doscientos panes, dos pellejos de vino, cinco ovejas adobadas, treinta y cinco litros de trigo tostado, cien racimos de pasas y doscientos panes de higos, y lo cargó todo sobre los burros» (25,18). Abigail actúa aprisa. Narrativamente es muy hermosa esta rápida acción de Abigail, jalonada por esta serie de números (también los números tienen una belleza laica), que nos revela que el escritor era un buen conocedor del talento femenino. Es típico de las mujeres entender inmediatamente lo que hay que hacer ante circunstancias dramáticas, sobre todo cuando son causadas por conflictos entre varones, y acertar con los ritmos y los tiempos. En esta acción veloz vemos, en directo, el movimiento de muchas mujeres que actúan por instinto y rápidamente para salvar a sus familias a toda costa durante las crisis y las guerras.

Abigail es un icono de la mujer sabia, concreta e inteligente, que sabe leer en las relaciones, y después actúa por el bien común. Actúa siguiendo un instinto de salvación. Experta en las relaciones y en los cuidados, trabaja por la paz. Teje tramas de bien al servicio de la vida. Y actúa en secreto («no dijo nada a su marido»), porque sabe que los hombres no entenderían su intuición distinta y pondrían obstáculos. Lo guarda en su corazón y después se pone en marcha: «En cuanto vio a David, Abigail se bajó del burro y se postró ante él, rostro en tierra. Postrada a sus pies, le dijo: “La culpa es mía, señor”» (25,23). Abigail baja de nuevo aprisa. Debe curar inmediatamente la herida. A las mujeres, mucho más que a los hombres, no les gusta quedarse en una relación deteriorada. Expertas en los tiempos de la vida y del cuerpo, saben que en las heridas relacionales el tiempo es el factor decisivo.

Abigail carga con la culpa de lo ocurrido, a pesar de ser inocente. Cuando hay que curar una relación y evitar que se desencadene una espiral de la venganza, no importa quién tiene razón y quién no. Poco importan las razones. La justicia debe dejar paso al bien y por consiguiente a la vida. Demasiadas heridas siguen sangrando en nombre de la justicia y de la verdad.

Las relaciones son un “tercero” con respecto a las personas que las generan, son una carne viva, y poco importan las razones de los que han herido el cuerpo, siempre que el “tercero-carne” se cure. Sanarlo es suficiente. Después ajustaremos cuentas, porque las “cuentas” que se hacen antes de la reconciliación son peores y muy distintas de las que se hacen después. Todos somos capaces de hacerlo, pero las mujeres saben hacerlo mejor, debido al instinto vital que les lleva a elegir la vida a cualquier precio. Después, Abigail ofrece a David sus dones: «Este es el obsequio que tu servidora le ha traído a su señor» (25,27). Es significativo que la palabra hebrea elegida para expresar el don sea brk, es decir bendición, la misma palabra-buena entregada por el ángel a Jacob después de la lucha y la herida en el Yaboc. Los dones son siempre palabras, y los dones posteriores a las heridas son siempre y sobre todo ben-diciones, palabras buenas que mendigan reconciliaciones.

Cuando se trata de relaciones primarias, el análisis coste-beneficio de las mujeres es distinto al de los hombres. Para ellas la reconciliación y el bien común de la familia son mucho más importantes. Quizá por eso, cuando el premio Nobel de la paz, Muhammad Yunus, dio vida a la mayor innovación financiera del último siglo (Grameen Bank), una de las primeras normas fue conceder los préstamos solo a las mujeres. Sabía que para las mujeres era más importante cumplir y devolver el préstamo, porque eran conscientes de que detrás de los préstamos había relaciones, familia, hijos, sangre, vida. Y tenía razón; de este modo proporcionó una vida mejor a millones de mujeres (sobre todo) musulmanas, a sus familias, a sus hijos y a sus maridos.

David fue vencido y convencido por las palabras de Abigail, que tienen la belleza y la fuerza de una oración, de un salmo. Muchas oraciones y muchos salmos han nacido de palabras-oraciones como las de Abigail, porque no existen palabras humanas más espirituales y santas que las pronunciadas por un inocente que se hace culpable para salvar a toda costa a alguien. Por eso, cuando alguien reza, antes de alabar a Dios, alaba al hombre y alaba a la mujer, porque, aunque no lo sepa, en esa alabanza está usando las palabras humanas más hermosas y santas, destiladas del dolor-amor de aquellos que han sido salvados gracias a unas palabras distintas. Palabras de hombres y palabras de mujeres. Pero, sobre todo en la antigüedad, las palabras distintas de las mujeres se pronunciaban en lo más secreto de la casa y del alma, o quedaban ahogadas en la garganta, como en la espléndida oración muda de Ana (cap. 1). Tenemos que estar agradecidos a la Biblia por habernos salvado y por habernos dado estas palabras-oraciones de mujeres, que constituyen una verdadera lápida al “soldado desconocido de la paz y las relaciones” que, como todas las lápidas, es memoria e invitación a reconocer y agradecer.

«David respondió a Abigail: "¡Bendito el Señor, Dios de Israel, que te ha enviado hoy a mi encuentro! ¡Bendita tu prudencia y bendita tú, que me has impedido hoy derramar sangre y hacerme justicia por mi mano"» (25,32). Estas hermosas palabras, en las que resuena el eco de las que le dirigió el ángel a María, bendicen la intuición  y la prisa de aquella mujer, su genio.

La historia termina con la muerte por infarto de Nabal, tras un suntuoso banquete: «A la mañana, cuando se le había pasado la borrachera, su mujer le contó lo sucedido; a Nabal se le agarrotó el corazón en el pecho y se quedó de piedra» (25,37). Al saber la noticia, David, evidentemente impresionado por la belleza y la gracia de Abigail, mandó mensajeros a pedir su mano: «Abigail se levantó aprisa y montó en el burro; cinco criadas suyas la acompañaron detrás de los emisarios de David. Y se casó con él» (25,42). Aprisa, una vez más. Y aprisa también Abigail saldrá de la Biblia. Da a David un hijo (de nombre incierto), que posiblemente muriera pronto, y después dejamos de verla. Su paso es fugaz, pero su figura permanece en la Biblia para recordarnos el talento de las mujeres, su intuición distinta, su concreción, sus tiempos y su vocación para las relaciones, la paz y la vida. Un canto y un reconocimiento alto a las mujeres que continúan, aprisa, su trabajo de paz, mientras los hombres seguimos, sin prisa, ejercitándonos en el arte de la guerra.

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Más grandes que la culpa/14 – Coser, sanar, actuar a tiempo por la paz

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (49 KB) el 22/04/2018

Piu grandi della colpa 14 rid«Nosotros vemos las mercancías como medio, como los hilos de un velo debajo del cual palpitan las relaciones sociales. Pero no debemos perder de vista que las mercancías sólo trazan el perímetro del modelo y que la atención debe centrarse en el flujo de intercambios.»

Mary Douglas, El mundo de los bienes

Don es una palabra grande y por tanto ambivalente. Si no fuera ambivalente tampoco sería grande. Como ocurre con el amor, la religión, la comunidad, la vida y la muerte, que también son grandes y ambivalentes. Una posible definición de la naturaleza humana podría ser la “capacidad de dar y acoger el don”, pues el don dice libertad, autonomía, dignidad y belleza. Los dones que recibimos y entregamos marcan las etapas decisivas de nuestra vida y de la vida de aquellos a quienes amamos, desde el primer don de la vida hasta el último, cuando entreguemos ese primer don centuplicado. Tal vez solo en ese momento seamos capaces de entender todo su valor, así como el valor y el sentido de nuestro último don.

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La sabia prisa de las mujeres

Más grandes que la culpa/14 – Coser, sanar, actuar a tiempo por la paz Luigino Bruni Publicado en pdf Avvenire (49 KB) el 22/04/2018 «Nosotros vemos las mercancías como medio, como los hilos de un velo debajo del cual palpitan las relaciones sociales. Pero no debemos perder de vista q...
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Más grandes que la culpa/13 – No matar, salvar el nombre, cortar la orla del manto

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (41 KB) el 15/04/2018

Piu grandi della colpa 13 rid«Querido mal,
no te pido razones,
es la ley de la hospitalidad...
te doy abrigo
a ti que me destapas.
No te quiero mal
sé que eres sabio, te vigilo
soy tu nido,
tú me saboreas
y después escupes el hueso
»

Chandra Livia Candiani, Fatti vivo

El conflicto adquiere muchas formas distintas. Cada época añade formas nuevas, dejando inalteradas las que ha recibido en herencia. También la Biblia conoce variadas formas de conflicto. Como el que surge entre Caín y Abel, donde una frustración vertical (entre Caín y Dios, que rechaza sus ofrendas) se convierte en violencia horizontal (contra Abel). O como el conflicto entre José y sus hermanos mayores, donde la envidia causa la eliminación del envidiado, vendido a unos camelleros que van de viaje a Egipto. O bien el que se desencadena entre Abraham y su sobrino Lot por la abundancia de recursos en un espacio común demasiado pequeño, resuelto por separación, gracias a la generosidad de Abraham, que deja que Lot elija la tierra («Sepárate de mí. Si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda» Génesis 13,9).

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El conflicto entre David y Saúl asume otra forma distinta. Es un paradigma del típico conflicto entre una persona, generalmente más joven, que recibe una llamada auténtica para desempeñar una tarea que ya está siendo realizada por otra persona, que ha recibido esa misma llamada con anterioridad y pone obstáculos, pues interpreta la llegada del nuevo como una amenaza y un mensaje funesto para su propia vocación. Este tipo de conflictos es especialmente doloroso para ambas partes, pues necesariamente se produce un choque de identidades, donde cada uno piensa que está (porque lo está) legítimamente en su lugar. Estos conflictos solo se pueden resolver o prevenir con la rendición de una de las partes, que puede asumir varias formas: miedo, debilidad u obediencia a una nueva voz que llama a otro lugar. En la mayor parte de los casos, estos conflictos no se resuelven, o se resuelven demasiado tarde y con graves daños recíprocos que acaban haciendo peores personas, desnaturalizando y deformando el corazón. El relato bíblico de la guerra entre Saúl y David es importante, entre otras cosas, porque nos da un paradigma de un posible tratamiento de estos conflictos tan destructivos como corrientes.

Desde las cuevas de Adulán, David se dirige a Moab, donde pide al rey local que dé hospitalidad a su padre y a su madre. El episodio de Moab nos trae a la memoria a Ruth y su maravillosa historia. Los moabitas, amigos de los judíos, acogen a los padres de David. Pero otro profeta, Gad, entra en escena y dice a David: «”No sigas en el refugio, métete en tierra de Judá”. Entonces David marchó» (1 Samuel 22,5). Los libros de Samuel nos muestran a un David amigo de los sacerdotes y sobre todo amigo de los profetas, que escucha. En esta capacidad de escuchar a los profetas radica parte de la belleza de David y una explicación del abundante amor que la Biblia manifiesta con respecto a este rey-mesías.

David continúa su huída de Saúl y pone su tienda en el desierto de Zif. Allí se reúne con su amigo Jonatán, y los dos renuevan su “pacto de sal”: «No temas, no te alcanzará la mano de mi padre, Saúl». Entonces «los dos hicieron un pacto ante el Señor» (23,17-18). David se pone de nuevo en camino y se establece en el desierto montañoso de Engadí, hacia el Mar Muerto, donde le espera un encuentro decisivo.

Saúl, advertido de la presencia de David en las montañas, toma tres mil soldados y sale con intención de cazarlo. Por el camino, Saúl entra en una cueva a hacer sus necesidades. Al fondo de esa misma cueva, en una cámara más al interior, se encuentra escondido David con algunos compañeros: «Le dijeron a David sus hombres: Este es el día del que te dijo el Señor: “Yo te entrego tu enemigo. Haz con él lo que quieras”» (24,5). Los compañeros de David se hacen intérpretes de la voluntad de Dios y de los sentimientos del antiguo oyente de este relato, e invitan a David a aprovechar esa ocasión de absoluta vulnerabilidad de Saúl (solo y de espaldas) para eliminarlo. Pero David no considera la vox populi como vox Dei. Se acerca a Saúl y en lugar de asestarle un golpe «sin meter ruido, le cortó a Saúl el borde del manto» (24,5). David no solo desoye el consejo de sus hombres, sino que «más tarde le remordió la conciencia por haberle cortado a Saúl el borde del manto» (24,6). Por eso «prohibió enérgicamente a sus hombres echarse contra Saúl» (24,8). Y les dijo: «¡Dios me libre de hacer eso a mi señor, el ungido del Señor, extender la mano contra él! ¡Es el ungido del Señor!» (24,7). Estamos ante un relato complejo, narrativamente muy eficaz y denso de pathos que, entre otras cosas, ilustra el fenómeno que Freud llamaba “tabú de los dominadores” o inviolabilidad del soberano. En muchas civilizaciones arcaicas (no solo en estas) estaba prohibido tocar al rey. Esta prohibición nace del profundo deseo de sus súbditos y herederos de matarlo (expresado en el texto por el consejo de los compañeros). Pero el detalle más bonito es la orla del manto que David sostiene en sus manos y que a aquellos que hayan seguido desde el principio la epopeya de Saúl les recordará la orla del manto de Samuel, que se quedó entre las manos de Saúl cuando intentaba detener al profeta el día de su rechazo.

Saúl, cuando acaba de hacer sus necesidades, sale de la cueva. Allí le espera David, llevando entre sus manos la orla cortada del manto. El diálogo entre estos dos hombres es hermoso y sincero. Después de postrarse ante Saúl, David le dice: «Me dijeron que te matara, pero te respeté, y dije que no extendería la mano contra mi señor, porque eres el ungido del Señor. Padre mío, mira en mi mano el borde de tu manto» (24,11-12). Saúl responde a David: «“¿Es esta tu voz, David, hijo mío?” Luego levantó la voz llorando, mientras decía a David: “¡Tú eres inocente y no yo! Porque tú me has pagado con bienes y yo te he pagado con males, y hoy me has hecho el favor más grande, pues el Señor me entregó a ti y tú no me mataste» (25,17-19).

Una vez más, Saúl es capaz de experimentar auténticos sentimientos de arrepentimiento, y de llorar a voz en grito por el mal que está causando. Llama a David “hijo mío”, reconoce su error y su maldad. Y en nosotros suscita una sincera compasión y la misma piedad que en David. La trágica historia de Saúl sigue estando rociada por estas fugaces pero intensas miradas buenas del texto, que parece querer atribuir la maldad de Saúl al mal espíritu de Dios que un día se adueñó de su corazón (una manera, eficaz y muy humana, de salvar algo de este primer triste y desafortunado rey). En cuanto este espíritu malvado le deja, Saúl vuelve a ser capaz de decir cosas bonitas y buenas: «¡El Señor te pague lo que hoy has hecho conmigo!» (24,20).

Este gran encuentro entre Saúl y David concluye con estas palabras de Saúl: «”Júrame por el señor que no aniquilarás mi descendencia, que no borrarás mi apellido”. David se lo juró.» (24,22-23). Saúl siente que su final se acerca y, como los grandes personajes bíblicos, piensa en sus padres y en sus hijos. Para este humanismo, lo más importante no es la nuestra propia salvación sino la de los hijos y la de los padres, que son, en conjunto, nuestro verdadero nombre. En ese breve momento de lucidez espiritual, Saúl menciona el nombre del padre y el nombre de los hijos. No quiere que el fracaso de su vocación se convierta también en fracaso del pasado y del futuro. Cuando nos damos cuenta de que nuestra vida no ha funcionado y no se ha convertido en lo que hubiera podido y debido ser, todavía podemos salvar algo bueno y verdadero si protegemos el nombre, si tratamos de impedir que nuestros errores y pecados contaminen la raíz y las yemas, porque sabemos que son inocentes y queremos que lo sigan siendo. En esta salvación del nombre volvemos a engendrar a nuestros hijos y nos convertimos en padres de nuestros padres, y a veces logramos escuchar su agradecimiento que aclara lo oscuro de nuestros abismos. Hay familias que se salvan por un último acto de amor de alguien que, aun estando equivocado, consigue salvar la inocencia del nombre.

Después de este intenso encuentro, David reemprende la huída. No se rinde porque no puede renunciar a su vocación. Huye pero no renuncia a convertirse en rey legítimo de su pueblo. Mientras huye y sufre viendo las maldades de Saúl, le respeta, le llama padre y señor, le reconoce como legítimo soberano. Cuando podría haberle matado, poniendo fin a sus sufrimientos, no lo hace. Prefiere permanecer en el conflicto antes que encontrar una solución más sencilla pero menos verdadera. De este modo, la Biblia nos lanza su enésimo mensaje de vida: aprender a habitar las contradicciones, ocuparse de los conflictos, preferir una no-solución difícil pero más verdadera a una solución que parece más sencilla solo porque es menos verdadera. Ponernos en silencio al lado de quien nos hace daño, cortar solo la orla de su manto y encontrarnos con un humilde trozo de tela desgarrado entre las manos en lugar de con un puñal homicida. Las vocaciones también maduran habitando, con lealtad y mansedumbre, el conflicto en que nos vemos envueltos sin buscarlo ni quererlo, cuando elegimos usar el cuchillo solo para cortar un trozo de tela. De ciertos conflictos solo nos podemos salvar recurriendo a la fuerza-débil de un jirón de tela.

David fue elegido y consagrado rey cuando aún era un muchacho. Un día se convirtió en rey y fue el más grande de todos. La lealtad, costosa y generosa, que aprendió y exhibió en el conflicto con Saúl, le hizo ser el rey más amado, más allá de sus muchas culpas. Incluso después de grandes pecados e infidelidades, podemos esperar el perdón de la vida, de Dios, de nuestros amigos o del ángel de la muerte, si hemos sido capaces de respetar a un enemigo poseído por un mal espíritu, si no hemos abusado de su vulnerabilidad, si le hemos llamado “padre” o “amigo” aun cuando no lo merecía. Si lo hemos hecho al menos una vez.

 

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Más grandes que la culpa/13 – No matar, salvar el nombre, cortar la orla del manto

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (41 KB) el 15/04/2018

Piu grandi della colpa 13 rid«Querido mal,
no te pido razones,
es la ley de la hospitalidad...
te doy abrigo
a ti que me destapas.
No te quiero mal
sé que eres sabio, te vigilo
soy tu nido,
tú me saboreas
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El conflicto adquiere muchas formas distintas. Cada época añade formas nuevas, dejando inalteradas las que ha recibido en herencia. También la Biblia conoce variadas formas de conflicto. Como el que surge entre Caín y Abel, donde una frustración vertical (entre Caín y Dios, que rechaza sus ofrendas) se convierte en violencia horizontal (contra Abel). O como el conflicto entre José y sus hermanos mayores, donde la envidia causa la eliminación del envidiado, vendido a unos camelleros que van de viaje a Egipto. O bien el que se desencadena entre Abraham y su sobrino Lot por la abundancia de recursos en un espacio común demasiado pequeño, resuelto por separación, gracias a la generosidad de Abraham, que deja que Lot elija la tierra («Sepárate de mí. Si vas a la izquierda, yo iré a la derecha; si vas a la derecha, yo iré a la izquierda» Génesis 13,9).

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La fuerza débil que nos salva

Más grandes que la culpa/13 – No matar, salvar el nombre, cortar la orla del manto Luigino Bruni Publicado en pdf Avvenire (41 KB) el 15/04/2018 «Querido mal, no te pido razones, es la ley de la hospitalidad... te doy abrigo a ti que me destapas. No te quiero mal ...
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Más grandes que la culpa/12 – El oficio de vivir se aprende poniéndose en camino

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (48 KB) el 08/04/2018

Piu grandi della colpa 12 rid«Me sucedió de niño que vi, con una simpatía y un respeto infinitos, el rostro medio ajado de una mujer, en el que parecía poder leerse: “por aquí han pasado la vida y la realidad”.
Vivimos, y en esto hay algo maravilloso. Llámalo Dios, llámalo naturaleza humana o como quieras. Pero hay algo que no sé definir en un sistema y sin embargo está muy vivo y es verdadero. Eso para mí es Dios»

Vincent Van Gogh, Cartas, 179, 193

Cuando una vocación es verdadera y crece bien, después de los “hosanna” de la muchedumbre llega puntual el tiempo de la pasión. En este periodo, siempre crucial, el diseño y la misión de esa persona comienzan a desvelarse con mayor claridad, ya que el trasfondo sombrío de los acontecimientos hace resaltar las siluetas luminosas.

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David, después del primer éxito en la corte y en el corazón de Saúl, después de la victoria contra Goliat y el canto de gloria de las mujeres («Saúl mató a mil, David a diez mil»), se ve ahora obligado a huir y a esconderse, pues Saúl quiere matarle. El texto nos muestra un David fugitivo y nómada, que va de ciudad en ciudad, con su vida continuamente en peligro, sin paradero fijo, vulnerable y pobre. Como Abraham, como Moisés, como María y José. Un arameo errante en busca de benevolencia y hospitalidad. Como nosotros, como todos, que desde el primer día en que vemos la luz nos convertimos en mendigos de una mano buena que nos acoja y nos de hospitalidad, y no dejamos nunca de buscarla, hasta el final.

En un primer momento llega a Nob, donde se encuentra el sacerdote Ajimélec. David le da una explicación (falsa) de por qué ha ido allí, y a continuación le pide “cinco panes” (un número y un alimento que nos suenan). Ajimélec le responde: «No tengo a mano pan ordinario. Solo tengo pan consagrado» (1 Samuel 21,5). El pan consagrado del santuario es un pan ritual. David lograr convencer a Ajimélec,  quien le da, para que se los coma con sus hombres, los “panes de la ofrenda” que, según la Ley, solo podían ser comidos por los sacerdotes. Por eso, los evangelios sinópticos citan este episodio cuando Jesús pasa en sábado por los campos de trigo y sus discípulos se ponen a recoger espigas. Tras citar a David, Jesús concluye: «El sábado ha sido instituido para el hombre y no el hombre para el sábado» (Marcos 2, 27). David es un necesitado, tiene hambre, y el hambre viene antes que la Ley, en la Biblia y en la vida. Ningún precepto religioso, económico o político puede servir de justificación para negar el pan a quien tiene hambre. Cuando se niega el pan (y el trabajo) en nombre de la ley, de cualquier ley, dejando al hombre sin pan, se niega la Biblia, la fe y, antes aún, la ley del pan que es la primera ley de la vida: si hay pan en casa y un hombre hambriento me lo pide, yo debo dárselo, aunque no pueda pagarlo, aunque no pueda darme nada a cambio, aunque sea pan consagrado, porque nada hay más sagrado y santo que un hombre hambriento. La Biblia es también historia del pan, desde el maná hasta la última cena, e historia del don. El pan marca simbólicamente (y por tanto profundamente) el comienzo de la odisea de David, que se nos muestra ante todo como un hombre hambriento, necesitado de pan.

Con esta mirada, amplia y buena, sobre la condición humana elemental, la Biblia “ve” a todos los hombres y mujeres que siguen teniendo hambre cada día y que, como David, deben recurrir a estratagemas y mentiras para no morir, muchas veces sin lograrlo. Estas miradas hacen de la Biblia el gran libro amigo del hombre, de cada hombre, de todo el hombre, de todas las mujeres y de todos los hombres. No hay que olvidar nunca que la Biblia, antes de hablarnos bien de Dios, nos habla bien del hombre, lo ben-dice. Lo conoce en su vulnerabilidad y en sus limitaciones, porque sabe que solo dentro de lo infinitamente pequeño se puede tocar lo infinitamente grande y su misterio. David, además, está desarmado y junto con el pan le pide al sacerdote un arma. Con otra serie de mentiras, consigue que le de la lanza de Goliat, que se guardaba en el templo (21,10).

David se muestra astuto y sin escrúpulos, hasta tal punto que para salvarse recurre sistemáticamente a la mentira. Pero las mentiras y las medias verdades no le arrebatan la gracia de YHWH, que le sigue asistiendo, bendiciendo y protegiendo. La Biblia, que siente una consideración infinita por la capacidad performativa de la palabra, en esta época nuestra de continuas contradicciones, de pactos transformados en contratos y de fake news, nos sigue recordando la importancia y la dignidad de las palabras en la vida, y no tiene miedo de incluir en los fundamentos de su humanismo también algunas mentiras, dichas por personajes a los que ama y ve con ojo benévolo (Abraham, Jacob, Mical, Jonatán, David, Pedro…). Decir mentiras es otra expresión de la “pobreza” y vulnerabilidad de David, de su humanidad y de la nuestra. Es la respuesta natural a otra forma de indigencia. Las mentiras de David son las mentiras del hombre pobre, temeroso, inerme y hambriento. Entonces, no todas las mentiras son iguales. La de la serpiente, la de Caín y las de los falsos profetas son siempre y solo mal y por tanto son condenadas por la Biblia y por nosotros. Pero las mentiras de David, al igual que la violación de la ley sobre el pan consagrado, están al servicio de la vida.

La Biblia no es un tratado de ética ni un manual de virtudes cívicas. Es mucho más que eso. Es el libro de la vida. Es un canto al hombre viviente y a la tierra, que es la primera casa de los ángeles de Elohim, que no vienen a visitarnos porque seamos buenos y religiosamente perfectos sino porque son atraídos por nuestra imperfección cuando va acompañada de un corazón bueno. La sinceridad bíblica del corazón está vinculada sobre todo a la capacidad de arrepentirse y de sufrir por el mal realizado (David se arrepentirá por las mentiras dichas al sacerdote: 22,22). Es la bendición que nos llega al alma y nos sorprende cuando estábamos convencidos de que habíamos perdido la pureza para siempre.

Poco antes, en otro relato de la huída, son los profetas quienes salvan a David en Ramá, antes de la llegada de los hombres enviados por Saúl y, después, del mismo rey. Saúl entra en contacto con la comunidad de profetas cercana a Samuel, es “contagiado” por el entusiasmo profético, y cae en una especie de exaltación mística: «Entonces Saúl se quitó la ropa y estuvo en trance delante de Samuel, tirado por tierra, desnudo, todo aquel día y toda la noche» (19,24). Es un episodio misterioso y ambivalente, ciertamente sugerente y fascinante, eco de una antigua tradición local. Saúl, abandonado por el buen espíritu  y en manos del mal espíritu y de sus propios fantasmas, se encamina inexorablemente hacia su final y revive, al entrar en contacto con la comunidad de profetas, algo muy parecido al entusiasmo profético del día de su vocación, cuando recibió de Samuel su unción como rey, y «Dios le cambió el corazón» (10,9).

Es muy humana y llena de pietas esta desnudez de Saúl, que cae a tierra aturdido y permanece allí todo un día y toda una noche. Tal vez, al entrar de nuevo en contacto con el espíritu que había sentido vivo y maravilloso aquel primer y bendito día, algo le sacude por dentro, le golpea y le derriba. Es lo mismo que les ocurre a las personas que han sido conducidas por la vida a través de senderos donde han perdido la voz y la luz del primer y lejano encuentro. Un día se topan casualmente con su primera comunidad, o vuelven a escuchar una vieja canción o ven una foto o vuelven al lugar donde recibieron una llamada verdadera (como verdadera había sido la de Saúl), y dentro del alma se sienten trastornados por un fuerte viento de emociones, que les turba y les arrolla, y se sienten invadidos por una emoción profunda y una nostalgia inmensa de algo muy hermoso que saben perdido para siempre. Gracias a Dios, a diferencia de Saúl, a veces los grandes llantos y las grandes horas de aturdimiento pasadas en la tierra, son el comienzo de una fase nueva y espléndida de la vida.

Con la ayuda de los profetas y de los sacerdotes, David se salva y sigue su viaje fugitivo. Llega a Gat, una ciudad filistea. Allí le reconocen y para salvarse «se puso a hacer el bobo ante ellos; fingiéndose loco cuando iban a apresarlo, se puso a arañar las puertas, dejándose caer la baba por la barba» (21,14). Aquís, el señor de Gat, dice a sus siervos: «¡Si ese hombre está loco! ¿A qué me lo habéis traído? ¿Ando escaso de tontos para que me traigáis este a hacer tonterías?» (21,15-16). David se hace pasar por loco, como Ulises. Sigue luchando y fingiendo, para vivir.

Desde Gat se dirige a una zona con muchas cuevas: Adulán. Allí se reúne con sus familiares, que no se sentían seguros en Belén. Alrededor de David «se juntaron unos cuatrocientos hombres, gente en apuros o llena de deudas o desesperados de la vida. David fue su jefe» (22,2). Es hermosa la descripción de esta comunidad que se reúne en torno a David. Recuerda a los hebreos que salieron de Egipto con Moisés, a la muchedumbre que seguía a Jesús en Palestina, a las primeras iglesias cristianas, al primer movimiento monacal, a las órdenes mendicantes, a las comunidades que buscaban un libertador para soñar con otra vida. Son personas honradas y oprimidas, deudores insolventes huidos de la cárcel y la esclavitud, y otros simplemente descontentos. Todos ellos pobres, perseguidos, oprimidos. Es el pueblo de las bienaventuranzas. Las comunidades verdaderas, las que son capaces de reconocer a David e iniciar un rescate social y una auténtica revolución, son siempre así: mestizas, promiscuas, biodiversificadas, heterogéneas, formadas por personas impulsadas por motivaciones muy distintas, que “tocándose” se curan y se hacen mejores. Así las comunidades permanecen vivas y fecundas. En cambio, cuando comienzan a dividirse y a segmentarse en comunidades de personas honestas, comunidades de insolventes y comunidades de simples descontentos, pierden fuerza profética y capacidad de generar y de cambiar. Los deudores acaban como esclavos, los descontentos se rinden, y los honestos terminan pareciéndose demasiado a los obreros de la primera hora y al hermano mayor del hijo pródigo. Las comunidades formadas por personas diversas que se convierten en comunidades de semejantes se empobrecen y pronto terminan. David sigue caminando por los peligrosos caminos de Palestina, hambriento, peligroso y temeroso, en compañía de gente normal e imperfecta, como él, como nosotros. El joven elegido, atractivo y amable, aprende el oficio de vivir experimentando la fragilidad y la vulnerabilidad de la condición humana. Como nosotros, como todos.

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Más grandes que la culpa/12 – El oficio de vivir se aprende poniéndose en camino

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (48 KB) el 08/04/2018

Piu grandi della colpa 12 rid«Me sucedió de niño que vi, con una simpatía y un respeto infinitos, el rostro medio ajado de una mujer, en el que parecía poder leerse: “por aquí han pasado la vida y la realidad”.
Vivimos, y en esto hay algo maravilloso. Llámalo Dios, llámalo naturaleza humana o como quieras. Pero hay algo que no sé definir en un sistema y sin embargo está muy vivo y es verdadero. Eso para mí es Dios»

Vincent Van Gogh, Cartas, 179, 193

Cuando una vocación es verdadera y crece bien, después de los “hosanna” de la muchedumbre llega puntual el tiempo de la pasión. En este periodo, siempre crucial, el diseño y la misión de esa persona comienzan a desvelarse con mayor claridad, ya que el trasfondo sombrío de los acontecimientos hace resaltar las siluetas luminosas.

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La comunidad mestiza es generadora

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Más grandes que la culpa/11 – El amor es uno solo, si bien amores hay muchos: eros, philia, agape…

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (75 KB) el 01/04/2018

Piu grandi della colpa 11 B rid

«Pedro, ¿me quieres [agape]? – Sí, Señor, te quiero [philia].
Pedro, ¿me quieres [agape]? – Sí, Señor, te quiero [philia].
Pedro, ¿me quieres [philia]?»

Evangelio según Juan 21,15-17

El amor es uno solo, si bien amores hay muchos. Amamos muchas cosas y a muchas personas. Somos amados por muchos, de distintas maneras. Amamos a los padres, a los hijos, a las novias y esposas, a los hermanos, a las maestras, a los abuelos y a los primos, a los poetas y a los artistas. Amamos mucho a los amigos. Pero el amor humano no se limita a los seres humanos. Alcanza a los animales, a la naturaleza entera, a Dios.

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En el mundo griego había dos palabras principales para decir amor: eros y philia, que no agotaban la multiplicidad de formas, pues disponían un registro semántico más rico que el nuestro para declinar esta palabra fundamental de la vida. Este léxico permitía distinguir el “te quiero” dicho a la mujer amada del “te quiero” dicho a un amigo, y reconocer al mismo tiempo que el segundo no tenía por qué ser inferior ni menos verdadero que el primero. El cristianismo añadió después una tercera palabra griega para expresar otra tonalidad del mismo amor, que ya estaba presente en la Biblia hebrea y sobre todo en la vida. Esta tercera palabra, estupenda, es agape, el amor que sabe amar a quien no es deseable y a quien no es amigo.

Estas tres dimensiones del amor con frecuencia se dan juntas, en las relaciones verdaderas e importantes. Tal es el caso de la amistad, donde la philia nunca está sola, pues es la primera que necesita amigos. Va acompañada del deseo-pasión por el amigo y es irrigada por el agape, que le permite durar siempre y resurgir a partir de los fracasos y las fragilidades. Una amistad hecha solo de philia no sería suficientemente cálida y fuerte para evitar quedarnos solos en el camino. Pero la philia es la que une al eros y al agape, hermanándolos entre sí. Jesús también necesitó el registro de la philia para expresarnos su amor. En las poquísimas amistades que nos acompañan durante largos trechos del camino de la vida, a veces hasta el final, la philia lleva consigo los colores del eros y del agape. Son los amigos a los que hemos perdonado y nos han perdonado setenta veces siete; los amigos a los que hemos esperado y deseado, como a una esposa o a un hijo, cuando no regresaban; los amigos a los que hemos abrazado y besado con abrazos y besos iguales y distintos, mezclando muchas veces las lágrimas hasta fundirlas en una misma gota salada. Pocos dolores hay más grandes que la muerte de un amigo. Un trozo de nuestro corazón deja de latir ese día para siempre.

La Biblia, experta en humanidad, conoce muy bien la gramática de las relaciones y de los sentimientos humanos, y nos regala páginas maravillosas acerca de la amistad. Así, usa la misma palabra – ahavah – para describir el amor entre padre e hijo, el amor erótico y sensual entre un joven y una joven, y el amor entre dos amigos. La amistad hace su aparición en la Biblia con Jonatán, hijo del rey Saúl. Es una aparición muy hermosa, un verdadero canto al amor-amistad. Jonatán es un príncipe, un guerrero, pero sobre todo es un amigo. El texto nos lo presenta fascinado por David: «Jonatán y David hicieron un pacto, porque Jonatán lo quería como a sí mismo» (1 Samuel 18,3). Se trata de un pacto solemne, tal vez un “pacto de sal”, donde la sal, que evita la corrupción, para la Biblia significa simbólicamente “para siempre”. La Biblia sabe lo que es un pacto-Alianza, y si recurre a esta palabra para hablarnos de una amistad es porque se trata de algo importante. También el misionero italiano Matteo Ricci (Lì Mǎdòu (利瑪竇)) debió considerarlo importante, cuando decidió dedicar su primer libro en chino a la amistad (en 1595).

Como trasfondo a la amistad entre David y Jonatán, después de presentarnos estePiu grandi della colpa 11 rid pacto de amistad, el texto nos vuelve a llevar a Saúl, cada vez más perseguido por sus malos espíritus. David vuelve a la patria tras haber derrotado a Goliat, y allí salen a su encuentro las mujeres de la ciudad, cantando y bailando al son de panderos: «Saúl mató a mil, David a diez mil» (19,7). Las mujeres, otra constante en la vida de David, hacen su entrada solemne bailando en fila, una tras otra, con el garbo y la gracia típicos de los movimientos de su cuerpo. Celebran la victoria de David, pero sobre todo la de YHWH. Como Miriam, la hermana de Moisés, que comenzó, con la pandereta y el canto, la danza de las mujeres después del paso del mar. Saúl exclama: «¡Diez mil a David y a mí mil! ¡Ya solo le falta ser rey! Y a partir de aquel día Saúl le tomó ojeriza a David» (18,8-9). A continuación, bajo la acción de un mal espíritu, arroja la lanza contra David «intentando clavar a David en la pared, pero David la esquivó dos veces» (18,11).

El contraste entre la mirada buena de Jonatán y la “ojeriza” de Saúl es fuerte. La envidia y los celos son una cuestión de mirada. Los celos y la envidia son dos sentimientos gemelos que se alimentan uno a otro, si bien la envidia tiene una estructura binaria (Saúl envidia el éxito de David), mientras que la estructura de los celos es ternaria (David puede quitarle el reino). Mientras se desarrolla la tragedia, el texto nos muestra una vez más a Saúl víctima del mal espíritu de YHWH, abandonado a su triste destino de rey elegido y posteriormente rechazado. Los escritores tienen una forma elevada de misericordia con sus personajes, que hace que en la tierra haya más misericordia que la de los hombres y mujeres de carne y hueso (en esto los artistas se parecen un poco a Dios, ya que pueden amar, perdonar y salvar a sus criaturas en un acto de libertad absoluta).  

Samuel se obsesiona con David y comienza a tramar un plan para eliminarlo. Le promete como esposa a su hija mayor (Merab), mas «cuando llegó el momento [dos años], se la dieron a Adriel» (18,19). Pero la otra hija de Saúl, Mical, se enamora de David y a Saúl le parece bien, pues piensa: «Se la daré como cebo, para que caiga en poder de los filisteos» (18,21). Este episodio parece un eco del protagonizado por Jacob con las dos hijas de Labán, Raquel y Lía. Saúl le pide como dote «cien prepucios de filisteos» (18,25), un precio que David paga con creces (doscientos prepucios). Pero Mical no se convierte en “un cebo” para David. Al contrario, le salva de la locura homicida de Saúl, ayudándole a huir en la noche cuando su padre quiere matarle: «Mical agarró luego los ídolos [terafim], los echó en la cama, puso en la cabecera un cojín de pelo de cabra y los tapó con una colcha. Cuando Saúl mandó los emisarios a David, Mical les dijo: “Está malo”» (19,13-14). A David le protege el amor que genera en quienes están a su lado.

Según el otro relato de su huída de Saúl, David, de acuerdo con Jonatán, no se presenta al banquete por la fiesta del novilunio. Cuando Saúl se da cuenta, Jonatán le da una explicación  (falsa) de la ausencia de David (había ido a Belén). Entonces el rey «se encolerizó contra Jonatán, y le dijo: “¡Hijo de mala madre! ¡Ya sabía yo que estabas conchabado con el hijo de Jesé, para vergüenza tuya y de tu madre!” … Jonatán le replicó: “Y ¿por qué va a morir? ¿Qué ha hecho?” Entonces Saúl le arrojó la lanza para matarlo» (20,30-33). Jonatán hace frente abiertamente a su padre, defiende las razones de David, pone en riesgo su vida cuando habría podido evitarlo. Sin embargo, es leal. La lealtad es un componente esencial de toda amistad auténtica. Carga con las consecuencias gravosas de una relación cuando podría evitarlas. Muchas veces se trata de hablar, otras de callar, otras de no contarle al amigo las palabras perversas dichas por otros con la única finalidad de herirle. Se trata de actuar como si el otro estuviera siempre presente.

David y Jonatán se dejan renovando su pacto de amistad y de unidad: «En cuanto al pacto que hemos hecho tú y yo, el Señor estará siempre entre los dos» (20,23). En la Alianza con Abraham, Dios pasó por medio de los animales descuartizados. En estos pactos de amistad, Dios está “en medio” de los amigos (Mateo 18,19). Por consiguiente es un pacto que traspasa el espacio y el tiempo. Involucra a nuestros descendientes, a los hijos que tenemos y tendremos, a los padres y a los abuelos. Los pactos de amistad, a diferencia de los pactos nupciales, por lo general no se celebran con palabras. Casi siempre son pactos mudos. Pero algunas veces, en una amistad madura, pueden existir también pactos explícitos, celebrados con la palabra. Son, por ejemplo, los pactos de amistad que encontramos en la base de nuevas comunidades y movimientos, civiles o religiosos, generados por dos o más amigos que se dicen palabras especiales en un momento especial. El contexto del relato de la amistad entre David y Jonatán es el de un pacto sagrado, el de una alianza solemne, el de una fraternidad espiritual. Nos trae a la memoria a Francisco, Clara y fray Elías, a Kiko Argüello y Carmen Hernández, a Francisco de Sales y Juana Chantal, a Chiara Lubich e Igino Giordani, a Basilio y Gregorio, a Don Zeno y a mamá Irene, a Gandhi y sus primeros compañeros de la “marcha de la sal”, y tantos otros pactos de amistad, implícitos y explícitos, que han dado lugar a sindicatos, cooperativas, empresas, partidos políticos, resistencias y liberaciones. Pactos afectuosos y castos, todos ellos íntimos e inclusivos, amarrados y libres, nunca celosos, siempre generosos e inmensamente generativos.

Antes de despedirse, Jonatán le dice a David: «¡Vamos al campo!» (20,11). Esta frase no es nueva para la Biblia. Es la misma de Caín (Gn 4,8). El amigo es el anti-Caín: te invita a ir al campo para salvarte. En la tierra, las invitaciones de Caín, el fratricida, coexisten con las de Jonatán, el amigo. Viven una al lado de la otra y se entrecruzan. Algunas veces descubrimos que el otro no es Jonatán sino Caín cuando, al llegar al campo, vemos que su mano se vuelve distinta. Esos son los días más tristes. Otras veces descubrimos que quien pensábamos que era Caín en realidad es Jonatán. La humanidad sigue adelante con su historia porque las “invitaciones de Jonatán” son más numerosas que las “invitaciones de Caín”, porque los amigos son más que los asesinos.

Otro día, otro amigo, el más grande de todos, fue clavado en una cruz por otra mano fratricida. Bajo la cruz estaban las mujeres, y un amigo. Esta vez, las mujeres y el amigo no pudieron salvarle. Pero esos mismos amigos volvieron a verle vivo. Y nosotros, sus amigos, seguimos esperándole, en compañía de Abel y de todas las víctimas de la historia. Le esperamos porque nos prometió que volvería, y la promesa del amigo es verdadera.

Feliz Pascua

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Más grandes que la culpa/11 – El amor es uno solo, si bien amores hay muchos: eros, philia, agape…

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (75 KB) el 01/04/2018

Piu grandi della colpa 11 B rid

«Pedro, ¿me quieres [agape]? – Sí, Señor, te quiero [philia].
Pedro, ¿me quieres [agape]? – Sí, Señor, te quiero [philia].
Pedro, ¿me quieres [philia]?»

Evangelio según Juan 21,15-17

El amor es uno solo, si bien amores hay muchos. Amamos muchas cosas y a muchas personas. Somos amados por muchos, de distintas maneras. Amamos a los padres, a los hijos, a las novias y esposas, a los hermanos, a las maestras, a los abuelos y a los primos, a los poetas y a los artistas. Amamos mucho a los amigos. Pero el amor humano no se limita a los seres humanos. Alcanza a los animales, a la naturaleza entera, a Dios.

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La promesa del amigo es verdadera

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Más grandes que la culpa/10 – Humildes instrumentos que añaden páginas al libro de la historia

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (33 KB) el 25/03/2018

Piu grandi della colpa 10 rid«De las espadas forjarán arados;
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo;
ya no se adiestrarán para la guerra»

Isaías 2,4

En el libro de la historia, que nos habla de vencedores fuertes y prepotentes y de víctimas débiles y pobres que sucumben, a veces encontramos páginas distintas, en las que el orden natural se invierte y los humildes son elevados y los soberbios derrotados. Son pocas páginas, pero su fulgurante luz ilumina el libro entero, transformándolo, cambiando su sentido y marcando la diferencia. Son relatos distintos, que nos revelan una segunda ley del movimiento de la humanidad: la del Magnificat de Ana y María, la de la profecía del Emanuel, la de la piedra desechada, la del siervo sufriente-glorificado, la del crucificado-resucitado, la de Rosa Parks, la de las cooperativas, organizaciones y sindicatos que han liberado y siguen liberando a las víctimas de los imperios y de los faraones.

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Estas páginas nos dicen que el orden jerárquico natural no es la única posibilidad, que todo puede acontecer, que tenemos una última oportunidad aun cuando todo y todos nos digan que es imposible. Esta misma ley, frágil y tenaz, explica por qué a veces, en medio de un estruendo de voces fuertes y potentes, logramos oír y seguir una voz pequeña y distinta; por qué en algunas ocasiones creemos más en un pequeño motivo para seguir adelante que en cien razones más poderosas para rendirnos; o por qué ante una encrucijada vital no elegimos el camino del éxito y el poder, sino el otro camino que sabemos nos llevará a ser más pequeños y vulnerables. Son otras páginas, otra historia, otra ley. Tomamos un camino distinto tal vez porque en él vislumbramos la única posibilidad de una salvación más pequeña pero más verdadera; o tal vez simplemente porque por ahí es por donde nos lleva dócilmente el corazón.

«El espíritu del Señor se había apartado de Saúl, y lo agitaba un mal espíritu enviado por el Señor» (1 Samuel, 16,14). Después de la espléndida escena de la elección-unción de David por parte de Samuel, el relato nos lleva al palacio de Saúl, primer rey de Israel repudiado por YHWH. Lo encontramos a merced de un mal espíritu «enviado por el Señor», como dice el texto. Aquí aparece otra constante bíblica. En Saúl se da una sustitución de espíritus: el espíritu bueno se retira y su lugar lo ocupa un espíritu malvado que lo atormenta. Las bendiciones y maldiciones de los protagonistas de la historia de la salvación nunca son meramente naturales (enfermedades, depresiones…), siempre llevan un mensaje más alto. En la Biblia, YHWH es la fuente tanto de los espíritus buenos como de los malos. Aquí no hay rastro de lucha entre el dios del Bien y el dios del Mal, entre la luz y las tinieblas, como era habitual en las teodiceas dualistas de Oriente Medio. Si YHWH es el único Dios verdadero, entonces debe ser también el responsable de la presencia de los malos espíritus en la tierra. Pero atribuir al mismo Dios también los malos espíritus significar hacer a YHWH responsable de las maldades y del dolor del mundo. No culpable, pero sí responsable, pues hay que intentar dar una respuesta a las preguntas más difíciles e incómodas que se elevan de sus criaturas heridas, en las escrituras o a través de los profetas.

Una responsabilidad semejante en general causa temor en la Biblia (y en nosotros). Pero algunas de sus páginas más valientes desafían al miedo y lo vencen, proporcionándonos obras maestras espirituales y antropológicas. Un Dios que fuera fuente solo de las cosas bellas y buenas del mundo no estaría a la altura de las páginas más verdaderas de la Biblia. En ellas vislumbramos una idea tan alta de Dios que no cabe solo en el lado bueno y bello de la vida. El Dios bíblico no es un dios trivial; debe decirnos también de dónde vienen los “malos espíritus” que atormentan a nuestros hijos. Este es también el mensaje del gran canto de Job, donde Satán es uno de los ángeles de la corte de Dios-Elohim (después de Job y gracias a él, el Dios bíblico se ha hecho más responsable del mal del mundo).

Los ministros de Saúl le dicen: «Ahora te agita un mal espíritu (…) Nosotros buscaremos a uno que sepa tocar la cítara; cuando te sobrevenga el ataque del mal espíritu, él tocará, y se te pasará» (16,15-16). Uno de sus cortesanos le dice: «Yo conozco a un hijo de Jesé, el del Belén, que sabe tocar» (16,18). Saúl pide a Jesé que le mande a su hijo, «el que está con el rebaño» (16,19). El joven llega a la corte y en ese momento del relato aparece su nombre: «Saúl mandó este recado a Jesé: “Que se quede David a mi servicio porque me gusta”» (16,22). Y de este modo «cuando el mal espíritu atacaba a Saúl, David tomaba el arpa y tocaba. Saúl se sentía aliviado y se le pasaba el ataque del mal espíritu» (16,23). Es muy bonito ver a David, a quien la tradición nos muestra como el gran compositor y cantor de salmos maravillosos, aparecer en escena con la cítara entonando un canto para un Saúl sufriente. Su primer sonido bíblico es para un rey repudiado y abandonado por el espíritu de Dios. Su primer canto es el canto de la gratuidad. Entre otras cosas, este pasaje nos deja intuir el papel de la música en el mundo bíblico y antiguo. La música alegraba las fiestas, acompañaba las liturgias y las danzas de alabanza y también alejaba los malos espíritus. Tenía un poder extraordinario y sobrenatural que en la Biblia permitía a los artistas “mandar” incluso sobre el espíritu de Dios. La música (y todo el arte) es, entre otras cosas, diálogo con los espíritus del mundo, misteriosa partera del daimon.

Mientras aún estamos hechizados por el embrujo de la cítara de David, el texto nos conduce a una de las escenas más populares de la literatura antigua, que se desarrolla en el campo de batalla donde combaten los israelitas y los filisteos. Del campamento filisteo sale Goliat, un guerrero y un campeón tan alto, armado e imponente que aterroriza a todos sus enemigos. Durante cuarenta días Goliat grita contra el pueblo y contra el Dios de Israel diciendo: «Echadme un hombre y lucharemos mano a mano» (17,10). En medio de esta escena bélica llega David. Aparece como si aún no lo conociéramos, pues en la redacción final se entremezclan varias tradiciones. Su padre Jesé le ha enviado a ver a sus tres hermanos que están en el ejército de Saúl: «Toma media fanega de grano tostado y estos diez panes, y llévaselos corriendo a tus hermanos al frente. (...) Mira a ver cómo están tus hermanos y toma la paga que te den» (17,17-18). David, el más pequeño, es enviado donde sus hermanos para abastecerles, para llevar a casa su salario de guerra y para informarse acerca de su “salud”, de su shalom. Otro muchacho, el penúltimo hijo, también fue enviado a comprobar el shalom de sus hermanos (Génesis 37,14). Era José, otro “pequeño”, desechado y vendido, que más tarde se convertiría en salvador de sus hermanos y de su pueblo. También David es reprendido y acusado por sus hermanos: «Eliab, el hermano mayor, lo oyó hablar con los soldados y se enfadó: “¿Por qué has venido? ¿A quién dejaste aquellas cuatro ovejas en el páramo? Ya sé que eres un presumido y qué es lo que pretendes"» (17,28).

David ve a Goliat y escucha sus palabras y sus amenazas. Saúl le llama, y David le dice: «Este servidor tuyo irá a luchar con este filisteo» (17,32). Saúl duda a causa de la juventud e inexperiencia de David. David intenta convencerle aduciendo su habilidad como pastor: «Si viene un león o un oso y se lleva una oveja del rebaño, salgo tras él, lo apaleo y se la quito de la boca, y si me ataca, lo agarro por la melena y lo golpeo hasta matarlo» (17,34-35). Saúl cree en David y le da su bendición: «Anda con Dios» (17,38). Otra “mirada buena” del texto sobre Saúl. Incluso un hombre del que se ha retirado el espíritu de Dios puede reconocer la presencia del espíritu bueno en otro hombre, y bendecirlo. Aunque sepamos que el “Señor” ya no está con nosotros, siempre podemos decir a otro: «El Señor esté contigo». El mundo sigue adelante, entre otras cosas, porque hay personas capaces de bendecir a otras en nombre de un Dios o de un ideal que ellas mismas han perdido.

El legendario duelo entre David y Goliat no es el relato de una acción militar. Es mucho más que eso. Es una lucha teológica, una narración distinta de la llamada de David, una teofanía. Goliat es imagen del ídolo, un nuevo Dagón, que cae otra vez “de bruces al suelo” al entrar en contacto con el Arca del verdadero Dios (5,3). Saúl presta a David su pesada armadura para que pueda afrontar mejor el combate, pero David le dice: «Con esto no puedo caminar, porque no estoy entrenado» (17,39). Entonces se dirige desnudo hacia Goliat, llevando consigo únicamente su cayado de pastor y una honda. Recoge cinco guijarros pulidos por el torrente y los introduce en su alforja. Goliat le grita: «¿Soy yo un perro para que vengas a mí con un palo?» (17,43). Luego «maldijo a David invocando a sus dioses». Pero en cuanto Goliat avanzó hacia David, este «echó mano al zurrón, saco una piedra, disparó la honda y le pegó al filisteo en la frente. La piedra se le clavó en la frente y cayó de bruces en tierra» (17,48-49). El cayado y la honda pueden vencer a la lanza y la pica, la desnudez a la fortísima armadura.

La victoria de David fue grande, la mayor de todas, porque fue la victoria del pastor desnudo y no la victoria del guerrero, como genialmente intuyeron Miguel Angel, Donatello o Cellini.

David no combatió contra Goliat como guerrero, sino como pastor. Derrotó al poderoso Goliat con los instrumentos corrientes del trabajo de pastor. El oficio de las armas no derrotó al oficio del pastor. David obtuvo de Saúl permiso para desafiar a Goliat en nombre de su pericia en el arte del trabajo y no en el arte de la guerra.

También hoy, mientras los poderosos y los prepotentes siguen ejercitándose en el arte de la guerra y aterrorizando al mundo con sus espadas y sus gritos, otros siguen ejercitándose únicamente en las artes y en los oficios. A veces consiguen superar la guerra y la muerte con su trabajo, con sus humildes instrumentos de trabajo. Entonces añaden otra página distinta al libro de la historia. Y David, el buen pastor, renace y revive, vencedor desnudo, con su cayado y su vara.

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Más grandes que la culpa/10 – Humildes instrumentos que añaden páginas al libro de la historia

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (33 KB) el 25/03/2018

Piu grandi della colpa 10 rid«De las espadas forjarán arados;
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo;
ya no se adiestrarán para la guerra»

Isaías 2,4

En el libro de la historia, que nos habla de vencedores fuertes y prepotentes y de víctimas débiles y pobres que sucumben, a veces encontramos páginas distintas, en las que el orden natural se invierte y los humildes son elevados y los soberbios derrotados. Son pocas páginas, pero su fulgurante luz ilumina el libro entero, transformándolo, cambiando su sentido y marcando la diferencia. Son relatos distintos, que nos revelan una segunda ley del movimiento de la humanidad: la del Magnificat de Ana y María, la de la profecía del Emanuel, la de la piedra desechada, la del siervo sufriente-glorificado, la del crucificado-resucitado, la de Rosa Parks, la de las cooperativas, organizaciones y sindicatos que han liberado y siguen liberando a las víctimas de los imperios y de los faraones.

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El trabajo sabe vencer a la guerra

Más grandes que la culpa/10 – Humildes instrumentos que añaden páginas al libro de la historia Luigino Bruni Publicado en  pdf Avvenire (33 KB) el 25/03/2018 «De las espadas forjarán arados; de las lanzas, podaderas. No alzará la e...
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Más grandes que la culpa/9 - El trabajo nunca es un obstáculo para la vocación

Luigino Bruni

Publicado en  Avvenire el 18/03/2018

Piu grandi della colpa 09 rid«Una vez Rabí Búnam estaba orando en una posada. Luego dijo a sus discípulos: “A veces parece imposible rezar en un determinado lugar y uno va en busca de otro sitio. Pero eso no es justo. Porque el lugar que hemos abandonado se lamenta tristemente diciendo: ’¿Por qué te niegas a hacer tus devociones aquí, conmigo?’ Si tienes inconvenientes, ellos son el signo de que está en tu mano redimirme"»

Martin Buber, Cuentos jasídicos

El declive de Saúl se entrecruza con el ascenso de David, una estrella luminosa de la Biblia, tal vez la más luminosa del Antiguo Testamento. Es el personaje bíblico cuyo corazón conocemos mejor. No es casual que esta palabra aparezca ya en el primer relato de su vocación («Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia. El Señor ve el corazón»: 1 Samuel 16,7).

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Abraham y Moisés son figuras inmensas en la Biblia, aun más centrales que David para la historia de la salvación. De ellos conocemos sus empresas, sus palabras y sobre todo su fe. Esto es suficiente para hacer de ellos dos pilares del pueblo y de la alianza. Pero el corazón de Abraham o de Moisés no lo conocemos, o lo conocemos muy poco. El Sinaí y el monte Moria son lugares de grandes diálogos, tal vez los mayores de todos, pero el texto bíblico no nos dice qué acontece verdaderamente en el alma de Moisés y de Abraham. Deja que lo imaginemos, y gracias a ello los escritores y los artistas a lo largo de los siglos han podido “completar” las historias íntimas de estos hombres de Dios, que el texto bíblico se limitaba a sugerir o susurrar.

En cambio, la Biblia sí que nos abre el corazón de David, dejándonos entrar en su interioridad, en sus emociones, en sus sentimientos y en sus tragedias. La narración de su historia llena algunas de las páginas más emocionantes y sublimes de la literatura antigua. David se convierte en un rey muy amado, aunque sea más pecador y “pequeño” que otros personajes bíblicos. David se parece a Jeremías. Los dos recibieron la llamada siendo jóvenes, los dos fueron seducidos en el corazón, los dos fueron grandes en empresas y gestos, pero sobre todo los dos fueron amados por las páginas de sus diarios del alma, por sus intimísimos cantos y salmos del corazón. Con David, el sonido, el canto y la amistad se convierten en palabra de Dios. Los valores y sentimientos humanos adquieren derecho de ciudadanía en el corazón de la Biblia, que es el gran código de nuestra civilización, no tanto porque nos hable de Dios de una manera distinta, sino porque nos habla de los hombres y de las mujeres de otra manera, porque nos habla de manera distinta de nosotros mismos, porque nos dice quiénes somos.

«El Señor dijo a Samuel: “¿Hasta cuándo vas a estar lamentándote por Saúl, si yo lo he rechazado como rey de Israel? Llena la cuerna de aceite y vete, por encargo mío, a Jesé, el de Belén, porque entre sus hijos me he elegido un rey"» (1 Samuel 16,1). La nueva palabra de Dios para Samuel comienza con una referencia a Saúl. Samuel llora por Saúl rechazado. El texto no nos dice por qué llora Samuel. Pero podemos pensar que Samuel viviría con dolor el rechazo de Saúl por parte de YHWH. Él mismo lo había buscado y consagrado; después le había besado y había participado con alegría en la fiesta de su entronización. El fracaso de Saúl es también el fracaso de Samuel, como ocurre en la vida cuando la falta de éxito de aquellos que elegimos para desempeñar una tarea se convierte también en nuestra falta de éxito. Quienes guían comunidades y organizaciones saben que no es posible desengancharse de los fracasos de las personas en quienes han confiado. Aunque la responsabilidad objetiva de la falta de éxito no sea nuestra, el pacto que crea el encargo y la tarea es una reciprocidad encarnada. Y, como en todos los pactos, el fracaso del otro supone también el propio. Es verdad que Samuel, juez y profeta, actuaba y hablaba por mandato de YHWH. Pero el profeta honesto, en el momento en que pronuncia la palabra recibida, se hace personalmente solidario con la palabra que dice. Siempre, pero sobre todo cuando las cosas van mal.

En el llanto de Samuel por el rechazo de Saúl, después de sus gritos («Samuel se entristeció y se pasó la noche gritando al Señor» 15,11), se repite la misteriosa y maravillosa dinámica de la palabra y de la profecía en la Biblia. La profecía vive de un doble pacto de fidelidad: uno entre Dios y el profeta y otro entre el profeta y la palabra. Cuando Samuel actúa y habla en base a la palabra recibida, comienza una solidaridad-fidelidad entre el profeta y las palabras que pronuncia, que llega hasta el deber ético de sentir en su carne el dolor por una palabra que no se cumple por razones que él no puede controlar. El profeta no es una máquina, no es un mediador indiferente entre Dios y el mundo. Al contrario, es un canal vivo y encarnado, y cuando la palabra lo atraviesa para llegar a la tierra y hacerse eficaz, él se convierte en parte de las historias y de las acciones que la palabra obra, y sigue su misma suerte. Un Samuel que no llorara por una palabra de YHWH malograda no sería un profeta responsable. Sería simplemente un falso profeta, indolente ante el fracaso de las palabras pronunciadas, como si esas palabras solo fueran vanitas, humo, fake news. La unción de Saúl surgió de una palabra auténtica y como tal actuó, fue eficaz, cambió la realidad, para siempre. «Te convertirás en otro hombre» (10,6), le dijo Samuel a Saúl el día de su unción. Si esa palabra era verdadera, tenía que ser eficaz. Dios cambió de idea y/o Saúl pecó, pero el llanto de Samuel nos dice que las palabras no son viento, y que Samuel era un profeta honesto. Nos dice el inmenso valor de la palabra y de las palabras en la Biblia. Y en la vida.

Samuel se pone en camino hacia la casa de Jesé: «Cuando llegó, vio a Eliab, y pensó: “Seguro, el Señor tiene delante a su ungido”. Pero el Señor le dijo: “No te fijes en las apariencias ni en la buena estatura"» (16,6-7). Samuel parece confuso, en una escena que nos recuerda mucho a la llamada de Saúl mientras buscaba unas burras perdidas. A Samuel, en efecto, le llama la atención el aspecto y la estatura del primogénito de Jesé (Eliab), un joven de características parecidas a las de Saúl (alto y guapo). Jesé presenta a sus siete hijos, pero «Samuel le dijo: “Tampoco a estos los ha elegido el Señor"» (16,10). La narración da un vuelco: «Luego preguntó a Jesé: “¿Se acabaron los muchachos?” Jesé respondió: “Queda el pequeño, que precisamente está cuidando las ovejas". Samuel dijo: “Manda a por él”» (16,11). El octavo hijo, el más pequeño, el ausente, el pastorcillo, llega a reunirse con Samuel y el resto de la familia: «Era de buen color, de hermosos ojos y buen tipo. Entonces el Señor dijo a Samuel: “Anda, úngelo, porque es este”. Samuel tomó la cuerna de aceite y lo ungió en medio de sus hermanos. En aquel momento invadió a David el espíritu del Señor, y estuvo con él en adelante» (16,12-13).

Esta espléndida escena debía ser aún más rica en detalles en las primeras narraciones antiguas (que se han perdido). En la Biblia, el mérito es radicalmente distinto de nuestra meritocracia. Llaman la atención algunos detalles, que adquieren un enorme valor teológico y antropológico. La estructura narrativa del texto nos muestra un diálogo entre YHWH y Samuel, donde incluso Dios necesita ver el rostro de David antes de decir a Samuel: “Úngelo, porque es este”. En la Biblia ciertamente hay un humanismo de la palabra, pero también un humanismo de la mirada y de la vista, desde la primera mirada de Elohim sobre el Adam, cuando vio que “estaba muy bien”, o la segunda mirada “a los ojos” entre dos humanos, hasta la mirada entre Jesús y un joven rico: “mirándole, le amó”. David es el más pequeño de los hermanos. Su padre Jesé ni siquiera le ha invitado al banquete del sacrificio, dado que su edad no le permite participar en los sacrificios. Estamos inmersos en otro gran episodio, tal vez el mayor de todos, de la economía de la pequeñez, que atraviesa toda la Biblia y representa un alma suya muy profunda.

La Alianza, la liberación, la conquista - protección de la tierra y la profecía están vivas gracias al diálogo vital y fecundo entre fuerza y debilidad, entre grandeza y pequeñez, entre ley y libertad, entre institución y carisma, entre tiempo y profecía. Es la trama y la urdimbre de la historia de la salvación. Solo juntas muestran las formas, los colores y la belleza del diseño de la humanidad. Pero en los momentos decisivos de esta historia, la Biblia nos dice que la co-esencialidad de estos dos principios no llega a negar la primacía de la oikonomia de la pequeñez. La pequeñez de Abel, la de las mujeres estériles y madres, la de José, la de Amós y Jeremías, la de David, la de Belén, la de las bienaventuranzas, la del Gólgota.

La lógica de la economía de la pequeñez nace directamente de la idea de Dios, de persona y de relaciones que contiene la Biblia. Nos dice que YHWH es una “leve voz de silencio” y su templo es un templo vacío. Es una voz. No se ve ni se toca. Elige como aliado al más pequeño de los pueblos. Se hace niño y después deja que su niño y los nuestros cuelguen de una cruz. Pero también nos dice que la vida espiritual de una persona florece verdaderamente el día en que comienza a intuir que la salvación se encuentra en eso tan pequeño que ni siquiera ha sido “invitado al banquete”, en los fracasos de ayer, en las heridas del alma, en las preguntas que hemos rechazado, en los pecados y en las limitaciones que no queremos ver. Tomar en serio esta economía de la pequeñez nos lleva a ver el mundo de otra manera. A buscar a los reyes de mañana entre los descartados y los pobres de hoy, a tomar en serio a los jóvenes y a los niños, a encontrar méritos donde la oikonomia de la grandeza solo sabe ver deméritos.

Para terminar, llama la atención un pequeño detalle, tan humilde que muchas veces pasa desapercibido. Mientras Samuel pasa revista a sus hermanos, David está “cuidando las ovejas”. Es el único varón de la familia era que en ese momento está trabajando (podemos imaginar que sus hermanas y su madre también lo están). Está cuidando las ovejas, como Moisés en el monte Horeb. El trabajo no supone un obstáculo para nuestras llamadas más grandes, sencillamente porque las vocaciones y las teofanías más importantes y verdaderas acontecen mientras “cuidamos las ovejas”. Es un canto estupendo a la laicidad y al trabajo. Para descubrir nuestra vocación y por tanto comprender cuál es nuestro lugar en el mundo, lo mejor que podemos hacer es trabajar.

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Con su belleza nos desvela una economía distinta, que está presente en la Biblia pero demasiado ausente en nuestra sociedad y en nuestras religiones. 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Más grandes que la culpa/9 - El trabajo nunca es un obstáculo para la vocación

Luigino Bruni

Publicado en  Avvenire el 18/03/2018

Piu grandi della colpa 09 rid«Una vez Rabí Búnam estaba orando en una posada. Luego dijo a sus discípulos: “A veces parece imposible rezar en un determinado lugar y uno va en busca de otro sitio. Pero eso no es justo. Porque el lugar que hemos abandonado se lamenta tristemente diciendo: ’¿Por qué te niegas a hacer tus devociones aquí, conmigo?’ Si tienes inconvenientes, ellos son el signo de que está en tu mano redimirme"»

Martin Buber, Cuentos jasídicos

El declive de Saúl se entrecruza con el ascenso de David, una estrella luminosa de la Biblia, tal vez la más luminosa del Antiguo Testamento. Es el personaje bíblico cuyo corazón conocemos mejor. No es casual que esta palabra aparezca ya en el primer relato de su vocación («Dios no ve como los hombres, que ven la apariencia. El Señor ve el corazón»: 1 Samuel 16,7).

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La economía de la pequeñez

Más grandes que la culpa/9 - El trabajo nunca es un obstáculo para la vocación Luigino Bruni Publicado en  Avvenire el 18/03/2018 «Una vez Rabí Búnam estaba orando en una posada. Luego dijo a sus discípulos: “A veces parece imposible rezar e...
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Más grandes que la culpa/8 – Somos ciudadanos de una tierra parcial e incompleta.

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (36 KB) el 11/03/2018

Piu grandi della colpa 08 rid«Es muy difícil encontrar en toda la Biblia un solo personaje, justo o injusto, que no haya sido contradicho por Dios, excepto tal vez Abraham y Jesús. Pero precisamente en estas contradicciones, el hombre de fe aprende a dudar de cualquier institución que no se deje contradecir.»

Paolo De Benedetti Los profetas del rey

Después de ser consagrado por Samuel, Saúl comienza a desempeñar su misión de rey guerrero. Este comienzo marcará su trágica suerte, narrada en unas páginas que se cuentan entre las más interesantes y bellas de toda la Biblia: «Los filisteos se concentraron para la guerra contra Israel con tres mil carros, seis mil jinetes. (...) Saúl seguía en Guilgal, mientras la gente, atemorizada, se le marchaba. Aguardó siete días, hasta el plazo señalado por Samuel; pero Samuel no llegó a Guilgal, y la gente se le dispersaba. Entonces Saúl ordenó: “Traedme las víctimas del holocausto y de los sacrificios de comunión”. Y ofreció el holocausto» (1 Samuel 13, 5-10).

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El día de su unción como rey, Samuel le había dicho: «Baja por delante a Guilgal; yo iré después a ofrecer holocaustos y sacrificios de comunión. Espera siete días» (10, 8). Pero los siete días pasan y Samuel no llega. El pueblo está atemorizado y se dispersa. Saúl decide ofrecer él mismo a YHWH el sacrificio perfecto de comunión (el holocausto). Inmediatamente después, se presenta Samuel. «Saúl salió a su encuentro y lo saludó. Pero Samuel le dijo: “¿Qué has hecho?”» (13,11). Saúl responde: «Me dije: Ahora bajarán los filisteos contra mí a Guilgal, sin que yo haya aplacado al Señor, y me atreví a ofrecer el holocausto » (13, 12). Saúl había esperado los días que le había indicado Samuel y por tanto no se había apartado de las indicaciones recibidas. Sin embargo, Samuel le reprende con una dureza inesperada y sorprendente: «¡Estás loco! Si hubieras cumplido la orden del Señor, tu Dios, él consolidaría tu reino sobre Israel para siempre. En cambio, ahora tu reino no durará» (13, 13-14).

Así comienza a desvelarse el triste destino del primer rey de Israel. En su historia se entrelazan muchas tradiciones y teologías distintas. Una de ellas, que no es la última en orden de importancia, implica una crítica radical del autor de los Libros de Samuel al nacimiento de la monarquía, lo que supone ipso facto una visión crítica también de su fundador. Toda crítica radical es siempre una crítica arqueológica, puesto que pone en discusión la raíz, el principio originario (arqué). Sin embargo, en esta historia hay otros motivos profundos y cargados de significados éticos de gran importancia, que se desvelan mejor cuando leemos esta narración de la crisis entre Saúl y Samuel junto con el segundo relato sobre los amalecitas, aún más fuerte y dramático.

En primer lugar, es correcto hablar de “crisis” y no de conflicto entre estos dos grandes personajes. Efectivamente, Saúl no lucha contra Samuel ni discute en ningún momento su autoridad durante la gestión de esta tremenda crisis. Al contrario, se muestra muy humilde con él, le pide que sea misericordioso con sus errores y le ofrece explicaciones acerca de su comportamiento. Estos actos y sentimientos inevitablemente le ganan la simpatía de los lectores. Si leemos estos relatos con la habitual y necesaria ignorancia que debería acompañar a cualquier lectura fecunda de la Biblia (y de los grandes textos) – es decir leyendo cada pasaje como si fuera la primera vez –, veremos que la narración nos pone espontáneamente de parte de Saúl y en contraste emocional con Samuel, lo cual resulta muy interesante desde el punto de vista retórico. En este contraste narrativo entre Samuel y Saúl, condenado por YHWH y salvado por el lector, radica buena parte de la belleza de estos capítulos, que revelan, entre otras cosas, el infinito talento literario de su autor.

Después de las gestas bélicas de Jonatán, hijo de Saúl (cap. 14), encontramos un nuevo mandato de Samuel a Saúl: «Así dice el Señor de los ejércitos: “Voy a tomar cuentas a Amalec de lo que hizo contra Israel, atacándolo cuando subía de Egipto. Ahora ve y atácalo; entrega al exterminio todos sus haberes, y a él no lo perdones; mata hombres y mujeres, niños de pecho y chiquillos, toros, ovejas, camellos y burros"» (15, 1-4).

Es una página tremenda, que nos obliga a buscar claves de lectura más profundas para no asociar la Biblia a nuestra violencia. Dios necesita más que nadie la exégesis de la Biblia y de los textos sagrados de las religiones, para que no sigamos “matando niños” en su nombre. Con páginas como estas, YHWH necesita nuestro estudio para poder decir: “no en mi nombre”. Antes que nada, hay que aclarar que el lector de la Biblia ya conoce a Amalec y a su pueblo (los amalecitas). Es el mismo pueblo que luchó en el desierto contra Israel con el fin de impedirle llegar a Canaán. Es su mayor enemigo, el que se oponía al cumplimiento de la promesa. Es por ello imagen del mal absoluto, icono bíblico de toda idolatría. Como el faraón, como Egipto. Esta primera hermenéutica de la desconcertante petición de Samuel nos ofrece ya una visión distinta. Los hijos de los amalecitas son imagen de los “hijos” de los ídolos. Lo mismo que los “hijos” de los egipcios. Estos no pueden ser los mismo niños “de carne y hueso” que las parteras ayudaron a nacer y a las que el mismo Dios bendijo por haber salvado a los niños de los hebreos, dándoles «una familia numerosa» (Éxodo 1,19-20). Al final del relato, Samuel menciona explícitamente la idolatría: «Pecado de adivinos es la rebeldía, crimen de ídolos [terafim] es la obstinación» (15, 23).

Pero Saúl no sigue al pie de la letra la orden de Samuel-YHWH, puesto que salva a Agag, rey de los amalecitas, y «a las mejores ovejas y vacas, al ganado bien cebado» (15, 9). En la economía del relato, a esta desobediencia de Saúl se le atribuye un enorme valor: «Me pesa haber hecho rey a Saúl, porque ha apostatado de mí y no respeta mi palabra» (15, 10-11). Samuel se enfurece – por el texto no se sabe si con Dios o con Saúl (¿o con ambos?) – y se dirige donde está Saúl, quien le acoge y le dice: «El Señor te bendiga. He cumplido el encargo del Señor» (15, 13). La frase de bienvenida de Saúl muestra su buena fe (15, 20-21). Pero Samuel confirma el veredicto: «Por haber rechazado la palabra del Señor, el Señor te rechaza hoy como rey» (15,23). La tensión trágica llega a su culmen. Saúl, el elegido, es rechazado por quien lo había elegido (15, 26). Y añade: «¿Quiere el Señor sacrificios y holocaustos o quiere que obedezcan al Señor?» (15,22). En el rechazo de Saúl y en el hecho de “salvar a una parte” podemos ver algo diferente de la polémica anti-idolátrica y anti-sacrificial de los profetas, que también está presente.

Cuando recibimos una tarea de una voz – de Dios o de la conciencia – que nos habla con claridad, no somos nosotros quienes tenemos que decidir qué parte realizar. En toda tarea ética hay algunos elementos que nos gustan y otros que no nos gustan e incluso odiamos. Si dejamos fuera la parte que no nos gusta, nos transformamos en dueños de la voz y entonces nos perdemos. Porque la parte que hemos decidido descartar puede esconder algo esencial que, si no se realiza, invalida todo lo demás. El destino o se cumple o no se cumple, no es posible cumplirlo en parte. Por eso, la mayor parte de las vocaciones no logran florecer plenamente, porque cuando llega el momento de elegir desempeñar la parte que no nos gusta u odiamos, casi siempre elegimos lo mismo que Saúl. La vocación de Saúl era verdadera. No fue un error de Dios ni tampoco de Samuel (los tres relatos distintos de su unción así nos lo dicen). Pero la vocación de una persona es solo el alba de un destino. Lo que ocurra a lo largo del día dependerá de la capacidad de ser fieles a los deberes morales que no nos gustan, aunque estemos sobrados de buenas razones para no amarlos. Muchas de estas elecciones parciales las realizamos por pietas y de buena fe, como parece ser el caso de Saúl. Pero la buena fe no basta para salvar una vocación. Como nos recuerda Jeremías, también hay muchos falsos profetas de buena fe.

Podríamos terminar aquí, con la satisfacción de haber realizado una lectura distinta de estas páginas tremendas. Pero también podemos intentar adentrarnos en cimas más arriesgadas y resbaladizas, pues muchas veces son estas las que abren horizontes más amplios.

El texto nos muestra a Saúl como un hombre que escucha al profeta, y como un hombre entero y justo que, si se equivoca, lo hace de buena fe y por motivos atribuibles a la pietas y quizá a la debilidad. Pero Dios lo rechaza. Con esto se abre un discurso antropológico importante para todas las vocaciones: en su corazón hay un misterio que tiene también un lado oscuro. Junto a las vocaciones de Abraham, Jeremías, Isaías, Samuel y Noé, aquí la Biblia, con Saúl, nos da otro “paradigma” de vocación, que tiene en común con las otras el ser incompleta y parcial (en esto radica su belleza plena y completa). Es la de aquellos que han recibido una auténtica vocación y han tratado de vivirla de buena fe, pero no han conseguido llevarla a cumplimiento. Una vocación verdadera puede malograrse sin que lo queramos ni lo merezcamos. Toda vocación lleva inscrita la posibilidad de su tragedia, porque es un pacto de reciprocidad.

Y en los pactos dependemos radicalmente de los demás, de su corazón, de su arrepentimiento, de la lectura que hacen de nuestro propio corazón. La realización de nuestro matrimonio no depende solo de nuestra buena fe, el éxito de nuestra empresa no depende solo de nuestro esfuerzo. El florecimiento de nuestro pacto con Dios depende también de cómo será mañana la voz que hemos escuchado hoy y en la que hemos creído con todo el corazón. No puedo decir si Dios cambia, pero desde luego creciendo cambia su voz. Saúl, un hombre bueno y probablemente de buena fe, rechazado y desautorizado por el Dios y por el profeta que le habían llamado mientras buscaba unas burras perdidas, un hombre convertido en rey por vocación sin quererlo ni buscarlo, es imagen de todos aquellos que siguen con honradez una voz y no llegan a la tierra prometida a pesar de haber sido buenos.

También las vocaciones verdaderas y las personas buenas pueden perderse, como las burras que Saúl no encontró. Otro Saúl [Saulo], mil años después, escribirá con valentía que «los dones y la vocación de Dios son irrevocables» (Rm 11, 29), tal vez porque llevaba inscrita en su mismo nombre la auto-subversión de aquella tesis.

Saúl intentó con todas sus fuerzas reconciliarse con su vocación y con su propio destino. Se aferró a Samuel para convertirlo, para obligarle a cambiar de dirección y de corazón, pero no lo logró: «Samuel dio media vuelta para marcharse. Saúl le agarró la orla del manto, que se rasgó» (15, 27). Las vocaciones verdaderas, las de carne y hueso, son variantes de la vocación inacabada de Saúl. Toda la vida luchamos para no malograr nuestro destino, y al final nos queda en herencia la “orla del manto” arrancado al profeta, que nos deja de adultos después de habernos llamado de jóvenes.

Moisés hablaba de boca a boca con un Dios que al final de su vida no le dejó entrar en la tierra prometida. Pero si Saúl, Moisés y los demás profetas son habitantes de una tierra que no es la prometida, entonces esta tierra parcial e incompleta es un buen lugar para plantar nuestra tienda nómada.

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Más grandes que la culpa/8 – Somos ciudadanos de una tierra parcial e incompleta.

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (36 KB) el 11/03/2018

Piu grandi della colpa 08 rid«Es muy difícil encontrar en toda la Biblia un solo personaje, justo o injusto, que no haya sido contradicho por Dios, excepto tal vez Abraham y Jesús. Pero precisamente en estas contradicciones, el hombre de fe aprende a dudar de cualquier institución que no se deje contradecir.»

Paolo De Benedetti Los profetas del rey

Después de ser consagrado por Samuel, Saúl comienza a desempeñar su misión de rey guerrero. Este comienzo marcará su trágica suerte, narrada en unas páginas que se cuentan entre las más interesantes y bellas de toda la Biblia: «Los filisteos se concentraron para la guerra contra Israel con tres mil carros, seis mil jinetes. (...) Saúl seguía en Guilgal, mientras la gente, atemorizada, se le marchaba. Aguardó siete días, hasta el plazo señalado por Samuel; pero Samuel no llegó a Guilgal, y la gente se le dispersaba. Entonces Saúl ordenó: “Traedme las víctimas del holocausto y de los sacrificios de comunión”. Y ofreció el holocausto» (1 Samuel 13, 5-10).

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Herederos de la orla del manto

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Más grandes que la culpa/7 – La Alianza bíblica establece compromiso y perdón recíprocos

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (53 KB) el 04/03/2018

Piu grandi della colpa 07 rid«Intentaré ayudarte para que tú no seas destruido dentro de mí. Sin embargo, algo se me hace cada vez más evidente: que tú no puedes ayudarnos, sino que somos nosotros los que debemos ayudarte a ti (…) Puedo incluso perdonar a Dios que la situación sea así, que sin duda es como ha de ser. ¡Que alguien tenga dentro tanto amor como para perdonar a Dios…!»

Etty Hillesum Diario, 1942

Para narrar episodios clave de la vida, muchas veces un solo relato no es suficiente. Es demasiado poco. Para expresar lo que ocurrió el día que nos conocimos o cuando sentimos que alguien nos llamaba por nuestro nombre, no basta una sola voz. Debemos contar muchas veces estos momentos decisivos. Deben contarlos personas distintas, cada una a su manera. Repetir las cosas ayuda a los que relatan y a los que son relatados. Cuando esta bio-diversidad falta, es negada o se lucha contra ella, nuestros relatos se empobrecen y el misterio de la vida se nos escapa. La multiplicidad de historias nos protege de la ideología, que se desarrolla cuando a una sola narración se le atribuye el crisma de verdad y a todas las demás el de herejía.

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Al hombre moderno por lo general esta variedad y multiplicidad de relatos le resulta molesta, ya que busca el acuerdo en los datos históricos. Pero para el escritor bíblico, este lenguaje expresa la grandeza y la importancia de los episodios que narra. La falta de avaricia y la generosidad de la Biblia se manifiestan también en la abundancia que acompaña a los relatos más bellos. Lo mismo ocurre en las cartas de amor, donde los adjetivos se suman para expresar de alguna manera lo que no logramos expresar. La Biblia es una larga y única carta de amor dirigida a todos nosotros que, sin embargo, muchas veces no llega a salir del sobre. La verdad es sinfónica. Siempre.

En el libro de Samuel hay al menos tres narraciones de la vocación de Saúl. Todas son distintas, porque son expresión de las distintas tribus y ciudades relacionadas con la figura de Saúl (y de Samuel). Después de los dos relatos que ya conocemos, el texto nos trae ahora otra tradición sobre la consagración de Saúl como rey: «El amonita Najás hizo una incursión y acampó ante Yabés de Galaad. Los de Yabés le pidieron: “Haz un pacto con nosotros y seremos tus vasallos”. Pero Najás les dijo: “Pactaré con vosotros a condición de sacaros el ojo derecho. Así afrentaré a todo Israel”» (1 Samuel 11,1-2).

Nos encontramos ante una narración muy densa, rica y tremenda. La amenaza en este caso viene de los amonitas. Los israelitas piden un pacto de vasallaje. Pero Najás (es decir la “serpiente”) les humilla proponiendo un pacto tremendo y ultrajante con un precio altísimo: sacarles a todos el ojo derecho. En el manuscrito de los libros de Samuel encontrado en Qumrán, más antiguo y probablemente original, descubrimos que ese pacto perverso y demencial se llevó a la práctica: «Najás oprimió gravemente a los gaditas y rubenitas, sacándoles el ojo derecho a cada uno de ellos. Pero siete mil hombres escaparon de los amonitas y llegaron a Yabés de Galaad».

Para entrar un poco dentro de estas páginas tan duras y lejanas, que sin embargo contienen mucha sabiduría, podemos encontrar una fecunda clave de lectura en la gran categoría bíblica de la Alianza (berit). La Biblia describe el pacto entre YHWH e Israel, el acto originario y fundacional de esta experiencia religiosa y social distinta y única, tomando como paradigma precisamente uno de los pactos medio-orientales de vasallaje como el que los israelitas piden a los amonitas. El relato de este pacto absurdo puede dejarnos entrever, si bien a contraluz, algo del significado que la Alianza tiene dentro del humanismo bíblico. En un pequeño pueblo, ante el fracaso de los pactos políticos, va madurando progresivamente la conciencia de que existe otra posibilidad en la que no habían pensado: hacer un pacto con Dios. Encontrar en una realidad que no se puede ver ni representar un aliado bueno en quien confiar. Un aliado que no quiere arrancar el ojo derecho, sino proporcionar otro ojo con el que ver lo invisible. Este pueblo, pequeño y pendenciero, generó innovaciones teológicas y espirituales extraordinarias viviendo la relación con Dios como un pacto con el invisible, en medio de pueblos que solo adoraban cosas que se podían ver y tocar (aunque estuvieran mudas).

Lo más asombroso de la alianza bíblica no es su diversidad, sino su semejanza con los pactos políticos y comerciales de la época y por consiguiente con su estructura recíproca. En la alianza, cada una de las dos partes se compromete a respetar los pactos. La genialidad estriba en aplicarle a Dios el estatus de aliado, en estipular un contrato social y perenne con una voz, a la que se considera capaz de asumir un pacto de reciprocidad que implica un compromiso mutuo. Esto es algo sorprendente, si bien hoy su alcance se nos escapa casi por completo. Los israelitas reciben este pacto como un don. Pero este don es un pacto y por tanto implica reciprocidad y mutuo provecho, donde ambas partes obtienen un beneficio.  

En la idea misma de Alianza subyace una hipótesis tremenda: que Dios también obtiene un beneficio de la relación con los hombres. Es un beneficio distinto, asimétrico, pero la categoría de la Alianza nos legitima a llamarlo beneficio. La categoría de la Alianza nos dice que si YHWH obtiene un beneficio de aliarse con nosotros, nuestra fidelidad a esa alianza y a ese pacto también puede enriquecer a Dios, cambiarlo, mejorarlo. El Dios bíblico, el del antiguo y el del nuevo Testamento (que es el mismo) no es el ser perfectísimo, pues nuestra fidelidad al pacto lo hace “más perfecto” (y por consiguiente nuestras infidelidades “menos perfecto”). Este es al menos el pensamiento bíblico, una teología que se transforma en un humanismo maravilloso. Si hemos sido creados «a imagen y semejanza» de un Dios capaz de pactar, también nosotros nos alegramos de la fidelidad de Dios y sufrimos con sus “infidelidades”: cuando “se duerme” y nosotros seguimos siendo esclavos, cuando nos deja inocentes sobre el montón de estiércol con Job, o cuando abandona a su Hijo y a los nuestros en las infinitas cruces de la historia. La lógica de la Alianza nos permite imaginar lo impensable. Nos lo ha revelado Etty Hillesum en su lager, al dejarnos en herencia una de las páginas más humanas y elevadas del siglo XX: incluso en los abandonos más oscuros, podemos salvar la fe en la Alianza si aprendemos a perdonar a Dios. Esto es algo que produce escalofríos en el alma y confiere una infinita esencia y seriedad a la fidelidad a nuestros pactos “bajo el sol”. Cuando somos traicionados y engañados en nuestros pactos, cuando nos perdonamos y sabemos volver a empezar juntos, podemos esperar que alguien “sobre el sol” pueda entendernos, porque quizá nuestras alegrías y nuestros dolores se parezcan a los suyos. Así pues, no debe sorprendernos encontrar al final del discurso de Samuel, después de estos hechos, una referencia a la Alianza: «Por el honor de su Nombre, el Señor no rechazará a su pueblo, porque el Señor se ha dignado hacer de vosotros su pueblo» (12,22).

Tras la petición de este pacto absurdo, llegan donde Saúl los mensajeros de Yabés que le cuentan lo ocurrido: «Todo el pueblo se echó a llorar a gritos… Al oírlo Saúl, lo invadió el espíritu de Dios; enfurecido, tomó la pareja de bueyes, los descuartizó y los repartió por todo Israel, aprovechando a los emisarios» (11,4-7). Estamos dentro de una tradición sobre la tribu de Benjamín y en la ciudad de Guibeá. El lector familiarizado con la Biblia, ante esta imagen de Saúl transformando sus bueyes en un “mensaje de carne”, no puede evitar recordar la tremenda historia del levita narrada en el libro de los Jueces. En una de las noches más oscuras de la Biblia, un levita de paso por la ciudad de Guibeá con su mujer pasa la noche en casa de un anciano. Un grupo de habitantes irrumpe en la casa y viola a la mujer. A la mañana siguiente, el levita «cuando llegó a casa, agarró un cuchillo, tomó el cadáver de su mujer, lo despedazó en doce trozos y los envió por todo Israel. Cuantos lo vieron comentaban: “Nunca ocurrió ni se vio cosa igual desde el día en que salieron los israelitas de Egipto hasta hoy. Reflexionad sobre el asunto y dad vuestro parecer"» (Jueces 19,29-30).

Antes de seguir con el comentario, debemos detenernos un momento para intentar superar el dolor y el desconcierto que nos produce un relato como este y todas las “cosas parecidas” que por desgracia siguen ocurriendo hoy. Y no es fácil… Descubrimos una fuerte afinidad entre estos dos episodios. El amonita ultraja la petición de pacto de los israelitas y los benjaminitas profanan el pacto de hospitalidad, uno de los más sagrados. Todo ofrecimiento de pacto es un ofrecimiento de hospitalidad y toda negación de la hospitalidad es la negación de un pacto. Los pactos y las alianzas en los pueblos antiguos se celebraban descuartizando animales, con el lenguaje de la carne y de la sangre. Dios estableció su Alianza con Abraham pasando como fuego entre los animales descuartizados.

Son lenguajes muy fuertes, arcaicos y primitivos, que no entendemos. Pero si logramos “mirarlos  a los ojos” nos siguen hablando. Podemos leer la sangre y la carne de los pactos en la Biblia para construir una imagen de un Dios sediento de nuestra sangre e incluso de la de su Hijo crucificado, con la que saciar su sed y aplacar su ira contra el mundo. Pero así no vamos muy lejos. Nos quedamos bloqueados en los mitos medio-orientales, cuyas huellas encontramos también en la Biblia  y siguen influyendo en algunas lecturas cristianas del sacrificio y la teología de la expiación.

Pero a partir de esa carne y esa sangre puede dar comienza otra historia muy distinta. Una historia que nos dice que los pactos son tremendamente serios, tan serios como la sangre y la carne, porque son la carne y la sangre de la vida juntos. Aquellos hombres, para expresar la seriedad y el valor de la vida, usaban las palabras más fuertes que tenían a su alcance. Con ellas nos decían que las promesas y los pactos son tan importantes y serios como la carne y la sangre de los hijos, de los esposos y esposas, de los padres y hermanos. Podemos firmar y deshacer mil contratos sin que nos dejen ninguna señal. Pero con los pactos no podemos hacer eso. Están hechos de carne y de sangre y por eso aunque decidamos romperlos para salir de ellos, sus señales quedan grabadas para siempre en nuestra carne. Toda alianza es una herida. Como una herida es la fe, esa hendidura que se abre hacia el cielo. Durante toda la vida intentamos que esa hendidura no se cierre y esperamos que siga abierta cuando cerremos los ojos y a través de ella podamos quizá ver a Dios.

Otro día, en otra noche, la Biblia nos envió otro mensaje de carne. Esta vez era un niño maravilloso, Palabra hecha carne y sangre. Otro día, ese niño maravilloso hecho hombre fue colgado en una cruz. Otra sangre y otra carne verdaderas. Otros mensajes encarnados que la Biblia, humilde, sigue conservando.

Una vez que Saúl hubo derrotado a los amonitas, «todos fueron a Guilgal y coronaron allí a Saúl ante el Señor; ofrecieron al Señor sacrificios de comunión y celebraron allí una gran fiesta» (11,15).

 

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Más grandes que la culpa/7 – La Alianza bíblica establece compromiso y perdón recíprocos

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (53 KB) el 04/03/2018

Piu grandi della colpa 07 rid«Intentaré ayudarte para que tú no seas destruido dentro de mí. Sin embargo, algo se me hace cada vez más evidente: que tú no puedes ayudarnos, sino que somos nosotros los que debemos ayudarte a ti (…) Puedo incluso perdonar a Dios que la situación sea así, que sin duda es como ha de ser. ¡Que alguien tenga dentro tanto amor como para perdonar a Dios…!»

Etty Hillesum Diario, 1942

Para narrar episodios clave de la vida, muchas veces un solo relato no es suficiente. Es demasiado poco. Para expresar lo que ocurrió el día que nos conocimos o cuando sentimos que alguien nos llamaba por nuestro nombre, no basta una sola voz. Debemos contar muchas veces estos momentos decisivos. Deben contarlos personas distintas, cada una a su manera. Repetir las cosas ayuda a los que relatan y a los que son relatados. Cuando esta bio-diversidad falta, es negada o se lucha contra ella, nuestros relatos se empobrecen y el misterio de la vida se nos escapa. La multiplicidad de historias nos protege de la ideología, que se desarrolla cuando a una sola narración se le atribuye el crisma de verdad y a todas las demás el de herejía.

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Los pactos son sangre y carne

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Más grandes que la culpa/6 – El entusiasmo profético se origina en la vida ordinaria

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (59 KB) el 25/02/2018

Piu grandi della colpa 06 c rid«Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán,
vuestros jóvenes verán visiones,
vuestros ancianos soñarán sueños.»

Libro del profeta Joel

La consagración de Saúl como primer rey de Israel tiene lugar, una vez más, dentro de la vida ordinaria. Saúl se aleja de casa para buscar unas burras que se habían perdido, unos animales muy valiosos para la economía de la época. Durante esta misión de trabajo corriente, lo extraordinario irrumpe en su vida. Saúl sale de casa para trabajar y vuelve a casa como “ungido del Señor”. Sale a buscar unas burras que no encuentra y en su lugar encuentra una vocación, una tarea, un destino que no busca. Este es uno de los mayores episodios de serendipia, que nos explica no solo por qué, si no vamos en carne y hueso a la librería, nunca descubriremos los libros más importantes, que no buscamos pero nos esperan allí al lado de otros libros menos importantes que sí buscamos, sino que además nos permite intuir un poco de la lógica profunda de la vida espiritual. Los mayores bienes de la vida son los que no compramos, porque no están en venta. Son los que no buscamos, porque todavía no sabemos que existen. Son los que recibimos sencillamente porque alguien nos ama.

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«Había un hombre de Guibeá de Benjamín llamado Quis, hijo de Abiel, de Seror, de Becorá, de Afij, benjaminita, de buena posición. Tenía un hijo que se llamaba Saúl, un mozo bien plantado; era el israelita más alto: sobresalía por encima de todos, de los hombros arriba. A su padre, Quis, se le habían extraviado unas burras, y dijo a su hijo Saúl: “Llévate a uno de los criados y vete a buscar las burras”. Cruzaron la serranía… pero no las encontraron... Saúl dijo al criado que iba con él: “Vamos a volvernos…”  Pero el criado repuso: “Precisamente en ese pueblo hay un hombre de Dios… Vamos allá. A lo mejor nos orienta sobre lo que andamos buscando”» (1 Samuel 9,1-6). Saúl es el elegido, también en su aspecto físico: fuerte, de buena planta, el más alto. Pero pertenece a la tribu de Benjamín, la más pequeña, la que en Guibeá se manchó con uno de los crímenes más crueles de toda la Biblia (Jueces 19). Esta ambivalencia marcará el destino de Saúl hasta el final.

Saúl escucha el consejo de su criado, pero le pregunta: «”¿Qué le llevamos a ese hombre? Porque no nos queda pan en las alforjas y no tenemos nada que llevarle a ese profeta. ¿Qué nos queda?” El criado responde: “Tengo aquí dos gramos y medio de plata; se los daré al profeta y nos orientará”» (9,7-8). Aparece de nuevo el gran tema del don, que caracteriza estos primeros capítulos de Samuel. Por el contexto, entendemos que el don que le preocupa a Saúl tiene muy poco de gratuidad; se parece más bien al precio que hay que pagar a cambio de un servicio. Entre la zona del don y la del intercambio siempre se da una intersección e incluso, a veces, una superposición. El don gratuito y totalmente desinteresado es una invención reciente que, casi siempre, existe en los libros de los estudiosos o en algún rincón de nuestra alma, donde guardamos los recuerdos importantes y eternos de la primera infancia. En la realidad, el don es el primer idioma de la reciprocidad, es un signo de interés por algo o por alguien. El desinterés (la ausencia de interés) no pertenece a la semántica del don.

La continuación del relato nos desvela, además, la naturaleza concreta de ese don: «En Israel, antiguamente, el que iba a consultar a Dios, decía así: “¡Vamos al vidente!”, porque antes se llamaba vidente al que hoy llamamos profeta» (9,9). El nacimiento de la profecía en Israel fue un proceso largo y por consiguiente complejo y ambivalente. Los videntes, chamanes y adivinos eran comunes en todo el mundo antiguo, y desempeñaban distintas e importantes funciones (curar enfermedades, interpretar sueños, leer señales, liberar de los malos espíritus, prever acontecimientos, aconsejar al rey…). Su oficio era (casi) como cualquier otro. Para tener acceso a sus prestaciones había que pagar un precio. Pero como eran habitantes de un terreno sagrado, para interactuar con los videntes se recurría al registro de la ofrenda y el don. Este idioma era más adecuado que el comercial. Cuando el hombre antiguo entraba en relación con lo sagrado, no pensaba que ese do ut des tan especial era un intercambio de valor equivalente, puesto que lo que se recibía a cambio valía mucho más que lo que se había “pagado” (al igual que nadie ha creído nunca que una misa por un difunto “valga” los diez euros que se le “pagan” al sacerdote). La excedencia del don sigue estando muy presente también en nuestro tiempo. Todos sabemos (si lo pensamos bien) que el valor de lo que le damos a nuestra empresa en un mes es mucho más alto que el sueldo que recibimos.

La profecía en Israel comenzó a partir de las antiguas figuras de videntes y adivinos y progresivamente se fue perfilando como un fenómeno único y extraordinario. Samuel conserva algunos rasgos de la antigua figura del vidente, pero en él ya está presente la semilla de la nueva profecía que dará lugar siglos después a Isaías y Jeremías. Resulta significativo que cuando Saúl llega donde Samuel, desaparece del relato toda referencia al precio a pagar al “vidente”. Es una forma de decir que en la relación con este vidente-profeta hay algo distinto y nuevo con respecto al don-intercambio de los adivinos.

Finalmente llega la hora del encuentro: «Justamente cuando entraban en el pueblo, se encontró con ellos Samuel según salía para subir al altozano. El día antes de llegar Saúl, el Señor había revelado a Samuel: “Mañana te enviaré a un hombre de la región de Benjamín, para que lo unjas como jefe de mi pueblo, Israel”» (9,14-16). Hay aquí un detalle que nos muestra la diferencia esencial entre Samuel y los videntes: YHWH se lo revela a Samuel “al oído”. La nueva era de la profecía está marcada por un cambio de sentido donde se pasa de la vista al oído. El vidente “ve”, el profeta “escucha” a un Dios distinto que no se ve. Con la profecía, el Dios de los patriarcas y de Moisés se convierte en una voz. Las antiguas teofanías (la nube, el fuego…), que se parecen todavía mucho a las de los demás pueblos, van dejando progresivamente paso a una voz. Es algo maravilloso, que nosotros hoy no logramos entender, inmersos como estamos en demasiadas voces y demasiadas visiones. Pero nos sigue fascinando y emocionando. A veces incluso se transforma en oración: ¿Cuándo aprenderemos de nuevo a escuchar esa voz distinta? ¿Y quién nos enseñará a reconocerla?

Samuel tiene una segunda “audición profética” («Cuando Samuel vio a Saúl, el Señor le avisó: “Ese es el hombre de quien te hablé”»: 9,17). Después invita a Saúl a su mesa, donde le reserva un tratamiento especial ofreciéndole como alimento la parte más gruesa y más grasa del animal sacrificado (9,24). Entramos en el corazón del relato: «Al despuntar el sol… Saúl se levantó y los dos, él y Samuel, salieron de casa. Cuando habían bajado hasta las afueras, Samuel le dijo: “Dile al criado que vaya delante; tú párate un momento y te comunicaré la palabra de Dios» (9,26-27). Y en la periferia de la ciudad «Samuel tomó la aceitera, derramó aceite sobre la cabeza de Saúl y lo besó, diciendo: “¡El Señor te unge como jefe de su heredad!”» (10,1). En los barrios periféricos suceden acontecimientos extraordinarios. Es muy hermosa la normalidad que rodea a la elección de Saúl, como si la Biblia quisiera responder a la petición de un rey consagrado desacralizando y normalizando el ambiente en el que se desenvuelve la escena: unas burras, un criado, una comida y un camino periférico. Como Moisés, Gedeón, Amós o los pescadores de Galilea. Como María de Nazaret, visitada por el ángel en su casa, tal vez mientras realizaba las tareas domésticas diarias. No hay lugares más adecuados para las teofanías que una barca, una cocina, una zarza o un viaje para llevar las burras a casa. O el vado nocturno de un río, el desierto, el camino de Damasco, una pequeña iglesia derruida en Asís.

Saúl emprende el camino de regreso a casa. Pero en Guibeá «dieron con un grupo de profetas. El espíritu de Dios invadió a Saúl y se puso a danzar entre ellos. Los que lo conocían de antes y lo veían danzando con los profetas, comentaban: “¿Qué le pasa al hijo de Quis? ¡Hasta Saúl anda con los profetas!”» (10,10-12). Saúl vive una experiencia de exaltación profética parecida a la que recogen los Hechos de los Apóstoles en Pentecostés (2,13). Y también en Guibeá, como ocurrirá mil años después en Jerusalén («se han emborrachado con vino dulce»), la gente que observa la escena piensa que Saúl ha perdido la cabeza.

El texto acaba de decirnos una cosa importante: «Cuando Saúl dio la vuelta y se apartó de Samuel, Dios le cambió el corazón» (10,9). El encuentro con Samuel y su unción cambian algo en el interior de Saúl, le cambian el corazón. Algo le ocurre que transforma su persona, no solo sus emociones y sus sentimientos. Cuando la Biblia quiere expresar los efectos de un cambio de corazón, hace que sus personajes “profeticen”, los introduce en el entusiasmo profético. Los asocia temporalmente a la vocación profética que, en ese humanismo, es la condición humana más cercana a Dios, lo que muestra el aprecio que la Biblia siente por los profetas.

No todos somos profetas. No todos tenemos la vocación de recibir audiciones divinas en el oído del alma. Pero muchos, si no todos, cuando estamos abiertos a la voz de los profetas y de la vida, podemos tener al menos una experiencia de entusiasmo profético. Puede ser el día de nuestra boda o cuando al fin entendemos quiénes somos de verdad o cuando ella se va. Entonces entendemos que todo era amor y solo amor y entonamos el canto más bello con el entusiasmo del espíritu. Son pocos momentos, pero infinitos.

La experiencia de Saúl también dura poco: «Cuando se le pasó el frenesí, Saúl fue a su casa» (10,13). Pero la Biblia ha conservado ese breve y extraordinario momento para recordarnos, entre otras cosas, que la profecía que experimentó Saúl puede ser para todos. También nosotros podemos tener la esperanza de recorrer un trecho del camino en compañía de esta maravillosa “hilera de profetas”. También nosotros podemos salir de casa para ir simplemente a trabajar y encontrarnos en la periferia de la ciudad con una vocación, una tarea, un destino.

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Más grandes que la culpa/6 – El entusiasmo profético se origina en la vida ordinaria

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (59 KB) el 25/02/2018

Piu grandi della colpa 06 c rid«Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán,
vuestros jóvenes verán visiones,
vuestros ancianos soñarán sueños.»

Libro del profeta Joel

La consagración de Saúl como primer rey de Israel tiene lugar, una vez más, dentro de la vida ordinaria. Saúl se aleja de casa para buscar unas burras que se habían perdido, unos animales muy valiosos para la economía de la época. Durante esta misión de trabajo corriente, lo extraordinario irrumpe en su vida. Saúl sale de casa para trabajar y vuelve a casa como “ungido del Señor”. Sale a buscar unas burras que no encuentra y en su lugar encuentra una vocación, una tarea, un destino que no busca. Este es uno de los mayores episodios de serendipia, que nos explica no solo por qué, si no vamos en carne y hueso a la librería, nunca descubriremos los libros más importantes, que no buscamos pero nos esperan allí al lado de otros libros menos importantes que sí buscamos, sino que además nos permite intuir un poco de la lógica profunda de la vida espiritual. Los mayores bienes de la vida son los que no compramos, porque no están en venta. Son los que no buscamos, porque todavía no sabemos que existen. Son los que recibimos sencillamente porque alguien nos ama.

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La unción de las periferias

Más grandes que la culpa/6 – El entusiasmo profético se origina en la vida ordinaria Luigino Bruni Publicado en  pdf Avvenire (59 KB) el 25/02/2018 «Vuestros hijos y vuestras hijas profetizarán, vuestros jóvenes verán visiones, vuest...
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Más grandes que la culpa/5 – Reconocer los caminos equivocados de la vida y reconciliarnos

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (143 KB) el 18/02/2018

Piu grandi della colpa 05 rid«Quisiera pasar como una tela
sobre la que la mirada crucificada
extingue los ídolos.»

Heleno Oliveira, Se fosse vera la notte

Con frecuencia, para describir una gran corrupción moral y espiritual, la Biblia usa las palabras de la economía. Lo hace porque no hay nada más espiritual y teológico que la economía, la política y el derecho. La fe solo habla con las palabras de la vida. Y no existen palabras más verdaderas para expresar la naturaleza y la calidad de nuestra vida que: salarios, beneficios, impuestos, finanzas, contratas, sobornos, trabajo, empresa. Son las palabras más teológicas y espirituales con que contamos “bajo el sol”; las que otorgan verdad incluso a las palabras de la fe. Porque, si no sabemos expresar la espiritualidad con las palabras de la economía, el derecho y la política, es muy probable que las palabras espirituales de hecho no sean más que oraciones a los ídolos, aun cuando las pronunciemos devotamente dentro de un templo, de una sinagoga o de una iglesia. La Biblia, con su verdadera laicidad, lo sabe muy bien. Nosotros no tanto, porque hemos olvidado la Biblia y la laicidad.

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«Cuando Samuel llegó a viejo, nombró a sus hijos jueces de Israel… Pero no se comportaban como su padre; atentos solo al provecho propio aceptaban sobornos y juzgaban contra justicia» (1 Samuel 8,1-3). Como Elí en el templo de Siló, también Samuel engendra hijos corruptos. Para poner fin a una historia colectiva, la Biblia debe romper la cadena de las generaciones por las que pasa la Alianza. Generalmente recurre a la esterilidad de las esposas, pero algunas veces recurre también a la falta de justicia de los hijos. Su función es la misma, ya que las tradiciones (familiares, espirituales, empresariales, políticas…) mueren bien por la esterilidad de los padres bien por la traición de los hijos. Ayer igual que hoy.

La corrupción de los hijos de Samuel se convierte en el pretexto para un cambio de época en la historia de Israel: el surgimiento de la monarquía. «Entonces los ancianos de Israel se reunieron y fueron a entrevistarse con Samuel en Ramá. Le dijeron: “Mira, tú ya eres viejo y tus hijos no se comportan como tú. Nómbranos un rey que nos gobierne, como se hace en todas las naciones”» (8,4-5). Las palabras que mejor explican la reacción del profeta ante la petición que los ancianos del pueblo le dirigen a Samuel son: “como se hace en todas las naciones”. La identidad de Israel está ligada a un Dios distinto al de “todas las naciones”. Sin embargo, piden un rey como los demás, como otros pueblos idólatras. Samuel intuye que este deseo de tener un rey como las demás naciones esconde algo decisivo, antes que nada en el plano teológico y espiritual, y por consiguiente algo realmente peligroso para la propia identidad civil y religiosa. Por eso, como introducción a estos capítulos cruciales sobre el comienzo de la era monárquica encontramos una enésima conversión-vuelta del pueblo de los ídolos a YHWH: «Samuel dijo a los israelitas: “Si os convertís al Señor de todo corazón, quitad de en medio los dioses extranjeros, Baal y Astarté, permaneced constantes con el Señor, sirviéndole solo a él…” Entonces los israelitas retiraron las imágenes de Baal y Astarté y sirvieron solo al Señor» (7,3-4).

La relación de la Biblia con la monarquía es difícil, ambivalente y generalmente negativa, pues nada ni nadie corre mayor riesgo de transformarse o ser transformado en ídolo que un rey. El faraón de Egipto, como bien sabe la tradición bíblica, era un dios, y a los reyes y generalmente a los soberanos de los demás pueblos también se les consideraba divinos. Aunque el texto da una explicación ética y por tanto política al final de la época de los Jueces y al comienzo de la monarquía, debajo subyace la verdadera naturaleza teológica de la fortísima polémica antimonárquica del libro de Samuel. Pedir un rey es una expresión distinta de la misma tentación del “becerro de oro” que sedujo a Israel tras la liberación de Egipto.

A Samuel esta petición le produce tristeza («A Samuel le disgustó que le pidieran ser gobernados por un rey» 8,6). En el diálogo entre Samuel y YHWH se expresa claramente su verdadera naturaleza idolátrica: «El Señor le respondió: “Haz caso al pueblo en todo lo que te pidan. No te rechazan a ti, sino a mí; no me quieren por rey. Como me trataron desde el día que los saqué de Egipto, abandonándome para servir a otros dioses, así te tratan a ti”» (8,7-8). Así pues, la cuestión central no es la forma de gobierno ni el líder político. En la petición de un rey, el profeta vislumbra la traición idolátrica. En estas páginas, verdaderamente importantes para la economía y la historia bíblica, hay algo que va más allá de la valoración histórica que el escritor hace de la monarquía en Israel. Hay una enseñanza sobre la naturaleza intrínsecamente idolátrica del poder. La corrupción y la tendencia idolátrica no son exclusivas de la monarquía. Aarón fue cómplice del pueblo rebelde en la construcción del becerro de oro a los pies del el Sinaí. Algunos Jueces y sus hijos fueron corruptos, y la corrupción seguirá también después del exilio en Babilonia. Pero cuanto más absoluto es el poder, más absoluta se hace la corrupción, porque más absoluta puede llegar a ser la idolatría. Este absoluto se hace todavía más absoluto si el rey es el ungido de YHWH, si recibe un crisma sagrado que lo sitúa en el umbral que divide la condición humana de la de los Elohim. Un rey ungido es demasiado fronterizo con el rey-ídolo de otros pueblos, del mismo modo que el arca se parece demasiado a los baldaquines con que sacaban al dios filisteo Dagón en procesión.

El texto nos dice también que Samuel recibe la orden de YHWH de aceptar la petición de la monarquía: «Hazles caso, pero adviérteles bien claro, explícales los derechos del rey» (8,9). El autor de los libros de Samuel, al escribir estas historias con posterioridad a los hechos, ya sabía que después de los Jueces vendría la monarquía, y sabía también que el Reino de Israel pronto se dividiría y que todos los reyes posteriores serían corruptos. Pero sobre todo sabía que, a pesar de tantos reyes corruptos, empezando por Saúl, David y Salomón, el pueblo seguiría siendo capaz durante siglos de mantener su historia distinta de fe, gracias a la salvación generada por la presencia, las palabras y los hechos de los profetas. Samuel y después Natán, Isaías o Jeremías lograron que el poder de sus reyes no fuera siempre y únicamente abuso e idolatría: “hazles caso, pero adviérteles bien claro”. Sin profetas que adviertan, el poder es siempre y solo corrupción e idolatría, dentro y fuera de las religiones. Cuando el poder se convierte solo en corrupción, es que los profetas ya no están, se han ido, han sido asesinados, se han convertido en falsos profetas de la corte o han pasado a estar en la nómina del rey. La profecía y su típica advertencia es lo que hace sostenible el yugo de todo poder.

Samuel obedece y de inmediato lanza su advertencia: «Estos son los derechos del rey que os regirá: a vuestros hijos los llevará para enrolarlos en destacamentos de carros y caballos… les empleará como aradores de sus campos… A vuestras hijas se las llevará como perfumistas, cocineras y reposteras. Vuestros campos, viñas y los mejores olivares os los quitará para dárselos a sus ministros… De vuestros rebaños os exigirá diezmos. Y vosotros mismos seréis sus esclavos. Entonces gritaréis contra el rey que elegisteis, pero Dios no os responderá. » (8,10-18). Aquí Samuel no está forzando ni exagerando la relación entre los soberanos y sus súbditos. Simplemente está describiendo la esencia de lo que ocurre en los reinos vecinos de Israel (y vecinos nuestros). Si en Israel y en nuestros “reinos” políticos y económicos, los “soberanos” no consumen del todo a nuestros hijos e hijas es porque hay al menos un profeta que se lo impide o se lo ha impedido en el pasado.

Pero a pesar de la advertencia de Samuel-YHWH «el pueblo no quiso hacer caso a Samuel e insistió: “No importa. Queremos un rey. Así seremos nosotros como los demás pueblos”» (8,19-20). Verdaderamente querían ser como los demás pueblos. Pero en realidad, gracias a los profetas, fueron casi como los demás. Los profetas, cuando están y no han sido silenciados, son los guardianes del casi, los centinelas que impiden que el poder se convierta en una perfecta idolatría corrupta y que nosotros perdamos totalmente el alma en las pruebas de la vida.

Para terminar, en estos diálogos en torno a la petición de la monarquía regresa uno de los mensajes más bellos y profundos de la Biblia. El escritor bíblico es consciente de que la trayectoria histórica seguida por su pueblo tras la liberación de Moisés ha sido menos luminosa, fiel y bella de cuanto podía haber sido. El dolor de todos podía haber sido menor. Se podía haber humillado menos a los pobres y la fe podía haber sido más verdadera. Toda la Biblia está atravesada por esta línea de sombra que, sin embargo, también aquí nos sugiere una verdad antropológica y espiritual.  

Cuando nos ponemos a escribir nuestra historia - y para hacerlo debemos mirar y leer los acontecimientos y las decisiones de ayer -, tenemos la fuerte experiencia de ver un sendero más alto y luminoso, que es el que podríamos haber seguido si en las encrucijadas y en las citas decisivas (que son siempre pocas) hubiéramos realizado otras elecciones. Al lado de nuestra historia, se nos aparece una pista hacia la cumbre desde donde vemos el espectáculo de unos horizontes más amplios que podíamos haber recorrido si hubiéramos tenido cerca un profeta o si hubiéramos creído en sus palabras. Ver o vislumbrar retrospectivamente este camino más alto y luminoso que no hemos recorrido, puede ser el instante más doloroso de la vida. Muchas veces y para muchas personas lo es. Sin embargo, la misma mirada a las mismas trayectorias fallidas puede ser distinta y buena si nuestros ojos van acompañados de los ojos de la Biblia y sus profetas. Con ellos podemos acoger con mansedumbre los caminos equivocados y las citas perdidas, vivirlas como si las hubiéramos vivido de verdad y prepararnos al último tramo del recorrido, reconciliados al fin con nuestro pesar. Y después, asistir maravillados al milagro de unas cumbres perdidas y unos horizontes nunca vistos que se hacen tan reales y verdaderos como los que la vida nos ha hecho vivir, más bajos y pequeños. Y damos gracias. Todo es gracia.

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Más grandes que la culpa/5 – Reconocer los caminos equivocados de la vida y reconciliarnos

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (143 KB) el 18/02/2018

Piu grandi della colpa 05 rid«Quisiera pasar como una tela
sobre la que la mirada crucificada
extingue los ídolos.»

Heleno Oliveira, Se fosse vera la notte

Con frecuencia, para describir una gran corrupción moral y espiritual, la Biblia usa las palabras de la economía. Lo hace porque no hay nada más espiritual y teológico que la economía, la política y el derecho. La fe solo habla con las palabras de la vida. Y no existen palabras más verdaderas para expresar la naturaleza y la calidad de nuestra vida que: salarios, beneficios, impuestos, finanzas, contratas, sobornos, trabajo, empresa. Son las palabras más teológicas y espirituales con que contamos “bajo el sol”; las que otorgan verdad incluso a las palabras de la fe. Porque, si no sabemos expresar la espiritualidad con las palabras de la economía, el derecho y la política, es muy probable que las palabras espirituales de hecho no sean más que oraciones a los ídolos, aun cuando las pronunciemos devotamente dentro de un templo, de una sinagoga o de una iglesia. La Biblia, con su verdadera laicidad, lo sabe muy bien. Nosotros no tanto, porque hemos olvidado la Biblia y la laicidad.

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Los necesarios guardianes del casi

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Más grandes que la culpa/4 - Dios omnipotente y derrotado enseña la fe que lo cambia todo

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (42 KB) el 11/02/2018

Piu grandi della colpa 04 rid«Las más bellas poesías
se escriben sobre las piedras
con las rodillas ulceradas
y las mentes afiladas por el misterio.
Las más bellas poesías se escriben
frente a un altar vacío,
rodeado de agentes
de la divina locura.
Así, loco, criminal, como eres
le has dado versos a la humanidad,
versos de reconquista
y de bíblicas profecías
y eres hermano de Jonás.»

Alda Merini, La Tierra Santa

«Por entonces se reunieron los filisteos para atacar a Israel. Los israelitas salieron a enfrentarse con ellos» (1Samuel 4,1b). Tras la grandiosa y espléndida noche de la vocación de Samuel, la escena cambia y en Israel empiezan a soplar vientos de guerra. Israel ya conocía a los filisteos, un pueblo que le acompañará y con el que luchará durante siglos. Este antiguo pueblo del mar incluso le dio nombre a la región sobre la que dominó política y culturalmente (Palestina, Philistia: la tierra de los filisteos). La escena cambia y también probablemente la mano del narrador, pero algunos elementos de continuidad se mantienen, tales como Elí, sus hijos y sobre todo el Arca.

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El texto (3,3) nos presenta a Samuel durmiendo al lado del arca, en el templo de Siló. A los lectores de hoy no nos resulta fácil comprender qué era realmente el Arca de la Alianza que Moisés mandó construir durante el Éxodo por mandato expreso del Señor. Sabemos que era una pequeña caja, recubierta de oro, que contenía las Tablas de la Ley. Cuando el pueblo peregrinaba al desierto, la llevaba cubierta por un velo. Cuando acampaban, colocaban el Arca bajo una tienda (la “tienda del encuentro”). Sobre el Arca, YHWH hablaba con Moisés boca a boca: «Allí me encontraré contigo, me comunicaré» (Éxodo 25,22). Esa pequeña caja móvil era sacramento de la Ley, testimonio de los diálogos únicos y extraordinarios de Moisés con la voz y memorial de la Alianza de las doce tribus con su Dios distinto.

Si para el hombre antiguo las cosas visibles eran siempre sacramento de lo invisible, el Arca de la Alianza lo era aún más. Para los israelitas era el objeto más sagrado de la tierra. Lo conservaban en el sancta sanctorum del templo de Siló y después en el de Jerusalén. Al mismo tiempo, el Arca era también la realidad más limítrofe con los ídolos de madera o de oro tan odiados por la Biblia y por los profetas. Se parecía mucho a los baldaquinos y a los sarcófagos que los egipcios y los pueblos cananeos sacaban en procesión en las fiestas sagradas. El Dios de Israel, YHWH, se reveló a los patriarcas y a Moisés como un Dios verdaderamente distinto. Pero el pueblo elegido por ese Dios distinto se parecía mucho a los pueblos de alrededor, que necesitaban tocar y ver a los dioses y usar mágicamente la divinidad para propiciar nacimientos y cosechas y para vencer las enfermedades y a los enemigos. El Arca se situaba en la frontera entre lo viejo y lo nuevo. Como todas las fronteras y todos los umbrales, era extremadamente peligrosa, vulnerable y porosa. Por la Biblia (y por la vida) sabemos que es fácil pasar de un terreno a otro si en la frontera no hay centinelas vigilantes y activos. Los profetas son los centinelas del umbral que separa la religión de la idolatría, valiosos guardianes sobre todo para los hombres religiosos que son los más expuestos a cruzar la frontera. Sin los profetas, inevitablemente acabamos transformando la fe en idolatría, aun cuando a los ídolos les demos el nombre de YHWH o de Jesús. Al igual que el Arca, construida por indicación de Dios, las realidades más sagradas que recibimos como don se transforman en ídolos. Sin los profetas, es casi imposible entender la metamorfosis del don en ídolo. Así pues, no es sorprendente que el comienzo de la nueva era profética en Israel, inaugurada por la vocación de Samuel, vaya acompañada de una gran crisis del Arca de la Alianza.

En la primera batalla contra los filisteos, Israel sufre una impresionante derrota: «Israel fue derrotado por los filisteos; de sus filas murieron en el campo unos cuatro mil hombres» (4,2). La derrota se interpreta como un hecho teológico («¿Por qué el Señor nos ha hecho sufrir hoy una derrota?»: 4,3). Los ancianos proponen su solución: «Vamos a Siló, a traer el arca de la alianza del Señor, para que esté entre nosotros y nos salve del poder enemigo» (4,3). Así pues, sacan el arca del templo y la llevan al campo de batalla, acompañada por dos hijos de Elí, sacerdotes (corruptos) del templo de Siló donde se guardaba el Arca. Llevando el Arca a la batalla se comportan exactamente igual que los demás pueblos, que bajaban al campo con las estatuas de sus dioses guerreros. Anuncian a un Dios distinto, pero se comportan igual que sus enemigos idólatras. La llegada del arca en el culmen de la batalla es acogida con terror y grandes gritos por ambos bandos de la contienda, con escenas parecidas a las que por desgracia se ven todavía en muchas guerras tribales. Pero «los filisteos se lanzaron a la lucha y derrotaron a los israelitas (…) Fue una derrota tremenda: cayeron treinta mil de la infantería israelita. El arca de Dios fue capturada y los dos hijos de Elí, Jofní y Fineés, murieron» (4,10).

La presencia del Arca no evita una derrota aún más catastrófica: el arca es tomada por el enemigo y los hijos de Elí caen en el campo de batalla. La noticia llega a Siló, hasta el viejo Elí, que muere de dolor al recibir la noticia de la muerte de sus dos hijos y la captura del Arca («Elí cayó de la silla hacia atrás, junto a la puerta; se rompió la base del cráneo y murió»: 4,18). Ante este mismo anuncio, también muere su nuera («le sobrevinieron los dolores, en encorvó y dio a luz»: 4,19).

La derrota y la captura del Arca no representan solo un acontecimiento militar, sino el alba de una nueva época religiosa y por consiguiente humana: la separación entre Dios y las cosas, entre lo santo y lo sagrado, entre la religión y la magia. Es un proceso larguísimo, presente en la Biblia entera, en la historia de la Iglesia y en la historia de cada creyente (religioso o laico). La derrota del Arca se parece mucho, en cuanto a significado y tragedia, a la conquista babilónica del 587 a.C.. Es una tragedia inmensa pero también el comienzo de una nueva fe que enseña al pueblo a rezar sin templo y a creer en un Dios omnipotente y derrotado.

Los filisteos ponen el Arca en el templo, al lado de la estatua de su dios principal: Dagón. Al día siguiente, los filisteos encuentran a Dagón caído de bruces. Lo levantan, pero cuando regresan al templo al día siguiente vuelven a ver la estatua de Dagón en tierra. Esta vez se ha roto y la cabeza y las manos han llegado hasta el umbral del templo: «Por eso… los sacerdotes y los que entran en el templo de Dagón no pisan el umbral» (5,5). Los añicos de Dagón han tocado el umbral y lo han contaminado. Esta escena nos traslada directamente al mundo religioso arcaico y nos introduce en la “cultura del umbral” que separa lo sagrado de lo profano, un sagrado indiferenciado mezclado siempre con lo tremendum. Este mundo sagrado-mágico toca también a Israel, y en buena medida lo abraza, en estos primeros siglos de su historia.

Entre los muchos elementos de estos interesantes capítulos, ricos en detalles narrativos, hay algunos especialmente valiosos por las informaciones religiosas, antropológicas e históricas que nos proporcionan. Llama la atención, en este sentido, el relato de las extrañas ofrendas con las que los filisteos dotan la devolución del Arca.

La captura del Arca se revela como una desventura para los filisteos. La aparición de abscesos (o peste bubónica) y una invasión de ratas (consideradas como vehículos de la peste) se extienden por todas las ciudades en las que se coloca el Arca durante unos meses, como nuevas plagas de Egipto. Finalmente el pueblo pide a voz en grito a sus jefes que devuelvan el Arca a los hebreos: «Devolved a su sitio el arca del Dios de Israel» (5,11). Pero para poder esperar el fin de las calamidades no basta la “nuda propiedad” del Arca. En el mundo antiguo había que acompañar la devolución del Arca con regalos y ofrendas. Pero ¿qué ofrendas? Los filisteos convocan a sus adivinos y magos y estos responden: «Cinco diviesos de oro y cinco ratas de oro» (6,4). De este modo recurren a un principio homeopático (lo parecido se cura con lo parecido), que aparece también en el conocido episodio del libro del Éxodo, cuando YHWH dice a Moisés: «Haz una serpiente venenosa y colócala sobre un estandarte: los mordidos de serpientes quedarán sanos al mirarla» (Números 21,8). También en ese episodio la frontera entre magia y religión es lábil y porosa, y la serpiente de bronce se parecía mucho, demasiado, a las que el pueblo había visto en los cultos egipcios.

Estas prácticas antiguas de don homeopático buscan inmunizar de un mal utilizando simbólicamente ese mismo mal, como la multiplicación de dos negativos da como resultado un número positivo. El don homeopático como mecanismo de inmunización es un resto arcaico e idolátrico, especialmente potente y relevante no solo en el ámbito económico, que está adquiriendo gran fuerza y vitalidad en el capitalismo de nuestro tiempo. Los filisteos regalan cinco bubones y cinco ratas pensando con ello quedar inmunes del gran mal de la peste. De forma análoga, las grandes instituciones capitalistas intentan inmunizarse del gran mal del verdadero don (que podría tener suficiente fuerza subversiva como para hacerlas implosionar, si se le dejara actuar libremente dentro de las relaciones) introduciendo en el sistema minúsculas dosis de don, que reproducen el don verdadero y son más brillantes. Los nuevos bubones y las nuevas ratas que se “donan” para intentar alejar la peste son gadgets, rebajas y donaciones a instituciones filantrópicas, pero también incentivos y premios. Al igual que ocurría con los filisteos, por ahora esta práctica mágica inmunizadora parece funcionar muy bien en nuestro sistema del don homeopático.

Todos los capítulos de este primer ciclo del Arca están impregnados de elementos de las religiones arcaicas y mágicas (en Israel y entre los filisteos). Pero por encima de todo, lo más fuerte es el comienzo de una nueva era religiosa y por tanto antropológica y social. Israel, tras siete meses de ausencia del Arca, se adueña nuevamente de ella. Hasta la destrucción de Jerusalén por los babilonios (momento de su desaparición), la conservará y mantendrá una relación ambivalente con ella. Pero estos siete meses de fe en el "Dios del arca sin el arca de Dios" cambian la naturaleza del Arca, de la fe, de Dios y del hombre. Este ejercicio religioso y ético de una nueva fe en un Dios verdaderamente distinto es un anticipo de la experiencia del exilio babilonio donde, sin templo, esa fe madurará hasta el punto de generar muchas de las obras maestras de la literatura, la antropología y la teología que componen la Biblia.

Sin la experiencia concreta de un Dios derrotado junto a su pueblo y de una fe tenaz, que no muere aunque pierda primero el Arca y después el templo, nunca se habría escrito el Canto del siervo, el libro de Jeremías ni muchos salmos, y tampoco existiría el diálogo de Jesús con la samaritana. También nosotros escribimos los capítulos más bellos de nuestra vida cuando seguimos creyendo en el amor de aquel a quien no podemos tocar en el alma. El día en que por fin descubramos que nuestra tierra está verdaderamente sin Arca y sin templo, sencillamente habremos aprendido a amar la vida "en espíritu y en verdad".

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Más grandes que la culpa/4 - Dios omnipotente y derrotado enseña la fe que lo cambia todo

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (42 KB) el 11/02/2018

Piu grandi della colpa 04 rid«Las más bellas poesías
se escriben sobre las piedras
con las rodillas ulceradas
y las mentes afiladas por el misterio.
Las más bellas poesías se escriben
frente a un altar vacío,
rodeado de agentes
de la divina locura.
Así, loco, criminal, como eres
le has dado versos a la humanidad,
versos de reconquista
y de bíblicas profecías
y eres hermano de Jonás.»

Alda Merini, La Tierra Santa

«Por entonces se reunieron los filisteos para atacar a Israel. Los israelitas salieron a enfrentarse con ellos» (1Samuel 4,1b). Tras la grandiosa y espléndida noche de la vocación de Samuel, la escena cambia y en Israel empiezan a soplar vientos de guerra. Israel ya conocía a los filisteos, un pueblo que le acompañará y con el que luchará durante siglos. Este antiguo pueblo del mar incluso le dio nombre a la región sobre la que dominó política y culturalmente (Palestina, Philistia: la tierra de los filisteos). La escena cambia y también probablemente la mano del narrador, pero algunos elementos de continuidad se mantienen, tales como Elí, sus hijos y sobre todo el Arca.

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La civilización del don homeopático

Más grandes que la culpa/4 - Dios omnipotente y derrotado enseña la fe que lo cambia todo Luigino Bruni Publicado en  pdf Avvenire (42 KB) el 11/02/2018 «Las más bellas poesías se escriben sobre las piedras con las rodillas ulceradas y las ment...