Más grandes que la culpa/16 - Dentro de toda vida puede explotar la compasión y el bien
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (41 KB) el 06/05/2018
«El Baal Shem dijo a uno de sus discípulos: “El más ínfimo ser en quien puedas pensar me es a mí más caro que tu único hijo para ti”»
Martin Buber, Cuentos jasídicos
La presencia de arúspices, magos y adivinos es un dato recurrente en la Biblia. Constituye una forma de falsa profecía muy extendida en la antigüedad y duramente combatida por los profetas, que siempre ha supuesto para Israel una tentación muy seductora (en la que ha caído muchas veces). Es expresión de una religiosidad popular arcaica que nunca ha llegado a desaparecer y que en nuestros días alimenta un floreciente negocio. La fe bíblica no se ve amenazada por el ateísmo, sino por la sustitución de YHWH por dioses naturales y más simples. Hoy como ayer, en la fe y en la vida, la eterna tentación consiste en convencernos de que somos más pequeños y banales que esa realidad compleja y hermosa que sin embargo somos.
«David se echó esta cuenta: Saúl me va a eliminar el día menos pensado. No me queda más solución que refugiarme en el país filisteo» (1 Samuel 27,1). David sigue dando muestras de ingenio, buscando soluciones improbables pero eficaces a sus problemas. Ahora, para salvarse, decide aliarse con el enemigo, poniéndose de parte de los filisteos. Acomete empresas militares de éxito, realiza incursiones y obtiene pingües botines. Engarzados entre las correrías de David, encontramos los últimos días de la vida de Saúl, que se cuentan entre los más intensos y emocionantes de la Biblia entera.
Samuel había muerto. Saúl, obedeciendo a la ley de Moisés, había expulsado de Israel a «nigromantes y adivinos» (28,3). Pero la situación política se precipita. Los filisteos marchan amenazadores contra Saúl. El rey comprende que la superioridad militar filistea es aplastante y cae presa del pánico: «Al ver el campamento filisteo, Saúl temió y se echó a temblar» (28,5). Siente que solo una intervención extraordinaria de YHWH puede salvarlo. Confía una vez más en su Dios y le pide ayuda: «Saúl consultó al Señor pero el Señor no le respondió, ni por sueños, ni por suertes [urim], ni por profetas» (28,6).
Es el enésimo fracaso de Saúl, el enésimo silencio de Dios con él. Saúl sigue confiando en ese Dios que le había llamado y ungido a través de Samuel. Pero YHWH dejó un día de hablar con él y no vuelve a hacerlo hasta el final. Este silencio de Dios nos plantea preguntas difíciles que no pueden dejarnos indiferentes. Saúl está rodeado, su pueblo está a punto de capitular, y Dios no habla. Los profetas callan. Todo es oscuridad. La noche no termina y los sueños solo están poblados de pesadillas y de fantasmas.
La teología y la exégesis ofrecen algunas explicaciones para este silencio y esta oscuridad, que, sin embargo, solo acrecientan nuestra pietas para con este rey repudiado y abandonado a su triste destino. El lector puede seguir sintiendo piedad incluso cuando Saúl, desesperado, echa mano de un último recurso, ilícito y escandaloso, al que él mismo se había opuesto. Nos topamos con una de las escenas más conocidas y bellas de la Biblia: «Entonces Saúl dijo a sus ministros: Buscadme una nigromante para ir a consultarla» (28,7). Saúl se disfraza para que no le reconozcan y va a ver a la bruja de Endor.
El disfraz de Saúl nos evoca muchas cosas. Nos evoca a las personas que, desesperadas tras haber agotado los recursos lícitos de la medicina y de la ciencia, van a visitar a curanderos y sanadores porque no quieren morir. Muchas veces se “disfrazan” para que no las reconozcan, porque sienten vergüenza ante esa parte de su corazón que nunca lo haría y que ha criticado y condena a otras personas que lo han hecho. Nos evoca a muchos empresarios, algunos buenos y honrados, que en vísperas de tener que llevar los libros al juzgado y tal vez después de haber mirado los ojos límpidos de un empleado, van de noche y a escondidas donde un usurero buscando un préstamo “del reino del los muertos” que les permita tener esperanza o retrasar el final aunque sea un día. O a esos hombres desesperados, y a muchas mujeres, que se aferran al último hilo de esperanza para salvar a su familia y recurren, en secreto, a magos y hechiceros para hacer que vuelva a casa. Estos son los hermanos y las hermanas de Saúl. No todos son malos, pero están desesperados e inmersos en una inmensa oscuridad y en el ensordecedor silencio de Dios (y de los hombres). El manto de piedad que la Biblia tiende sobre Saúl llega a envolver a todos sus compañeros y compañeras de desventura que, desesperados como él, siguen disfrazándose e “invocando a los muertos” para no morir.
Cuando la lectura de la Biblia se detiene en estas humanidades heridas y frágiles, siempre nos pide que tomemos partido, que digamos de qué parte estamos. Podemos decidir quedarnos con la teología oficial, con el Dios de los escribas, el templo y la ley, y condenar a Saúl y a muchos desesperados como él. Pero también podemos, con valentía, decidir hacernos solidarios con la numerosa familia de este rey rechazado. Podemos distinguir en los ojos lágrimas desconsoladas; pararnos un poco con ellos, acompañarles con nuestra compasión, y después reconciliarnos con nuestros actos desesperados y con los actos de los desesperados que nos rodean. Y después, sin juzgarlos, acercarnos a ellos, recogerlos medio muertos en el camino, cargarlos sobre nuestro asno, limpiar sus heridas con vino, llevarlos a la posada y dejar en prenda nuestros dos últimos denarios.
«La mujer preguntó: ¿Quién quieres que se te aparezca? Saúl dijo: Evócame a Samuel» (28,11). Otro golpe de escena extraordinario. Saúl quiere a Samuel, al profeta que le encontró, le consagró rey y después le repudió y no le perdonó. El texto – debido tal vez a algunas alteraciones – no nos dice por qué Saúl invoca a Samuel. Tal vez porque era la imagen de su primera vocación verdadera, del espíritu bueno que, antes de abandonarle, le había transformado el corazón. O porque era la voz de la parte mejor de su alma. O tal vez por una necesidad imperiosa de verdad, buscada de la manera equivocada. No lo sabemos. La Biblia sigue viva, entre otras cosas, por sus muchos agujeros y espacios abiertos, que se convierten en heridas por donde el texto nace y renace con nosotros, sus lectores.
En cuanto la mujer oye el nombre de Samuel «lanzó un grito y dijo a Saúl: ¿Por qué me has engañado? ¡Tú eres Saúl!» (28,12). Es extraordinario este grito de la mujer, tan extraordinario como la forma en que la mujer reconoce a Saúl: mientras pronuncia el nombre de Samuel. Samuel es para la mujer imagen de la condena de su oficio, de la profecía equivocada, de las técnicas adivinatorias, de la magia. Tal vez eso explique el grito. Pero ¿por qué reconoce a Saúl cuando dice “Samuel”? Tal vez porque cada persona tiene una forma distinta de pronunciar el nombre de las personas decisivas de su vida, un acento inconfundible, un timbre caligráfico único. Cada cristiano dice “Jesús” de una forma distinta a la de los demás cristianos, cada hijo dice “madre” a su manera. El nombre con el que llamamos a nuestra esposa suena distinto a los demás nombres que pronunciamos. Podemos reconocer a un franciscano, aunque vaya “disfrazado” sin hábito, por cómo dice: “Francisco”. Ningún disfraz resiste ante la pronunciación de ciertos nombres especiales, porque al decirlos nos volvemos desnudos como el primer día (por eso cuando decidimos, por un gran dolor, borrar nuestro pasado, comenzamos olvidando ciertos nombres).
Lo que es aún más sorprendente y en cierto sentido desconcertante es la obediencia del espíritu de Samuel a la invocación de la mujer. Ella dice: «”Veo un espíritu que sube de lo hondo de la tierra”. Saúl le preguntó: “¿Qué aspecto tiene?”. Respondió: “El de un anciano que sube envuelto en un manto”. Saúl comprendió entonces que era Samuel, y se inclinó rostro en tierra, prosternándose.» (28,13-14). ¡Sencillamente espléndido! (no es fácil comentar estos versículos, que quitan el aliento, detienen la mano en el teclado y aumentan los latidos del corazón). Es él. Saúl no duda. En esos momentos no cabe la duda. Nosotros esperaríamos otras palabras distintas de Samuel. En cambio, encontramos las palabras de siempre. Samuel no cambia. La grandeza de Samuel radica también en esta coherencia hierática. Y dice a Saúl: «El Señor ha arrancado el reino de tus manos y se lo ha dado a otro, a David… También a Israel lo entregará el Señor contigo a los filisteos; mañana tú y tus hijos estaréis conmigo» (28,17-19). Las palabras del profeta no cambian. Pero las nuestras sí pueden cambiar. Podemos susurrar ahora palabras distintas al oído de Saúl, mientras yacemos en tierra, a su lado: «Saúl se desplomó cuan largo era, espantado por lo que había dicho Samuel» (28,20). Saúl quiere morir, tras haber agotado su último recurso clandestino.
Pero es en este preciso momento cuando este capítulo nos regala su última perla, también imprevista e improbable: «La mujer se le acercó, y al verlo aterrado le dijo: “Esta servidora tuya te obedeció… Ahora obedece tú también a tu servidora: voy a traerte algún alimento, come y recobra las fuerzas» (28,21-22). Incluso una nigromante, una maga, puede ser capaz de piedad, en la vida y en la Biblia. Esta mujer supera su mal oficio, porque todos somos potencialmente capaces de hacer cosas y de decir palabras mejores que las que hacemos y decimos en la vida de cada día. Y sus palabras “resucitan” a Saúl: «El lo rehusaba: “¡No quiero!” Pero sus oficiales y la mujer le porfiaron, y les obedeció» (28,23). En esta escena de muerte y oscuridad, un rayo luminoso que emana de una mujer descartada y excomulgada ilumina todo el entorno: «Saúl se incorporó y se sentó en la estera. La mujer tenía un novillo cebado. Lo degolló en seguida, tomó harina, amasó y coció unos panes. Se los sirvió a Saúl y sus oficiales» (28,23-25).
La nigromante se convierte en el “padre misericordioso”, que celebra con su novillo cebado a un hombre-hijo “que estaba muerto” y, aunque solo sea durante el tiempo que dura una cena, ha “vuelto a la vida”. Y nosotros somos el “hermano mayor”, que no entramos al banquete porque nos escandaliza el exceso de humanidad de la Biblia.
Este pasaje maravilloso nos revela la infinita humanidad de la Biblia. Nos desvela también el corazón de las mujeres, capaces de miradas buenas y distintas cuando la religión, la ley y los varones las han agotado. La última cena de Saúl fue querida y preparada por una maga, por una nigromante, por una mujer, por una persona que tal vez le dio el último abrazo misericordioso y le regaló las últimas palabras buenas que la vida, Samuel y Dios le habían negado.
La Biblia es in-finita, entre otras cosas, por las palabras y los gestos de mujeres y hombres corrientes, muchas veces descartados y pecadores, que a veces permiten que la palabra bíblica sea más humana que las palabras de Dios pronunciadas por sus profetas.
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