Los necesarios guardianes del casi

Más grandes que la culpa/5 – Reconocer los caminos equivocados de la vida y reconciliarnos

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (143 KB) el 18/02/2018

Piu grandi della colpa 05 rid«Quisiera pasar como una tela
sobre la que la mirada crucificada
extingue los ídolos.»

Heleno Oliveira, Se fosse vera la notte

Con frecuencia, para describir una gran corrupción moral y espiritual, la Biblia usa las palabras de la economía. Lo hace porque no hay nada más espiritual y teológico que la economía, la política y el derecho. La fe solo habla con las palabras de la vida. Y no existen palabras más verdaderas para expresar la naturaleza y la calidad de nuestra vida que: salarios, beneficios, impuestos, finanzas, contratas, sobornos, trabajo, empresa. Son las palabras más teológicas y espirituales con que contamos “bajo el sol”; las que otorgan verdad incluso a las palabras de la fe. Porque, si no sabemos expresar la espiritualidad con las palabras de la economía, el derecho y la política, es muy probable que las palabras espirituales de hecho no sean más que oraciones a los ídolos, aun cuando las pronunciemos devotamente dentro de un templo, de una sinagoga o de una iglesia. La Biblia, con su verdadera laicidad, lo sabe muy bien. Nosotros no tanto, porque hemos olvidado la Biblia y la laicidad.

«Cuando Samuel llegó a viejo, nombró a sus hijos jueces de Israel… Pero no se comportaban como su padre; atentos solo al provecho propio aceptaban sobornos y juzgaban contra justicia» (1 Samuel 8,1-3). Como Elí en el templo de Siló, también Samuel engendra hijos corruptos. Para poner fin a una historia colectiva, la Biblia debe romper la cadena de las generaciones por las que pasa la Alianza. Generalmente recurre a la esterilidad de las esposas, pero algunas veces recurre también a la falta de justicia de los hijos. Su función es la misma, ya que las tradiciones (familiares, espirituales, empresariales, políticas…) mueren bien por la esterilidad de los padres bien por la traición de los hijos. Ayer igual que hoy.

La corrupción de los hijos de Samuel se convierte en el pretexto para un cambio de época en la historia de Israel: el surgimiento de la monarquía. «Entonces los ancianos de Israel se reunieron y fueron a entrevistarse con Samuel en Ramá. Le dijeron: “Mira, tú ya eres viejo y tus hijos no se comportan como tú. Nómbranos un rey que nos gobierne, como se hace en todas las naciones”» (8,4-5). Las palabras que mejor explican la reacción del profeta ante la petición que los ancianos del pueblo le dirigen a Samuel son: “como se hace en todas las naciones”. La identidad de Israel está ligada a un Dios distinto al de “todas las naciones”. Sin embargo, piden un rey como los demás, como otros pueblos idólatras. Samuel intuye que este deseo de tener un rey como las demás naciones esconde algo decisivo, antes que nada en el plano teológico y espiritual, y por consiguiente algo realmente peligroso para la propia identidad civil y religiosa. Por eso, como introducción a estos capítulos cruciales sobre el comienzo de la era monárquica encontramos una enésima conversión-vuelta del pueblo de los ídolos a YHWH: «Samuel dijo a los israelitas: “Si os convertís al Señor de todo corazón, quitad de en medio los dioses extranjeros, Baal y Astarté, permaneced constantes con el Señor, sirviéndole solo a él…” Entonces los israelitas retiraron las imágenes de Baal y Astarté y sirvieron solo al Señor» (7,3-4).

La relación de la Biblia con la monarquía es difícil, ambivalente y generalmente negativa, pues nada ni nadie corre mayor riesgo de transformarse o ser transformado en ídolo que un rey. El faraón de Egipto, como bien sabe la tradición bíblica, era un dios, y a los reyes y generalmente a los soberanos de los demás pueblos también se les consideraba divinos. Aunque el texto da una explicación ética y por tanto política al final de la época de los Jueces y al comienzo de la monarquía, debajo subyace la verdadera naturaleza teológica de la fortísima polémica antimonárquica del libro de Samuel. Pedir un rey es una expresión distinta de la misma tentación del “becerro de oro” que sedujo a Israel tras la liberación de Egipto.

A Samuel esta petición le produce tristeza («A Samuel le disgustó que le pidieran ser gobernados por un rey» 8,6). En el diálogo entre Samuel y YHWH se expresa claramente su verdadera naturaleza idolátrica: «El Señor le respondió: “Haz caso al pueblo en todo lo que te pidan. No te rechazan a ti, sino a mí; no me quieren por rey. Como me trataron desde el día que los saqué de Egipto, abandonándome para servir a otros dioses, así te tratan a ti”» (8,7-8). Así pues, la cuestión central no es la forma de gobierno ni el líder político. En la petición de un rey, el profeta vislumbra la traición idolátrica. En estas páginas, verdaderamente importantes para la economía y la historia bíblica, hay algo que va más allá de la valoración histórica que el escritor hace de la monarquía en Israel. Hay una enseñanza sobre la naturaleza intrínsecamente idolátrica del poder. La corrupción y la tendencia idolátrica no son exclusivas de la monarquía. Aarón fue cómplice del pueblo rebelde en la construcción del becerro de oro a los pies del el Sinaí. Algunos Jueces y sus hijos fueron corruptos, y la corrupción seguirá también después del exilio en Babilonia. Pero cuanto más absoluto es el poder, más absoluta se hace la corrupción, porque más absoluta puede llegar a ser la idolatría. Este absoluto se hace todavía más absoluto si el rey es el ungido de YHWH, si recibe un crisma sagrado que lo sitúa en el umbral que divide la condición humana de la de los Elohim. Un rey ungido es demasiado fronterizo con el rey-ídolo de otros pueblos, del mismo modo que el arca se parece demasiado a los baldaquines con que sacaban al dios filisteo Dagón en procesión.

El texto nos dice también que Samuel recibe la orden de YHWH de aceptar la petición de la monarquía: «Hazles caso, pero adviérteles bien claro, explícales los derechos del rey» (8,9). El autor de los libros de Samuel, al escribir estas historias con posterioridad a los hechos, ya sabía que después de los Jueces vendría la monarquía, y sabía también que el Reino de Israel pronto se dividiría y que todos los reyes posteriores serían corruptos. Pero sobre todo sabía que, a pesar de tantos reyes corruptos, empezando por Saúl, David y Salomón, el pueblo seguiría siendo capaz durante siglos de mantener su historia distinta de fe, gracias a la salvación generada por la presencia, las palabras y los hechos de los profetas. Samuel y después Natán, Isaías o Jeremías lograron que el poder de sus reyes no fuera siempre y únicamente abuso e idolatría: “hazles caso, pero adviérteles bien claro”. Sin profetas que adviertan, el poder es siempre y solo corrupción e idolatría, dentro y fuera de las religiones. Cuando el poder se convierte solo en corrupción, es que los profetas ya no están, se han ido, han sido asesinados, se han convertido en falsos profetas de la corte o han pasado a estar en la nómina del rey. La profecía y su típica advertencia es lo que hace sostenible el yugo de todo poder.

Samuel obedece y de inmediato lanza su advertencia: «Estos son los derechos del rey que os regirá: a vuestros hijos los llevará para enrolarlos en destacamentos de carros y caballos… les empleará como aradores de sus campos… A vuestras hijas se las llevará como perfumistas, cocineras y reposteras. Vuestros campos, viñas y los mejores olivares os los quitará para dárselos a sus ministros… De vuestros rebaños os exigirá diezmos. Y vosotros mismos seréis sus esclavos. Entonces gritaréis contra el rey que elegisteis, pero Dios no os responderá. » (8,10-18). Aquí Samuel no está forzando ni exagerando la relación entre los soberanos y sus súbditos. Simplemente está describiendo la esencia de lo que ocurre en los reinos vecinos de Israel (y vecinos nuestros). Si en Israel y en nuestros “reinos” políticos y económicos, los “soberanos” no consumen del todo a nuestros hijos e hijas es porque hay al menos un profeta que se lo impide o se lo ha impedido en el pasado.

Pero a pesar de la advertencia de Samuel-YHWH «el pueblo no quiso hacer caso a Samuel e insistió: “No importa. Queremos un rey. Así seremos nosotros como los demás pueblos”» (8,19-20). Verdaderamente querían ser como los demás pueblos. Pero en realidad, gracias a los profetas, fueron casi como los demás. Los profetas, cuando están y no han sido silenciados, son los guardianes del casi, los centinelas que impiden que el poder se convierta en una perfecta idolatría corrupta y que nosotros perdamos totalmente el alma en las pruebas de la vida.

Para terminar, en estos diálogos en torno a la petición de la monarquía regresa uno de los mensajes más bellos y profundos de la Biblia. El escritor bíblico es consciente de que la trayectoria histórica seguida por su pueblo tras la liberación de Moisés ha sido menos luminosa, fiel y bella de cuanto podía haber sido. El dolor de todos podía haber sido menor. Se podía haber humillado menos a los pobres y la fe podía haber sido más verdadera. Toda la Biblia está atravesada por esta línea de sombra que, sin embargo, también aquí nos sugiere una verdad antropológica y espiritual.  

Cuando nos ponemos a escribir nuestra historia - y para hacerlo debemos mirar y leer los acontecimientos y las decisiones de ayer -, tenemos la fuerte experiencia de ver un sendero más alto y luminoso, que es el que podríamos haber seguido si en las encrucijadas y en las citas decisivas (que son siempre pocas) hubiéramos realizado otras elecciones. Al lado de nuestra historia, se nos aparece una pista hacia la cumbre desde donde vemos el espectáculo de unos horizontes más amplios que podíamos haber recorrido si hubiéramos tenido cerca un profeta o si hubiéramos creído en sus palabras. Ver o vislumbrar retrospectivamente este camino más alto y luminoso que no hemos recorrido, puede ser el instante más doloroso de la vida. Muchas veces y para muchas personas lo es. Sin embargo, la misma mirada a las mismas trayectorias fallidas puede ser distinta y buena si nuestros ojos van acompañados de los ojos de la Biblia y sus profetas. Con ellos podemos acoger con mansedumbre los caminos equivocados y las citas perdidas, vivirlas como si las hubiéramos vivido de verdad y prepararnos al último tramo del recorrido, reconciliados al fin con nuestro pesar. Y después, asistir maravillados al milagro de unas cumbres perdidas y unos horizontes nunca vistos que se hacen tan reales y verdaderos como los que la vida nos ha hecho vivir, más bajos y pequeños. Y damos gracias. Todo es gracia.

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