Más grandes que la culpa/10 – Humildes instrumentos que añaden páginas al libro de la historia
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (33 KB) el 25/03/2018
«De las espadas forjarán arados;
de las lanzas, podaderas.
No alzará la espada pueblo contra pueblo;
ya no se adiestrarán para la guerra»
Isaías 2,4
En el libro de la historia, que nos habla de vencedores fuertes y prepotentes y de víctimas débiles y pobres que sucumben, a veces encontramos páginas distintas, en las que el orden natural se invierte y los humildes son elevados y los soberbios derrotados. Son pocas páginas, pero su fulgurante luz ilumina el libro entero, transformándolo, cambiando su sentido y marcando la diferencia. Son relatos distintos, que nos revelan una segunda ley del movimiento de la humanidad: la del Magnificat de Ana y María, la de la profecía del Emanuel, la de la piedra desechada, la del siervo sufriente-glorificado, la del crucificado-resucitado, la de Rosa Parks, la de las cooperativas, organizaciones y sindicatos que han liberado y siguen liberando a las víctimas de los imperios y de los faraones.
Estas páginas nos dicen que el orden jerárquico natural no es la única posibilidad, que todo puede acontecer, que tenemos una última oportunidad aun cuando todo y todos nos digan que es imposible. Esta misma ley, frágil y tenaz, explica por qué a veces, en medio de un estruendo de voces fuertes y potentes, logramos oír y seguir una voz pequeña y distinta; por qué en algunas ocasiones creemos más en un pequeño motivo para seguir adelante que en cien razones más poderosas para rendirnos; o por qué ante una encrucijada vital no elegimos el camino del éxito y el poder, sino el otro camino que sabemos nos llevará a ser más pequeños y vulnerables. Son otras páginas, otra historia, otra ley. Tomamos un camino distinto tal vez porque en él vislumbramos la única posibilidad de una salvación más pequeña pero más verdadera; o tal vez simplemente porque por ahí es por donde nos lleva dócilmente el corazón.
«El espíritu del Señor se había apartado de Saúl, y lo agitaba un mal espíritu enviado por el Señor» (1 Samuel, 16,14). Después de la espléndida escena de la elección-unción de David por parte de Samuel, el relato nos lleva al palacio de Saúl, primer rey de Israel repudiado por YHWH. Lo encontramos a merced de un mal espíritu «enviado por el Señor», como dice el texto. Aquí aparece otra constante bíblica. En Saúl se da una sustitución de espíritus: el espíritu bueno se retira y su lugar lo ocupa un espíritu malvado que lo atormenta. Las bendiciones y maldiciones de los protagonistas de la historia de la salvación nunca son meramente naturales (enfermedades, depresiones…), siempre llevan un mensaje más alto. En la Biblia, YHWH es la fuente tanto de los espíritus buenos como de los malos. Aquí no hay rastro de lucha entre el dios del Bien y el dios del Mal, entre la luz y las tinieblas, como era habitual en las teodiceas dualistas de Oriente Medio. Si YHWH es el único Dios verdadero, entonces debe ser también el responsable de la presencia de los malos espíritus en la tierra. Pero atribuir al mismo Dios también los malos espíritus significar hacer a YHWH responsable de las maldades y del dolor del mundo. No culpable, pero sí responsable, pues hay que intentar dar una respuesta a las preguntas más difíciles e incómodas que se elevan de sus criaturas heridas, en las escrituras o a través de los profetas.
Una responsabilidad semejante en general causa temor en la Biblia (y en nosotros). Pero algunas de sus páginas más valientes desafían al miedo y lo vencen, proporcionándonos obras maestras espirituales y antropológicas. Un Dios que fuera fuente solo de las cosas bellas y buenas del mundo no estaría a la altura de las páginas más verdaderas de la Biblia. En ellas vislumbramos una idea tan alta de Dios que no cabe solo en el lado bueno y bello de la vida. El Dios bíblico no es un dios trivial; debe decirnos también de dónde vienen los “malos espíritus” que atormentan a nuestros hijos. Este es también el mensaje del gran canto de Job, donde Satán es uno de los ángeles de la corte de Dios-Elohim (después de Job y gracias a él, el Dios bíblico se ha hecho más responsable del mal del mundo).
Los ministros de Saúl le dicen: «Ahora te agita un mal espíritu (…) Nosotros buscaremos a uno que sepa tocar la cítara; cuando te sobrevenga el ataque del mal espíritu, él tocará, y se te pasará» (16,15-16). Uno de sus cortesanos le dice: «Yo conozco a un hijo de Jesé, el del Belén, que sabe tocar» (16,18). Saúl pide a Jesé que le mande a su hijo, «el que está con el rebaño» (16,19). El joven llega a la corte y en ese momento del relato aparece su nombre: «Saúl mandó este recado a Jesé: “Que se quede David a mi servicio porque me gusta”» (16,22). Y de este modo «cuando el mal espíritu atacaba a Saúl, David tomaba el arpa y tocaba. Saúl se sentía aliviado y se le pasaba el ataque del mal espíritu» (16,23). Es muy bonito ver a David, a quien la tradición nos muestra como el gran compositor y cantor de salmos maravillosos, aparecer en escena con la cítara entonando un canto para un Saúl sufriente. Su primer sonido bíblico es para un rey repudiado y abandonado por el espíritu de Dios. Su primer canto es el canto de la gratuidad. Entre otras cosas, este pasaje nos deja intuir el papel de la música en el mundo bíblico y antiguo. La música alegraba las fiestas, acompañaba las liturgias y las danzas de alabanza y también alejaba los malos espíritus. Tenía un poder extraordinario y sobrenatural que en la Biblia permitía a los artistas “mandar” incluso sobre el espíritu de Dios. La música (y todo el arte) es, entre otras cosas, diálogo con los espíritus del mundo, misteriosa partera del daimon.
Mientras aún estamos hechizados por el embrujo de la cítara de David, el texto nos conduce a una de las escenas más populares de la literatura antigua, que se desarrolla en el campo de batalla donde combaten los israelitas y los filisteos. Del campamento filisteo sale Goliat, un guerrero y un campeón tan alto, armado e imponente que aterroriza a todos sus enemigos. Durante cuarenta días Goliat grita contra el pueblo y contra el Dios de Israel diciendo: «Echadme un hombre y lucharemos mano a mano» (17,10). En medio de esta escena bélica llega David. Aparece como si aún no lo conociéramos, pues en la redacción final se entremezclan varias tradiciones. Su padre Jesé le ha enviado a ver a sus tres hermanos que están en el ejército de Saúl: «Toma media fanega de grano tostado y estos diez panes, y llévaselos corriendo a tus hermanos al frente. (...) Mira a ver cómo están tus hermanos y toma la paga que te den» (17,17-18). David, el más pequeño, es enviado donde sus hermanos para abastecerles, para llevar a casa su salario de guerra y para informarse acerca de su “salud”, de su shalom. Otro muchacho, el penúltimo hijo, también fue enviado a comprobar el shalom de sus hermanos (Génesis 37,14). Era José, otro “pequeño”, desechado y vendido, que más tarde se convertiría en salvador de sus hermanos y de su pueblo. También David es reprendido y acusado por sus hermanos: «Eliab, el hermano mayor, lo oyó hablar con los soldados y se enfadó: “¿Por qué has venido? ¿A quién dejaste aquellas cuatro ovejas en el páramo? Ya sé que eres un presumido y qué es lo que pretendes"» (17,28).
David ve a Goliat y escucha sus palabras y sus amenazas. Saúl le llama, y David le dice: «Este servidor tuyo irá a luchar con este filisteo» (17,32). Saúl duda a causa de la juventud e inexperiencia de David. David intenta convencerle aduciendo su habilidad como pastor: «Si viene un león o un oso y se lleva una oveja del rebaño, salgo tras él, lo apaleo y se la quito de la boca, y si me ataca, lo agarro por la melena y lo golpeo hasta matarlo» (17,34-35). Saúl cree en David y le da su bendición: «Anda con Dios» (17,38). Otra “mirada buena” del texto sobre Saúl. Incluso un hombre del que se ha retirado el espíritu de Dios puede reconocer la presencia del espíritu bueno en otro hombre, y bendecirlo. Aunque sepamos que el “Señor” ya no está con nosotros, siempre podemos decir a otro: «El Señor esté contigo». El mundo sigue adelante, entre otras cosas, porque hay personas capaces de bendecir a otras en nombre de un Dios o de un ideal que ellas mismas han perdido.
El legendario duelo entre David y Goliat no es el relato de una acción militar. Es mucho más que eso. Es una lucha teológica, una narración distinta de la llamada de David, una teofanía. Goliat es imagen del ídolo, un nuevo Dagón, que cae otra vez “de bruces al suelo” al entrar en contacto con el Arca del verdadero Dios (5,3). Saúl presta a David su pesada armadura para que pueda afrontar mejor el combate, pero David le dice: «Con esto no puedo caminar, porque no estoy entrenado» (17,39). Entonces se dirige desnudo hacia Goliat, llevando consigo únicamente su cayado de pastor y una honda. Recoge cinco guijarros pulidos por el torrente y los introduce en su alforja. Goliat le grita: «¿Soy yo un perro para que vengas a mí con un palo?» (17,43). Luego «maldijo a David invocando a sus dioses». Pero en cuanto Goliat avanzó hacia David, este «echó mano al zurrón, saco una piedra, disparó la honda y le pegó al filisteo en la frente. La piedra se le clavó en la frente y cayó de bruces en tierra» (17,48-49). El cayado y la honda pueden vencer a la lanza y la pica, la desnudez a la fortísima armadura.
La victoria de David fue grande, la mayor de todas, porque fue la victoria del pastor desnudo y no la victoria del guerrero, como genialmente intuyeron Miguel Angel, Donatello o Cellini.
David no combatió contra Goliat como guerrero, sino como pastor. Derrotó al poderoso Goliat con los instrumentos corrientes del trabajo de pastor. El oficio de las armas no derrotó al oficio del pastor. David obtuvo de Saúl permiso para desafiar a Goliat en nombre de su pericia en el arte del trabajo y no en el arte de la guerra.
También hoy, mientras los poderosos y los prepotentes siguen ejercitándose en el arte de la guerra y aterrorizando al mundo con sus espadas y sus gritos, otros siguen ejercitándose únicamente en las artes y en los oficios. A veces consiguen superar la guerra y la muerte con su trabajo, con sus humildes instrumentos de trabajo. Entonces añaden otra página distinta al libro de la historia. Y David, el buen pastor, renace y revive, vencedor desnudo, con su cayado y su vara.
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