stdClass Object ( [id] => 16951 [title] => El maravilloso oficio de vivir [alias] => el-maravilloso-oficio-de-vivir [introtext] =>Más grandes que la culpa/3 – Podemos ser justos aun siendo débiles. Y escuchar sin haber oído
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (56 KB) el 04/02/2018
«El Maestro dijo:
"Aquellos que hacen
de la virtud su profesión
son la ruina de ésta"»Confucio, Analectas
En esta tierra hay muchas personas llamadas que responden “aquí estoy” aunque no sepan reconocer al autor de la voz que les llama por su nombre. Hoy igual que ayer e igual que siempre. Personas llamadas por voces interiores distintas y desconocidas, que se elevan desde el amor y el dolor del mundo. En estas vocaciones, que ocurren cada día en todos los ámbitos humanos, lo verdaderamente importante es responder. Pero si además tenemos a nuestro lado a un “Elí” que primero nos manda tranquilamente a la cama y luego nos desvela el nombre de aquel que nos llama repetidamente, este proceso puede ser maravilloso.
[fulltext] =>«Los hijos de Elí eran unos desalmados... Cuando una persona ofrecía un sacrificio, mientras se guisaba la carne, venía el ayudante del sacerdote empuñando un tenedor, lo clavaba dentro de la olla o caldero o puchero o cazuela, y todo lo que enganchaba el tenedor se lo llevaba al sacerdote». (1Samuel 2,12-14). Como si esas corruptelas sobre los sacrificios no fueran suficientes, además «se acostaban con las mujeres que servían a la entrada de la tienda del encuentro» (2,22). En cambio «el niño Samuel iba creciendo en estatura y gracia» (2,26). Este cuadro, de tonos fuertes y coloridos, que hace uso de materiales muy antiguos, nos permite entrar de inmediato en el gran tema de la Biblia y de la vida: la coexistencia de la culpa y la gracia, la dialéctica entre el templo y la profecía. La figura de Elí, sacerdote jefe del templo de Siló, no está libre de ambivalencia. El texto – resultado de distintas tradiciones y de muchas “manos” teológicas y políticas – condena principalmente a los hijos, pero no exonera de culpa a Elí («¿Por qué tienes más respeto a tus hijos que a mí, cebándolos con las primicias de mi pueblo?»: 2,29).
El episodio de la llamada nocturna de Samuel es grandioso, y Elí desempeña en él un papel muy hermoso, decisivo. No hace falta ser moralmente perfecto para reconocer el espíritu de Dios en el mundo, ni para decirle a un joven: «Es el Señor». Es posible ser justo aun siendo débil, honesto aun con una parte del alma estropeada. La partitura de una vida moralmente dudosa puede contener en su interior pasajes espléndidos. El mundo está lleno de palabras verdaderas y estupendas pronunciadas por pecadores. El mundo está lleno de buenas acciones realizadas por personas que solo parecían capaces de maldad. Ni siquiera Caín consiguió borrar en sus hijos la imagen de Elohim.
La vocación de Samuel viene precedida por un sugerente versículo: «La palabra del señor era rara en aquel tiempo y no abundaban las visiones» (3,1). El tiempo de Samuel es parco en palabras y visiones y por tanto en profecía (que es las dos cosas juntas). Samuel llega para poner fin a este silencio y a este eclipse de Dios. Los profetas, hoy como ayer, son muchas veces la “flor del mal”, la respuesta de la tierra a la carestía de la palabra, carestía de palabras y visiones. En un mundo bíblico donde la Palabra de Dios es la madre de todas las palabras humanas verdaderas, la rareza de la palabra de YHWH se traduce en niebla, humo y vanitas (havel) de palabras humanas. Si Dios calla, el Adam no sabe hablar, es un hombre civil y espiritualmente ciego y mudo.
«Samuel estaba acostado en el santuario del Señor, donde estaba el arca de Dios. El Señor llamó: “¡Samuel!”. Y este respondió: “¡Aquí estoy!” Fue corriendo a donde estaba Elí y le dijo: “Aquí estoy; vengo porque me has llamado”. Elí respondió: “No te he llamado, vuelve a acostarte”. Samuel fue a acostarse y el Señor lo llamó otra vez. Samuel se levantó, fue a donde estaba Elí y le dijo: “Aquí estoy; vengo porque me has llamado”. Elí respondió: “No te he llamado, hijo; vuelve a acostarte”» (3,3-6). La voz llama dos veces. Samuel no la reconoce. Llama por tercera vez: «Samuel se levantó y fue a donde estaba Elí y le dijo: “Aquí estoy; vengo porque me has llamado”. Elí comprendió entonces que era el Señor quien llamaba al niño» (3,8). Este es uno de los triángulos más bellos y profundos de toda la literatura sagrada. En él encontramos la gramática y la semántica de ese acontecimiento antropológico decisivo que es la vocación (religiosa, artística, laica), sobre todo en su fase auroral y por consiguiente crucial. Comienza con un joven que lleva inscrito en su historia su propio destino, a partir del primer voto de su madre Ana. Duerme dentro del templo, al lado del Arca de la Alianza, consagrado desde pequeño a Dios y a su culto. La religión es su ambiente, el templo es su casa y las palabras sagradas son su lenguaje. Sin embargo «Samuel no conocía todavía al Señor; aún no se le había revelado la palabra del Señor» (3,7). Sabemos que su tiempo es espiritualmente avaro. Pero incluso en los raros tiempos de palabras abundantes no basta estar inmersos en una vida religiosa para conocer a Dios y su palabra. Podemos pasarnos la vida entera en lugares sagrados, ser consagrados, vestirnos de lino cada día y sin embargo no conocer al Señor. Como los hijos de Elí, como muchos profesionales de la religión.
A diferencia de las vocaciones de Abraham, Isaías, Jeremías o Moisés, en la llamada de Samuel aparece en escena un mediador humano, un intermediario, un tercero. En esas otras grandes llamadas bíblicas, Dios se revela directamente o a través de uno de sus ángeles (Agar, María). Los llamados dudan de su capacidad para desempeñar la tarea, pero reconocen la voz. Y si no la reconocen (como cuando Saulo pregunta: «¿quién eres?»), la voz misma les dice su nombre. En cambio, Samuel no reconoce la voz hasta que Ellí no le revela su nombre.
Resulta especialmente bello e importante este juego de voces, paradigma de un buen proceso de discernimiento de espíritus y de vocaciones. En primer lugar, también Elí necesita tres “llamadas” para reconocer la naturaleza de la voz. Tal vez, conociendo muy bien a Samuel, reconociera los síntomas de su llamada profética ya desde el primer despertar, pero prefiere esperar. Saber esperar es el primer y más valioso arte de los intérpretes de voces ajenas (y propias). Siempre lo es, pero sobre todo en tiempos de carestía de Dios, cuando su recuerdo es lejano y el hambre y la sed producen espejismos y voces fatuas. En el tiempo esperado y oportuno, Elí reconoce en la voz que llama a Samuel las señales de la voz de YHWH. El texto no nos dice la “técnica” de este discernimiento, pero nos dice algo más importante: Elí sabe reconocer la voz que llama a otra persona. Un hermeneuta vocacional es alguien que sabe interpretar las señales de una voz buena y distinta en medio de muchas otras voces de la vida. Quizá su habilidad más rara y valiosa sea precisamente la de saber decir “es el Señor” sin poder escuchar directamente su voz. Como José en Egipto, Elí se convierte en intérprete de los “sueños” de otros.
Toda vocación verdadera comienza con un sueño, porque el tiempo de vigilia es demasiado pequeño para oír esas voces de infinito. Elí no es un profeta. Probablemente no ha oído a nadie llamarle por su nombre. No hace falta ser profeta para acompañar a un profeta; “solo” se necesita un carisma, experiencia y mucha honestidad. Elí no conoce la voz pero sí conoce la palabra de YHWH. Está familiarizado con las narraciones de las grandes llamadas de la historia de la salvación. La experiencia de la palabra le permite reconocer una voz que nunca ha oído pero sí ha escuchado en las narraciones del templo y de los padres bajo la tienda. Una vida dedicada a la escucha de la palabra le ha permitido llegar preparado a la cita más importante con una voz que le habla a un joven, reconocerla y en el momento adecuado poder decir con certeza: “Es el Señor”. Una vida dedicada al conocimiento de la palabra le permite reconocer en la vejez la voz que le habla a un joven, porque la palabra que ha escuchado muchas veces resuena en su interior como si fuera una voz.
Las comunidades espiritualmente vivas están formadas por unos pocos profetas llamados por su nombre y por muchas otras personas que escuchan una palabra que, sin llamarles por su nombre, se hace voz en el alma. La palabra permite a muchos no profetas tener una experiencia parecida (si no idéntica) a la de los profetas llamados por su nombre. Esto es verdadera igualdad bajo el sol, más allá de la diversidad de carismas y talentos. Lo hace posible de forma eminente la palabra bíblica, pero también la escucha verdadera y el trato frecuente con toda palabra humana grande. Podemos reconocer a los verdaderos poetas sin ser poetas. Podemos reconocer la virtud en los demás sin ser virtuosos. Y así podemos aprender el maravilloso oficio de vivir. Llegado a este punto, Elí puede dar a Samuel el mejor consejo y concluir así su tarea: «Anda, acuéstate. Y si te llama alguien, dices: “Habla, Señor, que tu siervo [aliado] escucha"» (3,9).
Para terminar, es muy importante la parte donde dice: «si te llama alguien». Un acompañante experto y honesto puede reconocer las señales de una vocación, puede estar seguro de la autenticidad de la voz que irrumpe en la noche, pero no puede saber si la voz volverá a llamar una cuarta y decisiva vez. Algunas personas han escuchado tres veces su nombre, algún Elí les ha dicho “es el Señor”, se han echado a dormir y pueden pasarse años durmiendo a la espera de una cuarta llamada que no llega. Otras personas llevan tiempo sin dormir porque una voz verdadera les llama interiormente y no les deja en paz, pero se han encontrado en el camino con un intérprete deshonesto que a la pregunta “¿eres tú quien me ha llamado?” ha respondido: "Sí, soy yo", y se ha convertido en su “maestro interior”. Otras personas, en fin, tienen a su lado un hermeneuta, diversamente deshonesto (y/o impaciente, inexperto, sin carisma) que responde: “Es el Señor”. Escuchan y siguen una voz trivial o equivocada a la que llaman “el Señor”, y así se encuentran inmersos en una vida vocacional pero sin vocación. Pocas manipulaciones, más o menos de buena fe, son más devastadoras que las vocacionales. Si Samuel llega de noche y pregunta: “¿Me has llamado?”, y nosotros no somos Elí, solo debemos responder: “No sé quién te llama. Solo sé que no soy yo. Pero tú no dejes de escuchar ".
En tiempos de carestía de voces y visiones necesitamos a Ana y a Samuel. Pero también tenemos mucha necesidad de la humanidad honesta de Elí: «Samuel fue y se acostó en su sitio. El Señor se presentó y lo llamó como antes: “¡Samuel, Samuel!” Samuel respondió: “Habla, que tu siervo escucha"» (3,10).
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Luigino Bruni
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"Aquellos que hacen
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En esta tierra hay muchas personas llamadas que responden “aquí estoy” aunque no sepan reconocer al autor de la voz que les llama por su nombre. Hoy igual que ayer e igual que siempre. Personas llamadas por voces interiores distintas y desconocidas, que se elevan desde el amor y el dolor del mundo. En estas vocaciones, que ocurren cada día en todos los ámbitos humanos, lo verdaderamente importante es responder. Pero si además tenemos a nuestro lado a un “Elí” que primero nos manda tranquilamente a la cama y luego nos desvela el nombre de aquel que nos llama repetidamente, este proceso puede ser maravilloso.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (46 KB) el 28/01/2018
«Dame de comer
dame de beber…
El hambre es misteriosa
llamada
eleva y humilla sujeta suelta,
te sujeto me suelto.
Dame agua
dame la mano
que estamos
en el mismo mundo.»Chandra Livia Candiani, Dammi da mangiare
Dios escuchó el grito de Ana y «se acordó de ella» (1 Samuel 1,19) como se acordó de su pueblo esclavo en Egipto tras la primera oración colectiva de la Biblia (Éxodo 2, 23). El Dios bíblico sabe escuchar a todos, sobre todo a las víctimas. Los ídolos son sordos y mudos porque están muertos. YHWH está vivo porque tiene “oído” y puede escuchar. Podemos despertarle de su sueño y captar su atención si estamos en un barco y hay una tempestad.
[fulltext] =>Cuando Dios parece sordo y no responde a nuestra oración, la metáfora del sueño le permite seguir estando vivo y existiendo. Podemos seguir rezando en el tiempo del silencio de Dios siempre que creamos que está simplemente dormido y que nuestro lamento puede despertarle. Sin embargo, si nos convencemos de que el cielo es sordo porque está vacío sin más, entonces dejamos de creer y por consiguiente de rezar. Dios puede estar vivo aunque no responda. La Biblia nos dice que debemos ponerle difícil el sueño con nuestros gritos. La oración-lamento de Ana consigue despertar a Dios. Es una garantía y una esperanza para las oraciones de otras mujeres y hombres que no consiguen despertar a Dios, para todas las personas que han rezado como ella pero sus hijos no han nacido o no se han curado. Ellas y nosotros podemos usar las palabras de Ana para seguir creyendo y esperando. Quizá hasta el final, cuando se despierte para abrazarnos mientras emprendemos el último y confiado vuelo a la vez que decimos por última vez: “aquí estoy”. La fe está viva y es verdadera aunque sea confianza en un Dios que duerme y al que intentamos despertar. Toda la vida.
Después de rezar en el templo de Siló, Ana «se fue por su camino, comió y no parecía la de antes». Elcaná «se unió a su mujer Ana, que concibió, dio a luz un hijo y le puso de nombre Samuel» (1,18-20). Nacido el niño, el padre subió de nuevo al templo en una peregrinación anual convertida en acto de acción de gracias: «Ana se excusó para no subir, diciendo a su marido: Cuando destete al niño, entonces lo llevaré para presentárselo al Señor y que se quede allí para siempre» (1,22). Ambos padres, juntos, confirman el voto de Ana («si le das a tu sierva un hijo varón, se lo entrego al Señor de por vida y no pasará la navaja por su cabeza»: 1,11), pero la madre se toma la libertad de retenerlo durante el tiempo del destete (al menos tres años). Para esta decisión, Ana no pide permiso ni a su marido (que en cualquier caso, según el relato, está de acuerdo) ni a Dios, porque pertenece al ámbito de las decisiones fundamentales e íntimas que las mujeres pueden tomar por sí solas. Las madres (Ana en la lengua hitita significaba “madre”) no son dueñas de sus hijos, pero tienen una autoridad natural y sagrada sobre sus primeros pasos que ni la ley ni la religión pueden ni deben obstaculizar. Esta riqueza-don de las mujeres, grande y exclusiva, las hace semejantes y solidarias entre sí antes y después de las grandes diversidades de la vida, como expresión profunda y fundamental de la ley de la vida.
Después, llega un día en que esta intimidad especial y única madre-hijo termina. Debe terminar para que el hijo sea engendrado por segunda vez. Ese día hace falta un amor-gratuidad que no está necesariamente presente en la primera generación. Las madres nos engendran cuando nos traen a la luz y nos vuelven a engendrar cuando nos pierden para hacernos capaces de poder dar nuestro don. Este segundo nacimiento puede asumir muchas formas. El texto bíblico no nos describe las emociones y los sentimientos de Ana, si bien incluye en la narración algunos detalles como este, delicadísimo, que nos lleva al corazón de muchas madres que han acompañado y siguen acompañando con actos parecidos el don de sus hijos: «Su madre le hacía un vestido pequeño que le llevaba de año en año» (2,19). Samuel, Sansón o Isaac no son los únicos hijos donados después de haber sido recibidos como don. A todos los hijos les llega el momento de ser “dados al Señor”. Y si no les llega, es un problema para los hijos y para las madres. Cuando el padre y la madre - la madre de un modo distinto y especia - intuyen que deben dar al hijo que han recibido como don, al que han “destetado” y preparado para la vida (todos sabemos que los hijos son don y providencia, pero sobre todo lo saben las mujeres, los hombres y las familias que no han recibido estos dones), comprenden que los hijos no son de su propiedad y que ellos mismos no son sino guardianes de su amanecer. Por eso deben dejarlos marchar. Este es otro signo de la gratuidad radical que se encuentra en el origen de la vida y de las generaciones: «El Señor me ha concedido mi petición. Por eso yo se lo cedo al Señor de por vida» (1,27-28).
Llegó el día del viaje de Ana con Samuel al templo de Siló: «Cuando lo hubo destetado, lo subió consigo, llevando además un novillo de tres años, una medida de harina y un odre de vino, e hizo entrar en la casa del Señor, en Siló, al niño todavía muy pequeño» (1,24). El tono y el ambiente de este viaje recuerdan mucho al que hizo Abraham al monte Moria, para dar a otro hijo recibido como don por otra mujer estéril. En el don de los hijos recibidos como don es donde aprendemos una y otra vez la gramática de la existencia bajo el sol, donde descubrimos una y otra vez que toda la vida se nos da para que podamos darla de nuevo, libre y gratuitamente. Hasta el final, cuando entreguemos el espíritu que se nos dio el primer día y seamos capaces de hacerlo porque nos hemos ejercitado en esta reciprocidad primaria durante toda la vida.
Aquí nos encontramos con el canto de Ana, uno de los más hermosos de toda la Biblia. Es un himno maravilloso, que el escritor bíblico ha querido situar después del don del hijo recibido como don, no cuando Ana se queda encinta ni tampoco después del parto. Es el canto de la gratuidad recíproca. Para poder entonar estos cantos de liberación y de resurrección, la condición existencial idónea es la de quien lo ha recibido todo y luego lo ha dado todo. Solo los pobres pueden cantar el magníficat: «Mi corazón se regocija por el Señor, mi poder se exalta por Dios… Se rompen los arcos de los valientes, mientras los cobardes se ciñen de valor; los hartos se contratan por el pan, mientras los hambrientos engordan; la mujer estéril da a luz siete hijos, mientras la madre de muchos queda baldía… El Señor da la pobreza y la riqueza, humilla y enaltece. Él levanta del polvo al desvalido, alza de la basura al pobre, para hacer que se siente entre príncipes y que herede un trono glorioso» (2,1-8).
El mundo donde vive Ana no es como el que describe su canto. En su ciudad, en las otras tribus de Israel, en los pueblos cananeos de alrededor, en el templo de Siló desde donde se eleva su voz, los pobres permanecen en la basura, los hambrientos (no los saciados) buscan pan y trabajo (sin encontrarlo) y no dejan de tener hambre. Así pues, su canto es profético, como el de Isaías, como el Magnificat de María (que algún comentarista antiguo atribuía a Isabel por ser estéril como Ana). Como cualquier otra profecía, es un “ya” que indica un “todavía no”. El pequeño Samuel es el “ya” de Ana, su trozo de tierra de promisión desde el que puede elevarse y divisar en el horizonte la tierra de todos que mana leche y miel. Para que algún “todavía no” de hoy pueda convertirse en un “ya” mañana, alguien debe tener fuerza suficiente para ver y cantar pobres levantados mientras son humillados, hombres saciados mientras padecen hambre, ricos humillados mientras son poderosos e invencibles. Las liberaciones no se realizan si antes no se ven, se piden y se cantan. Pero la profecía necesita un pequeño “ya”, un niño; y el ya-niño necesita de alguien que cantando le permita encarnarse dentro del “todavía no”. Demasiados pobres, humillados y hambrientos no se levantan, y demasiados ricos y poderosos no se humillan porque faltan las experiencias del “ya” o porque faltan los cantores del “todavía no”. Nuestro tiempo no sufre tanto por la indigencia del “ya” como por una gran pobreza de profetas, que son los únicos capaces de ver y cantar que necesitamos un “todavía no” más grande que nosotros, capaz por ello de generar para nuestros hijos un presente mejor que el nuestro. Ninguna generación puede dejar a la siguiente una tierra mejor si mata el “todavía no”, si lo rebaja demasiado o si lo aplasta contra el propio “ya”.
Ana, María y los profetas mantienen viva la promesa sin empequeñecerla, nos ayudan a no confundir los ríos de Babilonia con el Jordán y, mientras cantan su Magnificat, nos invitan a preguntar: “Centinela ¿cuánto falta para la aurora?” Mientras encontremos energías en el corazón y en la mente para cantar estos magníficats y mientras seamos suficientemente pobres como para cantarlos con verdad y dignidad, siempre podremos esperar que la noche acabe y que la aurora nos sorprenda. La noche se hace infinita si dejamos de cantar con Ana, si nuestras no-resurrecciones y las de otras víctimas nos convencen de que no hay amanecer, de que no hay centinela, de que no hay nada que preguntar ni un Dios a quien despertar. La Biblia ha guardado para nosotros la posibilidad del magníficat, pero no puede cantarlo por nosotros. Para entonarlo hace falta nuestra voz y, antes, nuestra fe en que esas palabras pueden tener cabida en nuestras noches.
En esas noches infinitas podemos toparnos, tal vez por casualidad, con el himno de Ana. Y sin pedirle permiso, podemos tomar prestadas sus palabras para empezar de nuevo a rezar, a cantar y a esperar. No hay oración más bella que la que susurra una persona que había dejado de rezar por el exceso de dolor y un día, ya sin palabras, encuentra sus palabras perdidas en las palabras de la Biblia. Siente que han sido escritas solo para él o para ella. Siente que estaban allí, esperando como un don en el tiempo infinito del adviento. Y la palabra se sigue haciendo carne.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (46 KB) el 28/01/2018
«Dame de comer
dame de beber…
El hambre es misteriosa
llamada
eleva y humilla sujeta suelta,
te sujeto me suelto.
Dame agua
dame la mano
que estamos
en el mismo mundo.»Chandra Livia Candiani, Dammi da mangiare
Dios escuchó el grito de Ana y «se acordó de ella» (1 Samuel 1,19) como se acordó de su pueblo esclavo en Egipto tras la primera oración colectiva de la Biblia (Éxodo 2, 23). El Dios bíblico sabe escuchar a todos, sobre todo a las víctimas. Los ídolos son sordos y mudos porque están muertos. YHWH está vivo porque tiene “oído” y puede escuchar. Podemos despertarle de su sueño y captar su atención si estamos en un barco y hay una tempestad.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (44 KB) el 21/01/2018
«La Biblia conoce el lamento. El lamento es un momento extremadamente crítico en la relación con Dios, hasta que Dios consuela al hombre y el hombre consuela a Dios. La profecía y la liturgia acarrean los lamentos hacia delante y hacia atrás, entre el cielo y la tierra»
Paolo De Benedetti, La llamada de Samuel y otras lecturas
Empezamos hoy la lectura y el comentario de los dos libros de Samuel. Comienza el tiempo de una alegría nueva, una alegría que solo el contacto interior con el inmenso texto bíblico proporciona, a veces. Sobre todo al principio, en el sábado de la espera, cuando la alegría auroral inunda el alma antes de saber qué palabras nacerán de este nuevo encuentro con las palabras in-finitas de la Biblia. Antes de saber si seremos capaces de convertir esas palabras en un discurso acerca de nuestro tiempo y de nuestros reinos, llantos, vocaciones, traiciones y oraciones.
[fulltext] =>El texto de Samuel contiene algunos de los personajes y episodios más populares y admirables de la Biblia, de la historia del arte, de la literatura, de la piedad popular y de todas las palabras que el genio humano ha sabido escribir. Es suficiente pronunciar un solo nombre: David, y citar una sola ciudad: Belén. Si aquellos lejanos escritores no hubieran guardado y transmitido estas historias, Miguel Angel, Bernini y Alfieri habrían dispuesto de menos palabras para embellecer el mundo. Y todos seríamos más pobres.
Pero para acercarnos a estos textos y recibir su bendición es necesario que hagamos un concreto e intencionado ejercicio de ascesis. Es necesario que intentemos ser capaces de no temer las impurezas, los mestizajes, las contaminaciones y los pecados. Es necesario que miremos a la cara los delitos que muchas veces ocurren en las zonas limítrofes y en esos lugares inseguros y oscuros que son las encrucijadas de las calles, con sus cruces y sus crucificados. No encontraremos a David si no sentimos en la carne de nuestra alma su pietas hacia Saúl, su depravada pasión por Betsabé, su grito de dolor tras la palabra del profeta Natán. Los personajes de la Biblia – como los de todas las obras maestras de la narrativa, o tal vez más – solo nos cambian si se encarnan en nosotros. Si morimos con Urías, el hitita. Si entramos al templo desesperados y llenos de esperanza con Ana; si con ella y como ella nos lamentamos, lloramos y pedimos un niño que ponga fin a nuestra esterilidad; si mujeres y hombres engendramos después al hijo de la promesa. Si volvemos después al templo con Ana y con su hijo Samuel para cantar con ella su Magnificat. Si lo volvemos a cantar otro día con Isabel, la estéril, y con María. Si oímos una noche que nos llaman tres veces por nuestro nombre; si no reconocemos la voz que nos llama pero un amigo nos dice: “Es el Señor”, y nosotros le creemos y pronunciamos dos maravillosas palabras: “Aquí estoy”.
Los libros de Samuel están poblados por hombres y mujeres que no son peores ni mejores que nosotros, sus lectores. Son exactamente como nosotros. Tan inmensos, fieles e infinitos como nosotros. Tan frágiles, infieles y pecadores como nosotros. Es posible que el mensaje humano y ético más alto de la Biblia sea la humildad verdadera de aquellos antiguos escritores hebreos que quisieron poner como fundamento de su historia sagrada, como pilar de su historia con el Dios más alto y verdadero, a hombres y mujeres de carne y hueso. A Sara, a Rebeca, a Jacob el engañador, a los fundadores de las tribus de Israel que venden a un hermano soñador por dinero. A Moisés, el homicida; a Aarón, el constructor del becerro de oro. A David, un asesino imagen del Mesías. La Biblia no ha tenido miedo de los hombres ni de las mujeres enteras. Así nos da su palabra más hermosa: si quieres encontrar a Dios en la tierra, debes frecuentar la tierra sucia y manchada de las mujeres y los hombres de verdad.
El libro de Samuel está ambientado en un momento de cambio de época en la “historia teológica” de Israel: entre el final del tiempo de los Jueces y el nacimiento de la monarquía (que la cronología clásica sitúa alrededor del año mil antes de Cristo). Es un libro sobre la frontera, un libro de frontera. La misma figura de Samuel es una frontera y un paso. Samuel, el último Juez, consagra al primer Rey; es primicia de una nueva profecía en Israel y en el mundo, pero también heredero de la arcaica figura del adivino-chamán, muy común en los pueblos cananeos y en Egipto. Promiscuo y mestizo, como todas las fronteras, fin y principio, ocaso y alba, vado, luchador nocturno, Jacob e Israel.
La extraordinaria belleza narrativa y espiritual de estos libros depende también decisivamente de la presencia de muchos otros protagonistas, magistralmente descritos. Entre ellos hay muchas mujeres, muchas oraciones de mujer, mucho dolor, muchas víctimas y muchísima belleza.
«Había un hombre sufita, oriundo de Ramá, en la serranía de Efraín, llamado Elcaná... Tenía dos mujeres: una se llamaba Ana y la otra Feniná. Feniná tenía hijos y Ana no los tenía» (1 Samuel, 1,1-2). El libro se abre con una rivalidad entre mujeres, un conflicto entre dos mujeres: «Su rival la insultaba ensañándose con ella para mortificarla porque el Señor la había hecho estéril. (...) Ana lloraba y no comía» (1,6-7). Ana ("la seductora") y Feniná ("la fecunda") son dos mujeres con dos riquezas distintas. Pero en el mundo antiguo la fecundidad era superior a la belleza, y la mujer estéril era humillada por la vida y por la religión («YHWH la había hecho estéril»). La belleza del cuerpo y del corazón venía después de la “belleza” del vientre. Los hijos son el primer paraíso de la Biblia, su vida eterna, la verdad de la Promesa y de la Alianza. En sus rostros resplandece la imagen de ese Dios distinto y único. Para que el hombre bíblico pueda vislumbrar la imagen de YHWH sobre la tierra no basta mirar a Adán, ni tampoco a Eva. Debe verla en un hijo, cada niño es un Emmanuel (Dios con nosotros).
Este humanismo espléndido y fascinante, sin embargo, ha complicado durante milenios la comprensión de la verdad y la dignidad de las mujeres, de todas las mujeres, antes e independientemente de ser madres en la carne. En estos primeros versículos de Samuel encontramos un eco del grito de todas las mujeres aplastadas y mortificadas, en un mundo de hombres que a veces las amaban pero en general no las entendían, incluso cuando eran fecundas y seductoras. Pero algunas veces la Biblia consigue agujerear el tiempo y darnos frases sorprendentes, que no deberían estar ahí pero están. La profecía de la Biblia no es monopolio de los profetas. La Biblia entera está rociada con ella, y aflora cuando una página se eleva sobre su tiempo, sobre su idea de Dios, del hombre y de la mujer, para hablarnos de otro Dios que todavía no está, de un hombre y una mujer más grandes que su culpa, su mundo y su religión. Estas son sus páginas más hermosas, verdaderamente infinitas. Como estas palabras de Elcaná: «Ana, ¿por qué lloras y no comes? ¿Por qué te afliges? ¿No te valgo yo más que diez hijos?» (1,8). Palabras maravillosas, que aún hoy se repiten, mezcladas con lágrimas, en las casas de muchas parejas que se aman con un amor al que las lágrimas dan una capacidad distinta de generar.
La relacionalidad rival y antagonista, que muchas veces aparece en la Biblia, no es exclusiva de los varones. La sabiduría antropológica de la Biblia nos dice que también las mujeres tienen su rivalidad (Sara, Agar, Raquel y Lía…) vinculada a la capacidad de engendrar. Los varones, por lo general hermanos, luchan por la primogenitura y el poder; las mujeres compiten por la vida y no son hermanas. La diversidad de la mujer, su talento especial y más grande que el masculino para muchas cosas, no la exime de esta típica enfermedad de la vida juntos. Incluso, aun siendo verdaderamente distintos, las mujeres y los hombres son verdaderamente iguales, similares, semejantes, un espejo, un ezer-kenegdo uno de otra.
La rivalidad, aquí también, va acompañada de otra constante del humanismo bíblico: la predilección. «Elcaná solía subir todos los años desde su pueblo para adorar y ofrecer sacrificios al Señor en Siló... Llegado el día de ofrecer el sacrificio, repartía raciones a su mujer Feniná para sus hijos e hijas, mientras que a Ana le daba una ración especial, puesto que era su preferida» (1,3-5).
Pero la predilección y el amor sincero de su marido no son suficientes para consolarla. Ana deja el banquete sacrificial y se dirige al templo de Siló, donde trabaja Elí, el jefe de los sacerdotes: «Ella estaba llena de amargura y se puso a rezar al Señor, llorando a todo llorar» (1,10). Es un lamento, un llanto-oración por un hijo, recitado en el corazón, en una intimidad que el hombre Elí tampoco entiende: «Como Ana hablaba para sí y no se oía su voz aunque movía los labios, Elí la creyó borracha. (...) Ana respondió: “No es así, señor. Soy una mujer que sufre. No he bebido vino ni licor, estaba desahogándome ante el Señor. (...) Si he estado hablando hasta ahora, ha sido de pura congoja y aflicción"» (1,13-16). Ciertos dolores y ciertas angustias, de todos pero sobre todo de las mujeres, no se pueden decir en voz alta, porque la vida les ha quitado el aliento. Pero la Biblia ha querido registrar esas palabras roncas para que acompañen a las nuestras. Ha conservado para nosotros las palabras ahogadas más íntimas de las víctimas, de los esclavos, de los siervos; las palabras más bellas de todas las oraciones: «"Acuérdate de mí… no te olvides de tu sierva» (1,11).
No existe una oración más humana y verdadera que “acuérdate de mí”, “no me olvides”. Estas son las primeras palabras de todos, pero sobre todo de las víctimas, de los pobres, de los aplastados por la vida y por los poderosos. Las palabras “Escucha Israel y recuerda” que tu Dios te ha liberado de Egipto, son solo una parte de la vida y de la fe. Antes de este “recuerda” dirigido a Israel, que abre el primer mandamiento de la Ley (Dt 6,5) está el “recuerda” gritado por las víctimas a Dios, que abre el primer mandamiento de la vida.
En la tierra, cada día se eleva muchas veces la súplica “acuérdate de mí, oh Dios” pronunciada y gritada por los pobres y oprimidos que no conocen el nombre de Dios o lo han olvidado, o no han rezado nunca antes de lanzar ese grito al cielo. Un grito más verdadero y bello que todos los salmos de David. Muchas personas aprenden a rezar por “exceso de dolor”, gritando: “acuérdate de mí”, “acuérdate de mi hijo”, “no te olvides de mi hermano”. Son muchas personas, muchos hombres. Sobre todo muchas mujeres, que mantienen viva la oración de la tierra diciendo “acuérdate” y “no te olvides”.
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Luigino Bruni
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