Más grandes que la culpa/11 – El amor es uno solo, si bien amores hay muchos: eros, philia, agape…
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (75 KB) el 01/04/2018
«Pedro, ¿me quieres [agape]? – Sí, Señor, te quiero [philia].
Pedro, ¿me quieres [agape]? – Sí, Señor, te quiero [philia].
Pedro, ¿me quieres [philia]?»
Evangelio según Juan 21,15-17
El amor es uno solo, si bien amores hay muchos. Amamos muchas cosas y a muchas personas. Somos amados por muchos, de distintas maneras. Amamos a los padres, a los hijos, a las novias y esposas, a los hermanos, a las maestras, a los abuelos y a los primos, a los poetas y a los artistas. Amamos mucho a los amigos. Pero el amor humano no se limita a los seres humanos. Alcanza a los animales, a la naturaleza entera, a Dios.
En el mundo griego había dos palabras principales para decir amor: eros y philia, que no agotaban la multiplicidad de formas, pues disponían un registro semántico más rico que el nuestro para declinar esta palabra fundamental de la vida. Este léxico permitía distinguir el “te quiero” dicho a la mujer amada del “te quiero” dicho a un amigo, y reconocer al mismo tiempo que el segundo no tenía por qué ser inferior ni menos verdadero que el primero. El cristianismo añadió después una tercera palabra griega para expresar otra tonalidad del mismo amor, que ya estaba presente en la Biblia hebrea y sobre todo en la vida. Esta tercera palabra, estupenda, es agape, el amor que sabe amar a quien no es deseable y a quien no es amigo.
Estas tres dimensiones del amor con frecuencia se dan juntas, en las relaciones verdaderas e importantes. Tal es el caso de la amistad, donde la philia nunca está sola, pues es la primera que necesita amigos. Va acompañada del deseo-pasión por el amigo y es irrigada por el agape, que le permite durar siempre y resurgir a partir de los fracasos y las fragilidades. Una amistad hecha solo de philia no sería suficientemente cálida y fuerte para evitar quedarnos solos en el camino. Pero la philia es la que une al eros y al agape, hermanándolos entre sí. Jesús también necesitó el registro de la philia para expresarnos su amor. En las poquísimas amistades que nos acompañan durante largos trechos del camino de la vida, a veces hasta el final, la philia lleva consigo los colores del eros y del agape. Son los amigos a los que hemos perdonado y nos han perdonado setenta veces siete; los amigos a los que hemos esperado y deseado, como a una esposa o a un hijo, cuando no regresaban; los amigos a los que hemos abrazado y besado con abrazos y besos iguales y distintos, mezclando muchas veces las lágrimas hasta fundirlas en una misma gota salada. Pocos dolores hay más grandes que la muerte de un amigo. Un trozo de nuestro corazón deja de latir ese día para siempre.
La Biblia, experta en humanidad, conoce muy bien la gramática de las relaciones y de los sentimientos humanos, y nos regala páginas maravillosas acerca de la amistad. Así, usa la misma palabra – ahavah – para describir el amor entre padre e hijo, el amor erótico y sensual entre un joven y una joven, y el amor entre dos amigos. La amistad hace su aparición en la Biblia con Jonatán, hijo del rey Saúl. Es una aparición muy hermosa, un verdadero canto al amor-amistad. Jonatán es un príncipe, un guerrero, pero sobre todo es un amigo. El texto nos lo presenta fascinado por David: «Jonatán y David hicieron un pacto, porque Jonatán lo quería como a sí mismo» (1 Samuel 18,3). Se trata de un pacto solemne, tal vez un “pacto de sal”, donde la sal, que evita la corrupción, para la Biblia significa simbólicamente “para siempre”. La Biblia sabe lo que es un pacto-Alianza, y si recurre a esta palabra para hablarnos de una amistad es porque se trata de algo importante. También el misionero italiano Matteo Ricci (Lì Mǎdòu (利瑪竇)) debió considerarlo importante, cuando decidió dedicar su primer libro en chino a la amistad (en 1595).
Como trasfondo a la amistad entre David y Jonatán, después de presentarnos este pacto de amistad, el texto nos vuelve a llevar a Saúl, cada vez más perseguido por sus malos espíritus. David vuelve a la patria tras haber derrotado a Goliat, y allí salen a su encuentro las mujeres de la ciudad, cantando y bailando al son de panderos: «Saúl mató a mil, David a diez mil» (19,7). Las mujeres, otra constante en la vida de David, hacen su entrada solemne bailando en fila, una tras otra, con el garbo y la gracia típicos de los movimientos de su cuerpo. Celebran la victoria de David, pero sobre todo la de YHWH. Como Miriam, la hermana de Moisés, que comenzó, con la pandereta y el canto, la danza de las mujeres después del paso del mar. Saúl exclama: «¡Diez mil a David y a mí mil! ¡Ya solo le falta ser rey! Y a partir de aquel día Saúl le tomó ojeriza a David» (18,8-9). A continuación, bajo la acción de un mal espíritu, arroja la lanza contra David «intentando clavar a David en la pared, pero David la esquivó dos veces» (18,11).
El contraste entre la mirada buena de Jonatán y la “ojeriza” de Saúl es fuerte. La envidia y los celos son una cuestión de mirada. Los celos y la envidia son dos sentimientos gemelos que se alimentan uno a otro, si bien la envidia tiene una estructura binaria (Saúl envidia el éxito de David), mientras que la estructura de los celos es ternaria (David puede quitarle el reino). Mientras se desarrolla la tragedia, el texto nos muestra una vez más a Saúl víctima del mal espíritu de YHWH, abandonado a su triste destino de rey elegido y posteriormente rechazado. Los escritores tienen una forma elevada de misericordia con sus personajes, que hace que en la tierra haya más misericordia que la de los hombres y mujeres de carne y hueso (en esto los artistas se parecen un poco a Dios, ya que pueden amar, perdonar y salvar a sus criaturas en un acto de libertad absoluta).
Samuel se obsesiona con David y comienza a tramar un plan para eliminarlo. Le promete como esposa a su hija mayor (Merab), mas «cuando llegó el momento [dos años], se la dieron a Adriel» (18,19). Pero la otra hija de Saúl, Mical, se enamora de David y a Saúl le parece bien, pues piensa: «Se la daré como cebo, para que caiga en poder de los filisteos» (18,21). Este episodio parece un eco del protagonizado por Jacob con las dos hijas de Labán, Raquel y Lía. Saúl le pide como dote «cien prepucios de filisteos» (18,25), un precio que David paga con creces (doscientos prepucios). Pero Mical no se convierte en “un cebo” para David. Al contrario, le salva de la locura homicida de Saúl, ayudándole a huir en la noche cuando su padre quiere matarle: «Mical agarró luego los ídolos [terafim], los echó en la cama, puso en la cabecera un cojín de pelo de cabra y los tapó con una colcha. Cuando Saúl mandó los emisarios a David, Mical les dijo: “Está malo”» (19,13-14). A David le protege el amor que genera en quienes están a su lado.
Según el otro relato de su huída de Saúl, David, de acuerdo con Jonatán, no se presenta al banquete por la fiesta del novilunio. Cuando Saúl se da cuenta, Jonatán le da una explicación (falsa) de la ausencia de David (había ido a Belén). Entonces el rey «se encolerizó contra Jonatán, y le dijo: “¡Hijo de mala madre! ¡Ya sabía yo que estabas conchabado con el hijo de Jesé, para vergüenza tuya y de tu madre!” … Jonatán le replicó: “Y ¿por qué va a morir? ¿Qué ha hecho?” Entonces Saúl le arrojó la lanza para matarlo» (20,30-33). Jonatán hace frente abiertamente a su padre, defiende las razones de David, pone en riesgo su vida cuando habría podido evitarlo. Sin embargo, es leal. La lealtad es un componente esencial de toda amistad auténtica. Carga con las consecuencias gravosas de una relación cuando podría evitarlas. Muchas veces se trata de hablar, otras de callar, otras de no contarle al amigo las palabras perversas dichas por otros con la única finalidad de herirle. Se trata de actuar como si el otro estuviera siempre presente.
David y Jonatán se dejan renovando su pacto de amistad y de unidad: «En cuanto al pacto que hemos hecho tú y yo, el Señor estará siempre entre los dos» (20,23). En la Alianza con Abraham, Dios pasó por medio de los animales descuartizados. En estos pactos de amistad, Dios está “en medio” de los amigos (Mateo 18,19). Por consiguiente es un pacto que traspasa el espacio y el tiempo. Involucra a nuestros descendientes, a los hijos que tenemos y tendremos, a los padres y a los abuelos. Los pactos de amistad, a diferencia de los pactos nupciales, por lo general no se celebran con palabras. Casi siempre son pactos mudos. Pero algunas veces, en una amistad madura, pueden existir también pactos explícitos, celebrados con la palabra. Son, por ejemplo, los pactos de amistad que encontramos en la base de nuevas comunidades y movimientos, civiles o religiosos, generados por dos o más amigos que se dicen palabras especiales en un momento especial. El contexto del relato de la amistad entre David y Jonatán es el de un pacto sagrado, el de una alianza solemne, el de una fraternidad espiritual. Nos trae a la memoria a Francisco, Clara y fray Elías, a Kiko Argüello y Carmen Hernández, a Francisco de Sales y Juana Chantal, a Chiara Lubich e Igino Giordani, a Basilio y Gregorio, a Don Zeno y a mamá Irene, a Gandhi y sus primeros compañeros de la “marcha de la sal”, y tantos otros pactos de amistad, implícitos y explícitos, que han dado lugar a sindicatos, cooperativas, empresas, partidos políticos, resistencias y liberaciones. Pactos afectuosos y castos, todos ellos íntimos e inclusivos, amarrados y libres, nunca celosos, siempre generosos e inmensamente generativos.
Antes de despedirse, Jonatán le dice a David: «¡Vamos al campo!» (20,11). Esta frase no es nueva para la Biblia. Es la misma de Caín (Gn 4,8). El amigo es el anti-Caín: te invita a ir al campo para salvarte. En la tierra, las invitaciones de Caín, el fratricida, coexisten con las de Jonatán, el amigo. Viven una al lado de la otra y se entrecruzan. Algunas veces descubrimos que el otro no es Jonatán sino Caín cuando, al llegar al campo, vemos que su mano se vuelve distinta. Esos son los días más tristes. Otras veces descubrimos que quien pensábamos que era Caín en realidad es Jonatán. La humanidad sigue adelante con su historia porque las “invitaciones de Jonatán” son más numerosas que las “invitaciones de Caín”, porque los amigos son más que los asesinos.
Otro día, otro amigo, el más grande de todos, fue clavado en una cruz por otra mano fratricida. Bajo la cruz estaban las mujeres, y un amigo. Esta vez, las mujeres y el amigo no pudieron salvarle. Pero esos mismos amigos volvieron a verle vivo. Y nosotros, sus amigos, seguimos esperándole, en compañía de Abel y de todas las víctimas de la historia. Le esperamos porque nos prometió que volvería, y la promesa del amigo es verdadera.
Feliz Pascua
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