En la frontera y más allá

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En la frontera y más allá/13 - La vida es más que el trabajo y mucho más que el consumo.

Luigino Bruni

pubblicato su pdf Avvenire (44 KB) il 16/04/2017

Sul confine e oltre 13 rid«¡Viva! ¡Viva la vida maravillosa que le pertenece! No deje que nada se pierda. Esté siempre a la busca de nuevas sensaciones. No tenga miedo de nada… Un nuevo hedonismo: eso es lo que nuestro siglo necesita. Usted puede ser su símbolo visible. Dada su personalidad, no hay nada que no pueda hacer. El mundo le pertenece durante una temporada…»

Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray

La religión capitalista quiere abolir la fiesta. Se trata de una auténtica declaración de guerra que va acompañada de una explosión de oportunidades para la diversión y el entretenimiento, que poco o nada tienen que ver con la experiencia de la fiesta. Es otra expresión de la conocida “destrucción creadora” del capitalismo del siglo XXI, que primero elimina la fiesta y después nos quiere vender mercancías para tratar de sustituirla. Pero no lo puede lograr, porque la gratuidad ni se compra ni se vende. Y así la diversión no nos deja más que un gran vacío y una gran nostalgia de la fiesta verdadera, cuyos primeros indigentes son sobre todo los niños y adolescentes. Sólo una civilización que conozca los tiempos diversos y los espacios libres de la gratuidad puede crear una cultura de la fiesta.

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La fiesta es una necesidad primaria y fundamental del hombre y de la mujer, de las niñas y de los niños, de los enfermos y de los ancianos. No se puede vivir muchos años sin fiesta. Como mucho, se puede sobrevivir. Pero cuando falta la fiesta, la vida individual y social se entristece y se apaga. La fiesta es el bien relacional por excelencia: solos no podemos hacer fiesta. Solos quizá podamos entretenernos delante de un televisor, un smart-phone o un ordenador; pero para la fiesta hacen falta los otros, los compañeros, los niños. En la Biblia, la fiesta está profundamente relacionada con el séptimo día: el shabbat (sábado). El primero que hizo fiesta al comienzo de la creación fue el mismo Elohim; pero para poder festejar tuvo que esperar al final de la creación, tuvo que esperar al Adam. Incluso Dios necesita compañía para hacer fiesta. Necesita la compañía de su creación, de la tierra. Necesita nuestra compañía. Si es cierto que el shabbat es el gran don de Elohim a la tierra, no es menos cierto que el shabbat es también un don de reciprocidad que la creación hace a su creador, porque le da la posibilidad de descansar y de hacer fiesta, junto con nosotros.

En el shabbat se puede y se debe hacer fiesta, visitar a los amigos y parientes, rezar y cantar juntos. El shabbat es la madre de todas las fiestas bíblicas y también de nuestros domingos, porque es recuerdo-memoria de la creación, de la Alianza y, sobre todo, de la huida a través del mar, de la liberación de Egipto, de la esclavitud y de los trabajos forzados en las fábricas de ladrillos. En el humanismo bíblico, cada fiesta es una nueva liberación, un nuevo paso del mar, un nuevo Éxodo, una nueva Pascua. El Dios de Israel es un Dios distinto porque no quiere que los hombres trabajen siempre. En cambio, los ídolos no conocen el sábado, no conocen la gratuidad, no conocen la fiesta y quieren un culto perenne y perfecto.

El culto capitalista se caracteriza por ser una religión-idolatría sin fiesta. Hasta el siglo XX, la cultura del trabajo, con sus ambivalencias y sus sombras, todavía estaba de parte de la vida y en Occidente, heredero del humanismo judeo-cristiano, entre otras cosas, salvó el límite entre el trabajo y la fiesta. Entonces se trabajaba mucho, demasiado, pero los hombres y las mujeres libres no trabajaban siempre. Había un tiempo para el descanso y la fiesta. A las fuerzas ciegas del capital, como a todos los imperios, les hubiera gustado tener trabajadores-esclavos completamente dedicados a la producción de sus “ladrillos”. Pero la política, las iglesias y los sindicatos se lo impidieron y así con-tuvieron al capital dentro de unos límites sociales y morales. Pero en pocos años el capitalismo ha cambiado drástica y radicalmente y se ha convertido en algo muy distinto. El consumo ha ocupado el puesto del trabajo en el centro del sistema económico y social, y todos los límites y barreras han saltado. El trabajo tiene una limitación intrínseca: no es posible trabajar siempre. La vida fuera del trabajo impide que el trabajo se convierta en una actividad perpetua. El cansancio, consustancial al trabajo, es su primera limitación. El consumo, en cambio, no tiene estas limitaciones porque, al ser una actividad de puro placer, carece de esta limitación interna. A muchos, quizá a todos, les gustaría que las tiendas estuvieran abiertas a todas horas, en todos los tiempos y en todos los lugares para satisfacer todas las necesidades y caprichos. Mientras la cultura económica estaba marcada por el trabajo, las tiendas cerraban porque el trabajo humano, que estaba detrás del consumo, así lo mandaba y ponía sus límites. Dejaba tiempo y espacio para la fiesta. No quería tener el monopolio del tiempo y del espacio. Las verjas bajadas recordaban a todos que la vida es más grande que el trabajo y que el consumo. Lo que hoy nos indigna y nos hace protestar no es el trabajo festivo y pascual de los empleados en los altos hornos de las empresas industriales, ni tampoco el de los policías, enfermeros y médicos de urgencias. Este trabajo no es enemigo de la fiesta, y quien conoce a estos trabajadores festivos, lo sabe y está agradecido.

Nuestra cultura centrada en el consumo ya no ve el trabajo que hay detrás del consumo. Y si lo ve, lo somete y lo pone al servicio del ídolo siempre hambriento. La soberanía del consumidor es la única soberanía que se les reconoce a los ciudadanos-fieles del mono-culto consumista, que está minando gravemente la ciudadanía política. El trabajo orientado al consumo idolátrico niega la fiesta y niega el trabajo.

Por eso, entre la fiesta y este capitalismo hay una lucha muy profunda y radical. Las grandes empresas y los grandes bancos, por ejemplo, intentan por todos los medios recrear la fuerza simbólica y emotiva de la fiesta, su capacidad para crear sentido de pertenencia, espíritu de cuerpo y “sentido del nosotros”. Las fiestas populares, religiosas y laicas, los bautizos y las bodas también contribuyeron a crear la cultura del trabajo del siglo pasado. Las fábricas y las oficinas han usado ese capital simbólico, social y espiritual que recibían gratuitamente de las comunidades en las que sus trabajadores crecían y vivían. Las liturgias, las procesiones, los días de la memoria de los grandes dolores y de las liberaciones alimentaban el alma y todas las virtudes que las personas daban a sus empresas en el trabajo, con un valor mucho más grande que el salario que recibían. Los capitales de los que nacían los beneficios de las empresas valían (y valen) mucho más que sus capitales privados. Junto con los hombres y las mujeres, por las puertas de las empresas entraban valores cívicos, religiosos y morales que ningún capitalista ha pagado nunca. Ahí se encontraba también la raíz moral de los impuestos, ya que en los beneficios había mucha riqueza donada por las comunidades a las empresas.

La cultura individualista y consumista del capitalismo de nuestro tiempo está barriendo estos capitales cívicos y espirituales. Las grandes empresas notan su falta, aunque no sepan reconocer las razones profundas. Por eso piensan que una fiesta de empresa, una convención o el aperitivo de los viernes pueden sustituir a capitales que se han formado durante siglos. Sin la verdad popular y pobre que generó los símbolos de la fiesta, ésta solo produce nuevos grifos y minotauros, criaturas híbridas y monstruosas.

Todavía es demasiado pronto para entender que la gran carestía que amenaza a nuestra economía es una dramática carencia de los capitales espirituales, morales y simbólicos que han alimentado a las empresas y ahora se están agotando más rápidamente que el petróleo. La economía hecha sólo de consumo vive en un eterno presente, sin raíces ni futuro. Pero el tiempo sigue transcurriendo en la tierra. Las heridas y las arrugas de aquellos que rodean y asedian los templos del consumo, atraídos por la misma promesa e ilusión, son cada vez más profundas, dolorosas y numerosas, hasta llenar el mundo. Y el club de los ilusos, encantado por el elixir de la eterna juventud, no quiere verlas y por eso las sigue produciendo. Pero, a diferencia de lo que ocurría en la novela de Oscar Wilde, el retrato con las llagas y las arrugas no está escondido en la buhardilla, sino que está siempre delante de nosotros. Los únicos que están en la buhardilla son nuestros ojos y nuestra capacidad de avergonzarnos, porque no queremos ver la imagen, real y fea, de aquello en lo que nos estamos convirtiendo. ¿Cuándo comenzaremos a ver las llagas en el rostro de los descartados del consumo y nos sentiremos responsables de ellas?

La cultura bíblica del trabajo, para anunciar su liberación, nos ha dejado el shabbat del trabajo. Para la cultura del consumo, el espíritu bíblico debería sugerirnos un shabbat del consumo, para que podamos decirle a la idolatría de nuestro tiempo: “tú no eres dios, yo no soy tu esclavo”. Sin un sábado del consumo no tendremos una buena relación con el trabajo ni con la fiesta. El bendito día en que decidamos dejar un tiempo y un espacio libre para no consumir cosas, para hacer fiesta, para celebrar las relaciones, los lazos y la gratuidad, será el alba de una nueva civilización.

La primera petición que Moisés le hizo al faraón fue que dejara al pueblo libre para salir tres días al desierto y celebrar la fiesta de Pésaj (Éxodo 5,3), que era una antigua fiesta de la trashumancia de los rebaños. El faraón negó el permiso, porque los esclavos no pueden hacer fiesta, pues la fiesta es ya el comienzo del tiempo de la libertad. Sin la fiesta, el trabajo es siempre trabajo esclavo. Y cuando no hay un tiempo en el que no consumir cosas, la esclavitud es perfecta, porque el consumo, que no implica dolor ni cansancio, se nos presenta como libertad y ya no sentimos necesidad alguna de liberación.

Detrás de nuestro trabajo para garantizar un consumo perpetuo hay otros faraones, aunque ya no seamos capaces de verlos ni de reconocerlos, que no quieren dejarnos libres para que “caminemos tres días en el desierto”. Tal vez teman que el mar pueda abrirse de nuevo ante nosotros… y entonces ya no regresemos.

¡Feliz Pascua!

Hoy termina la serie “En la frontera y más allá”. Nuevas páginas escritas juntos, nuevos descubrimientos, nuevos-antiguos diálogos, nuevas gracias. A partir del próximo domingo volveré a comentar la Biblia, con el profeta Jeremías. Nos aventuraremos en otra excursión más allá de la frontera, mendigando otras palabras, para seguir caminando en este tiempo nuestro, tremendo y espléndido.

 

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En la frontera y más allá/13 - La vida es más que el trabajo y mucho más que el consumo.

Luigino Bruni

pubblicato su pdf Avvenire (44 KB) il 16/04/2017

Sul confine e oltre 13 rid«¡Viva! ¡Viva la vida maravillosa que le pertenece! No deje que nada se pierda. Esté siempre a la busca de nuevas sensaciones. No tenga miedo de nada… Un nuevo hedonismo: eso es lo que nuestro siglo necesita. Usted puede ser su símbolo visible. Dada su personalidad, no hay nada que no pueda hacer. El mundo le pertenece durante una temporada…»

Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray

La religión capitalista quiere abolir la fiesta. Se trata de una auténtica declaración de guerra que va acompañada de una explosión de oportunidades para la diversión y el entretenimiento, que poco o nada tienen que ver con la experiencia de la fiesta. Es otra expresión de la conocida “destrucción creadora” del capitalismo del siglo XXI, que primero elimina la fiesta y después nos quiere vender mercancías para tratar de sustituirla. Pero no lo puede lograr, porque la gratuidad ni se compra ni se vende. Y así la diversión no nos deja más que un gran vacío y una gran nostalgia de la fiesta verdadera, cuyos primeros indigentes son sobre todo los niños y adolescentes. Sólo una civilización que conozca los tiempos diversos y los espacios libres de la gratuidad puede crear una cultura de la fiesta.

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La gran libertad de la fiesta

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En la frontera y más allá/12 - Otro «ritmo» de tiempo y de relaciones que cambian la vida

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (40 KB) el 09/04/2017

Sul confine e oltre 12 rid«-Esta tarde, cuando volvías de la cantera con el burro cargado de grava, ¿no se te ha acercado un hombre? ¿Y no le has dado un trozo de pan? - volvió a preguntar el carabinero.
- ¿Me acusa de algún pecado? ¿Acaso la caridad es pecado?
- ¿No te has dado cuenta – insistió el carabinero – de que ese hombre era un soldado enemigo?
- ¿Qué quiere decir con que era enemigo?
- ¿Y qué aspecto tenía? - preguntó el carabinero.
- El aspecto de un hombre - respondió Catalina.»

Ignazio Silone, Un puñado de moras

 Ora et labora no es solamente el lema y el mensaje del monacato. Es también el aliento de nuestra civilización, que se constituyó marcando la cadencia de tiempos distintos, componiendo una sinfonía con variedad de ritmos y con la alternancia de sonidos y silencios. Las palabras y el espíritu del trabajo son distintos de los de la oración. Son aliados y amigos porque son a la vez cercanos y lejanos, íntimos y extraños.

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Cuando en los antiguos monasterios, los monjes volvían de la viña y entraban en el coro, dejaban atrás un tiempo para entrar otro. El tiempo de la oración y de la obra de Dios discurría de otra forma, con otro ritmo, con otro sonido. Horadaban el tiempo histórico para tocar, o por lo menos rozar, la eternidad, en un intento por vencer a la muerte. Revivían la primera-última cena, la cruz; y la piedra volvía a rodar. Cuando cruzamos el umbral para entrar en el templum, nos hacemos un poco señores del tiempo, sentimos que no estamos dominados únicamente por el tempus racional y despiadado, viajamos libres entre el primer día de la creación y el eskaton. El adam vuelve a pasear por los jardines del edén.

Algo parecido ocurre con el tiempo del trabajo en relación con el tiempo dedicado a los cuidados. Existe un nexo profundo entre la oración, la contemplación, la interioridad y el cuidado. Los tiempos, las formas, las palabras, las manos y el espíritu del cuidado no son los mismos que los del trabajo. Cuando volvemos de la oficina y jugamos con nuestro hijo, le contamos un cuento o le cantamos una canción, salimos del registro y del ritmo del trabajo para entrar en un mundo gobernado por otras leyes y por otros tiempos. Cuando escuchamos a un padre viejo y enfermo, cuando le hablamos aun sabiendo que la enfermedad le impide entender nuestras palabras en el plano del logos, si escuchamos y hablamos con cuidado, sentimos que sintonizamos con otro tiempo y con otro ritmo; y así podemos seguir el diálogo del alma que ninguna enfermedad puede impedir. Cuando cuidamos una planta, preparamos una comida o sencillamente limpiamos la casa, en silencio decimos palabras importantes para los demás y para nosotros mismos. También hablamos cada día cuando preparamos el desayuno, limpiamos el baño, regamos las plantas o hacemos las camas. Son palabras fundamentales, incluso cuando preparamos el desayuno para nosotros mismos porque nos hemos quedado solos.

Todos sabemos que cuidar es lo mismo que dar, con otro nombre. Y sabemos que los cuidados conservan toda la belleza y la ambivalencia del don. Porque los dones nunca han sido todos iguales. Por ejemplo, en la esfera pública los dones han sido siempre un asunto de reciprocidad. Los dones-sacrificios a los dioses y a los faraones, por un lado, y las magnificencias, las donaciones y la filantropía, por otro, han estado asociados a alguna forma de virtud, y como tal han sido objeto de reconocimiento público, de valoración, recompensa y honra. A los grandes y poderosos, a la ciudad y a la iglesia se les regalaban cosas, y por ello se esperaban bendiciones, gracias, reconocimientos, aplausos y alabanzas.

Otra cosa muy distinta, radicalmente opuesta, era el don de puertas adentro o bajo la tienda de la casa. Aquí el don de tiempo, de recursos, de vida y cuidados, no era inferior al de la plaza de la ciudad ni su presencia era menos esencial para poder vivir y vivir bien. Pero, por muchas razones (la mayor parte de las cuales tiene que ver con el poder, la fuerza y sus instrumentos), los dones domésticos no eran reconocidos como tales dones. Dentro de la casa, el don recibía los nombres del deber y la obligación.

Los actores del don-virtud pública eran los varones y los del don-obligación privada eran las mujeres. En las sociedades tradicionales, a los hombres les correspondían los honores y la gloria del don, mientras que la primera obra de sometimiento y subordinación de la mujer era la negación y la falta de reconocimiento de los dones que realizaba. La maternidad, la atención y la educación de los niños y de los jóvenes, el cuidado de la casa y de las relaciones primarias, se consideraban deberes y obligaciones derivadas del hecho de ser madre, esposa, hermana. La libertad de dar que los hombres experimentaban en la esfera pública y que constituía su mérito, desaparecía en el don-obligación de las mujeres en la esfera privada.

Lo mismo puede decirse de los sacrificios. Los que se ofrecían a los dioses, a los faraones y a los reyes originaban un crédito en los “sacrificantes”. Los sacrificios realizados en el mundo del trabajo producían, como reciprocidad, sueldos y salarios. Sólo los sacrificios realizados dentro de casa por las mujeres eran simples deberes y obligaciones derivadas de su estado, débitos maternos y filiales o débitos conyugales. No podemos entender lo que supuso para las mujeres del siglo XX la posibilidad de acceder al “mercado de trabajo” de todos, si no tomamos en consideración el sentido de reconocimiento y reciprocidad que se cela en una relación de trabajo. El sueldo de aquellas mujeres obreras, empleadas y maestras era distinto al de sus maridos y hermanos, pero no sólo porque (por lo general) era más bajo, sino porque esa nómina tenía el sabor y el color de la reciprocidad, la dignidad, la estima social, el reconocimiento y el honor, que no eran los sabores y los colores que aquellas mujeres conocían dentro de casa. Los trabajos de los hombres y de las mujeres nunca han sido iguales.

Hasta tiempos recientes, las civilizaciones no han leído la relación hombre-mujer y, en general, la contribución de las mujeres a la vida social bajo el registro del mutuo provecho y la reciprocidad que pusimos en el corazón de la vida pública y, después, en el del mercado. Las civilizaciones occidentales reservaban a las mujeres el amor y la gratitud, pero no la libre reciprocidad ni el reconocimiento.

Por este motivo, entre otros, la visión del don que tienen las mujeres es distinta a la de los hombres, lo mismo que ocurre con el sacrificio. Si la teoría del don, construida en base el triple movimiento “dar-aceptar-corresponder”, hubiera sido escrita por mujeres, hablaría de un “aceptar” mucho menos libre y de un “corresponder” muy alejado de la gratuidad. “No me gusta usar las palabras sacrificio y servicio” - me confesaba hace unos días Jennifer Nedelsky, una filósofa norteamericana - “porque demasiadas mujeres asocian estas palabras con actos no elegidos y llenos de dolor”. Cada vez que hablo o escribo acerca del don, el sacrificio, la gratuidad o el servicio, intento hacerlo manteniendo fija la mirada en los dones y sacrificios, en la gratuidad y el servicio de mis abuelas campesinas Cecilia y María, y en los de mi madre, ama de casa.

Estas experiencias y estas miradas distintas tienen consecuencias importantes a la hora de concebir la relación entre el mercado, la asistencia y los cuidados. Limpiar los baños y barrer las habitaciones, cuidar a los niños, a los enfermos y a los ancianos, eran actividades de las que en otros tiempos se encargaban los siervos y los esclavos. Después lo hicieron las nodrizas, las amas de cría, las camareras y las cocineras. Finalmente las madres, las hermanas y las hijas. Nunca los hombres libres ni las mujeres nobles y ricas, que siempre vieron los cuidados como cosa de esclavos, siervos o mujeres. Para comprender las distintas experiencias del don y el sacrificio, la distinción hombre/mujer es útil pero sólo en un 95%, porque siempre ha habido una élite de mujeres que con relación a los cuidados y al sacrificio se parecían más a sus maridos que a sus siervas.

En un momento determinado, nació el “mercado de los cuidados”, pero la experiencia milenaria que ve los cuidados como el reino de los esclavos, de los siervos y de las mujeres (pobres), sigue marcando fuertemente nuestra sociedad y nuestro capitalismo. Lo vemos por todas partes. Los trabajos que implican cuidados (sanidad, educación) están mal pagados, porque todavía se los asocia con el sacrificio y el don-obligación, todavía están profundamente condicionados por la cultura sacrificial-sin-reciprocidad. La gratitud hacia estos trabajadores sigue siendo insuficiente, como lo es nuestro reconocimiento para con ellos.

El menosprecio de los cuidados ha sido una de las razones profundas del malestar que ha acompañado y acompaña al mundo del trabajo. El cuidado es una dimensión esencial de toda vida humana buena, pero la asociación entre cuidados y servidumbre lo ha mantenido bien distante de la esfera pública y por consiguiente de la economía (por no hablar de la política). Llama la atención la falta de cuidado en las empresas, en las oficinas, que no disminuye con la llegada de muchas mujeres a estos lugares, porque, por lo general, prevalece la falta de cuidado del registro masculino.

Hoy los cuidados siguen siendo maltratados, no estimados y humillados, no menos que ayer. Los nuevos esclavos no se compran en Lisboa o Nantes, sino en el “mercado de trabajo” donde hombres y mujeres ricos compran los servicios que ofrecen las mujeres y los hombres pobres, dispuestos por necesidad a ofrecer los cuidados que los poderosos desprecian y no aman. Durante siglos hemos luchado para eliminar la esclavitud y la servidumbre de la esfera política, y hoy permanecemos en total y culpable silencio ante la esclavitud-servidumbre que reina en la esfera económica en materia de cuidados.

Para terminar, debido a la fuerte influencia que la cultura económica ejerce sobre toda la vida social, los valores y las virtudes de la economía y de la empresa están cambiando y colonizando también el mundo y el tiempo de los cuidados. La eficiencia, la velocidad, la prisa, el estrés, la meritocracia y los incentivos entran también en casa y destruyen lo poco que quedaba de los tiempos, de los ritmos, de las palabras y del espíritu de los cuidados. Al cruzar la puerta de casa, no cambiamos los tiempos, no cambiamos el espíritu, no cambiamos las palabras. Ya no horadamos el tiempo, no saboreamos la eternidad, no experimentamos la libertad que sólo el tiempo distinto de los cuidados nos puede dar. El valor económico aumenta cuando reducimos el tiempo empleado. El valor de los cuidados aumenta con el tiempo invertido.

Cuando logramos entrar en el templo de los cuidados, nuestras horas y las de los demás se expanden, nuestras vidas se ensanchan y la muerte de todos se aleja. Como en la infancia, cuando los días no terminaban nunca, y un curso escolar parecía eterno. La primera reciprocidad de los cuidados es el don de un tiempo más lento y más largo, el retorno al tiempo infinito de la infancia.

 

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En la frontera y más allá/12 - Otro «ritmo» de tiempo y de relaciones que cambian la vida

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (40 KB) el 09/04/2017

Sul confine e oltre 12 rid«-Esta tarde, cuando volvías de la cantera con el burro cargado de grava, ¿no se te ha acercado un hombre? ¿Y no le has dado un trozo de pan? - volvió a preguntar el carabinero.
- ¿Me acusa de algún pecado? ¿Acaso la caridad es pecado?
- ¿No te has dado cuenta – insistió el carabinero – de que ese hombre era un soldado enemigo?
- ¿Qué quiere decir con que era enemigo?
- ¿Y qué aspecto tenía? - preguntó el carabinero.
- El aspecto de un hombre - respondió Catalina.»

Ignazio Silone, Un puñado de moras

 Ora et labora no es solamente el lema y el mensaje del monacato. Es también el aliento de nuestra civilización, que se constituyó marcando la cadencia de tiempos distintos, componiendo una sinfonía con variedad de ritmos y con la alternancia de sonidos y silencios. Las palabras y el espíritu del trabajo son distintos de los de la oración. Son aliados y amigos porque son a la vez cercanos y lejanos, íntimos y extraños.

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El templo infinito de los cuidados

En la frontera y más allá/12 - Otro «ritmo» de tiempo y de relaciones que cambian la vida Luigino Bruni Publicado en  pdf Avvenire (40 KB) el 09/04/2017 «-Esta tarde, cuando volvías de la cantera con el burro cargado de grava, ¿no se te ha acercado un hombre? ¿Y no le has dado un...
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En la frontera y más allá/11 – Ritos que consumen la vida y el sentido del trabajo

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (35 KB) el 02/04/2017

Sul confine e oltre 11 rid«La generosidad y la nobleza han desaparecido y con ellas la contrapartida espectacular que los ricos devolvían a los miserables»

Georges Bataille, La noción de gasto

Hay demasiadas personas que trabajan poco, mal o nada. Pero ese no es el único síntoma de la grave enfermedad que afecta al mundo del trabajo. Otro grave signo de malestar, poco visible aún, es el de los trabajadores que trabajan demasiado, malgastando una enorme energía en los nuevos ritos de las empresas, como nuevas víctimas de sacrificio inmoladas a los nuevos dioses.

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Una de las características del sacrificio en las civilizaciones arcaicas es una tensión fundamental entre lo útil y lo inútil. El sacrificio es un don útil y grato a los dioses-ídolos siempre que sea inútil en el plano humano, expresión de alguna pérdida por nuestra parte. Las ofrendas de los sacrificios activan la economía divina negando la economía humana. En el sacrificio perfecto (el olah: "el que sube"), según la Biblia, se ofrecían los mejores animales y se quemaban por completo hasta que no quedaba ningún resto que los sacrificantes pudieran utilizar: «El sacerdote lo quemará todo en el altar. Es un holocausto, un manjar abrasado» (Levítico 1,9). Para que el acto del sacrificio fuera útil en máximo grado a Dios debía ser inútil en máximo grado para los hombres, o, mejor dicho, debía suponer una pérdida. El sacrificio perfecto estaba asociado a una pérdida, a un puro despilfarro económico, a lo que el filósofo Bataille llamó dépense (“gasto”). Este concepto sigue siendo dominante en el significado común del término sacrificio: la idea de sacrificarse por alguien o por algo remite a una pérdida que sufre el sacrificante en provecho del destinatario del sacrificio. Una pérdida, una disolución, que adquiere paradójicamente una dimensión positiva.

En este nivel radical es donde el sacrificio y el don se encuentran. Algunas de las muchas prácticas arcaicas estudiadas por los antropólogos durante los primeros años del siglo XX, basadas en el don (como el potlatch: "consumir"), estaban caracterizadas por la destrucción del "don" ante el rival. Por ejemplo, en el pueblo Tlingit (entre Canadá y Alaska), un jefe se presentaba ante otro jefe y degollaba a cierto número de esclavos. Días después, el rival volvía y degollaba a un número mayor de hombres. Estas competiciones, donde la dimensión de la disolución es absoluta y arcaica, en su brutal transparencia pueden dejarnos entrever algunas dimensiones parecidas que están presentes de forma espuria en nuestro tiempo.

A pesar de la novedad absoluta que supuso el mensaje de Cristo en relación con la cultura del sacrificio, estos elementos arcaicos del don-sacrificio siguieron estando muy presentes durante toda la Edad Media y después de ella. No es posible entender aquel mundo sin la magnificencia  de los ricos y poderosos, sin los grandes gastos improductivos para el culto, sin el despilfarro de las fiestas patronales y procesiones, sin los fuegos artificiales, Son verdaderas competiciones de dones dilapidados con el fin de crear y mantener rangos y poder en la ciudad y/o para merecer un descuento en las penas del purgatorio. Los mafiosos todavía siguen realizando muchos potlatchs, demasiados, en nuestros pueblos y en nuestras fiestas.

Por otra parte, en la espiritualidad cristiana se mantuvo durante siglos la idea de que el sacrificio-don era grato a Dios por ser expresión de una pérdida, de una renuncia, de un costo por nuestra parte. La analogía económica que se usaba para entender la vida espiritual conllevaba necesariamente la idea de un precio. Así pues, para obtener algo (gracias, bendiciones…) en la relación con Dios era necesario pagar. Incluso la vida consagrada en la virginidad, durante mucho tiempo fue interpretada y vivida como una elección de gran valor espiritual precisamente porque era el don-sacrificio de la parte más valiosa de la persona. San Ambrosio afirmaba que la virgen era «la víctima de la castidad». Para San Gregorio Magno la virginidad sustituía al martirio: «El tiempo de las persecuciones ha pasado, pero nuestra paz tiene su martirio». Esta idea sacrificial, expresión de una teología de la expiación,  sigue viva en el siglo XX, cuando, recurriendo a la imagen del holocausto, se anima a las vírgenes a «perseverar inconmovibles en el sacrificio ofrecido y a no volver a tomar ni la más pequeña parte del holocausto ofrendado ante el altar de Dios» (Sacra Virginitas, Pio XII, 1954).

La Reforma protestante  marcó un viraje también en esta cultura del don-sacrificio. Lutero identificó la mentalidad sacrificial, que seguía presente en la Iglesia y en la cristiandad, como la principal razón del alejamiento de la autenticidad y de la novedad del acontecimiento cristiano. Y no se equivocaba, porque aquella cultura del sacrificio-pérdida era una continuación de la teología económica y meritocrática pre-cristiana. Para Lutero, renunciar al beneficio humano esperando en un beneficio divino carecía de sentido cristiano: nuestros sacrificios no sirven para nada, porque al otro lado no hay un Dios interesado en nuestras pérdidas. El Dios cristiano no es un ídolo hambriento. El paraíso no hay que ganárselo, porque ya nos ha sido dado como don. De ahí surge también su crítica a los conventos, a los monasterios y al valor de la vida consagrada en cuanto ofrecida en sacrificio, así como su condena de los despilfarros vistosos, de la magnificencia de los cultos, de las peregrinaciones, de las fiestas, del ocio y del lujo.

Todo lo que en la vida civil y religiosa era dispendio inútil para los hombres, la Reforma lo interpretó como sacrificio y por tanto como una errónea búsqueda de méritos espirituales, como un comportamiento contrario al cristianismo verdadero de la sola gratia. La gratuidad de los sacrificios se veía como una gratuidad perversa, porque, si bien es cierto que todo don implica una renuncia a algo propio por el bien de otro, en la relación con Dios este esquema no funciona, pues el Dios de Jesucristo no tiene necesidad de nuestros sacrificios. El único sacrificio bueno y verdadero es el que él hizo por nosotros, dando la vida por amor y de una vez para siempre. La única reciprocidad por nuestra parte es la gratitud hacia Dios y el amor al prójimo.

Así, se interpretó la gratuidad de una acción humana como la más alta forma de no-gratuidad espiritual. Esta interpretación de la inutilidad y pérdida intramundana como deseo impropio de ganancia en el más allá, llevó al mundo de la reforma a ver con sospecha la gratuidad a secas, tanto en la esfera civil como en la religiosa, y a considerarla como un trapicheo en el plano equivocado.  Esta es la raíz cultural profunda de la que surgió la idea de que la gratuidad es, en definitiva, negativa. O es inútil o es equivocada, porque no encuentra justificación ni en la economía humana (donde manda el beneficio) ni tanto menos en el plano espiritual. Esta desconfianza profunda se encuentra en el corazón del capitalismo y de su “tabú de la gratuidad”.

Después, Calvino, con su “doctrina de la predestinación”, impulsó esta revolución hasta sus últimas consecuencias. Dado que los hombres no tienen poder alguno para modificar la economía divina, las únicas acciones buenas y benditas son las que se orientan a la economía humana  y a sus fines. El trabajo, la profesión y la producción asumen el puesto que en la cultura medieval ocupaban el ocio, el despilfarro y la contemplación. Todo lo que no es útil y no está orientado racionalmente a la utilidad, es condenado. Los únicos sacrificios buenos son los que persiguen fines terrenales y útiles y por tanto también el trabajo. Una utilidad económica y laboral que no puede ni debe convertirse en un mérito para el cielo, sino que es el único mérito posible y loable en la tierra. La inutilidad, la pérdida, la deuda-culpa y la holgazanería son el gran y único demérito de los individuos y de los pueblos. El beneficio y el mérito, expulsados del paraíso, se convierten así en los soberanos absolutos de la tierra.

Más aún. Las prácticas de disolución, esos actos gratuitos, útiles porque son inútiles, están regresando en estos últimos años de capitalismo de forma más fuerte y penetrante. Un nuevo culto sacrificial – otra paradoja – que nació en aquellos países de cultura predominantemente protestante y calvinista que tanto criticaron la inutilidad y los sacrificios "gratuitos".

Los poderosos siempre han usado el gasto (dépense) como instrumento para decir y afirmar su propio poder, y por consiguiente para crear estatus, para humillar a los súbditos. Filas interminables, respuestas importantes que llegan siempre en el último momento, retrasos intencionados en las citas, esperas inútiles para “marcar” distancias… Pedir y pretender sacrificios de los súbditos, sin más objetivo que humillar a las personas y fortalecer las jerarquías. Son prácticas sociales muy bien conocidas por todos, ayer y hoy. Eso ocurre en los ambientes laicos, pero también en los religiosos, donde las prácticas inútiles, cuyo único fin es reforzar distancias y poderes, son especialmente peligrosas porque están revestidas de una justificación sagrada y muchas veces las mismas víctimas las interiorizan como necesarias e incluso como buenas.

Pero son las grandes empresas las que están llevando muy lejos estas prácticas sacrificiales de disolución. Reuniones convocadas en domingo cuando podrían realizarse en lunes, o a las diez de la noche en lugar de hacerlo por la tarde, o el 24 de diciembre y no el 23. Llamadas para trabajar incluso el día de Pascua. Pérdidas inútiles de tiempo y de vida, que no tienen ninguna finalidad productiva ni de eficiencia. Pura disolución cultual, un gasto que los miembros de los equipos acaban auto-infligiéndose inmersos en esta nueva cultura sacrificial, donde las ofrendas tienen más valor cuanto más inútiles. Horarios insostenibles e inútilmente infinitos, que muchas veces reducen la eficiencia y la calidad del trabajo, pero sirven para aumentar el valor de la víctima ofrecida en holocausto. Reuniones de trabajo donde se debería hablar de los problemas del trabajo y sin embargo se transforman en extenuantes ritos inútiles pero útiles para consolidar roles y jerarquías. Hasta llegar al verdadero sacrificio de toda la vida privada y familiar, donde revive un potlatch de pura destrucción; un gasto  carente de utilidad para la economía empresarial pero esencial para el culto, porque es señal de una devoción total y absoluta. Nuevos holocaustos.

“Dones” que se convierten en instrumentos de competencia y rivalidad entre trabajadores y entre empresas, que compiten usando como lenguaje sus propios sacrificios-dones totalmente gratuitos e inútiles. Esta gratuidad pervertida está matando la gratuidad buena y está devorando lo poco que quedaba de la cultura del trabajo de siglos pasados. Y está oscureciendo el verdadero valor que tenían y tienen algunas acciones inútiles: poder gritar una libertad más grande.

La humanidad ha necesitado milenios para concebir la idea de un Dios que no necesita devorar a los hombres ni sus cosas para saciarse, aplacarse y apaciguarse. Pero los hombres, los poderosos, nunca han dejado de desear ser dioses. Si no entendemos ya la naturaleza sacrificial neo-arcaica del capitalismo actual, el día que nos demos cuenta de que hemos caído en un culto perpetuo y absoluto será sin duda demasiado tarde. Puede que nos despertemos sobre el altar del sacrificio cuando hayan comenzado las danzas y los cantos por nosotros.

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En la frontera y más allá/11 – Ritos que consumen la vida y el sentido del trabajo

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (35 KB) el 02/04/2017

Sul confine e oltre 11 rid«La generosidad y la nobleza han desaparecido y con ellas la contrapartida espectacular que los ricos devolvían a los miserables»

Georges Bataille, La noción de gasto

Hay demasiadas personas que trabajan poco, mal o nada. Pero ese no es el único síntoma de la grave enfermedad que afecta al mundo del trabajo. Otro grave signo de malestar, poco visible aún, es el de los trabajadores que trabajan demasiado, malgastando una enorme energía en los nuevos ritos de las empresas, como nuevas víctimas de sacrificio inmoladas a los nuevos dioses.

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La impetuosa utilidad de lo inútil

En la frontera y más allá/11 – Ritos que consumen la vida y el sentido del trabajo Luigino Bruni Publicado en  pdf Avvenire (35 KB) el 02/04/2017 «La generosidad y la nobleza han desaparecido y con ellas la contrapartida espectacular que los ricos devolvían a los miserables» Geor...
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En la frontera y más allá/10 – El desafío de recuperar el lenguaje de la reciprocidad

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (45 KB) el 26/03/2017

«Sul confine e oltre 10 new ridLa obligación de reciprocidad en el intercambio no es una respuesta a un poder concreto vinculado a los objetos, sino una concepción cósmica que presupone la eterna circulación de las especies y de los seres»

M. Mauss, Ensayo sobre el don

El don, con sus ambivalencias, se encuentra en el origen del ethos de Occidente. Muchos mitos de los orígenes vinculan la historia humana al rechazo, por parte de los hombres, a estar y permanecer en una condición de armoniosa reciprocidad de dones. Los relatos de Prometeo y Pandora (“toda don”) o los de Adán y Eva nos dicen, con lenguajes distintos, que los seres humanos son incapaces de edificar su civilización sobre el don libre. Pero también nos dicen que existe una profunda relación entre el don y la desobediencia, entre la gratuidad y la autoridad, entre la libertad y la jerarquía.

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En el Edén, la sumisión de la mujer al hombre, raíz de cualquier otra subordinación social, es fruto de su desobediencia común: «Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará» (Génesis 3,16). Del fracaso de la primigenia relación de reciprocidad nace la primera relación jerárquica de dominio. Y así la jerarquía se convierte en la respuesta principal a la falta de éxito de la gratuidad libre, en su primera alternativa, en su primer enemigo.

Efectivamente, entre jerarquía y don hay una tensión radical. La jerarquía devora los dones de los súbditos, los consume en forma de sacrificio: los reyes, los faraones y los sacerdotes pretenden las primicias, siempre quieren la mejor parte (Zeus condena a Prometeo porque le ofrece la peor parte del toro descuartizado). Pero lo que más teme la jerarquía es el don libre y no orientado a sus objetivos porque no es orientable. Toda jerarquía siente una invencible tendencia-tentación a tratar de transformar el don-gratuidad en algo parecido pero inocuo. La jerarquía hace de todo para eliminar la excedencia del don que es imposible de gestionar, un aguijón venenoso en cuanto libre.
 
Los gobiernos de las organizaciones necesitan la creatividad de la libertad y el don, pero les gustaría tener únicamente la que puede (y debe) caber dentro de unos límites establecidos y controlados. Y cuando llegan las verdaderas crisis, cuando más necesaria es la gratuidad libre, sienten precisamente la indigencia de algo tan esencial.

Aquí radica casi toda la tragedia del don en las empresas y en las instituciones. Esta tragedia se manifiesta a distintos niveles. Las comunidades y los movimientos de la sociedad civil, y también muchas empresas, nacen sobre todo de pasiones, de deseos, de una excedencia y de nuestras ganas de vida, de futuro y de infinito. Nacen por tanto de nuestra gratuidad. Estas formas de vida asociada surgen porque algunas personas, al menos una, un día ven espacios nuevos e ilimitados para expresar hasta el fondo su personalidad y sus sueños. Ven que existe un lugar, solo ese, donde los límites normales en otros lugares han desaparecido, donde las barreras han caído o ya no se ven. Y todo se hace posible. Entonces se ponen en marcha hacia el infinito, aun cuando todo ocurra en un desván o en una aldea en mitad de la selva.

Después, con el paso del tiempo, los ideales y las pasiones se hacen prácticos. Nacen las primeras proto-instituciones, se nombra a los responsables y se escriben las reglas. Luego vienen los contratos y los reglamentos, y pronto se forma la inevitable jerarquía. Esas comunidades-movimientos se convierten poco a poco en asociaciones, organizaciones, cooperativas y empresas que, para poder funcionar y crecer, necesitan gestionar, normalizar, eliminar y prohibir las prácticas espontáneas y la excedencia que había en el origen de la primera experiencia. Para poder gestionarla y canalizarla dentro de las reglas de gobierno, para poder coordinar y orientar las acciones hacia objetivos institucionales, se hace necesario uniformar y estandarizar los comportamientos. Y la primera libertad de los primeros dones muere. Los únicos dones que quedan son los sacrificios ofrecidos para alimentar la jerarquía y sus objetivos, para saciar su hambre. Todo eso ocurre no porque la dirección sea mala u obtusa, sino por la propia naturaleza y vocación de la jerarquía. Ésta, para desempeñar su tarea, debe alentar los componentes más ordinarios y gregarios; debe domesticar la creatividad y la libertad y por consiguiente combatir las dimensiones más subversivas y desestabilizadoras de la gratuidad. Sin embargo, estas dimensiones son esenciales, sobre todo en los momentos más importantes y delicados (crisis, cambios generacionales, pruebas…).

Esta es una de las dinámicas más importantes en las instituciones: una vez que nuestra gratuidad ha generado la organización, la dinámica intrínseca y necesaria de su gobierno acaba negando la expresión y la práctica de los dones libres que la hicieron nacer. La organización “hija” devora el don “padre”. Así es como acaban muchas de las creaciones colectivas más hermosas, cuando el cuerpo engendrado por la gratuidad apaga el espíritu originario creativo y libre, el único soplo que la vida conoce. Este “teorema de imposibilidad” se desencadena en muchas organizaciones e instituciones, pero donde es especialmente central es en las llamadas “Organizaciones con Motivación Ideal” (OMI), comunidades espirituales y carismáticas que muchas veces se apagan, se marchitan y mueren porque la jerarquía y el gobierno impiden que sus recursos de gratuidad actúen y salven la organización de su propia extinción. Tenemos amplia y cotidiana evidencia de ello.

Un papel clave en la progresiva eliminación del don libre es el jugado por el proceso de transformación del don en incentivo. Los dones y los incentivos parecen realidades muy distintas. Pero si nos fijamos bien, nos daremos cuenta de que son conceptos limítrofes, semejantes. Las relaciones de reciprocidad basadas en el intercambio de dones crean, por su misma naturaleza, posiciones de débito/crédito relacional que son altamente generativas y radicalmente difíciles de gobernar. Los dones que nacen para responder a otros dones, al no ser nunca equivalentes entre sí, no logran compensar ni “saldar” la deuda del primer don, sino que retroalimentan la relación y reactivan el circuito de la reciprocidad. En otras palabras: cuando reconocemos un don recibido e intentamos corresponder con otro don, el segundo don no es igual al primero pero con signo negativo, sino un acto originario que mantiene abierta y activa la cadena de la reciprocidad de los dones.

Por eso, esta reciprocidad, que fue el primer lenguaje con el que las comunidades se encontraron y comenzaron a conocerse, progresivamente ha ido generando la reciprocidad comercial del contrato. La correspondencia perfecta y equilibrada del contrato tiende a cerrar una relación, mientras que la correspondencia imperfeta y desequilibrada de la reciprocidad de dones tiene como objetivo mantener la relación humana abierta, generadora, fecunda y por tanto imprevisible y capaz de sorprendernos, como la vida. En la reciprocidad de dones, el “crédito” creado por el primer don no es compensado por el segundo don, que sigue siendo excedente, y esta excedencia se convierte en la madre de nuevas relaciones, en el alba de nuevos días. La compensación entre dones es imposible o, cuanto menos, es siempre imperfecta y parcial, porque no poseemos la unidad de cuenta para hacer los cálculos, ni queremos hacerlos, y además muchas veces nos equivocamos y acabamos alimentando sinsabores y conflictos. Como en un iceberg, la parte más grande e importante del don es la invisible. Sólo alcanzamos a ver su superficie, pero sabemos que debajo de sus señales vive una energía potente, misteriosa, capaz de cosas extraordinarias: puede reedificar una comunidad entera pero también puede destruirla. Esta parte invisible y oscura explica la fascinación y el temor que el don siempre ha ejercido y ejerce sobre nosotros.

Pero – estamos en la corazón de la tragedia del don – la parte sumergida, los cálculos no realizados y las cuentas no saldadas, las deudas y los créditos no compensados entre sí, es lo que más odian las empresas y, en general, las organizaciones. La utopía de toda organización es llegar a obtener la creatividad, la pasión, la energía y la generosidad del homo donator sin sus ambivalencias, sin necesidad de gratitud y reconocimiento, sin lazos. Por eso realizan una manipulación genética y lo transforman en homo oeconomicus. El incentivo es el primer instrumento para intentar la manipulación del don en contrato. Ambos se parecen un poco: el homo oeconomicus es un homo donator privado de su energía originaria, creadora, desestabilizadora y destructiva.

El incentivo, si nos fijamos bien, se presenta en realidad como una especie de contra-don dentro de una forma de reciprocidad. Es lo que el principal (la propiedad y/o la dirección) "da" al agente (el trabajador) a cambio de un determinado comportamiento realizado en su provecho. Por eso algunos economistas (entre ellos el premio Nobel George Akerlof) han descrito la relación laboral como un “intercambio de dones” añadiendo, honestamente, el adjetivo "parcial". Es posible describir el incentivo como un contra-don parcial, porque su componente libre ha sido totalmente cercenado, para que el agente pueda ser controlado y gestionado por el principal. No es casual que muchas empresas llamen (inapropiadamente) al incentivo premio, con la intención de poner simbólicamente de relieve su dimensión de don simulado, de don… parcial. Pero si hay algo en la vida humana que no se presta a una reducción parcial, a ser mermado, cercenado o recortado, es precisamente el don. A diferencia de otras realidades vivas, el don solo puede vivir entero: si lo reducimos, si lo partimos por la mitad, sencillamente muere. El incentivo, presentándose como un don reducido y parcial, en realidad es el anti-don, el antídoto que defiende al cuerpo empresarial del don verdadero y libre, que desaparece y deja de existir cuando más lo necesitamos para volver a caminar, para resurgir.

Las empresas siguen viviendo, naciendo y renaciendo, porque muchos trabajadores violan el tabú de la gratuidad, cargando con las consecuencias. Las empresas ni lo saben ni lo quieren, pero si siguen vivas y pueden renacer es porque cada día hay personas libres que profanan el tabú de la gratuidad, que son incapaces de no dar, a pesar de la prohibición de hacerlo. Si somos incapaces de no dar es porque estamos vivos, y porque los incentivos son demasiado poco: nosotros queremos y valemos mucho más.
 
Mucho tiempo atrás, el don engendró el mercado. ¿Podrá algún día el don renacer del corazón del mercado?

 

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En la frontera y más allá/10 – El desafío de recuperar el lenguaje de la reciprocidad

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (45 KB) el 26/03/2017

«Sul confine e oltre 10 new ridLa obligación de reciprocidad en el intercambio no es una respuesta a un poder concreto vinculado a los objetos, sino una concepción cósmica que presupone la eterna circulación de las especies y de los seres»

M. Mauss, Ensayo sobre el don

El don, con sus ambivalencias, se encuentra en el origen del ethos de Occidente. Muchos mitos de los orígenes vinculan la historia humana al rechazo, por parte de los hombres, a estar y permanecer en una condición de armoniosa reciprocidad de dones. Los relatos de Prometeo y Pandora (“toda don”) o los de Adán y Eva nos dicen, con lenguajes distintos, que los seres humanos son incapaces de edificar su civilización sobre el don libre. Pero también nos dicen que existe una profunda relación entre el don y la desobediencia, entre la gratuidad y la autoridad, entre la libertad y la jerarquía.

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La época del don parcial

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En la frontera y más allá/9 - Por un mercado guiado también por la «mano visible»: el don

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (45 KB) el 19/03/2017

Sul confine e oltre 09 rid«En cierto aspecto, vivimos en un mundo menos violento que cualquier otro del pasado. Pero hay otro aspecto que muestra exactamente lo contrario: un estremecedor aumento de la violencia y de las amenazas de violencia. En nuestro mundo se evitan más víctimas y a la vez se matan más víctimas que nunca.»

René Girard, La violencia y lo sagrado

El principal tabú del capitalismo es la gratuidad, a la que teme como al mayor de los peligros, pues si la dejara correr libremente por sus territorios, se contagiaría y su “veneno” decretaría su muerte, o bien – lo que es lo mismo – lo transformaría en algo sustancialmente distinto. Es difícil ver el tabú de la gratuidad dentro de nuestra economía (y de nuestra sociedad) porque está tapado por otro tabú: el del reconocimiento de su existencia. Así pues, para entender la relación profunda que existe entre gratuidad y capitalismo debemos violar este primer tabú, sencillamente empezando a hablar de él.

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Según una importante tradición antropológica, el origen de las civilizaciones está profundamente relacionado con dos palabras: la violencia y lo sagrado. También la Biblia sitúa el comienzo de la historia humana fuera del Edén en el fratricidio de Caín. La muerte del dócil y justo Abel se convierte en el primer precio de la fundación de la civilización humana. Los mitos fundacionales de otras ciudades (como, por ejemplo, Roma) narran violencias y homicidios similares que, a veces, tienen como cómplices a los dioses. Las comunidades han tenido que aprender a gestionar las pulsiones violentas de los hombres para evitar su propia autodestrucción. La creación de tabúes fue uno de los instrumentos que se usaron para regular y controlar la violencia, para evitar que se hiciera mimética, repetida, explosiva. Las comunidades pagaron un alto precio por estos instrumentos, ya que los tabúes se imponían sobre personas y acciones que producían discriminación. Muchas veces, aquellos que eran objeto de tabú (mujeres, leprosos, pobres, enfermos, pueblos enteros) sufrían una verdadera persecución.

La relación entre una comunidad y sus tabúes presenta una ambivalencia radical. Por una parte, tabú es todo aquello que se debe evitar, aquello que no se puede tocar, aquello de lo que hay que inmunizarse para no contaminarse ni contagiarse de su espíritu (el mana). Las palabras asociadas al tabú no deben pronunciarse. La tierra del tabú no puede atravesarse. Las comunidades han cambiado, han muerto y han resucitado siguiendo el ritmo de la creación, violación y eliminación del tabú. Y, si bien de formas muy distintas, este  mismo ritmo ancestral de la tierra sigue marcando nuestra historia.

Al mismo tiempo, el contenido del tabú ejerce sobre las personas una atracción fatal, fuerte y por momentos invencible: no podemos violar el tabú, pero en el fondo nos gustaría hacerlo. El deseo de venganza sobre Caín («cualquiera que me encuentre me matará») es lo que origina su “marca” («que nadie toque a Caín»): Génesis 4,14. Sus palabras están prohibidas, pero la tentación de pronunciarlas es fuerte. Por ejemplo, en base a lo que Freud llama “el tabú de los dominadores”, los reyes no pueden ser tocados por sus súbditos; es una prohibición que tiene como fin contrastar la profunda pasión-deseo de matar a los reyes y dominadores que está presente en los miembros de las comunidades.

Los objetos, animales y personas consideradas tabú presentan, además, una doble característica: no pueden ser tocados pero tampoco pueden ser eliminados. El objetivo de la gestión de los tabúes no es su desaparición, porque si el tabú desapareciera se llevaría consigo también el límite de lo intransitable; la comunidad se contaminaría y por consiguiente caería exactamente en el mismo “pecado” que el tabú quiere evitar. El tabú y sus señales deben ser muy visibles; todos deben poder reconocer sus tótems.

Podemos entender muchas cosas del capitalismo y, en general, de la economía, si consideramos seriamente el tabú de la gratuidad. La relación entre gratuidad y mercado contiene los rasgos antropológicos del tabú. En primer lugar, en él encontramos la violencia originaria. Las comunidades tradicionales o pre-mercantiles se basaban en dos principios originarios y distintos: la jerarquía y el don. La jerarquía era el instrumento para gestionar el poder, mientras que el don regulaba la reciprocidad en las familias, en los clanes y en las comunidades. La llegada de los mercados se produce con la muerte del don, que debe morir para crear en su lugar el contrato y el intercambio comercial, que se caracterizan precisamente por no ser don, por no ser gratuidad. La economía de mercado no discute la jerarquía; es más, la radicaliza hasta tal punto que las empresas capitalistas, junto con los ejércitos, son los principales lugares donde la jerarquía sigue desempeñando una función esencial y en definitiva socialmente aceptada en la era de la democracia.

Sin embargo, en el origen del mercado hay una especie de violencia primordial sobre la gratuidad-don (aunque sus protagonistas no la adviertan ni la describan como tal). La violencia de Caín también está relacionada con el don y con la economía. Dios no aceptaba sus dones, y esa negación generó la violencia sobre Abel, la eliminación del hermano frágil que sí sabía hacer regalos. La gratuidad es frágil y vulnerable, como Abel; está expuesta al abuso, es indefensa y humilde. Pero Caín es también el protector de los oficios, el fundador de la primera ciudad, que toma el nombre de su hijo (Henoc). Su propio nombre tiene una fuerte asonancia con el verbo qanah: comprar. Además, según el libro del Génesis, la palabra “beneficio” (bècà) aparece en escena con la venta de José como esclavo por parte, otra vez, de sus hermanos (37,28). La fraternidad de los dones es negada por la aparición del beneficio. En Roma, el numus (moneda) era el no-munus (don). En la modernidad, en el mito fundacional de la economía política, “la mano invisible”, encontramos la tesis de que el motor de la riqueza de las naciones no es la “benevolencia”, la gratuidad de los comerciantes, sino sus intereses personales (Adam Smith). La mano visible que contenía los dones es sustituida por la mano invisible del mercado, que no es la Providencia de los antiguos puesto que su naturaleza es la ausencia del don.

La gratuidad en el mercado tampoco puede ser profanada, debe estar bien a la vista. La frontera que delimita su territorio coincide con los mismos límites del mercado. La tierra de lo gratuito comienza donde acaba la tierra del mercado, el contrato y los incentivos. La gratuidad comienza al otro lado de la verja de la empresa, una vez que hemos hecho la compra y volvemos a casa. Todos deben verlo, todos deben entenderlo sin necesidad de discursos complicados. Es suficiente ver sus señales y sus tótems: los carteles, la duración de los descansos, la gestión de las horas extras y sobre todo el lenguaje. Las palabras del tabú no pueden pronunciarse. ¡Ay de aquel que pronuncie la palabra don o gratuidad y sus sinónimos durante el desarrollo normal del trabajo!

Pero, como ocurría en algunas civilizaciones totémicas, también aquí hay momentos concretos en los que el objeto intocable del tabú puede y debe ser tocado, sacrificado, consumido ritualmente para poder adueñarse de su fuerza misteriosa y terrible. Así, en las convenciones de empresa se evoca, se pronuncia y se come el don, para volver a ponerlo al día siguiente en su tabernáculo inviolable. Se organizan iniciativas de voluntariado para los empleados y cenas sociales para ayudar a los pobres, siempre que sean actividades gestionadas y reguladas dentro de los tranquilizadores límites de las reglas y limitadas únicamente a esos momentos controlados. Estos donúnculos, dones domesticados, gestionados y controlados, son como nuevos muñecos vudú, que reproducen los semblantes de la persona verdadera (el don-gratuidad) con la esperanza de controlarla y embrujarla.

Entonces ¿cuáles son las razones profundas del temor que inspira la gratuidad en la economía capitalista hasta el punto de hacer de ella su primer tabú? La primera razón se encuentra, también en este caso, en su fascinación. En la gratuidad, como en todos los tabúes, la prohibición nace de un deseo profundo. No hay nada que deseemos más que el don: lo anhelamos, nos da vida, es nuestra vocación profunda. Y si la economía es vida, también en la vida económica la fascinación del don (dado y recibido) es fuerte, muy fuerte, demasiado fuerte.

Pero nada hay más transgresor que el don, nada hay más libre. Es transgresor y libre en todos lados, pero en el ámbito de la economía sus efectos serían especialmente devastadores. Porque destrozaría las reglas de los contratos y minaría la jerarquía. Si las empresas aceptaran y acogieran el registro del don-gratuidad, se encontrarían con personas imposibles de gestionar, imprevisibles, capaces de realizar acciones verdaderamente libres y no controlables por las jerarquías y los incentivos. Tendrían trabajadores que seguirían sus propias motivaciones intrínsecas, que al trabajar cruzarían los límites del contrato, demasiado estrechos y rígidos como para contener la fuerza excedente del don. Se encontrarían con personas que se saldrían del organigrama y de las descripciones de puestos de trabajo; personas con mucha más vida y por tanto productoras de mucho más jaleo y ruido, como ocurre con las cosas vivas. Y si los responsables de las empresas reconocieran este don como tal, si se volvieran agradecidos hacia sus compañeros y empleados, se crearía en las empresas esa reciprocidad libre y esos lazos fuertes que son los frutos típicos de los dones reconocidos, aceptados y correspondidos. Y la jerarquía cambiaría, se haría fraterna y por tanto frágil, vulnerable y expuesta, como el apacible Abel. Pero la fragilidad y la vulnerabilidad son los grandes enemigos de las empresas capitalistas y de su cultura inmunitaria. Para evitar el riesgo de reconocer el don y generar lazos fuertes, la cultura y el gobierno de las empresas responden simplemente negando el don. Así es como el tabú de la gratuidad renace y se fortalece cada día. Las empresas y los mercados se protegen de la gratuidad para protegerse de su propia muerte.

Pero hay una cosa más que decir. En los últimos años, el tabú de la gratuidad ha salido de la economía y de las grandes empresas para pasar progresiva y rápidamente a la sociedad civil, a las organizaciones sin ánimo de lucro, a las asociaciones, a los movimientos, a las comunidades. El tabú se está expandiendo y la casa de la gratuidad en la tierra es cada vez más estrecha. Las técnicas y los instrumentos de gestión, que hasta hace poco eran exclusivos de las grandes empresas y bancos, están entrando en muchos lugares de la sociedad civil. El verdadero precio, casi siempre invisible aunque muy alto, de la entrada de la dirección capitalista en las organizaciones civiles, en los movimientos y comunidades, es la progresiva eliminación del don libre de estos lugares. Y así, paradójicamente, el tabú de la gratuidad se crea precisamente en el corazón de realidades nacidas de y para la gratuidad.

¿Quién será capaz de violar este gran tabú de nuestro tiempo? Y si algún profeta lo hace por nosotros ¿seremos capaces de caminar hacia la tierra de las mujeres y los hombres libres? ¿O también nosotros, en el desierto, añoraremos la carne y las cebollas de la esclavitud?

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En la frontera y más allá/9 - Por un mercado guiado también por la «mano visible»: el don

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (45 KB) el 19/03/2017

Sul confine e oltre 09 rid«En cierto aspecto, vivimos en un mundo menos violento que cualquier otro del pasado. Pero hay otro aspecto que muestra exactamente lo contrario: un estremecedor aumento de la violencia y de las amenazas de violencia. En nuestro mundo se evitan más víctimas y a la vez se matan más víctimas que nunca.»

René Girard, La violencia y lo sagrado

El principal tabú del capitalismo es la gratuidad, a la que teme como al mayor de los peligros, pues si la dejara correr libremente por sus territorios, se contagiaría y su “veneno” decretaría su muerte, o bien – lo que es lo mismo – lo transformaría en algo sustancialmente distinto. Es difícil ver el tabú de la gratuidad dentro de nuestra economía (y de nuestra sociedad) porque está tapado por otro tabú: el del reconocimiento de su existencia. Así pues, para entender la relación profunda que existe entre gratuidad y capitalismo debemos violar este primer tabú, sencillamente empezando a hablar de él.

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Violemos el gran tabú

En la frontera y más allá/9 - Por un mercado guiado también por la «mano visible»: el don Luigino Bruni Publicado en  pdf Avvenire (45 KB) el 19/03/2017 «En cierto aspecto, vivimos en un mundo menos violento que cualquier otro del pasado. Pero hay otro aspecto que muestra exactam...
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En la frontera y más allá/8 – La socialidad barata se extiende y nos traiciona.

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (46 KB) el 12/03/2017

Sul confine e oltre 08 rid«La característica de un ánimo grande y noble es que no se preocupa por la utilidad de los beneficios que realiza, sino por el beneficio en sí»

Séneca, De Beneficiis

Sine merito: sin mérito. Este es el nombre que recibieron, entre el Medievo y la Modernidad, los primeros Montes de Piedad, aquellos proto-bancos populares creados y promovidos por los Franciscanos de la Observancia. Negando la presencia del mérito, ponían de relieve que se trataba de instituciones humanitarias o filantrópicas. Unos siglos antes, Bernardo de Claraval describía la pasión de Cristo como “donum sine pretio, gratia sine merito, charitas sine modo”: don sin precio, gracia sin mérito, amor sin medida. Para expresar el don excluía el precio, para expresar el amor suprimía la medida, para expresar la gracia negaba el mérito. De un lado estaban el mérito, el precio y la medida; del otro estaban el don, la gracia y el amor.

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Estas distinciones y oposiciones rigieron el ethos y la espiritualidad de Occidente durante muchos siglos, hasta que la cultura capitalista, con su nueva religión pelagiana y por tanto meritocrática, ha acabado por convencernos de que todas esas palabras estaban en el mismo lado pues eran amigas y aliadas. Nos ha persuadido de que el don y el precio iban juntos, el mérito era un nombre nuevo del amor, y la gracia/gratuidad sólo era útil si estaba presente en su “justa” (y microscópica) medida, como cuando las vacunas introducen en el cuerpo una minúscula dosis de virus para inmunizarnos de él.

Las mayores innovaciones humanas se han producido cuando alguien, en el seno de una religión, de una filosofía o de una tradición sapiencial, ha roto la relación económica-retributiva con los dioses, con los ídolos, con los reyes y faraones, y ha proclamado un jubileo “de liberación de los cautivos”. Una de estas grandes innovaciones antropológicas y teológicas se encuentra en el libro de Job, el libro bíblico que más ha luchado contra la lógica económico-retributiva de la fe. Este libro comienza con una apuesta entre Dios-Elohim y su ángel Satán, relativa exactamente a la gratuidad. El Satán, que, como leemos en el prólogo, había regresado de un viaje por la tierra y había observado la rectitud de Job, le pregunta a Dios: «¿Es que Job teme a Dios de balde? Has bendecido la obra de sus manos (…) Pero extiende tu mano y toca todos sus bienes; ¡verás si no te maldice a la cara!”» (Job 1,9-11). Es interesante que el autor del relato elija al Satán como exponente de la visión “económica” de la religión y de la vida; una elección que ya de por sí dice muchas cosas. El Satán reta a Elohim y a Job, reta a Dios y al hombre, para probar si en la tierra hay al menos un hombre que tema-ame a Dios “de balde”, es decir gratuitamente, sin una recompensa, sin una paga.

¿Sabemos ser buenos y justos por el valor intrínseco de la bondad y la justicia o simplemente porque esperamos alguna recompensa? ¿Somos capaces de un amor puro o, por el contrario, nos movemos dentro del registro comercial de dar-recibir? El tema de la gratuidad está profundamente relacionado con el de la libertad: ¿en qué queda la libertad propia y ajena si, en realidad, en el corazón de nuestros actos hay un “señor” que nos obliga a hacer lo que quiere a cambio de un pago? Cada vez que se supera la religión retributiva, el primer liberado es Dios mismo que, por fin, sale de los palacios de los reyes y emperadores y viene a habitar entre nosotros.

No debe sorprendernos que algunas etapas decisivas de la historia humana estén marcadas por debates, cismas y revoluciones directamente relacionadas con la gratuidad. ¿Qué es lo que nos salva verdaderamente? ¿Son los méritos, los incentivos y los beneficios, u otra cosa cuyo valor radica precisamente en que no es mérito, no es incentivo, no es beneficio? ¿Nosotros valemos, tenemos una dignidad infinita, porque lo merecemos, porque somos beneficiosos para alguien o para algo, o por alguna otra razón anterior a todo eso? Aquí se encuentra, en su esencia, la naturaleza de esa dimensión a la que llamamos gratuidad, que las culturas, las religiones y las filosofías han conjugado de muchas maneras, pero en cuyo centro se encuentra la dimensión de no-beneficio, no-mérito y no-incentivo. La resistencia constante que las civilizaciones han opuesto siempre, hasta hace poco, a la lógica del mercado respondía a la intuición, formulada de distintas maneras, de que cuando se desata el registro mercantil en las relaciones humanas, éste tiende inevitablemente a expulsar y a destruir algo tan vago, difícil de definir, sutil y esencial como la gratuidad.

Hoy, el instrumento principal con el que el culto capitalista está eliminando la gratuidad del mundo de los hombres es el incentivo. Gracias a Dios, siempre habrá mucha gratuidad en la naturaleza, en el sol, en el cielo, en la vida de los animales, en la lluvia, en la nieve y en los niños. Todo culto idolátrico tiende a eliminar de nuestros actos la dimensión intrínseca. Mientras hagamos cosas porque creemos en ellas o porque nos gustan, no seremos prisioneros de los ídolos. La ideología del incentivo vacía la acción de su dimensión intrínseca porque, al asignar un precio a cada cosa y a cada acto, acaba expulsando del mundo a la gratuidad. La incompatibilidad entre la gratuidad y la ideología del incentivo no radica en la oposición gratis-de pago (pues hay mucha gratuidad en las relaciones regidas por contratos y reguladas por precios, y hay muchos servicios que se ofrecen gratis sin que tengan gratuidad alguna). El conflicto es más radical y remite exactamente a la tesis del Satán: no es posible que las personas realicen cosas buenas gratuitamente, “sin recibir una paga”.

La fe en el incentivo se está extendiendo sin oposición porque, paradójicamente, se presenta como una expresión de la “libertad de los modernos”.

Una de sus últimas conquistas es la llamada economía colaborativa. Hoy, compartir la casa, el automóvil o la comida se presenta como una experiencia innovadora y más humana que las de los mercados tradicionales y las empresas capitalistas. Algunas de estas experiencias realmente lo son. Pero, como siempre, para entender lo que está ocurriendo también en este fascinante y variado mundo de la economía colaborativa, debemos ser capaces de ver sus efectos no intencionados, que son los más importantes.

La esencia de la economía colaborativa consiste en crear nuevos mercados en ámbitos que antes estaban regidos por la gratuidad. Hasta hace pocos años, para ir de vacaciones había que elegir entre ir a un hotel o a casa de un amigo. Si queríamos cenar fuera, la alternativa era ir a casa de amigos y familiares o ir al restaurante. Si queríamos viajar podíamos hacer autostop o utilizar medios de pago. Eran dos mundos bien distintos y regidos por lógicas bien diferentes: la gratuidad y el beneficio. Hoy se está desarrollando una tercera vía: para ir de vacaciones, podemos alojarnos en casa de familias desconocidas; para cenar fuera, podemos ir a casa de personas que organizan cenas; para viajar, hay una red que asocia la demanda y la oferta de viajes en coche; y muchas cosas más. Basta pagar un precio. El mercado sigue cumpliendo con su tarea, ofreciendo intercambios mutuamente provechosos que permiten encuentros entre personas que nunca se encontrarían si no fuera por estos nuevos mercados “colaborativos”, que funcionan gracias a la combinación entre socialidad y beneficio. Es un fenómeno que gusta mucho, porque parece que añade una nueva oportunidad sin afectar a todo lo demás (hoteles, amigos, restaurantes, trenes, autostop…). Amplía las posibilidades de elegir y por consiguiente parece que expande la libertad de las personas y de las sociedades.

En realidad, el mercado y sus actores ya se han dado cuenta de que la llegada de estos nuevos “productos low cost” no deja en absoluto indemnes a los mercados anteriores. También aquí se está produciendo una “destrucción creadora” que altera antiguos equilibrios y rentas y podría ocasionar a medio plazo una auténtica revolución. Por eso los protagonistas de los mercados de hoy reaccionan, se preocupan y los más avispados buscan alianzas con estos nuevos sujetos.

Pero en el segundo ámbito afectado por la revolución de la economía colaborativa, el de la gratuidad y la socialidad sine merito, se guarda silencio. Los intereses de los mercaderes son claros y fuertes, están concentrados y sus reacciones son decididas. En cambio, los “intereses” de los no-mercaderes son difusos, poco visibles y sobre todo muy débiles. La gratuidad no cuenta con organizaciones sectoriales, sindicatos ni, mucho menos, políticos de referencia. Nadie se mueve. Y no nos damos cuenta de que también en el otro lado de la economía colaborativa hay una “destrucción creadora” en marcha. Pero como afecta a bienes comunes sin derechos de propiedad, se realiza entre la indiferencia y el aplauso. Incluso a veces es acogida con el mismo entusiasmo con el que el emperador azteca Moctezuma acogió al español Cortés, pensando que había regresado su dios (Quetzalcoatl).

Cuando mi vecino comienza a organizar en su casa cenas de pago, crea un “coste de oportunidad”, invisible pero muy real. Y aunque yo no ponga un home restaurant, la creación de ese precio también actúa sobre mí. Porque cuando quiera calcular cuánto me cuesta invitar a siete amigos a cenar, ya no usaré el coste de mercado de los ingredientes sino el “coste de oportunidad” de la cena de los vecinos, que será mayor. Y a lo mejor un día termino decidiendo que el coste es demasiado alto y renunciando a esa socialidad gratuita o pidiendo un precio que al menos cubra el gasto. Otros seguirán invitando a cenar a sus amigos con un descuento del 50% sobre el precio de una cena similar en el piso de al lado. O prestaremos la casa a un familiar con un descuento del 80% sobre el precio corriente en la economía colaborativa de las viviendas. Nosotros nos sentiremos generosos y ellos pensarán que han recibido un regalo. Y los pobres estarán cada vez más excluidos de las casas, los viajes y las comidas, marginados por una cultura que ya no quiere a nadie ni a nada sine merito.

Estos nuevos mercados pronto estarán regulados y se convertirán en mercados como cualquier otro. Pero para entonces habremos reducido aún más el campo de la gratuidad y tendremos menos amigos.

En el libro de Job, el Satán no ganó la apuesta, porque Job fue capaz de seguir siendo justo “de balde”, gratuitamente. Durante más de dos mil años su victoria ha sido también la nuestra y hemos sido capaces de invitar a cenar “sin recompensa”.

Pero si mañana otro ángel realiza un nuevo viaje en busca de alguien capaz de gratuidad ¿encontrará un nuevo Job sobre nuestra tierra del mérito, el beneficio y el incentivo?

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En la frontera y más allá/8 – La socialidad barata se extiende y nos traiciona.

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (46 KB) el 12/03/2017

Sul confine e oltre 08 rid«La característica de un ánimo grande y noble es que no se preocupa por la utilidad de los beneficios que realiza, sino por el beneficio en sí»

Séneca, De Beneficiis

Sine merito: sin mérito. Este es el nombre que recibieron, entre el Medievo y la Modernidad, los primeros Montes de Piedad, aquellos proto-bancos populares creados y promovidos por los Franciscanos de la Observancia. Negando la presencia del mérito, ponían de relieve que se trataba de instituciones humanitarias o filantrópicas. Unos siglos antes, Bernardo de Claraval describía la pasión de Cristo como “donum sine pretio, gratia sine merito, charitas sine modo”: don sin precio, gracia sin mérito, amor sin medida. Para expresar el don excluía el precio, para expresar el amor suprimía la medida, para expresar la gracia negaba el mérito. De un lado estaban el mérito, el precio y la medida; del otro estaban el don, la gracia y el amor.

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El futuro es «sin mérito»

En la frontera y más allá/8 – La socialidad barata se extiende y nos traiciona. Luigino Bruni Publicado en pdf Avvenire (46 KB) el 12/03/2017 «La característica de un ánimo grande y noble es que no se preocupa por la utilidad de los beneficios que realiza, sino por el beneficio en sí»...
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En la frontera y más allá/7 - El sagrado instrumento lo compra todo. ¿Hasta cuándo?

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (43 KB) el 05/03/2017

Sul confine e oltre 07 rid«En un mundo donde todo se puede comprar con la moneda, la moneda lo es todo»

Giacomo Becattini, De una conversación privada

Desde el alba de las civilizaciones, el dinero ha tendido inevitablemente a invadir el territorio de lo sagrado. Los guardianes de lo sagrado han tratado de contener el dinero dentro de sus propios cauces, pero en algunos momentos de la historia, la moneda y lo sagrado se han aliado y han dado vida a cultos idolátricos y a muchas variantes de “mercados de indulgencias”. En nuestros tiempos, la difusión de la moneda ha generado un culto económico mucho más radical y expansivo que en edades anteriores. Pero esta nueva patología religiosa no está generando anticuerpos ni tampoco reformadores capaces de entender la gravedad del nuevo mercado global y de reaccionar con eficacia.

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La distinción-separación entre lo sagrado y lo profano es un eje fundamental de las religiones y de las culturas, aunque las experiencias que los pueblos han realizado y realizan de lo sagrado y de lo profano son muy distintas y ocupan todo el espectro que va desde lo sagrado que atrae y seduce hasta lo sagrado que aterroriza por tremendo. El humanismo bíblico conoce esta misma separación, pero también está atravesado por un gran y continuo intento de romper el umbral que separa lo sagrado y lo profano, la ciudad y el templo. Su alma profética y sapiencial se ha traducido en una larga y tenaz pedagogía para enseñarnos que el “lugar de Dios” no es la tienda ni el templo, sino la tierra. Todo el mundo es sagrado porque es creación y todo el mundo es profano porque Elohim está presente en la tierra sin convertirse en ella ni en sus cosas. Por eso, en el culmen de la revelación bíblica, leemos en referencia a la nueva Jerusalén: «no vi templo alguno en la ciudad» (Apocalipsis 21,22).

La separación entre lo sagrado y lo profano era (y es) sobre todo un sistema de control social, de creación y fortalecimiento de las jerarquías y castas. La primera y originaria distinción entre lo sagrado y lo profano generaba otra separación igualmente radical entre lo puro y lo impuro. Los impuros no tenían acceso a lo sagrado, al lugar de la pureza, que era tal en cuanto no contaminado por la impureza. En el mundo de las religiones siempre ha sido difícil ayudar y rescatar verdaderamente a los pobres porque, siendo por lo general impuros, los puros no podían tocarlos.

También el desarrollo de la economía y por tanto de la moneda está profundamente vinculado a esta radical distinción del mundo y en el mundo. Pero en el centro de las economías monetarias descubrimos un elemento que a lo largo del tiempo se ha revelado decisivo para la suerte de Europa, del mundo y del capitalismo: la moneda está exenta de las leyes de pureza/impureza. A diferencia de lo que ocurre con otros objetos, animales, personas y materiales orgánicos, la moneda no se convierte en impura cuando la tocan personas o cosas impuras. No son muchas las experiencias de leproserías y poblados de leprosos en los que circulaba una moneda especial que no podía salir de las fronteras rígidamente diseñadas y gestionadas por los “puros”.

Esta especial inmunidad del dinero es tan significativa como poco explorada. A diferencia de todas las demás cosas que se convierten en impuras cuando son tocadas por un ser o por un objeto impuro, la moneda que entra en contacto con la impureza no se convierte en impura. El primer “instrumento” que los cambistas medievales usaban para comprobar la autenticidad de las monedas eran los dientes. La primera habilidad de aquellos proto-banqueros, que mordían las monedas en los bordes, comenzaba por la sensibilidad dental. La moneda se consideraba tan pura que se podía introducir en la boca. La frase “Pecunia non olet” (la moneda no huele) expresa también esta antigua inmunidad y falta de contaminación del dinero, que aparece en distintas formas en todas las civilizaciones. Pero al mismo tiempo, debido a la decisiva influencia del cristianismo, al dinero se le conocía también en el Medievo como “el estiércol del demonio” que, siendo tal, debía oler muy mal. Puede oler, pero el contacto con él no contamina. Es el único estiércol que no produce impureza. Entonces, no resulta sorprendente que en la Europa cristiana fueran sobre todo los judíos, confinados en guetos, quienes gestionaban el dinero, y que en la India tradicional fueran sobre todos los parias los encargados de las funciones bancarias. Los descartados, considerados portadores de alguna impureza, cuando tocaban las monedas las transformaban en la única “cosa” que podía circular entre todos sin contaminar a nadie. Dos “negativos” que, multiplicados entre sí, daban mágicamente un resultado "positivo".

Esta especial protección de la impureza ha convertido a las monedas en objeto de intercambio en todas partes y con cualquier persona: entre cristianos, judíos, musulmanes, fieles e infieles, incluso con pueblos a los que esas religiones consideraban idólatras. Sin este estatuto especial de inmunidad y de exención del dinero, no se habría desarrollado el comercio en el Medievo ni habría nacido el capitalismo global.

Este especial salvoconducto del que gozaban las monedas servía también para entrar en el reino de los muertos. La tradición de poner monedas en el cuerpo, en los ojos o en la boca de los difuntos es muy antigua. Los sacerdotes egipcios se negaban a transportar por el Nilo a los muertos que no habían saldado sus deudas antes de morir. Y, por extensión, se ponían monedas en las tumbas para pagar el peaje de Caronte o para saldar hipotéticas culpas-deudas aún no satisfechas a la llegada al reino de los muertos. En esta creativa “partida doble” entre cielo y tierra, la moneda se convertía en un medio para cancelar en el más allá culpas adquiridas en el más acá. Es muy emblemático el pago del óbolo para atravesar la última frontera. La moneda, convertida en el objeto terrestre que más se parece a los dioses, es el objeto más profano, la cosa que menos huele es la que más huele, pero no está sujeta a las primeras leyes religiosas de la impureza y por consiguiente puede ser tocada por todos sin ninguna consecuencia.

Así, cuando a finales del Medievo se le ocurría a algún poseedor de moneda usar el dinero para pagar a otro con el fin de que cumpliera una promesa propia o un voto (cruzadas, peregrinaciones), o pagar a los pobres para que rezaran o hicieran penitencias por su cuenta, o incluso comprar con dinero el descuento de años de purgatorio o un trozo de paraíso, no se trataba de nada verdaderamente innovador, pues las monedas siempre habían tenido una naturaleza y un poder sobrenatural. En el mundo bíblico y en los Evangelios, la moneda “impura” desempeñaba un papel importante. Pero la impureza de las monedas estaba vinculada a la presencia impresa en ellas de reyes, animales o, en todo caso, imágenes idolátricas. Aunque no sin pesar, los judíos manejaban y tocaban las monedas que consideraban impuras. Había un solo lugar en el que aquellas monedas no podían entrar: el templo. En su interior sólo se admitían monedas sin imágenes idolátricas, y aquellas monedas puras eran el lenguaje con el que se comunicaba con YHWH a través de sacrificios y ofrendas.

El “desencanto del mundo” y la desacralización de la tierra son también (y en cierto sentido principalmente) resultado del salvoconducto del que la moneda ha disfrutado ante todas las fronteras visibles e invisibles.

Además, si nos fijamos bien, descubriremos otros aspectos interesantes que se esconden bajo la inmunidad de la moneda. La exención de la moneda de las reglas de pureza/impureza no ha eliminado ni reducido los sistemas de castas en el mundo, sino que los ha reforzado e incluso ha creado otros nuevos. Antes que nada, hay que decir que siempre ha habido y sigue habiendo impuros también en relación con la moneda. Eran y son aquellos que no están en condiciones de poseer la moneda, aquellos que no la tocan. Por otra paradoja de la economía, la impureza de las sociedades monetarias nace de un no-contacto: es impuro aquel que no puede tocar la moneda. Impuro por ser pobre, descartado de los paraísos de los ricos y de los grandes, excluido del club del mercado. Hoy como ayer.

Pero hay algo aún más radical y por tanto poco visible a simple vista. En la antigüedad, la moneda, que atravesaba las distintas clases sociales, permitía a los ricos y a los brahmanes utilizar los servicios de los trabajadores manuales y de los pobres sin tener que “tocarlos”, sin necesidad de entrar en una relación personal con ellos. Pagando un poco de dinero, por lo general muy poco, los que detentaban el poder conferido por la moneda conseguían y consiguen disponer de manos y brazos sin tener que tocarlos. Con el desarrollo de la economía de mercado y, después, del capitalismo financiero, la moneda se ha convertido en el gran mediador de nuestro tiempo, en el instrumento que nos permite vivir cerca unos de otros sin tocarnos para no contaminarnos, para que la diversidad no nos hiera. Con la desmaterialización del dinero que se está produciendo en nuestra época gracias a la técnica, se ha amplificado la naturaleza “espiritual” del dinero. Como ocurre con los dioses más evolucionados, el dinero no se ve pero actúa, obra, salva y condena. La moneda electrónica invisible media cada vez más nuestras relaciones recíprocamente inmunes, con la novedad de que ya ni siquiera es necesario tocarla; se ha convertido mágicamente en un “mediador ausente”. Los parias ya no tocan la moneda, purificándola con su impureza, pero en el subsuelo de nuestro capitalismo muchos siguen lavando dinero sucio. Son los nuevos descastados, pero con la misma antigua función.

Para terminar, hay otra novedad decisiva en nuestra civilización de la moneda invisible y omnipotente, si la comparamos con las anteriores. Hasta hace poco, las cosas que podían comprarse con moneda en definitiva no eran tantas y casi nunca eran decisivas. Con ella no podían comprarse los bienes más importantes de la vida, tan solo una pequeña parte de salud, una pequeña parte de aprecio, una parte (no tan pequeña) de confort y de cuidados. Durante milenios, las monedas podían comprar poco, ciertamente no todo, y sobre todo eran escasas y estaban en pocas manos. La naturaleza sagrada y mistérica de la moneda dependía también de su escasez y por tanto de la ignorancia e incompetencia que experimentaba la inmensa mayoría de las personas cuando entraba en contacto con ella. Era algo parecido a lo que hoy experimenta la inmensa mayoría de las personas con respecto a las nuevas finanzas.

Sin embargo, hoy con la moneda podemos comprar muchas cosas y nos gustaría comprarlo casi todo. Nos están convenciendo de que se puede y se debe comprar todo, desde la salud hasta la juventud, desde la justicia hasta la belleza. Se está instaurando un nuevo y global “mercado de indulgencias”, donde a cambio de dinero se promete y se compra el paraíso y el purgatorio, donde los ricos compran de los pobres tiempo, servicios, cuidados, vida. Es cierto que ya no pagamos a un pobre para que rece por nosotros o para que vaya en nuestro lugar a las cruzadas o a Santiago de Compostela, pero sí para que nos venda un riñón, nos engendre un niño o nos ayude a morir.

La moneda sigue queriendo comprar el paraíso. Y nosotros se lo permitimos, entre otras cosas porque hemos olvidado como era el verdadero.

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En la frontera y más allá/7 - El sagrado instrumento lo compra todo. ¿Hasta cuándo?

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (43 KB) el 05/03/2017

Sul confine e oltre 07 rid«En un mundo donde todo se puede comprar con la moneda, la moneda lo es todo»

Giacomo Becattini, De una conversación privada

Desde el alba de las civilizaciones, el dinero ha tendido inevitablemente a invadir el territorio de lo sagrado. Los guardianes de lo sagrado han tratado de contener el dinero dentro de sus propios cauces, pero en algunos momentos de la historia, la moneda y lo sagrado se han aliado y han dado vida a cultos idolátricos y a muchas variantes de “mercados de indulgencias”. En nuestros tiempos, la difusión de la moneda ha generado un culto económico mucho más radical y expansivo que en edades anteriores. Pero esta nueva patología religiosa no está generando anticuerpos ni tampoco reformadores capaces de entender la gravedad del nuevo mercado global y de reaccionar con eficacia.

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Omnipotente es la moneda

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En la frontera y más allá/6 - Las «canciones» del analfabetismo espiritual

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (45 KB) el 26/02/2017

Sul confine e oltre 06 rid«Mis palabras son demasiado difíciles para ti, por eso te suenan demasiado fáciles»

Yehudah ha-Levi, Kuzari

Uno de los fundamentos de la vida buena de los seres humanos es la regla de oro del mutuo provecho. El mercado es una red de intercambio de intereses recíprocos: Pero también podemos describir las asociaciones e incluso las comunidades y las familias como un entramado de relaciones mutuamente provechosas.

Si nos movemos dentro del registro del mutuo provecho en los procesos educativos y en las acciones encaminadas a reducir la vulnerabilidad económica y social, cabe esperar que las prácticas que realicemos sean más respetuosas con la dignidad de la persona, más responsables y menos paternalistas. Por este motivo, en todos los tiempos ha habido sabios que han considerado la reciprocidad (no el altruismo ni el interés individual) como la primera regla de la vida comunitaria y social. Pero hay lugares de la vida donde no es bueno buscar el mutuo provecho, porque la satisfacción de los intereses recíprocos única y exclusivamente lleva a la desnaturalización y degeneración de esas relaciones. Uno de esos ámbitos es el de la espiritualidad.

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En nuestro tiempo hay una gran oferta de espiritualidad barata, también en el mundo de las grandes empresas. El capitalismo de última generación, intuyendo que los trabajadores son seres espirituales y simbólicos, intenta proporcionar un poco de espiritualidad también en el puesto de trabajo. Por mutuo provecho, para tener trabajadores más felices, equipos de trabajo más productivos y mayores beneficios para la empresa. Pero dado que es difícil “ofrecer” y “demandar” una espiritualidad verdadera y seria, especialmente en una cultura, como la nuestra, que ha perdido contacto con la fe y con la piedad popular, la misma palabra “espiritualidad” se ha vuelto ambigua. Entender y apreciar hoy una oración o un salmo es por lo menos tan difícil como entender y apreciar las sinfonías de Mahler o de Respighi.

Estamos inmersos en un proceso de analfabetismo espiritual. Hemos perdido capacidad para la vida interior, para la paz del alma y el silencio del corazón. Hemos acelerado el transcurso del tiempo y, después, hemos llenado cada fracción. Cuando nos acercamos a libros como la Biblia, que es un texto de poesía y verdadera espiritualidad, se nos antojan difíciles, lejanos, demasiado lejanos, y mudos. No nos hablan, no los entendemos, no los amamos y no nos aman.

La espiritualidad auténtica no es un bien de consumo. No aumenta nuestro confort. No equivale a un masaje o a una ducha emocional en el spa del hotel donde se realiza la convención de la empresa. El bendito día en que conocemos una espiritualidad verdadera y nos sentimos llamados interiormente a emprender un nuevo y maravilloso camino, empieza una verdadera liberación. Entramos en crisis, la vida nos da un vuelco, sobre todo al principio, perdemos productividad, nuestra eficiencia no aumenta. Durante mucho tiempo, años, estamos demasiado distraídos por “cosas” que las empresas no quieren.

Y así, buscando el mutuo provecho, el mercado baja los precios y ofrece imitaciones de la espiritualidad, fáciles e inocuas, que nos entretienen y activan nuestras emociones más simples. Esas emociones, cuando se calman, nos dejan como estábamos; no nos piden ninguna conversión y nos confirman en lo que ya éramos y hacíamos. En lugar de “sinfonías”, nos ofrecen canciones pegadizas que nos recuerdan las estructuras melódicas y armónicas de las obras verdaderas, a veces cantadas por estrellas de la ópera. Y todos somos felices: las empresas, los trabajadores y los cantantes. Sólo sufren Mahler y Respighi, además de aquellos que les aman y les aprecian. Mejor Paulo Coelho que Isaías; mejor el Evangelio de Tomás que el de Marcos.

Este es un caso típico en el que no se cumple la regla que dice que “más vale poco que nada”. Ese “poco” no es una porción o una degustación del mismo bien. Es una mercancía de otra naturaleza, y (casi) siempre la canción acaba extinguiendo el deseo de las sinfonías.

Esta reducción de la fe y la espiritualidad a bienes de confort está también influyendo decisivamente en lo poco que queda de vida religiosa y espiritual en las iglesias, en las parroquias y en las comunidades religiosas, nuevas y antiguas. Esta es otra de las múltiples paradojas de nuestro tiempo confuso, otra elocuente señal de la naturaleza religioso-idolátrica del capitalismo. La espiritualidad reducida a bien de consumo considera al fiel como a un cliente cuyos gustos hay que satisfacer de la mejor manera posible. Nuevas ofertas religiosas encaminadas a dar respuesta a la demanda de consumo espiritual están caracterizando cada vez más el panorama religioso.

En el curso de su larga historia, el humanismo judeo-cristiano varias veces se ha visto profundamente influenciado por la lógica del mercado. En la Biblia hay abundantes episodios, relatos y palabras tomadas en préstamo del léxico y la mentalidad de la economía de su tiempo. Para entender la Alianza hay que conocer los tratados comerciales de aquel tiempo. Lo mismo con la Ley (Torah) o los amigos de Job. Si no consideramos la economía, tampoco entenderemos muchas palabras del Nuevo Testamento y del Medievo cristiano. El comercio y la economía siempre han proporcionado categorías y palabras para interpretar y contar los acontecimientos religiosos. Pero las categorías económicas y comerciales sistemáticamente han llevado a la fe por caminos equivocados, más fáciles pero malos.

Los profetas y algunos libros sapienciales intentaron enderezar los caminos torcidos, mostrando a otro Dios y a otro hombre, liberados de la lógica comercial y de la religión retributiva. En el cristianismo aún no nos hemos liberado del todo de la “teología de la expiación”, que durante muchos siglos nos ha hecho leer la encarnación y la muerte de Jesús como el pago de un “precio” a un Dios-Padre poseedor de un crédito infinito contra la humanidad por sus infinitos pecados y deudas, que sólo podía ser pagado y aplacado con el sacrificio de su Hijo unigénito. Esta teología-ideología económico-retributiva nos ha alejado mucho de la Biblia, nos ha velado las páginas más hermosas de los Evangelios y de San Pablo, y ha deformado la idea de Dios y de los hombres. Las metáforas y los lenguajes no son nunca instrumentos neutrales: las palabras crean, todas ellas, también las equivocadas.

Hoy estamos viviendo otra época en la que la economía ejerce una influencia profunda sobre la fe y la espiritualidad. Es la más grande y poderosa de todas las que hemos conocido a lo largo de la historia. El mercado está cambiando progresivamente la cultura religiosa, a la que antes había combatido y reducido a mercancía, y está creando nuevas “teologías de la expiación y de las deudas”, más poderosas que las antiguas, debido a la inédita potencia de nuestro mercado. El fenómeno es muy amplio. Superficialmente se manifiesta por la entrada en las parroquias y movimientos del lenguaje y las categorías de la dirección de empresas. Liderazgo, velocidad, eficiencia, e incluso mérito, son palabras que constituyen ya el vocabulario ordinario de muchas comunidades, movimientos, parroquias y familias.

Pero para ver las cosas más interesantes debemos mirar más allá de la superficie. Pensemos, por ejemplo, en el creciente desarrollo de “liturgias emocionales”, donde las personas participan sobre todo mediante la activación de su dimensión sentimental y emotiva. La gente llega a la Iglesia o a los grupos influenciada por una cultura centrada en el consumo, que activa las emociones y, en línea con la cultura hedonista de este capitalismo, tiende a buscar el placer. Por eso pide, más o menos conscientemente, que también las liturgias y las prácticas religiosas satisfagan sus necesidades emotivas. Si los responsables de comunidades y movimientos creen en la lógica económica del “mutuo provecho”, entonces bajan los precios, y satisfacen las preferencias de los consumidores-fieles que pronto se convierten en fieles-consumidores.

Es difícil ver esta deriva consumista de la fe, porque la liturgia y la experiencia de la fe siempre han sido acontecimientos globales, que involucran a toda la persona, incluidas sus emociones. En las experiencias espirituales se activan todos los sentidos: los ojos admiran la belleza de la arquitectura, de las vidrieras y frescos, las manos estrechan otras manos, los oídos escuchan la música… Pero también los cultos idolátricos y totémicos eran y son experiencias sensoriales globales, a los que la Biblia y los cristianos se han opuesto siempre con dureza. Nunca habríamos tenido dos mil años de civilización cristiana si en las liturgias de los primeros tiempos hubieran prevalecido las dimensiones emotivas y de consumo. La Revelación habría sido absorbida por los cultos naturales del entorno.

Como nos recordará siempre la gran tradición sapiencial, el camino que conduce a los templos está lleno de trucos y de algunas trampas mortales. Existe un “punto crítico” en el eje del consumo emotivo que no hay que superar. Sin la participación de la emotividad, la espiritualidad no se hace carne y no salva. Pero si la dimensión emocional y de consumo se convierte en el único o el principal registro de la fe, con toda probabilidad perderemos contacto con el mundo bíblico y nos encontraremos, sin quererlo ni saberlo, en un banquete idolátrico donde las primeras víctimas sacrificiales seremos nosotros mismos. Las comunidades cristianas tuvieron que luchar no poco para que sus cenas fueran distintas de las que caracterizaban los ritos de los pueblos mediterráneos; para decir que la eucaristía era única y exclusivamente gratuidad, comunión dada, recibida, dada de nuevo, acción de gracias. Por eso a aquella cena le pusieron el nombre más bello: agape, el mismo nombre de su Dios distinto.

La eterna tentación del consumismo idolátrico se vence cuando no se retiene a las personas dentro de las liturgias, cuando se pasa de la “espiritualidad-consumo” a la “espiritualidad-producción”, a la multiplicación de la comunión fuera del templo, sin enterrar el talento en las criptas de las iglesias. En cambio, el énfasis en la fe emotiva bloquea a las personas en las casas y en las iglesias, las ancla a los sillones y a los bancos, no les deja salir para liberar a nadie, ni siquiera a uno, ni siquiera a ellas mismas. El énfasis en el consumo individual y colectivo de bienes religiosos transforma inevitablemente a las comunidades en clubs, nos aleja de la historia, de la encarnación, de las periferias, de los pobres. Y cuando acaba la liturgia emocional, de ese alimento no queda nada. La auténtica vida espiritual no es una aspirina, sino una sustancia de lenta absorción, que da fruto en el momento oportuno, cuando dentro de nosotros nos encontramos con algo y con Alguien que había crecido en silencio en nuestro campo, mientras nosotros nos ocupábamos de otra cosa, de los otros. La fe hecha únicamente de consumo no nos ayuda a caminar en la vida fuera del templo. Y la bella laicidad del camino, muere. 

 

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En la frontera y más allá/6 - Las «canciones» del analfabetismo espiritual

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (45 KB) el 26/02/2017

Sul confine e oltre 06 rid«Mis palabras son demasiado difíciles para ti, por eso te suenan demasiado fáciles»

Yehudah ha-Levi, Kuzari

Uno de los fundamentos de la vida buena de los seres humanos es la regla de oro del mutuo provecho. El mercado es una red de intercambio de intereses recíprocos: Pero también podemos describir las asociaciones e incluso las comunidades y las familias como un entramado de relaciones mutuamente provechosas.

Si nos movemos dentro del registro del mutuo provecho en los procesos educativos y en las acciones encaminadas a reducir la vulnerabilidad económica y social, cabe esperar que las prácticas que realicemos sean más respetuosas con la dignidad de la persona, más responsables y menos paternalistas. Por este motivo, en todos los tiempos ha habido sabios que han considerado la reciprocidad (no el altruismo ni el interés individual) como la primera regla de la vida comunitaria y social. Pero hay lugares de la vida donde no es bueno buscar el mutuo provecho, porque la satisfacción de los intereses recíprocos única y exclusivamente lleva a la desnaturalización y degeneración de esas relaciones. Uno de esos ámbitos es el de la espiritualidad.

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Los dioses fáciles de los mercados

En la frontera y más allá/6 - Las «canciones» del analfabetismo espiritual Luigino Bruni Publicado en pdf Avvenire (45 KB) el 26/02/2017 «Mis palabras son demasiado difíciles para ti, por eso te suenan demasiado fáciles» Yehudah ha-Levi, Kuzari Uno de los fundamentos de la vida buena ...
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En la frontera y más allá/5 – En el tempo de la «meritocracia espiritual» de los líderes

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (51 KB) el 19/02/2017

Sul confine e oltre 05 rid«La espiritualidad en el trabajo parece ser un nuevo y significativo paradigma en la dirección de empresas, que los ejecutivos podrán aprovechar con el fin de mejorar sus propias organizaciones y aumentar, entre otras cosas, el niveles del compromiso organizativo, la satisfacción y el desempeño de los empleados»

Sofia Lupi, La espiritualidad en las organizaciones

La antigua “ley de Gresham” (la moneda mala expulsa a la moneda buena) está volviendo a la vida en el “mercado de la espiritualidad”. Esta ley se cumplía cuando circulaban en las plazas dos tipos de moneda, la buena y la falsa, que no era fácilmente reconocible. Todo el mundo quería librarse de la moneda falsa y así la hacía circular, mientras que en poco tiempo la buena desaparecía de la circulación.

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El culto capitalista-meritocrático, más “ligero” y de rápida circulación, está desplazando a la fe genuina y tradicional. Vende sus cultos totémicos como una gran innovación, que amenaza con infectar incluso lo que queda de la antigua fe, que se ve embelesada y seducida a su vez por el nuevo culto. La primera gran operación del capitalismo de última generación consistió en reducir a mercancía la espiritualidad y las religiones. La segunda y más reciente operación es una auténtica obra maestra: transformar las grandes empresas en los primeros consumidores de estas “mercancías espirituales”.

Pensemos en los ritos empresariales, nueva moda en las grandes empresas, donde las formas litúrgicas y los rituales típicos de las antiguas idolatrías son cada vez más frecuentes. Ritos de iniciación colectiva y “team building” en los que se abandona a los grupos de trabajo durante unos días en bosques o desiertos; juegos de rol cada vez más extravagantes encaminados a acrecentar el “espíritu” de equipo; sesiones de “escape room”, donde se encierra a las personas durante un tiempo para que resuelvan enigmas y encuentren la salida dentro del tiempo establecido. Son verdaderos ritos sociales, que están sustituyendo a los ya arcaicos ejercicios de “confianza”, donde uno se dejaba caer de espaldas y así mostraba su confianza en los demás miembros del grupo.

Cuando algunas empresas innovadoras introdujeron estos juegos para adultos, hace unos años, los veíamos como momentos de recreo e incluso nos resultaban divertidos. Pero en un momento dado el juego se nos fue de las manos, se acabó la risa y nos convencieron de que todo era muy serio. Y nos lo creímos. Incluso las tradicionales convenciones, donde todos los empleados se ponían el uniforme (o la camiseta) de la empresa y cantaban sus tristes himnos, han sido sustituidas por liturgias más sofisticadas. Una de ellas es el “teatro de empresa”, donde los empleados, en las fiestas, representan piezas teatrales escritas o revisadas por los consultores, para sublimar los conflictos y las frustraciones del trabajo. O los llamados “road show”, donde los altos ejecutivos visitan las distintas secciones o filiales para conocer directamente a los trabajadores en su ambiente. Son verdaderas visitas pastorales, que se alternan con otras ad limina.

Así pues, no debe sorprendernos que una última frontera de las grandes empresas sea la espiritualidad de la dirección, que está conociendo un verdadero boom. Cada vez hay más congresos, cursos y libros sobre temas fascinantes: “amor y perdón en la dirección”, “cómo formar líderes espirituales”, “interioridad y liderazgo” y muchos otros. Las empresas invitan a gurús de cualquier “religión”, antigua o nueva, con tal de que acrecienten el “capital espiritual” y cultiven el karma de la empresa. Algunas empresas ya disponen de “meditation rooms” donde es posible dedicar algunos minutos (bien tasados) a recuperar energía espiritual. Otras realizan verdaderas liturgias y oraciones al comienzo de las reuniones de trabajo o de los “retiros espirituales” de empresa. Hace mucho que la economía conoce bien estos ritos y liturgias “laicas”. Pero hasta hace poco tiempo permanecían secretas, accesibles sólo para algunos, y eran contrastadas con fuerza por las iglesias y el mundo del trabajo. Hoy son públicas, populares y alabadas por (casi) todos.

Un ámbito en el que esta oleada de espiritualidad es especialmente evidente y peligrosa es el variado mundo del liderazgo. Líder y liderazgo, conjugados con adjetivos cada vez más creativos, se están convirtiendo en el santo y seña de esta nueva religión, que casa perfectamente con la ideología meritocrática. Palabras como responsable, director o jefe ya están viejas y superadas, relacionadas con un capitalismo demasiado trivial. Por eso surgen estos nuevos términos, pronunciados siempre en inglés, la lengua sagrada. Los líderes, a diferencia de los viejos directores, deben tener carisma, atractivo. En las nuevas empresas es indispensable obtener el consenso del alma y del corazón, no basta el del contrato, y sólo un líder puede ganarse esta adhesión del espíritu. Debido a la naturaleza misma del liderazgo, no todos podemos ser líderes. Para eso están los consultores y los profesionales, que saben reconocer en los trabajadores las señales de la vocación al liderazgo. Los seleccionan, los forman y los preparan para su misión, que esencialmente consiste en manipular el consenso de las personas a las que guían para que den un asentimiento voluntario a las propuestas del líder.

El objetivo último del líder es la adhesión intencionada y libre de sus seguidores a los objetivos del grupo, que hay que interiorizar y seguir gracias a la habilidad y al carisma del líder. Es la superación definitiva de la jerarquía y de la coerción: el líder tiene el don de transformar órdenes exteriores en órdenes interiores, donde cada seguidor, adhiriéndose íntimamente a las directivas del líder, se obedece sólo a sí mismo, con el mayor respeto a la autonomía del trabajador-seguidor. Finalmente se hace realidad el sueño de un sistema de producción “fraterno”, no basado en el conflicto y en la lucha, sino en el consenso libre y recíproco del corazón.

Si leemos con atención entre las líneas de la nueva teoría y praxis del liderazgo de última generación, descubriremos que la figura del líder ideal es el profeta; es decir, alguien a quien se sigue libremente y con alegría por la fuerza de su carisma, por su autoridad, por su atractivo espiritual. Alguien que tiene la capacidad de convertir interiormente a sus seguidores sin necesidad de ninguna orden ni control, porque los trabajadores interiorizan su palabra, haciéndose perfectamente autónomos y ley para ellos mismos. Y sobre todo están felices de seguirle.

El liderazgo de última generación se presenta como un liderazgo espiritual, dando vida a una nueva forma de meritocracia: la “meritocracia espiritual” (Shawn van Valkenburgh). Esta new age empresarial del tercer milenio, uniendo meritocracia y espiritualidad, está implementando perfectamente la religión retributivo-económica contra la que lucharon con todas sus fuerzas Job, los profetas y después el cristianismo. Lo más impresionante es que todo esto está ocurriendo no sólo ante el silencio del mundo amigo del trabajo verdadero y de la gente, sino también de buena parte del mundo eclesial y de las “verdaderas” religiones en general. Entre los gurús a los que se invita para que hablen de espiritualidad a los directivos, se encuentra un número cada vez mayor de monjes y sacerdotes. Los cursos de liderazgo para párrocos y “líderes” de comunidades religiosas crecen como la espuma, organizados y vendidos, evidentemente, por las mismas sociedades de consultoría y escuelas de negocios.

Por desgracia, los promotores y divulgadores de estas cuasi-teorías no saben que los profetas bíblicos y los fundadores de auténticos movimientos carismáticos, nunca se consideraron líderes. Los principales profetas de la Biblia (de Moisés a Jeremías), cuando recibieron la llamada de Dios, opusieron resistencia, precisamente porque no se consideran líderes y mucho menos querían serlo. La sola idea de ser líderes les aterrorizaba. En cambio, donde sí se reunían espontáneamente muchos hombres que ansiaban convertirse en líderes era en las escuelas proféticas, que producían multitud de “profetas de profesión” y, sobre todo, muchos falsos profetas y charlatanes. La primera ley que la gran sabiduría bíblica nos ha dejado reza: “desconfiad de aquellos que se ofrecen como candidatos a profetas, porque casi siempre son falsos profetas”, embaucadores o, como diríamos hoy, simplemente narcisistas. La historia y la vida verdadera nos dice que uno se convierte en “líder” cuando no quiere serlo. Pero sobre todo nos dice que cuando las comunidades se ponen a diseñar líderes en un despacho acaban, en el mejor de los casos, haciendo un agujero en el agua, y en el peor, formando monstruos, aunque estén movidos por las mejores intenciones. Hace apenas un par de décadas, cuando todavía estaba viva la tradición sindical y la cultura del trabajo de verdad, estos fenómenos habrían sido denunciados como abusos de la peor calaña, habría sido objeto de lucha y, sobre todo, de ridículo y mofa. Esta nueva sub-cultura se habría hundido entre risas y desdén. Hoy, en cambio, dada la crisis espiritual y ética en la que hemos caído, estas manipulaciones se presentan como innovación, humanismo, gestión participativa y modernidad, y son acogidas con entusiasmo.

Hoy debemos pedir a las empresas más laicidad, muchas más laicidad. Que cumplan con su deber y redimensionen sus propósitos imperialistas en el mundo y en el alma. De las empresas no queremos profetas ni salvación, sino que nos dejen más espacios libres, un pedazo de tierra libre donde podamos cultivar las plantas y las flores que nos gustan. Las empresas pueden hacer muchas cosas buenas, pero no todas. Que las empresas que quieran aumentar sinceramente el bienestar de sus trabajadores (las hay), las que hayan comprendido que cultivar la vida espiritual les hace vivir mejor, les dejen un tiempo adecuado para cultivar estas dimensiones esenciales de la vida pero fuera del puesto de trabajo. Con su familia, con sus amigos, con sus comunidades. Que no busquen el monopolio de las vidas y de las almas. La espiritualidad buena, que da vida, necesita más aire que el que cabe dentro de la oficina, más cielo que el que se ve desde las ventanas de la empresa, más luz que la de las lámparas led. Y sobre todo necesita dos palabras que se podrían resumir en una: libertad y gratuidad. El arte, la fe o la oración se encuentran entre las expresiones humanas más hermosas y sublimes, porque no tienen otro fin que la belleza, la fe o la oración. El único fin que pueden tener es el infinito. En cambio, cuando intentamos orientarlas, darles una finalidad, usarlas, estas realidades maravillosas se convierten en caricaturas, en juguetes y, a veces, en monstruos.  

Detrás de la oferta y la demanda de espiritualidad que está surgiendo del capitalismo ciertamente también hay buenas intenciones, mezcladas con manipulaciones y mucha ingenuidad. Pero los efectos más importantes en las realidades sociales y organizativas son los no intencionados y los de medio plazo. Si hoy infravaloramos el movimiento de la espiritualidad empresarial, si no lo criticamos e incluso lo alentamos, tal vez mañana, para encontrar una misa en la ciudad, tengamos que pedir que nos dejen entrar en una empresa. Será una misa laica, aunque muy espiritual, ofrecida gratuitamente. Y nosotros daremos gracias.

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En la frontera y más allá/5 – En el tempo de la «meritocracia espiritual» de los líderes

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (51 KB) el 19/02/2017

Sul confine e oltre 05 rid«La espiritualidad en el trabajo parece ser un nuevo y significativo paradigma en la dirección de empresas, que los ejecutivos podrán aprovechar con el fin de mejorar sus propias organizaciones y aumentar, entre otras cosas, el niveles del compromiso organizativo, la satisfacción y el desempeño de los empleados»

Sofia Lupi, La espiritualidad en las organizaciones

La antigua “ley de Gresham” (la moneda mala expulsa a la moneda buena) está volviendo a la vida en el “mercado de la espiritualidad”. Esta ley se cumplía cuando circulaban en las plazas dos tipos de moneda, la buena y la falsa, que no era fácilmente reconocible. Todo el mundo quería librarse de la moneda falsa y así la hacía circular, mientras que en poco tiempo la buena desaparecía de la circulación.

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La salvación no es una empresa

En la frontera y más allá/5 – En el tempo de la «meritocracia espiritual» de los líderes Luigino Bruni Publicado en pdf Avvenire (51 KB) el 19/02/2017 «La espiritualidad en el trabajo parece ser un nuevo y significativo paradigma en la dirección de empresas, que los ejecutivos podrán ...
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En la frontera y más allá/4 - Una "carestía de gratitud" llena el mundo de condenados

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (38 KB) el 12/02/2017

Sul confine e oltre 04 rid«La desgracia en sí misma es inarticulada. Los desgraciados suplican silenciosamente que se les proporcionen palabras para expresarse. Hay épocas en las que no se les concede.»

Simone Weil, La persona y lo sagrado

El mérito es la gran paradoja del culto económico de nuestro tiempo. El primer espíritu del capitalismo tuvo su origen en la crítica radical de Lutero a la teología del mérito. Pero hoy, aquella “piedra descartada” se ha convertido en “piedra angular” de la nueva religión capitalista, que está surgiendo en el corazón de países que fueron edificados precisamente sobre la antigua ética protestante anti-meritocrática. La salvación por “sola gratia” y no por nuestros méritos estuvo en el centro de la Reforma protestante. Supuso también la recuperación, después de mil años, de la polémica de Agustín contra Pelagio (Lutero había sido monje agustino). La crítica anti-pelagiana, en esencia, buscaba superar la antiquísima idea de que la salvación del alma, la bendición de Dios y el paraíso podían ser ganados, adquiridos, comprados, merecidos por nuestros actos. La teología del mérito quería también aprisionar a Dios dentro de su lógica meritocrática, obligándole a castigar y a premiar en base a los criterios que los teólogos le atribuían.

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Esta batalla contra el pelagianismo no fue una operación marginal. Fue decisiva para la Iglesia de los primeros siglos (aunque, en realidad, como podemos ver, la lucha no se ha ganado del todo). Si hubiera prevalecido la teología pelagiana, el cristianismo habría sido una más de las muchas sectas apocalípticas y gnósticas de Oriente Medio, o se habría transformado en una ética parecida al estoicismo. Habría perdido la charis (la gracia, la gratuidad), que representaba su rasgo característico y distintivo con respecto a las doctrinas religiosas y a las idolatrías meritocráticas dominantes.

El origen de la religión meritocrática es muy antiguo, se pierde en la historia de las religiones y de los cultos idolátricos. El mensaje de Cristo, en continuidad con el alma profética de la Biblia, supuso una verdadera revolución en un mundo teológico dominado por los cultos económico/retributivos y por los méritos. No hay más que leer los diálogos de Job con sus amigos para hacerse una idea muy clara al respecto. Si bien en los evangelios y en otros textos neotestamentarios aparecen residuos meritocráticos, no hay duda de que las palabras y la vida de Jesús fueron, sobre todo, una crítica radical a la fe meritocrática, que tuvo su continuación y desarrollo en la teología de Pablo.

Para entenderlo, basta pensar en la parábola de los obreros de la última hora, donde la política salarial del “dueño de la viña” sigue un criterio radicalmente anti-meritocrático; o bien considerar la figura del “hermano mayor” en el relato del “hijo pródigo”, que reprende al padre misericordioso por no haber seguido el registro meritocrático con su hermano. La misericordia es lo contrario de la meritocracia: no somos perdonados porque lo merezcamos, sino precisamente porque nuestra condición de demérito conmueve las entrañas de la misericordia. Por no hablar de las bienaventuranzas, que son un manifiesto eterno de no-meritocracia. La ley vigente en su Reino es otra: «Sed hijos de vuestro Padre del cielo, que hace salir el sol sobre malos y buenos». La perfección de esta ética radica en la superación definitiva del registro del mérito: «Vosotros sed perfectos como es perfecto vuestro Padre celestial» (Mateo, 5).

A pesar de la claridad y de la fuerza de este mensaje, la antigua teología económico-retributiva-meritocrática siguió influyendo en el humanismo cristiano durante toda la Edad Media y mucho después. Las ideas neo-pelagianas siguieron informando la doctrina y sobre todo la praxis cristiana, hasta llegar a la auténtica enfermedad del “mercado de las indulgencias”, que sólo se puede comprender dentro de una deformación del mensaje cristiano en sentido retributivo-meritocrático. Como siempre ocurre en asuntos de religión, las consecuencias de estas ideas teológicas fueron (y son) inmediatamente sociales, económicas y políticas. Aquellos que acumulaban deméritos, eran (y siguen siendo) condenados y marginados también por los hombres; y los que tenían méritos, antes de ganarse el paraíso en la otra vida, lo alcanzaban ya en esta tierra, donde sus méritos les granjeaban muchos privilegios, dinero y poder.

La historia de la Europa cristiana fue un lento proceso de liberación de esta visión arcaica de la fe, en el que se fueron alternando fases históricas más agustinianas con otras más pelagianas. Pero, hasta tiempos muy recientes, nunca se nos había ocurrido construir una sociedad total o predominantemente meritocrática. Los ámbitos del ejército, el deporte, la ciencia y la educación tendían a ser meritocráticos, pero otras esferas decisivas de la vida estaban regidas por lógicas distintas y a veces contrapuestas. El criterio básico en las iglesias, en la familia, en el cuidado de las personas y en la sociedad civil no era el mérito sino la necesidad,  otra gran palabra hoy olvidada y sustituida por los gustos de los consumidores. En la escuela, por ejemplo, nadie, o muy pocos, ha puesto en duda que el esquema meritocrático debía prevalecer en la formación y en la evaluación de los niños y de los jóvenes (aunque sin ser el único).

Pero no pensemos que esta elección, aparentemente incontrovertible, no haya tenido consecuencias muy relevantes a lo largo de los siglos. En base a los méritos y a las calificaciones hemos construido todo un sistema social y económico jerárquico y de castas, donde los primeros puestos eran ocupados por los que respondían mejor a esos méritos, y los últimos por los que obtenían peores resultados escolares. Y así, los médicos, los abogados y los profesores universitarios tenían sueldos y condiciones sociales mucho mejores que los obreros y los agricultores. Hoy, en esta nueva ola de meritocracia pelagiana, los trabajadores que, día y noche, mantienen limpias las calles y las alcantarillas, reciben salarios cientos de veces inferiores a los de los ejecutivos de las grandes empresas para las que trabajan.

El mérito escolar, que parecía tan obvio e incuestionable, en realidad ha determinado privilegios y dignidades muy diversas, que han regido y siguen rigiendo la configuración de nuestras sociedades desiguales. Si hoy quisiéramos romper la espiral de la desigualdad y la exclusión, deberíamos poner en marcha políticas educativas anti-meritocráticas, sobre todo en los países más pobres, como hicimos en Europa, el siglo pasado, con la introducción de la educación universal, obligatoria y gratuita.

Hoy resulta más urgente que nunca recuperar la antigua crítica de Agustín a Pelagio. Agustín no negaba la existencia en las personas de talentos y esfuerzos que daban lugar a esas acciones o estados éticos a los que llamamos méritos (de merere: ganar, merced, lucro, meretriz). El punto decisivo para Agustín estaba en la naturaleza de los dones y de los méritos. Para él eran charis, gracia, gratuidad. Según Agustín, «Dios, coronando nuestros méritos, corona sus dones». Los méritos no son mérito nuestro, salvo en una mínima parte, demasiado pequeña como para hacer de ella la pared maestra de una economía y de una civilización. Por eso un importante efecto colateral de una cultura que interpreta los talentos recibidos como mérito y no como don, es una dramática carestía de gratitud verdadera y sincera. La ingratitud de masa es la primera característica de los sistemas meritocráticos.

Cuando vinculamos la estima social, la remuneración y el poder a los talentos y por consiguiente a los méritos, no hacemos más que ampliar y amplificar enormemente las desigualdades. Las personas, que ya son desiguales desde su nacimiento por lo que respecta a sus talentos naturales y condiciones familiares y sociales, en la edad adulta llegan a ser mucho más desiguales.

En el siglo XX, sobre todo en Europa, la política reducía las diferencias con respecto al punto de partida, en nombre del principio de igualdad. En cambio, nuestro tiempo meritocrático potencia estas diferencias y las lleva al extremo. Así, si uno es hijo de padres cultos, ricos e inteligentes, si nace y crece en un país con muchos bienes públicos y con un buen sistema sanitario y educativo, si su dotación genética ha sido especialmente feliz, la consecuencia es que irá a mejores colegios, obtendrá más méritos académicos que los compañeros nacidos en condiciones naturales y sociales más desfavorables, y con toda probabilidad encontrará en el mercado de trabajo un empleo mejor remunerado por el sistema meritocrático. Y cuando se jubile, la distancia con respecto a sus conciudadanos que han venido al mundo con menos talentos se habrá multiplicado a lo largo de la vida por 10, 20 o 100.

Así pues, no podemos entender el aumento de las desigualdades en nuestro tiempo si no nos tomamos muy en serio su raíz: el fuerte aumento de la teología meritocrática del capitalismo. Tampoco entenderemos la creciente culpabilización de los pobres, considerados cada vez menos como desventurados y cada vez más como desmerecedores, si no consideramos el avance sin oposición de la lógica meritocrática. De interpretar los talentos que hemos recibido (de la vida o de los padres) como méritos a considerar como demeritorios y culpables a los que carecen de esos talentos no hay más que un paso, un paso demasiado corto. El eje del mundo meritocrático no es el paraíso, sino el infierno y el purgatorio. Los protagonistas de los imperios del mérito son los deméritos.

Todas las teologías meritocráticas, antes de ser teorías del mérito, son teorías y praxis del demérito, de la culpa, de la expiación. Se presentan como humanismo, personalismo y liberación, pero inmediatamente se convierten en un mecanismo de creación de culpas y penas, de producción en masa de pecados y pecadores a los que gestionar y controlar después mediante un complejo sistema encaminado a reducir esas penas en esta tierra y en el cielo.

Los universos meritocráticos están habitados por unos pocos elegidos y por una multitud de “condenados” que esperan durante toda su vida descontar la pena. El puesto de los predicadores pelagianos lo han ocupado los nuevos evangelizadores de la meritocracia en las empresas, y ahora ya en todas partes. En sus templos están recreando nuevos y florecientes “mercados de indulgencias”, en los que el paraíso, o al menos el purgatorio, ya no se compra con dinero o peregrinando a Santiago, sino con el sacrificio de partes enteras de la propia vida, con carne y con sangre. Las almas ya no se controlan en los confesionarios con ayuda de los manuales para confesores, sino en los departamentos de coaching y counseling, gracias, sobre todo, al mecanismo de los contratos incentivados, que concilian perfectamente los premios y las penas con los méritos y los deméritos, definidos con enorme detalle por la divinidad-empresa e implementados por sus sacerdotes.

Hoy, como ayer, el gran enemigo de la meritocracia es la gratuidad, a la que se teme más que a cualquier otra cosa porque destruye las jerarquías y libera a las personas de la esclavitud de los méritos y los deméritos. Sólo una revolución de la gratuidad – gritada, deseada, vivida, donada – podrá liberarnos de esta nueva inundación de pelagianismo. Si durante este tiempo de esclavitud y de trabajos forzados al servicio del faraón, no dejamos de soñar juntos con una tierra prometida.

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En la frontera y más allá/4 - Una "carestía de gratitud" llena el mundo de condenados

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (38 KB) el 12/02/2017

Sul confine e oltre 04 rid«La desgracia en sí misma es inarticulada. Los desgraciados suplican silenciosamente que se les proporcionen palabras para expresarse. Hay épocas en las que no se les concede.»

Simone Weil, La persona y lo sagrado

El mérito es la gran paradoja del culto económico de nuestro tiempo. El primer espíritu del capitalismo tuvo su origen en la crítica radical de Lutero a la teología del mérito. Pero hoy, aquella “piedra descartada” se ha convertido en “piedra angular” de la nueva religión capitalista, que está surgiendo en el corazón de países que fueron edificados precisamente sobre la antigua ética protestante anti-meritocrática. La salvación por “sola gratia” y no por nuestros méritos estuvo en el centro de la Reforma protestante. Supuso también la recuperación, después de mil años, de la polémica de Agustín contra Pelagio (Lutero había sido monje agustino). La crítica anti-pelagiana, en esencia, buscaba superar la antiquísima idea de que la salvación del alma, la bendición de Dios y el paraíso podían ser ganados, adquiridos, comprados, merecidos por nuestros actos. La teología del mérito quería también aprisionar a Dios dentro de su lógica meritocrática, obligándole a castigar y a premiar en base a los criterios que los teólogos le atribuían.

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Los tristes imperios del mérito

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En la frontera y más allá/3 – Este mercado da un poco de dinero pero devora la vida.

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (38 KB) el 05/02/2017

Sul confine e oltre 03 rid«El capitalismo es una pura religión de culto, quizás la más extrema que jamás haya existido. En él, todo tiene significado sólo de manera inmediata con relación al culto; no conoce ningún dogma especial, ninguna teología»

Walter Benjamin, El capitalismo como religión

El capitalismo de los siglos XIX y XX estaba animado por un espíritu judeo-cristiano, espíritu de trabajo, esfuerzo y producción. Pero si hoy seguimos buscando el espíritu de nuestro capitalismo dentro del cristianismo o de la Biblia, dejaremos de entenderlo. La sociedad de mercado de estos últimos años se parece, sí, a una religión, pero, por los rasgos que está asumiendo, se asemeja sobre todo a la de las ciudades de Oriente Medio de hace tres mil años o a las grecorromanas de algunos siglos después. Los espacios públicos de estas ciudades estaban ocupados por multitud de estatuas, templos, estelas, altares y hornacinas sagradas. Sus espacios privados estaban llenos de amuletos, penates y una enorme cantidad de ídolos domésticos. La vida, las fiestas y la muerte estaban ordenadas alrededor de los sacrificios. El humanismo judeo-cristiano fue, sobre todo, un intento por vaciar el mundo de ídolos y liberarlo de sacrificios. Un intento que sólo tuvo éxito en parte, porque los hombres siempre han sentido una fuerte tendencia a construir ídolos para adorarlos.

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Los profetas, la tradición sapiencial (Qohélet) y, después, Jesús, llevaron a cabo una revolución religiosa extraordinaria, entre otras cosas por su radical lucha anti-idolátrica. Intentaron eliminar los ídolos de los templos y de las iglesias para crear un ambiente libre de cosas donde se pudiera escuchar la voz libre y liberada del espíritu, la “sutil voz del silencio”. El cristianismo, después, superó para siempre la antigua lógica de los sacrificios, porque sustituyó el sacrificio de los hombres ofrecido a Dios por el sacrificio-don de Dios ofrecido a los hombres, instaurando la era de la gratuidad. Pero hoy, después de dos mil años, el capitalismo, primero luchando contra la gratuidad y luego intentando sacarle rentabilidad, está volviendo a introducir en su culto arcaicas prácticas sacrificiales.

Podemos distinguir la cultura sacrificial del capitalismo por todas partes. Por ejemplo, la alimentación y la cocina últimamente se han convertido en un espectáculo televisivo y mediático. En las distintas culturas, comer era una práctica fundamental, siempre comunitaria. Era el corazón de las relaciones familiares, de las relaciones de amistad, y la máxima expresión de la solidaridad. La comida se realizaba juntos porque el alimento es el primer recurso de las comunidades, el más decisivo, y por ello debe ser compartido, “construido” socialmente, lejos del juego natural de fuerza y poder de los individuos. La comida es el primer lenguaje de la fraternidad, que, a través de la institución universal de la hospitalidad, se abre a todos aquellos que llaman a la puerta. Por eso, la comida se hacía en casa, en la intimidad de la tienda. La preparación de la comida era un asunto privado, del que por lo general se encargaban las mujeres, que eran las productoras de los platos, que transformaban los productos escasos de la tierra en banquete y los bienes en bienes relacionales. La primera palabra sobre los alimentos era la confianza en la persona que los cocinaba. En la credencia no se conservaban sólo los alimentos, sino que se guardaba también la confianza y la creencia en las relaciones primarias de la casa.

En cambio, en las fiestas, que en el mundo precristiano se asociaban al ofrecimiento a la divinidad de sacrificios de animales, se comía en público, en la plaza y entre todos. La civilización cristiana transformó aquellas fiestas antiguas y desaconsejó comer y beber en público, con el fin de superar la arcaica lógica sacrificial. En las fiestas cristianas en público se bailaba, se cantaba, se jugaba, se hacían procesiones y sobre todo se celebraba la eucaristía: la buena (eu) gratuidad (charis), en otra cena, con otro pan y otro vino. Pero la comida se hacía en casa, y su preparación era algo privado y femenino. La gran espectacularización de la cocina y de los alimentos nos está llevando de nuevo a la cultura de los sacrificios, a los banquetes sagrados ofrecidos a los ídolos, a cocinar en la plaza. Para entender esta verdadera invasión de cocineros y platos, no basta recurrir únicamente a los aspectos sociológicos (el aprendizaje de una nueva cocina o la demanda de salud). Es necesario descubrir también su naturaleza religiosa y sacrificial. Los ídolos comen continuamente y nunca se sacian.

En estos nuevos ritos, celebrados por sacerdotes varones, los alimentos pierden por completo su naturaleza íntima y familiar. Dejan de ser compartidos en solidaridad para dar paso a la competencia, a la competición. Las palabras buenas de la casa se convierten en insultos. Cuando el pan cae al suelo, no se le da un beso sino un grito. La cocina ya no está rodeada de las palabras buenas y familiares que surgen cuando se comparte la mesa. Todo es un simple juego, un espectáculo, un negocio. Nos olvidamos de la primera regla básica de la educación que durante milenios las madres han transmitido a sus hijos: “Con la comida no se juega”, porque es una cosa demasiado seria, la cosa más seria de todas, sagrada. En cambio, este nuevo-arcaico sacrificio de la comida no sacraliza nada ni a nadie, hace que nos precipitemos en un mundo poblado de aras y de víctimas: panem et circenses.

Pero sacrificio es también una palabra clave de las nuevas y grandes empresas globales. Para entender el universo “sagrado” de la empresa, no debemos detenernos en sus aspectos más superficiales, tales como la presencia de coaches, que tratan de imitar a los viejos padres espirituales; o el uso de palabras tomadas del lenguaje espiritual, como “misión”, “vocación”, “fidelidad”, “mérito”; o los falsos ritos de iniciación y las pseudo-liturgias del marketing; o el desprecio de la palabra “viejo”, que se ha convertido en una palabrota, en un insulto ("¡eres viejo!": todos los cultos idolátricos adoran la juventud). Estos fenómenos son síntomas epidérmicos de algo más profundo, que está radicado en el organismo del capitalismo.

Después de haber utilizado, hasta hace pocos años, lenguajes y metáforas tomadas de la vida militar o del deporte, las grandes empresas capitalistas se están dando cuenta de que, para comprar el corazón de sus empleados, necesitan un código simbólico más fuerte, y lo están tomando de la esfera religiosa. Pero, también en este caso, el registro simbólico no lo están tomando de la cultura religiosa judeo-cristiana ni tampoco de otras grandes religiones (islam o hinduismo). Estos grandes humanismos espirituales son demasiado complejos y resilientes como para ser fácilmente manipulados por los negocios. Entonces, dando un salto hacia atrás de milenios, nos devuelven directamente al totemismo y a los sacrificios.

El sacrificio es una palabra central del culto de los negocios. A los trabajadores de las grandes empresas no se les pide más que sacrificio: de su tiempo y de su vida social y familiar. El trabajo siempre ha supuesto esfuerzo, sudor y, por consiguiente, en cierto sentido, también sacrificio. Pero el sacrificio de la cultura de la empresa del siglo XX era transparente para quien lo realizaba y para quien lo recibía. El movimiento sindical era capaz de contenerlo dentro de límites políticos y, cuando superaba estos límites, dejaba de llamársele “sacrificio” y se le llamaba “explotación”. Siempre hemos sabido que detrás de buena parte del trabajo había “dioses” lejanos que vivían de las rentas gracias a nuestros sacrificios y a la explotación de nuestro trabajo en los campos y en las fábricas; pero éramos conscientes de ello. Sufríamos mucho por ello y luchábamos para reducir o eliminar estas injusticias. Hoy la manipulación semántica de nuestro tiempo está consiguiendo presentarnos el sacrificio como una forma de “don” voluntario. Estamos más explotados que ayer por unos dioses aún más ricos. Pero, a diferencia de ayer, debemos estar contentos con nuestros sacrificios e interiorizarlos como un don. El sacrificio que se les pide a los trabajadores de las grandes empresas es un acto necesario para poder esperar en el “favor de los dioses” y por tanto para hacer carrera, para ganar mucho dinero y recibir la estima y el reconocimiento de los de arriba. En cambio, aquellos que se niegan a hacer estos sacrificios y se empeñan en salvaguardar el límite entre empresa y familia, aquellos que no aceptan la petición de quedarse en la oficina hasta las once de la noche, se quedan fuera del número de los elegidos y, muchas veces, desarrollan graves sentimientos de culpa por ser perdedores.

En los sacrificios ofrecidos a los antiguos dioses e ídolos, las ofrendas y los votos no podían extinguir la deuda del sacrificante. Hoy, en estas empresas, cuanto más tiempo y más vida se entrega, más tiempo y más vida se pide, hasta el día en que se agoten nuestras ofrendas. Pero ese día, la dirección nos proporcionará “gratuitamente” el coach adecuado que hará que nos levantemos de nuevo y podamos volver al altar a ofrecer nuevos sacrificios. El ídolo no se sacrifica, sólo recibe los sacrificios de sus fieles. Los dioses invisibles y lejanos se nutren de los sacrificios de los trabajadores, tienen una necesidad cada vez más vital de ellos. Pero la genialidad de este capitalismo está en que ha sido capaz de cubrir con el “contrato” la estructura sacrificial del “mercado de trabajo”. Lo que se nos pide en realidad es un sacrificio, pero se nos presenta como un contrato libre, escondiendo muy bien su verdadera naturaleza. Pagando, las empresas se desvinculan de sus fieles y se hacen ingratas con respecto a ellos. Si un día las oportunidades de mercado y de beneficio cambian, no se sienten deudoras por los muchos sacrificios que han recibido; buscan paraísos fiscales y con unos cuantos miles de euros – en el mejor de los casos – pagan el sacrificio de toda una vida, el sacrificio de la vida. Lo sacrificado en los antiguos cultos debía estar vivo: a los dioses se les ofrecían animales, niños, vírgenes, raramente plantas (libaciones) y nunca objetos. Los nuevos dioses siguen pidiendo vida y devuelven dinero.

La naturaleza sacrificial de este capitalismo no se refiere tanto a una propiedad moral de las personas como al sistema en su conjunto. Las primeras víctimas sacrificiales son los propios ejecutivos, que son sacerdotes y víctimas a la vez.

El escenario más probable y oscuro que aparece por el horizonte de nuestra civilización es un rápido crecimiento de esta nueva idolatría, que está emigrando poco a poco desde el ámbito económico hasta la sociedad civil, la escuela y la sanidad. Su expansión no encuentra oposición, porque recurre a símbolos religiosos que nuestra cultura ya no puede comprender porque carece de las categorías para hacerlo. Si alguien quiere entender hoy la economía y el mundo, e incluso gobernarlos, debe estudiar menos negocios y más filosofía y antropología.

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En la frontera y más allá/3 – Este mercado da un poco de dinero pero devora la vida.

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (38 KB) el 05/02/2017

Sul confine e oltre 03 rid«El capitalismo es una pura religión de culto, quizás la más extrema que jamás haya existido. En él, todo tiene significado sólo de manera inmediata con relación al culto; no conoce ningún dogma especial, ninguna teología»

Walter Benjamin, El capitalismo como religión

El capitalismo de los siglos XIX y XX estaba animado por un espíritu judeo-cristiano, espíritu de trabajo, esfuerzo y producción. Pero si hoy seguimos buscando el espíritu de nuestro capitalismo dentro del cristianismo o de la Biblia, dejaremos de entenderlo. La sociedad de mercado de estos últimos años se parece, sí, a una religión, pero, por los rasgos que está asumiendo, se asemeja sobre todo a la de las ciudades de Oriente Medio de hace tres mil años o a las grecorromanas de algunos siglos después. Los espacios públicos de estas ciudades estaban ocupados por multitud de estatuas, templos, estelas, altares y hornacinas sagradas. Sus espacios privados estaban llenos de amuletos, penates y una enorme cantidad de ídolos domésticos. La vida, las fiestas y la muerte estaban ordenadas alrededor de los sacrificios. El humanismo judeo-cristiano fue, sobre todo, un intento por vaciar el mundo de ídolos y liberarlo de sacrificios. Un intento que sólo tuvo éxito en parte, porque los hombres siempre han sentido una fuerte tendencia a construir ídolos para adorarlos.

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Los ídolos no se sacian nunca

En la frontera y más allá/3 – Este mercado da un poco de dinero pero devora la vida. Luigino Bruni Publicado en  pdf Avvenire (38 KB) el 05/02/2017 «El capitalismo es una pura religión de culto, quizás la más extrema que jamás haya existido. En él, todo tiene significado sólo de ...
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En la frontera y más allá/2 – Mientras el mercado individualista triunfa y vacila.

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 29/01/2017

Su confine e oltre 02 rid«Todas las pasiones tienen una época en la que resultan sencillamente nefastas, en la que subyugan a sus víctimas con el peso de su estupidez; y una época posterior, mucho más tarde que la otra, en la que se desposan con el espíritu, en la que se “espiritualizan”»

F. NietzscheEl crepúsculo de los ídolos

Una de las formas más importantes de "destrucción creadora" es la que lleva a cabo el capitalismo de nuestro tiempo en relación con la religión. La economía de mercado ha crecido, y sigue creciendo, gracias al consumo en el territorio de lo sagrado. Un territorio que, desacralizado y transformado en indiferenciado y anónimo espacio profano, se ha convertido en nuevo terreno liberado para los intercambios comerciales. Los mercaderes han vuelto al templo. Todo el templo se está convirtiendo en mercado. Hasta el sancta sanctorum ha sido puesto en alquiler.

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Para destruir una religión antes hay que minar las comunidades y aislar a las personas, transformándolas en individuos. El capitalismo ha sabido hacerlo muy bien. Los individuos están desconectados entre sí, y por consiguiente no pueden tener religio, que es una experiencia que sólo pueden tener quienes comparten algo importante y lo conservan juntos. Cuando falta la tierra común de la comunidad, la experiencia religiosa se apaga inexorablemente. O se convierte en un bien de consumo, como ha ocurrido en Occidente, donde en un par de generaciones hemos reducido a escombros un patrimonio comunitario y religioso que costó más de dos mil años construir, y donde los consumidores perfectos son individuos sin casa y sin raíces. Hemos dejado que nos vacíen de sentido y nos llenen de cosas.

Este vaciado-llenado representa el más alto grado de desarrollo del primer “espíritu del capitalismo”, que interpretaba la acumulación de bienes como una bendición de Dios. Pero con una diferencia decisiva: lo que durante al menos dos siglos fue una experiencia elitista de un pequeño número de empresarios y banqueros, en el siglo XX se convirtió en una religión de masas, gracias al desplazamiento del baricentro ético del capitalismo desde la esfera de la producción a la del consumo. Los “bendecidos por Dios” ya no son los que producen, sino los que consumen (alabados y envidiados porque tienen medios para consumir). Los predestinados son aquellos que pueden consumir los bienes y no los que los producen trabajando. Cuanto más consumo, más bendición. De este modo, la figura sagrada del empresario-constructor ha dejado su puesto al nuevo sacerdote y mesías: el ejecutivo-consumidor, que es tanto más “bendito” cuanto más alta es su prima y por tanto su estándar de consumo.

A consecuencia de ello, el trabajo ha salido de escena, relegado entre los recuerdos un poco nostálgicos del pasado y de sus utopías. Se ha convertido en un medio para consumir más, gracias a unas finanzas cada vez más amigas del consumo y más enemigas del trabajo, de la empresa y del empresario-trabajador. El viejo espíritu calvinista del capitalismo, centrado en la producción y el trabajo aun era un capitalismo esencial y naturalmente social. Trabajar y producir son acciones colectivas que implican cooperación, mutualismo. El trabajo es el primer ladrillo de las comunidades humanas. Al desplazar el eje del sistema económico y social desde el trabajo al consumo, la comunidad ha dejado naturalmente su puesto al individuo. El consumo se ha convertido en un acto individual y ha ido perdiendo progresivamente la dimensión social vinculada también a la esfera económica. Hasta hace unas décadas, en los mercados también se intercambiaban palabras. Hoy el acto perfecto de consumo es la compra on-line, donde el producto llega a casa sin que entre nosotros y el objeto de deseo se interponga ningún otro ser humano (posiblemente ni siquiera el cartero). Por eso, los juegos de azar de última generación son el mayor icono de este capitalismo. Desde las quinielas o las carreras en el hipódromo, que en muchos casos eran una experiencia social, hemos pasado a la relación individuo-máquina, donde cada uno “juega” (en realidad no es un juego) solo, enteramente concentrado y devorado por su objeto. No es casual que muchas máquinas tragaperras tengan el aspecto de un tótem: brillantes, llenas de color y siempre hambrientas.

El paso del trabajo al consumo es también fruto de una operación sistemática de falta de estima por todo lo que supone esfuerzo, sudor, sacrificio. El consumo nos gusta mucho porque es única y exclusivamente placer: no supone ningún esfuerzo, ningún dolor, ningún sacrificio. Por eso, no debe asombrarnos que la nueva frontera de la batalla civil se esté desplazando desde el “trabajo para todos”, que era el gran ideal del silgo XX, al “consumo para todos”, que posiblemente se convierta en el eslogan del siglo XXI, gracias, tal vez, a una renta mínima garantizada que nos permita ser introducidos en el nuevo templo. Más consumo, menos trabajo, más bendición. Las idolatrías son siempre economías de mero consumo. El tótem no trabaja, y el trabajo de sus devotos sólo sirve si está orientado al consumo: a la ofrenda, al sacrificio. Cuanto más idolátrica es una cultura, más desprecia el trabajo y adora el consumo y las finanzas, que prometen un culto perpetuo hecho sólo de consumo sin esfuerzo.

Pero esta estructura antropológica, social y sagrada, que ha regido el capitalismo hasta ahora, está entrando inexorablemente en crisis. El capitalismo individualista parece tener los días contados, aunque hoy vive sus mejores momentos (las grandes crisis siempre comienzan en el culmen del éxito, y se manifiestan con un retraso temporal de algunos años). No es difícil darse cuenta de ello.

Mientras nos hemos movido dentro de una economía de la escasez de bienes, al culto del mercado le bastaban las cosas para llenar nuestra fantasía y satisfacer nuestros deseos. Pero desde que la mayor parte de la sociedad ha alcanzado y superado el umbral de la saciedad, la religión capitalista debe ser completamente repensada si quiere seguir creciendo y reteniendo a sus fieles. Entre otras cosas, debe olvidarse de todos aquellos que no están saciados y llaman a las puertas de nuestros banquetes. Si observamos los cambios que se están produciendo en esta nueva fase – el capitalismo de la post-saciedad –podremos ver con claridad la potencia de la naturaleza religioso-idolátrica del sistema actual.

Pensemos en la relación individuo-comunidad. Los componentes más inteligentes de nuestro sistema económico están intuyendo que el culto capitalista necesita comunidades para ser poderoso y perdurar. Como toda religión, también la religión capitalista tiene que ser comunitaria. Todas las religiones son un «fenómeno social integral» (Émile Durckheim). Por eso, desde el centro del capitalismo ha comenzado a surgir algo muy difícil de imaginar hace apenas unos años. Una vez que el proceso de individualización del consumo y la cancelación de la comunidad estaba alcanzando su apoteosis, esa misma cultura económica ha empezado a dar a luz hijos que se parecen mucho a la vieja religión y a la vieja comunidad, a la que tanto se han opuesto y han combatido como su mayor enemigo. La fase del mercado que crecía ofreciendo mercancías a los individuos, sustituyendo los antiguos cultos colectivos por la idolatría individual de nuevos objetos-totem, está progresivamente dando paso a una nueva fase de consumo comunitario, y por consiguiente más religioso. El individuo consumidor, separado y aislado, adorador de ídolos que le devoran, no será el protagonista de los mercados de los próximos años. El mercado del futuro será social y lleno de historias. Por ejemplo, no entenderemos la nueva etapa de la sharing economy ("economía colaborativa" o, si se prefiere, "consumo colaborativo"), si no la leemos dentro de esta nueva fase diversamente comunitaria de la religión capitalista (lo veremos en un próximo artículo).

Pensemos en el gran fenómeno del marketing narrativo y en el llamado story-telling, que cada vez tiene más espacio en las nuevas empresas de éxito. La narración es un elemento típico de las religiones y de las comunidades, hasta tal punto que constituye su capital primero. La fe es sobre todo un patrimonio de historias recibidas y entregadas. No hay fe sin una narración del comienzo, del final, de los padres, de las liberaciones, de los encuentros con Dios. Una fe se transmite contando una historia. El nuevo marketing de la era de la post-escasez ya no presenta los productos con sus características técnicas o sus propiedades. No nos hechiza describiéndonos las propiedades de las cosas. Quiere encantarnos contándonos historias. Como hacían nuestros abuelos, como hace la Biblia. La nueva publicidad es, cada vez más, una construcción de relatos con el lenguaje típico del mito, cuyo objetivo consiste en activar la emoción del consumidor, su código simbólico, sus deseos, sus sueños y no sólo, ya no, sus necesidades.

Por eso, para vendernos sus productos, las nuevas empresas nos hacen soñar recurriendo a la fuerza evocadora del mito. Como ocurre con la fe y con las historias que han formado nuestro patrimonio religioso y social. Pero con una diferencia fundamental: las historias de la fe y las fábulas de las abuelas eran más grandes que nosotros y eran única y exclusivamente gratuidad. Su objetivo era transmitirnos un regalo, una promesa, una liberación. Revivían cada vez sólo para nosotros. No querían vendernos nada, tan sólo transmitirnos una herencia. En cambio, el story-telling de las empresas emocionales del capitalismo de hoy y de mañana sólo quiere vendernos algo. No tiene nada de gratuito y es más pequeño que nosotros, precisamente porque le falta la gratuidad que hacía grandes a las otras historias. Las nuevas empresas nos cuentan historias para aumentar los beneficios de aquellos que invierten mucho dinero en inventar y contarnos esas historias. Historias que, por otra parte, no son más que plagios e imitaciones de las grandes narraciones religiosas que ellos han recibido gratuitamente y ahora reciclan con ánimo de lucro. Las historias de ayer, de siempre, supieron encantarnos porque no querían encadenarnos. En cambio, todas las historias contadas con ánimo de lucro son variantes del cuento del flautista mágico: si no se le paga por su trabajo, este “mercader” vuelve a la ciudad y, mientras estamos ocupados en nuestros nuevos cultos, en las nuevas iglesias, con la flauta encantada y encantadora se lleva a nuestros hijos, para siempre.

La historia de las civilizaciones hasta ahora nos ha enseñado que la gratuidad usada sin gratuidad no dura, y pronto se descubre la trampa. Pero tal vez la gran innovación del capitalismo de mañana consista en transformar también la gratuidad en mercancía. Y lo hará tan bien que ya no seremos capaces de distinguir la gratuidad falsa de la genuina. Pero todavía podremos salvarnos de esta enorme manipulación, que sería la mayor de todas, si mantenemos con vida, en alguna parte, las grandes historias de gratuidad que guarda la fe. O si conservamos la semilla de la gratuidad en el último rincón del alma que aún no hayamos puesto en venta.

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En la frontera y más allá/2 – Mientras el mercado individualista triunfa y vacila.

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 29/01/2017

Su confine e oltre 02 rid«Todas las pasiones tienen una época en la que resultan sencillamente nefastas, en la que subyugan a sus víctimas con el peso de su estupidez; y una época posterior, mucho más tarde que la otra, en la que se desposan con el espíritu, en la que se “espiritualizan”»

F. NietzscheEl crepúsculo de los ídolos

Una de las formas más importantes de "destrucción creadora" es la que lleva a cabo el capitalismo de nuestro tiempo en relación con la religión. La economía de mercado ha crecido, y sigue creciendo, gracias al consumo en el territorio de lo sagrado. Un territorio que, desacralizado y transformado en indiferenciado y anónimo espacio profano, se ha convertido en nuevo terreno liberado para los intercambios comerciales. Los mercaderes han vuelto al templo. Todo el templo se está convirtiendo en mercado. Hasta el sancta sanctorum ha sido puesto en alquiler.

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Resistirse al flautista mágico

En la frontera y más allá/2 – Mientras el mercado individualista triunfa y vacila. de Luigino Bruni publicado en Avvenire el 29/01/2017 «Todas las pasiones tienen una época en la que resultan sencillamente nefastas, en la que subyugan a sus víctimas con el peso de su estupidez; y una época...
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En la frontera y más allá/1 – Entre mercado y gratuidad, para encontrar otros caminos

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 22/01/2017

Su confine e oltre 01 rid«No podemos amar nada si no es en relación a nosotros mismos. El mero interés produce nuestra amistad»

F. de La Rochefoucauld, Máximas

La soledad aumenta en nuestro tiempo a la par que el deseo de pertenecer a una comunidad, que tratamos de satisfacer con formas e instrumentos que demasiadas veces acaban acrecentando ese deseo. La sociedad de mercado necesita individuos sin lazos fuertes y sin raíces profundas, y cuenta con los medios económicos y políticos necesarios para ello. Las personas que mantienen relaciones interpersonales significativas y cultivan su vida interior, son siempre consumidores imperfectos y difíciles de manejar.

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Nunca entenderemos el extraordinario éxito del mercado capitalista en estos últimos veinte o treinta años, si no prestamos suficiente atención a su principal dispositivo: la destrucción de bienes libres, no de mercado, y su sustitución por mercancías que, a la vez que tratan de dar respuesta a la carestía de los primeros bienes (y a su manera lo logran) siguen alimentando su destrucción. La nueva cultura del trabajo y del consumo produce individuos con relaciones cada vez más fragmentadas. Hay grandes compañías multinacionales que ofrecen nuevas formas de comunidades en red que, mientras acompañan nuestra soledad, no hacen sino aumentar el número de horas solitarias que pasamos ante el teléfono, el ordenador o la televisión. El PIB crece gracias a nuestros intentos por responder con el mercado a la soledad que genera el propio mercado. Así, la parte de renta que las familias de hoy gastan en teléfonos, recargas y cuotas de Internet ha superado a la de los alimentos.

Las consecuencias de esta nueva forma de “destrucción creadora” – que destruye bienes libres y crea mercancías con precio – están gravemente infravaloradas. Pensemos en la exclusión social y en la pobreza. Generalmente, las comunidades tradicionales eran bienes comunes gratuitos, a los que también los pobres (en determinados casos sobre todo ellos) tenían acceso, donde se compensaba la posesión de menos bienes económicos con más bienes relacionales. Con frecuencia, los pobres no eran pobres en todo, sino que tenían riquezas comunitarias (y fiestas) que les hacían menos pobres. Las nuevas pobrezas del tercer milenio tienden fuertemente a la creación de pobres en todo. Por ejemplo: cuando éramos niños, la organización social en las ciudades y en el campo (casi) nos impedía ser obesos; todo era movimiento natural y necesario. Ahora nuestras ciudades y nuestra organización social y económica producen obesidad de forma (casi) natural. Pero el capitalismo, con el golpe de genio colectivo más impresionante de nuestra era, ha inventado todo un negocio a base de gimnasios, piscinas, fitness y alimentos especiales, con el fin de combatir – simplemente pagando – la obesidad creada por la sociedad de mercado. De este modo los niños (y los adultos) más pobres muchas veces son también los más obesos, porque no pueden acceder a las “curas” que vende el mercado.

La gran “innovación social” del capitalismo de nuestro tiempo consiste en crecer y obtener beneficios solucionando los daños que crea precisamente cuando obtiene otros beneficios (y genera rentas). El mecanismo de esta destrucción creadora es muy radical y se aplica primeramente a la propia comunidad. Las comunidades tradicionales sólo eran electivas en una mínima parte. Se elegía (a veces) a la mujer o al marido, a algún amigo, pero no a los padres, ni a los hermanos, ni a los hijos, ni a los vecinos, ni a los demás habitantes del pueblo. Todos estos compañeros eran herencia, destino, sobre todo cuerpo, carne y sangre, con todas sus típicas heridas y bendiciones. En las comunidades postmodernas lo elegimos casi todo, y nos gustaría elegirlo todo. Sólo nos gustan los lazos débiles, desencarnados y elegidos. Así, olvidamos que si las personas están vivas y son verdaderas es porque hoy son distintas de ayer, por mucho que ayer las eligiéramos. La vida florece en la fidelidad a las personas que amamos y que cambian y siguen cambiando sin que nosotros lo elijamos. Cada pacto matrimonial es un sí recíproco de fidelidad a aquello en lo que el otro se convertirá, una alianza para acoger y amar ese “todavía no” (de uno mismo y del otro) que desconocemos y no podemos controlar. Cuando nos abandonamos, lo hacemos con frases como “has cambiado” o “ya no eres el mismo con el que me casé”, como si no nos hubiéramos casado también con el “cambio” y con “no ser el mismo”.

En este razonamiento ocupa un lugar importante el tema de la autenticidad. En el siglo XX, lo auténtico – lo sincero y genuino – era también una dimensión del mercado. Las empresas, las cooperativas, los comercios y los bancos eran realidades completamente humanas, con los mismos vicios y virtudes de la vida. Y por consiguiente eran tan genuinas como la vida misma. Después, empezamos a construir una cultura empresarial y de marketing cada vez más artificial; una publicidad donde se presentan bienes que no son las cosas que después compraremos, y todos lo sabemos. Empezamos a vender productos financieros muy artificiales y falsos, a relacionarnos con los compañeros, clientes, proveedores y jefes siguiendo los protocolos y esquemas del incentivo. Representamos una comedia del arte, donde cada uno interpreta su papel gracias a la máscara que le cubre el rostro, y así dejamos de ver las mejillas sonrosadas y las lágrimas en los ojos. Siempre ha habido cierta artificialidad y falta de sinceridad en el ethos del mercado. Cualquiera que asistiera a una feria o a uno de los mercados de ayer entraba en un mundo de vendedores seductores que hablaban de las fantásticas propiedades de unos productos milagrosos. Pero éramos conscientes de ello; aquella artificialidad formaba parte del folclore y de los ritos de aquel mundo, de todos los mundos. Aquella parte de artificialidad era explícita, todos la conocían, y por tanto se convertía paradójicamente en auténtica y sincera. Todos jugábamos de algún modo a “mercaderes de feria”, pero lo sabíamos.

Pero en un momento determinado, las grandes empresas multinacionales y las empresas de consultoría globales amplificaron, hincharon y exacerbaron aquella primera cultura de mercado, hasta que se convirtió en una auténtica ideología. Aquella primera dimensión buena de artificialidad en las relaciones de mercado creció mucho, demasiado. Poco a poco y sin darnos cuenta, olvidamos la autenticidad de muchas prácticas y les dimos una consistencia de realidad. La gestión del trabajo se convirtió en una técnica, las personas en recursos humanos, el marketing en una ciencia cultivada en los laboratorios de neurociencias. El juego se convirtió en la realidad, y aquella ingenuidad primera desapareció. Pero, una vez más, el mercado se encarga de encontrar la solución para el mal que creó. Efectivamente, la búsqueda de autenticidad dentro del mercado es una de las tendencias más importantes y rentables del capitalismo actual. Los consumidores buscan autenticidad en los productos y en los servicios que compran.

Queremos verla en los productos alimenticios, donde todo lo que suena a auténtico vale más; en los restaurantes, cuando en Nápoles buscamos un local que sea verdaderamente napolitano, o en Lisboa un local verdaderamente lisboeta. Incluso en el turismo “social” queremos ver indígenas auténticamente indígenas, y pobres que sean verdaderos pobres. Preferimos las cervezas y los helados artesanales porque llevan algo de esa autenticidad que nos hemos puesto a buscar con decisión. No nos basta un chef preparado, nos gusta más uno que crea verdaderamente en lo que hace y en lo que dice que hace. Tampoco nos basta un agricultor que cultive sus productos de modo biológico; queremos verle trabajando en el campo y hablándonos en su dialecto, para comprobar la genuinidad de la historia que nos cuenta con sus productos.

Un primer efecto colateral de este interesante fenómeno es el relativo al precio de estos productos. Generalmente, esta autenticidad va asociada a un precio elevado, a veces muy elevado, del que los pobres están excluidos, también aquí. Además, la autenticidad no es una característica de los productos, sino una dimensión de las personas. Si miramos con atención, nos daremos cuenta de que estamos pidiéndole al mercado esa gratuidad que es precisamente la misma que ha sido expulsada de las oficinas, tiendas y bancos, sobre todo en estas últimas décadas.

En este variado mundo de mercados auténticos, se abren escenarios futuros que merece la pena seguir con mucha atención. Uno se refiere al gran incremento de las comunidades de mercado, donde el consumo del mismo producto o marca agrega personas formando nuevas ”tribus”. Lo que hoy vemos todavía sólo en algunos productos especialmente identitarios (alimentos, música, ropa, automóviles, motos…), mañana podría convertirse en un fenómeno muy amplio y generalizado. En estas tribus de consumidores, el objeto se convierte en el elemento de construcción de la “comunidad”. Así vuelven a la vida formas arcaicas de culto totémico, donde la relación entre las personas es un efecto colateral de la relación de cada individuo con la cosa. Los fieles (la fe-fidelidad aquí lo es todo) ofrecen sacrificios de tiempo y energía a algo que, por naturaleza, no tiene nada de gratuito. El producto tiene un precio de venta, produce beneficios que no van a parar a los adoradores sino a los propietarios de la marca que usan gratuitamente el trabajo y la promoción de sus clientes fidelizados. Nuevas religiones-idolatrías de solo culto, que llenan de fetiches una tierra vacía de dioses.

El humanismo bíblico luchó contra la idolatría de su tiempo también para liberar al hombre de la deuda original que caracterizaba a los cultos totémicos y paganos de los pueblos que le rodeaban. La Alianza con un Dios que crea por excedencia de amor fue también liberación del culto por los objetos, de los tótems y tabús del mundo antiguo, donde los objetos encantaban y encadenaban a los hombres con su magia y sus poderes ocultos. Si el desencanto del mundo y la batalla contra el humanismo judeo-cristiano, a los que estamos asistiendo, produjeran, al final, una trivial vuelta a nuevos cultos totémicos de los objetos, eso supondría el peor fracaso del humanismo occidental, la destrucción de dos milenios y medio de desarrollo humano y espiritual.

Pero hay otros escenarios posibles. Es posible vislumbrar en el horizonte de nuestro tiempo complicado y hermoso otras narraciones. Para observarlas y comprenderlas, iremos “hasta la frontera y más allá”. Pondremos nuestra torre de vigilancia en la frontera entre la gratuidad y el mercado, entre las comunidades y las personas, entre los tótems y la auténtica espiritualidad. Podemos esperar encontrarnos de todo, Buen viaje.

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En la frontera y más allá/1 – Entre mercado y gratuidad, para encontrar otros caminos

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 22/01/2017

Su confine e oltre 01 rid«No podemos amar nada si no es en relación a nosotros mismos. El mero interés produce nuestra amistad»

F. de La Rochefoucauld, Máximas

La soledad aumenta en nuestro tiempo a la par que el deseo de pertenecer a una comunidad, que tratamos de satisfacer con formas e instrumentos que demasiadas veces acaban acrecentando ese deseo. La sociedad de mercado necesita individuos sin lazos fuertes y sin raíces profundas, y cuenta con los medios económicos y políticos necesarios para ello. Las personas que mantienen relaciones interpersonales significativas y cultivan su vida interior, son siempre consumidores imperfectos y difíciles de manejar.

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Lejos de la destrucción creadora

En la frontera y más allá/1 – Entre mercado y gratuidad, para encontrar otros caminos de Luigino Bruni publicado en Avvenire el 22/01/2017 «No podemos amar nada si no es en relación a nosotros mismos. El mero interés produce nuestra amistad» F. de La Rochefoucauld, Máximas La soledad aumen...