En la frontera y más allá/2 – Mientras el mercado individualista triunfa y vacila.
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/01/2017
«Todas las pasiones tienen una época en la que resultan sencillamente nefastas, en la que subyugan a sus víctimas con el peso de su estupidez; y una época posterior, mucho más tarde que la otra, en la que se desposan con el espíritu, en la que se “espiritualizan”»
F. Nietzsche, El crepúsculo de los ídolos
Una de las formas más importantes de "destrucción creadora" es la que lleva a cabo el capitalismo de nuestro tiempo en relación con la religión. La economía de mercado ha crecido, y sigue creciendo, gracias al consumo en el territorio de lo sagrado. Un territorio que, desacralizado y transformado en indiferenciado y anónimo espacio profano, se ha convertido en nuevo terreno liberado para los intercambios comerciales. Los mercaderes han vuelto al templo. Todo el templo se está convirtiendo en mercado. Hasta el sancta sanctorum ha sido puesto en alquiler.
Para destruir una religión antes hay que minar las comunidades y aislar a las personas, transformándolas en individuos. El capitalismo ha sabido hacerlo muy bien. Los individuos están desconectados entre sí, y por consiguiente no pueden tener religio, que es una experiencia que sólo pueden tener quienes comparten algo importante y lo conservan juntos. Cuando falta la tierra común de la comunidad, la experiencia religiosa se apaga inexorablemente. O se convierte en un bien de consumo, como ha ocurrido en Occidente, donde en un par de generaciones hemos reducido a escombros un patrimonio comunitario y religioso que costó más de dos mil años construir, y donde los consumidores perfectos son individuos sin casa y sin raíces. Hemos dejado que nos vacíen de sentido y nos llenen de cosas.
Este vaciado-llenado representa el más alto grado de desarrollo del primer “espíritu del capitalismo”, que interpretaba la acumulación de bienes como una bendición de Dios. Pero con una diferencia decisiva: lo que durante al menos dos siglos fue una experiencia elitista de un pequeño número de empresarios y banqueros, en el siglo XX se convirtió en una religión de masas, gracias al desplazamiento del baricentro ético del capitalismo desde la esfera de la producción a la del consumo. Los “bendecidos por Dios” ya no son los que producen, sino los que consumen (alabados y envidiados porque tienen medios para consumir). Los predestinados son aquellos que pueden consumir los bienes y no los que los producen trabajando. Cuanto más consumo, más bendición. De este modo, la figura sagrada del empresario-constructor ha dejado su puesto al nuevo sacerdote y mesías: el ejecutivo-consumidor, que es tanto más “bendito” cuanto más alta es su prima y por tanto su estándar de consumo.
A consecuencia de ello, el trabajo ha salido de escena, relegado entre los recuerdos un poco nostálgicos del pasado y de sus utopías. Se ha convertido en un medio para consumir más, gracias a unas finanzas cada vez más amigas del consumo y más enemigas del trabajo, de la empresa y del empresario-trabajador. El viejo espíritu calvinista del capitalismo, centrado en la producción y el trabajo aun era un capitalismo esencial y naturalmente social. Trabajar y producir son acciones colectivas que implican cooperación, mutualismo. El trabajo es el primer ladrillo de las comunidades humanas. Al desplazar el eje del sistema económico y social desde el trabajo al consumo, la comunidad ha dejado naturalmente su puesto al individuo. El consumo se ha convertido en un acto individual y ha ido perdiendo progresivamente la dimensión social vinculada también a la esfera económica. Hasta hace unas décadas, en los mercados también se intercambiaban palabras. Hoy el acto perfecto de consumo es la compra on-line, donde el producto llega a casa sin que entre nosotros y el objeto de deseo se interponga ningún otro ser humano (posiblemente ni siquiera el cartero). Por eso, los juegos de azar de última generación son el mayor icono de este capitalismo. Desde las quinielas o las carreras en el hipódromo, que en muchos casos eran una experiencia social, hemos pasado a la relación individuo-máquina, donde cada uno “juega” (en realidad no es un juego) solo, enteramente concentrado y devorado por su objeto. No es casual que muchas máquinas tragaperras tengan el aspecto de un tótem: brillantes, llenas de color y siempre hambrientas.
El paso del trabajo al consumo es también fruto de una operación sistemática de falta de estima por todo lo que supone esfuerzo, sudor, sacrificio. El consumo nos gusta mucho porque es única y exclusivamente placer: no supone ningún esfuerzo, ningún dolor, ningún sacrificio. Por eso, no debe asombrarnos que la nueva frontera de la batalla civil se esté desplazando desde el “trabajo para todos”, que era el gran ideal del silgo XX, al “consumo para todos”, que posiblemente se convierta en el eslogan del siglo XXI, gracias, tal vez, a una renta mínima garantizada que nos permita ser introducidos en el nuevo templo. Más consumo, menos trabajo, más bendición. Las idolatrías son siempre economías de mero consumo. El tótem no trabaja, y el trabajo de sus devotos sólo sirve si está orientado al consumo: a la ofrenda, al sacrificio. Cuanto más idolátrica es una cultura, más desprecia el trabajo y adora el consumo y las finanzas, que prometen un culto perpetuo hecho sólo de consumo sin esfuerzo.
Pero esta estructura antropológica, social y sagrada, que ha regido el capitalismo hasta ahora, está entrando inexorablemente en crisis. El capitalismo individualista parece tener los días contados, aunque hoy vive sus mejores momentos (las grandes crisis siempre comienzan en el culmen del éxito, y se manifiestan con un retraso temporal de algunos años). No es difícil darse cuenta de ello.
Mientras nos hemos movido dentro de una economía de la escasez de bienes, al culto del mercado le bastaban las cosas para llenar nuestra fantasía y satisfacer nuestros deseos. Pero desde que la mayor parte de la sociedad ha alcanzado y superado el umbral de la saciedad, la religión capitalista debe ser completamente repensada si quiere seguir creciendo y reteniendo a sus fieles. Entre otras cosas, debe olvidarse de todos aquellos que no están saciados y llaman a las puertas de nuestros banquetes. Si observamos los cambios que se están produciendo en esta nueva fase – el capitalismo de la post-saciedad –podremos ver con claridad la potencia de la naturaleza religioso-idolátrica del sistema actual.
Pensemos en la relación individuo-comunidad. Los componentes más inteligentes de nuestro sistema económico están intuyendo que el culto capitalista necesita comunidades para ser poderoso y perdurar. Como toda religión, también la religión capitalista tiene que ser comunitaria. Todas las religiones son un «fenómeno social integral» (Émile Durckheim). Por eso, desde el centro del capitalismo ha comenzado a surgir algo muy difícil de imaginar hace apenas unos años. Una vez que el proceso de individualización del consumo y la cancelación de la comunidad estaba alcanzando su apoteosis, esa misma cultura económica ha empezado a dar a luz hijos que se parecen mucho a la vieja religión y a la vieja comunidad, a la que tanto se han opuesto y han combatido como su mayor enemigo. La fase del mercado que crecía ofreciendo mercancías a los individuos, sustituyendo los antiguos cultos colectivos por la idolatría individual de nuevos objetos-totem, está progresivamente dando paso a una nueva fase de consumo comunitario, y por consiguiente más religioso. El individuo consumidor, separado y aislado, adorador de ídolos que le devoran, no será el protagonista de los mercados de los próximos años. El mercado del futuro será social y lleno de historias. Por ejemplo, no entenderemos la nueva etapa de la sharing economy ("economía colaborativa" o, si se prefiere, "consumo colaborativo"), si no la leemos dentro de esta nueva fase diversamente comunitaria de la religión capitalista (lo veremos en un próximo artículo).
Pensemos en el gran fenómeno del marketing narrativo y en el llamado story-telling, que cada vez tiene más espacio en las nuevas empresas de éxito. La narración es un elemento típico de las religiones y de las comunidades, hasta tal punto que constituye su capital primero. La fe es sobre todo un patrimonio de historias recibidas y entregadas. No hay fe sin una narración del comienzo, del final, de los padres, de las liberaciones, de los encuentros con Dios. Una fe se transmite contando una historia. El nuevo marketing de la era de la post-escasez ya no presenta los productos con sus características técnicas o sus propiedades. No nos hechiza describiéndonos las propiedades de las cosas. Quiere encantarnos contándonos historias. Como hacían nuestros abuelos, como hace la Biblia. La nueva publicidad es, cada vez más, una construcción de relatos con el lenguaje típico del mito, cuyo objetivo consiste en activar la emoción del consumidor, su código simbólico, sus deseos, sus sueños y no sólo, ya no, sus necesidades.
Por eso, para vendernos sus productos, las nuevas empresas nos hacen soñar recurriendo a la fuerza evocadora del mito. Como ocurre con la fe y con las historias que han formado nuestro patrimonio religioso y social. Pero con una diferencia fundamental: las historias de la fe y las fábulas de las abuelas eran más grandes que nosotros y eran única y exclusivamente gratuidad. Su objetivo era transmitirnos un regalo, una promesa, una liberación. Revivían cada vez sólo para nosotros. No querían vendernos nada, tan sólo transmitirnos una herencia. En cambio, el story-telling de las empresas emocionales del capitalismo de hoy y de mañana sólo quiere vendernos algo. No tiene nada de gratuito y es más pequeño que nosotros, precisamente porque le falta la gratuidad que hacía grandes a las otras historias. Las nuevas empresas nos cuentan historias para aumentar los beneficios de aquellos que invierten mucho dinero en inventar y contarnos esas historias. Historias que, por otra parte, no son más que plagios e imitaciones de las grandes narraciones religiosas que ellos han recibido gratuitamente y ahora reciclan con ánimo de lucro. Las historias de ayer, de siempre, supieron encantarnos porque no querían encadenarnos. En cambio, todas las historias contadas con ánimo de lucro son variantes del cuento del flautista mágico: si no se le paga por su trabajo, este “mercader” vuelve a la ciudad y, mientras estamos ocupados en nuestros nuevos cultos, en las nuevas iglesias, con la flauta encantada y encantadora se lleva a nuestros hijos, para siempre.
La historia de las civilizaciones hasta ahora nos ha enseñado que la gratuidad usada sin gratuidad no dura, y pronto se descubre la trampa. Pero tal vez la gran innovación del capitalismo de mañana consista en transformar también la gratuidad en mercancía. Y lo hará tan bien que ya no seremos capaces de distinguir la gratuidad falsa de la genuina. Pero todavía podremos salvarnos de esta enorme manipulación, que sería la mayor de todas, si mantenemos con vida, en alguna parte, las grandes historias de gratuidad que guarda la fe. O si conservamos la semilla de la gratuidad en el último rincón del alma que aún no hayamos puesto en venta.
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