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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 21/03/2020
El siglo XVII fue más «religioso» que el XIV, pero quizá no más «cristiano». Y después de la amistad entre frailes y comerciantes, entre clérigos y empresarios, se reinstauró una distante sospecha.
El terreno ético que los comerciantes europeos habían conquistado entre los siglos XIII y XV desapareció en unas cuantas décadas, con la Reforma protestante y la Contrarreforma católica. La ética económica de la Contrarreforma volvió a ser la de cuatro siglos antes, como si Olivi, Duns Scoto, Boccaccio, Francesco Datini y Benedetto Cotrugli no hubieran escrito ni hecho nada; como si los milagros de belleza y civilización de Florencia, Génova y Venecia hubieran sido borrados de la conciencia colectiva. Las virtudes dignas de elogio volvieron a ser las aristocráticas, nobles y agrícolas, no las del comercio. El reloj de la historia retrocedió a la sociedad feudal del siglo XI. La encíclica Vix pervenit de Benedicto XIV, que declaró legítimo el interés sobre los préstamos, reproducía en 1745 las mismas tesis de los franciscanos, pero casi medio milenio después. Las páginas medievales sobre ética económica del franciscano Bernardino de Siena o del dominico Antonino de Florencia siguen siendo hoy objeto de estudio y meditación. Sin embargo, nadie recuerda las homilías de Jerónimo Garimberto ni las charlas cuaresmales de Paolo Segneri, los grandes moralistas económicos de la época de la Contrarreforma. El siglo XVII, con su explosión barroca de devociones, fue más religioso que el XIV, pero quizá no más cristiano.
[fulltext] =>Los efectos económicos y civiles más importantes de la Contrarreforma fueron imprevistos y colaterales. El más conocido es el primero. La lucha contra la usura volvió a ser un tema caliente. Cualquier contrato podía caer implícitamente en la usura. Por eso, ocuparse de la economía y del comercio se convirtió en un oficio peligroso. Era mejor dedicarse a las profesiones liberales y sobre todo a la agricultura, dado que la actitud de la Iglesia con respecto a las rentas y usuras agrarias (los “censos”) era mucho más blanda. De ahí el progresivo distanciamiento entre la clase mercantil y la Iglesia católica. Con el comercio ocurrió algo parecido a lo que estaba ocurriendo con la teología: dado que de Alpes para abajo ocuparse de teología podía ser arriesgado e incluso terminar en la hoguera, después de la Reforma los intelectuales italianos y latinos se dedicaron a otras cosas (música, arte, literatura, teatro), y la teología moderna pasó a ser un asunto prevalentemente protestante. Para hacerse una idea, basta hojear el más extendido Manual para confesores del abad Gaume: «Al comerciante peguntadle si ha retenido alguna parte del precio, incluso en el caso de que el patrón hubiera determinado el precio…». Y continuaba con una larguísima lista de casos especiales a comprobar cuidadosamente durante la confesión (1852, p.163).
Quien conozca a los empresarios, sabrá bien que si hay algo que esta categoría de personas detesta es la intromisión ajena en las decisiones del “fuero interno” de su empresa. Así pues, lo mejor era confiar la práctica ordinaria de los sacramentos a la mujer o a las hermanas, y de ese modo evitar penitencias, excomuniones, infamia y deshonor. La conquistada autonomía de las cosas terrenas fue poco a poco reabsorbida por una nueva clericalización de la vida y de las conciencias. En la Edad Media tardía, la vigilancia ética de los comerciantes la ejercían los frailes franciscanos y dominicos. Tenía lugar dentro de un trato ordinario, en la amistad, y consistía en un acompañamiento partícipe y solidario de personas de carne y hueso observadas en las plazas, no imaginadas en los confesionarios. El trauma de la Reforma-Contrarreforma devoró este patrimonio de confianza y familiaridad, y recreó la sospecha recíproca y las distancias típicas del primer milenio cristiano.
El papel de las órdenes religiosas fue un segundo efecto indirecto pero importante de la Contrarreforma. El clima creado por la Reforma generó en el mundo católico una sospecha general con respecto a las antiguas órdenes religiosas (Lutero era monje agustino). Los monasterios y los conventos, sobre todo los masculinos, dejaron de ser vistos como cunas de espiritualidad y cultura y empezaron a ser vistos como potenciales refugios de herejes, porque los monjes y los frailes eran estudiosos de la Escritura y porque estaban “carismáticamente” abiertos a los vientos de reforma. No pocos monjes y frailes fueron condenados por la Inquisición. Algunos franciscanos, por ejemplo, fueron acusados de luteranismo y ajusticiados a mediados del siglo XVI: Giovanni Buzio, Bartolomeo Fanzio, Girolamo Galateo, Cornelio Giancarlo, Baldo Lupatino. La Reforma tridentina no se apoyó en las órdenes antiguas (monjes y mendicantes), sino en las nuevas órdenes, sobre todo en los jesuitas, pero también en los barnabitas, teatinos, somascos y capuchinos, así como en los sacerdotes diocesanos. La nueva sospecha y la falta de estima con respecto a los antiguos monjes no solo frenó el desarrollo de aquellos laboratorios económicos, culturales y tecnológicos que fueron durante muchos siglos los monasterios, sino que complicó no poco la acción económica y social de los franciscanos y su atención pastoral a los comerciantes y artesanos dentro de las ciudades. El desarrollo que tuvieron los Montes de Piedad gracias a la acción de los frailes menores, conoció una crisis a partir de la segunda mitad del siglo XVI. Los Montes que, a pesar de todo, se siguieron fundando, se fueron apartando progresivamente de los franciscanos para convertirse en instituciones municipales o diocesanas. De este modo perdieron su carácter de bancos para apoyar las actividades de los pequeños y medianos empresarios y se transformaron en entes de pura asistencia y beneficencia: «El Concilio de Trento colocó el Monte de Piedad entre los Píos Institutos y entre los lugares que los obispos debían visitar con regularidad» (Maria G. Muzzarelli, término "Monti di Pietà" en Dizionario di Economia Civile).
Un tercer efecto indirecto de la Contrarreforma fue la progresiva “feminización” de lo sagrado y de la religión: «Los hombres podían confesarse, las mujeres debían hacerlo» (Adriano Prosperi, I tribunali della coscienza), porque acudir con frecuencia y públicamente a los sacramentos era una precondición para el acceso al mercado de los matrimonios y para la honra pública de las casadas. La esfera económica y política se entendía cada vez más como un asunto masculino, mientras que el ámbito sagrado y las prácticas religiosas se convertían en el reino de las mujeres, ya fueran monjas o casadas. Las prácticas religiosas no se llevaban bien con la virilidad. Una piedad popular cada vez más femenina producía prácticas devocionales que los hombres abandonaban porque se sentían incómodos – y el proceso se autoalimentaba en iglesias decoradas por (y para) la sensibilidad femenina, con su consiguiente lenguaje, oraciones y cánticos. Esta feminidad no se advierte en las iglesias protestantes. La práctica de la religión católica comenzó a convertirse en un “oficio” de mujeres gobernado enteramente por varones. Ejércitos con soldados mujeres y oficiales varones. Las mujeres se convirtieron también en la principal puerta de entrada de la Iglesia en la vida de la familia y por tanto de la sociedad: «El varón es pagano por naturaleza y a la esposa cristiana le toca no tanto convertirlo cuanto salvar su alma. El hombre salvaje bebe, juega, blasfemia, molesta a las mujeres y pega; la esposa misionera no se opone a estas costumbres, sino que va al grano, que es una cantidad mínima de misas, sacramentos y devociones suficientes para estar fundamentalmente en paz con el cielo. Además, basta con que el alma esté lista en el lecho de muerte» (Luigi Meneghello, Libera nos a malo). La teología del sufrimiento vicario, además, funcionaba perfectamente en esta oikonomia familiar: las mujeres podían salvar al marido, padre e hijos ofreciendo sus penitencias y sacrificios.
La confesión también satisfacía bien el lado de la “demanda”: el sacerdote era, para muchas mujeres, sobre todo consagradas, el único contacto con el exterior y con los varones, y a menudo este contacto se transformaba en amistad y familiaridad. De hecho, el uso de los confesionarios, que se extendieron mucho en la Contrarreforma, y de las ventanas de los monasterios fue objeto de atención y disciplina, debido, entre otras cosas, a los reiterados reatos de sollecitatio y seducción en los confesionarios, así como a los conflictos entre monjas. Un ejemplo son los denunciados en Ferrara en 1623, cuando un «confesor, mostrando atención solo por una decena de monjas jóvenes, causó división entre las religiosas: las más, por desquite, se abstenían desde hacía meses de la práctica del sacramento» (Mario Sanseverino, Un pericoloso ministero: confessare le monache nella Napoli della Controriforma 1563-1700). Por este motivo, después del Concilio de Trento se introdujo un único confesor para todo el monasterio y el papa Gregorio XIII introdujo una limitación de tres años para su mandato.
Es interesante señalar que, mientras que al comienzo de la norma de los tres años las monjas pedían que se respetara la alternancia, algunas décadas más tarde la actitud cambió y muchas monjas pedían que se prorrogara el trienio. No es sorprendente, entonces, que hacia finales del siglo XVI en varias ciudades se comenzara a poner un sueldo a los confesores, con el fin de evitar el comercio de regalos y propinas entre las monjas individuales y el confesor. Una intersección más entre economía y religión: el pago de un moderado salario monetario (en el monasterio de la Santa Cruz de Lucca, por ejemplo, el salario era de 60 ducados) era usado como instrumento para desincentivar la creación de bienes relacionales considerados inconvenientes o cuanto menos imprudentes. El bien común del monasterio (o al menos lo que los responsables percibían como tal, aunque tal vez no las monjas) era perseguido mediante la introducción de dinero público en lugar de regalos privados. El dinero casi siempre expulsa y sustituye al don, pero no resulta obvio valorar los efectos de esta sustitución para todas las partes en causa – también los sistemas clientelares y mafiosos son derrotados mediante la introducción de contratos transparentes.
Un último efecto es el relativo a la comparación con los países protestantes. En el mundo de la Reforma – como nos ha recordado Max Weber – el laicado se convirtió esencialmente en el lugar de la profesión laboral entendida como vocación (beruf). Una vez que Lutero y Calvino cerraron los monasterios, se desarrolló la idea de que el nuevo lugar para cultivar la vocación cristiana era el trabajo civil: el convento pasó a ser la ciudad. Del ora et labora de los monjes, los protestantes retomaron el labora, que se convirtió en una nueva forma de oración. También el mundo católico de la Contrarreforma conoció una migración del mundo monástico. Pero de la fórmula monástica tomaron el ora, la oración, que se convirtió también en una nueva forma de trabajo, sobre todo femenino, en los monasterios o en las casas. Las prácticas religiosas monásticas (ideal de perfección, acompañamiento, lucha espiritual, penitencias…) se convirtieron en el ideal de vida de los laicos, sobre todo de las laicas. Así pues, no es verdad que el individualismo fuera una clave de lectura solo para el protestantismo. También existió un individualismo católico, aunque fuera muy distinto. El individualismo nórdico se desarrolló en el terreno de los derechos y de las libertades, y se convirtió en el individualismo del fuero externo; el latino y católico se convirtió en un individualismo del fuero interno, privado, familista y femenino, con mujeres ocupadas en el cuidado del alma y de la casa, pero excluidas del fuero externo, dominio exclusivo de los varones (en los países católicos más que en los protestantes).
Pero hay una buena noticia. El antiguo espíritu del arte del comercio no ha muerto. El fuego sigue vivo bajo las cenizas. Aunque no lo sepan, muchos empresarios italianos y españoles tienen el mismo ADN ético que los comerciantes que dieron esplendor a nuestras ciudades y a nuestras iglesias; las mismas virtudes y el mismo amor civil. No lo saben, pero es así. Un espíritu bueno del comercio, que sigue siendo cálido, vivo y vivificante.
***
Termina aquí la serie de veinte artículos dedicados al origen de la ética mercantil. Un viaje apasionante y rico en sorpresas, como siempre ha ocurrido en las series de artículos que he escrito para “Avvenire”, gracias a la arriesgada confianza de su director. A partir del próximo domingo he acordado volver a mi segundo ámbito de investigación y pasión: los comentarios bíblicos. Comenzaremos el libro de Ruth, una vez más juntos.
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Publicado en Avvenire el 21/03/2020
El siglo XVII fue más «religioso» que el XIV, pero quizá no más «cristiano». Y después de la amistad entre frailes y comerciantes, entre clérigos y empresarios, se reinstauró una distante sospecha.
El terreno ético que los comerciantes europeos habían conquistado entre los siglos XIII y XV desapareció en unas cuantas décadas, con la Reforma protestante y la Contrarreforma católica. La ética económica de la Contrarreforma volvió a ser la de cuatro siglos antes, como si Olivi, Duns Scoto, Boccaccio, Francesco Datini y Benedetto Cotrugli no hubieran escrito ni hecho nada; como si los milagros de belleza y civilización de Florencia, Génova y Venecia hubieran sido borrados de la conciencia colectiva. Las virtudes dignas de elogio volvieron a ser las aristocráticas, nobles y agrícolas, no las del comercio. El reloj de la historia retrocedió a la sociedad feudal del siglo XI. La encíclica Vix pervenit de Benedicto XIV, que declaró legítimo el interés sobre los préstamos, reproducía en 1745 las mismas tesis de los franciscanos, pero casi medio milenio después. Las páginas medievales sobre ética económica del franciscano Bernardino de Siena o del dominico Antonino de Florencia siguen siendo hoy objeto de estudio y meditación. Sin embargo, nadie recuerda las homilías de Jerónimo Garimberto ni las charlas cuaresmales de Paolo Segneri, los grandes moralistas económicos de la época de la Contrarreforma. El siglo XVII, con su explosión barroca de devociones, fue más religioso que el XIV, pero quizá no más cristiano.
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Luigino Bruni
Publicación original en Avvenire el 15/03/2021
Las monjas daban sentido a su reclusión como víctimas de penitencias incluso extremas, y para la Iglesia y la sociedad aquellas vidas recluidas pero “productivas” tenían valor.
La época de la Contrarreforma fue decisiva para la cultura económica y social de los países de la Europa meridional. Algo se interrumpió en la evolución de la ética del comercio, que había convertido a Florencia, Venecia o Aviñón en lugares de extraordinaria riqueza económica y civil. La edad moderna tiene muchas caras. Una de ellas, poco conocida porque ha permanecido escondida e incluso ha sido ocultada, tiene como protagonistas a las mujeres. Me refiero concretamente a la vida monástica femenina.
[fulltext] =>El Concilio de Trento reintrodujo la clausura estricta para las monjas. Los obispos y las congregaciones romanas endurecieron los controles y las normas sobre los monasterios femeninos. Frente a una Iglesia reformada, que anunciaba la salvación por sola gracia, que criticó la vida consagrada hasta abolirla, que redimensionó en gran medida el papel de los sacramentos, que confutó radicalmente la teología de los méritos y por consiguiente de las indulgencias, y abolió el Purgatorio…, la Iglesia de Roma relanzó con fuerza la importancia de las obras del hombre para la salvación, multiplicó los institutos de vida consagrada, reforzó la pastoral de los sacramentos, incluida la confesión, y volvió a poner en el centro el mérito, las indulgencias y el Purgatorio.
En esta gran batalla teológica, las primeras víctimas, y también las más numerosas, fueron, también en este caso, mujeres. Sobre todo las recluidas en los monasterios y en los conventos. Se traba de un movimiento enorme, si tenemos en cuenta que, en el siglo XVII, entre coristas, conversas y terciarias, en algunas regiones italianas las monjas suponían el 10-15% de la población femenina “adulta” (mayor de doce años). Así pues, saber un poco más acerca de la vida de estas mujeres significa entender mejor la historia de Europa y también nuestro presente.
Pero ¿por qué debería existir una relación entre la vida de los monasterios femeninos y la economía? A lo mejor, lo primero que nos viene a la mente es el ora et labora, pero este primer pensamiento no es el más interesante ni el más correcto, porque donde la lógica económica tuvo más peso en la vida de las monjas fue, paradójicamente, en la espiritualidad, en la ascética y en la mística. El Medievo ya había producido una “religión económica”. Pero después del siglo XIII, las penitencias tarifadas de los monjes, donde a cada pecado le correspondía una pena con su correspondiente tarifa, se convirtieron en objeto de comercio, como si se tratara de mercancías. La penitencia se objetivó y se separó del pecador. Eso permitía que una culpa pudiera ser pagada por una persona distinta del culpable. De ahí todo el comercio de oraciones y peregrinaciones que surgió, hasta el famoso mercado de las indulgencias.
La Contrarreforma conoció una fuerte recuperación de la dimensión económico-retributiva del catolicismo, aunque con novedades importantes. Una de ellas afecta directamente a las mujeres. Mientras que en el Medievo los actores del comercio religioso eran casi exclusivamente varones, en la primera edad moderna las primeras operadoras de esta extraña versión de la religión católica fueron las mujeres. Las principales plazas de estas originales Bolsas de valores fueron los monasterios y los conventos, sobre todo los femeninos. Y el capitalismo latino se volvió divino. Veamos cómo. Todo gira alrededor de una particular (y extravagante) interpretación del significado y del uso del dolor humano, interpretado en relación con el dolor de Cristo. Sabemos que en el Nuevo Testamento existe una tradición que interpreta la pasión y la muerte de Jesús como pago de un precio al Padre para lucrar el perdón de los pecados. Esta idea de un Dios Padre cuya “satisfacción” exige la sangre de su Hijo (porque solo un precio de un valor infinito puede extinguir una deuda infinita), atravesó el primer milenio y fue sistematizada por San Anselmo de Aosta.
Pero no pasó de ser un asunto entre teólogos hasta que, en los monasterios, con la Contrarreforma, se convirtió en algo espectacular e impensado, en una columna de la época barroca. La antigua teología de la expiación se transformó en una auténtica cultura de la expiación, que se apoderó de las prácticas religiosas y de la piedad popular. El dolor humano se convirtió en la principal moneda para pagar las deudas/culpas propias y ajenas. Lo que en el Medievo fue un comercio de indulgencias y peregrinaciones, en la edad de la Contrarreforma se convirtió en comercio del dolor, en forma de penitencias, humillaciones y mortificaciones. Un dolor principalmente femenino. El lenguaje de los manuales para confesores, que se multiplicaron durante este tiempo, revela este cambio radical: “obras penales”, “obras satisfactorias”, “reparación”, “almas-víctimas”. El confesionario se convirtió en el principal mecanismo de transmisión de este comercio del dolor.
Una expresión destaca sobre las demás: sufrimiento vicario. Se empezó a pensar (y a actuar) que era posible sufrir en provecho de otros, que alguien podía pagar en su persona para expiar culpas ajenas, en vida o en el Purgatorio. En base a algunas citas de la Escritura (por ejemplo, de la carta deuteropaulina a los colosenses: “completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo”: Col 1,24) y a un uso original de la categoría de Iglesia como “cuerpo místico” (donde lo que sucede a un miembro repercute en todos los demás), se creó un inmenso mercado del dolor y de los sufrimientos. Y así, mientras la Europa del Norte desarrollaba mercados “reales”, en el Sur las categorías económicas se aplicaban a la religión y a las mujeres. Un ingrediente de este originalísimo sistema de intercambios fue el llamado “Tesoro de los méritos” de Cristo y María, méritos tan grandes como para superar la deuda de los pecados humanos. La Iglesia podía “vender” la parte excedente de aquel tesoro para perdonar las deudas de otros pecadores, mediante las indulgencias. Pero el golpe de genio teológico consistió en pensar que las penitencias y el ofrecimiento de los sufrimientos humanos podía aumentar el Tesoro, y por tanto también la parte excedente disponible para los pecadores vivos y aún más para los que estaban en el Purgatorio: «Dios quiere que la deuda se pague» (Divina Comedia, X,108). Entonces los monasterios femeninos se transformaron en “centrales de producción” de esta riqueza espiritual: con su dolor debían incrementar el Tesoro. Como le gustaba decir a Veronica Giuliani: «Muchas almas van al infierno porque no hay quien haga sacrificios por ellas».
De ahí la proliferación en los monasterios femeninos de penitencias cada vez más extremas, a menudo ordenadas por los confesores, gracias a su enorme poder sobre las monjas. Pero el sistema alcanzó su perfección cuando las monjas interiorizaron el valor de su dolor y en consecuencia se autoinfligían mortificaciones y humillaciones, causándose de buena fe toda clase de dolores con el fin de salvarse a sí mismas y sobre todo a los demás. El equilibrio era perfecto: las monjas atribuían un sentido y un valor al hecho de ser “víctimas recluidas” interpretando su sacrificio como ofrenda agradable a Dios y a los hombres, y la Iglesia y la sociedad atribuían un valor social y religioso a aquellas existencias recluidas pero “productivas”. Son impresionantes las biografías o autobiografías de algunas monjas: «El confesor convino en que dos horas de sueño cada noche, con una sábana raída como única cubierta, serían suficientes. Le dio un nuevo cilicio provisto de más de quinientos aguijones y un látigo con punta de hierro, y no puso objeción a que María Magdalena llevara cadenas dentadas en los brazos y en las piernas» (Anne J. Schutte, "Orride e strane penitenze", pp. 159; 266). En otra biografía se lee: «Parecida respuesta recibió de Dios cuando, durante una Nochebuena, sor Margarita pidió ser admitida entre el buey y la mula para adorar al Niño Jesús: En el pesebre no hay puesto para ti porque, en comparación contigo, los animales tienen cualidades más numerosas y meritorias» (Mariano Armellini, "Margherita Corradi monaca benedettina" (1570-1665), 1733). Y en la conocida historia de sor María Crucificada se lee: «Antes de la comida, cuando estaban las hermanas en el refectorio, me acerqué como una bestia, o sea encadenada a cuatro patas, besando los pies de las hermanas» (Francisco Ramírez, 1709).
Otra fuente esencial son los libros espirituales para monjas: «En cuanto os despertéis, imaginad que sois un reo encadenado y conducido al tribunal para ser juzgado, o un leproso lleno de llagas; y con estos y otros pensamientos semejantes, comenzad a vestiros» (Giovanni Pietro Pinamonti, "La religiosa in solitudine", 1697, p. 31). Y en un manual para confesores muy extendido en el siglo XVIII, el de Alfonso María de Ligorio, se lee: «La penitencia no solo debe ser medicinal para remedio de la vida futura, sino también penal y vengativa de la vida pasada. Una penitencia generalmente útil para todos es la entrada en alguna congregación» (Alfonso M. de Ligorio, "Il sacerdote provveduto", p. 240). Se consideraba que entrar en una congregación era una forma de penitencia útil para todos. Estas ideas y estas prácticas han durado siglos, en muchos casos hasta el Concilio Vaticano II. En un texto del siglo pasado aún se lee: «En el convento de las Dominicas de Vercelli, había una regla entre otras que prohibía beber entre una comida y otra sin permiso de la superiora, la cual, sin embargo, lo concedía en rarísimas ocasiones, animando a las hermanas a este pequeño sacrificio en memoria de la sed que padeció Jesús en el Calvario» (Luigi Carnino, "Il purgatorio nella rivelazione dei Santi", cap. 17, 1946). No me ha resultado nada fácil pensar y escribir este artículo. Lo he escrito con el mismo espíritu con que se escribe una lápida, una estela en memoria de aquellas mujeres víctimas casi siempre desconocidas. Un lugar donde detenerse ante ellas, reflexionar, llorar y después escribir, entre otras cosas para pedirles perdón, siglos después – disculpas vicarias que pido como hombre por cuenta de otros hombres del pasado.
El dolor humano puede tener sentido. Quizá algunas o muchas de estas monjas fueran más grandes que su destino o que las teologías erróneas y violentas con el cuerpo de las mujeres. Quizá. Pero primero Job y después los Evangelios nos dijeron que solo los ídolos disfrutan con la sangre de sus fieles. El Dios de la Biblia es distinto. Solo una visión equivocada de los hombres y sobre todo de las mujeres puede pensar en usar su sufrimiento como moneda agradable a cualquier Dios.
Una última nota. Todo este comercio de sangre y de dolor femenino era totalmente gratuito. La Iglesia, en sus hombres, vendía las indulgencias y pedía a los laicos limosnas para compensar los pecados: «La regla es: para los pecados de avaricia, limosnas» (Alfonso M. de Ligorio, cit.). Sin embargo, el comercio religioso que se producía sobre el cuerpo de las mujeres era puro don, y por tanto gratis. La mujer como icono del sacrificio gratuito, para protegerla del comercio mercenario. Han pasado décadas, siglos. Las monjas que hoy entran en los monasterios y en los conventos son muy distintas, y a menudo ni siquiera conocen estas historias. Las antiguas penitencias han sido eliminadas por el Concilio Vaticano II, si bien todavía está radicada en muchos cristianos la idea teológica de que nuestro dolor puede ser una “moneda” que el Dios-acreedor de los hombres acepta de buen grado, y que por tanto a Dios le agrada el dolor de sus hijos, lo que le hace peor que nosotros. Pero en la vida civil y económica, las mujeres todavía siguen practicando demasiadas expiaciones vicarias, y siguen pagando en su carne por las familias y por la sociedad. Su trabajo no es reconocido y es infravalorado, muchas veces en nombre del don. Son mujeres muy distantes y distintas, pero con sufrimientos aún demasiado semejantes.
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La Contrarreforma fue decisiva para la cultura económica y social de la Europa meridional.
Luigino Bruni
Publicación original en Avvenire el 15/03/2021
Las monjas daban sentido a su reclusión como víctimas de penitencias incluso extremas, y para la Iglesia y la sociedad aquellas vidas recluidas pero “productivas” tenían valor.
La época de la Contrarreforma fue decisiva para la cultura económica y social de los países de la Europa meridional. Algo se interrumpió en la evolución de la ética del comercio, que había convertido a Florencia, Venecia o Aviñón en lugares de extraordinaria riqueza económica y civil. La edad moderna tiene muchas caras. Una de ellas, poco conocida porque ha permanecido escondida e incluso ha sido ocultada, tiene como protagonistas a las mujeres. Me refiero concretamente a la vida monástica femenina.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 07/03/2021
La vida social y económica de los monasterios femeninos entre el Medievo y la Modernidad estuvo hecha de «ora et labora», pecados colectivos y «alegres» desobediencias.
«En 1602, en Roma, hubo un proceso por el descubrimiento de un agujero en la herboristería, desde donde se podía ver la calle. La única responsable resultó ser una joven monja conversa, sor Damiana, que admitió que había realizado la abertura con un gran asador. Al ser preguntada por los motivos, respondió que “el único motivo es que, al ver los cascotes de la pared que se desconchaba, me entraron ganas de ver a dónde salía”» (Alessia Lirosi, I monasteri femminili a Roma nell’età della Controriforma, Viella 2012). La vida social y económica de los monasterios femeninos entre el Medievo y la Modernidad contiene una inmensa riqueza. Dentro de aquellas clausuras colectivas, casi siempre forzadas, acontecían procesos humanos hoy casi completamente olvidados, también por el movimiento femenino y feminista. Mi primera felicitación este 8 de marzo es para ellas y para sus hermanas de hoy.
[fulltext] =>Los monasterios femeninos siempre han sido instituciones con una libertad limitada y vigilada por varones. Estos hombres, casi siempre célibes, basándose en mujeres imaginadas, producían reglas para gobernar la vida de mujeres de carne y hueso: «Siendo tal el voto de castidad, las monjas están aún más sujetas a él debido a la fragilidad de su sexo». Y para proteger al sexo frágil, que, según aquellos teólogos, estaba más fácilmente expuesto (¡que el de los varones!) al pecado carnal, «la superiora debe procurar que los hierros de las celosías de los locutorios sean estrechos, de modo que no se pueda sacar la mano» (Giovanni Pietro Barco, Specchio religioso per le monache, 1583). La clausura no consistía solo en “cerrar dentro” a las mujeres sino también, como recuerda mi amiga carmelita Antonella, en “cerrar fuera” del monasterio a los varones y sus injerencias, aunque nunca lo lograron del todo.
También los monasterios femeninos vivían su ora et labora. En los monasterios, junto al trabajo de las amanuenses (nunca suficientemente ponderado), surgieron verdaderas escuelas de bordado (según el estilo italiano que deja descubierto el fondo del paño). Otro sector “clásico” eran los dulces (y en parte los licores): «La ciudad de Bolonia tiene un comercio notable de dulce de membrillo. Las monjas compiten unas con otras en esta dulce manufactura» (Jean-Baptiste Labat, Diario, 1706). En toda Sicilia las monjas eran especialistas en dulces y manjares. Los recetarios más originales eran considerados una especie de monopolio secreto de los monasterios femeninos – la “frutta martorana” [una especie de mazapán típico de Sicilia n.d.t] toma su nombre del monasterio femenino de Martorana. También en Sicilia (Noto) eran famosos los trabajos con la cera en los monasterios femeninos, que alcanzaron una notable calidad. Además, producían vinagre y perfumes, cultivaban flores, creaban rosas de seda y jabones, junto con cilicios, flagelos y cadenillas, sin olvidar las pulseras y collares para las chicas (Antonino Terzo di Palazzolo e Lina Lupica, I lavori delle claustrali, 1991).
Poco conocido, aunque importante, era el trabajo artístico. Además de tocar varios instrumentos y de ser apreciadas y buscadas como maestras de canto, las monjas escribían poesías y obras teatrales que ponían en escena durante las celebraciones religiosas (Elissa B. Weaver, Convent Theatre in Early Modern Italy). Después del Concilio de Trento, las abadesas pusieron mucha resistencia ante los obispos que intentaron aplicar restricciones en materia de teatro, música y canto en los monasterios: «Que no se hagan comedias ni representaciones» (en Angela Fiore, La tradizione musicale del monastero delle clarisse di Santa Chiara in Napoli). Las prohibiciones fueron casi siempre desatendidas. Es interesante la figura de sor Plautilla Nelli (1524-1588), recordada por Vasari, quien señalaba que los santos de sor Plautilla eran muy femeninos: «La Nelli en lugar de Cristos hacía Cristas» (Vincenzo Fortunato Marchese, Memorie dei più insigni pittori...).
Leyendo los documentos, en particular los libros de crónicas escritos por las propias monjas, lo que se observa de inmediato – por ser evidente y obvio – es que en aquellos monasterios se reflejaban las estructuras y jerarquías sociales que los habían creado: entre ricos y pobres, entre patricios y plebeyos y entre hombres y mujeres. Las monjas se dividían en coristas (con velo) y conversas (serviciales o legas), a veces llamadas “señoras” y “siervas” (Clarisas de Nápoles). Las coristas, que rezaban en el coro y habían hecho la profesión solemne, eran monjas con plenos derechos. Votaban a la abadesa, que necesariamente debía ser elegida de entre las coristas, y podían ser “oficiales”, es decir ocupar cargos en el gobierno de los monasterios – herborista, maestra del coro, maestra de novicias, portera, vicaria, administradora, sacristana, tesorera, despensera – y solo ellas podían formar parte del consejo de las abadesas (las monjas “discretas”). Las conversas a menudo eran analfabetas, socialmente inferiores, y eran tratadas como tales. Dormían en dormitorios colectivos, tenían que ocuparse de los asuntos domésticos, de las monjas enfermas y de los trabajos más humildes del monasterio. De esta forma, liberaban a las monjas con velo de las tareas más terrenales. Y en caso de que la conversa supiera leer, tenía que abstenerse de hacerlo y mantener las distancias con las encumbradas coristas.
Después del Concilio de Trento, se desplazó a las conversas a un edificio aparte, aunque no por ello dejaron de ser camareras personales de las coristas. En San Silvestro in Capite (Roma), en 1665, las monjas coristas se quejaron porque las conversas no querían hacer los trabajos más humildes en la enfermería y no cedían el sitio en el locutorio. La falta de estima social por los cuidados, que hoy sigue siendo una característica de nuestra civilización, no se debía solo al hecho de tratarse de una tarea femenina y por tanto doméstica; surgía también de la jerarquía social entre mujeres. Las mujeres nobles lo eran porque no se dedicaban a los cuidados, gracias a que otras mujeres pobres (ayer en los monasterios y en los palacios, hoy en nuestras casas) lo hacían. Sin embargo, dentro de estas paradojas que a nosotros hoy nos resultan incomprensibles a menos que realicemos un notable esfuerzo de empatía histórica, estaba naciendo algo nuevo.
Un primer ámbito, también improbable y paradójico, fue el derecho penal. Se atribuye la concepción de la pena como reeducación y rehabilitación al movimiento iluminista y utilitarista del siglo XVIII (Beccaria y Bentham). Es raro que alguien recuerde el papel de los monasterios. Pero la pena de larga reclusión prolongada en el tiempo, ausente en el mundo antiguo, se desarrolló en las cárceles de los monasterios para castigar a los monjes y a las monjas. Por ejemplo, en el monasterio de las agustinas de Santa Marta de Roma, se decía que la monja que cometa una gravísima culpa «sea encerrada en secuestro, con discreción y caridad, procurando siempre que se convierta y vuelva a la penitencia». El objetivo de la cárcel era la recuperación de la culpable, una idea cercana a la visión moderna de la pena. El lenguaje de las cárceles nació como desarrollo del monástico – «celda» y «locutorio».
La vida económica de los monasterios femeninos es una mina casi totalmente inexplorada. Empecemos con una gran sorpresa (al menos para mí): la resistencia de las monjas a la “comunión de bienes” que el Concilio de Trento intentó reintroducir. Leyendo los documentos se observa que, a pesar de las visitas y de los documentos de los obispos, los monasterios femeninos eran desobedientes en el tema de la propiedad privada de las monjas individuales. ¿Por qué? Hay un episodio importante, narrado también en el trabajo fundamental de Alessia Lirosi sobre los monasterios romanos. En 1601 el cardenal protector pidió abolir la propiedad privada personal: «Apenas concluyó el cardenal su discurso, las madres, de común acuerdo, respondieron que en el pasado habían tenido ese mismo deseo; pero el monasterio no tenía mucha facultad de mantener lo común, de modo que fue necesario que las monjas se hicieran cargo cada una de sus cosas». Lo habían intentado, decía la abadesa, pero la gestión común no había funcionado. El cardenal insistió, y las monjas «sin replicar más, con indecible alegría, llevaron paños de lino y lana a la estancia del crucifijo, y todo lo que las monjas tenían en particular». Pero, añade Lirosi, «después de este repentino giro de tuerca, lentamente algo se aflojó. Pocos años después, en 1607, hubo que reiterar las disposiciones impartidas por el cardenal y prohibir de nuevo bordados y sedas en los manteles de los altares de cada una o en las cortinas de la cama». Las abadesas y sus monjas se resistían a la orden de la comunión de bienes. Pero esta desobediencia ¿era expresión del apego de aquellas ricas mujeres nobles a sus cosas? A veces así sería, tal vez casi siempre. Pero creo que alguna abadesa desobedeció por algo mucho más importante. Y en aquellas pocas monjas distintas, aunque fuera una sola, estaban todas las mujeres del mundo.
Cuando la vida te conduce a una reclusión, y un día eres capaz de hacer un agujero en la pared con el asador grande para ver pasar la vida al otro lado de tu recinto, de repente descubres el valor de las cosas. Las cosas se iluminan tanto o más que el altar y las estatuas de la capilla. Te hablan, te dicen que existes de verdad, que estás ahí. Y comprendes o intuyes que obligarte a sacar las cosas de tu baúl, «los bordados y las sedas de los manteles de tu altar», renunciar a las pocas cosas que te permiten decir “mío” («que ninguna llame mía a cosa alguna, sino que de todas diga: nuestra; que solo del mal diga: mío», Constitución monástica citada en Lirosi), es una violencia excesiva, a la que aquellas monjas y sus abadesas se resistían (es hermosa esta solidaridad entre mujeres, al menos aquí) debido a su instinto vital tan femenino. Hay “cosas” enteramente femeninas y distintas, que aún no hemos entendido.
El significado verdadero y correcto de la propiedad privada tal vez no naciera solo en los tratados de Locke o de Duns Scoto. Quizá alguna línea se escribiera también dentro de las clausuras, cuando algunas mujeres se negaron a decir “nuestro” porque intuían que aquel “nosotros” sencillamente las estaba matando. Con ello nos recuerdan que no todos los “nuestros” son buenos, solo aquellos que nacen de encuentros de gratuidad entre muchos “míos” donados. Ayer igual que hoy. La buena comunión de bienes es el final del camino, el culmen de un proceso de comunión de vida que un día florece en comunión de bienes. Nunca debe ser impuesta ni pedida de oficio como el pago debido hoy por un cheque en blanco firmado ayer. El “mío” que resucita en “nuestro” solo puede ser fruto de una elección mía que se convierte también en tuya. Fuera y dentro de los monasterios. Sin embargo, demasiados “nuestros” son simples coberturas ideológicas de abusos de poder y de violencia. Del mismo modo que hay una propiedad privada que nace del pecado individual – lo recordaba Duns Scoto – también existe una propiedad común que nace del pecado colectivo. Hay que incluir el agujero en la pared de sor Damiana, los repetidos “noes” a la destrucción de las obras teatrales y las desobediencias de las abadesas a los cardenales, realizadas con “alegría”, entre los actos de libertad que generaron el espíritu moderno, espíritu de hombres y de mujeres. Pero la modernidad laica no lo sabe.
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La feria y el templo/18 - La clausura monacal consistió tanto en “cerrar dentro” a las mujeres como en “cerrar fuera” las injerencias masculinas.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 07/03/2021
La vida social y económica de los monasterios femeninos entre el Medievo y la Modernidad estuvo hecha de «ora et labora», pecados colectivos y «alegres» desobediencias.
«En 1602, en Roma, hubo un proceso por el descubrimiento de un agujero en la herboristería, desde donde se podía ver la calle. La única responsable resultó ser una joven monja conversa, sor Damiana, que admitió que había realizado la abertura con un gran asador. Al ser preguntada por los motivos, respondió que “el único motivo es que, al ver los cascotes de la pared que se desconchaba, me entraron ganas de ver a dónde salía”» (Alessia Lirosi, I monasteri femminili a Roma nell’età della Controriforma, Viella 2012). La vida social y económica de los monasterios femeninos entre el Medievo y la Modernidad contiene una inmensa riqueza. Dentro de aquellas clausuras colectivas, casi siempre forzadas, acontecían procesos humanos hoy casi completamente olvidados, también por el movimiento femenino y feminista. Mi primera felicitación este 8 de marzo es para ellas y para sus hermanas de hoy.
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Luigino Bruni
Originalmnte publicado en Avvenire el 28/02/2021
El sistema de la dote como exclusión de las mujeres de la herencia se estableció ya en el siglo XIII en los estatutos de las ciudades italianas y creció con el aumento de la clase -mercantil.
El mercado de las dotes es uno de los fenómenos económicos y sociales más relevantes de la época que discurre entre el Medievo y la Modernidad. Nos permite intuir el alto precio pagado por las mujeres, víctimas sacrificiales inmoladas en el altar de la sociedad mercantil.
[fulltext] =>La dote era la parte de la herencia paterna que una hija recibía en el momento del matrimonio. Una vez obtenida la dote, la mujer ya no tenía más derechos sobre los bienes de su familia de origen. Por consiguiente, la dote era el precio a pagar para excluir a las hijas de la herencia paterna, estableciendo una línea sucesoria totalmente masculina. Los estatutos de las ciudades italianas recogían ya en el siglo XIII el sistema de la dote como exclusión de las mujeres de la herencia, pero su peso aumentó junto con la riqueza de las nuevas familias de comerciantes. Casar a las hijas se convirtió en un problema tan serio que Dante añoraba la Florencia pre-mercantil de su abuelo Cacciaguida, cuando «aún el padre no temía tener una hija» (Paraíso XV, 103). Dante encierra en un solo verso la esencia del fenómeno de la dote en su Florencia, donde el nacimiento de una niña suponía un coste futuro para los padres. La discriminación de las mujeres tenía su primer reflejo en el rostro de una mujer, la partera, cuando tenía que dar a otra mujer la triste noticia de que acababa de dar a luz a una niña – experiencias y dolores que, gracias a Dios, ya no entendemos porque las hemos olvidado. El celibato de los varones era como un signo de nobleza, la soltería “civil” de las mujeres no estaba bien vista porque era un estigma social.
A finales del siglo XIV, en Italia comenzó una inflación del “precio de las hijas” para la nueva aristocracia. En Venecia pasaron de los 800 ducados de finales del siglo XIV a los 2.000 de comienzos del siglo XVI. En Roma, durante el siglo XVI las dotes pasaron de los 1.400 a los 4.500 escudos (Mauro Carboni, Le doti della "povertà", p.30). La inflación se debía sobre todo a la competición posicional entre las familias ricas, que usaban a las hijas como un bien de estatus, en una dinámica que hoy conocemos como “dilema del prisionero”, donde el aumento del precio de las dotes no favorecía a ninguno de los “competidores” – excepto, en algunos casos, a las esposas que vieron aumentar su peso económico dentro de las familias de sus maridos.
Además, con el Renacimiento, entre las familias patricias italianas se reafianzó la institución romana del fideicomiso, en sus variantes del “mayorazgo” y la “primogenitura”. Toda la herencia quedaba en manos de un solo heredero varón, generalmente el primogénito, el “mayor”. Eso permitía la conservación del patrimonio, que corría peligro de perderse en caso de ser fragmentado y repartido entre muchos herederos. Pero esta “innovación” produjo dos grandes efectos colaterales. A los hijos varones segundos (es decir todos menos el primero), la familia les animaba a no casarse. Incluso en el siglo XVIII a estos hijos se les cerró de hecho la posibilidad de contraer matrimonio, y las dos carreras que les quedaban eran la militar y la eclesiástica. El segundo efecto tenía que ver con la suerte de las hijas ricas. La escasez de varones de igual rango hacía que la demanda de maridos excediera en mucho a la oferta. Pero si un padre patricio daba a su hija en matrimonio a un no patricio, perdería su dote y comprometería el buen nombre de la estirpe. El “bien común” de la familia era también en este caso mucho más importante que el bien de los individuos, sobre todo las mujeres. ¿Qué hacer, entonces?En primer lugar, las familias debían dar una dote a las hijas, casi a cualquier precio. Por eso, en 1425 el Ayuntamiento de Florencia creó un fondo para las chicas “no dotadas” (sin dote): el Monte de las dotes. A esta institución la siguieron muchas otras similares, como el “Monte de los maridajes” de Nápoles (1578) y el “Monte del matrimonio” de Bolonia (1583). Eran a un tiempo instituciones de crédito e instituciones de beneficencia, porque, además de garantizar intereses sobre los depósitos, gestionaban legados y donaciones, privadas y públicas, para ayudar a las chicas sin dote o con dotes insuficientes. En Florencia, entre 1425 y 1569, unas 30.000 chicas se inscribieron en el Monte de las dotes. El primer florentino que usó el Monte, Federigo di Benedetto di Como, depositó para su hija Diamante 200 florines; cuando Diamante se casó en 1440, el fondo dotal que liquidó se había convertido en 1.000 florines - ¿y cómo no pensar en el esfuerzo de los franciscanos para que la Iglesia aceptara el pago del 5% anual en sus Montes de Piedad? Las familias que encontramos inscritas en los registros del Monte son sobre todo las de los ricos comerciantes de Florencia – Acciauoli, Pazzi, Rucellai, Medici, Bardi, Strozzi –, que claramente recurrían al Monte para que sus propias inversiones fructificaran. La mitad de las chicas ricas de Florencia tenía un título (una “libreta”) en el Monte, y esto no resulta sorprendente. En cambio, sí que llama la atención ver que muchas hijas de artesanos modestos eran titulares de una cuenta. Un padre con una modesta riqueza y orígenes pobres hacía todo lo posible y lo imposible para que su hija tuviera una cuenta dotal, porque sabía que aquella libreta podía ser la única oportunidad para darle un futuro mejor (Anthony Molho y Paola Pescarmona, «Investimenti nel Monte delle doti di Firenze», Quaderni storici, 21).
La mujer noble Alessandra Macinghi negli Strozzi escribía lo siguiente con respecto a la próxima boda de su hija Caterina: «Le doy en dote mil florines; es decir quinientos en 1448 que ella tiene ya como haber en el Monte [de las dotes]; y otros quinientos que le daré, entre dinero y ajuar, cuando se case». Y añade: «Quien toma esposa, dinero quiere, y no encontrando a nadie dispuesto a esperar a recibir una parte de la dote en 1448 y otra en 1450, le doy yo estos quinientos en dinero y ajuar y, si ella vive, me quedaré yo con los de 1450» (Lettere di una gentildonna fiorentina<, 1877, p.4). La liquidación anticipada de la dote suponía un riesgo, porque en caso de muerte de la titular la cantidad que devolvía el Monte se reducía mucho.
Así pues, el valor económico de la dote de la esposa era un indicador del valor social de la mujer. La dote era formalmente propiedad de la mujer, pero la administraba el marido, y volvía a ser posesión de la mujer en caso de viudedad. A una mujer sin dote, ya fuera porque la familia se había empobrecido o porque había caído en desgracia, se la consideraba expuesta al peligro de caer en el vicio. Por este motivo se crearon numerosas instituciones de asistencia a mujeres sin dote, muchas de ellas dedicadas a María Magdalena, concretamente para mujeres jóvenes y/o para rescatar mujeres que habían caído en el pecado (por ejemplo, prostitutas). Eran “conservadores” y “celadores”, que mantenían en clausura forzada a las mujeres en peligro mientras recogían donaciones para garantizarles una dote en el momento del compromiso – que se producía por el “toque de la mano” de la mujer delante de testigos – o del ingreso en un convento (Luisa Ciammitti, «Quanto costa essere normali. La dote nel conservatorio femminile di Santa Maria del Baraccano (1630-1680)», Quaderni storici, 18).
Existía, en efecto, una estrecha relación entre el mercado de las dotes y la vida religiosa. ¿Qué “hacer” con las hijas que no se podían “colocar” en el mercado de los matrimonios? Resignarse a un marido de rango social y económico inferior era una humillación y un “coste” demasiado alto que las familias patricias no estaban dispuestas a aceptar. Los monasterios y los conventos fueron una solución. Para las familias ricas, el enclaustramiento de una hija se convirtió en la vía maestra para «eliminar del mercado matrimonial a las mujeres en exceso, colocándolas en un convento y haciéndolas institucionalmente estériles» (Susanna Mantioni, Monacazioni forzate e forme di resistenza al patriarcalismo nella Venezia della Controriforma, 2013). Si un capital demasiado valioso (una hija aristocrática) no encontraba un lugar adecuado en el mercado, debía ser destruido mediante el ingreso en el convento. Porque era preferible destruir un activo tan valioso que malvenderlo, pues esto podría iniciar una decadencia social acumulativa de costes imprevisibles. La eliminación mediante la clausura resultaba la mejor solución. Además, el sacrificio de algunas hijas patricias mediante su ingreso en el convento facilitaba el conveniente matrimonio de otras hermanas más afortunadas. Entre otras razones, la dote monástica, o dote espiritual, era mucho más económica que la matrimonial (hasta veinte veces menor). De este modo se explica por qué se multiplicaron los conventos y monasterios femeninos después del siglo XV, así como por qué la práctica totalidad de las monjas en la edad moderna procedían de familias nobles o de la alta burguesía, y por qué más de la mitad de las hijas de familias patricias se hicieron monjas.
Pero eso no es todo. Las familias más ricas hacían construir para sus hijas celdas privadas, verdaderos apartamentos en el interior de los monasterios, para uso exclusivo de estas monjas durante toda su vida. A menudo estas monjas gestionaban la dote junto con otras rentas sobre capitales de su propiedad. Todo esto saca a la luz una relación compleja entre la vida en común, la propiedad privada y el uso simbólico del espacio personal dentro de los monasterios a comienzos de la edad moderna (Silvia Evangelisti, «L’uso e la trasmissione delle celle nel monastero di S. Giulia di Brescia», Quaderni Storici, 30). Estas breves indicaciones son suficientes para entender qué significó la reforma de la vida religiosa femenina de Teresa de Ávila.
Una última consideración. Es muy significativo el uso del registro semántico del don en este tipo de operaciones. Decía Giovanni Tiepolo, patriarca de Venecia, sobre las monjas: «Haciendo de su propia libertad no solo un don a Dios, sino también a la Patria, al Mundo y a sus parientes más cercanos» (comienzos del siglo XVII). Pero ¿de qué don cabe hablar en el caso de unas hijas que no elegían qué vida vivir? En primer lugar, se trataba del don del padre, no del don de ellas. Era el don que la familia y la sociedad pedía a aquellas mujeres para salvar el orden social y el linaje. Era un don parecido al de los potlach de las islas del Pacífico estudiados por Marcel Mauss (1925), donde el “don” no tenía nada de gratuidad, y era solo el lenguaje del poder político y comercial, que llegaba hasta la destrucción del objeto donado (potlach de disipación), con tal de afirmar la propia superioridad.
Solo los ángeles conocen el dolor de estas mujeres-don, el precio pagado a la sociedad que estaba naciendo. Océanos de sufrimiento femenino en los monasterios y en las casas. Estas lágrimas fueron el agua primera con la que se amasó el edificio de la ciudad moderna. El único consuelo que nos queda, pequeño y parcial pero no vano, es pensar que algunas de aquellas monjas, tal vez muchas, fueron más grandes que su destino. Al igual que su “esposo”, ellas también se encontraron sin querer clavadas a una cruz, y allí algunas decidieron vivir el dolor inocente y no elegido como don, un don distinto y finalmente libre. Y a veces resucitaron. Si hoy muchas mujeres pueden vivir su vida en los conventos y en los monasterios como verdadero don y verdadera libertad, detrás de este don y esta libertad están aquellas antiguas resurrecciones.
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Luigino Bruni
Originalmnte publicado en Avvenire el 28/02/2021
El sistema de la dote como exclusión de las mujeres de la herencia se estableció ya en el siglo XIII en los estatutos de las ciudades italianas y creció con el aumento de la clase -mercantil.
El mercado de las dotes es uno de los fenómenos económicos y sociales más relevantes de la época que discurre entre el Medievo y la Modernidad. Nos permite intuir el alto precio pagado por las mujeres, víctimas sacrificiales inmoladas en el altar de la sociedad mercantil.
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Luigino Bruni
Publicado originalmente el 21/02/2021 en Avvenire.
La propiedad privada es buena si protege la paz y si es una garantía para Abel, es decir si defiende lo “tuyo” antes que lo “mío”, sobre todo por lo que respecta a los pobres.
Los principales protagonistas del gran cambio que sufrió el “espíritu” económico europeo entre los siglos XIII y XIV fueron los franciscanos y los dominicos, que transformaron la imagen del comerciante de enemigo del bien común en su primer constructor. Desde el corazón de las ciudades, los mendicantes vieron cosas distintas de las que se veían desde los verdes valles de las abadías. Vieron que no solo en los monasterios había trabajo bueno, que el tiempo litúrgico no era el único tiempo santo, pues había una santidad en el tiempo de todos, y que la campana laica de la torre del ayuntamiento no era menos noble ni menos cristiana que la del reloj de sol de los monjes. Observando los tiempos y los días de los artesanos, de los artistas y de los comerciantes, descubrieron un ora et labora distinto pero no inferior al de los monasterios. Y nació el “hermano trabajo”. El Humanismo y el Renacimiento florecieron a partir de este continuo diálogo-dialéctica entre un cielo importantísimo y una tierra importante, entre un más allá presentísimo y un más aquí presente, entre la espera del todavía no y el compromiso del ya.
[fulltext] =>El trabajo-vocación no salió de los monasterios solo con la Reforma protestante. Ya había salido en el siglo XIII, gracias a la obra de las órdenes mendicantes, que fueron importantes para el nacimiento de la nueva economía no solo por su condición de confesores, predicadores y pastores de comerciantes y artesanos, sino también, tal vez en primer lugar, por la de teólogos. Uno de los más grandes fue Duns Scoto, un franciscano escocés, magister en Oxford, Cambridge, París y Colonia. Un genio de un valor absoluto, uno de los mayores talentos que hayan atravesado nunca la teología y la filosofía. Scoto (1265/1266-1308) se ocupó también de economía – la Edad Media era también esto: los más grandes se interesaban por la Trinidad y por la moneda, porque sabían que, después de la encarnación del Verbo, una quaestio sobre el precio justo tenía la misma dignidad que otra sobre la redención.
En su Comentario a las Sentencias de Pedro Lombardo, conocido como Ordinatio (1303-1304), leemos: «El intercambio se fundamenta casi en una ley de la naturaleza: haz al otro lo que te gustaría que te hicieran a ti» (citado en Leonardo Sileo, Elementi di etica economica in Duns Scoto, p.6). Scoto interpretaba la versión de la “regla de oro” de los Evangelios (Mt 7,12 y Lc 6,31) como regla de la sociabilidad económica. Veía la reciprocidad en el intercambio comercial como un modo de expresión de la reciprocidad evangélica. Aquellos primeros observadores cualificados veían el mercado no solo como una nueva forma de relación civil, sino también como una nueva concreción de la ley del amor mutuo. Efectivamente, como repetirá en el siglo XVIII Antonio Genovesi, el intercambio de mercado, por su naturaleza, puede ser visto como una forma de “asistencia mutua”, donde unas personas satisfacen, mediante los bienes, las necesidades de otras. Si nosotros fuéramos capaces de observar desde lo alto y con una mirada no ideológica lo que ocurre en los mercados del mundo – la mirada de aquellos primeros teólogos era un poco así – veríamos una inmensa y densa red de relaciones que permiten a las mujeres y a los hombres obtener las cosas que necesitan. Y nos daríamos cuenta de que, en ausencia de los mercados, solo podrían obtener esas cosas mediante el don o el robo, el primero demasiado escaso y el segundo incivil.
Los franciscanos, que querían mantener a toda costa el “prestigio pauperista” y observaban la prohibición absoluta de manejar dinero, veían los mercados y las riquezas con una distancia espiritual que les permitía entender su esencia y explicarla. La mirada positiva y generosa sobre su mundo no ignoraba la triste suerte de los excluidos de esta red de intercambios recíprocos. Los mendicantes se hicieron cargo de ellos dando vida a mil iniciativas de asistencia, pero al mismo tiempo fueron capaces de no interpretar el intercambio de mercado como un enemigo de los pobres, sino como una oportunidad para todos. Tan es así que Scoto llegó a aconsejar a los príncipes de las ciudades con pocos comerciantes que hicieran todo lo posible para atraerlos: «En un país indigente de comerciantes, un buen legislador debería atraer comerciantes, incluso pagándoles mucho dinero, y encontrar el sustento necesario también para sus familias» (Ordinatio, IV).
En esta misma línea se movía el franciscano catalán Francesc Eiximenis (1330-1409), estudioso y seguidor de Duns Scoto. El libro Duodécimo (Dotzè) de su summa, El cristiano (Crestià), escrito entre los años 1385 y 1392, contiene un amplio y original tratado sobre la economía política y la moneda, donde se desarrolla y refuerza la función de civilización del mercado – la civilitas. Aquí encontramos conceptos extremadamente importantes y originales. Uno de ellos toca el pilar de toda ética económica civil, es decir el conflicto entre rentas y beneficios: «Debe prohibirse comprar rentas perpetuas y vitalicias a todos aquellos que puedan desempeñar actividades mercantiles», ya que las rentas destruyen las ganancias buenas y civiles de los comerciantes, esenciales para la comunidad. Las competencias que poseen los comerciantes con respecto a las «palabras y los contratos», su arte discursivo y relacional, favorece «todo tipo de relación cualificada y amistosa» (I,1). Por eso, Barcelona (a la que él veía como civitas perfecta) no debía «promover excesivamente los cargos honoríficos», sino alentar el desarrollo de la clase mercantil. En el lado opuesto al del comerciante, se situaba el “hombre avaro”, que era el primer enemigo de la ciudad porque impedía que la moneda circulara y expandiera el desarrollo y la civilización: «No debe tener derecho a habitar en la ciudad, ni por motivo alguno se le debe permitir revestir cargos u oficios de la comunidad, por cuanto es disipador de la civilitas, enemigo integral de la verdad, falsificador de la amistad» (I,1). Es interesante notar que la avaricia es considerada como el vicio de los perceptores de rentas y no como una enfermedad de los comerciantes.
Los comerciantes, afirma Eiximenis retomando una tesis de Hugo de San Víctor, deben ser premiados, porque son «la vida de la tierra, el tesoro de la cosa pública. Sin comerciantes, las comunidades decaen y los príncipes se vuelven tiranos. Los comerciantes son grandes limosneros, padres y hermanos de la cosa pública y Dios muestra en ellos grandes maravillas» (Regiment de la cosa pública, citado en la introducción a la edición crítica de la obra, a cargo de Paolo Evangelisti). Muy interesantes son también sus abundantes páginas sobre la moneda, preciado bien público, “bien de la comunidad”, primer signo de la confianza pública esencial para todos los pactos sociales, y símbolo de la communitas, la commutatio (intercambio) y la communicatio (comunicación) entre los ciudadanos. También son importantes sus razonamientos sobre el crédito y sobre la función de la deuda pública – desgraciadamente viciados por una polémica anti judía, común en muchos franciscanos del tiempo (y no solo en ellos). Hizo énfasis en la urgencia de crear instituciones de crédito civil, en particular una “casa de la comunitat”, que se adelantó a los Montes de Piedad del siglo siguiente y a los bancos rurales y cooperativos del siglo XX. Los destinatarios de esta institución eran los jóvenes pobres que, gracias al crédito, podían iniciar una vida productiva. Pero también las chicas sin dote, en una actividad precursora del “Monte de las dotes” de Florencia de 1425, e incluso «el rescate de los prisioneros, la recuperación de los hombres caídos en ruina y de los encarcelados en condiciones de pobreza» (Dotzè, I, 1).
El aprecio y la admiración que estos teólogos de la altísima pobreza mostraban por el rol civil de los comerciantes, de la moneda y del crédito nos impresiona y nos encanta. Pero una vez más, también nos sorprenden otras tesis de estos mismos autores que complican el discurso y nos sitúan en la ambivalencia generativa de la Edad Media. Una de estas tesis, muy importante, es la relativa al origen y a la naturaleza de la propiedad privada. En Duns Scoto leemos: «¿Cuándo empezó a distinguirse la propiedad de las cosas, de modo que a una se la llamara “mía” y a otra “tuya”, y cómo surgió tal distinción? Por ley de la naturaleza no se establece en absoluto ninguna distinción en la posesión de las cosas, puesto que en el estado de inocencia no existía tal distinción sobre la posesión y la propiedad de las cosas, sino que todo era común a todos» (Reportata parisiensia, citado en Francesco Bottin, Giovanni Duns Scoto sull’origine della proprietà).
Sin terminar de salir del mundo de los comerciantes constructores de civilitas y caridad cristiana, nos topamos con una visión de la propiedad privada de los bienes, pilar de aquella economía de mercado, como fruto del pecado. Para Scoto, en línea con buena parte de la teología medieval, en la inocencia primordial, es decir en la condición adamita, la regla era la comunión de los bienes. No existía lo “mío” y lo “tuyo” – y lo “nuestro” coincidía con lo de la humanidad entera, que no se sentía dueña de los bienes sino simple usuaria. Claramente no debemos entender la condición adamita en sentido histórico o cronológico (no tendría mucho sentido hablar de comunión en un Edén donde Adán estaba solo, incluso con Eva), sino en sentido teológico y antropológico. Teniendo siempre presente que en la visión bíblica lo que viene antes es más verdadero y profundo que lo que viene después, puesto que expresa vocación y destino y por tanto indica lo que un día será o podrá ser, cuando Scoto dice que la propiedad privada nace después del pecado está diciendo una cosa importante, es decir que la apropiación privada de los bienes no entraba en el diseño originario de Dios para la humanidad. Fue una desviación, una corrupción, un decaimiento, un error. «No era así al principio». Porque dentro de la imagen y semejanza con Dios está la comunión de los bienes. La economía de lo “mío” y o “tuyo” no es la de Adán, sino la de Caín. ¿Y cómo será la economía del nuevo Adán?
Es muy interesante, para terminar, la función que atribuye Scoto a la propiedad privada, una vez que los hombres caídos con el pecado ya no podían prescindir de ella: «Esto fue necesario con el fin de mantener la convivencia pacífica entre los hombres, ya que, tras la culpa, los malvados pretenderían quedarse con las cosas no solo para su uso indispensable sino también para saciar su codicia de posesión». Así pues, la propiedad privada es una protección para la paz, una garantía para Abel contra los abusos de Caín. Tiene su razón de ser en la protección de los débiles contra la fuerza de los fuertes, que tendería a acrecentar sin medida su “mío” sin reconocer lo “tuyo”. Entonces, la propiedad privada es buena si defiende sobre todo lo “tuyo”, especialmente lo “propio” de los pobres.
La tesis que encontramos en la Fratelli tutti resulta entonces muy franciscana: «El derecho a la propiedad privada solo puede ser considerado como un derecho natural secundario y derivado del principio del destino universal de los bienes creados» (nº 120). Los grandes teólogos medievales nos recuerdan que nuestro destino, también económico, es la comunión. Nosotros no logramos estar a la altura de nuestra vocación y nos conformamos con la economía de lo “mío” y lo “tuyo”. Pero Adán, que en nosotros viene antes y es más profundo que Caín, no nos deja en paz y alimenta la infinita nostalgia de otra economía.
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stdClass Object ( [id] => 18652 [title] => Cuando el conocimiento era un bien común y gratuito [alias] => cuando-el-conocimiento-era-un-bien-comun-y-gratuito [introtext] =>La feria y el templo/15 - Las prohibiciones teológicas supieron generar medios de libertad para los comerciantes y los intelectuales, como seguros y universidades.
Luigino Bruni
Publicado originalmente en Avvenire el 14/02/2021
La antigua cultura cristiana sabía que el conocimiento era un bien precioso, más aún divino, y lo protegía del lucro. Ahora, en la lógica del capitalismo, solo se ven costes y beneficios.
En la Edad Media era muy evidente la capacidad generativa del límite. La prohibición de prestar dinero a interés produjo una gran biodiversidad de instrumentos financieros y de contratos, desde la encomienda hasta la letra de cambio y desde la sociedad en comandita hasta los primeros seguros. El comercio marítimo no podía desarrollarse sin remunerar el riesgo, mediante alguna forma de interés sobre el capital prestado al armador. Así pues, la prohibición teológica de la usura condujo a la invención de un nuevo contrato, el de seguro, desdoblando el préstamo en dos componentes: «Por un lado la simple devolución del préstamo y por otro la promesa de una recompensa a cambio del riesgo asumido» (Armando Sapori, "Divagazioni sulle assicurazioni", en "Studi di storia economica" III, p. 144). Un límite teológico generó una gran innovación económica y social.
[fulltext] =>Otro ámbito donde el límite teológico desempeñó un papel decisivo fue el nacimiento de las universidades. El fenómeno del desarrollo de comunidades de profesores y alumnos en las universidades fue gemelo del nacimiento de las compañías comerciales. El siglo XIII fue el siglo de los mercaderes y las universidades que, juntos, configuraron el Humanismo. Ambos eran lugares de libertad e instituciones del nuevo espíritu europeo. Los goliardos y los comerciantes pusieron en crisis los valores de las instituciones del primer milenio, apoyados y animados por las nuevas órdenes mendicantes, que eran magistri en las universidades y amigos de los comerciantes. Los goliardos eran principalmente laicos, que «para estudiar y antes aún para vivir y desplazarse siguiendo a los maestros, recurrían a los medios más extraños como hacer de saltimbanquis, malabaristas, bufones e incluso practicar alguna pequeña estafa» (Sapori, p. 366).
Pedro Abelardo definía a los que detentaban el antiguo saber como «filisteos que mantienen su saber secreto, solo para ellos, impidiendo que los demás saquen provecho de él. Nosotros, en cambio, queremos excavar pozos de agua viva en todas las plazas públicas, donde el agua rebose y todos puedan saciar su sed» (citado en Sapori, "L’università nei secoli", p. 368). La democracia europea nació en los edificios del gobierno de las nuevas ciudades, en las compañías de los comerciantes y en las universidades, donde el saber se creaba dialécticamente y después se convertía en un bien público, si es cierto que la democracia consiste en «gobernar discutiendo» (en palabras de John Stuart Mill y Amartya Sen). El papel de este nuevo saber más popular fue inmenso, infinitamente más grande de lo que hoy podemos imaginar.
Por eso, no resulta sorprendente que estos nuevos intelectuales encontraran la misma hostilidad que encontraron los comerciantes, ambos gente nueva, demasiado libres y distintos para ser comprendidos: «¡Oh París, hasta qué punto fascinas y engañas a las almas! Feliz es la escuela en la que, por el contrario, se habla solo de sabiduría, y sin necesidad de cursos ni lecciones se aprende cómo llegar a la vida eterna: aquí no se compran libros» (Pierre de Celles, citado en Sapori, p. 369). Estos mismos detractores de las nuevas universidades y de los goliardos odiaban también los municipios libres, a los que llamaban la “nueva Babilonia”, porque supuestamente Dios no amaba las ciudades ya que Caín fue el fundador de la primera de ellas (Ruperto de Deutz). Pero las analogías entre los comerciantes y los intelectuales no acaban aquí. En el primer milenio se consideraba que el tiempo pertenecía a Dios y de ahí nacía la más antigua justificación de la prohibición de prestar a interés. Pero también el conocimiento era considerado un don de Dios, y como tal no era susceptible de comercio sino de don gratuito. Por eso, los debates acerca de la prohibición del interés sobre el dinero eran parecidos y se desarrollaban en paralelo a las disputas sobre la prohibición de que los magistri cobraran por sus clases. También en la transmisión del conocimiento la gratuidad, el sine-merito, era la norma, y el pago, el pro-pretio, la anomalía.
La fuente medieval más autorizada de tal prohibición fue Bernardo de Claraval, que en su comentario al Cantar de los Cantares dejó escrito: «Scientia donum Dei est, unde vendi non potest» (la ciencia es un don de Dios y por tanto no puede venderse). Esta tesis la hizo suya el tercer (1179) y el cuarto (1215) Concilio Lateranense, y por consiguiente también el papa Gregorio IX en 1234 (en el Liber Extra) – el papado fue un gran defensor de las nuevas universidades, que eran instituciones pontificas. La prohibición tuvo un gran peso en la praxis de las instituciones universitarias y escolásticas medievales; si bien con frecuencia la praxis (como en el caso de la usura) se movía en distintas direcciones. Escribía el canonista Roffredo de Benevento: «En nuestros días es habitual que los maestros tomen los libros de los alumnos en prenda del cobro».
La referencia a la autoridad de San Bernardo en materia de gratuidad no era casual. La gratuidad de la enseñanza era una herencia de la gran tradición monástica. Durante muchos siglos los monasterios fueron las principales escuelas de Europa, cuando no las únicas. A los monjes se les enseñaba la fe, junto con la gramática, la música y las matemáticas, pero también a laicos, sobre todo a los jóvenes. Ahí es donde se consolidó la praxis de la gratuidad. En un documento del año 888 se lee con respecto a las escuelas: «Ut turpi lucro et negotiationibus non inserviant» (para que no estén al servicio del infame lucro y de los negocios). Y el Concilio de Londres, en 1138, afirmaba: «Ut scholas suas magistri non locent legendas pro pretio» (que los maestros no cobren por impartir clases en sus escuelas, § XVII).
A partir del siglo XIII, los nuevos maestros comenzaron a realizar distinciones. Bartolomé de Brescia sostenía que el maestro no debía enseñar por dinero, pero sí podía aceptar un pago por parte de los alumnos si se ofrecía como don y no era obligatorio. Como se recordará, la solución se asemeja mucho a la que condujo a la licitud del interés sobre la deuda pública entendido como don libre. Otros distinguían entre maestros y alumnos ricos y pobres: solo los estudiantes pobres no debían pagar y solo los maestros ricos debían enseñar gratis. El famoso canonista boloñés Tancredi, por ejemplo, concretaba: «Cuando el maestro recibe un beneficium seguro y protegido no debe pedir dinero por la educación que proporciona» (en Emma Montanos Ferrín, "Scientia donum Dei est"). El dominico Raimundo de Peñafort, por el contrario, defendía la tesis de que la ciencia, al ser un don divino, no podía venderse, y esto le granjeó la enemistad de juristas y médicos que generalmente cobraban.
La gratuidad del conocimiento se vio fortalecida y relanzada cuando, a mediados del siglo XIII, los franciscanos y los dominicos entraron en masa en las nuevas universidades y fundaron sus studia, a menudo vinculados a esas universidades. De los 447 maestros en teología conocidos en Bolonia entre el 1364 y el 1599, 419 eran mendicantes. Los dominicos se encontraban más a gusto en los estudios, debido a su carisma de predicación. Para los franciscanos la cosa era más compleja y menos lineal. Una parte de la orden nunca aceptó serenamente los estudios y las universidades: «Mal vemos París, que ha destruido Asís» (Jacopone de Todi, "La Laude", 92). Pero es un hecho que también los franciscanos generaron magistri de un valor absoluto, que se cuentan entre los mayores teólogos de la Edad Media. Los dominicos y los franciscanos hicieron de las universidades lugares privilegiados de reclutamiento de nuevas vocaciones, y algunos maestros (por ejemplo, Alejandro de Hales) llegaron tomar los hábitos. Pero no solo eso. Aquellos primeros mendicantes se sentían muy atraídos y seducidos por las nuevas universidades. Antes de convertirse en titulares de las facultades de teología, fueron a París o a Oxford a aprender, fascinados por aquel nuevo mundo y por aquella libertad de profesores y alumnos que sentían que se parecía a la suya. Eran hijos y propagadores del mismo espíritu. El felicísimo encuentro entre estos dos mundos distintos y parecidos dio lugar a un proceso extraordinario y decisivo para la civilización europea.
Muchos fueron los efectos colaterales de la llegada de los mendicantes a las universidades. Tomemos como ejemplo los libros. El precio de los libros fue objeto de una atenta regulación, sobre todo entre los franciscanos (debido al prestigio pauperista). Esto hizo que el libro dejara de ser solo el códice miniado, carísimo y reservado a unos pocos. Nació el antecesor del manual: un libro orientado a la enseñanza y a la profundización y por tanto menos caro y más accesible para muchos más lectores y estudiantes. Además, dado que los maestros franciscanos y dominicos estaban incardinados en sus órdenes, y esto les dotaban de una prebenda para vivir, se recuperó la antigua tradición de la enseñanza gratuita (al comienzo los maestros laicos cobraban), que continuó con la creación de miles de escuelas por parte de las órdenes religiosas femeninas y masculinas en época moderna y contemporánea, y con la escuela pública del siglo XX.
¿Y hoy? ¿Qué queda de esta gran herencia? En primer lugar, debemos reconocer que en el siglo XX algo no ha funcionado bien en la transmisión de la enseñanza de los monjes, frailes y monjas a los docentes laicos. Aquella gratuidad, sobre todo por parte de los profesores, iba acompañada de instituciones (órdenes, conventos, congregaciones) que les garantizaban la subsistencia y una vida decente. Cuando los profesores pasaron a ser laicos, la maravillosa idea de la gratuidad del conocimiento se tradujo en salarios demasiado bajos, sobre todo en las escuelas (y en los primeros años de carrera universitaria), especialmente en los países donde la herencia educativa gratuita de la Iglesia era más fuerte. De este modo, una vez más, no fuimos capaces de transformar políticamente un patrimonio ético en justicia civil, por “falta de pensamiento”. La antigua cultura cristiana sabía bien que el conocimiento era un bien tan valioso como para considerarlo divino; y por eso lo trató con gran atención, apartándolo de la lógica del infame lucro, para protegerlo. Hoy el capitalismo sabe muy bien que el conocimiento tiene un valor económico y, mientras deja en la indigencia a maestras y doctorandos, hace de la formación con ánimo de lucro (pro-pretio) una de sus nuevas industrias globales más rentables.
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Para terminar, veamos el mensaje más valioso de aquel antiguo debate. Aquellos canonistas sabían que la razón de la gratuidad del conocimiento no era la ausencia de valor. Al contrario, sabían que valía tanto como para considerarlo bonum dei: un bien de Dios. Estamos de nuevo ante la antigua idea de que la gratuidad no se corresponde con un precio igual a cero sino con un precio infinito. Los antiguos sabían que el conocimiento tiene un “coste de producción” muy elevado. Hacerlo accesible sin pagar un precio significa reconocer que la naturaleza del conocimiento es la de un bien común, no la de un bien privado de mercado. Es un pozo de agua viva en una plaza pública. Y, como ocurre con todos los bienes comunes, la comunidad asume sus costes de producción y gestión, porque lo reconoce como un valor estratégico y no quiere excluir, si es posible, a nadie de su uso, sobre todo a los pobres – no debemos olvidar que cada vez que una comunidad crea un bien común está haciendo que sus pobres sean menos pobres. Los monjes, las monjas y los frailes han conservado durante un milenio y medio la naturaleza de bien común del conocimiento. Es una herencia infinita. A nosotros nos corresponde seguir conservando los “pozos de agua viva” de ayer, y excavar otros nuevos.La feria y el templo/15 - Las prohibiciones teológicas supieron generar medios de libertad para los comerciantes y los intelectuales, como seguros y universidades.
Luigino Bruni
Publicado originalmente en Avvenire el 14/02/2021
La antigua cultura cristiana sabía que el conocimiento era un bien precioso, más aún divino, y lo protegía del lucro. Ahora, en la lógica del capitalismo, solo se ven costes y beneficios.
En la Edad Media era muy evidente la capacidad generativa del límite. La prohibición de prestar dinero a interés produjo una gran biodiversidad de instrumentos financieros y de contratos, desde la encomienda hasta la letra de cambio y desde la sociedad en comandita hasta los primeros seguros. El comercio marítimo no podía desarrollarse sin remunerar el riesgo, mediante alguna forma de interés sobre el capital prestado al armador. Así pues, la prohibición teológica de la usura condujo a la invención de un nuevo contrato, el de seguro, desdoblando el préstamo en dos componentes: «Por un lado la simple devolución del préstamo y por otro la promesa de una recompensa a cambio del riesgo asumido» (Armando Sapori, "Divagazioni sulle assicurazioni", en "Studi di storia economica" III, p. 144). Un límite teológico generó una gran innovación económica y social.
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Luigino Bruni
Publicado originalmente en Avvenire el 07/02/2021
La belleza moral del empresario no depende solo de su valía, puesto que la riqueza es trágicamente efímera. La virtud sigue combatiendo contra la fortuna.
La literatura revela el espíritu de un tiempo determinado. Si, además, esa literatura es grande, el espíritu que revela transciende su tiempo y su espacio. Y si es inmensa, su espíritu es para siempre y para todos. Podemos – y debemos – leer documentos, materiales de archivo y crónicas sobre la ética mercantil entre el Medievo y el Renacimiento para comprender algunas cosas. Pero si, además, volvemos a leer la Divina Comedia y el Decamerón, nos daremos cuenta de que arrojan una luz distinta sobre los documentos y sobre las crónicas.
[fulltext] =>Dante es inmenso por muchas cosas, pero no por la comprensión de su nueva economía: «Es completamente sordo al sentido de lo económico» (Ernesto Sestan, "Dante e Firenze", 1967, p. 290). Aunque era muy cercano al movimiento franciscano, no siguió la línea de Pedro de Juan Olivi y los demás frailes teólogos economistas que, observando a los comerciantes en las ciudades, entendieron, antes que otros, que no todo comercio era incivil y que no todos los préstamos a interés eran usura. Sin embargo, Dante seguía vinculado a Aristóteles (y tal vez a Tomás), y no llegó a penetrar en la nueva dimensión económica del Humanismo del siglo XIV, donde el arte del comercio era también proceso de civilización y virtud cristiana.
Dante veía a los comerciantes con una mirada aristocrática, desde la añoranza de una Florencia noble que ya no existía. Los agricultores venidos del campo a la ciudad, enriquecidos gracias al comercio y a la banca, eran para Dante la primera causa de la decadencia moral de su ciudad, que abandonaba “la cortesía y el valor”: «La gente nueva y súbita ganancia orgullo y desmesura han generado. ¡Oh, Florencia, ya lloras tu jactancia!» (Infierno XVI, 73-75). Su Comedia está atravesada por el elogio del trabajo agrícola, por los valores del campo y por el orden social basado en las virtudes caballerescas. Florencia estaba ocupada por las artes y la política estaba dominada por los comerciantes. Su ciudad «da y esparce las malditas flores» (Paraíso IX,131): los florines, que estaban corrompiendo hábitos y virtudes. Y con la expresión “mujeres de cuño” (Infierno XVIII 66), Dante indicaba la prostitución o quizá la falsedad: «Cuando uno engaña a otro, a eso se le llama cuñar» (Ottimo, 1334 ca). En su Paraíso no aparece un solo comerciante, y cuando Cacciaguida, su tatarabuelo, elogia a Cangrande della Scala, descendiente de una familia de comerciantes, lo hace precisamente porque «despreciando el oro, mostrará su valor y gallardía» (Paraíso XVII,84). Sin embargo, ahora sus florentinos solo se dedican a la banca y al comercio, y por consiguiente no al honor ni a la virtud: «Florentinos que mercan en subasta» (Paraíso XVI, 61).
Sabemos que Dante sitúa a los usureros en el infierno, entre los violentos “contra Dios, la naturaleza y el arte” – los usureros suman una triple violencia: la usura niega la ley de Dios, va contra natura y supone la negación del antiguo arte del comercio. Nos los muestra lejos de las plazas de Florencia, sentados en el suelo, como en vida, pero no sobre su característica alfombra roja sino sobre la arena ardiente. Las manos que usaban en vida para manejar dinero sin parar, las usan ahora para defenderse de las lascas de fuego, como los animales cuando apartan a los insectos con las patas (Infierno XVII,49-51). Dante coloca al lado de otros usureros florentinos, a Rinaldo degli Scrovegni, famoso usurero paduano comisionista de Giotto. Para Dante, a diferencia de San Agustín, las donaciones de los usureros en el momento de la muerte no son suficientes para salvarles: van al infierno, sus donaciones no les sirven para lucrar siquiera el purgatorio. La riqueza mal ganada no sirve para rescatar la vida, aunque al final, se done como beneficencia.
En el “Convivio”, Dante confirma y argumenta con mayor extensión su visión del comercio y de la riqueza en relación con la virtud: «No virtud, sino mercadería» (Convivio I, 8). A los comerciantes les llama míseros: «¡Cuánto temor el de aquel que tras de sí siente riqueza, al caminar, al descansar, no solo velando, sino cuando también duerme, y no por temor a perder su haber, mas con su haber la vida! Bien lo saben los míseros mercaderes que van por el mundo». La única virtud de la pecunia está en privarse de ella, pero en vida: «Virtud… que no puede ser poseyéndolas [las riquezas], sino dejándolas de poseer… Es bueno el dinero cuando, transferido a los demás por hábito de generosidad, no se posee ya nada» (Convivio IV, XIII). Detrás de todo esto está Boecio, pero también Séneca y muchos Padres de la Iglesia.
Pero Dante también nos sorprende con un golpe de escena en el tema de la economía – algunos autores son más grandes que sus propias ideologías. La moneda, despreciada como icono del demonio, aparece en el Paraíso nada menos que como metáfora de la fe. En el diálogo entre Dante y San Pedro leemos: «“Muy bien la ley y el peso de tu moneda comprobada ha sido. Mas dime, si en tu bolsa tienes eso”. Yo repuse: “Tan lúcida y rotunda que tiene de virtud el cuño impreso”» (Paraíso XXIV,83-87). Hay aquí un eco de la tradición medieval del Christus monetarius, el Cristo experto cambista capaz de diferenciar la verdadera fe (moneda) de la falsa. Desde hace unos años sabemos ("Codice diplomatico dantesco", 2016), que el padre de Dante desempeñaba en Florencia el oficio de cambista y prestamista, tal vez usurero. Quizá de ahí provenga la visión negativa de Dante sobre la moneda.Con Boccaccio, el paisaje cambia drásticamente. A diferencia de Dante, Boccaccio viene de una familia de comerciantes. Él mismo había practicado de niño en Nápoles el comercio, y conocía de cerca el mundo mercantil, sus mitos y su cultura, sus vicios y sus virtudes (Vittore Branca, "L’epopea dei mercatanti", 1956). Dante ve desde fuera y con distancia un mundo nuevo que no termina de entender y le causa temor por sus desequilibrios. Boccaccio, pocas décadas después, en el Decamerón, ve un mundo que ha cambiado y muestra aún más toda su magnificencia. Lo ve desde dentro, y ve sus vicios junto con sus virtudes. El mundo de los comerciantes se convierte en la mejor representación de la comedia de su tiempo, ya no una divina comedia, sino muy humana y comercial.
“La virtud supera a la fortuna” era en lema de los reyes y caballeros de la Edad Media. Con Boccaccio, el lema se desplaza con decisión a la comunidad de los comerciantes, que son protagonistas de casi todas sus novelas. Sus virtudes son sobre todo las de los comerciantes. Ya desde la primera jornada, Boccaccio, mientras ve los vicios de los comerciantes no deja de elogiar al usurero hebreo Melquisedec (I,3), por cómo ha usado su inteligencia para salir de la trampa que le había puesto Saladino (¿cuál de las tres grandes religiones es la verdadera?). En la segunda novela del primer día, el comerciante Giannotto de Civigní es definido como «lealísimo y recto y gran negociante en el rango de la pañería», que tenía «íntima amistad con un riquísimo hombre judío llamado Abraham, que era también comerciante y hombre harto recto y leal» (I,2,4). Giannotto envió a Abraham a Roma esperando que se convirtiera al conocer de cerca la vida de los cristianos. Pero Abraham, una vez vio los peores vicios de la Iglesia romana, volvió y le dijo a su amigo: «Porque veo que vuestra religión aumenta y más luciente y clara se vuelve, me parece discernir justamente que el Espíritu Santo es su fundamento y sostén. Con toda franqueza te digo que por nada dejaré de hacerme cristiano» (I,2,27). No se convierte a pesar de los pecados que ve en los cristianos, sino gracias a ellos.
En la novela de Torello (X,9), Saladino, disfrazado de comerciante chipriota, viaja a Pavía para recoger información sobre la preparación de la próxima cruzada. El cuadro de la generosidad y de las virtudes mercantiles que nos ofrece es hermoso. El comercio aparece como un oficio alternativo al de las armas. Con ello nos revela una de las grandes vocaciones de la economía de todos los tiempos: de los puertos de donde han zarpado y zarpan armas de guerra, han zarpado y zarpan mercancías de paz.
Y podríamos seguir… Boccaccio habita la ambivalencia de su tiempo mercantil. Sabe descubrir sus vicios, como los de Musciatto Franzesi, «riquísimo y gran mercader en Francia», que no tiene escrúpulo alguno en utilizar al notario Ciappelletto, che «vencía malvadamente en tantas causas cuantas le pidiesen que jurara decir verdad por su fe… Era el peor hombre, tal vez, que nunca hubiese nacido» (I,1,7-15).
Pero mientras describe los vicios de estos nuevos héroes, Boccaccio sabe ver también sus típicas virtudes. También esto es grandeza. Con él cae la idea clásica que se remontaba al menos hasta Aristóteles y seguía siendo central en Dante: la fortuna solo afecta a los bienes exteriores y por tanto la virtud solo debe orientarse a los bienes interiores del alma, los únicos que no son vanitas. En cambio, para Boccaccio el trabajo por los bienes exteriores puede ser virtuoso precisamente a causa de su vulnerabilidad y fragilidad. Porque esforzarse por algo incierto y no seguro es más loable que esforzarse por cosas inquebrantables y seguras. Así pues, dedicar la vida al comercio, un bien frágil por naturaleza, sujeto a la desventura y casi nunca regido por la ley del mérito, hace que el comercio sea digno de alabanza. Depender de la fortuna, ser conscientes de ello, aceptar esta dependencia y a veces fracasar por su causa, es una virtud de los comerciantes. Estamos frente a un vuelco de la ética aristotélica clásica, de Cicerón y del primer siglo cristiano, que tiene mucho que decir todavía hoy.
En el siglo de Boccaccio, la conciencia moral del Occidente cristiano transforma la exposición a la fortuna de vicio en virtud. Y con ello nos dice una cosa importante: existe un valor ético en esforzarse por bienes frágiles. Casi todos los bienes lo son, pero sobre todo aquellos que no controlamos porque dependen de la lealtad y de la honestidad de nuestros colaboradores, de la honradez de nuestros clientes y proveedores, de la falta de corrupción de la política y de nuestros conciudadanos, de las infinitas variables de los mercados sobre las que tenemos control. Esta fragilidad, la condición ordinaria de los comerciantes, es considerada una cualidad moral.
El empresario tiene una belleza moral precisamente porque no depende solo de su valía, porque su riqueza es siempre trágicamente efímera. La virtud sigue combatiendo contra la fortuna, pero la primera virtud del comerciante es la conciencia de que depende radicalmente de la fortuna, con la que debe combatir y a la que no siempre consigue vencer.
Un día en Europa comprendimos que dedicar la vida a cosas que no controlamos y de las que dependemos para vivir es algo moralmente valioso, y que movernos todos los días al borde del precipicio no es solo una habilidad técnica, sino también una excelencia ética. Y que la aceptación de la inevitable vulnerabilidad de la vida puede convertirse en virtud civil.
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La literatura es una metáfora del espíritu de un tiempo y una ayuda para comprender la ética mercantil del Medievo.
Luigino Bruni
Publicado originalmente en Avvenire el 07/02/2021
La belleza moral del empresario no depende solo de su valía, puesto que la riqueza es trágicamente efímera. La virtud sigue combatiendo contra la fortuna.
La literatura revela el espíritu de un tiempo determinado. Si, además, esa literatura es grande, el espíritu que revela transciende su tiempo y su espacio. Y si es inmensa, su espíritu es para siempre y para todos. Podemos – y debemos – leer documentos, materiales de archivo y crónicas sobre la ética mercantil entre el Medievo y el Renacimiento para comprender algunas cosas. Pero si, además, volvemos a leer la Divina Comedia y el Decamerón, nos daremos cuenta de que arrojan una luz distinta sobre los documentos y sobre las crónicas.
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Luigino Bruni
Publicado originalmente en Avvenire el 31/01/2021
Nuestra economía solo será civil y civilizada si es relación, si sabe unir a los diversos y habita de manera generativa las contradicciones y ambivalencias.
El espíritu de la economía de mercado que había entre la Edad Media y el Renacimiento era distinto, en algunos aspectos muy distinto, al del capitalismo moderno. Tiene sentido retomar las preguntas de aquella etapa de la economía, puesto que el capitalismo de los siglos posteriores no ha dado respuestas distintas, sino que se ha limitado a cambiar las preguntas. Aquella primera ética mercantil se desarrolló en un mundo que, mientras veía crecer la riqueza de los grandes comerciantes y buscaba una forma de mantenerlos dentro del recinto de las ovejas de Cristo, era también testigo del movimiento franciscano que luchaba con papas y teólogos para poder obtener el privilegio de la altísima pobreza, para atravesar el mundo sin tener que convertirse en domini (dueños) de los bienes que usaban. Entre el libro de la razón comercial y el libro de la razón religiosa circulaba una tensión trágica. El uno desafiaba y limitaba al otro, y de ese modo el comercio no se convertía en un ídolo y la religión no se transformaba en una jaula.
[fulltext] =>Para entender la ética económica europea, hay que leerla a partir de estas tensiones y ambivalencias. Leer la riqueza dentro de la pobreza y la pobreza dentro de la riqueza. Aquellos comerciantes se hicieron muy ricos, pero su riqueza estaba herida, porque, a diferencia de lo que ocurrirá en la modernidad, no era inmediato ni evidente que la riqueza fuera por sí misma una bendición, mientras que era evidente que la bendición estaba en la pobreza evangélica. Pero, también en este caso, las paradojas y ambivalencias se revelaron altamente generativas.
Lo podemos leer en el libro “Mercanti scrittori” (publicado por Vittore Branca). Entre los relatos que recoge, destacan “los recuerdos” de Giovanni di Pagolo Morelli (Florencia, 1371-1444), donde la razón del comercio se integraba perfectamente con la razón de la familia y con las razones de estado de la ciudad de Florencia. Morelli daba consejos y recomendaciones a sus “pupilos”, hijos y nietos, en una especie de concentrado de generaciones de sabiduría mercantil: «No te dediques al comercio o al tráfico que no entiendas: haz las cosas que sepas hacer y guárdate de las otras. Acude con otros a las bodegas y a los bancos, y sal fuera, frecuenta la compañía de comerciantes y palpa las mercancías; ve con tus propios ojos los lugares y las tierras donde has pensado traficar» ("Ricordi", III, p. 177). El primer sentido del comerciante, el verdaderamente esencial, era el tacto.
El comerciante debía tocar los productos, porque los secretos decisivos del conocimiento mercantil se aprendían tocando los bienes objeto de compra y venta. Los paños, los tejidos y las telas se conocían tocándolos con las manos, manejándolos. El primer significado de mánager se refiere a la mano, al manejo, a la domesticación del caballo mediante el uso de las manos. Un empresario que perdiera el contacto con las cosas con las que traficaba, que no ejercitara el tacto (con-tacto), que no las palpara con los dedos, perdía competencia y se ponía en manos de otros, de los cuales acababa dependiendo por completo. En esto no vale la división del trabajo ni la delegación: el empresario debe distribuir las funciones; puede y debe delegar mucho, pero no el tacto de sus bienes, esto debe realizarlo él mismo. El empresario italiano ha crecido tocando los bienes. Era tanto o más competente en sus cosas que sus técnicos y obreros. Esta competencia táctil ha sido su primera fuerza. Así se comprende por qué este “capitalismo” comenzó a declinar cuando dejó las empresas en manos de los mánager. Estos ya no tocaban las cosas que compraban y vendían, puesto que eran expertos en instrumentos pero casi nunca en las manos ni en el tacto de los productos de su empresa concreta.
Además, el señor Giovanni nos dice que el buen comerciante debía recorrer el mundo, visitando en persona los mercados de muchas ciudades. Ciertamente necesitaba agentes y procuradores, pero no podía ser un buen comerciante si no adquiría un conocimiento directo de los lugares y de las personas, si no frecuentaba «bodegas y bancos». Mientras el empresario tenga pasión, energía, entusiasmo y eros suficientes para ir en persona a las ferias, para ver “con sus ojos” a los clientes, proveedores y banqueros, seguirá manteniendo el control de su empresa, llevando las riendas, manejándola: «Si traficas fuera, viaja en persona a menudo, al menos una vez al año, a ver y saldar las cuentas. Ve qué vida lleva quien está por ti fuera, si gasta en exceso, y asegúrate de que tenga buenos créditos» (p. 178). En cambio, cuando comienza a pasar los días entre reuniones en la oficina y comidas en restaurantes con estrellas, aunque no lo sepa, ya ha comenzado el final, porque ha perdido las manos y los ojos del arte del comercio.
La ética mercantil tiene un segundo mandamiento: «Sé firme a la hora de fiarte y no seas cándido: de quien menos te tienes que fiar es de quien te muestre con palabras lealtad y pedantería; y de quien se te ofrezca no te fíes en ningún acto. A los grandes charlatanes, presuntuosos y zalameros, escúchalos y responde con palabras a sus palabras, pero no te fíes. No tengas tratos con quienes hayan cambiado varias veces de tráfico y de compañeros o maestros» (p. 178). Cuando un empresario comienza a rodearse de pedantes, charlatanes y vanidosos, ya ha emprendido el camino del ocaso. Pero para reconocerlos hay que frecuentar su compañía fuera de los campos de golf y de los hoteles de lujo, porque la antigua ley del comercio dice que no se conoce a una persona hasta que no se la ve trabajar. Es una grave ingenuidad pensar que se puede conocer a los clientes y agentes en los congresos. El trabajo es la gran criba que permite discernir la paja de la charlatanería del grano del buen oficio.
Tercer mandamiento: «No hagas nunca demostración de riqueza: tenla escondida y da siempre a entender con palabras y hechos que tienes la mitad de lo que tienes. Si mantienes este estilo, no te podrán engañar demasiado» (p. 178). Aquí no se trata tanto de una técnica de evasión fiscal (quizá para alguien también lo sea), como de un estilo de vida. Aquellos primeros comerciantes sabían bien que la envidia social era degenerativa para todos. La riqueza civil no debía producir envidia, sino emulación, es decir deseo de imitación. Pero en un mundo con baja movilidad social, como era, en resumidas cuentas, el medieval, la riqueza ostentada solo creaba envidia y conflicto. Mostrarla más allá del límite (vuelve a aparecer aquí el gran tema de la intensidad lícita de las riquezas) no beneficiaba a nadie: «No te jactes de grandes ganancias. Antes bien: si ganas mil florines, di quinientos; si traficas con mil, haz lo mismo, y si están a la vista, di que son de otros. No te pongas al descubierto en los gastos. Si eres rico de diez mil florines, lleva una vida como si tuvieras cinco» (p. 189). La sobriedad ha sido durante siglos una gran virtud del empresario y del industrial. A menudo sus hijos iban a la misma escuela que los hijos de sus obreros. Acudían a las mismas iglesias, bodas y funerales. Eran “señores” pero también compañeros, al menos los hijos. Sin embargo, cuando hace pocas décadas, la competición cambió de la producción al consumo, el centro del capitalismo pasó del empresario al mánager, y el capitalismo se convirtió en un enorme mecanismo de ostentación productor de mucha envidia social y frustración, sobre todo en tiempos de crisis.
Paolo da Castaldo (1320-1370), en su “Libro dei buoni costumi”, instruye acerca de un cuarto pilar de aquella ética de los negocios: «Trata siempre de tener suficientes operarios y los mejores operarios. No mires el coste porque “una buena pensión y el salario de buenos operarios nunca fueron caros”; los malos son caros» (p. 34). Sabiduría infinita, que hemos olvidado en un capitalismo donde el alto salario del mánager es el primero y a veces único indicado de su calidad. Paolo nos recuerda aquí que el “mal operario” es caro porque generalmente está más interesado en el dinero que en la mercancía, y que un salario demasiado alto se convierte en un mecanismo de selección adversa de las personas.
Quinto mandamiento: «Haz que en tus libros se escriba ampliamente lo que has hecho; no perdones la pluma y hazte entender bien en el libro. Y vivirás libre, sintiéndote firme y fuerte en tu capital» (p. 178-9). “Escribir bien” era una cualidad del buen comerciante, en palabras del comerciante y poeta Dino Compagni ("Canzone del pregio"). El humanismo civil italiano y europeo no habría existido sin la buena escritura de los comerciantes, y su extraordinario éxito comercial no habría existido sin el cuidado y el aprecio por la escritura y las letras: «Que el pupilo se las ingenie para ser virtuoso, aprender ciencia y gramática y un poco de ábaco» (p. 192). Esto no implica que los comerciantes fueran (o debieran ser) profesores. La buena escritura de los comerciantes era distinta de la de los profesores, pero era buena y necesaria para el bien común. Florencia fue capaz de desarrollar siglos de extraordinaria economía porque los comerciantes alimentaban con su riqueza a los poetas y artistas, pero Dante y Boccaccio alimentaban a los comerciantes con su belleza, que de este modo entraba en los libros de razón y en el habla fascinante que encantaba al mundo entero: los comerciantes encantaban al mundo con bellísimos tejidos pero también con palabras poéticas, con sus buenas palabras y escritos.
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Para terminar: «Ahora, concluyendo, las cosas antedichas son útiles para ser experto y conocer el mundo, para ser querido, honrado y estimado» (p. 196). La benevolencia, la buena fama, el honor y el aprecio eran bienes invisibles pero esenciales, más que el beneficio. La riqueza obtenida con mala fama no valía nada. El segundo paraíso que los antiguos comerciantes buscaban era una herencia de buena fama y honor para dejar a los hijos. Morir ricos pero con deshonra era su verdadero infierno. Sin tomar en consideración la buena fama tampoco entenderíamos el fenómeno de la venta de indulgencias. Cuando al acercarse la muerte aquellos comerciantes y banqueros daban buena parte de su patrimonio a la Iglesia o al Municipio, no lo hacían solo para descontar años de purgatorio, sino que querían evitar también el infierno de la fama en la tierra – para ellos y para su familia. Nosotros estamos dejando en herencia a nuestros hijos deuda pública. Los antiguos comerciantes querían dejar también fama y honor.
Detrás de nuestro “capitalismo”, sostenido todavía por las familias y despreciado porque a veces se vuelve “familista”, está toda la ambivalencia de aquellos primeros comerciantes; pero también está su virtud y su honor. La conjunción “y” desempeñó un papel decisivo en nuestro primer humanismo económico y social: dinero y Dios, espíritu y mercancía, belleza y riqueza, lujo y pobreza. Estas palabras colisionaban y se enfrentaban, y ahí nacía la vida. Hoy seguimos necesitando una conjunción, ciertamente muy distinta de la medieval. Pero nuestra economía solo será civil y civilizada si es relación, si une a los diversos, si sabe habitar generativamente sus contradicciones y sus ambivalencias.La feria y el templo/13 - Los comerciantes escritores nos han hecho llegar páginas de vida e historias económicas caracterizadas por la competencia, la sobriedad, la belleza y la fe.
Luigino Bruni
Publicado originalmente en Avvenire el 31/01/2021
Nuestra economía solo será civil y civilizada si es relación, si sabe unir a los diversos y habita de manera generativa las contradicciones y ambivalencias.
El espíritu de la economía de mercado que había entre la Edad Media y el Renacimiento era distinto, en algunos aspectos muy distinto, al del capitalismo moderno. Tiene sentido retomar las preguntas de aquella etapa de la economía, puesto que el capitalismo de los siglos posteriores no ha dado respuestas distintas, sino que se ha limitado a cambiar las preguntas. Aquella primera ética mercantil se desarrolló en un mundo que, mientras veía crecer la riqueza de los grandes comerciantes y buscaba una forma de mantenerlos dentro del recinto de las ovejas de Cristo, era también testigo del movimiento franciscano que luchaba con papas y teólogos para poder obtener el privilegio de la altísima pobreza, para atravesar el mundo sin tener que convertirse en domini (dueños) de los bienes que usaban. Entre el libro de la razón comercial y el libro de la razón religiosa circulaba una tensión trágica. El uno desafiaba y limitaba al otro, y de ese modo el comercio no se convertía en un ídolo y la religión no se transformaba en una jaula.
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Luigino Bruni
Publicación original en Avvenire el 24/01/2021
Los franciscanos y los dominicos cambiaron el mundo: ser ricos entre aquellos que elogian la pobreza es muy diferente a serlo entre aquellos que elogian, también religiosamente, la riqueza.
El surgimiento progresivo de la ética mercantil en la Edad Media no consistió en la simple secularización de la ética religiosa antigua. Fue algo mucho más complejo. El proceso que condujo de la economía medieval de mercado al capitalismo no fue lineal, sino que conoció interrupciones, desviaciones y saltos. El comerciante medieval fue antes medieval y luego comerciante. Por las rutas comerciales europeas, además de clientes y proveedores, encontraba demonios, espíritus y santos. Mientras se enriquecía en la tierra, su mente miraba al cielo. Habitantes por vocación y en cada estación de las “tierras medias”, aquellos comerciantes eran a la vez hombres de su tiempo y hombres fuera del tiempo. Estaban radicados en su época, pero eran anticipadores de tiempos nuevos. Como todos los innovadores, se movían entre el ya y el todavía-no. Eran los últimos representantes de un mundo y los primeros de otro mundo que todavía no existía. Estaban situados en el vértice del tiempo, y desde allí eran capaces de ver más lejos. Anclados en el presente especulaban sobre el futuro. Su primera y más importante comunidad no era la societas mercatorum sino la comunidad cristiana, y su primera ley no era la lex mercatoria sino la de la Iglesia. Sobre sus riquezas gravaba una verdadera hipoteca social, un fuego espiritual que caldeaba el dinero que quemaba en sus manos si no lo compartían con la comunidad.
[fulltext] =>Leemos en uno de los primeros libros sobre el comercio: «Esto es lo que debe tener en sí el verdadero y recto comerciante: le conviene usar siempre rectitud, le corresponde larga providencia, y no faltar a sus promesas… Usar la Iglesia y dar para Dios. No practicar la usura ni el juego de azar, llevar bien las cuentas y no errar. Amén» (Francesco Balducci Pegolotti, “La pratica della mercatura”, 1340 ca., p. xxiv). Así pues, la vida del “verdadero y recto comerciante” era un entramado de prácticas comerciales y temor de Dios, de razón económica y razón teológica, de ética de la culpa y ética de la vergüenza. La búsqueda de la felicidad individual no tenía sentido si no iba precedida, ordenada y equilibrada por la búsqueda de la felicitas publica, que tanto les gustaba a los romanos y que se encontró con la teología cristiana de la comunidad como cuerpo de Cristo, y después con la filosofía del Bien común. La búsqueda de la felicidad pública era una búsqueda directa, intencionada, que se concretaba en la renuncia a partes y dimensiones notables de los bienes privados (no al 2% de los beneficios...) para realizar bienes comunes. Por tanto, nos encontramos en el lado opuesto a la filosofía moderna de la “mano invisible”, según la cual la riqueza pública nace, indirectamente, de la búsqueda individual de la riqueza privada. En el humanismo medieval, el bien común nacía restando recursos a los bienes privados. En el capitalismo, nacerá sumando los intereses privados (cuanto mayor es mi bien, mayor será el bien común).
Con el segundo milenio, en el Sur de Europa comenzó a desarrollarse un nuevo espíritu económico. Este espíritu era ciertamente nuevo, pero aún no era el espíritu capitalista, si es cierto que este consiste en ver «la riqueza como el medio más idóneo para una satisfacción cada vez mejor de todas las necesidades posibles» (Amintore Fanfani, “Cattolicesimo e protestantesimo nella formazione storica del capitalismo”, 1934, pp. 15-16). La riqueza estaba muy presente en la Florencia de los siglos XIII y XV, pero no satisfacía todas las necesidades. No proporcionaba estima social ni paz interior, ni tampoco el paraíso. O, mejor dicho, la riqueza satisfacía también (parte de) esas necesidades cuando los ricos, dándola, se liberaban de ella. No debemos olvidar que durante toda la Edad Media, la influencia de los franciscanos, los dominicos y las órdenes religiosas en la vida económica y civil fue grande, en algunos aspectos enorme. Las plazas y las ferias estaban pobladas de frailes y monjes que con su sola presencia recordaban a los comerciantes el infierno y el purgatorio. Eran sus confesores, consejeros y asistentes espirituales. Los predicadores eran figuras imponentes que no dejaban indiferentes a los hombres de negocios – tal vez solo los predicadores cuaresmales impresionaban a la gente más que la riqueza y la belleza de los grandes comerciantes. Las nuevas riquezas mercantiles estaban incluidas en un contexto religioso y cultural que elogiaba la pobreza. Los franciscanos y los dominicos habían cambiado verdaderamente el mundo, con una fuerza que nosotros no podemos siquiera imaginar. Gracias a ellos, el ideal cristiano era la pobreza evangélica y no la riqueza. Lo era para los frailes y para las monjas, pero también para los laicos, muchos de los cuales pertenecían a sus Terceras Órdenes.
En los países latinos, la riqueza solo era buena si era compartida, si se convertía en riqueza pública, porque el centro de la vida civil seguía siendo la comunidad. En la Edad Media latina, la riqueza se compartía mediante donaciones y testamentos. En la modernidad latina se hará mediante el estado social. El notario Lapo Mazzei escribía al riquísimo comerciante Francesco di Marco Datini: «Doce frailes, con un superior (con fama de persona santa), viendo que en Siena y en los pueblos no se observaba la Regla de San Agustín, se trasladaron de Siena a un lugar pobre en un bosque, para vivir según la Regla, pobremente; … os suplican que os percatéis de que en ese lugar, ya sea en la colina o en el llano, no hay nada para ellos; porque simplemente el pan les bastaría, con poca ayuda» (“Lettere di un notaro ad un mercante”, 1880, vol. 2, p. 132). Mazzei, en esta y en muchas otras cartas, pedía a su “padre” (así lo llamaba) que ayudara económicamente a conventos, monasterios y familias privadas, que comprara objetos sagrados. Al final de su vida, en 1410, le hizo escribir un nuevo testamento donde dejaba (casi) toda su extraordinaria riqueza al “cepillo de los pobres” de Prato. En otra carta, Mazzei instruía a su comerciante acerca de las verdaderas riquezas: «Aquellos que son ciertamente desordenados e ignoran cuál es la riqueza del hombre, como ciegos creen que la riqueza consiste en poseer muchos bienes adquiridos de cualquier manera. Estos, como falsos tasadores, llaman al bien mal y al mal bien» (p. 154). Mazzei era un laico, y sin embargo para Datini fue un verdadero guía espiritual, que desempeñó un papel importante en su conversión. La fe era cultura, no solo religión – el medievo fue mucho más laico de cuanto podemos imaginar, incluso dentro de los monasterios y conventos. La beata sor Chiara Gambacorti, dominica, escribía también a Datini: «Nosotras somos pobres; y como pobres, por amor de Cristo, nos encomendamos a vos, que en nuestra necesidad acostumbráis a darnos la ayuda que Dios os inspira» (p. 319).
De estas cartas se desprende una dimensión esencial de la relación entre la riqueza y la pobreza para aquel humanismo. La pobreza elegida de las monjas, que las colocaba en una condición de necesidad de socorro, creaba en los ricos la obligación moral de socorrerlas, y desempeñaba también una función redistributiva de la riqueza, haciéndola buena. Este mutuo provecho que estaba en el centro del pacto civil que regía la ética medieval, dio un esplendor a sus iglesias y ciudades que aún hoy nos maravilla. Un poeta, injustamente encarcelado, al pedir un préstamo (no limosna) a Datini, le escribía: «No me avergüenzo de ninguna cosa, menos que nada de ser pobre» (Jacopo del Pecora, p. 345). En aquel mundo, la pobreza no era causa de vergüenza. La miseria sí, pero la pobreza evangélica no, porque era imitación de Cristo (y de sus santos), y comprenderlo era un privilegio moral.
En Europa siempre ha habido comerciantes, desde el imperio romano. Pero los pocos grandes comerciantes del siglo XIII eran distintos. Operaban en los mercados internacionales, conocían los países del mundo, eran espectacularmente ricos y sobre todo enriquecían a sus ciudades dándoles esplendor. Eran ricos, pero aún no eran capitalistas, porque estaban habitados por un espíritu que todavía era medieval: «Para el precapitalista, no solo hay que distinguir entre medios lícitos e ilícitos en la adquisición de la riqueza (cosa que ocurre, con otra medida, también en el caso del capitalista), sino que hay que distinguir entre intensidad lícita e intensidad ilícita en el uso de medios lícitos. La moral para el precapitalista no solo condena el medio ilícito, sino que limita el uso del lícito» (Fanfani, p. 18). La moral económica precapitalista se movía dentro de un espacio marcado por dos ejes pre-cartesianos: la licitud y la intensidad. Estos dos ejes estaban relacionados entre sí, porque la evolución, a partir del siglo XIII, de la licitud del interés y del beneficio tuvo consecuencias también en el terreno de la intensidad (si es legítimo, dentro de ciertos límites, hacer dinero con el dinero, indirectamente se confiere un estatuto ético más positivo a la riqueza en sí). Con el nacimiento del espíritu capitalista desapareció el segundo eje (la intensidad) y quedó solo el eje lícito-ilícito, cada vez más definido por las leyes de los estados y cada vez menos por la religión. La intensidad dejó de estar sometida al juicio de la licitud, y en el contexto protestante la riqueza se convirtió en un indicador de bendición por parte de Dios. La ética del capitalismo apareció. Un cambio radical del espíritu con respecto a la riqueza creó el capitalismo, cuando, de repente, el enriquecimiento individual se convirtió en bendición.
La pregunta pertinente, siempre actual aunque no nueva, es: El espíritu del capitalismo moderno ¿fue consecuencia del desarrollo del espíritu económico de los comerciantes medievales o supuso su traición? El ADN de los Bardi y los Datini ¿era el mismo que el de los Rockfeller y los Bill Gates, o se produjo un salto de especie? La escuela económica católica, que llega desde Toniolo hasta Barbieri pasando por Fanfani, ha visto el nacimiento del capitalismo y por tanto el cambio de espíritu económico en el paso de la Edad Media a la Modernidad, como declive y decaimiento moral del espíritu económico: «La Reforma, con su espíritu informativo, quitaba el freno a las ganancias rápidas y menos honradas, a la vez que informaba y removía la tradición científica católica y la legislación canónica, arrancando de manos de la Iglesia la disciplina moral de las relaciones económicas, que siempre se había orientado a mantener en alto al hombre frente al capital. Desde aquel momento comenzó la evolución sin contrapesos de la economía capitalista» (Giuseppe Toniolo, “L’economia capitalistica moderna”, 1893, p. 221). A pesar de algunas distinciones entre unos autores y otros, estos estudiosos católicos leían el capitalismo moderno como una traición del humanismo tardo medieval. La cultura dominante en el siglo XX consideró esta lectura “católica” obsoleta y a fin de cuentas equivocada. Pero un capitalismo “sin contrapesos”, que está deteriorando el planeta y aumentando las desigualdades, ¿no debería llevarnos a abrir una nueva etapa crítica del espíritu del capitalismo?
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Luigino Bruni
Publicación original en Avvenire el 24/01/2021
Los franciscanos y los dominicos cambiaron el mundo: ser ricos entre aquellos que elogian la pobreza es muy diferente a serlo entre aquellos que elogian, también religiosamente, la riqueza.
El surgimiento progresivo de la ética mercantil en la Edad Media no consistió en la simple secularización de la ética religiosa antigua. Fue algo mucho más complejo. El proceso que condujo de la economía medieval de mercado al capitalismo no fue lineal, sino que conoció interrupciones, desviaciones y saltos. El comerciante medieval fue antes medieval y luego comerciante. Por las rutas comerciales europeas, además de clientes y proveedores, encontraba demonios, espíritus y santos. Mientras se enriquecía en la tierra, su mente miraba al cielo. Habitantes por vocación y en cada estación de las “tierras medias”, aquellos comerciantes eran a la vez hombres de su tiempo y hombres fuera del tiempo. Estaban radicados en su época, pero eran anticipadores de tiempos nuevos. Como todos los innovadores, se movían entre el ya y el todavía-no. Eran los últimos representantes de un mundo y los primeros de otro mundo que todavía no existía. Estaban situados en el vértice del tiempo, y desde allí eran capaces de ver más lejos. Anclados en el presente especulaban sobre el futuro. Su primera y más importante comunidad no era la societas mercatorum sino la comunidad cristiana, y su primera ley no era la lex mercatoria sino la de la Iglesia. Sobre sus riquezas gravaba una verdadera hipoteca social, un fuego espiritual que caldeaba el dinero que quemaba en sus manos si no lo compartían con la comunidad.
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Luigino Bruni
Publicación original en Avvenire el 17/01/2021
El comercio virtuoso y exitoso es el de aquellos que trabajan por dinero y por vocación. Las dos cosas juntas. La riqueza, como la felicidad, llega buscando (también) otras cosas.
Aquellos que observan la vida económica desde lejos a menudo no perciben las notas más hermosas de esta porción de la vida. Ven incentivos, reuniones, oficinas, algoritmos, racionalidades, beneficios y deudas, pero casi nunca se dan cuenta de que, detrás de las estrategias, contratos y negocios, hay personas, y algunas de ellas ponen toda su carne, pasión, inteligencia y vida. Desde lejos y desde fuera se ven las huellas del trabajo, pero raramente se ve el cuerpo de las personas que dejan esas huellas. Casi nunca se ve su alma. Pero si fuéramos capaces de ver las almas, en esas mismas empresas veríamos espíritus y demonios, ángeles subiendo y bajando del paraíso.
[fulltext] =>Las cartas, los diarios y las memorias de los comerciantes italianos y europeos de los siglos XIV y XV son fuentes muy valiosas, puesto que nos permiten conocer el alma de las personas de los comerciantes en los orígenes de esta profesión. Las cartas de Francesco di Marco Datini (1335-1410) muestran rasgos extraordinarios y apasionantes de su vida. Francesco era hijo de Marco (de Datino), un carnicero de Prato que murió, junto con su mujer y dos de sus cuatro hijos, durante la peste de 1348. Francesco fue criado por Piera, una vecina – en la “sombría” Edad Media sabían hacer también esto. Tras un breve periodo en Florencia como aprendiz, con quince años marchó a Aviñón, donde primero fue dependiente de tienda y luego comenzó su oficio de comerciante. Llegó a fundar una verdadera multinacional, con empresas en Prato, Aviñón, Florencia, Pisa, Barcelona y Valencia. Al final de su larga vida poseía un patrimonio de más de cien mil florines, que dejó a la beneficencia. Los creadores de Europa fueron sobre todo monjes y comerciantes. El espíritu y el comercio, juntos, realizaron obras magníficas.
Durante los treinta y dos años que pasó en Aviñón obtuvo una notable riqueza, tanta que cuando regresó a Prato le llamaban «Francesco rico» (Paolo Nanni, Ragionare tra mercanti: per una rilettura della personalità di Francesco di Marco Datini). Creó un innovador sistema empresarial, un verdadero holding: cada empresa tenía autonomía económica y jurídica, pero la compañía florentina "Francesco Datini y compañeros" poseía la mayoría de toda aquella complicada red empresarial que se extendía por las principales plazas europeas, dedicada a la producción y al comercio de lana, seda y de «cualquier cosa con la que se pudiera traficar». Semejante red mercantil se mantenía sobre todo gracias a una tupida y densa trama de relaciones. Es ahí, en el arte del comercio entendido como arte de las relaciones, donde se desvela todo el genio de Datini.
A través de él se puede perfilar el carácter del comerciante, su habitus, muy parecido al hábito del monje, entendido como postura existencial, como forma de estar en el mundo. En su ser comerciante, el oficio coincide con el destino. En una carta de 1378, Datini escribía que no merecía la pena trabajar solo por dinero: «Nuestro oficio acarrea tantas cosas que no bastaría el dinero que vale el castillo». Su joven esposa Margarita, en una carta de 1386, le reprochaba que la «buena vida» que le había prometido no llegaba nunca: «Tú siempre predicas que tendrás una buena vida… Esto lo dijiste hace diez años y hoy me parece que estás más lejos que nunca de descansar: esa es tu culpa». La actividad del comerciante acababa coincidiendo con su vida: «Estoy determinado a hacer como el médico que, mientras está vivo, medica» (1388).
Leyendo sus cartas, que se conservan en el Archivo de Estado de Prato, llaman la atención algunas notas de ética mercantil. En primer lugar, la relación entre el comerciante y la riqueza. Muchas virtudes enseñaba sistemáticamente a sus socios, y no todas ellas las relacionaríamos hoy con el oficio del comerciante. Recomendaba el riesgo («aquel que deje de sembrar por miedo a los pájaros, no sembrará nada»), pero al mismo tiempo recomendaba la templanza («aquel que caza demasiadas zorras, una la pierde y otra la deja»); elogiaba la velocidad («aquel que actúa rápidamente, actúa dos veces»), y al mismo tiempo la conformidad («más vale pichón en mano que tordo en el follaje»); defendía la audacia («al hombre de armas nunca le faltaron caballos») y al mismo tiempo la moderación («dijo una vez un sabio comerciante que el dinero producía el diez por ciento sin salir de la caja»).
La sabiduría de la práctica mercantil, condimentada con la sabiduría antigua (Séneca, Cicerón, la Biblia) y con los refranes populares llevaron conjuntamente a Datini a elaborar la regla de oro de su ética de los negocios: no hacer de la búsqueda de la riqueza el único ni el primer objetivo del comercio. El deseo exclusivo de ganar dinero es una pasión que puede cegar. El comerciante sabio debería verse de vez en cuando con los ojos de un observador externo e imparcial; como en una partida de ajedrez, donde un niño observa a los jugadores y «ve a veces más que ellos, porque el que mira no siente la pasión del miedo a perder ni a ganar» (1402). Para Datini, el gran vicio del comerciante, entendido como gran error, era la avaricia, que incluso impedía la ganancia, puesto que el comerciante sabio para ganar debía controlar su propia ansia de ganar.
Esta ética empresarial remite directamente a la ética de las virtudes (que Datini conocía y enseñaba). En aquella visión del mundo, se entendía la virtud como una actitud que había que cultivar para alcanzar la excelencia en un determinado ámbito de la vida. Los comportamientos, para ser virtuosos, no podían ser solo y enteramente instrumentales, porque hacía falta cierta dosis de valor intrínseco: debía realizarse una acción porque era buena en sí misma y no solo como medio para obtener algo exterior a la propia acción. El atleta no será virtuoso (excelente) si solo compite para ganar y no también por amor al deporte en sí. Tampoco lo será el científico que investigue solo por la fama y no por amor a la ciencia. Pero en el comercio, la dimensión exterior o instrumental es especialmente importante. Es difícil imaginar que un comerciante actúe solo por amor al comercio y a las relaciones con sus clientes y proveedores, porque la obtención de una ganancia exterior a la acción es parte de la naturaleza del comercio mismo. Pero Datini nos recuerda que sin una dosis de amor por el comercio y por su oficio y tarea, el comerciante se desnaturaliza (cambia de naturaleza) y se convierte en otra cosa – por ejemplo, en usurero.Así pues, el comerciante virtuoso trabaja por dinero y por vocación. Por contra, quien trabaja solo por dinero (o solo por vocación, que puede ser incluso peor) es un mal comerciante. Además, quien trabaja solo por dinero ni siquiera obtiene mucho dinero, pues va en contra de la naturaleza propia de su oficio. Una ley antigua del comercio dice que quien se hace comerciante solo para enriquecerse, no se enriquece. Es como decir que la riqueza llega, como la felicidad, cuando se buscan (también) otras cosas. Al final de la vida escribirá que ha dedicado al comercio «alma y cuerpo, no por avaricia ni por voluntad de ganar, sino solo porque me han decepcionado las demás cosas» (1410).
De la lectura de las cartas de Datini se deduce un segundo elemento o virtud del “comerciante civil”: una mirada positiva sobre el mundo y sobre los demás hombres, que fue siempre su faro existencial y comercial. En una carta de 1398 decía cuál era la primera razón que le había llevado a entrar en sociedad con otros compañeros en los tiempos de Aviñón: «El amor que yo sentía por la gente del mundo». Es una frase espléndida que expresa el prerrequisito para desempeñar de forma fructífera el oficio-vocación de comerciante. Un empresario que no sienta “amor por la gente del mundo” no será un buen empresario. Sin ver el mundo y la gente con una mirada buena y positiva, sin ver en cada nuevo encuentro una oportunidad para crecer juntos, sin poner la confianza como hipótesis previa, no es posible practicar el arte del comercio. El empresario, antes que nada, ve el mundo como un conjunto de oportunidades relacionales, cree que la gente es su primera riqueza y que la riqueza de los demás es también una posibilidad para él mismo. Esta es su generatividad, que siempre nace de una mirada generosa sobre los seres humanos. El pesimismo, el cinismo, la envidia y la desconfianza son los grandes vicios capitales de la empresa.
Como consecuencia de esta segunda virtud “antropológica”, de las cartas se deduce una tercera virtud, fundamental para la vida y el éxito de Datini: el cuidado de las relaciones. Datini fue un gran tejedor de relaciones de amistad e incluso de fraternidad: «Cuando yo me asocié con Toro di Bertto en Aviñón, muchos se rieron de mí diciendo: “Tú eras libre y te has hecho esclavo”. Yo respondía que me gustaba tener compañía por dos aspectos: para tener un hermano y para tener alguien a quien temer para guardarme de las travesuras». Y añade: «¡¿Qué camino podría haber más seguro y agradable que ser dos compañeros en el tráfico, que se aman como hermanos?!» (1402). A pesar de las múltiples decepciones que los compañeros le proporcionaron durante su actividad comercial – «no hay ninguno que no te traicione 12 veces al día», le recordaba en 1386 su mujer Margarita–, con la sabiduría de los antiguos refranes concluía: «Quien tiene compañía es señoría». Para el comerciante de Prato la compañía era «el mayor parentesco que existe» (1397), equiparable a la familia y a la relación entre hermanos. Cuando una amistad se rompía, Datini invitaba a sus socios a practicar el perdón: «Salvo traición, hurto, homicidio, indecencia, adulterio o iniquidad imperdonable, de cualquier otra cosa el hombre siempre debería tratar de volver al amor de su amigo» (1397).
Una virtud cardinal del empresario es el arte de cooperar, y el arte de cooperar no dura si no se aprende el arte esencial del perdón. Pero las escuelas de negocios de hoy, dominadas por las técnicas y los instrumentos y cautivadas por metáforas equivocadas (ya sean militares o deportivas), han olvidado la fuerza de las virtudes amables, que son las verdaderamente esenciales para desempeñar este difícil oficio. El empresario siempre ha vivido y vive muchas formas distintas de mutuo provecho. Es creador y consumidor de compañía y amistad, dentro y fuera de la empresa. Entonces, lo primero que debe hacer es educarse y formarse en estas virtudes. Este es el carácter que debe cultivar. Practicar la amabilidad y la gentileza, invertir tiempo, mucho tiempo, en escuchar a la gente, en desarrollar todas las artes que facilitan la creación y el mantenimiento de los bienes relacionales, que conforman el primer activo esencial, invisible pero muy real, de su empresa, del que depende su mayor belleza. Francesco di Marco Datini lo sabía muy bien. Nosotros debemos aprenderlo de nuevo. Saldremos de esta crisis y de este dolor de los empresarios si volvemos a “amar a la gente del mundo”.
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El entramado de relaciones que construyó el toscano Francesco Datini es ejemplar. El pesimismo, el cinismo, la envidia y la desconfianza son los grandes vicios capitales de la empresa.
Luigino Bruni
Publicación original en Avvenire el 17/01/2021
El comercio virtuoso y exitoso es el de aquellos que trabajan por dinero y por vocación. Las dos cosas juntas. La riqueza, como la felicidad, llega buscando (también) otras cosas.
Aquellos que observan la vida económica desde lejos a menudo no perciben las notas más hermosas de esta porción de la vida. Ven incentivos, reuniones, oficinas, algoritmos, racionalidades, beneficios y deudas, pero casi nunca se dan cuenta de que, detrás de las estrategias, contratos y negocios, hay personas, y algunas de ellas ponen toda su carne, pasión, inteligencia y vida. Desde lejos y desde fuera se ven las huellas del trabajo, pero raramente se ve el cuerpo de las personas que dejan esas huellas. Casi nunca se ve su alma. Pero si fuéramos capaces de ver las almas, en esas mismas empresas veríamos espíritus y demonios, ángeles subiendo y bajando del paraíso.
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Luigino Bruni
Publicación original en italiano en Avvenire el 10/01/2021
Nostalgia de un capitalismo imperfecto, pero todavía capaz de convertirse en la hora de la muerte y de abrir cuentas a nombre del Señor Don Dios.
La osmosis entre el claustro y el comercio fue mucho más amplia y profunda de lo que habitualmente se cuenta. Los comerciantes más ricos, ya en el siglo XI, educaban a sus vástagos en los monasterios. Durante siglos, en muchas lenguas europeas la palabra clérigo se aplicaba también a los empleados y a los dependientes (clerk en inglés sigue teniendo ese significado). El término profesión se usaba tanto para los votos del monje como para el trabajo del laico, no por casualidad. Los comerciantes no eran en absoluto incultos e iletrados, sino que, a su manera, eran parte esencial del mismo movimiento humanista que los filósofos y escritores – ayer y hoy los comerciantes se debilitan cuando dejan de ser humanistas, porque se convierten en esclavos del sofista de turno. El extraordinario éxito de los comerciantes medievales no se habría producido sin el papel central de los monjes: la nueva clase se impuso, entre otras cosas, gracias a la cultura aprendida en los monasterios.
[fulltext] =>A partir del siglo XII, a los monjes se añadieron nuevas órdenes mendicantes que, a diferencia de ellos, vivían en el corazón de las nuevas ciudades, donde plasmaban su cultura, arquitectura y ética. No se puede entender aquel primer “capitalismo” sin el contacto diario entre el comercio y los carismas mendicantes, que llevaron la fe a las logias de los comerciantes y a los comerciantes a los claustros de los conventos. El humanismo y el renacimiento son fruto de esta alianza, muchas veces explícita, entre comerciantes y religiosos. Dentro de esta alianza improbable se encuentran las raíces del extraordinario éxito de la economía occidental, así como de sus ambigüedades.
No faltan testimonios de esta alianza tanto en los libros de teología como en los libros contables. En aquellos siglos la fe entraba en los títulos de las cuentas del balance normal del ejercicio y no era confinada a un balance social. La cuenta del “Señor Don Dios” era una cuenta más. En los “libros secretos” de la compañía de los Bardos de Florencia, leemos: «Debemos dar a Dios 1876 libras, 10 florines, en julio de 1310», y se hacía referencia al Cuaderno de razón, «donde también quedaba inscrito» (Armando Sapori, Mercatores). La cuenta del Señor Don Dios no estaba solo en el “libro secreto” (el de los intereses sobre los dividendos y los depósitos de cada socio de la compañía), sino también en el “libro de cuenta y razón” que contenía los términos “dare et habere” y las cuentas maestras. La cuenta para Dios recibía el mismo trato que cualquier cuenta ordinaria, y se anotaban los apuntes exactamente igual que en las cuentas de los socios: «Se habla de la “parte” del Señor Don Dios como se habla de la “parte” del señor Ridolfo, del señor Nestagio, y de las partes de todos los compañeros». En el balance de 1312, «los pobres recibieron 661 liras, es decir lo mismo que Cino de Boninsegni, que poseía dos partes de la compañía».
Así pues, los representantes del Señor Don Dios en la compañía eran los pobres, y «a los pobres se les consideraba como compañeros de la compañía, y para ellos valían todos los pactos del contrato social relativos al reparto de las ganancias» (Sapori, Mercatores). Ciertamente, era otro mundo, pero leer “dar para Dios” en el balance de las primeras sociedades multinacionales no nos puede dejar indiferentes. No obstante, mientras destinaban parte de sus dividendos al Señor Dios, aquellos comerciantes practicaban ampliamente la usura. Sabemos que los usureros eran parte esencial del paisaje civil medieval. Los bancos se abrían por concesión del municipio, es decir con un contrato público entre la ciudad y los usureros, que debían tener fama de “usurero público”. Eran tanto cristianos como judíos, y se les reconocía fácilmente en sus bancos, debido a la alfombra sobre la que se sentaban bajo sus toldos, bien a la vista, en las calles centrales de la ciudad.
En 1947, por ejemplo, en Pistoia había quince usureros públicos. Entre las prendas del Banco de Empeños de Pistoia, gestionado por un cristiano, había muchos instrumentos de trabajo de los artesanos. Piero, molinero, dejaba en prenda – empeñaba – un vestido de mujer pardo, viejo y teñido»; un sastre de Montepulciano una «cartera rota y mala», y Bartholomeo di Filippo, de Verona, unas «calzas negras, viejas y tristes». También había sierras, mazas, pieles y rejas de arado (L. Zdekauer, L’interno di un banco di pegno nel 1417). Estas prendas eran objetos e instrumentos de trabajo de los artesanos; y en el caso frecuente de pérdidas de juego de azar (uno de los motivos más habituales para recurrir al préstamo) arruinaban a las ciudades. Es llamativa, en la lista de prendas, la procedencia de los deudores: se trataba casi exclusivamente de forasteros, señal de que acudir a los usureros se consideraba una acción vergonzosa, y por tanto se realizaba en lugares donde no pudieran ser reconocidos. En este contexto se comprende mejor la urgencia social del nacimiento de los Montes de Piedad de los franciscanos, que surgieron a imitación de los bancos de empeño existentes («como se hizo con los Montes de los Judíos», se especifica en 1471 en Siena, con ocasión de la institución del Monte de Piedad).
Al leer estos antiguos archivos, llama la atención la ausencia en las listas de los usureros de las familias de los grandes comerciantes-banqueros. Si un comerciante desempeñaba también la función de banquero, esta segunda actividad se consideraba auxiliar de la mercantil, y por tanto no se llamaba usura. Aparece de nuevo la profunda distinción, que atraviesa toda la Edad Media, entre grandes y pequeños comerciantes. Los primeros eran aceptados y a menudo elogiados, y se les relacionaba con la figura de la Magdalena o los Reyes Magos. Los segundos eran condenados como parásitos y equiparados a Judas el ecónomo. «De los nombres de los usureros que se encuentran en nuestros libros no resulta que ninguno perteneciera a las familias mercantiles y banqueras de los Ammannati, los Cancellieri, los Visconti, Reali, Cremonesi ...» (Sapori, L’usura nel Dugento a Pistoia). En una Edad Media donde la riqueza gozaba de pésima reputación, los grandes comerciantes-banqueros conquistaron poco a poco el derecho de buena ciudadanía, gracias sobre todo a sus donaciones y a sus restituciones.
En los testamentos de los grandes comerciantes se puede descubrir algo importante sobre aquel primer espíritu del capitalismo. La primera disposición que se encontraba en esos testamentos era la obligación de restitución, dirigida a los herederos, de lo ganado mediante usura y de todo lo sustraído: «Yo, Iacopo, ciudadano de Siena, sano de mente y enfermo de cuerpo, ordeno que toda usura y todo hurto sea restituido a las personas»; y añade: «Las personas y los lugares están registrados en el libro de mis cuentas, que entrego a fray Ugo de San Galgano». Y concluía: «Puesto que mi patrimonio líquido no es ciertamente suficiente para devolver lo sustraído, ya que las usuras y las ganancias adquiridas con malas artes son muchísimas, deseo e impongo que mis bienes sean vendidos» (Sapori, Mercatores). Además, las corporaciones imponían que, al comienzo de cada año, una comisión compuesta por comerciantes y frailes pasara de negocio en negocio para pedir, bajo pena de expulsión, que los comerciantes se perdonaran unos a otros sus respectivas usuras, en una especie de pacto de misericordia (no hay que excluir que fuera introducido por los franciscanos). Es sorprendente y emocionante leer dentro de los libros contables: «Nosotros, Francescho del Bene y compañeros, hoy día de agosto de 1319 perdonamos a Duccio Giunte y a Geri di Monna Mante, síndicos del arte [NdT: corporación], y a todos los del arte que nos deben méritos [NdT: mérito en la Edad Media se usaba como sinónimo de lucro o interés devengado]; como los susodichos síndicos nos perdonan a nosotros» (Sapori, Mercatores). En aquel capitalismo, los libros contables incluían cuentas a nombre del Señor Don Dios, se hablaba de perdón y de misericordia, a la usura se la llamaba “mérito” y los Montes de Piedad eran “sine merito”.
En aquellos mismos años, los teólogos franciscanos (por ejemplo, Olivi) estaban legitimando el préstamo a interés. Pero no todos los comerciantes leían los tratados en latín de aquellos maestros, y sobre todo sabían bien cuándo el interés que aplicaban era excesivo y cuándo los beneficios obtenidos eran injustos, más allá de las prohibiciones de las leyes. Aquellas operaciones distintas, realizadas sobre todo en el extranjero, donde no podían ser observados por los amigos y por los frailes, las anotaban en su alma e incluso en sus registros. De este modo, a la hora de la muerte, cuando tenían que rendir cuentas mediante otros libros de cuenta y razón, los comerciantes cristianos querían abandonar esta tierra dejando sus asuntos en orden, y devolvían lo sustraído. Estas donaciones y restituciones en la hora de la muerte generaron en nuestras ciudades muchas obras de arte, hospitales y obras de asistencia, bienes comunes nacidos de esta segunda contabilidad, de la conciencia de unos comerciantes que sabían que tenían que corregir y convertir una parte de su riqueza; porque estaban convencidos, o al menos esperanzados, de que dar al final la riqueza mal ganada era la única alquimia posible para transformar el mal en bien.
Este primer “espíritu del capitalismo” meridional no consideraba toda la riqueza como bendición, sino solo la riqueza buena, es decir la riqueza purificada de la usura y del hurto. De este modo, la muerte se convirtió en el primer mecanismo de redistribución de una riqueza que producía bienes privados en vida y bienes públicos post mortem.
Así fue como los comerciantes, sobre todo los grandes y ricos, consiguieron ser aceptados por la cultura de su tiempo, compensando en la muerte los pecados de la vida. Aquel mundo consideraba esta riqueza restituida al final como más meritoria que el “mérito” que los comerciantes-usureros exigían por el dinero prestado. Los beneficios de aquellas compensaciones sobrepasaban los costes morales de las usuras. Así comenzó a abrirse paso la regla ética que se encuentra en la base de la sociedad occidental: vicios privados, virtudes públicas.
Si queremos llevar nuestro razonamiento hasta el final, debemos reconocer que aquellas donaciones y restituciones están en el origen no solo de la belleza de Florencia y Venecia, sino también de muchos de los problemas de la razón mercantil moderna. Los arrepentimientos ex-post no fueron suficientes para que los herederos, continuadores de las compañías, cambiaran la ética de sus negocios y obtuvieran menos beneficios injustos y aplicaran menos usura. Ellos continuaron con la misma ética de los negocios que sus padres, dejando la rendición de cuentas para los testamentos.
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Este juego entre vidas ambiguas y muertes santas explica muchas de las paradojas de nuestro capitalismo, desde las condonaciones y regularizaciones fiscales, la filantropía del 2% de los beneficios que silencia las preguntas sobre el 98% restante, hasta las donaciones de las sociedades del juego de azar y de las fábricas de armas. Después, cuando, hace décadas, el temor al juicio divino salió definitivamente del horizonte de nuestro capitalismo desencantado, los nuevos y riquísimos comerciantes dejaron de sentir el deber moral de devolver a la comunidad lo sustraído, y sus enormes riquezas y usuras empezaron a generar cada vez menos bienes comunes y más bienes privados, y la desigualdad se amplificó.
Y nosotros cada vez sentimos más nostalgia de las cuentas a nombre del Señor Don Dios y de los pactos de perdón entre comerciantes, porque la fe en el paraíso de los antiguos comerciantes nos parece mucho más humana y civil que la fe en los paraísos fiscales de nuestro capitalismo.La feria y el templo/10 - Para las primeras compañías multinacionales que nacieron en las ciudades cristianas del siglo XIV, los pobres eran los representantes de Dios y participaban en sus ganancias.
Luigino Bruni
Publicación original en italiano en Avvenire el 10/01/2021
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Original italiano publicado en Avvenire el 03/01/2021
De la condena sin paliativos de la especulación mercantil por parte de la cultura romana y de los padres de la Iglesia a la revalorización de los franciscanos, esposos de Madonna Pobreza.
No es nada fácil extraer de los textos bíblicos y de los evangelios una ética única y coherente. Quizá la palabra más acertada sea ambivalencia, pero si alguien quisiera encontrar en ellos una crítica radical a la economía y al dinero no le faltarían elementos donde apoyarse. Ciertamente los encontraron los primeros cristianos, animados y sostenidos por una cultura romana tardía que había desarrollado un profundo recelo hacia el comercio y los comerciantes.
[fulltext] =>La polémica anti-mercantil del mundo romano dependía de muchos factores. Uno de ellos era la capacidad de los comerciantes para reconocer el momento favorable y aprovecharlo en su propia ventaja, una virtud privada entendida como vicio público. El agricultor solo conoce el pasado y las señales que deja en la tierra. En cambio, el comerciante escruta los astros con su razón astuta, buscando cualquier provecho, incluso leyendo los movimientos de los astros, los vientos y las perturbaciones atmosféricas (Plinio el viejo, Historia natural).
El primer capital del comerciante era – y es – una extraña competencia acerca del futuro. Su gran activo era la capacidad de anticipar, de convertir el futuro en presente mediante una misteriosa alquimia. En esto consistía su especulación, en ver mejor y más lejos. En latín, la specula era un lugar elevado desde donde se podía ver lejos. Pero specula era también el espía o el explorador, figuras siempre misteriosas e inquietantes porque tenían un acceso especial a los secretos de la realidad. Así pues, la relación con ese bien particular que es la información, sobre todo la que no se ve, hacía del comerciante un ser fascinante y temido. «Un riquísimo comerciante tenía el don de entender el lenguaje de los animales» (El asno, el buey y el labrador, en Las mil y una noches, donde la palabra comerciante aparece 211 veces). En el cuento popular italiano La niña y el mago, un mago fingía ser un comerciante que transformaba los anillos de hierro en plata. Y en las leyendas medievales, los Reyes Magos eran al mismo tiempo magos y comerciantes.
Este uso privado de la información estaba además vinculado a una relación especial entre el comerciante y la palabra, cercana a la magia. El comerciante era experto en el mundo de Poros (el dios griego del cortejo, uno de los padres de Eros), un seductor siempre tentado a usar la palabra para embaucar a los clientes, para encantarlos hablando – encantamiento e incentivo son términos relacionados. Solo los magos y los comerciantes (quizá también los sacerdotes) saben usar de otro modo las palabras, para encantarnos y para encadenarnos. La palabra mercantil siempre estaba expuesta al riesgo de la manipulación de la realidad. Ayer - y hoy - en los mercados había un gran comercio de palabras, que se movían entre la realidad y la mentira; la palabra era la primera mercancía de las estanterías. En el mundo antiguo se pensaba que el comerciante, gracias al poder de las palabras y de la información, sin añadir nada a las mercancías y por tanto sin crear valor añadido, engañaba a los clientes abusando de su falta de información. Básicamente todos los vendedores eran unos mentirosos y el mercado una ficción donde se atribuía valor a nada.
Hay un relato de Otón de Cluny, del siglo X, emblemático de la actitud medieval con respecto a la información de los comerciantes. El conde Géraud d’Aurillac estaba de viaje cuando se le acercaron unos mercaderes venecianos impresionados por un género de gran valor que llevaba. Tras preguntarle cuánto le había costado en Roma, exclamaron: “¡En Costantinopla cuesta mucho más!”. Esta información causó gran desaliento al conde, y días después el vendedor de Roma recibió de Géraud una cantidad de dinero igual a la diferencia de precio con Constantinopla (Cit. en Andrea Giardina, Le merci, il tempo, il silenzio).Mil años antes, Cicerón recogió en el De Officiis un debate entre dos filósofos estoicos, Diógenes y Antipatro. Había en Rodas una grave carestía y un comerciante exportó una gran cantidad de trigo desde Alejandría. Este sabía que otros comerciantes habían zarpado de Alejandría hacia Rodas con barcos cargados de trigo y que, por tanto, el precio del trigo bajaría pronto en Rodas. La cuestión era: ¿debía comunicar a sus clientes la próxima llegada de los barcos o debía callar y vender su mercancía a un precio más alto? Según Antipatro, tenía que decirlo todo; el comprador no debía ignorar nada de lo que sabía el vendedor. En cambio, según Diógenes, el vendedor estaba obligado a informar de los defectos de su mercancía, pero todo lo demás podía hacerlo “sin fraude”. Diógenes respondió a Antipatro: «Una cosa es ocultar y otra cosa es callar: yo no estoy obligado a decirte todo lo que te resultaría útil escuchar». Así pues, Cicerón concluyó: «Esta es la controversia que muchas veces surge entre lo honesto y lo útil. Mi opinión es que el comerciante de trigo no debe mantener nada oculto en Rodas». Y el comerciante que oculta la información «es un hombre tramposo, opaco, astuto, malicioso, engañador y defraudador» (III, 49-57). Para Cicerón, pues, no era lícito sacar partido de una información oculta. Y puesto que el comerciante obtenía un beneficio precisamente gracias a estas especulaciones informativas, su actividad era deshonesta.
Estas tesis de Cicerón (y de Séneca), contrarias al comercio, tuvieron un peso enorme en toda la Edad Media, gracias, entre otros, a Ambrosio y a muchos Padres occidentales que las retomaron: «Seas quien seas, no podrás, como hombre, no odiar la índole del comerciante» (Gregorio de Nisa, Contra usurarios, siglo IV). Además, se reforzó la idea clásica de que el trabajo agrícola era bueno y el del comerciante era inmoral, incluso el del artesano (en cuanto vendedor, ya que vender siempre era moralmente dudoso). Por otro lado, desplazaron las cualidades de los comerciantes de la tierra al reino de los cielos, y aplicaron metafóricamente todas las virtudes mercantiles a la vida espiritual y religiosa, creando una especie de conflicto entre un uso bueno de la lógica mercantil (para el cielo) y otro malo (para los negocios mundanos). El verdadero comerciante era el divin mercante, Cristo, que pagó con su sangre el precio de la salvación. De este modo, durante todo el primer milenio la visión negativa del comercio y del mercado se acrecentó y se radicalizó.
Un comentario (parcial) al Evangelio de Mateo, atribuido erróneamente a Juan Crisóstomo, el Opus imperfectum in Mattheum (siglo V), ejerció una gran influencia durante toda la Edad Media. En el comentario al episodio de la “expulsión de los mercaderes del templo” podemos leer: «Ningún cristiano debe ser comerciante o, si quiere serlo, sea expulsado de la iglesia… Quien compra y vende no puede hacerlo sin ser perjuro». Y añadía: «Quien compra una cosa para revenderla íntegra y sin variación con fines de lucro es precisamente el comerciante expulsado del templo». Finalmente, retomó la oposición entre la ciudad y el campo: «Y fueron uno a su campo y el otro a su negocio; estas dos palabras comprenden toda la actividad humana: la agricultura es honesta, en cambio la actividad mercantil es oficio deshonesto ante Dios». Habría que preguntarse cómo fue posible que la actividad mercantil tuviera continuidad en la Edad Media. Tal vez porque la vida es más grande que los libros de los teólogos, y porque la gente normal sabe que sin comercio el mundo sería más pobre, triste y feo. Pero también por algo que comenzó entre los siglos XII y XII.
Esta novedad llevaba el nombre de Francisco. Uno de los teólogos franciscanos que desempeñó un papel decisivo fue el francés Pedro Juan Olivi (1248-1298). Olivi fue un autor importante, entre otras cosas, por una tensión inscrita en su biografía. Pertenecía a la rama más radical del franciscanismo, era un gran exponente de la doctrina de la altísima pobreza. Algunas de sus tesis fueron condenadas y sus libros fueron quemados a su muerte. En 1318 el Papa ordenó la destrucción de su tumba. Pero al mismo tiempo Olivi fue decisivo para un cambio ético con respecto a la actividad del comerciante. Al no usar la riqueza para sí mismo, adquirió la distancia adecuada para poder entenderla. En su Tratado sobre las compras y sobre las ventas (finales del siglo XIII), en la primera questio (pregunta) leemos: «¿Las cosas pueden ser lícitamente y sin pecado vendidas por más de lo que valen o compradas por menos?». Para Olivi la «respuesta parecería afirmativa», porque «en caso contrario casi toda la categoría de los vendedores y de los compradores pecaría contra la justicia, dado que casi todos quieren vender caro y comprar por menos». La respuesta es de una sencillez aplastante, pero en realidad desafiaba la tesis secular en la que se basaba la condena del comercio.En la questio 4 abordaba directamente el tema de la información: «¿El vendedor está obligado a mostrar al comprador todos los defectos de la cosa vendida?». Inmediatamente decía que «la respuesta parece afirmativa», en línea con la doctrina clásica. Pero después, en el desarrollo de su razonamiento, llegaba a admitir excepciones, una de las cuales resulta muy importante: «Engañar es algo más que ocultar. Por consiguiente, no siempre quien calla una verdad engaña». Cicerón era confutado y con él su hostilidad con respecto al oficio del comerciante.
Y en la questio 6 se preguntaba: «Quien compra cualquier cosa para revenderla a un precio mayor sin haberla transformado ni mejorado, como acostumbran a hacer los comerciantes, ¿peca mortalmente o, al menos, venialmente?». He aquí su respuesta: «No es necesario pensar que en el comercio esté incluido el pecado, si bien en la práctica eso es bastante raro y difícil». Y concluía: «En los negocios se presentan varias oportunidades y ocasiones para vender y comprar de forma ventajosa las cosas; y también esto se deriva del orden de la Providencia de Dios, como los demás bienes humanos. Por tanto, si uno gana, eso proviene de un don de Dios antes que del mal». Veía el intercambio comercial y las ganancias como signos de la presencia de la Providencia en el mundo: solo desde la specula de la altísima pobreza es posible ver esta economía.
Su razonamiento acababa discutiendo la autoridad del comentario de Mateo del Crisóstomo (¡qué valentía!): «Sin duda, no hay que hacerle caso en esta afirmación». Y terminaba de este modo: «Seguramente una argumentación de este tipo no puede extraerse del pasaje evangélico referido: allí Cristo arremete genéricamente contra todos aquellos que venden y compran en el templo; pero no es necesario pensar que todos ellos fueran comerciantes». ¡Cuánta necesidad tenemos hoy de teólogos e intelectuales con esta libertad de espíritu! Sobre todo, necesitamos hacernos las preguntas inversas a las de Olivi: ¿Hasta dónde es lícito especular sobre informaciones ocultas? ¿Hasta dónde es lícito que los comerciantes nos encanten con sus palabras? ¿Sabemos distinguir la ficción de la realidad en nuestro mercado global? ¿Y si a fuerza de anticipar el futuro en nuestro presente lo estuviéramos agotando, privando así a nuestros nietos de su presente?
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 27/12/2020
Durante los siglos XIV y XV se pasó del Bien común al bien del Municipio: la Iglesia justificaba la acción de los hombres nuevos del mercado si beneficiaba a la ciudad.
Los pactos entre riqueza y religión a lo largo de la historia siempre han sido complicados, y generalmente han producido resultados muy alejados de las intenciones de sus promotores. La Florencia de los siglos XIV y XV fue el campo de una de estas sustituciones, donde su jugó un partido decisivo para la ética económica moderna. Sus protagonistas fueron los Medici, San Antonino Pierozzi (1389-1459), la categoría del bien común y los Reyes Magos. Empecemos por el bien común. Esta categoría teológica fundamental sufrió una distorsión semántica y práctica entre los siglos XIV y XV. Las razones del bien común ganaron la partida a las razones teológicas de la condena del lucro. La teología del bien común se convirtió, cada vez más, en la nueva teología de las nuevas ciudades. Un bien común concreto y profundamente relacionado con otra gran categoría: la de la comunidad. El paso del Bien común al bien del Municipio fue muy rápido. Casi todas las acciones económicas de los hombres nuevos del mercado acabaron siendo justificadas por la Iglesia si resultaban útiles para el bien común del municipio, de la ciudad. Y puesto que en aquellos siglos el bien común y el de la ciudad eran, de hecho, el bien de los grandes comerciantes-banqueros, el bien común acabó coincidiendo con el de las corporaciones de comerciantes.
[fulltext] =>San Antonino, dominico, obispo, teólogo y “economista”, como pastor y experto en el acompañamiento de los laicos, era consciente de que en estas materias económico-financieras existía una gran complejidad. De este modo, hablando de las ventas “a término”, concluía: «No obstante, esta es una materia muy complicada y poco clara, razón por la cual no se debe profundizar en ella» (“Summa theologica”). No se debe profundizar en ella. Esta “complicación” ponía de manifiesto que algo había cambiado en Florencia y en las nuevas ciudades comerciales. El nacimiento de los municipios libres, junto con la consolidación de una clase de comerciantes que tenía sus leyes y tribunales especiales, estaba cambiando profundamente la relación entre los principios teológicos y la praxis económica. Las Escrituras y sus condenas contra la usura seguían siendo las mismas, y la desconfianza de los Padres de la Iglesia con respecto al comercio y a los comerciantes seguía siendo un magisterio esencial e invariado. Pero el surgimiento de una nueva realidad económica, cada vez más compleja, hizo que las antiguas Escrituras y la teología no fueran adecuadas para disciplinar todos los casos concretos de negocios que – esto es lo relevante – hacían mucho bien a la ciudad y a la Iglesia. La realidad fue superior a la idea. El “comerciante civil” se convirtió en imagen del negotium que vence el otium y lo niega (nec-otium).
Nos encontramos ante una auténtica revolución ética, teológica, social y económica. La teología de los eclesiásticos comenzó a alejarse progresivamente del ámbito económico, que se había vuelto demasiado complejo, y se especializó cada vez más en el ámbito personal y familiar y en la vida de las instituciones religiosas. Al comerciante se le prestaba atención como individuo. En el confesionario debía enumerar todas sus culpas y obtener sus penitencias, que podía conmutar cada vez más fácilmente por dinero a través de las nacientes indulgencias. Pero la mirada ética sobre la vida pública, que caracterizó los dos o tres primeros siglos del segundo milenio, se retiró para transformarse en recomendaciones genéricas durante las predicaciones cuaresmales. En materia de usura, por ejemplo, las excepciones lícitas eran tan abstractas que no permitían juicios concretos y eficaces. Casi cualquier tipo de interés podía ser potencialmente lícito (debido a un genérico lucro cesante o daño emergente), sobre todo si el interés beneficiaba al bien común y al del municipio (de la ciudad). En el caso concreto de la deuda pública florentina, si la deuda la emitía el municipio, el tipo de interés lícito del 5% anual podía aumentar hasta tipos de usura del 10 y el 15%. ¿Cómo? El Municipio, «para no incurrir en la censura de la Iglesia recurrió al ingenioso sistema del “Monte del uno dos” y al “Monte del uno tres”: si alguien llevaba al Monte 100 liras, en los registros hacía constar 200 o 300» (Armando Sapori, "Case e botteghe a Firenze nel Trecento", 1939). La razón de todo esto no era ciertamente el bien común, sino la «la codicia de un holgado beneficio, que a muchos llevó de la mercancía a la usura» (Giovanni e Matteo Villani, "Cronica" VIII).
Las razones del bien común y del bien del municipio estuvieron tan entrelazadas y fueron tan centrales que justificaron prácticas comerciales que hoy nos cuesta incluso comprender. Una de ellas era la represalia mercantil. Cuando los comerciantes de una ciudad sufrían actos de violencia y daños en territorio extranjero, las costumbres mercantiles permitían la represalia, es decir actos de venganza por parte de los damnificados con respecto a cualquier comerciante de la ciudad donde se produjo el daño, con independencia de que los interesados hubieran participado directamente o no en el episodio en cuestión. El bien común del cuerpo mercantil prevalecía sobre el de los individuos que lo componían. Por otro lado, para que los forasteros pudieran comprar títulos de la deuda pública de Florencia, era necesario que se les concediera la ciudadanía, y en las actas de concesión de esta ciudadanía ex privilegio la retórica más usada era la de la amistad y el bien común: «Con el amigo fiel ningún negocio puede superar el valor de la amistad, que vale más que el oro y la plata» (Lorenzo Tanzini, "I forestieri e il debito pubblico").Esta alianza entre la Iglesia y los comerciantes en nombre del bien común produjo una explosión de magnificencia. El dispositivo para santificar la riqueza se desplazó de la producción al consumo: lo verdaderamente importante ya no era, como antes, cómo se generaba la riqueza sino cómo se usaba. El rico comerciante era bendecido si gastaba una buena parte de sus bienes en la asistencia a los pobres, pero todavía más si engrandecía la magnificencia de la ciudad, sus edificios y sus iglesias. Florencia es una ciudad emblemática en todo esto, gracias, entre otras cosas, a la amistad especial entre San Antonino y la familia Medici: «Dos son las virtudes del dinero y de su uso: la liberalidad y la magnificencia» (Antonino, "Summa"). La relación entre la Iglesia florentina y sus grandes comerciantes constituyó un mutuo provecho perfecto: los comerciantes se liberaron de mil lazos teológicos sobre la usura y los beneficios, y construyeron iglesias magníficas por la enorme riqueza generada gracias a la liberación de los vínculos religiosos. Pero en esta fase de consolidación de una nueva ética económica, el elemento religioso seguía siendo central. Más que de laicidad habría que hablar de una nueva religiosidad. Los laicos y los comerciantes se adueñaron de algunas imágenes y códigos religiosos. No les bastaba la autonomía de la religión, querían que estuviera de su parte. No les bastaba ser ricos y buenos, querían ser también santos.
Ya hemos hablado de la difusión de la figura de María Magdalena, entendida como icono del buen uso público del dinero por parte de los ricos. Otro paradigma religioso mercantil que se afirmó entre el Medievo y la Modernidad fue el de los Reyes Magos. La orden de los dominicos contribuyó no poco a la difusión de su culto en Europa. En Florencia, ya a finales del siglo XIV, existía la prestigiosa “Compañía de los Magos” (o “de la Estrella”), una asociación de comerciantes de la que también eran socios muchos filósofos, humanistas, literatos, artistas y otros exponentes del mundo cultural florentino. Fue posiblemente la congregación laical más importante del siglo XV florentino, que vivió su edad de oro con San Antonino y los Medici (Monika Poettinger, "Mercanti e Magi"). Aquellos comerciantes ricos que, sin hacerse pobres, adoraron a Cristo con oro y regalos, se prestaban perfectamente a la nueva ética económica de los ricos de la ciudad. En muchas iglesias dominicas de estos siglos hay frescos que representan a los Magos, como el convento dominico de San Marcos en Florencia, sede de la Compañía de los Magos, donde acababa la espectacular procesión de los Magos el día de la Epifanía. Pero la “cabalgata de los Magos” era parte esencial también de otras importantes procesiones ciudadanas, como la que tuvo lugar en la fiesta de San Juan, presidida por San Antonino: «Tres magos con una caballería de más de 200 caballos adornados con gran magnificencia» (Matteo Palmieri, "La processione del 1454"). ¡Espectacular!
En 1420, Palla di Noferi Strozzi, el comerciante-banquero más rico de Florencia, encargó a Gentile di Fabriano un cuadro de los Magos en el que se viera, en primera fila del desfile, al mismo Palla y a su familia. Los Medici hicieron mucho por los dominicos en Florencia, como la carísima restructuración de la Badia Fiesolana y el convento de San Marcos, donde el Beato Angélico pintó una Adoración de los Magos en la capilla dedicada a Cosme. En otras ciudades renacentistas hay capillas parecidas dedicadas por los comerciantes a los Magos (por ejemplo, en Turín). El papel de la Compañía de la Estrella fue tan importante que se transformó, a pesar de la bendición de San Antonino, en una especie de nueva religión. Gentile de Becchi, escribiendo desde Roma a Lorenzo el Magnifico en 1467, le aseguraba que los cardenales del colegio papal concederían «por tu intercesión cien días de indulgencia» a aquellos que participaran en las reuniones de la Compañía de los Magos, durante las cuales se podría incluso recibir la eucaristía por dispensa papal (Rab Hatfield, "The Compagnia de’ Magi"). Marsilio Ficino ("De stella Magorum", 1482), Pico de la Mirandola y los neoplatónicos de Florencia hicieron el resto, transformando a los Magos en el icono de una religiosidad pagana, precristiana y esotérica sobre la cual fundar el Renacimiento de Europa. Fue el fin del Humanismo civil y el comienzo de la decadencia de Florencia y de las ciudades italianas.
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Aquel pacto entre la Iglesia y los comerciantes fue el fruto maduro de la gran seducción de la magnificencia que el primer “capitalismo” ejerció sobre la Iglesia (San Antonino fue uno de los primeros teóricos del “capital”). A Lutero, en su Reforma, le llamó mucho la atención esta alianza entre la Iglesia y los comerciantes, que él consideró una desviación de la lógica evangélica. Pero fue precisamente el mundo surgido de la Reforma el que dio vida, siglos después, a un nuevo capitalismo de la riqueza que, una vez más, usaba símbolos y lenguajes de la religión cristiana. Pero ¿cómo consiguieron los “comerciantes” de Florencia ocupar el “templo”? Nosotros no contamos ya con las categorías necesarias para comprender el impacto que tuvieron en los ciudadanos de Florencia las inmensas riquezas y el lujo de los nuevos comerciantes. Los tejidos maravillosos, los colores brillantes, las procesiones admirables, los edificios e iglesias nunca vistos… Todo esto era fantástico, como sacado de un nuevo relato de las “mil y una noches” que seducía y “convertía”. Los comerciantes eran los nuevos héroes, los herederos, en versión mejorada, de los caballeros de la Edad Media, que encantaban a todos. Florencia era la nueva tierra prometida, que manaba leche y miel. Los comerciantes conquistaron el mundo y convirtieron la ética antigua, sobre todo con la belleza y el asombro. No lo hicieron con florines, sino con magnificencia. ¿Encontraremos una nueva belleza que nos salve de este capitalismo, donde demasiados Reyes Magos se han aliado con el rey Herodes para decirle dónde está el Niño, convirtiéndose así en cómplices de muchas matanzas de inocentes? Será, tal vez, una nueva belleza, ciertamente muy distinta, pero siempre espléndida.La feria y el templo/8 - Una historia que tiene como protagonistas a los Medici y a otros magníficos florentinos, a San Antonino, al bien común y a los Reyes Magos.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 27/12/2020
Durante los siglos XIV y XV se pasó del Bien común al bien del Municipio: la Iglesia justificaba la acción de los hombres nuevos del mercado si beneficiaba a la ciudad.
Los pactos entre riqueza y religión a lo largo de la historia siempre han sido complicados, y generalmente han producido resultados muy alejados de las intenciones de sus promotores. La Florencia de los siglos XIV y XV fue el campo de una de estas sustituciones, donde su jugó un partido decisivo para la ética económica moderna. Sus protagonistas fueron los Medici, San Antonino Pierozzi (1389-1459), la categoría del bien común y los Reyes Magos. Empecemos por el bien común. Esta categoría teológica fundamental sufrió una distorsión semántica y práctica entre los siglos XIV y XV. Las razones del bien común ganaron la partida a las razones teológicas de la condena del lucro. La teología del bien común se convirtió, cada vez más, en la nueva teología de las nuevas ciudades. Un bien común concreto y profundamente relacionado con otra gran categoría: la de la comunidad. El paso del Bien común al bien del Municipio fue muy rápido. Casi todas las acciones económicas de los hombres nuevos del mercado acabaron siendo justificadas por la Iglesia si resultaban útiles para el bien común del municipio, de la ciudad. Y puesto que en aquellos siglos el bien común y el de la ciudad eran, de hecho, el bien de los grandes comerciantes-banqueros, el bien común acabó coincidiendo con el de las corporaciones de comerciantes.
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stdClass Object ( [id] => 18591 [title] => Cuando la deuda pública era don [alias] => cuando-la-deuda-publica-era-don [introtext] =>La feria y el templo/7 - Las distintas concepciones medievales, el debate que surgió de ellas y la cuestión que hoy se plantea (no solo) en Europa.
Luigino Bruni
Original publicado en Avvenire el 20/12/20
Si queremos comprender cómo se desarrolló la ética económica en la cristiandad medieval y después en el capitalismo, deberíamos intentar habitar su ambivalencia radical, empezando por la primera teología cristiana.
Si queremos comprender cómo se desarrolló la ética económica en la cristiandad medieval y después en el capitalismo, deberíamos intentar habitar su ambivalencia radical. La primera teología cristiana usó ampliamente metáforas y un léxico económico-comercial para explicar el acontecimiento cristiano, la encarnación y la salvación, empezando por la misma palabra oikonomia, que fue fundamental para la primera mediación teológico filosófica del cristianismo: economía de la salvación, Trinidad económica. Jesús define al dinero (mammona) como un dios rival, pero el mismo Jesús es presentado como un “divino comerciante”, cuya sangre fue el “precio” de la salvación, una redención “pagada” con el sacrificio de la cruz. Durante toda la Edad Media proliferaron los términos económico-teológicos: “lucrar” indulgencias para las almas, “ganar” el paraíso o el purgatorio, o considerar al hombre como “moneda” de Dios que lleva impresa su efigie/imagen, según la tradición que tanto le gustaba a Agustín (Sermón 9). Hay una frase citada por Clemente Alejandrino, quien la toma de la tradición, concretamente de los agrapha de Jesús, no de los Evangelios canónicos ni apócrifos, que contiene un concepto importante: «La Escritura nos exhorta justamente a ser cambistas competentes, desaprobando algunas cosas y manteniendo firme lo que es bueno» (Stromateis 1, 28,177, finales del siglo II). De ahí deriva la tradición del Christus monetarius, el “buen cambista” capaz de discernir entre las “monedas” buenas y las malas.
[fulltext] =>Con toda esta complejidad en materia de monedas y de economía, no es sorprendente encontrar en la Edad Media ambivalencia e incertidumbre moral con respecto precisamente al uso de las monedas y a la economía. Pero hace falta una premisa. Para comprender el nacimiento de la ética económica europea, no debemos olvidar que, mientras los teólogos discurrían sobre las monedas y los préstamos, los comerciantes tenían que trabajar. Los comerciantes eran y son personas pragmáticas, tan pragmáticas que rozan el cinismo: las monedas, los bancos y los cambistas eran necesarios (había muchas monedas en circulación). Todos sabían que estos operadores no trabajaban gratis, y que recurrir a sus servicios tenía un coste. El precio a pagar se llamaba “interés” y era aceptado cuando no era excesivo. Los verdaderos comerciantes nunca habrían considerado “usura” un préstamo (o una letra de cambio, o un contrato de comenda) a un tipo del 5% anual, ni siquiera del 10%. Eran bien conscientes de que había banqueros buenos y malos, al igual que había monedas buenas y malas, y que las monedas y los banqueros malos expulsaban a los buenos. Actuaban y vivían entre estas cosas buenas y malas, habitaban en la economía la ambivalencia de la vida.
En aquel entonces la presencia de profesionales conocedores de las monedas era muy importante para la estabilidad del comercio y por consiguiente para el bien común. Todos lo sabían, del mismo modo que todos sabían que cuando en las ciudades faltaban cambistas/banqueros oficiales y por tanto controlados periódicamente por el municipio en sus pesos, balanzas, libros y medidas, la ciudad se llenaba de pequeños bancos de malos prestamistas y “revendedores” que a menudo acababan en bancarrota. Esta expresión deriva del banco sobre el que el cambista ponía sus monedas, la mensa argentaria: cuando ya no podía hacer frente a sus deudas, sus acreedores le rompían el banco. Entre los siglos XIV y XV, Venecia contaba con más de cien bancos, cristianos y judíos, Florencia con setenta, Nápoles con cuarenta y Palermo con catorce (Vito Cusumano, "Storia dei banchi della Sicilia"). El banquero también era cambista, y con frecuencia desempeñaba el mismo oficio que el notario. Los banqueros estaban equiparados en muchos aspectos a los funcionarios públicos y compartían con ellos algunas dimensiones de su estatus, privilegios y cargas. A ninguna persona respetable se le ocurría llamar a estos banqueros “usureros”, aunque prestaran a interés. Todos sabían que los banqueros se lucraban con el dinero, los obispos y los papas antes que nadie, puesto que por una parte eran los primeros clientes de los bancos y por otra hacían homilías y escribían textos de condena del préstamo a interés en base a la Biblia y a los Evangelios.
La Iglesia sabía muy bien todo esto, experta como era en ambivalencias, también económicas. Conocía bien a los grandes banqueros, porque casi siempre pertenecían a las grandes familias burguesas y aristocráticas, y se sentaban en los consejos de gobierno de las ciudades. Pero no debemos pensar que hubiera unanimidad entre los distintos componentes de la Iglesia en materia de monedas, comercios, intereses y usura. La Iglesia era una realidad plural y antagonista, en teología y en materia de praxis civil, más incluso que en la actualidad. No debe asombrarnos la gran cantidad de libros y homilías que se dedicaron, sobre todo entre los siglos XII y XVII a temas financieros y comerciales. La economía, después de la teología, fue la materia más tratada por los teólogos entre la Edad Media y la Modernidad. En estos debates tuvo gran peso el mundo del monacato, antiguo, rico y poderoso. El ora et labora de los monasterios y abadías había creado una ética económica muy atenta a los valores del trabajo y de las cosas terrenales. En particular, los monjes eran grandes enemigos del vicio capital de la pereza, es decir de la actividad y la vagancia. Por consiguiente, el primer elogio de la solicitud del comerciante, visto como el anti-perezoso por excelencia, nació en los monasterios, donde se desarrolló también la exegesis de la “parábola de los talentos” como elogio del emprendimiento de los dos primeros siervos y condena de la vagancia del tercero. El comerciante era bien visto porque hacía circular la riqueza, mientras que el avaro la bloqueaba en sus cajas de caudales.
Pero la reflexión específica sobre la moneda se desarrolló sobre todo entre las nuevas órdenes mendicantes, atentas observadoras, por sus carismas, de la civilización ciudadana. En este contexto, tuvo un papel importante en la reflexión teológica sobre el préstamo a interés el nacimiento de la deuda pública de las ciudades comerciales, sobre todo Venecia y Florencia. Es interesante, a este respecto, el debate que mantuvieron sobre Venecia algunos grandes teólogos, a mediados del siglo XIV, acerca de la licitud de pagar interés sobre la deuda pública y de vender estos títulos de crédito (a un precio del 60-70% de su valor nominal). Desde finales del siglo XII, las ciudades comerciales italianas tuvieron que hacer frente a un fuerte aumento del gasto público, a causa de los gastos militares. Aquellas ciudades eran, en la práctica, consorcios de familias, una especie de sociedades cooperativas, donde los ciudadanos también eran socios y propietarios de un bien común: la ciudad. En las primeras fases, los gastos públicos se cubrieron mediante distintas formas de contribuciones y tasas por parte de los ciudadanos. Pero frente a la explosión del gasto público, los ciudadanos pensaron que podía ser más conveniente emitir títulos de deuda pública que seguir aumentando los impuestos. Estos títulos pagaban intereses periódicos (el pago de los intereses se llamaba paga) a los acreedores, a una tasa del 5% anual (el mismo porcentaje que el Monte de Florencia). Los ciudadanos vieron la deuda pública como una ventaja con respecto a los impuestos: a diferencia de los impuestos, la deuda pública pagaba intereses periódicos y la ciudad podía cubrir sus gastos públicos.
Es interesante señalar que mientras los teólogos discutían y generalmente condenaban el interés sobre los préstamos privados, hasta el punto de que fue necesaria una bula papal (1515) para declarar lícito el interés del 5% pedido por los Montes de Piedad franciscanos, a nadie le incomodaba el pago de intereses sobre la deuda pública. El debate teológico en Venecia no versaba sobre la licitud del interés aceptado como un dato de la realidad, sino sobre la razón que llevaba a considerar lícito ese interés. Los protagonistas de la disputa fueron el franciscano Francisco de Empoli, los dominicos Pedro Strozzi y Domingo Pantaleoni, y el agustino Gregorio de Rimini. El franciscano aceptaba el interés en base a la teoría franciscana del “daño emergente” y del “lucro cesante”: si un ciudadano tenía que prestar dinero a la ciudad (a veces los préstamos eran forzosos), la ciudad debía recompensar el daño sufrido mediante el pago de un interés (término usado por Francisco). No hacía falta nada más, el interés era un precio. Coherentemente, el franciscano tampoco ponía en discusión la licitud de vender los títulos de deuda.El discurso de los teólogos dominicos era más articulado. Generalmente eran más críticos con los intereses que los franciscanos. Apoyándose en Tomás de Aquino, los dos teólogos dominicos cambiaron radicalmente la argumentación y construyeron su tesis sobre la licitud del interés en base a una idea totalmente distinta: el interés no debía ser entendido como precio del dinero prestado, sino como don para quienes actuaban por amor cívico: «El dominico no discute la licitud de la atribución de un 5% anual a los acreedores del Monte, sino que propone que sea interpretada como un don espontáneo, por parte de la comunidad, que de ese modo manifiesta su gratitud al ciudadano» (Roberto Lambertini, "Il dibattito medievale sul consolidamento del debito pubblico dei Comuni", 2009). El interés, coherentemente con su etimología (inter-esse), era visto como un vínculo de reciprocidad entre dones. Pero si ese 5% era don, entonces, para los dominicos, a diferencia de Francisco de Empoli, el poseedor del título no podía revenderlo, ya que los dones no se venden.
Aquí entra en juego un elemento decisivo, retomado y potenciado por el agustino Gregorio de Rímini: la recta intención. Lo que hacía que el 5% fuera lícito era la intención con la que la ciudad lo pagaba y el ciudadano lo recibía. Si la intención, para una parte o para ambas, era el lucro privado, entonces el interés era ilícito; si la intención era el bien común, era lícito. De ahí se deriva la no admisibilidad del comercio de títulos, ya que quien vendía y compraba no lo hacía por el originario bien común, sino por el lucro privado. Es interesante la explicación que daba Gregorio para afirmar que la ciudad de Venecia no tenía recta intención cuando emitió los títulos de deuda. Para el teólogo agustino, el pago del mismo porcentaje del 5% a todos por igual, sin tener en cuenta las condiciones subjetivas de los prestatarios, su riqueza y necesidades, hacía ilícita esa deuda pública. Equivalía a decir que la falta de diferenciación hacía evidente que la intención era el lucro y no el bien común. Era la antigua idea de que la igualdad sustancial, y por tanto la justicia, no coincide con la igualdad formal.
Hoy nos encontramos nuevamente en una fase de fundación, a nivel europeo, en cuanto al sentido de las deudas, los préstamos, los impuestos y los intereses. Aquellos primeros debates éticos pueden enseñarnos muchas cosas, como, por ejemplo, que las intenciones son importantes, también en economía. Los países europeos han aceptado la emisión de una gran cantidad de deuda pública en este tiempo de pandemia, porque han interpretado las intenciones de los solicitantes y de los otorgantes de los préstamos. Un mal común – la pandemia del Covid-19 – nos ha hecho redescubrir el bien común, y por tanto un interés distinto, el vínculo necesario entre deuda y bien común. En este terrible 2020 también hemos redescubierto el don, los dones realizados y recibidos, desde el don de la vida de médicos y enfermeros hasta el don de la vacuna gratuita y universal. ¿Y si este fuera el comienzo de una nueva economía?
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Las distintas concepciones medievales, el debate que surgió de ellas y la cuestión que hoy se plantea (no solo) en Europa.
Luigino Bruni
Original publicado en Avvenire el 20/12/20
Si queremos comprender cómo se desarrolló la ética económica en la cristiandad medieval y después en el capitalismo, deberíamos intentar habitar su ambivalencia radical, empezando por la primera teología cristiana.
Si queremos comprender cómo se desarrolló la ética económica en la cristiandad medieval y después en el capitalismo, deberíamos intentar habitar su ambivalencia radical. La primera teología cristiana usó ampliamente metáforas y un léxico económico-comercial para explicar el acontecimiento cristiano, la encarnación y la salvación, empezando por la misma palabra oikonomia, que fue fundamental para la primera mediación teológico filosófica del cristianismo: economía de la salvación, Trinidad económica. Jesús define al dinero (mammona) como un dios rival, pero el mismo Jesús es presentado como un “divino comerciante”, cuya sangre fue el “precio” de la salvación, una redención “pagada” con el sacrificio de la cruz. Durante toda la Edad Media proliferaron los términos económico-teológicos: “lucrar” indulgencias para las almas, “ganar” el paraíso o el purgatorio, o considerar al hombre como “moneda” de Dios que lleva impresa su efigie/imagen, según la tradición que tanto le gustaba a Agustín (Sermón 9). Hay una frase citada por Clemente Alejandrino, quien la toma de la tradición, concretamente de los agrapha de Jesús, no de los Evangelios canónicos ni apócrifos, que contiene un concepto importante: «La Escritura nos exhorta justamente a ser cambistas competentes, desaprobando algunas cosas y manteniendo firme lo que es bueno» (Stromateis 1, 28,177, finales del siglo II). De ahí deriva la tradición del Christus monetarius, el “buen cambista” capaz de discernir entre las “monedas” buenas y las malas.
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