En la frontera y más allá/7 - El sagrado instrumento lo compra todo. ¿Hasta cuándo?
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (43 KB) el 05/03/2017
«En un mundo donde todo se puede comprar con la moneda, la moneda lo es todo»
Giacomo Becattini, De una conversación privada
Desde el alba de las civilizaciones, el dinero ha tendido inevitablemente a invadir el territorio de lo sagrado. Los guardianes de lo sagrado han tratado de contener el dinero dentro de sus propios cauces, pero en algunos momentos de la historia, la moneda y lo sagrado se han aliado y han dado vida a cultos idolátricos y a muchas variantes de “mercados de indulgencias”. En nuestros tiempos, la difusión de la moneda ha generado un culto económico mucho más radical y expansivo que en edades anteriores. Pero esta nueva patología religiosa no está generando anticuerpos ni tampoco reformadores capaces de entender la gravedad del nuevo mercado global y de reaccionar con eficacia.
La distinción-separación entre lo sagrado y lo profano es un eje fundamental de las religiones y de las culturas, aunque las experiencias que los pueblos han realizado y realizan de lo sagrado y de lo profano son muy distintas y ocupan todo el espectro que va desde lo sagrado que atrae y seduce hasta lo sagrado que aterroriza por tremendo. El humanismo bíblico conoce esta misma separación, pero también está atravesado por un gran y continuo intento de romper el umbral que separa lo sagrado y lo profano, la ciudad y el templo. Su alma profética y sapiencial se ha traducido en una larga y tenaz pedagogía para enseñarnos que el “lugar de Dios” no es la tienda ni el templo, sino la tierra. Todo el mundo es sagrado porque es creación y todo el mundo es profano porque Elohim está presente en la tierra sin convertirse en ella ni en sus cosas. Por eso, en el culmen de la revelación bíblica, leemos en referencia a la nueva Jerusalén: «no vi templo alguno en la ciudad» (Apocalipsis 21,22).
La separación entre lo sagrado y lo profano era (y es) sobre todo un sistema de control social, de creación y fortalecimiento de las jerarquías y castas. La primera y originaria distinción entre lo sagrado y lo profano generaba otra separación igualmente radical entre lo puro y lo impuro. Los impuros no tenían acceso a lo sagrado, al lugar de la pureza, que era tal en cuanto no contaminado por la impureza. En el mundo de las religiones siempre ha sido difícil ayudar y rescatar verdaderamente a los pobres porque, siendo por lo general impuros, los puros no podían tocarlos.
También el desarrollo de la economía y por tanto de la moneda está profundamente vinculado a esta radical distinción del mundo y en el mundo. Pero en el centro de las economías monetarias descubrimos un elemento que a lo largo del tiempo se ha revelado decisivo para la suerte de Europa, del mundo y del capitalismo: la moneda está exenta de las leyes de pureza/impureza. A diferencia de lo que ocurre con otros objetos, animales, personas y materiales orgánicos, la moneda no se convierte en impura cuando la tocan personas o cosas impuras. No son muchas las experiencias de leproserías y poblados de leprosos en los que circulaba una moneda especial que no podía salir de las fronteras rígidamente diseñadas y gestionadas por los “puros”.
Esta especial inmunidad del dinero es tan significativa como poco explorada. A diferencia de todas las demás cosas que se convierten en impuras cuando son tocadas por un ser o por un objeto impuro, la moneda que entra en contacto con la impureza no se convierte en impura. El primer “instrumento” que los cambistas medievales usaban para comprobar la autenticidad de las monedas eran los dientes. La primera habilidad de aquellos proto-banqueros, que mordían las monedas en los bordes, comenzaba por la sensibilidad dental. La moneda se consideraba tan pura que se podía introducir en la boca. La frase “Pecunia non olet” (la moneda no huele) expresa también esta antigua inmunidad y falta de contaminación del dinero, que aparece en distintas formas en todas las civilizaciones. Pero al mismo tiempo, debido a la decisiva influencia del cristianismo, al dinero se le conocía también en el Medievo como “el estiércol del demonio” que, siendo tal, debía oler muy mal. Puede oler, pero el contacto con él no contamina. Es el único estiércol que no produce impureza. Entonces, no resulta sorprendente que en la Europa cristiana fueran sobre todo los judíos, confinados en guetos, quienes gestionaban el dinero, y que en la India tradicional fueran sobre todos los parias los encargados de las funciones bancarias. Los descartados, considerados portadores de alguna impureza, cuando tocaban las monedas las transformaban en la única “cosa” que podía circular entre todos sin contaminar a nadie. Dos “negativos” que, multiplicados entre sí, daban mágicamente un resultado "positivo".
Esta especial protección de la impureza ha convertido a las monedas en objeto de intercambio en todas partes y con cualquier persona: entre cristianos, judíos, musulmanes, fieles e infieles, incluso con pueblos a los que esas religiones consideraban idólatras. Sin este estatuto especial de inmunidad y de exención del dinero, no se habría desarrollado el comercio en el Medievo ni habría nacido el capitalismo global.
Este especial salvoconducto del que gozaban las monedas servía también para entrar en el reino de los muertos. La tradición de poner monedas en el cuerpo, en los ojos o en la boca de los difuntos es muy antigua. Los sacerdotes egipcios se negaban a transportar por el Nilo a los muertos que no habían saldado sus deudas antes de morir. Y, por extensión, se ponían monedas en las tumbas para pagar el peaje de Caronte o para saldar hipotéticas culpas-deudas aún no satisfechas a la llegada al reino de los muertos. En esta creativa “partida doble” entre cielo y tierra, la moneda se convertía en un medio para cancelar en el más allá culpas adquiridas en el más acá. Es muy emblemático el pago del óbolo para atravesar la última frontera. La moneda, convertida en el objeto terrestre que más se parece a los dioses, es el objeto más profano, la cosa que menos huele es la que más huele, pero no está sujeta a las primeras leyes religiosas de la impureza y por consiguiente puede ser tocada por todos sin ninguna consecuencia.
Así, cuando a finales del Medievo se le ocurría a algún poseedor de moneda usar el dinero para pagar a otro con el fin de que cumpliera una promesa propia o un voto (cruzadas, peregrinaciones), o pagar a los pobres para que rezaran o hicieran penitencias por su cuenta, o incluso comprar con dinero el descuento de años de purgatorio o un trozo de paraíso, no se trataba de nada verdaderamente innovador, pues las monedas siempre habían tenido una naturaleza y un poder sobrenatural. En el mundo bíblico y en los Evangelios, la moneda “impura” desempeñaba un papel importante. Pero la impureza de las monedas estaba vinculada a la presencia impresa en ellas de reyes, animales o, en todo caso, imágenes idolátricas. Aunque no sin pesar, los judíos manejaban y tocaban las monedas que consideraban impuras. Había un solo lugar en el que aquellas monedas no podían entrar: el templo. En su interior sólo se admitían monedas sin imágenes idolátricas, y aquellas monedas puras eran el lenguaje con el que se comunicaba con YHWH a través de sacrificios y ofrendas.
El “desencanto del mundo” y la desacralización de la tierra son también (y en cierto sentido principalmente) resultado del salvoconducto del que la moneda ha disfrutado ante todas las fronteras visibles e invisibles.
Además, si nos fijamos bien, descubriremos otros aspectos interesantes que se esconden bajo la inmunidad de la moneda. La exención de la moneda de las reglas de pureza/impureza no ha eliminado ni reducido los sistemas de castas en el mundo, sino que los ha reforzado e incluso ha creado otros nuevos. Antes que nada, hay que decir que siempre ha habido y sigue habiendo impuros también en relación con la moneda. Eran y son aquellos que no están en condiciones de poseer la moneda, aquellos que no la tocan. Por otra paradoja de la economía, la impureza de las sociedades monetarias nace de un no-contacto: es impuro aquel que no puede tocar la moneda. Impuro por ser pobre, descartado de los paraísos de los ricos y de los grandes, excluido del club del mercado. Hoy como ayer.
Pero hay algo aún más radical y por tanto poco visible a simple vista. En la antigüedad, la moneda, que atravesaba las distintas clases sociales, permitía a los ricos y a los brahmanes utilizar los servicios de los trabajadores manuales y de los pobres sin tener que “tocarlos”, sin necesidad de entrar en una relación personal con ellos. Pagando un poco de dinero, por lo general muy poco, los que detentaban el poder conferido por la moneda conseguían y consiguen disponer de manos y brazos sin tener que tocarlos. Con el desarrollo de la economía de mercado y, después, del capitalismo financiero, la moneda se ha convertido en el gran mediador de nuestro tiempo, en el instrumento que nos permite vivir cerca unos de otros sin tocarnos para no contaminarnos, para que la diversidad no nos hiera. Con la desmaterialización del dinero que se está produciendo en nuestra época gracias a la técnica, se ha amplificado la naturaleza “espiritual” del dinero. Como ocurre con los dioses más evolucionados, el dinero no se ve pero actúa, obra, salva y condena. La moneda electrónica invisible media cada vez más nuestras relaciones recíprocamente inmunes, con la novedad de que ya ni siquiera es necesario tocarla; se ha convertido mágicamente en un “mediador ausente”. Los parias ya no tocan la moneda, purificándola con su impureza, pero en el subsuelo de nuestro capitalismo muchos siguen lavando dinero sucio. Son los nuevos descastados, pero con la misma antigua función.
Para terminar, hay otra novedad decisiva en nuestra civilización de la moneda invisible y omnipotente, si la comparamos con las anteriores. Hasta hace poco, las cosas que podían comprarse con moneda en definitiva no eran tantas y casi nunca eran decisivas. Con ella no podían comprarse los bienes más importantes de la vida, tan solo una pequeña parte de salud, una pequeña parte de aprecio, una parte (no tan pequeña) de confort y de cuidados. Durante milenios, las monedas podían comprar poco, ciertamente no todo, y sobre todo eran escasas y estaban en pocas manos. La naturaleza sagrada y mistérica de la moneda dependía también de su escasez y por tanto de la ignorancia e incompetencia que experimentaba la inmensa mayoría de las personas cuando entraba en contacto con ella. Era algo parecido a lo que hoy experimenta la inmensa mayoría de las personas con respecto a las nuevas finanzas.
Sin embargo, hoy con la moneda podemos comprar muchas cosas y nos gustaría comprarlo casi todo. Nos están convenciendo de que se puede y se debe comprar todo, desde la salud hasta la juventud, desde la justicia hasta la belleza. Se está instaurando un nuevo y global “mercado de indulgencias”, donde a cambio de dinero se promete y se compra el paraíso y el purgatorio, donde los ricos compran de los pobres tiempo, servicios, cuidados, vida. Es cierto que ya no pagamos a un pobre para que rece por nosotros o para que vaya en nuestro lugar a las cruzadas o a Santiago de Compostela, pero sí para que nos venda un riñón, nos engendre un niño o nos ayude a morir.
La moneda sigue queriendo comprar el paraíso. Y nosotros se lo permitimos, entre otras cosas porque hemos olvidado como era el verdadero.
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