stdClass Object ( [id] => 16817 [title] => El Shabbat renace en los exilios [alias] => shabbat-rinasce-negli-esili-2 [introtext] =>Oikonomia/11 – Esta crisis puede ayudarnos a dar un nuevo sentido a la economía y al trabajo.
Original italiano publicado en Avvenire el 22/03/2020.
«En el séptimo día se considera un sacrilegio manejar dinero. El séptimo día es el éxodo de la tensión, la liberación del hombre de su propio fango, su toma de posesión como soberano del tiempo. Esto es el shabbat: la verdadera felicidad del universo».
Abraham J. Heschel, Shabbat
La carestía de espacio del nuevo exilio que estamos viviendo en estos días de pandemia puede desembocar en la invención de un nuevo tiempo, como ocurrió con el sábado hebreo: el templo del tiempo.
Oikonomia llega a su fin. Comenzamos en enero con la metáfora del cuclillo y la semana pasada llegamos hasta los sacrificios, pasando por Agustín, Pelagio, el monacato, Francisco, las reliquias, las peregrinaciones, el espíritu nórdico protestante y el espíritu meridional católico del capitalismo. En enero, cuando comenzamos, esta plaga que nos aflige aún parecía quedarnos muy lejos. Hoy, cuando terminamos, el mundo y las vidas han cambiado completamente debido a la pandemia. En este gran combate colectivo, mantenemos la esperanza de que este cuerpo a cuerpo se parezca al de Jacob con el ángel, y que también nosotros podamos llegar al alba con una herida junto con una bendición y un nombre nuevo. Hay señales que dicen que esta esperanza no será vana.
[fulltext] =>Estamos viviendo una cuaresma civil que nos iguala a todos. Aunque todavía no nos demos cuenta, estamos viviendo la experiencia religiosa colectiva más grande desde la segunda guerra mundial. Las ordenadas colas de los supermercados parecen procesiones. En ellas hay una solemnidad tal que se parecen a las filas para recibir el pan eucarístico, cuyo lugar han ocupado. Muchos, mientras esperan el resultado de las pruebas del padre, rescatan del recuerdo una oración olvidada y la rezan. Las grandes crisis resucitan las oraciones de la infancia, y nos permiten finalmente entenderlas: «Danos hoy nuestro pan de cada día».
No están viviendo misioneros chinos a evangelizarnos, como auguraba hace más de medio siglo don Lorenzo Milani. Pero cuando vemos llegar médicos y enfermeros chinos y cubanos, sentimos que algo de aquella profecía se está cumpliendo: «El amor al “orden” nos ha cegado… A las puertas del desorden extremo os mandamos esta débil excusa… No hemos odiado a los pobres, como la historia dirá de nosotros. Solo hemos estado dormidos».
En estas semanas, la economía se ha vuelto oikonomia: gobierno de la casa. Ha salido del reino técnico de los economistas para convertirse en trabajo, desesperación y esperanza. En las grandes crisis, ante la impotencia y la desnudez de los expertos, el pueblo vuelve a apropiarse de las grandes palabras de la vida.
Comenzamos preguntándonos acerca de la naturaleza del espíritu del capitalismo y, semana tras semana, nos hemos dado cuenta de que el evangelio ha penetrado verdaderamente muy poco en nuestra economía. En particular, la idea de que la riqueza es una bendición de Dios (y la pobreza una maldición) es muy poco cristiana. La visión de los bienes como ben–dición, que también está presente en la Biblia, es constantemente completada, redimensionada y corregida por la crítica a la riqueza que encontramos con fuerza en las tradiciones proféticas y sapienciales. Ninguna teología bíblica de la riqueza es correcta sin el libro de Job y sin los profetas que, como un solo coro, repiten que la verdad no coincide con el éxito en ninguna de sus formas (riqueza, salud, fama o victoria).
La visión que tiene Jesús de Nazareth sobre la riqueza y la pobreza es herencia directa de la línea profético-sapiencial de la Biblia. En sus palabras y en las del Nuevo Testamento no se encuentran referencias a la riqueza como señal de bendición del Padre, por mucho que alguien, de vez en cuando, recurra a la parábola de los talentos para sostener la presencia de una ética capitalista dentro de los evangelios. Esta es una operación verdaderamente improbable, si tenemos en cuenta que en la parábola de Mateo (y en la parábola gemela de las “minas” en Lucas) el uso del lenguaje monetario (talentos) es puramente alegórico, ya que el mensaje de la parábola es una invitación a negociar el evangelio recibido, dirigido a una Iglesia que corría peligro de apoltronarse a la espera del retorno del Señor. Hay que profundizar, porque no es obvio el paralelismo entre la metáfora y el mensaje evangélico. No está nada clara la identificación del Padre o de Jesús con el “patrón duro” que entrega los talentos a sus tres siervos. Además, para aquellos que quieren fundar en esta parábola incluso la meritocracia, en el relato de Mateo (25,14–30) el señor entrega los talentos según “las capacidades de cada uno”, negando de este modo el primer dogma de cualquier meritocracia, es decir que el talento sea un mérito. Las “capacidades” son, en su mayor parte, don, no mérito. También es don, en gran parte, el compromiso personal que ponemos para mantener y acrecentar estas capacidades.
Es tan evidente que la riqueza, para Jesús de Nazareth, no es señal de bendición que, en la página más profética de todo el Nuevo Testamento, llama “bienaventurados” a los pobres y lanza ayes a los ricos. Nada hay más alejado de la idea de bendición que los ayes, que deben ser leídos junto con el ojo de la aguja y con la referencia a mammona. La visión económica de Jesús se parece a la de Isaías, Jeremías y Ezequiel. Para Ezequiel, por ejemplo, el mito del pecado de Adán está relacionado con la economía: «Tú eras un modelo de perfección, lleno de sabiduría, perfecto en belleza; estabas en el Edén, el jardín de Dios». Hasta que «se descubrió tu culpa. A fuerza de hacer tratos, te ibas llenando de violencia y de pecados. Te desterré entonces del monte de Dios... Con tus muchas culpas, con tus sucios negocios, profanaste tu santuario» (28,12–18). El “pecado original” es un pecado económico. Aquí no hay mujer ni serpiente: el logos equivocado es el de la riqueza. Los negocios sucios profanan el santuario.
Solo en el exilio de Babilionia, capital de la economía de aquel tiempo, podía Ezequiel escribir estas páginas sobre la economía. Solo en ese mismo exilio, el segundo Isaías, un profeta anónimo hermano y compañero de desventura de Ezequiel, podía oír y escribir palabras maravillosas sobre el hombre en muchos de sus versos. Hay cantos extremos que solo se pueden entonar a orillas de los ríos de Babilonia, en los pasillos de las unidades de cuidados intensivos, cuando otro hombre y a veces otro Dios se nos desvelan: «Dice una voz: Grita. Respondo: ¿Qué debo gritar? Todo hombre es como la hierba y su belleza como flor campestre: se agosta la hierba, se marchita la flor, cuando el aliento del Señor sopla sobre ellos. Verdaderamente el pueblo es como la hierba» (Is 40,6–7).
En el largo exilio, el pueblo de Israel comprendió también de manera distinta el shabbat: el sábado. Sin él no se comprende nada del humanismo bíblico. Es posible que Israel conociera y practicara el shabbat antes de la deportación, pero ciertamente en aquella larga noche colectiva aprendió el valor de una de las innovaciones religiosas y sociales más grandes de la historia. En aquel ayuno de espacio, en aquella tierra sin templo y sin culto, aquellos deportados aprendieron otro tiempo – algo parecido, pero más radical y extremo, a lo que ocurrió con la invención del tiempo litúrgico en los monasterios, que tanto debe al shabbat bíblico. Se encontraron sin templo y sin espacio sagrado, y así nació el tiempo sagrado. Comprendieron el valor infinito de detenerse, de quedar en suspensión; el valor del límite, la igualdad y la fraternidad cósmica. Comprendieron también el sentido y el lugar del trabajo, que sin la parada del shabbat solo sería esclavitud, ayer como hoy.
El capitalismo no solo es incompatible con el shabbat: es el anti–shabbat. No se detiene, no queda suspendido, no deja nunca de trabajar, no conoce límites. La necesidad de un día distinto, que fuera ritmo y profecía de los demás días, floreció precisamente en medio de un pueblo antiguo y prisionero, cuando el imperio no daba tregua y obligaba a trabajar siempre, cuando cada día era idéntico a los demás, en un tiempo monótono y tirano. Aquel único día distinto hizo distinto todo el tiempo. Los hebreos no tienen paraíso porque su vida eterna es el shabbat, cuando todo se detiene y el reloj despiadado de la muerte es derrotado. El shabbat se aprende en el exilio.
Quién sabe si este nuevo exilio, si esta nueva “deportación” dentro de nuestra historia, nos hará redescubrir el sentido bíblico del shabbat. Si el cristianismo ha querido incluir el Antiguo Testamento en su libro (¡gracias a Dios que lo hizo!), entonces también el shabbat forma parte de su humanismo. ¿Cómo habría sido nuestra economía si hubiéramos salvado verdaderamente la cultura del shabbat? Sin embargo, no hemos sido capaces de detenernos, no hemos dejado de trabajar y consumir, y hemos perdido el ritmo del tiempo, de la naturaleza y de la vida, nos hemos desequilibrado.
Ahora, de repente, hemos tenido que detenernos, y nos hemos encontrado en un barbecho del capitalismo, en un largo sábado santo. No lo hemos buscado ni querido, ha llegado como llegan la vida y la muerte. Ha llegado para enseñarnos, entre otras cosas, un nuevo sentido de la economía y del trabajo. En esta deportación tenemos que seguir trabajando, quién más y quién menos. Pero su bendición no nos alcanzará si no bajamos el ritmo, si olvidamos los días de fiesta y dejamos de celebrarlos con la ropa del domingo (aunque estemos solos en casa) o si seguimos “online” con el mismo trabajo desenfrenado de antes. Mi amiga Silvina, rabina de Buenos Aires, me recordaba estos días que cuando María, la hermana de Moisés, enfermó de lepra, todo el pueblo se detuvo: «La confinaron siete días fuera del campamento, y el pueblo no se puso en marcha hasta que María se incorporó a ellos» (Números 12,15). Nosotros también nos hemos encontrado con una carestía de espacio. ¡Sería estupendo que de este espacio recortado surgiera un nuevo tiempo, que el cierre de los espacios sagrados nos abriera a una nueva sacralidad del tiempo! En Babilonia se escribieron algunos de los libros más bellos y proféticos de toda la Biblia. El nuevo tiempo, nacido de un espacio limitado, generó una belleza infinita. Los sabios hebreos decían que la Redención llegaría cuando el mundo entero observara el shabbat.
Quedan muchas cosas por buscar en los sótanos de Oikonomia. Pero, de acuerdo con Marco Tarquinio, director y querido amigo, he pensado terminar esta serie para comenzar, a partir del próximo domingo, el comentario al Libro de los Salmos. La economía se retira para hacer sitio a la Biblia. Las oraciones que los hombres y mujeres de la antigüedad elevaron al cielo, para seguir esperando y viviendo, podrán convertirse en preciosas compañeras para este nuevo exilio nuestro. La Biblia también nos regala palabras para poder volver a rezar cuando el dolor nos haga olvidar las demás palabras.
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Abraham J. Heschel, Shabbat
La carestía de espacio del nuevo exilio que estamos viviendo en estos días de pandemia puede desembocar en la invención de un nuevo tiempo, como ocurrió con el sábado hebreo: el templo del tiempo.
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stdClass Object ( [id] => 16818 [title] => Ambiguo es el sacrificio [alias] => ambiguo-e-il-sacrificio-2 [introtext] =>Oikonomia/10 - La pretensión de retribuir a Dios y el velo que no esconde la explotación
Original italiano publicado en Avvenire el 14/03/2020
«Uno de los motivos para matar a dios es preservarlo del envejecimiento».
R. Money–Kyrle, The Meaning of Sacrifice.
Hoy las empresas recurren cada vez más al registro del sacrificio que, sin embargo, la teología está abandonando. La palabra sacrificio es compleja, sobre todo en el cristianismo, y se presta con facilidad a la manipulación.
La palabra sacrificio es propia de la religión, de la economía y de todas las crisis. Los sacrificios nacieron o se desarrollaron durante las grandes crisis colectivas: guerras, carestías y pestes. En el mundo antiguo, cuando la vida se volvía dura y los males amenazaban a las comunidades, nuestros progenitores empezaron a pensar que un instrumento esencial para gestionar las catástrofes y las crisis podía ser ofrecer algo de valor a la divinidad. El sacrificio de animales a los dioses y, en ciertos casos, de niños y vírgenes, se convirtió en un lenguaje para acercar el cielo a la tierra, en una esperanza colectiva de poder actuar sobre enemigos invisibles. Los sacrificios se nutren de la esperanza y el miedo, de la vida y la muerte. Son una experiencia radicalmente comunitaria, que cura, recrea y alimenta los vínculos tanto dentro de la comunidad como entre la comunidad y sus dioses.
[fulltext] =>El sacrificio es luz y oscuridad a la vez. Las luces están claras. Las comunidades no nacen, ni crecen, ni duran sin sacrificios. Nunca acabamos de descubrirlo enteramente. Aprendimos a practicar el don y la generosidad durante milenios de ofrendas sacrificiales. Todo don verdadero conlleva una dimensión intrínseca de sacrificio (en el sentido más común de la palabra). Los regalos que no nos cuestan nada, no valen nada. Esta es una de las leyes sociales más antiguas, porque el don más verdadero es siempre el don de la vida. Los regalos nos gustan mucho, sobre todo cuando vienen de las personas más queridas, porque son sacramentos de su amor. Los días de pandemia que estamos viviendo entre el invierno y la primavera de este 2020 también pueden ser, para nuestros niños, un tiempo maravilloso donde aprender la misteriosa y decisiva relación entre sacrificio, don y vida.
En el lado oscuro, el sacrificio tiene una dimensión intrínseca vertical y asimétrica. No hacemos ofrendas a nadie de nuestro mismo rango; solo a una entidad superior. Las comunidades sacrificiales son siempre jerárquicas. La relación hombre-dios se convierte inmediatamente en el paradigma de las relaciones políticas y sociales, y por tanto del poder. La comunidad que ofrece sacrificios y regalos a los dioses debe también ofrecer sacrificios y regalos a los poderosos y al rey, que en algunas religiones tiene naturaleza divina. Al rey se le hacen regalos (de rex, rey) porque es obligado hacerlo.
Si nos fijamos en las mismas palabras que acabamos de usar para describir la luz del sacrificio (“cuestan”, “valen”), encontraremos otra dimensión oscura, relacionada aún más directamente con la economía. El sacrificio no es un acto aislado, sino un proceso que se desarrolla en el tiempo. Al principio, generalmente, hay una expectativa de retorno que, con demasiada facilidad, se convierte en pretensión. La gracia deseada en los sacrificios es objeto de comercio. Generalmente el sacrificio viene antes que la gracia. Pero incluso cuando viene después, cuando volvemos al templo para hacer otra ofrenda sacrificial, ya estamos inmersos en una relación comercial con el dios. Es posible que muchas comunidades hayan comenzado la práctica del sacrificio como agradecimiento por un don recibido de los dioses. Pero también es muy probable que, a partir del segundo sacrificio, haya prevalecido el registro comercial, y el sacrificio se haya convertido en el precio pagado de antemano para lucrar una nueva gracia. En los sacrificios lo que falta (o es difícil de encontrar) es precisamente la gratuidad.
A través de la mediación del cristianismo, el sacrificio entró directamente en la economía medieval y después en el capitalismo, convirtiéndose en uno de sus pilares éticos. Tanto la economía como el sacrificio tienen que ver con la dimensión material de la vida. En los sacrificios no basta ofrecer oraciones y salmos de alabanza: es necesario ofrecer algo material, sacrificar cosas o vidas. Los primeros bienes económicos de la historia humana fueron los animales ofrecidos en sacrificio, los primeros mercados se crearon con los dioses, los primeros intercambios se realizaron entre el cielo y la tierra, y los primeros comerciantes fueron los sacerdotes de los templos.
Hoy encontramos el sacrificio en muchos lugares del capitalismo. No solo en los fenómenos más evidentes, como los crecientes sacrificios pedidos por las grandes empresas a sus empleados, que hoy, a menudo, adquieren la forma de verdaderos holocaustos (destrucción total de la oferta) de la vida entera. Muchas veces, los sacrificios que se piden son inútiles para la productividad de la empresa; son puras señales de devoción total e incondicionada.
Sin embargo, la presencia más interesante del sacrificio en el capitalismo es la menos evidente. En las religiones, el sacrificio no quiere solo cosas: quiere seres vivos que mueran cuando son ofrecidos. El sacrificio consiste precisamente en transformar lo que vive en lo que muere porque está vivo (solo los seres vivos pueden morir: los objetos no pueden morir, porque no están vivos). En los santuarios de todo el mundo, por ejemplo, se han encontrado monedas, pero estas no se usaban como materia del sacrificio. Servían para comprar animales para la ofrenda, o quedaban como accesorios complementarios al sacrificio vivo. En los sacrificios, estos animales o estas libaciones (vegetales) que, como todas las cosas vivas, estaban destinadas necesaria y naturalmente a la muerte, gracias al sacrificio podían, paradójicamente, vencer la muerte y adquirir una dimensión que las sacaba del ritmo natural de la vida. El cordero podía morir prematuramente, porque era sacrificado mientras estaba vivo, pero al morir en el altar se convertía en algo distinto que superaba las leyes naturales. Entraba en otro orden, adquiría otro valor. Al no morir de forma natural, se convertía, en cierto modo, en inmortal.
También la economía vive y crece transformando cosas destinadas a la muerte en bienes que adquieren valor precisamente por esta transformación. Cada día las empresas toman cosas vivas (materias primas, animales, trigo, algodón, nuestra energía…), destinadas en cuanto vivas a la muerte, y crean valor añadido haciéndolas “morir” transformadas en mercancías. El valor que se añade a las cosas al transformarlas se parece mucho al valor que los animales y las plantas adquirían cuando eran ofrecidas en el altar.
La muerte y resurrección de Jesús también fue leída desde esta perspectiva: su “sacrificio” superaba el orden natural de la muerte y, mediante la resurrección, lo hacía inmortal. También el martirio, o más tarde la virginidad, fueron leídas en el cristianismo como una alquimia de la muerte en una vida distinta y superior.
La relación entre el cristianismo y el sacrificio está, sin embargo, llena de equívocos. Aunque la vida y las palabras de Jesús se mueven dentro de una lógica anti-sacrificial («Misericordia quiero y no sacrificios»), el cristianismo inmediatamente interpretó la pasión y muerte de Jesús como un sacrificio: el «cordero de Dios», con su muerte, quita definitivamente el pecado del mundo. Este nuevo y último sacrificio (Hebreos 10) sustituye a los antiguos y reiterados sacrificios en el templo. El sacrificio de Jesús, el Hijo, es visto como el precio pagado a Dios Padre para extinguir la enorme deuda contraída por la humanidad. Jesús el nuevo sumo sacerdote que ofrece en sacrificio no animales sino a sí mismo (Hebreos 7).
Esta teología sacrificial atravesó y marcó toda la Edad Media, fue afirmada en la Contrarreforma, y todavía hoy se encuentra muy radicada en la praxis cristiana. La idea sacrificial informa buena parte de la liturgia cristiana, y ha transmitido al cristianismo la visión jerárquica típica del sacrificio. Durante toda la Edad Media (y después) la cultura del sacrificio se expresó en prácticas sociales de sacrificio donde los súbditos, los hijos, las mujeres, los siervos y los pobres, tenían que sacrificarse por los señores, los jefes, los curas, los padres y los maridos. Sin gran dificultad, sacrificar a Dios se convirtió en sacrificarse por otros hombres que, como Dios, se encontraban por encima de los sacrificantes. El contexto teológico sacrificial proporcionó a las relaciones de poder asimétricas y feudales una justificación espiritual, llamando sacrificio a lo que era simple explotación.
El sacrificio finalmente está saliendo de la teología más reciente (gracias a una comprensión más bíblica del misterio de la Pasión), pero está entrando cada vez más en la nueva religión capitalista. El proceso creativo de las cosas vivas que mueren, y “muriendo” aumentan su valor, se ha hecho particularmente fuerte y central en el capitalismo del siglo XXI, donde, a diferencia de lo que ocurría en el pasado, las primeras cosas vivas que adquieren valor muriendo son los trabajadores. Marx nos explicó que solo las personas son capaces de crear valor añadido en economía. Las máquinas no son suficientes. Esta antigua verdad ha sufrido recientemente una importante transformación. Hasta hace unas décadas, el “sacrificio” que pedían las fábricas no era excesivo, y mucho menos total: se limitaba al sacrificio encuadrado en el contrato de trabajo y vigilado por los sindicatos. El sacrificio de la vida estaba reservado a la fe, a la familia y a la patria. La mutación en sentido religioso del capitalismo y el eclipse de los otros ámbitos “sacrificiales” ha llevado a las grandes empresas a convertirse en los nuevos lugares del sacrificio total. A este capitalismo ya no le basta ni le interesa consumir nuestra fuerza de trabajo. Son los trabajadores mismos quienes tienen que ofrecerse espontáneamente sobre el altar. Su culto necesita la persona entera – en toda religión la ofrenda más agradable es la víctima entera, joven y sin mancha – que tiene más valor cuanto mayor es su sacrificio. Es creciente e impresionante, por ejemplo, la cantidad de ejecutivos solteros o sin hijos en los puestos más altos de las grandes empresas, cuyo número aumenta mucho sobre todo en las capitales del capitalismo (de Singapur a Milán). Se trata de una nueva forma de celibato y de voto de castidad, esencial para la nueva religión. Como en el Medievo, la bonita palabra sacrificio esconde la fea palabra explotación. Este capitalismo está manipulando demasiadas palabras.
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Original italiano publicado en Avvenire el 14/03/2020
«Uno de los motivos para matar a dios es preservarlo del envejecimiento».
R. Money–Kyrle, The Meaning of Sacrifice.
Hoy las empresas recurren cada vez más al registro del sacrificio que, sin embargo, la teología está abandonando. La palabra sacrificio es compleja, sobre todo en el cristianismo, y se presta con facilidad a la manipulación.
La palabra sacrificio es propia de la religión, de la economía y de todas las crisis. Los sacrificios nacieron o se desarrollaron durante las grandes crisis colectivas: guerras, carestías y pestes. En el mundo antiguo, cuando la vida se volvía dura y los males amenazaban a las comunidades, nuestros progenitores empezaron a pensar que un instrumento esencial para gestionar las catástrofes y las crisis podía ser ofrecer algo de valor a la divinidad. El sacrificio de animales a los dioses y, en ciertos casos, de niños y vírgenes, se convirtió en un lenguaje para acercar el cielo a la tierra, en una esperanza colectiva de poder actuar sobre enemigos invisibles. Los sacrificios se nutren de la esperanza y el miedo, de la vida y la muerte. Son una experiencia radicalmente comunitaria, que cura, recrea y alimenta los vínculos tanto dentro de la comunidad como entre la comunidad y sus dioses.
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Original italiano publicado en Avvenire el 08/03/2020
«Observo el icono y digo para mí: – Es Ella misma – no su representación, sino Ella misma. Como a través de una ventana, veo a la Madre de Dios, la Madre de Dios en persona, y a Ella le rezo, cara a cara, no a su representación».
Pavel A. Florenski, El iconostasio.
Las peregrinaciones, las reliquias y los iconos fueron fenómenos económicos importantes en el Medievo. La Reforma protestante favoreció sin querer el paso de los “objetos del culto” al “culto de los objetos” del capitalismo.
Las peregrinaciones medievales fueron otro de los “lugares” donde el cristianismo se encontró con el espíritu económico. El fenómeno de las peregrinaciones, que era muy antiguo, recuperó tradiciones anteriores y añadió elementos típicos del cristianismo. La condición de peregrino era compartida por eclesiásticos, nobles y pobres, además de por deudores insolventes en fuga. Los caminos de los peregrinos trazaron las arterias comerciales de la nueva Europa, salpicadas de posadas y ventas, alrededor de las cuales surgieron nuevos pueblos, ciudades y ferias. En las vías Francígena y Lauretana, por ejemplo, el viaje de los peregrinos coincidía con el de los comerciantes de mercancías. Bienes distintos e iguales, motivos semejantes y distantes. Esta biodiversidad de cosas y motivaciones generó Europa.
[fulltext] =>Europa nació en las sandalias de los innumerables peregrinos que la surcaron, la soñaron y la señalizaron durante más de un milenio. Antes de la creación de los estados nacionales, los cristianos se encontraban por los caminos, escuchaban lenguas distintas, practicaban la antigua y nueva ley de la hospitalidad, y aprendían que ningún hombre es tan lejano como para no ser próximo [prójimo]. Esa sensación de familiaridad que se percibe hoy pasando de Portugal a Italia o de España a Provenza, es una herencia de la fe viandante de nuestros antepasados, que fueron europeos antes que italianos o franceses. Si nuestros abuelos emigrantes fueron capaces de comunicarse con alemanes, belgas o polacos sin saber inglés ni ninguna de esas lenguas, es porque habían acumulado durante siglos en el ADN de su alma los diálogos silenciosos pero verdaderos de los peregrinos y su fe nómada. Hicieron falta muchos siglos de viajes, encuentros, heridas y bendiciones para aprender a encontrarse con el otro a menos de un metro de distancia, esa distancia corta que es uno de los patrimonios de la humanidad. No lo olvidemos en este tiempo de distancias ampliadas por necesidad.
En los primeros siglos cristianos, la del peregrino era una condición d existencial, y podía durar mucho tiempo, en algunos casos toda la vida. Era también una alternativa a la vida ascética monacal. A la stabilitas loci del monacato, el peregrino respondía con el homo viator. Viajar se convirtió en el labora de los peregrinos – travel, trip y trabajo tienen la misma raíz (-tr).
El peregrino medieval atravesaba lugares. Todavía no existía el viaje como travesía de espacios. El viaje del peregrino no era muy distinto del viaje de Marco Polo, donde la velocidad y la llegada a la meta eran menos importantes que el viaje como encuentro con el distinto (distintas gentes y distintos lugares). Estaba muy lejos del espacio racional de los mapas modernos, donde las identidades específicas de los lugares se pierden en un modelo informe, lejos de un espacio “homogéneo y vacío” (W. Benjamin).
A partir del siglo VII se desarrolló la peregrinación penitencial, vinculada a la comisión de pecados y/o delitos. El viaje era la pena que había que cumplir. Con esto, creció la dimensión económica comercial de la peregrinación, entendida como precio a pagar para cancelar una deuda, una especie del más amplio género de las penitencias “tarifadas” y su sofisticadísimo mercado. La peregrinación se convirtió en sacrificio. Como en todo sacrificio, había un precio, una ofrenda, una deuda cancelada, y a veces también fiesta y comunión.
Otros dos importantes movimientos medievales están estrechamente relacionados con las peregrinaciones: el de las reliquias y el de los iconos. La peregrinación culminaba con la adquisición de una reliquia u otro objeto, si la reliquia resultaba demasiado cara o difícil, con el fin de poder regresar con una cosa, con una res. El objeto era, como en un contrato real, condición necesaria para la validez de este acto complejo. En las peregrinaciones a La Meca, la prohibición islámica de representar la divinidad no generó reliquias, ni iconos, ni comercio ni, mucho menos, el espíritu del capitalismo.
El comercio de reliquias se convirtió, con el paso de los siglos, en uno de los fenómenos comerciales más importantes de Europa, al que inicialmente se opusieron muchos Padres de la Iglesia y acabó siendo regulado por papas y emperadores. En todo caso, fue objeto de disputas teológicas sobre su naturaleza y licitud. El enredo teológico no era fácil de desenmarañar. La Iglesia compartía con la Biblia hebrea la prohibición de la idolatría; es decir, solo había que adorar al Dios único y verdadero. Las reliquias, por su naturaleza, estaban expuestas al posible pecado de idolatría, superstición y paganismo. Además, estos objetos especiales y teológicamente peligrosos eran objeto de compraventa, aunque con limitaciones y vínculos, y por tanto estaban expuestos también al pecado de simonía.
La economía era, en todo caso, una dimensión decisiva de las reliquias. Se conocen monedas transformadas en reliquias – uno de los treinta denarios de Judas se conserva en Olivone di Blenio (Cantón Ticino), y en Barzanò, en el lago de Como, hasta el siglo XVII se conservaba una muestra del terreno comprado con los treinta denarios –, señal de que el valor simbólico superaba la impureza de mammona. Las reliquias adquirían su valor por el contacto con un cuerpo especial. Por tanto, tenían una relación constitutiva con la corporeidad y con la materia. Eran expresión de la visión sacramental de la realidad, en base a la cual Dios habla a los hombres a través de la materia y de las cosas. También nosotros hablamos a Dios con las cosas: con una ofrenda o con el trabajo de nuestras manos. Las reliquias y la eucaristía son muy distintas, pero ambas son materia transubstanciada, cosas que, sin dejar de ser lo que son, se convierten en otra cosa invisible. El hombre medieval era más pobre que nosotros, pero vivía en un mundo más rico, más denso de vida. Las cosas le hablaban más, y él, a menudo, conseguía sintonizar con estas voces plurales e incluso, algunas veces, las entendía.
Las reliquias tienen algo en común con otro gran “objeto” medieval, bizantino en particular: los iconos. Los iconos no son simple arte sagrado. El icono se escribe, no se pinta, y tiene una relación especial con el rostro. El lenguaje del icono es el de los colores, los ojos, los movimientos de la boca, las manos y los cuerpos. Para la teología ortodoxa, el autor del icono es el mismo Dios, que se sirve de la mano del artista (generalmente un monje). Es muy hermosa la definición que da Olivier Clément: «El icono no pertenece al orden mágico de la posesión, sino al orden propiamente cristiano de la comunión. Remite a la categoría de la relación, del encuentro». Y añade: «Mirar un icono es un ayuno para los ojos». Es ayuno para los ojos porque el icono es un ejercicio espiritual de uso sin posesión, y por tanto de castidad. Mirando con gratuidad esos ojos y esos rostros bellísimos, los más bellos, día a día nos hacemos un poco como ellos. Si no hemos “consumido” a todas las mujeres y a todos los niños que hemos mirado, quizá haya sido porque llevábamos impresos en el alma siglos de estas miradas castas de muchísimas mujeres y de algunos hombres. No hemos aprendido que somos verdadera “imagen y semejanza de Dios” leyendo el Génesis, sino mirando y besando esos rostros maravillosos, para descubrir después que se nos parecían. Desde esas “ventanas” hemos visto el paraíso, y hemos comprendido que también nosotros somos un trozo de cielo.
El culto de los iconos recibió aún más ataques que el de las reliquias. Entre los siglos VIII y IX hubo luchas iconoclastas, concilios ecuménicos y corrientes de la Iglesia que, para proteger la pureza del culto y combatir el pecado de idolatría (así como por razones políticas, como la defensa de la identidad del cristianismo oriental en contacto con el Islam, una cultura anti icónica), destruyeron miles de iconos y borraron frescos de las iglesias en toda Europa. Estos paladines de la pureza de la religión – que abundan mucho en todas las épocas – no lograron anular la piedad del pueblo ni su fe, distinta de la de los teólogos. Es cierto que en las reliquias y en los iconos se mezclaban la fe y la magia, la verdad y la mentira (había una infinitud de falsas reliquias), la religión y la superstición. Se mezclaban en esto como se mezclan en cualquier otra dimensión de la vida, que está viva porque es promiscua, porque es trigo y cizaña a la vez. Salimos del “mundo encantado” (Charles Taylor), dejamos de besar los iconos y de soñar con santos y ángeles, y nos vimos empobrecidos de presente, de pasado y de futuro. Ciertamente, también soñábamos con demonios, pero sabíamos que Jesús y María eran más bellos y más fuertes, y les ganaban.
Mientras los mercados estuvieron poblados de reliquias e iconos al lado de telas y especias, los mercados fueron plurales y las mercancías distintas. Junto a la pimienta y la seda estaban el rostro de Jesús y de María, o reliquias de santos y de mártires. Todos eran habitantes de los mismos mercados medievales.
La Reforma protestante reaccionó frente a la promiscuidad de la fe popular, a la que llamó idolatría. Produjo una nueva lucha iconoclasta, sobre todo en ambientes calvinistas. Se derribaron estatuas de santos, se borraron pinturas y frescos, se luchó contra las peregrinaciones, los iconos y las mismas iglesias. De este modo, en el mundo nuevo, despoblado de estos bienes distintos, las mercancías quedaron como únicas protagonistas de los mercados. El puesto de las reliquias y de los iconos lo ocuparon las mercancías con su “fetichismo”, y el puesto de las peregrinaciones, lo ocuparon los viajes de negocios y el turismo con sus souvenirs.
El capitalismo es un culto, y no hay culto sin objetos: «El punto de partida de la cultura es el culto» (Pavel A. Florenski). El cristianismo del Medievo se hizo cultura, entre otras cosas, por el culto de las cosas, de las reliquias, de los santos, de los iconos y de los santuarios, adorando y comiendo a un Dios hecho pan. Al eliminar del horizonte del paisaje moderno cualquier bien que no fuera mercancía, de la eliminación de los objetos de culto nació el culto de los objetos. Pero hay una gran diferencia: mientras que las reliquias y los iconos no pueden ser poseídas sino únicamente miradas, no pueden ser adoradas sino únicamente veneradas, las mercancías solo son poseídas y adoradas. Otra paradoja y otra heterogénesis de los fines: una Reforma nacida de la lucha anti idolátrica creó, sin querer, las condiciones para el capitalismo, la mayor adoración de objetos de la historia. El mundo liberado de (lo que pensaban que eran) “ídolos” no fue habitado por el culto al único Dios, sino por legiones de mercancías-fetiche. El vacío dejado en las personas por la muerte de la imagen-presencia de Dios dentro de las cosas fue llenado por nuevas cosas, y su espíritu (hau) se convirtió en el del capitalismo.
Expulsados del mundo encantado nos hemos encontrado con reliquias e iconos empobrecidos. La modernidad, como todas las revoluciones, ha tenido que pagar su precio. Tal vez el más alto haya sido la sustitución del encanto de las cosas por el hechizo de las mercancías.
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Original italiano publicado en Avvenire el 08/03/2020
«Observo el icono y digo para mí: – Es Ella misma – no su representación, sino Ella misma. Como a través de una ventana, veo a la Madre de Dios, la Madre de Dios en persona, y a Ella le rezo, cara a cara, no a su representación».
Pavel A. Florenski, El iconostasio.
Las peregrinaciones, las reliquias y los iconos fueron fenómenos económicos importantes en el Medievo. La Reforma protestante favoreció sin querer el paso de los “objetos del culto” al “culto de los objetos” del capitalismo.
Las peregrinaciones medievales fueron otro de los “lugares” donde el cristianismo se encontró con el espíritu económico. El fenómeno de las peregrinaciones, que era muy antiguo, recuperó tradiciones anteriores y añadió elementos típicos del cristianismo. La condición de peregrino era compartida por eclesiásticos, nobles y pobres, además de por deudores insolventes en fuga. Los caminos de los peregrinos trazaron las arterias comerciales de la nueva Europa, salpicadas de posadas y ventas, alrededor de las cuales surgieron nuevos pueblos, ciudades y ferias. En las vías Francígena y Lauretana, por ejemplo, el viaje de los peregrinos coincidía con el de los comerciantes de mercancías. Bienes distintos e iguales, motivos semejantes y distantes. Esta biodiversidad de cosas y motivaciones generó Europa.
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Original italiano publicado en Avvenire el 01/03/2020.
«Sucede a menudo que a Dios le agrada más la obra vil de un siervo que todos los ayunos y las obras de curas y frailes».
Martin Lutero, La cautividad babilónica.
La gestione dell’ideale e il commercio delle penitenze (oggi gli incentivi) sono importante parte dello spirito del capitalismo e della grande impresa. Anche così si è passati dall’ecclesiale "societas perfecta" alla "business community".
La gestión del ideal y el comercio de las penitencias (léase hoy incentivos) son una parte importante del espíritu del capitalismo y de la gran empresa. Hemos pasado de la “societas perfecta” eclesial a la “business community”.
Toda utopía de una sociedad perfecta produce una ciudad de hombres imperfectos que viven su imperfección como culpa. A continuación, esta se convierte en el primer instrumento de control y gestión de las conciencias y las vidas individuales y comunitarias. Existe una relación entre el ideal de perfección y el espíritu del capitalismo. También en este caso fue decisivo el papel del monacato, primero, y de la Reforma protestante, después. La idea de la vida cristiana como camino hacia la perfección comenzó a desarrollarse muy pronto y se convirtió en uno de los pilares del humanismo medieval, si bien ni la Biblia, ni la vida, ni la enseñanza de Jesús estaban centradas en la idea de la perfección. En los fundamentos de la tradición bíblica, hay personas que no pueden ser presentadas como modelos de perfección moral, ni siquiera de fe. Pensemos en Jacob-Israel, con sus engaños y mentiras, o en David, el rey más amado, que realizó el homicidio tal vez más vil de la Biblia, o en Salomón, el rey más sabio, que se corrompió. La historia de la salvación es una historia de imperfecciones morales, que YHWH tenazmente se empeña en orientar hacia una misteriosa salvación.
[fulltext] =>Es equivocado considerar los evangelios como tratados de moral, o, tanto menos, como una ética de las virtudes. Las bienaventuranzas no son virtudes. En el mensaje de los evangelios y de Pablo, las obras y los ayunos no son los que salvan, ni la práctica de la Ley es la que justifica. En los evangelios se habla muy poco de perfección. El mensaje de Jesús no es una propuesta de perfección ética, sino un camino para mujeres y hombres liberados de los vanos ideales de perfección que solo producen neurosis e infelicidad. Ningún camino moral pondría en su culmen un patíbulo y un sepulcro vacío, ni siquiera las tradiciones medievales que representan a Jesús subiendo voluntariamente a la cruz. La ética del mérito, la otra cara de la medalla de toda ética de la perfección, es lo más distante que pueda existir del anuncio evangélico original. No somos amados por ser perfectos. Nada atrae tanto el corazón del Dios bíblico y cristiano como una imperfección sincera.
A pesar de todo esto, la ética greco-romana de la perfección tomó la delantera. Con el tema de la perfección ocurrió lo mismo que con la ética económica: la ética cristiana medieval asumió el ideal moral predominante en el Imperio romano. Una razón, entre otras, para ello es que a los seres humanos nos atrae mucho más construir una pequeña salvación merecida que aceptar una salvación más grande como regalo inmerecido. El ideal de la perfección tuvo un gran desarrollo dentro del monacato. Al terminar el tiempo de los mártires, la santidad se fue entendiendo cada vez más como perfección moral, y por tanto como lucha contra los vicios y como cultivo de las virtudes. Pero, como ocurre a menudo, el humanismo de la excelencia entendida como perfección se convirtió en una ética de la imperfección y de la gestión de las culpas. La imperfección es el dato empírico de la vida. Por eso, poner como ideal la perfección produce una cantidad infinita e interminable de sentimientos de culpa, que son los auténticos señores de cualquier ética de la perfección. Todo ideal de perfección genera errores y pecados, cada día más. El fruto de toda ley vivida como ideal ético es el pecado. Lo que más valor tiene en las éticas de la perfección no es el ideal, sino la distancia entre el ideal y la realidad, que tiene un valor infinito puesto que el ideal es infinito.
Así es como la confesión y la penitencia se convirtieron en instrumentos para dirigir personas eternamente imperfectas, que vivían como culpa la distancia entre su vida real y el ideal. Desde los monasterios, la ética “cristiana” de la perfección moral se extendió a toda Europa. Con la ascesis entendida como perfección creció también el recurso a la confesión privada y a las correspondientes penitencias, primero dentro y después fuera de los monasterios. Con el monacato, en Irlanda en particular, la confesión empezó a convertirse en un asunto privado entre el monje y el padre confesor. Con la privatización y la individualización de la confesión (que en los primeros siglos era púbica y comunitaria) comenzó también la privatización de las penitencias. Estas cada vez eran más detalladas y específicas. A cada culpa le correspondía una pena, con su consiguiente “tarifa”. De ahí el expresivo nombre de penitencia tarifada. En el “Penitencial de Colombano” se puede leer: «Si alguien ha pecado de pensamiento, es decir, si ha deseado matar, fornicar, robar, comer a escondidas, emborracharse o pegar a alguien, haga penitencia a pan y agua durante seis meses… Si alguien ha jurado en falso, haga siete años de penitencia».
Con el tiempo llegaron algunas innovaciones. Se introdujeron otras formas de penitencia, como las peregrinaciones, y se empezó a afirmar la dimensión objetiva de la penitencia, es decir con independencia del sujeto pecador. Las penitencias, que eran aditivas y acumulables, a menudo alcanzaban una dimensión (en calidad y cantidad) insostenible e imposible de soportar por una persona sola. A partir de ahí surgió la innovación decisiva: la penitencia podría ser cumplida por cualquier persona, y no solo por el pecador, ya que lo importante era la “satisfacción” de Dios. De este modo, el Dios cristiano se convirtió, sin su permiso, en acreedor infinito de unos hombres eternamente deudores por unas deudas morales inextinguibles y continuamente renegociadas. La primera bolsa de valores global y universal de la Edad Media fue la religión.
Así se fue consolidando la idea de que la pena podía intercambiarse, negociarse, comercializarse. La introducción del medio monetario favoreció mucho este fenómeno. La penitencia, dada su dimensión objetiva, podía fácilmente convertirse en mercancía, podía venderse y comprarse, ser objeto de compraventa. La penitencia se separó de la persona individual y de este modo nació el primer título derivado de la historia, ya que la penitencia podía renegociarse como un ente autónomo. Fulanito pecaba y Menganito hacía la peregrinación. El mercado de las penitencias experimentó un desarrollo aún mayor cuando la penitencia tarifada se extendió de los monjes a los laicos, invadiendo poco a poco toda la cristiandad medieval. A partir del siglo XII, el binomio perfección-penitencias generó también “listas de conmutación”, que permitían que un periodo breve de ayuno duro fuera equivalente, según precisos algoritmos, a otro ayuno más ligero pero más largo. La posterior invención de la indulgencia plenaria asociada a algunas peregrinaciones y al jubileo (fue fundamental el convocado por Bonifacio VIII en el año1300), junto con la extensión de la objetividad y transitividad de la penitencia a los muertos del purgatorio, crearon mercados cada vez más perfectos y abstractos. Consecuentemente, también aumentó la desigualdad entre ricos y pobres, puesto que quien más dinero poseía, más posibilidades tenía de quedar exento de penitencias gravosas.
Así llegamos a Lutero y al comienzo de la Reforma, cuando la economía de la salvación y la economía del dinero ya estaban profundamente entrelazadas. Desde este punto de vista, es cierto que ya se había desarrollado un primer “espíritu del capitalismo” en el mundo medieval, pero no se debió tanto a los comerciantes de telas y a los bancos de las ciudades italianas del siglo XIV, como a los primeros monjes penitentes y a los mercados de penitencias y méritos de muchos siglos antes. Si en la modernidad fuimos capaces de crear, en Europa, el mayor experimento mercantil de la historia humana, fue porque los cristianos llevaban siglos acostumbrados a razonar en términos de precios, deudas y créditos en las esferas más íntimas de la vida, de la muerte y de Dios. El “salto de especie” de la religión a la economía fue fácil y rápido. Pero aquí surge una pregunta necesaria, que es la misma que nos planteábamos cuando los calvinistas veían la riqueza como señal de elección: y el Evangelio, ¿dónde está? Es difícil encontrarlo. Debemos decir que las penitencias tarifadas fueron otro efecto no intencionado del cristianismo en la esfera económica, esta vez enteramente católico, que poco o nada tenía que ver con el Evangelio.
Es más. Lutero y los reformadores, junto con la abolición de las órdenes religiosas – con el fin de que la ascesis y la vocación dejaran de ser privilegios de una élite de religiosos y se convirtieran en vida ordinaria para todos, sobre todo en el trabajo – abolieron también la confesión y la gestión de las penitencias, expresión directa de la idea (para ellos pelagiana) de que la salvación estaba unida a las obras. Hasta aquí la historia es bien conocida. Sin embargo, hay otro efecto colateral mucho menos conocido. La ascesis y la perfección “mala” expulsadas de los monasterios encontraron su lugar bueno en el trabajo. De este modo, la economía se convirtió en el ámbito donde más se desarrolló el ideal ético de la perfección, en el humanismo protestante. Si la visión ascética de la vida como vocación no servía para ganar méritos ante Dios, la ascesis, el ideal de perfección y la vocación encontraron su sentido en la economía. Al igual que de la crítica protestante a los méritos en la religión nació, siglos después, la meritocracia en el capitalismo protestante, de la crítica al ideal de perfección de los monasterios nació, siglos después, la economía moderna como reino de la perfección.
La Political Economy anglosajona y la gran empresa capitalista comparten el culto a la perfección. Toda la ciencia económica se ha construido sobre la idea de perfección – competencia perfecta, racionalidad perfecta, información perfecta – y esta ha interpretado toda desviación de la perfección como un fracaso (failure) del mercado y de la racionalidad. Hoy, cuando la teoría económica se está reconciliando con la categoría del límite, la gran empresa sigue cultivando la utopía de la organización racional y eficiente. El nombre de la perfección moral del capitalismo es eficiencia. La societas perfecta de la Iglesia pasó a ser la business community. La batalla teológica contra la salvación entendida como perfección moral dio lugar al capitalismo como lugar profano de la perfección buena, donde las penitencias tarifadas y los libros penitenciales fueron sustituidos por las descripciones de los puestos de trabajo y los planes de incentivos. El “perfectismo” (Antonio Rosmini) es una de las grandes patologías de la gran empresa, que interpreta como fracaso toda distancia entre el ideal y la realidad, y produce en los trabajadores los mismos sentimientos de culpa de los penitentes medievales.
De hecho, el mecanismo es el mismo: el límite vivido como culpa que debe ser expiada mediante penitencias concretas. Los incentivos son estas nuevas penitencias, codificadas y objetivadas en nuevos manuales para confesores. Aunque los incentivos no se presenten explícitamente como penitencias, sino como premios, en realidad son expresión de la misma antropología que considera el límite humano como “pecado” y ve la distancia entre el ideal y la realidad como fracaso y culpa de unos “perdedores” incapaces de alcanzar los estándares. Del mismo modo que el monje medieval, abandonado a su vida natural, estaba destinado al fracaso y las penitencias le permitían tener la esperanza de reducir la distancia, los incentivos orientan las acciones naturales e imperfectas de los trabajadores hacia los objetivos ideales fijados por la dirección.
El Evangelio es una buena noticia porque es liberación de nuestros ideales abstractos para encontrar a los otros y a Dios en la belleza perfecta de una vida imperfecta. Hemos necesitado siglos para entenderlo. Hoy lo hemos olvidado, y las empresas intentan sacar partido de nuestro deseo del paraíso, que buscamos casi siempre en los lugares equivocados.
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Pubblicato su Avvenire il 23/02/2020
«Se llega hasta negar las consecuencias sociales que origina la existencia de puntos de partida individuales muy diferentes. Esto se traduce en una reprobación del igualitarismo nivelador y en la defensa de la meritocracia, que exalta la individualidad».
Federico Caffè, La soledad del reformador.
El espíritu católico del capitalismo ha sido diferente del anglosajón. Ahora la centralidad del consumo ha conquistado también el humanismo mediterráneo.
[fulltext] =>Existe una afinidad específica entre el capitalismo y el mundo protestante. De los cincuenta economistas que fundaron la American Economic Association en 1885, veinte eran pastores protestantes. Adam Smith estudió en Escocia, en un ambiente calvinista, y Malthus y Wicksteed, dos importantes economistas en la historia del pensamiento económico, eran pastores protestantes. Alfred Marshall, tal vez el economista inglés más influyente entre los siglos XIX y XX, se formó como pastor. Y Esther Duflo, premio Nobel de economía en 2019, afirma: «El protestantismo es parte de mi familia, de mi educación y de mi ser social». En el mundo católico la situación ha sido distinta. Ya desde el abad Antonio Genovesi, en el siglo XVIII, los economistas que se autodefinían como “católicos” se centraron en los enfoques éticos, filosóficos o históricos, pero sus aportaciones no entraron en la tradición oficial de la ciencia económica. Otros fundaron cooperativas, cajas rurales y bancos, o bien prefirieron el compromiso político e institucional.
Con esto no quiero decir que no exista un espíritu “católico” en la ciencia económica moderna. Pero para encontrarlo hay que ir más allá de las fronteras visibles de la Iglesia y de los economistas “católicos”. Hay que buscarlo en economistas de todas las convicciones ideológicas y confesionales, en expresiones distintas de una economía meridional y católica (entendida en sentido cultural, no religioso) que tiene rasgos comunes, aunque es variada en sus formas y maneras. Sin salir del ámbito de los economistas italianos del siglo XX, encontramos, por ejemplo, a Achille Loria y su crítica a la renta financiera, interpretada como el gran enemigo del beneficio empresarial y del salario del trabajador. En la posguerra, Federico Caffè y Sylos Labini estudiaron la desigualdad, relacionándola con la distribución de la renta y la crítica a la meritocracia, y Giorgio Fuà se concentró en la crítica al PIB y en las dimensiones cualitativas de la felicidad y el bienestar. Este tema lo cultivó también Giacomo Becattini, el teórico de los distritos industriales y del Made in Italy, que puso la “vocación de los lugares” en el centro de su investigación científica. Hablar de lugares y no de PIB significa poner el acento en las relaciones humanas, en las instituciones y en los bienes relacionales, que son otros rasgos específicos de esta tradición. Todos estos temas ponen en el centro las relaciones más que los individuos, el conjunto más que el detalle, la felicidad pública más que la individual.
Si leyéramos y estudiáramos a estos autores, inmediatamente nos daríamos cuenta de que existe una sintonía objetiva entre esta teoría económica y la doctrina social de la Iglesia Católica. En particular, comparten la desconfianza en el principio fundacional del capitalismo de matriz anglosajona: la “mano invisible”, que es un concepto esencial en la Political economy de Adam Smith y después de él en toda la teoría económica anglosajona de matriz protestante. Aunque los mismos herederos de Smith a menudo la redimensionan, la “mano invisible” expresa una idea fundamental, que es expresión directa de la antropología y del capitalismo nórdico: el bien común no necesita acciones que tiendan intencionadamente a este fin, porque la única manera buena y eficaz de alcanzar el bien común es crear los incentivos para que cada individuo busque su propio interés privado: «Nunca he visto hacer nada bueno a quien pretendía traficar por el bien común» (A. Smith, 1776). El orden y la riqueza no necesitan una intencionalidad orientada al bien común, ni tampoco orientada al bien del otro con quien interactúo en una relación económica (contrato). Cada uno debe pensar en su propio interés personal (self-interest), ya que una especie de providencia laica (la invisible hand, precisamente) transforma la suma de intereses privados en el bienestar de los otros, en bienestar colectivo. Este recurso teórico es decisivo porque cierra el sistema del capitalismo anglosajón, y desvincula los resultados sociales de las intenciones individuales. En la sociedad capitalista no hace falta ninguna acción colectiva, ningún “nosotros”, ninguna relación, ningún encuentro.
El humanismo latino no asumió nunca esta lógica. En Genovesi (y antes que él en Vico) aparece claramente el mecanismo de la “mano invisible” (en Galiani también está la metáfora de la “mano”), pero se trata de un mecanismo secundario y subsidiario. El principio económico fundamental es la “asistencia mutua”, donde cada uno busca intencionadamente, además de su propio interés, el interés del otro. El bien recíproco forma parte de las intenciones de cada uno. En este humanismo, el bien común no se encuentra sin buscarlo intencionadamente. De los Alpes para abajo, las intenciones siempre han sido muy importantes. La crisis medioambiental global es otro signo macroscópico de que no es suficiente dejar en manos de la “mano invisible” la transformación de los intereses privados en bien común. Sin embargo, las diferencias en el plano de la teoría económica son expresión de algo mucho más profundo, escondido en las raíces del árbol católico y meridional. Aquí el individuo es importante, pero la persona lo es más, y la comunidad y los cuerpos intermedios aún más. Pero la comunidad, con sus relaciones calientes, es a la vez paraíso e infierno, libertad y esclavitud, lazo y vuelo, dolor y amor. El humanismo de la comunidad, a diferencia del del individuo, es un camino accidentado, lento, interrumpido, aunque, en algunos días especialmente límpidos, se dice que algunos han logrado ver en ese camino accidentado un pedazo de paraíso.
No hay que comparar este humanismo con el protestante para decidir cuál de los dos es mejor. Solo hay que compararlos para comprender su destino, lo que tienen en común y lo que les diferencia. La crisis de la Europa del Sur es también hija de una insuficiente reflexión sobre su vocación económica, parecida y distinta de la nórdica y protestante. Europa seguirá siendo un sueño colectivo maravilloso mientras sea subsidiaria y diversificada, mientras haya diálogo entre espíritus distintos, incluidos los espíritus económicos. El mundo católico ha visto nacer y crecer el capitalismo como algo ajeno. Nunca se ha sentido a gusto con la idea de que los beneficios y la riqueza fueran una bendición. Ha experimentado un sentimiento de inferioridad al ver las grandes empresas, racionales y científicas, y los bancos del norte, y al compararlos con sus pequeñas fábricas, con sus cajas rurales y cooperativas, donde el empleado y el amigo eran la misma persona, donde la familia era también la empresa, donde de día se peleaba por los contratos y de noche se jugaba a las cartas, juntos, en la parroquia o en la casa del pueblo. Hay un gran sentimiento de contrariedad, de falta de estima, de inferioridad y de vergüenza en la crisis económica y social de muchos países del Sur del mundo.
El mundo meridional también ha intentado muchas veces tomarse en serio el trabajo. Pero la idea-experiencia de que el trabajo era sobre todo cansancio, dolor y sufrimiento, era más fuerte. El trabajo se veía más como un deber natural que como una vocación (beruf, berufung). Trabajar era el oficio de vivir, en una vida difícil. La Iglesia católica quiso y tuvo que acoger y valorar todo un mundo de espíritus que habitaban en los campos y en las ciudades mucho antes de que la religión cristiana les diera otro nombre. No combatió contra los espíritus ni contra los santos, no los llamó “ídolos”, ni condenó a los campesinos como idólatras. Después del Medievo, siguió cultivando una religión que crecía junto al sentido religioso de los campos y de la cosecha. La teología siempre ha sido menos importante que los lutos, las procesiones y las hornacinas de los cruces de caminos que conducían a los campos. Esta Iglesia, que ha tenido que acompañar, a través de los siglos, a hombres y mujeres más expertos en los santos que en la Trinidad, más devotos de la Virgen que de Dios Padre, amantes de los ángeles y temerosos de los demonios, ha dado vida, a lo largo de los siglos, a una cultura popular que un día no pudo creer que el nuevo espíritu-demonio del capitalismo venido del Norte, que asociaba la bendición al dinero y a la riqueza, pudiera ser un espíritu bueno, porque era un espíritu demasiado distinto de la antigua disciplina de la vida y de la tierra.
Para el Sur, la riqueza de los señores era buena si embellecía las iglesias. Aunque fuéramos pobres e ignorantes, nos poníamos guapos para ir a Misa el domingo, donde nos rodeaba una belleza admirable. No sabíamos leer, no entendíamos el latín, pero los frescos y los cuadros nos hablaban, y de noche soñábamos con ellos. De este modo, en una vida difícil, tuvimos sueños muy hermosos, poblados de ángeles y santos, y cuando llegamos al paraíso inmediatamente los reconocimos como gente de casa. No entendíamos las músicas distintas de las bandas en los días de fiesta, pero comprendíamos que eran bonitas, y en cuanto teníamos un poco de dinero mandábamos a un nieto a estudiar acordeón. Éramos casi siempre pobres, pero no siempre, porque el día de la fiesta, aunque fuera solo ese día, nos sentíamos ricos también nosotros y no nos avergonzábamos de nuestra pobreza. Amábamos muchas cosas, pero sobre todo nos gustaban las fiestas, las procesiones y los santos. Era un mundo ciertamente imperfecto, lleno de contradicciones y de dolor, pero no se consideraba malditos a los pobres, sino hijos de la misma vida de todos. Su dolor generó una inundación inmensa de hospitales, escuelas y orfanatos, así como una multitud de santos y santas y, finalmente, nuestro maravilloso estado social.
En cambio, la riqueza que nacía de las fábricas era sospechosa. Por eso cuando los primeros industriales comenzaron a construir fábricas grandes, semejantes a las de los industriales norteamericanos, aquellos (pocos) capitalistas mantenían una relación con la zona y con la gente distinta de la de los capitalistas nórdicos y protestantes. Ciertamente eran ricos, pero ni ellos ni la comunidad consideraban su riqueza como una bendición, sino más bien como un destino, a veces cruel. Todo este humanismo, popular y distinto, fue casi enteramente devorado en unas pocas décadas, cuando nos convencimos de que el único espíritu bueno era el que bajaba del Norte y el que venía de ultramar; el de la riqueza como bendición, desplazada de la producción al consumo. El paso de la fábrica al centro comercial fue el movimiento decisivo, unido al desarrollo de las finanzas especulativas que liberaron y potenciaron la antigua tendencia-tentación a la lotería y al juego de azar típica de las culturas meridionales. El humanismo meridional era, por su naturaleza, muy sensible a la dimensión social y ostentosa de la riqueza. Lo hemos hecho siempre, con la comida, con la ropa e incluso con los funerales. Siempre hemos competido en las cosas, y por tanto nuestra competición siempre ha sido vistosa. Nunca hemos competido en el trabajo, que era demasiado poco visible. Para destacar en el campo de batalla necesitábamos cosas que todos pudieran ver. El capitalismo de los siglos XIX y XX, basado en la fábrica y el trabajo, no podía ser tan seductor como para comprarnos el alma. Pero el capitalismo del siglo XXI, totalmente basado en el consumo y las finanzas, nos ha seducido hasta tal punto que ya no necesita comprarnos el alma, porque se la hemos regalado.
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Pubblicato su Avvenire il 23/02/2020
«Se llega hasta negar las consecuencias sociales que origina la existencia de puntos de partida individuales muy diferentes. Esto se traduce en una reprobación del igualitarismo nivelador y en la defensa de la meritocracia, que exalta la individualidad».
Federico Caffè, La soledad del reformador.
El espíritu católico del capitalismo ha sido diferente del anglosajón. Ahora la centralidad del consumo ha conquistado también el humanismo mediterráneo.
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stdClass Object ( [id] => 16825 [title] => Bendecir la señal de Abel [alias] => benedire-il-segno-di-abele-2 [introtext] =>Oikonomia/6 – Si el consumo es un mecanismo de salvación, el pobre está maldito
Original italiano publicado en Avvenire el 16/02/2020
El nacimiento de la economía capitalista es una gran paradoja. ¿Cómo fue posible que la búsqueda de la riqueza pasara de ser un vicio a una bendición? ¿Y qué consecuencias ha tenido?
«Lo único que sabemos es que una parte de la humanidad será salvada y otra será condenada».
Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
La generación del “espíritu” del capitalismo en una Europa anticapitalista es uno de los fenómenos más misteriosos y complejos de la historia. La economía europea de “doble vía” (laica y religiosa) había elaborado, en los monasterios y en las ciudades, una visión crítica de la riqueza material. Aunque por distintas razones, la búsqueda del beneficio no era objeto de elogio ni de estímulo, ni dentro ni fuera de los monasterios y conventos.
[fulltext] =>Los religiosos y las religiosas hacían voto de pobreza, y en las ciudades comerciales se consideraba la avaricia como uno de los principales vicios capitales. En el Infierno de Dante abundaban los avaros, sometidos a la tremenda custodia de Plutón, divinidad pagana con la semblanza de un lobo (canto VII). En la Edad Media, la avaricia, es decir la transformación de la riqueza de un medio en un fin, era un vicio privado y público, puesto que conducía a la perdición moral de las personas y de las comunidades. Como en todos los vicios capitales, de su práctica no podía salir nada bueno. Tuvimos que esperar hasta la Modernidad para empezar a pensar que de los “vicios privados” pudieran derivarse “virtudes públicas”. ¿Cómo es que la ética de la avaricia-loba parió un día una ética capitalista? Vuelve a hacerse presente la metáfora del capitalismo-cuclillo, con la que comenzamos hace cinco domingos.
La duda de que el espíritu del capitalismo tuviera muy poco de cristiano era compartida también por el historiador Amintore Fanfani, quien, criticando a Max Weber, reconocía el espíritu del capitalismo ya en los mercaderes italianos de los siglos VIV y XV: «Si el catolicismo luchó entonces y siempre contra el espíritu capitalista, ¿cómo es que este se manifestó en época católica?» (Fanfani, 1934). Para Fanfani el surgimiento del capitalismo fue una anomalía, un fenómeno excepcional debido a circunstancias igualmente excepcionales (como, por ejemplo, el desarrollo de una clase internacional de mercaderes), que permitieron que la búsqueda y la acumulación de dinero, condenadas por la ética medieval, pudieran convertirse en lícitas y socialmente elogiadas. Según Fanfani, los mercaderes italianos desarrollaron un “espíritu” no distinto al de los empresarios y banqueros holandeses y norteamericanos calvinistas del siglo XVIII, descritos por Weber.
En realidad, a Fanfani se le escapaba que en el centro del relato de Weber estaba precisamente la demostración de por qué los empresarios calvinistas eran muy distintos de los mercaderes italianos, una diversidad que estaba totalmente encerrada en la palabra espíritu del capitalismo: «La sed de lucro, la aspiración a ganar el mayor dinero posible, no tiene de por sí nada en común con el capitalismo. Esta aspiración se encuentra en camareros, médicos, artistas, soldados y bandidos de todas las épocas y de todos los países de la tierra» (Weber, 1905). Así pues, para Weber el espíritu del capitalismo era algo inédito en la historia de la humanidad, en cuanto hijo de la ética protestante, calvinista en particular (y de las distintas tradiciones influidas por el calvinismo: pietistas, puritanos, bautistas, metodistas e incluso cuáqueros).
Así pues, Weber tampoco consideraba que el capitalismo fuera un parásito del cristianismo (como dirá pocos años después Walter Benjamin). Pensaba más bien que era de naturaleza cristiana, si bien este “hijo” legítimo crecería con características imprevistas y no deseadas por sus “padres” (Lutero, Calvino y los demás reformadores). ¿Dónde estaría, según Weber, la naturaleza del espíritu del capitalismo?
Tres son los elementos principales de la narración clásica de Weber. El primero se refiere a la palabra vocación – en alemán baruf. En el mundo protestante, la palabra vocación asumió, muy pronto, una connotación laboral explícita. De hecho, baruf significa tanto vocación como profesión. En cambio, en el mundo católico la vocación seguía siendo una palabra esencialmente espiritual, usada en particular para los monjes, las monjas y los frailes. Este es el primer punto fundamental. Lutero criticó duramente las vocaciones consagradas en la iglesia católica («han sido dictadas por el diablo», decía), y su crítica pronto condujo a la (casi) desaparición de monjes y frailes del mundo protestante. La eliminación de esta segunda “vía” de la vida cristiana produjo de forma natural el desplazamiento de la categoría de vocación de la vida religiosa a la vida civil. Expulsada de los monasterios, la vocación se convirtió en el vestido civil de todos los cristianos reformados. La “forma de vida” radical que en el catolicismo era y siguió siendo una prerrogativa de la vida consagrada, en el mundo protestante se convirtió en una forma de vida universal civil y laica. El ora et labora emigró del monasterio a las ciudades, convirtiéndose en la regla ordinaria del cristianismo protestante. La vida entera se hizo liturgia, y por tanto abrazó todo el tiempo de todos los días. La ética del trabajo se hizo sagrada, expresión de un officium. No se entiende el humanismo protestante sin esta ascesis mundana. Monjes distintos en medio de las ciudades: «El cumplimiento del deber, en las profesiones mundanas, se convirtió en el más alto contenido que pudiera tener la ética» (Weber, 1905).
El segundo elemento es la doctrina de la predestinación. La historia de la idea de la predestinación en el cristianismo es larga y compleja, al menos a partir de Agustín. Los salvados han sido elegidos por Dios desde la eternidad, con criterios desconocidos para nosotros, y por tanto ninguna santidad moral, ni ninguna obra, pueden cambiar nuestro destino predeterminado. Esta idea es bíblicamente incierta, y se ancla a la Escritura mediante el débil apoyo de la Carta a los Efesios: «Nos eligió antes de la creación del mundo … y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos» (1,4-5), pero condujo a afirmaciones extremas: «Dios ha muerto solo para los elegidos» (Calvino).
De la predestinación se deriva, además, un dato psicológico decisivo: los elegidos no pueden saber, subjetivamente, que lo son, porque no es posible distinguirlos de los no elegidos. De ahí la profunda soledad del hombre frente a su destino. El calvinista pasa su vida en una incertidumbre radical que para Weber adquiere la forma de la angustia, que nace de no poder estar seguro de la propia salvación.
Aquí llega el tercer elemento. Recuperando tradiciones del Antiguo Testamento, la teología calvinista realiza una operación difícil. En una condición de incertidumbre y angustia, la riqueza se convierte en una señal de elección, la más importante. La riqueza expresa (o al menos aumenta la probabilidad) que quien la posee forma parte del número de los elegidos. La riqueza, también en la Biblia, es un signo de otra cosa distinta, más grande e invisible, y por eso ha sido tan querida y anhelada. En el capitalismo calvinista lo invisible se convierte en el paraíso.
Vocación, predestinación y riqueza como signo: he aquí los tres ingredientes del “espíritu” del capitalismo, muy diferente del espíritu comercial medieval.
Toda una nueva clase de empresarios comenzó a interpretar el éxito económico como bendición y a vivir su profesión como vocación y ascesis, y – factor decisivo – alrededor de los empresarios aumentó la aprobación social de la riqueza-bendición, que ya no se veía como una señal de pecado sino de elección. La búsqueda del beneficio fue éticamente aceptada y elogiada, pasando de vicio a virtud.
Por otro lado, la vida vivida como vocación y ascesis no es una vida de confort ni mucho menos de lujo. Todo es compromiso, puntualidad y severidad, sin tiempo ni espacio para la diversión y la fiesta. Solo el monje medieval y el capitalista odian la pereza como el mayor de los males. El empresario calvinista no disfruta de sus beneficios, no busca el dinero para consumir, sino que lo reinvierte para generar más dinero. El valor intrínseco de la riqueza constituye el primer espíritu del capitalismo, y marca una importante diferencia entre el espíritu protestante y el espíritu católico del capitalismo, donde la riqueza no vale nada si no se hace alarde de ella y si los demás no la ven. El capitalista descrito por Weber es verdaderamente un monje, un “consagrado” que practica una especie de voto laico de pobreza en medio incluso de mucho dinero. Al igual que el monje católico era individualmente pobre pero vivía en monasterios ricos, el capitalista calvinista es individualmente pobre y su riqueza se acumula en la fábrica. He aquí una improbable analogía entre el monasterio y la industria moderna.
No es difícil descubrir en la fascinante teoría weberiana algunas grandes aporías y paradojas del capitalismo, un sistema nacido de la imitación laica de la vocación de los monjes, que sin embargo no condujo al “nada poseer”, sino al elogio del beneficio. Esta es una primera aporía. El protestantismo nace, siguiendo la estela de Agustín, de una crítica feroz a la teología pelagiana, a la idea de que la salvación está unida a las obras y no es sola gratia. El espíritu calvinista recupera, paradójicamente, una forma de pelagianismo. La salvación se asocia a las obras, si bien las obras no son el medio de la salvación sino únicamente el medio para «liberarse del ansia por la salvación» (Weber, 1905). Es un pelagianismo de segundo orden, pero en el plano pragmático está muy cerca de la ética de Pelagio. De este modo, de la crítica a Pelagio, nació un capitalismo basado en la idea de que la salvación estaba vinculada a obras productoras del bien menos “celeste” de los Evangelios: mammona.
Pero la cosa no termina aquí. La visión de la riqueza como signo de elección y de bendición lleva inevitablemente consigo la idea gemela de la pobreza interpretada como signo de condena. Toda teoría de la riqueza buena es también una teoría de la pobreza mala. Si la “bondad” de los ricos es legitimada y consagrada por un carisma religioso, la maldición de los pobres se convierte en una doble maldición. La pobreza ha sido siempre, antes que una indigencia de dinero y de bienes, una carencia de bendición, un estigma religioso, y por tanto una culpa a la vez que una vergüenza.
No debemos olvidar nunca que la Biblia siempre ha visto con sospecha la equivalencia entre riqueza y bendición, pues sabía muy bien que esta equivalencia conllevaba inmediatamente otra, tremenda y peligrosa: pobreza = condena. Por eso, junto a algunas páginas sobre los bienes como señal de justicia y predilección (Abraham), la Biblia tiene muchas otras que dicen lo contrario. Son las páginas de los profetas y las páginas estupendas de Job, totalmente orientadas a desmontar la tesis del pobre maldito y culpable. En esto consiste el verdadero sentido de “bienaventurados los pobres”, del ojo de la aguja y el camello, de Francisco y de muchos otros que eligieron la pobreza para liberar de la maldición a aquellos que no habían elegido la pobreza.
La economía que pone la riqueza en el centro de su extraña religión, será siempre una economía que, antes de llamar bienaventurados a los ricos, llama malditos a los pobres. El capitalismo, reconociendo en la riqueza una bendición y una promesa, produce inevitablemente una multitud infinita de descartes, de malditos y culpables que no llevan en la frente el sello de la elección. ¡¿Y si la señal de los elegidos fuera la “señal de Caín”, que sigue matando al frágil y pobre Abel?!
El capitalismo del siglo XXI, como veremos, ha desplazado la señal de bendición desde el empresario al consumidor, pero sigue siendo un gran mecanismo generador de salvación (imaginaria) y una gran ideología para llamar a los pobres malditos y después olvidarlos en los bajos fondos, bien escondidos para convencernos de que finalmente la pobreza ha sido vencida.
El capitalismo de hoy no sabe nada de Calvino, ni de la Biblia ni de la doctrina de la predestinación. Pero sigue, en la angustia, buscando el paraíso y la bendición en la riqueza. Y la pobreza sigue siendo maldición, y a los pobres se les sigue llamando malditos. ¿Cuándo aprenderemos a ver la señal de Abel?
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Original italiano publicado en Avvenire el 16/02/2020
El nacimiento de la economía capitalista es una gran paradoja. ¿Cómo fue posible que la búsqueda de la riqueza pasara de ser un vicio a una bendición? ¿Y qué consecuencias ha tenido?
«Lo único que sabemos es que una parte de la humanidad será salvada y otra será condenada».
Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo.
La generación del “espíritu” del capitalismo en una Europa anticapitalista es uno de los fenómenos más misteriosos y complejos de la historia. La economía europea de “doble vía” (laica y religiosa) había elaborado, en los monasterios y en las ciudades, una visión crítica de la riqueza material. Aunque por distintas razones, la búsqueda del beneficio no era objeto de elogio ni de estímulo, ni dentro ni fuera de los monasterios y conventos.
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Original italiano publicado en Avvenire el 09/02/2020
«En este séptimo tiempo, que ya se acerca, concluirá la apertura de los sellos y el trabajo de exponer los libros del Antiguo Testamento, y se concederá verdaderamente el reposo sabático al pueblo de Dios. En esos días, además, habrá justicia y abundancia de paz».
Joaquín de Fiore, Los siete sellos.
La economía franciscana, que no llegó a ser la forma de la economía del Medievo, podría ser la economía de la era de los bienes comunes.
El movimiento franciscano ocupa también un lugar en el nacimiento de la economía de mercado. No pocos historiadores y economistas señalan al poverello de Asís entre los precursores de la economía de mercado e incluso del capitalismo. Efectivamente, la primera escuela de pensamiento económico medieval fue franciscana, y fueron franciscanos quienes, en la segunda mitad del siglo XV, fundaron los Montes de Piedad, instituciones financieras sin ánimo de lucro (sine merito) que dieron origen a las finanzas populares y sociales europeas e italianas. Este movimiento espiritual, nacido de la elección de “madonna pobreza”, que generó bancos y tratados sobre las monedas, siempre ha causado sorpresa y no pocos equívocos. Como ocurría con el monacato, la relación entre los franciscanos y la economía es mucho más compleja de lo que se cuenta, y mucho más interesante.
[fulltext] =>Francisco inició su revolución, también económica, eligiendo como única forma de vida el Evangelio. La novedad del franciscanismo radica en el adjetivo limitativo única. Nosotros ya no disponemos de las categorías necesarias para comprender profundamente qué supuso la pobreza de Francisco y después la de Clara. A diferencia de la de los monasterios, la pobreza franciscana era tanto individual como comunitaria: ni las personas ni los conventos debían poseer bien alguno. Como le gustaba decir a Hugo de Digne, el único derecho que tienen los franciscanos es el derecho a nada poseer, a vivere sine proprio. En seguida, en el debate, incluso jurídico, se planteó la distinción entre la propiedad de los bienes y su uso. Los teólogos y los juristas franciscanos intentaron convencer a la Iglesia de que era posible vivir sin poseer bien alguno, incluyendo los bienes necesarios para nutrirse: «Al igual que el caballo tiene el uso de hecho, pero no la propiedad, de la avena que come, el religioso tiene el simple uso de hecho del pan, del vino y de la ropa» (Buenagracia de Bérgamo). Para ello usaron estrategias jurídicas extremas, como la equiparación de los frailes a los menores, los incapaces y los locos furiosos, o la extensión de las excepciones del “estado de necesidad” a su condición ordinaria de vida.
Mientras el Medievo cristiano seguía la ética económica moderada heredada del Imperio Romano tardío, Francisco, sus frailes y sus monjas intentaron algo impensado que hoy nos sigue dejando sin aliento: volvieron a los caminos, recogieron la herencia del primer nombre dado a los cristianos - “los del camino”-, y pasaron de ser ricos a vivir como pobres mendicantes entre los pobres. Francisco pasó por el ojo de la aguja, no porque ensanchara el orificio de la aguja, sino porque redujo el “camello” hasta hacerlo delgadísimo. Hizo de “bienaventurados los pobres” su felicidad deseada y anhelada: «¡Oh, ignorada riqueza, tan preciosa! ¡Descalzo Egidio, sigue con Silvestro, y van hacia el esposo, por la esposa!» (Paraíso, XI, 84). Solo Dante podía encerrar en un solo verso el paraíso de Francisco.
El gran intento franciscano de distinguir la propiedad de los bienes de su uso no tuvo éxito. En 1322 el Papa Juan XXII rectificó la tesis de su predecesor Nicolás III, y estableció la imposibilidad del solo uso de los bienes, atribuyendo a la orden la propiedad de los bienes que usaban. La utopía concreta de los franciscanos no entró en el derecho de la Iglesia romana ni tampoco en la herencia económico-jurídica de Occidente. Pero no ha muerto, porque sigue desafiando a nuestras economías y a nuestros sistemas jurídicos.
La aventura de Francisco se cruza en muchos puntos con la historia teológica de la Europa cristiana. Mientras en Asís comenzaba su paradójica oikonomia, en la Iglesia romana se estaba llegando a una primera síntesis sobre el antiguo principio teológico del opus operatum (o ex opera operato). ¿De qué trata este principio? ¿Por qué es relevante para lo que estamos diciendo?
Se refiere a la relación que existe entre la dignidad, el honor y el mérito de los sacerdotes y la validez de sus actos y palabras. Al comienzo del segundo milenio, la Iglesia decretó que las condiciones subjetivas de los hombres de Iglesia no determinaban la validez de sus actos, porque los méritos que les daban eficacia no eran los del cura sino los de Cristo. El sacramento tiene eficacia intrínseca (es la misma obra la que opera) y esta no se ve invalidada por los pecados de la persona que lo administra, ni aumentada por sus méritos. Un proverbio que solía repetir mi abuela expresa bien lo que el pueblo entendió de aquella teología: «Haz lo que te diga el cura, pero no hagas lo que él hace». Un cura indigno no deja de ser cura, y sus liturgias y sacramentos no dejan de ser válidos y eficaces. Posteriormente Lutero convertirá en famoso y relevante este debate, y el Concilio de Trento afirmará la teología del opus operatum contra las críticas protestantes.
El monacato de los orígenes y después el franciscanismo no siguieron el camino del opus operatum. Ser franciscano es una forma de vida (la del Evangelio), y por tanto si la vida no es conforme, la sustancia del ser fraile queda invalidada. Un fraile que no viva como Cristo no es un fraile, ni una monja es una monja. Sus actos y sus palabras no son separables de su vida. Ciertamente, los monjes también pueden ser indignos, equivocarse, pecar, ser incoherentes, pero sus actos no están protegidos por ninguna teología del opus operatum. Esta es otra altísima pobreza.
Es cierto que la vocación religiosa franciscana (y la de los demás carismas) tiene una misteriosa objetividad que recuerda al opus operatum (la vocación no es un asunto moral, sino ontológico). Pero nada ni nadie garantiza a los frailes la eficacia objetiva de sus obras y palabras. La santidad de la liturgia es vicaria, sustituye a la de la persona. Nadie ni nada puede prometer que los hechos y las palabras de fray Mauro sean eficaces por el hecho de que se desarrollen como una forma de vida, pues ninguna forma de vida es de por sí eficaz ex opera operata. Esta es otra explicación de por qué estos movimientos - monacato y franciscanismo - que nacieron laicos, poco a poco se fueron transformando en comunidades masculinas compuestas casi enteramente por sacerdotes. El opus operatum les ofrece la esperanza de poder asentar sobre una base sólida sus frágiles palabras y su vida. Su forma de vida dice que son frailes, pero no produce objetivamente frutos franciscanos. Un franciscano indigno no tiene ninguna red de protección en la liturgia. Los frailes no son curas, aunque lleguen a serlo. Por esta razón, entre otras, la vida consagrada femenina en la Iglesia es guardiana de la forma de la vocación y de su altísima pobreza. En esta paradójica fuerza y debilidad radica el misterio de las vocaciones, la de Francisco y todas las demás, ya sean religiosas o civiles.
Cada institución humana busca desesperadamente su opus operatum, porque lo que más desea es separar la validez objetiva de sus propios actos de las cualidades subjetivas de sus personas, ya que sabe que esta dependencia la hace automáticamente vulnerable. A todos nos gustaría tener hospitales eficaces independientemente de las cualidades de los médicos y enfermeros, escuelas que produzcan cultura y educación sin depender del trabajo y la competencia de los maestros y profesores, o parlamentos que generen leyes inmunes a los vicios de sus políticos. Pero los carismas no pueden, por su naturaleza, alcanzar este paraíso. Son drásticamente dependientes de la calidad moral de su gente. Son mendigos de la fidelidad y el amor de sus personas, de las que dependen cada día, cada minuto. Una Misa puede ser válida aunque en la parroquia no quede ningún sacerdote digno, pero una comunidad religiosa se muere cuando desaparece la última persona fiel a su forma de vida.
La economía moderna encontró su opus operatum en el capitalismo, cuando separó las mercancías de las intenciones y de las cualidades morales de sus productores. Marx lo intuyó proféticamente, con su teoría de la “mercancía fetiche” y la “alienación”. Durante todo el Medievo, los productos del trabajo llevaban impresa la firma, aunque no se viera, de su autor. No podía separarse la mercancía de quien la había producido, y a partir del objeto era posible llegar al sujeto. En el mundo medieval era esencial la convicción de que los productos de la acción humana reflejaban las cualidades morales de sus creadores. La dimensión subjetiva de las cosas era inseparable del objeto.
En el capitalismo, el precio y el valor de la mercancía prescinden de las condiciones objetivas de su productor (y consumidor). Ese valor se convierte en ex opera operato, no depende de las condiciones subjetivas del agente. Las características morales de la persona no tienen efecto alguno sobre el valor de los bienes. Hasta tal punto es así que incluso, jurídicamente, inventamos la sociedad anónima, una ficción que nos permite separar la empresa de las personas que la componen y gestionan. En el valor de intercambio de las mercancías no quedan restos de aquellas personas «escondidas bajo la cáscara de las cosas» (El Capital). Esta despersonalización es esencial para el humanismo del capitalismo. Si así no hubiera sido, si se hubiera mantenido el vínculo entre las cosas y su productor, no habría nacido la producción en masa ni la reproducción infinita de las cosas para su consumo.
El opus operatum del capitalismo se ha intensificado mucho estos últimos años. Cada vez hay más procedimientos y protocolos que determinan la calidad de los bienes, en lugar de las características de las personas. Estos procesos, anónimos y despersonalizados (ejemplo: las certificaciones), no dependen de las cualidades éticas subjetivas de las personas, sino de la calidad objetiva de los procedimientos. La dirección empresarial se está convirtiendo en un conjunto de técnicas e instrumentos que, para tender a la perfección, deben depender lo menos posible de las dimensiones subjetivas de las personas. Es la antigua idea de la magia o (hoy) de la técnica como medio de salvación. Y esta ola está afectando también a las Iglesias y a las comunidades ideales.
Pero este mismo capitalismo está generando la superación de su opus operatum, y un paradójico acercamiento a la economía de la forma de vida. Sobre todo en ciertos sectores (el alimentario o el turismo, por ejemplo), ya no queremos mercancías desligadas de las personas: hemos vuelto a buscar a las personas escondidas dentro de las cosas. Queremos conocer las intenciones y las historias de los agricultores, de los empresarios, de los cocineros, para saber si son verdaderamente genuinos y auténticos. Es como si el lenguaje de los productos ya no fuera suficiente. También en la gestión empresarial se habla del carisma de los directivos, y los anónimos procedimientos están dando paso al talento del líder, a la personalidad y al genio de las personas. En las grandes crisis, los objetos mueren y regresa con fuerza la nostalgia de la mirada de las mujeres y de los hombres.
Los primeros franciscanos (Pedro Olivi), retomando la profecía de Joaquín de Fiore, creyeron que el último tiempo, el séptimo, sería el de la altísima pobreza de Francisco, a quien ellos consideraban profeta del último tiempo. Con el tercer milenio, hemos entrado en la era de los bienes comunes. Si seguimos sintiéndonos propietarios y señores de la tierra, de la atmósfera y de los océanos, solo conseguiremos destruirnos. Debemos aprender pronto a utilizar los bienes sin ser sus dueños. Debemos aprender rápidamente el arte del uso sin propiedad, el arte de Francisco. ¿Y si la economía del sine proprio fuera la de la era de los bienes comunes? ¿Será la oikonomia de Francisco capaz de salvarnos a nosotros y a la tierra?
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Estamos regresando a buscar a las personas escondidas dentro de las cosas producidas.
Original italiano publicado en Avvenire el 09/02/2020
«En este séptimo tiempo, que ya se acerca, concluirá la apertura de los sellos y el trabajo de exponer los libros del Antiguo Testamento, y se concederá verdaderamente el reposo sabático al pueblo de Dios. En esos días, además, habrá justicia y abundancia de paz».
Joaquín de Fiore, Los siete sellos.
La economía franciscana, que no llegó a ser la forma de la economía del Medievo, podría ser la economía de la era de los bienes comunes.
El movimiento franciscano ocupa también un lugar en el nacimiento de la economía de mercado. No pocos historiadores y economistas señalan al poverello de Asís entre los precursores de la economía de mercado e incluso del capitalismo. Efectivamente, la primera escuela de pensamiento económico medieval fue franciscana, y fueron franciscanos quienes, en la segunda mitad del siglo XV, fundaron los Montes de Piedad, instituciones financieras sin ánimo de lucro (sine merito) que dieron origen a las finanzas populares y sociales europeas e italianas. Este movimiento espiritual, nacido de la elección de “madonna pobreza”, que generó bancos y tratados sobre las monedas, siempre ha causado sorpresa y no pocos equívocos. Como ocurría con el monacato, la relación entre los franciscanos y la economía es mucho más compleja de lo que se cuenta, y mucho más interesante.
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Original italiano publicado en Avvenire el 02/02/2020.
«El monacato realizó en sus cenobios una distribución temporal de la existencia de los monjes que probablemente no ha sido igualada por ninguna institución de la modernidad, ni siquiera por la fábrica taylorista».
G. Agamben, Homo sacer.
A las empresas modernas les gustaría imitar a los monasterios antiguos. Pero, gracias a Dios, aún no lo han logrado.
Una de las raíces de la economía de mercado se encuentra en el monacato. Abdicando de la lógica económica ordinaria, los monjes y las monjas dieron vida a experimentos evangélicos que contribuyeron a generar la economía europea. El monacato, por sí solo, no generó el capitalismo, pero este no habría nacido sin el monacato. Mucho antes de la Reforma protestante (Max Weber), el monacato constituyó el primer gran episodio de “heterogénesis de los fines” en la economía moderna. Fue un movimiento inmenso, sorprendente y maravilloso. Cambió Europa, la hizo más bella y rica, aumentó su biodiversidad cultural, espiritual, artística, forestal y eno-gastronómica, y después, casi por equivocación, inventó otra economía. Por eso, no nos debe sorprender que haya quienes sostengan (como, por ejemplo, Pierre Musso e Isabelle Jonveaux) que las grandes empresas modernas son la secularización de los antiguos monasterios. Es una tesis fuerte, que aquí criticaremos en parte, pero que constituye un buen punto de partida. Salvo muy pocas (y tardías) experiencias, como el Arsenal de Venecia y las catedrales o los talleres de los grandes artistas/artesanos, el mundo de la burguesía medieval no conocía la cooperación productiva amplia, estable y racional de comunidades enteras de hombres (o mujeres). En algunas regiones italianas y francesas había cientos de monasterios, y su duración media, durante la Edad Media, era de cinco siglos.
Algunos ven en la figura del abad un paradigma del liderazgo. En realidad, el “liderazgo” – palabra ambigua que me gusta poco – del abad estaba mediado, equilibrado y redimensionado por la regla. La regla era el verdadero “líder” del monasterio. Todos en el cenobio seguían la regla, incluido el abad, que era un modelo para los otros precisamente por su gran fidelidad a la regla común. El abad, a diferencia del fundador de una comunidad, era un seguidor, no un líder. La longevidad, la resiliencia y la sostenibilidad de los monasterios se debe precisamente a la despersonalización del liderazgo, del mismo modo que la fragilidad y la corta duración de las comunidades (y de las empresas) carismáticas se debe a la personalización del fundador, que muchas veces se convierte en hipóstasis del carisma de la comunidad. La imagen del carisma del monasterio no es el abad, aunque este sea San Benito o San Basilio, sino la regla. Hasta tal punto es así que muchos monasterios nacieron y siguen naciendo en torno solo a la regla, sin ninguna personalidad carismática. El liderazgo de la regla es lo más alejado que se pueda imaginar del gobierno de las grandes empresas de hoy, incluso de las que dicen inspirarse en la regla de San Benito.
Hay otros aspectos del monacato, menos evidentes pero muy importantes, relacionados con la economía y la empresa. En primer lugar está el trabajo. La primera frase que nos viene a la mente cuando pensamos en el monacato es Ora et Labora. El monasterio, desde el principio, se presentaba como un taller (taller divinae artis). La misma vida del monje era vista como el aprendizaje de una ars, de un oficio, de una profesión. Así es como la presentaban algunos antiguos fundadores (Casiano).
En el mundo antiguo los que trabajaban eran los esclavos: «Todos los artesanos ejercen un oficio vulgar: no hay sombra de nobleza en un taller» (Cicerón, De Officiis). En el monacato, también trabajaban los monjes, muchos de los cuales eran cultos, doctores en teología y en otras ciencias. Esto, por sí solo, debería bastar para entender lo que supuso la reunificación de las manos con la mente para la ética del trabajo. Cuando un campesino o un artesano analfabeto veía trabajar a los monjes, se daba cuenta de que hacían las mismas cosas que él e inmediatamente comprendía que su trabajo era importante y no era cosa propia de siervos y esclavos. La fe en la Encarnación enseñó a los monjes que tocar la materia no es algo impuro, propio de esclavos. La tierra, el polvo, la comida, son signo y sacramento de la misma vida. Solo quien ha usado las manos para producir pan y vino sabe qué es verdaderamente la Eucaristía, porque intuye que estos bienes que cambian en el altar por la acción eficaz de la palabra del sacerdote, son, desde otro punto de vista, verdadero, las mismas cosas buenas nacidas de la vid y del trabajo del hombre. Sin una nueva ética del trabajo y de la materia no habría surgido la economía de mercado, y esta nueva ética no habría existido sin los monjes.
En todo caso, no es fácil comprender dónde se encuentra verdaderamente la innovación que el monacato aportó con respecto al trabajo. En primer lugar, debemos renunciar a considerar la relación entre oración y trabajo como una división meramente práctica del tiempo de la vida. Los monjes debían gestionar la tensión entre dos palabras bíblicas: «orad siempre» (Lc 18,1) y «el que no trabaje, que tampoco coma» (2 Tess 3,10). Y la resolvieron de una forma absolutamente genial. El verdadero golpe de genio antropológico y espiritual del monacato consistió en entender y practicar la oración y el trabajo como dos momentos de la única liturgia de la regla. En los monasterios, el tiempo de trabajo no es un tiempo restado a la oración, ni la oración quita tiempo al trabajo. No se reza menos por trabajar, ni se trabaja menos por rezar. Para realizar esta especie de alquimia, los fundadores del monacato hicieron algo espectacular. Aun moviéndose dentro de una visión cuantitativa de las doce horae del tiempo, inventaron la piedra filosofal del tiempo-calidad. Mientras el horologium del officium marcaba severamente la cronología del día, otro reloj alargaba ese mismo tiempo hasta hacerlo coincidir con el infinito. Para entender la gestión racional del tiempo que se hacía en los monasterios, que parece anticipar muchos siglos la “división del trabajo” de Smith y la “división del conocimiento” de Hayek, hay que ponerla en relación con su visión cualitativa y litúrgica, que la humaniza y excede con mucho el ámbito de las bibliotecas y las granjas. En un pequeño lugar, rígidamente limitado y cercado por los muros de la abadía, con esta carestía de espacio, los monjes inventaron otro tiempo, aprendieron a no ocupar espacios para activar procesos (que siguen vivos). La liturgia de la regla añadió una dimensión al tiempo de vida, y de este modo la línea del tiempo se convirtió en una superficie.
Gracias a la visión litúrgica del tiempo y de la vida, una parte cuantitativa del tiempo del día puede convertirse, cualitativamente, en eternidad. Esta capacidad de crear otro tiempo, de agujerear el tiempo-cantidad y tocar el infinito, de llevarnos a pasear de nuevo, todos los días, por los jardines del Edén, es típica de la liturgia. La invención de este otro tiempo fue una gran innovación del monacato. Todos podemos repetir esta experiencia pasando unos días en un monasterio: vemos que el tiempo se hace más lento, más denso, y el ritmo de vida cambia. Aunque la vida de los monjes no duraba, por término medio, mucho más que la de las personas que vivían fuera del cenobio, en realidad en los monasterios se vivía y se vive un tiempo más largo y profundo. Esta especie de “vida eterna” terrena siempre ha resultado fascinante y ha atraído a muchas personas a los monasterios. Esta experiencia tan embriagadora es al mismo tiempo la gran tentación del monacato: cultivar el deseo de ser inmortales como Dios (la promesa de la serpiente). Si la regla coincide con la vida y la vida con la regla, es posible llegar a estar tan absortos en la liturgia como para dejar de sentir la vida, y viceversa.
Gracias a esta visión litúrgica de la regla, el trabajo y la oración pueden tener la misma dignidad y no estar en conflicto. Aquí no hace falta espiritualizar el trabajo rezando salmos y rosarios mientras se trabaja. No es necesario, ni se exige: el trabajo es una actividad con el mismo valor que la oración, porque es parte de la misma liturgia y por tanto de la misma vida. Ambos están dentro de la misma regla. Esto quiere decir que el trabajo tiene valor en cuanto trabajo; un valor intrínseco, aunque sea instrumental a la vida. Esta es la paradójica laicidad de los monjes. El monacato ha entrado y entra en crisis cuando se consideran las manos que recogen el grano y el vino menos dignas y espirituales que las de quien dice Misa, como ocurrió en Cluny, cuando alguien pensó que las horas pasadas diciendo Misa podían sustituir a las de la viña. Pero también ha entrado y entra en crisis cuando se quiere espiritualizar el trabajo, recomendando a los monjes salmodiar mientras trabajan, meditar la Biblia mientras vendimian. Estos reduccionismos empequeñecen la profecía del monacato, acortan el tiempo, limitan sus horizontes, encierran la jornada dentro de sus 24 horas. La razón es que si rezo mientras trabajo con la forma de la oración, estoy restando tiempo a mi jornada. La profecía del monacato consistía y consiste en trabajar sin más, en el tiempo y en la forma del trabajo, y rezar sin más, en el tiempo y en la forma de la oración. De este modo cada momento sirve y regenera al otro, y juntos componen un gran canto a la laicidad de la vida, donde lo sagrado no devora lo profano, porque también lo profano es liturgia, y la liturgia no es otra cosa que vida. En los monasterios se vence la muerte, cuando, con los pies bien asentados en el barro de los campos, se roza el cielo con un dedo manchado por el trabajo.
Esta dimensión cualitativa del tiempo es la que falta en las empresas modernas de fichas, minutajes y bonus, a las que les gustaría controlar el tiempo con horologi cada vez más sofisticados, pero que no conocen la otra dimensión del tiempo, que, cuando existe, libera al trabajador de los incentivos y de los controles. Esta dimensión cualitativa no está presente porque pondría en crisis la estructura entera de las empresas, que funciona mientras sea posible medir el tiempo y utilizarlo para incentivar y medir los méritos.
Pero hay otra cosa más. Si, por una parte, las grandes empresas modernas se están alejando del humanismo de los monasterios, por otra parte, sin saberlo, se están acercando mucho. A diferencia de las fábricas tayloristas del siglo XX, que tenían bastante con nuestras manos, las empresas del siglo XXI sueñan cada vez más con tener trabajadores-monjes. A los ejecutivos les gustaría tener trabajadores con vocación, que se adhirieran libremente a la misión de la empresa, sin estar guiados por un incentivo externo (demasiado débil) sino por un impulso interior; que no conocieran la distinción entre tiempo libre y trabajo, donde el trabajo coincidiera con la vida. En definitiva, quieren tener monjes que no trabajen por el salario ni por el beneficio, sino por una fidelidad íntima, que en una visión litúrgica de la vida no dejan de trabajar ni siquiera cuando duermen, porque hasta el sueño es officium. Quieren que sus trabajadores sean como los monjes descritos por Agustín: «Que nadie trabaje para sí mismo, sino que todos vuestros trabajos tiendan al bien común, y con mayor compromiso y ferviente presteza que si cada uno lo hiciera para sí» (Regula, 31). Pero la promesa de las empresas, a diferencia de la de los monasterios, es demasiado pequeña. Para tener trabajadores-monjes haría falta el paraíso, otro tiempo y otros incentivos. Las empresas no los tienen, pero están haciendo todo lo posible para convencernos de lo contrario. Conocer y meditar la gran tradición monástica podría ser el único antídoto verdadero para las falsas y seductoras promesas de paraíso.
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A las empresas modernas les gustaría imitar a los monasterios antiguos. Pero, gracias a Dios, aún no lo han logrado.
Una de las raíces de la economía de mercado se encuentra en el monacato. Abdicando de la lógica económica ordinaria, los monjes y las monjas dieron vida a experimentos evangélicos que contribuyeron a generar la economía europea. El monacato, por sí solo, no generó el capitalismo, pero este no habría nacido sin el monacato. Mucho antes de la Reforma protestante (Max Weber), el monacato constituyó el primer gran episodio de “heterogénesis de los fines” en la economía moderna. Fue un movimiento inmenso, sorprendente y maravilloso. Cambió Europa, la hizo más bella y rica, aumentó su biodiversidad cultural, espiritual, artística, forestal y eno-gastronómica, y después, casi por equivocación, inventó otra economía. Por eso, no nos debe sorprender que haya quienes sostengan (como, por ejemplo, Pierre Musso e Isabelle Jonveaux) que las grandes empresas modernas son la secularización de los antiguos monasterios. Es una tesis fuerte, que aquí criticaremos en parte, pero que constituye un buen punto de partida. Salvo muy pocas (y tardías) experiencias, como el Arsenal de Venecia y las catedrales o los talleres de los grandes artistas/artesanos, el mundo de la burguesía medieval no conocía la cooperación productiva amplia, estable y racional de comunidades enteras de hombres (o mujeres). En algunas regiones italianas y francesas había cientos de monasterios, y su duración media, durante la Edad Media, era de cinco siglos.
Algunos ven en la figura del abad un paradigma del liderazgo. En realidad, el “liderazgo” – palabra ambigua que me gusta poco – del abad estaba mediado, equilibrado y redimensionado por la regla. La regla era el verdadero “líder” del monasterio. Todos en el cenobio seguían la regla, incluido el abad, que era un modelo para los otros precisamente por su gran fidelidad a la regla común. El abad, a diferencia del fundador de una comunidad, era un seguidor, no un líder. La longevidad, la resiliencia y la sostenibilidad de los monasterios se debe precisamente a la despersonalización del liderazgo, del mismo modo que la fragilidad y la corta duración de las comunidades (y de las empresas) carismáticas se debe a la personalización del fundador, que muchas veces se convierte en hipóstasis del carisma de la comunidad. La imagen del carisma del monasterio no es el abad, aunque este sea San Benito o San Basilio, sino la regla. Hasta tal punto es así que muchos monasterios nacieron y siguen naciendo en torno solo a la regla, sin ninguna personalidad carismática. El liderazgo de la regla es lo más alejado que se pueda imaginar del gobierno de las grandes empresas de hoy, incluso de las que dicen inspirarse en la regla de San Benito.
Hay otros aspectos del monacato, menos evidentes pero muy importantes, relacionados con la economía y la empresa. En primer lugar está el trabajo. La primera frase que nos viene a la mente cuando pensamos en el monacato es Ora et Labora. El monasterio, desde el principio, se presentaba como un taller (taller divinae artis). La misma vida del monje era vista como el aprendizaje de una ars, de un oficio, de una profesión. Así es como la presentaban algunos antiguos fundadores (Casiano).
En el mundo antiguo los que trabajaban eran los esclavos: «Todos los artesanos ejercen un oficio vulgar: no hay sombra de nobleza en un taller» (Cicerón, De Officiis). En el monacato, también trabajaban los monjes, muchos de los cuales eran cultos, doctores en teología y en otras ciencias. Esto, por sí solo, debería bastar para entender lo que supuso la reunificación de las manos con la mente para la ética del trabajo. Cuando un campesino o un artesano analfabeto veía trabajar a los monjes, se daba cuenta de que hacían las mismas cosas que él e inmediatamente comprendía que su trabajo era importante y no era cosa propia de siervos y esclavos. La fe en la Encarnación enseñó a los monjes que tocar la materia no es algo impuro, propio de esclavos. La tierra, el polvo, la comida, son signo y sacramento de la misma vida. Solo quien ha usado las manos para producir pan y vino sabe qué es verdaderamente la Eucaristía, porque intuye que estos bienes que cambian en el altar por la acción eficaz de la palabra del sacerdote, son, desde otro punto de vista, verdadero, las mismas cosas buenas nacidas de la vid y del trabajo del hombre. Sin una nueva ética del trabajo y de la materia no habría surgido la economía de mercado, y esta nueva ética no habría existido sin los monjes.
En todo caso, no es fácil comprender dónde se encuentra verdaderamente la innovación que el monacato aportó con respecto al trabajo. En primer lugar, debemos renunciar a considerar la relación entre oración y trabajo como una división meramente práctica del tiempo de la vida. Los monjes debían gestionar la tensión entre dos palabras bíblicas: «orad siempre» (Lc 18,1) y «el que no trabaje, que tampoco coma» (2 Tess 3,10). Y la resolvieron de una forma absolutamente genial. El verdadero golpe de genio antropológico y espiritual del monacato consistió en entender y practicar la oración y el trabajo como dos momentos de la única liturgia de la regla. En los monasterios, el tiempo de trabajo no es un tiempo restado a la oración, ni la oración quita tiempo al trabajo. No se reza menos por trabajar, ni se trabaja menos por rezar. Para realizar esta especie de alquimia, los fundadores del monacato hicieron algo espectacular. Aun moviéndose dentro de una visión cuantitativa de las doce horae del tiempo, inventaron la piedra filosofal del tiempo-calidad. Mientras el horologium del officium marcaba severamente la cronología del día, otro reloj alargaba ese mismo tiempo hasta hacerlo coincidir con el infinito. Para entender la gestión racional del tiempo que se hacía en los monasterios, que parece anticipar muchos siglos la “división del trabajo” de Smith y la “división del conocimiento” de Hayek, hay que ponerla en relación con su visión cualitativa y litúrgica, que la humaniza y excede con mucho el ámbito de las bibliotecas y las granjas. En un pequeño lugar, rígidamente limitado y cercado por los muros de la abadía, con esta carestía de espacio, los monjes inventaron otro tiempo, aprendieron a no ocupar espacios para activar procesos (que siguen vivos). La liturgia de la regla añadió una dimensión al tiempo de vida, y de este modo la línea del tiempo se convirtió en una superficie.
Gracias a la visión litúrgica del tiempo y de la vida, una parte cuantitativa del tiempo del día puede convertirse, cualitativamente, en eternidad. Esta capacidad de crear otro tiempo, de agujerear el tiempo-cantidad y tocar el infinito, de llevarnos a pasear de nuevo, todos los días, por los jardines del Edén, es típica de la liturgia. La invención de este otro tiempo fue una gran innovación del monacato. Todos podemos repetir esta experiencia pasando unos días en un monasterio: vemos que el tiempo se hace más lento, más denso, y el ritmo de vida cambia. Aunque la vida de los monjes no duraba, por término medio, mucho más que la de las personas que vivían fuera del cenobio, en realidad en los monasterios se vivía y se vive un tiempo más largo y profundo. Esta especie de “vida eterna” terrena siempre ha resultado fascinante y ha atraído a muchas personas a los monasterios. Esta experiencia tan embriagadora es al mismo tiempo la gran tentación del monacato: cultivar el deseo de ser inmortales como Dios (la promesa de la serpiente). Si la regla coincide con la vida y la vida con la regla, es posible llegar a estar tan absortos en la liturgia como para dejar de sentir la vida, y viceversa.
Gracias a esta visión litúrgica de la regla, el trabajo y la oración pueden tener la misma dignidad y no estar en conflicto. Aquí no hace falta espiritualizar el trabajo rezando salmos y rosarios mientras se trabaja. No es necesario, ni se exige: el trabajo es una actividad con el mismo valor que la oración, porque es parte de la misma liturgia y por tanto de la misma vida. Ambos están dentro de la misma regla. Esto quiere decir que el trabajo tiene valor en cuanto trabajo; un valor intrínseco, aunque sea instrumental a la vida. Esta es la paradójica laicidad de los monjes. El monacato ha entrado y entra en crisis cuando se consideran las manos que recogen el grano y el vino menos dignas y espirituales que las de quien dice Misa, como ocurrió en Cluny, cuando alguien pensó que las horas pasadas diciendo Misa podían sustituir a las de la viña. Pero también ha entrado y entra en crisis cuando se quiere espiritualizar el trabajo, recomendando a los monjes salmodiar mientras trabajan, meditar la Biblia mientras vendimian. Estos reduccionismos empequeñecen la profecía del monacato, acortan el tiempo, limitan sus horizontes, encierran la jornada dentro de sus 24 horas. La razón es que si rezo mientras trabajo con la forma de la oración, estoy restando tiempo a mi jornada. La profecía del monacato consistía y consiste en trabajar sin más, en el tiempo y en la forma del trabajo, y rezar sin más, en el tiempo y en la forma de la oración. De este modo cada momento sirve y regenera al otro, y juntos componen un gran canto a la laicidad de la vida, donde lo sagrado no devora lo profano, porque también lo profano es liturgia, y la liturgia no es otra cosa que vida. En los monasterios se vence la muerte, cuando, con los pies bien asentados en el barro de los campos, se roza el cielo con un dedo manchado por el trabajo.
Esta dimensión cualitativa del tiempo es la que falta en las empresas modernas de fichas, minutajes y bonus, a las que les gustaría controlar el tiempo con horologi cada vez más sofisticados, pero que no conocen la otra dimensión del tiempo, que, cuando existe, libera al trabajador de los incentivos y de los controles. Esta dimensión cualitativa no está presente porque pondría en crisis la estructura entera de las empresas, que funciona mientras sea posible medir el tiempo y utilizarlo para incentivar y medir los méritos.
Pero hay otra cosa más. Si, por una parte, las grandes empresas modernas se están alejando del humanismo de los monasterios, por otra parte, sin saberlo, se están acercando mucho. A diferencia de las fábricas tayloristas del siglo XX, que tenían bastante con nuestras manos, las empresas del siglo XXI sueñan cada vez más con tener trabajadores-monjes. A los ejecutivos les gustaría tener trabajadores con vocación, que se adhirieran libremente a la misión de la empresa, sin estar guiados por un incentivo externo (demasiado débil) sino por un impulso interior; que no conocieran la distinción entre tiempo libre y trabajo, donde el trabajo coincidiera con la vida. En definitiva, quieren tener monjes que no trabajen por el salario ni por el beneficio, sino por una fidelidad íntima, que en una visión litúrgica de la vida no dejan de trabajar ni siquiera cuando duermen, porque hasta el sueño es officium. Quieren que sus trabajadores sean como los monjes descritos por Agustín: «Que nadie trabaje para sí mismo, sino que todos vuestros trabajos tiendan al bien común, y con mayor compromiso y ferviente presteza que si cada uno lo hiciera para sí» (Regula, 31). Pero la promesa de las empresas, a diferencia de la de los monasterios, es demasiado pequeña. Para tener trabajadores-monjes haría falta el paraíso, otro tiempo y otros incentivos. Las empresas no los tienen, pero están haciendo todo lo posible para convencernos de lo contrario. Conocer y meditar la gran tradición monástica podría ser el único antídoto verdadero para las falsas y seductoras promesas de paraíso.
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stdClass Object ( [id] => 16829 [title] => Y el ojo de la aguja se agrandó [alias] => ricchi-e-poveri-e-la-cruna-divenne-ampia-2 [introtext] =>Oikonomia/3 – Ricos y pobres: así es como el cristianismo se apropió de la ética romana posible.
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 26/01/2020.
«Creen que possen, cuando son poseidos, no dueños del dinero, sino vendidos a él»
Cipriano, De lapsis
¿Cuánto han influido los evangelios en la ética económica europea? No mucho. Y el papel de San Agustín fue decisivo.
El capitalismo está haciendo con el cristianismo algo parecido a lo que el cristianismo hizo con el imperio romano, cuando, a partir del siglo IV, sustituyó su cultura y su religión, nutriéndose de ellas. Si estamos de acuerdo con Walter Benjamin y decimos que el capitalismo ha crecido como “parásito” del cristianismo, también deberíamos decir que, muchos siglos antes, el cristianismo creció como parásito del mundo romano, en el sentido que veremos, poniendo su huevo en otro nido.
[fulltext] =>Empecemos con una pregunta: ¿cuánto de la visión económica de los Evangelios y del Nuevo Testamento entró en la christianitas medieval y por tanto en el ethos de Occidente? La ética económica del Nuevo Testamento no resulta sencilla de entender, porque nunca ha sido fácil mantener juntas la parábola de los talentos y la del obrero de la última hora, la ética del «buen samaritano» con la del «administrador deshonesto» donde aparece – única vez en los Evangelios – la palabra oikonomia. Jesús llamaba “felices” a los pobres, pero él mismo no era “técnicamente” un pobre, y tampoco excluía a los ricos (Mateo, Zaqueo, José de Arimatea …). Algunas palabras sobre los bienes y las riquezas han ocupado desde el principio un lugar especial. La primera es el relato del «hombre rico» (conocido como «joven rico»), donde Jesús, para responder a su petición de «tener vida eterna», le indica la «única cosa» que le falta: «Vende todo lo que tienes, dáselo a los pobres; después ven y sígueme». Entonces, ante su rechazo, formula una de sus frases “económicas” más célebres: la del rico, el camello y el ojo de una aguja (Marcos 10,18-22). Esta visión crítica de la riqueza enlaza con la gran tradición profética bíblica (Amós, Isaías), con Job y con el Qohélet. Al mismo tiempo, debemos tener presente que la crítica a la riqueza contrasta con otra alma, también muy presente en la Biblia, que lee los bienes como bendición de Dios y como señal de que las personas son justas (por ejemplo, Abrahám y los patriarcas).
Otro gran lugar “económico” del Nuevo Testamento es el capítulo cuarto de los Hechos de los Apóstoles, donde se describe la comunión de bienes de los cristianos de Jerusalén: «La multitud de los creyentes tenía una sola alma y un solo corazón. No llamaban propia a ninguan de sus posesiones, antes lo tenían todo en común» (4,32). Aquí, en la comunión, encontramos la distinción entre uso y propiedad de los bienes, que siglos después se haría central con el movimiento franciscano. Pero hay que notar una diferencia importante entre la visión de la pobreza/riqueza que emerge del episodio del joven rico del Evangelio y la que presentan los Hechos. En el Evangelio, el convertido a la buena noticia daba sus bienes a los pobres y entraba en la comunidad cristiana como pobre (por elección). En la comunidad de Jerusalén, en cambio, «no había indigentes, pues los que poseían campos o casas los vendían, llevaban el precio de la venta y lo depositaban a los pies de los apóstoles. A cada uno se le repartía según su necesidad» (4,34-35). Aquí los bienes no se daban a los pobres, sino que el énfasis se ponía en la redistribución dentro de la comunidad. Más que la pobreza en sí, en el corazón de la Iglesia estaba la comunión intracomunitaria, porque el ideal era que no hubiera “ningún indigente” entre los fieles.
Luego están las cartas de Pablo. En ellas se atribuye un espacio importante a la “colecta” para ayudar a “los santos” (bellísima expresión) de la Iglesia de Jerusalén. Su pensamiento se concentra en el concepto de igualdad: «No se trata de aliviar a otros pasando vosotros apuros, sino de lograr la igualdad. Que vuestra abundancia remedie por ahora su escasez ... Así habrá igualdad» (2 Corintios 8,13-14). Seguimos en la misma línea de los Hechos: el centro no es la pobreza sino la comunión de bienes. Así pues, al Nuevo Testamento, a excepción de la (fundamental) página de las Bienaventuranzas, más que la pobreza, le interesa la actitud con respecto a la riqueza. Si acudimos a la literatura de los Padres de la Iglesia, con frecuencia encontramos esta doble enseñanza con respecto a la riqueza: liberarse de los bienes es una precondición personal para comenzar una vida nueva donde los verdaderos bienes son otros (hay que desocupar los graneros para acoger el grano nuevo), pero la misma riqueza también es necesaria para poder reducir la pobreza en la comunidad. Escribía Clemente Alejandrino: «El Señor aprueba el uso de las riquezas, hasta tal punto que manda la comunión de bienes» (Quis dives salvetur).
Con el final de la etapa primitiva y carismática de la Iglesia, la difusión del cristianismo determinó de forma natural la creciente llegada de personas pudientes a las comunidades. Fue significativo un episodio acontecido en Roma entre los años 404 y 405 (Vita Melaniae). Dos jóvenes esposos cristianos, Valerio Piniano y Melania la Joven, tenían un gran patrimonio. Atraídos por una vida ascética, comenzaron a deshacerse de su enorme riqueza para vivir una vida de pobreza, primero en Sicilia y después en Jerusalén, imitando la vida pobre de los primeros cristianos. Los esposos vendieron sus propiedades y liberaron a 8.000 esclavos. Sin embargo, los esclavos protestaron y se revolvieron contra esta decisión, porque se quedaron sin protección alguna, y muchas tierras resultaron abandonadas. Este episodio contribuyó al debate sobre la pobreza y la riqueza, en el que participaron muchos teólogos de los siglos IV y V. Después del Edicto de Milán, el cristianismo comenzó poco a poco a ocupar en las masas el lugar de la religión romana. Hacía falta algo nuevo. Y Agustín lo proporcionó.
De regreso a África, a Agustín le importaban mucho la unidad del pueblo cristiano, y por eso se vio obligado a mantener una «cierta reticencia en sus relaciones con los ricos» (Peter Brown), ciertamente mayor que la de Paulino de Nola, Jerónimo o Ambrosio. Con Agustín se acentuó la lectura moral de las parábolas y de los episodios “económicos” de Jesús, que ya estaba presente en los primeros Padres, y las riquezas de las que deshacerse pasaron a ser las malas pasiones. La riqueza era buena en sí misma, pero estaba sujeta, como todos los bienes, a la corrupción. A Agustín le interesaba sobre todo la concordia, la filantropía, la limosna, el orden y el amor civicus romano. De este modo, recuperó, casi en su totalidad, la ética económica romana clásica, incluida la idea de que los ricos eran necesarios para la gestión del poder y el buen gobierno. Pelagio, un “herético” contra el que Agustín emprendió una durísima batalla teológica, complicó mucho las cosas. Si bien el centro de la gran polémica era el tema de la gracia y la salvación, Pelagio y sus seguidores desarrollaron, debido entre otras cosas a la influencia de la filosofía estoica, una visión negativa radical con respecto a la riqueza, que arraigó particularmente en las élites romanas. Una consecuencia de la teología pelagiana de la salvación por las obras era que los ricos, para salvarse, debían renunciar a todos sus haberes (como Piniano e Melania), e intentar pasar por el ojo de la aguja: «Un rico que siga en posesión de sus riqueza no puede entrar en el Reino» (De divitiis). La renuncia voluntaria a la riqueza era la obra que salva. Y a continuación añadía, claramente en polémica con Agustín: «Y no le puede beneficiar en nada, para asegurarle la salvación, usar sus riquezas como limosna». Los pelagianos intentaron realizar también un análisis de la morfología y del origen de la riqueza, llegando a conclusiones muy fuertes: «Difícilmente puede adquirirse la riqueza sin alguna injusticia» (De divitiis).
La batalla teológica la ganó Agustín, y junto a la teología de Pelagio fue derrotada también su visión de la riqueza: «Si los ricos son virtuosos, que estén tranquilos: cuando llegue el último día, se encontrarán en el Arca» (Agustín, Sermo Dolbeau). De este modo, el lugar del lema pelagiano «quita a los ricos y no habrá pobres» fue ocupado por el agustiniano «quita la soberbia, y la riqueza no te causará daño» (Sermo 39,4). El camello consiguió pasar porque se amplió mucho el ojo de la aguja. La victoria de Agustín orientó decididamente la moral económica de Europa y por tanto la historia de Occidente.
Llegados a este punto, debemos volver al “parasitismo” con el que comenzamos. Lo que nosotros llamamos visión cristiana de la riqueza y de la pobreza, en gran parte, fue una herencia que el cristianismo recogió del mundo romano. Sobre el uso de las riquezas, el cristianismo medieval (casi) no alteró las formas de la civilización romana. La falta en los Evangelios de una verdadera doctrina popular sobre la riqueza (la que había fue considerada demasiado exigente para convertirse en unviersal) hizo que los teólogos y los padres adoptaran la ética cívica romana preexistente, que se prestaba bien a convertirse en una ética posible para todos, ricos y pobres. Mientras en otras dimensiones de la vida y de la religión, el cristianismo trajo a Europa una gran novedad, la ética económica cristiana nació de un injerto en el árbol romano (y griego) y en su ética privada y pública. Ciertamente influyeron más Cicerón y Séneca que el “joven rico” y la “comunión de bienes”. La asistencia a los pobres, las anonas [impuestos medievales pagados por los propietarios de las tierras], las donaciones y la magnanimidad de los ricos, sobre los que se construyó la cultura de la riqueza y la pobreza en la Edad Media, de hecho ya estaban presentes en el imperio romano tardío. Los cristianos tomaron estas cosas y las cambiaron solo marginalmente, pero no en aspectos decisivos (por ejemplo, la recompensa por la beneficiencia ya no era una estatua en el foro sino el paraíso). Para poder convertirse en una ética posible para todos, la ética económica cristiana tuvo que pagar el precio de hacerse muy romana, de “crecer parasitariamente” sobre la ética del imperio que se estaba disolviendo.
Hay un último aspecto relevante sobre el que volveremos. En paralelo a esta afirmación de una ética de la riqueza posible, conciliadora y moderada, en esos mismos siglos comenzó el gran movimiento del monacato. En aquellos tiempos empezó a extenderse la idea de que la radicalidad exigida en los Evangelios y en los Hechos en cuanto a la renuncia a las riquezas y a la comunión de bienes, podía finalmente convertirse en praxis concreta para los monjes y para los monasterios. A los laicos se les propuso una ética posible para todos. En cambio, en los monasterios era posible ver de nuevo las comunidades carismáticas de los primeros tiempos, la antigua comunión de los pobres, la “unica cosa” que faltaba. Cada vez que, gracias a un carisma, se quiere volver a la radicalidad de los primeros tiempos del cristianismo, se vuelven a vivir estas mismas dinámicas y reaparece la “solución” de la doble vía.
No se entiende la economía occidental medieval, la Reforma ni la economía capitalista moderna sin esta “doble vía” seguida por la ética económica, que, si bien, por una parte, dio vida al inmenso movimiento del monacato y a sus enormes frutos de civilización (y de economía), por otra parte hizo que la ética económica, pública y privada, de la Europa cristiana fuera muy parecida, demasiado, a la que precedió al cristianismo.
¿Cuánto hay de ética romana y cuánto de ética cristiana en el espíritu moderno del capitalismo? ¿Qué Europa habría nacido si en lugar de afirmarse la ética romana lo hubiera hecho la de la comunión de bienes? ¿En qué se habría convertido la economía occidental si el camello no hubiera pasado por un ojo tan ancho?
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«El capitalismo no es, en primer lugar, un sistema económico de distribución de la posesión, sino un sistema conjunto de cultura y de vida»
Max Scheler, El futuro del capitalismo.
El conocimiento del pensamiento económico de Karl Marx sigue siendo imprescindible para cualquiera que se proponga indagar en la naturaleza sacral de nuestro capitalismo. Sus preguntas – no tanto sus respuestas – siguen siendo capaces de abrir claros profundos en la economía de nuestro tiempo, por los que podemos entrever altos horizontes todavía poco explorados. Hace treinta años, cuando cayó el comunismo real, se pensó que también Marx caería, como si un autor no fuera excedente con respecto a la traducción histórica de su propio pensamiento. Tanto Walter Benjamin como Marx, en su análisis de la religión capitalista, atribuyen un papel central a los productos, a las mercancías. Marx, en “El Capital”, sitúa al comienzo de su razonamiento el tema del carácter fetichista de las mercancías, que es uno de los pilares metodológicos de su crítica. Habla de carácter fetichista, o sea de la mercancía como fetiche.
[fulltext] =>El fetiche es un elemento del mundo sagrado, típico de los estadios originarios y primitivos de la religiosidad humana. Es un objeto inanimado, al que las comunidades y las personas atribuyen propiedades mágicas o sobrenaturales. La palabra portuguesa feitiço era usada por los navegantes modernos para señalar los amuletos y totems que encontraban en los pueblos africanos. Más tarde se extendió parcialmente a los objetos religiosos de tipo sagrado, a las imágenes de fuerzas sobrenaturales. Cuando Marx recurre a esta expresión para caracterizar las mercancías en el capitalismo, su referencia a la religión es muy explícita e intencionada. Escribe: «Para encontrar una analogía, debemos volar a la región neblinosa del mundo religioso. Allí, los productos de la mente humana parecen figuras independientes, dotadas de vida propia, en relación unas con otras y con los hombres. Esto mismo ocurre en el mundo de las mercancías con los productos de la mano humana. A esto yo lo llamo el fetichismo que se adhiere a los productos del trabajo en cuanto son producidos como mercancías, y que es inseparable de la producción de mercancías». (El capital, Libro 1). Como afirma en una nota, citando al economista italiano Ferdinando Galiani, «el valor es una relación entre personas, oculta bajo la envoltura de una relación entre mercancías».
Para Marx las mercancías son fetiches porque son realidades inanimadas que remiten a algo vivo: a las relaciones entre personas. En los sistemas de producción antiguos resultaba inmediato vincular la mercancía con su productor. Sin embargo, en el sistema capitalista atribuimos a las mercancías una existencia autónoma, casi mágica o arcana. De ahí la definición de mercancía dada por Marx: «A primera vista, una mercancía parece algo trivial, obvio, pero su análisis pone de manifiesto que es una cosa muy extraña, llena de sutilezas metafísicas y filigranas teológicas. … En el momento en que se presenta como mercancía, la mesa se transforma en un objeto sensiblemente suprasensible. No solo se apoya con las patas en el suelo, sino que, ante todas las demás mercancías, se presenta patas arriba, y de su cabeza de madera salen caprichos más extravagantes que si se pusiera espontáneamente a bailar». Las mercancías adquieren existencia propia con respecto a los hombres y a las mujeres que las producen (y a las máquinas y a los robots): esto es a lo que Marx llama arcano. Además, para Marx, es evidente que este poder religioso solo se activa en el capitalismo: «Tan pronto como nos refugiamos en otras formas de producción, inmediatamente desaparece todo el misticismo del mundo de las mercancías, toda la magia y el encantamiento que rodean de niebla a los productos del trabajo sobre la base de la producción de mercancías». Misticismo, encantamiento y magia.
En realidad, si concedemos importancia a la imagen fuerte de la mercancía como fetiche, inmediatamente nos daremos cuenta de que el nombre más adecuado para el capitalismo sería el de idolatría, puesto que los fetiches son los habitantes típicos del ambiente sagrado de los cultos idolátricos, no de las religiones, y mucho menos de la judeo-cristiana. Pero ¿qué es la idolatría? ¿por qué la Biblia ha combatido tanto contra ella? y ¿por qué los profetas, sobre todo, la han considerado como su principal enemiga (junto con los falsos profetas)? Porque detrás de su batalla teológica hay otra antropológica: cada vez que un hombre comienza a adorar un objeto, se hace menos hombre. Cuando alguien intenta representar a Dios a través de objetos o imágenes, nunca puede igualar la única imagen verdadera y lícita de Dios en la tierra: el hombre y la mujer, creados “a su imagen”. Todas las demás imágenes de la divinidad son garabatos teológicos y antropológicos. Así pues, detrás de la lucha anti-idolátrica hay un gran humanismo.
Esta misma batalla ha llevado a la Biblia a criticar radicalmente todas las presencias “naturales” de Dios en el mundo, llegando a borrar de sus relatos hasta las huellas de ritos religiosos agrícolas, tales como los cantos de luto por la última gavilla o por el último racimo de uva, donde los campesinos, llorando, les pedían perdón por tener que “matarlos”, y les suplicaban que “resucitaran” en la nueva estación. En algunas culturas se inhumaba la última gavilla, se recitaba el credo y se esperaba su “resurrección”. No debemos olvidar que las primeras intuiciones acerca de una posible continuidad de la vida después de la muerte natural, las aprendieron los seres humanos del ciclo de muerte y resurrección de los campos. No es casualidad que muchos padres de la Iglesia y muchos obispos siguieran recitando estas oraciones naturales y agrícolas, entrelazadas con las cristianas. En un Paternoster alemán del siglo XIII, citado por Ernesto de Martino, se lee que Cristo fue «sembrado por el Creador, germinó, maduró, fue segado, atado en una gavilla, transportado a la era, trillado, cribado, molido, encerrado en el horno y después de tres días fue sacado y comido como pan». No será teología perfecta, pero es un Padre Nuestro tan espléndido y verdadero como nuestra pobre gente campesina.
Aún recuerdo que, cuando era niño, mis bisabuelos recitaban improbables oraciones mezclando el latín, el dialecto y el italiano, durante el tiempo de la cosecha o en los lutos. No conocían el dogma trinitario y tenían ideas muy vagas sobre la diferencia ontológica entre Jesús y la Virgen. Cuando comulgaban, no sabía nada de la “sustancia” ni de los “accidentes”. Pero sabían que el pan era pan, y que, por eso mismo, ya era sagrado, puesto que de él dependían la vida y la muerte. Entendían que el pan de la Misa era distinto; por eso se acercaban a la comunión con una solemnidad y una densidad teológica que yo pido encontrar algún día, aunque sea el último. Ciertamente, siempre habrá teólogos y escribas capaces de realizar finos razonamientos y justificaciones en base a documentos del magisterio para condenar los cantos de luto de la gavilla y las oraciones de mis abuelos, para separarse de aquel mundo de ignorancia y fetiches. Pero si hay un paraíso – y debe haberlo y los pobres deben habitarlo – junto a los salmos de los ángeles encontraremos también los cantos de la vendimia y la cosecha, embadurnados de carne y de sangre, y por tanto más verdaderos que muchos cantos polifónicos cantados sin pobres y sin dolor.
La misma Biblia, a la vez que combate duramente los ritos y los símbolos astrales y de la fertilidad, en sus páginas poéticas y sapienciales nos regala palabras maravillosas sobre la luna, las estrellas, los cielos “que narran la gloria de Dios”, la belleza de los animales (Job), el eros y la vida (Cantar). El hombre bíblico ve a Dios (sin verlo), lo siente en el templo, lo escucha en los profetas, lo ve y lo siente en el hombre y en la mujer, pero también lo ve y lo siente en la “nube”, en la “columna de fuego”, en el fuego de Elías y “en la brisa ligera del silencio”. Para afirmar su verdadera diversidad en un mundo dominado por una religión natural, la Biblia ha tenido que absolutizar su crítica a la dimensión religiosa de las cosas, a la naturaleza, a los árboles y a la creación. Pero nunca la ha eliminado, porque era verdadera. Creo que un profeta bíblico habría comprendido sin dificultad la frase que Ismael dice hablando de su compañero idólatra Queequeg, en Moby Dick, la obra maestra (teológica también) de Melville: «¿Cómo, entonces, me podía unir a este salvaje idólatra en la adoración de este trozo de madera? Pero ¿qué es adoración? ¿Vas ahora a suponer, Ismael, que el magnánimo Dios del cielo y la tierra – incluidos todos los paganos – puede estar celoso de un insignificante trozo de madera negra? ¡Imposible! Entonces ¿qué es adoración?». No sería posible ningún diálogo verdadero con el mundo de las religiones animistas ni con el hinduismo si no pensáramos algo parecido a lo que dice Ismael.
El catolicismo ha desarrollado y cultivado, no por casualidad ni por equivocación, una visión sacramental de la realidad, donde las “cosas” pueden contener signos y mensajes que dicen algo sobre Dios, sin ser Dios. La encarnación ha dado sustancia espiritual a la historia, y por tanto a sus cosas, al trabajo humano, a sus obras. El joven árbol del bosque de Jerusalén, trabajado por un carpintero de patíbulos, no podía saberlo, pero entró con sus clavos en el seno de la Trinidad para siempre. Si no fueran dramáticas, nos harían sonreír las imágenes de grandes defensores de la fe auténtica que vemos hoy arremetiendo contra la idolatría (véase el Sínodo sobre la Amazonia) con ocasión de los sincretismos que los pobres siempre han tenido, sin que nunca les haya molestado la idolatría del capitalismo, que generalmente suelen aplaudir. En realidad, la del capitalismo está mucho más cerca, en el espíritu, de la idolatría que la Biblia combate. A diferencia de los ritos campesinos de nuestros antepasados, que sentían la presencia verdadera del mismo Dios en las cosas, bajo las mercancías de nuestro consumismo está el mismo hevel (nada) de los ídolos espantapájaros criticados por Jeremías.
En el mundo de la pobreza, dentro de las cosas – el pan, el trigo, el vino, las plantas, los escasos objetos – se puede sentir lo sagrado, entre otras cosas, porque la vida y la muerte discurren a través de esas pocas cosas. Nuestro capitalismo multiplica hasta el infinito las cosas, pero no multiplica su valor. Si tengo un solo traje bueno, una sola pluma buena, una sola bicicleta o un solo juguete, y estos se convierten en dos, tres o diez, el valor del primer traje y de la primera pluma no aumenta, sino que se divide y se reduce cada vez más, hasta desaparecer si el número (denominador) es infinito. El traje bueno tiene un valor infinito precisamente porque es el único. Por eso se arregla, se guarda, se cuida y no es de “usar y tirar”. En la pobreza, las cosas tienen un gran valor, y la primera pobreza de la abundancia es la desaparición del valor de los bienes que tenemos, convertidos en mercancías. Cuando la vida nos ocupa todas las energías vitales para sobrevivir nosotros y nuestros hijos, a menudo también sabemos rezar. Y cuando rezamos solo usamos unas pocas oraciones que recordamos y que nos gustan porque nos las enseñó un padre o una abuela, certificando la verdad de esas palabras no con la teología sino con su carne entregada. En las pobrezas, también las oraciones escasean. Ninguna oración cristiana supera el único grito inarticulado en la altísima pobreza del Gólgota.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 19/01/2020
«El capitalismo no es, en primer lugar, un sistema económico de distribución de la posesión, sino un sistema conjunto de cultura y de vida»
Max Scheler, El futuro del capitalismo.
El conocimiento del pensamiento económico de Karl Marx sigue siendo imprescindible para cualquiera que se proponga indagar en la naturaleza sacral de nuestro capitalismo. Sus preguntas – no tanto sus respuestas – siguen siendo capaces de abrir claros profundos en la economía de nuestro tiempo, por los que podemos entrever altos horizontes todavía poco explorados. Hace treinta años, cuando cayó el comunismo real, se pensó que también Marx caería, como si un autor no fuera excedente con respecto a la traducción histórica de su propio pensamiento. Tanto Walter Benjamin como Marx, en su análisis de la religión capitalista, atribuyen un papel central a los productos, a las mercancías. Marx, en “El Capital”, sitúa al comienzo de su razonamiento el tema del carácter fetichista de las mercancías, que es uno de los pilares metodológicos de su crítica. Habla de carácter fetichista, o sea de la mercancía como fetiche.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 12/01/2020
«Si quisiéramos definir la civilización humana con una expresión preñada de significado, podríamos decir que es la potencia formal de incluir en el “valor” lo que en la naturaleza corre hacia la “muerte”»
Ernesto de Martino, Morte e pianto rituale nel mondo antico
Comienza una nueva serie de artículos sobra la relación entre capitalismo y religión, entre cristianismo y oikonomia. ¿Qué parte de los valores cristianos ha entrado en el capitalismo actual? y ¿el cristianismo es solo su nido?
El siglo XX nos ha dejado en herencia un rico y duro debate sobre el capitalismo. Es algo más que un debate intelectual o académico. Es carne y sangre, vida y muerte, paraíso e infierno. El capitalismo siempre ha tenido muchos críticos, pero lo cierto es que ha mostrado una sorprendente capacidad de adaptación al cambio según las condiciones del contexto. Ha sabido cambiar de forma absorbiendo las instancias de sus críticos. Como cualquier gran imperio, se ha hecho más grande y fuerte englobando a los enemigos dentro de sus propias tropas y de su propia cultura. Ha cambiado hasta tal punto que hoy la palabra misma “capitalismo” ha perdido fuerza - la sigo usando a falta de otras mejores. Pero, durante estos últimos años, algunos cambios globales, dramáticos y repentinos han complicado el escenario a la vez que han reducido y simplificado fuertemente los debates acerca de la valoración ética de este capitalismo. Es muy evidente que el capitalismo no ha cumplido sus promesas de progreso y bienestar en lo relativo a algunas variables fundamentales de la vida individual y social. El estado de salud de los bienes comunes, de los bienes relacionales y de la tierra nos dice clara y palmariamente que existe una incompatibilidad radical entre su protección y la lógica capitalista. Desde este punto de vista, cada vez más decisivo, no está aumentando ni la riqueza de las naciones ni la felicidad pública. Sobre esto ya no hay nada que debatir seriamente. Sencillamente debemos cambiar de lógica, necesitamos nuevos paradigmas, y sobre todo debemos darnos prisa: el tiempo se ha acabado o estamos en plena “zona Cesarini” del planeta y de las comunidades humanas.
[fulltext] =>El capitalismo ha conocido valoraciones muy distintas dentro de las iglesias cristianas y del catolicismo. La presunta naturaleza cristiana del espíritu del capitalismo ha sido (y es) un tema constante. Que el capitalismo es de algún modo “cristiano” resulta tautológico, puesto que nació en Europa, y hasta hace unas cuantas décadas decir Europa significaba esencialmente decir cristianismo. Desde este punto de vista, la modernidad y la ilustración fueron “cristianas”, al igual que los fascismos y el comunismo. Pero cuando decimos esto, no estamos diciendo nada. No resulta de mucha ayuda, parafraseando el célebre comienzo de la “teología política” de Carl Schmitt (1922), afirmar que los conceptos más grávidos de significado de la economía moderna son conceptos teológicos secularizados. Lo más interesante comienza cuando nos planteamos preguntas “segundas”: ¿qué parte del cristianismo ha entrado en el capitalismo? ¿qué se ha quedado fuera? ¿cómo ha entrado? La nueva serie de artículos que comenzamos hoy es un intento de responder a estas (y a otras) preguntas. Pero antes deberíamos tomar conciencia de que la historia de la relación entre el cristianismo y la economía es verdaderamente compleja, probablemente más compleja que la que nos han contado quienes han escrito hasta ahora sobre el tema. En primer lugar, esto es debido a que las categorías teológicas (cristianas y bíblicas) que la modernidad transformó, secularizándolas, en categorías económicas, recibieron a su vez la influencia de otras categorías económicas. La teología que inspiró la economía fue antes inspirada por la economía. Trabajando estos años sobre economía, Biblia y teología, hemos descubierto entramados improbables e imprevistos entre estos ámbitos de la vida. Con un notable estupor inicial, afirmábamos varias veces que el primer homo oeconomicus fue el l’homo religiosus. El “do ut des”, antes de convertirse en la regla de oro del comercio, fue la férrea ley de los sacrificios ofrecidos a los dioses: “Aquí está mi mantequilla, ¿dónde están tus favores?” leemos en el ritual brahmánico de las ofrendas en el templo. Muchas categorías sobre las que se fue fundando poco a poco, en la modernidad, la ciencia económica – tales como el precio, el intercambio, el valor, las deudas, los créditos, el mérito, el orden, el don, los tributos, los premios y la misma oikonomia – fueron heredadas de la religión y del humanismo medieval judeocristiano. Pero si excavamos más profundamente, nos daremos cuenta de que estas mismas categorías teológico-religiosas se formaron a su vez en un intercambio constante con la vida económica de las comunidades. En las sociedades antiguas se ponían monedas en los sarcófagos para acompañar a los muertos en el pago del precio de la entrada al más allá, o se aplicaba el lenguaje económico a las culpas, a las deudas y a las penitencias. La misma Biblia hebrea y después los evangelios y Pablo hicieron un abundante uso del lenguaje y de las imágenes de la economía para hablar de la fe. Se trata de una contaminación recíproca, donde no es fácil comprender quién ha influido en quién, ni cuál ha sido la dirección del nexo causal.
La tesis más probable es que, con la revolución agrícola, el comercio y la religión se desarrollaron juntos, y que el matrimonio entre el ámbito económico y el sagrado se produjo naturalmente al alba de las grandes civilizaciones. Las monedas nacieron y se desarrollaron alrededor de los templos, puesto que se usaban para medir sacrificios, culpas y méritos. Desde ahí, su uso se extendió poco a poco al ámbito económico profano. La palabra latina pecus (rebaño), de la que deriva pecunia, indicaba en primer lugar las cabezas de animales ofrecidas en sacrificio, contadas y contabilizadas en las relaciones comerciales con la divinidad. El contexto sagrado ofrecía la necesaria confianza-fe para que las monedas pudieran seguir su curso. El primer lugar donde se valoraron “cosas” – animales y plantas – destinadas por naturaleza a la muerte, fue el altar. El hecho de presentarlos como ofrenda ritual los exoneraba de la suerte corriente de los mortales. Volviendo a la relación entre cristianismo y capitalismo, deberíamos tener muy presente que la ética económica que impregnó la christianitas medieval se parecía mucho más a la cultura económica del Imperio Romano tardío que a los principios económicos de los evangelios. Veremos que la operación que está realizando hoy el capitalismo con el cristianismo (ocupar su lugar), es la misma que realizó el cristianismo con la religión y la ética de los romanos a partir del siglo IV-V. La única diferencia es que en esta segunda sustitución no ha habido siglos de persecución y martirio: el Constantino del capitalismo fue Nerón o Herodes, porque fue acogido con entusiasmo desde su primera aparición. De este modo, las preguntas se complican: ¿qué ética económica cristiana ha penetrado (suponiendo que lo haya hecho) en el capitalismo moderno? ¿Ha penetrado más Cicerón o el Evangelio, la ética histórica de las virtudes o la de las bienaventuranzas?
En nuestra investigación no partiremos de Max Weber ni de Amintore Fanfani ni de Giuseppe Toniolo, sino de un filósofo alemán, Walter Benjamin, al que hemos conocido y al que nos hemos acercado varias veces durante estos años de exploración. En un breve pero profético texto - “El capitalismo como religión” (1921) - Benjamin, a diferencia de Schmitt, no habla de “secularización” de las categorías teológicas con respecto al capitalismo, sino de una nueva religión: «En Occidente, el capitalismo se ha desarrollado de forma parasitaria sobre el cristianismo… En la época de la Reforma, el cristianismo no se limitó a facilitar el surgimiento del capitalismo, sino que se transformó en capitalismo». Aquí encontramos dos conceptos-imágenes que están en tensión. Por una parte, Benjamin afirma que el capitalismo es un parásito del cristianismo; por otra, dice que el cristianismo, como en una metamorfosis, se ha convertido en capitalismo. Ambas imágenes son fuertes. Aunque las consideremos solo como una primera aproximación, en todo caso nos obligarán a realizar ejercicios que podrían revelarse fructíferos. Fructíferos y parciales. Fructíferos por parciales. Ciertamente podríamos decir otras cosas interesantes a partir de la tesis de Weber o de otros autores más “clásicos”. El parásito y la metamorfosis son imágenes extremas y por tanto muy discutibles. Pero, como ocurre muchas veces (no siempre), las metáforas extremas bien usadas pueden mostrar aspectos de la realidad más generativos que las metáforas moderadas.
Por eso damos importancia a la tesis de Benjamin, pero prefiriendo la metáfora del parásito a la de la metamorfosis. Por la biología sabemos que la metamorfosis consiste en la transformación que sufre un mismo insecto (u organismo) cuando pasa de la fase larval a la adulta. El gusano se convierte en mariposa porque el proceso está inscrito en el ciclo vital del insecto. En cambio, el parasitismo es un fenómeno profundamente distinto, que asume, a su vez, muchas formas. El término nació en Grecia para describir algunos comportamientos sociales, como disfrutar de beneficios sin soportar costes, que es lo que hacían los aprovechados que se colaban en los banquetes públicos. El parasitismo es muy diferente del mutualismo de la simbiosis. La simbiosis es un “juego de suma positiva”, mientras que el parasitismo es un “juego de suma cero”, una relación discordante, porque el parásito se nutre a costa del huésped, sin reciprocidad de beneficios. Además, el parásito no usa al huésped solo para nutrirse, sino también como un “nicho ecológico” a quien confía una tarea reguladora de sus relaciones con el exterior (el virus no tiene aparato reproductivo). En ciertos casos (llamados parasitoides), la asimetría es radical y la relación termina con la muerte del huésped. A los parásitos les falta inteligencia para comprender que matar el cuerpo que les acoge va en contra de su propio interés. No obstante, durante su evolución, algunos han alargado su ciclo de vida en el huésped: lo matan más lentamente. Ningún gorrón inteligente quiere la muerte de los organizadores de banquetes.
La relación entre capitalismo y cristianismo contiene elementos de todas estas formas de parasitismo, incluido el alargamiento de la vida de su huésped con el fin de seguir nutriéndose de él. Contiene asimismo otros elementos no captados por la metáfora del parásito. Hay aspectos de mutualismo e incluso de filiación. La metáfora del parásito no nos lo muestra todo, pero nos permite descubrir algo nuevo. Entre las múltiples formas posibles de parasitismo, el del cuclillo resulta muy útil como instrumento para indagar en el nexo entre cristianismo y capitalismo. El cuclillo practica el parasitismo de incubación: pone su huevo en el nido de otros pájaros (la curruca capirotada o el carricero, por ejemplo) y el pájaro huésped, sin saberlo, lo incuba a causa del parecido entre el huevo extraño y sus propios huevos. Cuando eclosionan, la cría del cuclillo se deshace de los demás huevos presentes en el nido y se queda como único ocupante. La madre pájaro nutre al pequeño cuclillo como si fuera de su propia prole. Es uno de los muchos errores que utiliza la ley de la vida. El capitalismo-cuclillo puso su huevo en muchos nidos cristianos (católicos, luteranos, calvinistas, anabaptistas…). No los puso en nidos de otras religiones porque habrían sido inmediatamente rechazados. El cristianismo cuidó el huevo capitalista porque se le parecía mucho, y el gran parecido de sus cáscaras engañó a las madres. Lo incubaron y protegieron durante siglos, en el largo tiempo en que todos los huevos parecían iguales. Solo recientemente, en el tiempo de la eclosión, ese pájaro distinto y más gordo ha empezado a expulsar del nido a sus hermanastros pajarillos. Pero, como ocurre en la naturaleza, la madre, que se encuentra con un único hijo, lo nutre desconocedora de la sustitución y del enredo. La vida es más grande, y transforma en valor lo que debería morir. No es hijo de la curruca, pero es hijo del mismo bosque.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 12/01/2020
«Si quisiéramos definir la civilización humana con una expresión preñada de significado, podríamos decir que es la potencia formal de incluir en el “valor” lo que en la naturaleza corre hacia la “muerte”»
Ernesto de Martino, Morte e pianto rituale nel mondo antico
Comienza una nueva serie de artículos sobra la relación entre capitalismo y religión, entre cristianismo y oikonomia. ¿Qué parte de los valores cristianos ha entrado en el capitalismo actual? y ¿el cristianismo es solo su nido?
El siglo XX nos ha dejado en herencia un rico y duro debate sobre el capitalismo. Es algo más que un debate intelectual o académico. Es carne y sangre, vida y muerte, paraíso e infierno. El capitalismo siempre ha tenido muchos críticos, pero lo cierto es que ha mostrado una sorprendente capacidad de adaptación al cambio según las condiciones del contexto. Ha sabido cambiar de forma absorbiendo las instancias de sus críticos. Como cualquier gran imperio, se ha hecho más grande y fuerte englobando a los enemigos dentro de sus propias tropas y de su propia cultura. Ha cambiado hasta tal punto que hoy la palabra misma “capitalismo” ha perdido fuerza - la sigo usando a falta de otras mejores. Pero, durante estos últimos años, algunos cambios globales, dramáticos y repentinos han complicado el escenario a la vez que han reducido y simplificado fuertemente los debates acerca de la valoración ética de este capitalismo. Es muy evidente que el capitalismo no ha cumplido sus promesas de progreso y bienestar en lo relativo a algunas variables fundamentales de la vida individual y social. El estado de salud de los bienes comunes, de los bienes relacionales y de la tierra nos dice clara y palmariamente que existe una incompatibilidad radical entre su protección y la lógica capitalista. Desde este punto de vista, cada vez más decisivo, no está aumentando ni la riqueza de las naciones ni la felicidad pública. Sobre esto ya no hay nada que debatir seriamente. Sencillamente debemos cambiar de lógica, necesitamos nuevos paradigmas, y sobre todo debemos darnos prisa: el tiempo se ha acabado o estamos en plena “zona Cesarini” del planeta y de las comunidades humanas.
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