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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 08/03/2015
Dios creó al hombre como el mar crea los continentes: retirándose.
Friedrik Holderlin
Los grandes procesos de cambio, esos que son capaces de regenerar el cuerpo entero e inaugurar una nueva primavera, nunca los desencadenan ni los dirigen las élites que gobernaban cuando surgió la crisis. Este dinamismo es conocido y tiene alcance universal, por lo que se puede aplicar también a esas realidades a las que hemos llamado comunidades y movimientos carismáticos (porque nacen de un carisma, del don de una “mirada distinta” sobre el mundo).
[fulltext] =>A las personas que tienen que gestionar una realidad carismática viva pero en declive les corresponde una tarea muy difícil pero verdaderamente fundamental: comprender, si es posible en el momento adecuado, que el proceso más importante que deben desencadenar es el de crear, retirándose, espacios de libertad y creatividad para que puedan surgir otras dinámicas y otras personas distintas. Y saber reconocerlas en el hijo más joven que pastorea el rebaño fuera de casa, en el niño de un pequeño pueblo de Judá o en el hermano rechazado y vendido como esclavo. Pero si las clases dirigentes piensan, muchas veces de buena fe, que deben ser ellas mismas las que gestionen el cambio, casi inevitablemente terminan agravando la enfermedad que pretendían curar.
De los movimientos ideales florecen realidades de dos tipos: las que ya desde el principio nacen como organizaciones y las que nacen como movimiento y después se convierten en organizaciones. El florecimiento y la duración de las primeras, a las que hemos llamado Organizaciones con Motivación Ideal (OMIs), depende en buena medida de la capacidad para crear buenas estructuras, obras y organizaciones robustas, ágiles y eficientes. En este caso, si el proyecto de los fundadores no se convierte en “obra”, todo termina con la generación de los promotores. Con las realidades que nacieron como movimiento ocurre exactamente lo contrario: el movimiento carismático se debilita si, una vez convertido en organización, no logra renacer continuamente como movimiento, renovando y desmantelando con valentía las formas organizativas que ha generado, y volviendo a ponerse en camino hacia nuevas tierras. También a estas realidades les llega el momento de la organización; pero, si se bloquean en esta fase, la fuerza profética del carisma se atenúa mucho y en ciertos casos llega a desaparecer. La vitalidad profética de un movimiento carismático genera muchas OMIs, pero no debe llegar a convertirse él mismo en una OMI, puesto que en este caso la Organización devoraría a la Motivación Ideal.
Un movimiento convertido en organización puede conocer una nueva primavera carismática si en alguna zona marginal del “reino” hay minorías creativas que comiencen a reconstituir las condiciones para volver a vivir el mismo “milagro” de la primera fundación del carisma: el mismo entusiasmo, la misma alegría, los mismos frutos. El proceso que lleva a estas minorías a convertirse en mayoría se llama reforma, y es la única cura posible para las realidades colectivas que se han bloqueado, que siguen vivas pero han perdido su capacidad de engendrar. Si un movimiento convertido en organización quiere renovarse y volver a ser un movimiento, la operación más necesaria es que sus dirigentes comprendan la necesidad de crear las condiciones de libertad e innovación para que otros, no ellos, puedan relanzar una nueva etapa carismática y volver así a ser un movimiento. Por eso la pregunta más crucial es cómo gestionar los procesos de renovación en las comunidades y movimientos carismáticos que, a pesar de las dificultades, todavía tienen deseo y capacidad de futuro (gracias a Dios siguen siendo muchos).
La primera precondición general es tratar de no agravar la enfermedad mientras se busca la cura. Cuando una realidad carismática comienza a advertir su declive, sus responsables naturalmente empiezan a pensar que la cura consiste en cambiar las estructuras y en trabajar sobre la organización misma. De este modo, para reducir el peso de una organización que con el tiempo ha crecido demasiado (a causa de las patologías autoinmunes de las que hemos hablado los domingos anteriores), se sigue trabajando y concentrando las energías en los aspectos organizativos.
Pero si vemos la historia y el presente de los movimientos y comunidades carismáticas, nos daremos cuenta de que las crisis dependen de un problema de “demanda” (falta de personas atraídas por el carisma) generado años atrás por errores de “oferta” (demasiada estructura, poca creatividad). Cuando el movimiento se desarrolla, la necesidad de fortalecer las estructuras de la organización aleja a las personas más creativas de las periferias, y así pierde contacto con la gente y con las verdaderas dinámicas propias de su tiempo, porque cada vez está más volcado hacia el interior de la organización. Así, ante la petición de cambio, la respuesta del gobierno y de las estructuras es seguir mirando hacia dentro, creando nuevas comisiones y nuevos departamentos, es decir seguir ocupándose de las estructuras. Se trabaja intensamente para aligerar las estructuras y así liberar energías para volver a dar aliento y tiempo a las personas, sin tener conciencia de que esas mismas personas, en su inmensa mayoría, ya no están en condiciones de volver a anunciar el mensaje ni de atraer nuevas vocaciones. Es el mensaje carismático el que está en crisis y con él el sentido de anunciarlo y proponerlo a un mundo que parece no necesitarlo ya. Un proceso decisivo que hay que realizar implicando y activando los lugares vivos de la creatividad, buscándolos en las fronteras del imperio. Ciertamente, todo eso es antes que nada don (charis), pero también es sabiduría organizativa e inteligencia espiritual profunda, profética y transformadora.
Usando una metáfora imperfecta pero a lo mejor no del todo inútil, es como si una empresa fabricante de automóviles para salir de una situación de crisis de ventas se volcara únicamente en el aspecto de la oferta: despidiendo, simplificando la organización, centralizando y cerrando filiales. Pero si el problema está fundamentalmente en la demanda – los modelos de coche que ofrece hoy y que ayer la hicieron crecer, ya no se corresponden con los gustos de los consumidores – el verdadero reto está en invertir recursos para concebir nuevos modelos, que inculturen en el “mercado” actual la misión y la tradición de la empresa. En cambio, si liberan personas de la administración para pasarlas al departamento comercial sin renovar los “modelos”, los primeros que experimentan frustración y fracaso son precisamente los comerciales, que tienen que ofrecer unos automóviles en los que han dejado de creer. Un error típico que se comete durante estas fases de transición es pensar que el mensaje ha dejado de ser atractivo sólo para el exterior de la comunidad sin que se haya extendido también a su interior. Sin contar historias antiguas y nuevas que vuelvan a inflamar sobre todo a sus propios miembros y a sus propias vocaciones, nunca será posible atraer a otras personas. Buena parte de la nueva “evangelización” se produce cuando, al contar a otros la buena nueva, logramos sentirla viva también dentro de nosotros de una forma nueva y distinta. Así renace una historia de amor, nueva y antigua, un nuevo eros, un nuevo anhelo y una nueva capacidad de engendrar, nuevos niños. En cambio, si pensamos que se puede curar la “enfermedad” actuando en un primer momento sobre la hipertrofia estructural y después, en un segundo momento, sobre los “nuevos modelos”, los primeros que se desaniman son los “concesionarios”. Durante las crisis escasean las energías morales y es crucial elegir en qué prioridad invertirlas. Equivocar el orden temporal y jerárquico de las intervenciones es fatal, porque si se cambian las estructuras antes de repensar la misión del carisma, el peligro concreto es errar la dirección del cambio.
Los movimientos y las comunidades carismáticas no venden automóviles, pero también ellas viven y generan vida buena siempre que sean capaces de actualizar su mensaje-carisma, hundiéndolo en el lenguaje y en los deseos del presente, atrayendo así a las personas mejores de hoy. También aquí los “nuevos modelos” nacen del estudio y del talento creativo de los diseñadores, pero antes aún nacen de frecuentar las periferias donde se encuentran las nuevas necesidades, de escuchar los deseos de las familias y de los jóvenes, de encontrarse cuerpo a cuerpo con personas de carne y hueso. El nuevo sentido del propio carisma y de la propia vocación no se encuentra mirando de forma narcisista dentro de uno mismo, ni tampoco creando una nueva estructura para ello. En estas crisis no falta por lo general tecnología, know how o buenos ingenieros; lo que falta es sobre todo contacto con un mundo que, con los años, se ha alejado demasiado. Entonces el carisma sólo puede volver a florecer si vuelve a encontrarse con las personas en la calle, olvidando las propias organizaciones para ocuparse de las heridas y los dolores de los hombres y mujeres de hoy, sobre todo de los más pobres. La distancia con respecto a los pobres es siempre la primera señal de crisis de las realidades carismáticas. Los “modelos” se pueden y se deben renovar, porque el carisma no es el automóvil, sino que es la firma automovilística que, para vivir y crecer, debe ser capaz de renovarse, de cambiar, de interpretar creativamente su propia misión en el tiempo presente.
Después del gran diluvio, el libro del Génesis (cap. 11) nos narra la historia de Babel. La humanidad salvada por Noé, en lugar de escuchar el mandato de Dios y dispersarse por la faz de la tierra, se detuvo, construyó una fortaleza con una única lengua, sin diversidad. Después de las grandes crisis llega puntualmente la tentación de Babel: tenemos miedo, nos defendemos, tendemos a conservar nuestra identidad, nos miramos al ombligo y perdemos biodiversidad. La salvación está en la dispersión, en la multitud de lenguas, en moverse sin tardanza hacia nuevas tierras.
Con esta décima entrega termina La gran transición. La abrimos con el destino del capitalismo y la cerramos con el de los carismas. A partir del próximo domingo retomaremos con Job la lectura de la Biblia, donde seguiremos buscando palabras más grandes que las nuestras, para intentar escribir y contarnos unos a otros historias nuevas capaces de vida y de futuro.
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de Luigino Bruni
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Friedrik Holderlin
Los grandes procesos de cambio, esos que son capaces de regenerar el cuerpo entero e inaugurar una nueva primavera, nunca los desencadenan ni los dirigen las élites que gobernaban cuando surgió la crisis. Este dinamismo es conocido y tiene alcance universal, por lo que se puede aplicar también a esas realidades a las que hemos llamado comunidades y movimientos carismáticos (porque nacen de un carisma, del don de una “mirada distinta” sobre el mundo).
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/03/2015
Para esconderme de ti apagué mi luz, pero tú me sorprendiste con las estrellas.
Rabindranath Tagore
Las comunidades y los movimientos generativos ponen a las personas que forman parte de ellos en condiciones de repetir, de distintas formas, la misma experiencia del fundador. Los mismos milagros, la misma libertad y los mismos frutos. La historia del cristianismo es una elocuente demostración de esto. La fecundidad de la experiencia cristiana se ve en los miles de comunidades y movimientos generados por una misma raíz, que reviven en el tiempo y en el espacio las mismas experiencias de los primeros tiempos: panes que se multiplican, lisiados que caminan y crucificados que resucitan. Las experiencias carismáticas con capacidad de futuro han sido plurales y pluralistas, frutales con muchos árboles, jardines poblados de cientos o miles de flores, todas iguales y todas distintas, florecidas a partir del mismo humus, con colores y perfumes parecidos y a la vez enormemente diversos. La semilla asume la forma del terreno donde crece, generando personalidades siempre nuevas que enriquecen la tierra.
[fulltext] =>Los miembros de una comunidad carismática tienen características propias que les diferencian radicalmente de otras figuras más comunes de nuestro tiempo (el trabajador por cuenta ajena, el fan de un escritor o el activista de una asociación humanitaria). Todas estas figuras muchas veces están presentes también en las comunidades y movimientos carismáticos, pero junto a ellas hay otras muy distintas. Son personas que cuando entran en contacto con un carisma-ideal no se encuentran con algo exterior, sino consigo mismas. Esta experiencia es muy común en los movimientos espirituales, pero también podemos encontrarla, en distintos grados, en algunas realidades civiles, políticas y culturales. Hay mujeres y hombres que cuando entran en contacto con una espiritualidad o con un ideal, inmediatamente advierten que existe una profunda consonancia entre esa espiritualidad y su realidad interior más auténtica. Dentro de esas personas ya hay algo del carisma por el que después serán conquistadas, pero no pasan de ser “portadores sanos” hasta que entran en contacto con la comunidad donde ese carisma vive y actúa. Cuando un joven estudia química y después trabaja en una empresa, estudiando y trabajando aprende un oficio que le convierte en algo distinto a lo que era antes de comenzar a estudiar y a trabajar. En cambio, cuando una joven encuentra el carisma de Francisco y siente una vocación, no se convierte en franciscana, porque ya lo era. En otras palabras: se convierte en lo que ya era. Se puede aprender un oficio pero no se puede aprender una vocación. Van Gogh aprendió la técnica pictórica pero ya era Van Gogh.
Este es el gran misterio de los carismas y de todas las vocaciones humanas (el mundo está lleno de vocaciones). En el encuentro decisivo de su vida, estas personas hacen una experiencia “ontológica” (en el plano del ser), mucho más profunda que la mera dimensión psicológica y emocional. Esto quiere decir que un jesuita no recibe el carisma ni de Ignacio ni de otros jesuitas, sino que lo encuentra, misteriosa y realmente, dentro de sí mismo; lo descubre viviente y durmiente en la “bodega” del alma, donde sólo esperaba a que alguien lo llamara por su nombre. El encuentro con un carisma enciende una dimensión latente pero real y genera un proceso de reconocimiento: la persona se re-conoce, y de ese encuentro decisivo surge un nuevo conocimiento y una revelación de uno mismo y del mundo. Si así no fuera, todo el misterio y el encanto de la vocación desaparecerían. Todos estaríamos destinados a secundar a otras personas y a seguir incentivos externos. Nos estarían vedadas la verdadera libertad y la verdadera gratuidad, que sólo nacen cuando sentimos que al seguir un carisma estamos siguiendo la parte mejor de nosotros mismos, aunque sea junto a otros y con una relación fundamental con el fundador. Este juego de convertirnos en lo que ya somos, este encuentro entre lo exterior y lo interior, bien pensado, se encuentra en toda relación de verdadero amor, cuando al encontrar a otro nos damos cuenta de que misteriosamente ya estaba presente en algún lugar de nuestra vida, donde esperaba en silencio ser “visto”. Todo esto sucede, de forma aún más radical, en las experiencias colectivas ideales.
De aquí se derivan dos consecuencias. En la tierra ha habido y sigue habiendo muchas personas que no se han “encendido” simplemente porque no han tenido la oportunidad de conocer a una persona o a una comunidad capaz de activar la parte más profunda de ellas mismas. En segundo lugar, las personas siempre tienen más de un encuentro vocacional. Si bien es cierto que en algunos casos (como, por ejemplo, en el de una monja o un artista) hay un encuentro decisivo, éste no es nunca el único.
Poner a las personas en condiciones de imposibilidad de tener más encuentros de identidad es el camino más seguro para apagar la luz encendida en el encuentro principal. Mientras el primer encuentro sea el más importante pero no el único, no se convertirá en una prisión. La experiencia de seguir un carisma (religioso o civil) es un asunto muy delicado. Siempre existe el peligro de que este reconocimiento ideal entre la persona y la comunidad produzca neurosis mutuamente narcisistas.
Un elemento crucial en este sentido es la gestión de las desilusiones. La experiencia de la desilusión es inevitable para los se ponen en camino tras haber encontrado un carisma, puesto que ninguna realidad histórica puede estar a la altura del ideal. El ideal de la comunidad y nuestro ideal interior deben ser más grandes que la realidad, ya que de otra forma no podrían “encender” nada. La buena madurez implica también la desilusión de las promesas de juventud.
Una decepción mal gestionada y no aceptada produce dos escenarios posibles, ambos muy peligrosos: (a) la reducción del ideal a la realidad, y (b) la interpretación ideológica de la realidad para hacerla coincidir con el ideal. El primer error lo cometen las comunidades y las personas que ante las primeras desilusiones (sobre todo las colectivas) reducen el peso ideal del carisma, convirtiéndolo en otra cosa más fácil de gestionar: YHWH es reducido a un becerro de oro. El resultado necesario de este primer error es la incapacidad de este “nuevo” ideal redimensionado para atraer personas de alta calidad ideal, porque cuando se reducen los ideales, las personas excelentes dejan de reconocerse en ellos. El segundo escenario no es menos peligroso ni menos dañino. Se manifiesta cuando se intenta evitar que las personas atraídas por ideales grandes y necesariamente irreales lleguen a la etapa de la desilusión, construyendo una auténtica ideología.
En lugar de educarse juntos y aceptar y habitar el “diferencial” entre las promesas ideales y las posibilidades reales, se convierte la realidad, cualquier realidad, en el ideal, reinterpretándola y descargando sobre la falta de correspondencia de la persona individual la responsabilidad de ese “diferencial”. Así no se acoge la desilusión como parte natural y necesaria del camino de crecimiento de la persona, sino que se la niega y se la anega en la ideología, impidiendo la plena maduración de los miembros, que siguen siendo consolados y mantenidos en una condición infantil sin desilusión porque es ilusa. En el primer escenario, la diferencia entre el ideal y la realidad se anula por reducción (del ideal); en el segundo se anula por incremento (de la realidad). Pero no se propone la única posibilidad verdadera para superar positivamente esta etapa decisiva de toda existencia, es decir, la educación para convivir con el diferencial, cuidando y elaborando las inevitables desilusiones que conlleva hacerse adultos sin borrar ni la verdad del ideal ni la de la realidad.Por eso la capacidad de futuro de una realidad colectiva nacida de un carisma-ideal depende radicalmente de cómo se desarrollen en el tiempo las relaciones entre el fundador, la comunidad, la interpretación del carisma y cada una de las “vocaciones”. El perfil carismático de la sociedad es expresión y seguimiento de la vocación profética, de la que la Biblia ofrece una gramática insuperable. Pero la profecía de las comunidades y de los movimientos carismáticos no pertenece sólo al fundador o a la comunidad en su conjunto. Cada persona que ha recibido el mismo carisma la encarna, la vive y la desarrolla ofreciéndole su propia carne. En cada franciscano, gandhiano, dominico o salesiana reviven Isaías. Jeremías y Oseas; resurgen sus palabras, su indignación, su crítica a los poderes constituidos de todo tiempo, incluido el nuestro. Y revive Moisés, el profeta más grande, y su típica vocación de libertador de un pueblo esclavo del faraón y de sus ídolos. Por otro lado, la experiencia de la profecía no está reservada a una élite de intelectuales o profesionales. Entre los ”profetas” que me han amado y han “encendido” mi vida hay obreros, campesinos y mujeres que no pasaron de la educación primaria.
Una realidad con motivación ideal vive bien y hace que sus miembros y el mundo vivan bien cuando engendra cientos o miles de Moisés. En cambio, cuando las comunidades y los movimientos sólo permiten esa liberación a sus líderes y asignan a los miembros el papel de pueblo liberado que camina a través del desierto, lo que sucede es que las vocaciones se apagan, las flores se marchitan y la fuerza profética del carisma se redimensiona mucho, demasiado. Y la tierra de todos pierde luminosidad. En la tierra hay pocas personas más hermosas que los jóvenes con vocación; pero hay muy pocas experiencias más tristes que ver cómo esas vocaciones se marchitan una vez que se han convertido en adultas.
Los carismas siguen vivos mientras engendren personas libres que, al encontrar una voz hablando en una zarza ardiente mientras pastorean el rebaño, la reconocen como la voz profunda que habitaba dentro de ellos desde siempre (si no estuviera dentro de nosotros, no sabríamos reconocerla como una voz buena ni obedecerla). Entonces salen hacia Egipto y ven las plagas, el mar abierto, el maná bajado del cielo y el baile de Miriam. Y siguen señalándonos una tierra prometida más allá de nuestro horizonte.
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Encuentros que “encienden” vocaciones espirituales y civiles.
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/03/2015
Para esconderme de ti apagué mi luz, pero tú me sorprendiste con las estrellas.
Rabindranath Tagore
Las comunidades y los movimientos generativos ponen a las personas que forman parte de ellos en condiciones de repetir, de distintas formas, la misma experiencia del fundador. Los mismos milagros, la misma libertad y los mismos frutos. La historia del cristianismo es una elocuente demostración de esto. La fecundidad de la experiencia cristiana se ve en los miles de comunidades y movimientos generados por una misma raíz, que reviven en el tiempo y en el espacio las mismas experiencias de los primeros tiempos: panes que se multiplican, lisiados que caminan y crucificados que resucitan. Las experiencias carismáticas con capacidad de futuro han sido plurales y pluralistas, frutales con muchos árboles, jardines poblados de cientos o miles de flores, todas iguales y todas distintas, florecidas a partir del mismo humus, con colores y perfumes parecidos y a la vez enormemente diversos. La semilla asume la forma del terreno donde crece, generando personalidades siempre nuevas que enriquecen la tierra.
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La gran transición/8 - La trampa del "anochecer a mediodía" y su antídoto
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 22/02/2015
Habían quedado en el campamento dos hombres, uno llamado Eldad y el otro Medad. Reposó también sobre ellos el espíritu ... y se pusieron a profetizar en el campamento. Un muchacho corrió a anunciar a Moisés: «Eldad y Medad están profetizando en el campamento». Le respondió Moisés: «¿Es que estás tú celoso por mí? Ojalá todo el pueblo profetizara»
Libro de los Números, 11.
Las organizaciones, comunidades y movimientos son organismos vivos: nacen, crecen y mueren; enferman y se curan. Hay una enfermedad, que el domingo pasado definíamos como “autoinmune”, especialmente grave y de difícil cura, sobre todo porque sus primeros síntomas se interpretan como señales de éxito y de buena salud. Como ocurre en todas las enfermedades autoinmunes, los factores que antes protegían y hacían crecer a una OMI (Organización con Motivación Ideal), en un momento determinado empiezan a infectar el cuerpo social al que estuvieron alimentando durante mucho tiempo.
[fulltext] =>Pensemos en el tema crucial de las estructuras y la burocracia de las OMIs. El nacimiento de la organización, las obras e instituciones del “carisma”, son señal de la fecundidad y fortaleza de la experiencia. Su aparición se ve y se celebra como una bendición y un gran signo de fecundidad. Pero, mientras que al comienzo las estructuras son fruto de la vida y están a su servicio, puesto que han nacido de encuentros, necesidades y peticiones llegadas a la OMI desde fuera, llega un momento en el que las estructuras comienzan a producirse desde dentro para adelantarse a necesidades futuras y potenciales “demandas”. Aumentan las estructuras centrales y auxiliares, y se crea y desarrolla una burocracia interna que absorbe cada vez más energías y fuerzas humanas y espirituales, para gestionar las estructuras creadas por el éxito inicial. Progresivamente se va desarrollando una clase burocrática con dedicación exclusiva que crece de forma hipertrófica, y esto, en lugar de ser percibido como una señal de declive, se interpreta como una fortaleza o un éxito de la organización-movimiento. Sin estructuras e instituciones, nuestros ideales se quedarían en experiencias pasajeras que no dejarían huella en la historia. Pero las estructuras y la necesaria burocracia puede acabar, como en el mito de Edipo rey, comiéndose al padre que las engendró, tal vez, como en la tragedia, sin quererlo ni saberlo.
Esta ley “del comienzo del atardecer a mediodía” la encontramos en muchas realidades humanas, sobre todo en las más grandes y excelsas. Actúa, por ejemplo, en las personas más dotadas de talento. El escritor o el artista alcanzan su máxima expresión gracias a los encuentros o a las lecturas que les nutren en su fase de formación y ascenso. Pero en ese momento es cuando el éxito puede devorar el talento.
El escritor deja de nutrirse de biodiversidad y comienza a nutrirse de sí mismo, a auto-consumirse, seguro y alimentado por el éxito. Empieza a ojear los libros de otros autores por la última página, buscando su nombre en el índice de citas. Como en cualquier otro narcisismo, se enamora de su propia imagen reflejada, hasta ahogarse en el lago de su propio talento. Deja de sentir la necesidad de aprender, escuchar y ser criticado. Aquí comienza el declive de la creatividad que, al principio, no parece tal porque convive con el aumento de fans, de lectores, de reconocimiento y de consenso. En realidad, es el comienzo del ocaso. Podemos salvarnos si somos capaces de darnos cuenta del declive desde el principio, cuando todos y todo habla únicamente de triunfo, y si actuamos en consecuencia. En cambio, si esperamos al momento de la puesta del sol para darnos cuenta del declive, el proceso se encuentra ya muy avanzado y muchas veces puede incluso ser irreversible. Como en las demás enfermedades autoinmunes, la cura puede venir desde fuera del organismo. Solos únicamente vemos el mediodía. Los demás ven más y mucho antes, sobre todo si son semejantes y no simples seguidores, y si tienen el valor de arriesgarse a acabar siendo (muy probablemente) como el “grillo parlante”.
Algo parecido ocurre con las OMIs más grandes y mejores, que se parecen mucho a los artistas, a las personas geniales. No existen en el mundo realidades más creativas, sublimes y apasionantes que las OMIs. El oficio más importante de sus fundadores y/o responsables es alcanzar a ver en el culmen del éxito su potencial autodestructivo y comportarse en consecuencia, tomando decisiones organizativas drásticas y dolorosas (como, por ejemplo, desalentar la homologación de sus miembros, reducir la distancia entre los líderes y el grupo, luchar contra la auto-referencialidad, no complacerse al oír el eco de la propia voz en los seguidores, favorecer la autonomía de pensamiento de las personas…).
En cambio, como nos muestra la historia, es casi inevitable caer en lo contrario y construir organizaciones y estructuras jerárquicas para orientar toda la actividad y todas las capacidades de todas las personas hacia la potenciación y el desarrollo de esos éxitos y consensos.
¿Cómo podemos salvarnos de este triste final que se autogenera y que nadie desea? ¿Qué hacer para no enamorarnos de nuestros propios éxitos y no auto-condenarnos así a la esterilidad? Casi todo depende de la capacidad de los líderes para no cometer un error tan común como fatal: el reduccionismo de la identidad. Este error se comete cuando los responsables, con el fin de orientar todas las energías morales de los miembros hacia los fines de la organización, piden el monopolio de las personas. Entonces crean individuos con una identidad “de una sola dimensión”, reduciendo, muchas veces sin querer, la complejidad antropológica y motivacional. Se olvida que cada persona, sobre todo si es de calidad, sobrepasa la misión de la organización o del movimiento, por grande que sea. Aquí está la verdadera dignidad de cada persona, que es más grande que cualquier paraíso que se le prometa.
La importancia de evitar este error vale para todas las OMIs, pero es decisiva en las comunidades espirituales que, por su naturaleza, viven de personas que tienen una vocación con una identidad dominante, anclada en un “para siempre”. Aquí un grave peligro consiste en no reconocer que la identidad dominante no es nunca el único eje de la persona, y que su florecimiento dentro y fuera de la OMI depende del juego y de la mutua fertilización de las múltiples dimensiones que componen su vida. Aquí también es de aplicación la paradoja de la gratuidad: para que las personas puedan florecer y enriquecerse a sí mismas, a la organización y al mundo, es necesario no poseerlas, no usarlas, no consumirlas, no instrumentalizarlas, ni siquiera para los fines más nobles.
Para que el seguidor de un “carisma” pueda crecer bien, debe encontrar su forma personal de corresponder a la vocación que ha recibido, encontrar y cultivar su propio “carisma” dentro de todo lo que le precede. Si todos los componentes de una OMI deben evitar el error del “monopolio”, sus responsables deben ser los primeros, no dejándose llevar por esas tendencias, aunque se lo pidan las mismas personas que llegan buscando una identidad fuerte y totalizadora. Si se dejan llevar, pronto se encontrarán con personas debilitadas que, con el paso de los años, pierden riqueza antropológica, moral y espiritual. Evidentemente, todos estos resultados son no intencionados y por ello son muy difíciles de ver y de curar. Por eso es tan importante hablar de ellos.
Cuando faltan esta gratuidad y esta castidad organizativa, las personas con vocación “funcionan” durante algunos años, tal vez una década, pero casi inevitablemente llegan a una crisis radical donde, para salvarse, o bien abandonan o bien renuncian a florecer. El mundo de las órdenes religiosas y de las comunidades carismáticas nos ofrece una evidencia empírica abundante y creciente.
En un momento determinado, la vida pone a estas personas en una encrucijada: reapropiarse de la propia vida en su globalidad buscando un nuevo florecimiento fuera de la OMI, o conformarse con una vida reducida, sin eros ni deseo, aunque esta vida redimensionada se acepte por virtud y fidelidad a uno mismo (produciendo tal vez incluso una excelencia moral individual, pero raramente para la OMI). Esta castidad y esta gratuidad organizativas son muy raras y siempre muy difíciles, porque exigen a los responsables la capacidad de asistir al desarrollo de vocaciones inéditas e imprevistas, a tocar nuevas fronteras distintas de las ya abiertas.
Deben saber apreciar y gustar no sólo las buenas ejecuciones orquestales de partituras ya escritas, sino dejarse sorprender por nuevas partituras, nuevas músicas y danzas diversas. Las OMIs que han sabido vivir durante muchas generaciones, han sabido generar no sólo buenos intérpretes sino también muchos “compositores” de nuevas partituras que, a partir del primer motivo dominante, han escrito nuevas melodías, a veces incluso conciertos y sinfonías, con los que han seguido embelleciendo el mundo y el cielo.
Para terminar, como nos muestran la historia y la vida, un gran mensaje de esperanza es que es posible que estos nuevos conciertos, danzas y sinfonías florezcan también dentro de las OMIs ya afectadas por la enfermedad autoinmune. En primer lugar porque la vida es imprevisible y más interesante que nuestras descripciones. Como les ocurre a las personas, también las organizaciones y las comunidades un día pueden despertarse curadas o en proceso de curación. Además, en las realidades humanas siempre quedan ámbitos vitales, lugares y periferias donde algunos “profetizan” también en los márgenes del campamento. Es posible salvarse porque, incluso en las situaciones más comprometidas, siempre existe una tercera posibilidad. Hay muchas personas (he conocido algunas de ellas) que por un don misterioso pero real consiguen hacer una experiencia parecida a la que Jesús propone a Nicodemo: siendo “viejo”, renacer como “niño”. Es posible hacerse adulto sin dejar de ser “niño”. Es posible crecer bien permaneciendo en la OMI sin hacerse cínico y sin desencantarse. Una célula estaminal es capaz a veces de regenerar todo el organismo. Esta tercera opción siempre es posible, en todos los contextos, en todas las OMIs, en todas las comunidades. Todos los días.
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La gran transición/8 - La trampa del "anochecer a mediodía" y su antídoto
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 22/02/2015
Habían quedado en el campamento dos hombres, uno llamado Eldad y el otro Medad. Reposó también sobre ellos el espíritu ... y se pusieron a profetizar en el campamento. Un muchacho corrió a anunciar a Moisés: «Eldad y Medad están profetizando en el campamento». Le respondió Moisés: «¿Es que estás tú celoso por mí? Ojalá todo el pueblo profetizara»
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Las organizaciones, comunidades y movimientos son organismos vivos: nacen, crecen y mueren; enferman y se curan. Hay una enfermedad, que el domingo pasado definíamos como “autoinmune”, especialmente grave y de difícil cura, sobre todo porque sus primeros síntomas se interpretan como señales de éxito y de buena salud. Como ocurre en todas las enfermedades autoinmunes, los factores que antes protegían y hacían crecer a una OMI (Organización con Motivación Ideal), en un momento determinado empiezan a infectar el cuerpo social al que estuvieron alimentando durante mucho tiempo.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/02/2015
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“Sabed que hago lo que el Dios me ordena, y estoy persuadido de que el mayor bien que ha disfrutado esta ciudad es este servicio continuo que yo rindo al Dios”.
Platón, Apología de Sócrates.
Muchas empresas y organizaciones nacen para aprovechar una oportunidad de mercado, para dar respuesta a una necesidad o para prestar un servicio. Otras, en cambio, son la emanación de la personalidad, la pasión y los ideales de una o varias personas, que en esas organizaciones ponen y encarnan las palabras más altas y los proyectos más grandes de su vida.
[fulltext] =>De estas “otras” organizaciones y comunidades está llena la tierra. Muchas de las cosas más hermosas y altas de nuestra vida se desarrollan dentro de estas organizaciones y comunidades, donde las motivaciones de las personas se convierten en proyectos, los proyectos en historia, y la historia se llena de colores y sabores. Para que la vida de estas realidades pueda extenderse más allá de la su fundador, necesitan imperiosamente contar con miembros creativos e innovadores. Pero una vez que estas comunidades ya han crecido y se han desarrollado, los que las engendraron terminan creando estructuras de gobierno que impiden que surja nueva creatividad y así comienza su declive. Esta es una ley fundamental del movimiento de la historia: la primera creatividad, que engendra organizaciones y comunidades, en un momento dado comienza a producir en su interior anticuerpos para protegerse de la nueva creatividad y de la innovación que, sin embargo, son esenciales para su supervivencia. Se trata de una enfermedad autoinmune que afecta a muchas organizaciones y comunidades.
Su raíz está en la mala gestión del miedo a perder la originalidad y la identidad específica del “carisma” del fundador. Por miedo a aguar, contaminar o deteriorar la pureza original de la misión de la comunidad-organización, se disuade a las personas dotadas de mayor creatividad puesto que se las percibe como una amenaza para la identidad. Y así, en lugar de emular al fundador en su creatividad, se imitan las formas en las que se ha concretado y manifestado esa creatividad. Se confunde el núcleo inmutable de la inspiración originaria con la forma organizativa histórica que ésta ha asumido en los momentos de la fundación, sin comprender que la salvación de la inspiración originaria pasa por cambiar las formas para seguir siendo fieles a la sustancia del núcleo originario. Y así todo acaba siendo inmutable y marchitándose.
Los síntomas de esta enfermedad son muchos. El más visible es la aparición de una incapacidad general para atraer nuevas personas, generativas y de calidad. El más profundo es la carestía de eros, pasión y deseo, que se manifiesta en una apatía organizativa colectiva. Si la pasión y los deseos de los nuevos miembros se orientan hacia las formas históricas en las que el fundador encarnó su propia pasión y sus propios deseos, se acaba por desear los frutos del árbol y no el árbol que los produjo. Aquellos que gobiernan una organización y quieren que perdure en el tiempo, deberían decir a sus personas más jóvenes y creativas: “No desees sólo los frutos engendrados ayer que te fascinan hoy. Sé un nuevo árbol”.
La única posibilidad auténtica que tiene un árbol que ha dado buenos frutos (una OMI, Organización con Motivación Ideal) para seguir viviendo y fructificando es convertirse en frutal, en bosque, en selva. Exponerse al viento y acoger entre sus ramas a las abejas que esparcen sus semillas y sus pólenes por la tierra, engendrando nueva vida. San Francisco sigue vivo siglos después, porque su carisma dio lugar a cientos o miles de nuevas comunidades franciscanas, todas iguales y todas distintas, todas ellas de Francisco y todas ellas expresión del genio de los reformadores y reformadoras que con su creatividad hicieron de ese primer árbol un bosque fecundo.
No hay garantías de que los frutos de la creatividad de los recién llegados sean iguales a los del fundador, ni de que quien los pruebe reconozca en ellos el sabor de los primeros frutos, o incluso los encuentre más sabrosos. “Haréis cosas más grandes que las que yo he hecho”. Sin embargo, si no hay valor para afrontar este riesgo vital, la certeza es la muerte. Una OMI puede morir de esterilidad, pero puede morir también por convertirse en algo que ya no conserva nada del ADN ni de los ideales del fundador, como está ocurriendo, por ejemplo, en demasiadas obras de órdenes religiosas compradas por empresas cuyo único objetivo es el lucro o la renta, sin ninguna relación con el primer ADN carismático. En todos los campos existe un camino para poder continuar con creatividad fiel el sueño de los fundadores, pero se encuentra en un territorio híbrido, hecho de peligro, confianza y sabiduría de gobierno, en una alquimia de resultados siempre impredecibles.
La cultura y las decisiones de gobierno tienen una responsabilidad específica en estas fases cruciales. No sólo en el paso de la generación fundacional a la siguiente, sino también cuando los tiempos exigen cambios profundos y valientes. En el origen de la enfermedad autoinmune se encuentra casi siempre un error de los directivos que consiste en utilizar a los miembros más innovadores sólo para funciones y tareas ejecutivas y funcionales, sin permitirles cultivar y desarrollar sus propios talentos. Aquí está el corazón de la patología (y de la cura). En los primeros tiempos de fundación y creatividad pura, que pueden durar incluso décadas, las OMIs atraen a personas excelentes, portadoras de talentos y “carismas” en sinergia con el del fundador. La sabiduría de gobierno del fundador y/o de sus primeros colaboradores consiste en hacer que las personas creativas puedan desarrollarse en su diversidad, sin transformarlas en siervas al único servicio del carisma del líder. En efecto, si no se valora la diversidad y se orientan los talentos mejores hacia una cultura monista que tiende toda ella al desarrollo de la organización, la OMI acaba perdiendo biodiversidad y fecundidad y se apresta a su declive.
Prevenir y después curar esta forma de enfermedad autoinmune es especialmente difícil, porque es un desarrollo patológico de un proceso que al principio era virtuoso e indispensable para el nacimiento, crecimiento y éxito de la organización.
En la primera fase de la vida del fundador o fundadora, muchas OMIs experimentan la forma tal vez más alta de creatividad conocida por el ser humano (la única que se le acerca es la de los artistas, quienes, dicho sea de paso, se les parecen mucho). Es la época de la creatividad pura, absoluta, explosiva, rompedora. Para que esta gran creatividad se encarne en una institución, hacen falta personas que realicen, difundan, consoliden y pongan en práctica esa energía creativa; personas que canalicen el agua de esta nueva fuente. A todos los miembros se les pide una cierta creatividad, a la que podríamos llamar de segundo nivel. Es la que se expresa en la búsqueda de formas, modos y medios de realización y de encarnación de la creatividad originaria y original en nuevas áreas geográficas y en nuevos e inéditos sectores y ámbitos de actividad. Pero la primera y en muchos casos casi única virtud que se les pide a los miembros de las OMIs durante esta primera fase es la fidelidad absoluta e incondicional a la inspiración originaria. Toda la creatividad y la fuerza vital quedan subordinadas a la fidelidad y son puestas subsidiariamente a su servicio. Sin este juego de fidelidad absoluta y de creatividad subsidiaria no habrían nacido todos los movimientos espirituales ni todas las comunidades que han embellecido el mundo y lo siguen embelleciendo cada día; como tampoco hubieran nacido ni crecido muchas asociaciones y empresas sociales que surgieron y crecieron a partir del daimon de los “profetas” de nuestro tiempo.
Durante esta primera fase, el gobierno de la organización orienta la creatividad de sus mejores miembros hacia funciones de gobierno y responsabilidad “fiel”. A su vez, con el paso del tiempo, se sigue atrayendo a nuevos miembros con preferencias denominadas “conformistas” en la literatura económica. Se trata de personas que son felices alineándose con los gustos, valores y cultura dominante del grupo, puesto que estos valores son los que se requieren para esta fase de desarrollo. Pero cuando el fundador, o la generación fundacional, se va, estas organizaciones y comunidades se encuentran con miembros educados únicamente en la fidelidad y la creatividad de segundo nivel, mientras que, en esta nueva fase, a la organización le haría mucha falta creatividad de primer nivel, de la misma naturaleza que la del fundador, que es la que les atrajo. Ninguna persona creativa se siente atraída por imitadores conformistas. Así se cae en ‘trampas de pobreza’ que se autoalimentan. Por una parte, los miembros de la organización necesitarían esa creatividad generativa y libre (de primer nivel) de la que carecen porque durante mucho tiempo se ha frenado. Y por la otra, esas “virtudes negativas”, que fueron fundamentales en la primera fase de la organización, ahora crean una cultura poco vital y poco dinámica que no atrae a nuevas personas con creatividad, esenciales para esperar una nueva primavera. Este es el principal motivo de que el arco histórico en la inmensa mayoría de las organizaciones ideales siga la forma de la parábola de sus fundadores, y el cambio generacional de hecho marque el comienzo del declive.
Pero el declive no es la única posibilidad, porque la enfermedad organizativa autoinmune se puede prevenir e incluso curar, pero la única medicina auténtica es la toma de conciencia cuando el proceso está todavía en sus inicios. La historia y el presente nos dicen que algunas veces los movimientos florecen después de la muerte del fundador, las comunidades resurgen tras un cambio generacional, y el árbol no muere sino que se multiplica en el frutal.
Las organizaciones, como toda vida verdadera, pueden vivir varias épocas si mueren y resucitan muchas veces. Pero, para aprender a resucitar, antes es necesario aprender a morir. En cambio, quien quiere salvar su vida, la pierde. Es la ley de la vida, también la de las organizaciones que nacen de nuestros ideales más grandes.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/02/2015
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“Sabed que hago lo que el Dios me ordena, y estoy persuadido de que el mayor bien que ha disfrutado esta ciudad es este servicio continuo que yo rindo al Dios”.
Platón, Apología de Sócrates.
Muchas empresas y organizaciones nacen para aprovechar una oportunidad de mercado, para dar respuesta a una necesidad o para prestar un servicio. Otras, en cambio, son la emanación de la personalidad, la pasión y los ideales de una o varias personas, que en esas organizaciones ponen y encarnan las palabras más altas y los proyectos más grandes de su vida.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 08/02/2015
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“Nuestro tiempo está llevando a cabo una verdadera liquidación, no sólo en el mundo de los negocios, sino también en el de las ideas. Todo se obtiene a un precio tan bajo que uno se pregunta si no llegará el momento que nadie esté dispuesto a ofrecer algo.”
Søren Kierkegaard, Temor y temblor
La belleza de la vida social depende sobre todo del juego de las diferencias que se entrecruzan. La tierra no es hermosa sólo por la variedad de mariposas y flores. La diferencia entre los distintos modos y maneras de hacer economía, empresa y banca también genera mucha belleza. Pero más grande aún es la belleza que nace de las diferencias entre personas, del encuentro de talentos diversos y del diálogo entre motivaciones distintas.
[fulltext] =>Muchas “obras de arte” civiles, que siguen embelleciendo nuestra tierra común, han nacido de motivaciones muy superiores a los incentivos económicos; de “porqués” más profundos que los “porqués” monetarios. Si sus fundadores hubieran obedecido la férrea ley de los planes de negocio, hoy no existirían los “Cottolengos” donde nuestros hijos especiales reciben amor, ni los miles de cooperativas nacidas del deseo de vida y futuro de nuestros padres, madres y abuelos. Estas obras, que surgieron de ideales más grandes, han resistido el paso del tiempo y de las ideologías, han atravesado los siglos y siguen ahí. Nacieron de motivaciones grandes y por ello engendraron cosas grandes, duraderas y fértiles. La vida económica y civil, por ser vida humana, tiene una imperiosa necesidad de todos los recursos de la humanidad, también de las motivaciones más profundas. Una economía reducida a pura economía se pierde y deja de ser capaz de engendrar vida e incluso de ser buena economía.
Una de las tendencias más radicales del humanismo inmunitario, característico del capitalismo contemporáneo, es la necesidad de controlar, encauzar y normalizar las motivaciones más profundas de los seres humanos, sobre todo las intrínsecas, donde echan raíces nuestra gratuidad y nuestra libertad. Cuando activamos la pasión, el espíritu, los ideales, nuestros comportamientos efectivamente escapan al control de las organizaciones. Nuestras acciones se convierten en imprevisibles, porque son libres, y ponen en crisis los protocolos y los catálogos de puestos de trabajo. Sobre todo entra en crisis la dirección, que, por deber y naturaleza, debe hacer que el comportamiento organizativo sea controlable y previsible. Para poder gestionar a muchas personas distintas y orientarlas hacia los mismos objetivos empresariales, es necesario que se produzca una fuerte homologación y estandarización de los comportamientos, perdiendo así la creatividad que todos desean, pero sólo de palabra. Las motivaciones intrínsecas son, en efecto, las más potentes y desestabilizadoras. Nos desenganchan del cálculo del coste-beneficio y nos capacitan para hacer cosas únicamente por la felicidad intrínseca que produce una acción. No habría investigación científica, poesía, arte ni espiritualidad verdadera sin motivaciones intrínsecas, como tampoco existirían muchas empresas, comunidades y organizaciones que nacieron de la pasión y los ideales de sus fundadores y se mantienen vivas porque alguien sigue trabajando no sólo por dinero. Toda creatividad verdadera tiene una necesidad esencial de motivaciones intrínsecas. Pero, como vemos trágicamente todos los días, las motivaciones intrínsecas están también en la raíz de los peores comportamientos de los seres humanos.
El espíritu moderno, el espíritu económico en particular, por miedo a los efectos potencialmente desestabilizadores de las grandes motivaciones humanas, ha decidido conformarse únicamente con las motivaciones instrumentales o extrínsecas. Hemos dejado en manos de la democracia la gestión del juego público de las diferencias y las identidades, pero en las empresas no tienen cabida. Y así nuestra cultura organizativa trata de transformar todas las motivaciones humanas en incentivos, reduciendo los muchos “porqués” a un único y simple “porqué”. Así las heridas (la vulnerabilidad) dentro de nuestras empresas disminuyen, pero también se reducen las bendiciones (el bienestar).
El incentivo se ha convertido en el gran instrumento para controlar y dirigir personas “reducidas” y debilitadas en sus múltiples motivaciones, y así poder alinearlas con los objetivos de las organizaciones (el incentivus era el instrumento de viento con el que se afinaban los instrumentos de la orquesta, la trompeta que incitaba a la tropa a la batalla, la flauta del encantador de serpientes). Así la economía y las ciencias empresariales han acabado conformándose con las motivaciones menos poderosas de los seres humanos, a los que tratan de instrumentalizar, por ejemplo prometiendo a los recién contratados un paraíso que no pueden ni quieren dar. También este es un precio de la modernidad.
Esta operación de nivelación motivacional siempre es peligrosa, porque “el hombre mono-dimensional” no funciona bien en ninguna parte y, sobre todo, no es feliz. Pero si hay un lugar donde la expulsión de las motivaciones más profundas, generadoras y libres es fatal, ese lugar son las organizaciones nacidas y alimentadas por ideales, carismas y pasiones, las llamadas OMI (Organizaciones con Motivación Ideal). Estas organizaciones “distintas” tienen una necesidad fundamental de que exista una cuota, incluso pequeña, de trabajadores, directivos y fundadores con motivaciones intrínsecas, es decir, dotados de un “código genético” distinto al que presuponen e implementan las teorías dominantes del management. Estas personas trabajan en las empresas sociales y civiles, en las comunidades religiosas, en muchas ONGs, en los movimientos espirituales y culturales, o en el mundo del medio ambiente, el consumo crítico y los derechos humanos; pero no es raro que entre ellas haya también fundadores de empresas familiares y mucha economía “normal” hecha de artesanos, pequeños empresarios, cooperativas y finanzas éticas y locales.
Estas organizaciones y comunidades no existirían sin la presencia de estas personas “levadura”, que son creativas, generativas y muchas veces desestabilizadoras del orden constituido, porque están “movidas interiormente”, porque son portadoras de un “carisma” que les impulsa a actuar obedeciendo a su daimon. Estos trabajadores con motivaciones intrínsecas tienen dos características motivacionales principales. Por una parte, los incentivos económicos de la teoría del management les motivan poco; no responden o responden poco al sonido exterior de la flauta encantada, porque les gusta oír otras melodías interiores. Al mismo tiempo, son infinitamente sensibles a las dimensiones ideales de la organización que han fundado o en la que trabajan por razones no sólo económicas sino de identidad, de ideales, de vocación.
La gestión de las personas con motivaciones intrínsecas es crucial cuando estas organizaciones atraviesan momentos de crisis y de conflicto, debido, por ejemplo, a un cambio generacional o de liderazgo, o a la muerte y sucesión del fundador. Estos momentos (delicados en todas las organizaciones) son decisivos para las OMIs, porque el error más típico, y demasiado frecuente, es el de no entender precisamente las instancias y las protestas que vienen de los miembros más motivados. Si aquellos que gestionan o acompañan como consultores a estas OMIs no reconocen el valor de estas motivaciones más profundas y distintas a los incentivos, no sólo no obtendrán el objetivo esperado, sino que seguirán agravando la crisis de estas personas y de la organización.
Durante las crisis de calidad ideal, por lo general el primero en protestar es el que más interés tiene en la calidad que se está perdiendo. Pero si los directivos y los responsables interpretan este tipo de protesta sencillamente como un coste, y por lo tanto la rechazan sin darle cabida, los primeros que se van son precisamente los mejores, como he intentado mostrar en algunos estudios realizados junto con Alessandra Smerilli. Puesto que estas personas son poco sensibles a los incentivos y muy sensibles a los ideales y valores, están dispuestas a dar mucho más que lo que exige el contrato mientras “merezca la pena”, mientras los valores en los que tanto han invertido sigan vivos y sean reconocibles. Existen personas, también dentro de las empresas, que atribuyen un valor tan alto a los valores simbólicos y éticos que inspiran su trabajo, que están dispuestas a hacer (casi) de todo. Pero en cuanto se dan cuenta de que una organización determinada se está convirtiendo (o se ha convertido) en otra cosa, toda la recompensa intrínseca que obtenían de ese trabajo-actividad se reduce drásticamente, hasta anularse en ciertos casos (o a convertirse en negativa). Esta es otra de las expresiones de la antigua intuición (que se remonta al menos a San Francisco) según la cual la gratuidad verdadera no tiene un precio cero (gratis), sino un precio infinito.
La gestión de las crisis en las OMIs es un verdadero arte, que exige sobre todo a sus responsables tener la capacidad de distinguir el tipo de malestar y de protesta y saber aceptar y valorar la protesta que viene sobre todo de los que son guardianes y portadores de los valores ideales de la organización. Por el contario, la ideología neo-directiva, cada vez más plana puesto que no acepta más que un único registro motivacional, no cuenta con las categorías necesarias para comprender los distintos tipos de protesta; y por eso no sabe reconocer que detrás de una amenaza de abandono se puede esconder un grito de amor.
Las personas con motivaciones intrínsecas tienen por lo general también una gran resiliencia, una gran fortaleza ante las adversidades. Consiguen aguantar mucho tiempo en condiciones de protesta, prefieren continuar aunque sea protestando (Albert Hirschman llama leal al que protesta y no se va). Las personas con fuerte motivación intrínseca sólo abandonan y se van cuando pierden la esperanza de que la organización pueda recuperar los ideales perdidos. A veces, esa misma salida se convierte en el último y extremo mensaje para suscitar una revisión por parte de los directivos. Así se comprende que una OMI es sabia cuando sabe retener a las personas leales, dando derecho de ciudadanía a la protesta, valorándola y no considerándola como un coste o un roce.
La biodiversidad dentro de las organizaciones se está reduciendo mucho, y la nivelación motivacional produce un creciente malestar también en el corazón del capitalismo. Pero los que quieren vivir en comunidades y organizaciones con motivación ideal deben defender y salvaguardar las motivaciones intrínsecas que hoy están bajo amenaza de extinción. Tal vez sea posible resistir años dentro de una multinacional sin dar espacio a las motivaciones ideales, pero las OMIs mueren pronto si la pasión se reduce al triste incentivo.
En las personas, en todas las personas, hay muchas motivaciones, ambivalentes y entrelazadas. La cultura y los instrumentos de gestión pueden favorecer la aparición y la sostenibilidad de las motivaciones más profundas e ideales, o bien aumentar el cinismo organizativo, donde cada uno se conforma con los incentivos y deja de pedirle demasiado a la organización, acabando pronto por no pedirle nada.
Saldremos mejores de esta gran transición si creamos organizaciones más biodiversificadas y menos niveladas en cuanto a las motivaciones, si somos capaces de dar espacio a la persona entera. Organizaciones habitadas por trabajadores un poco menos controlables y dirigibles, pero más creativos, felices y humanos.
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publicado en Avvenire el 08/02/2015
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“Nuestro tiempo está llevando a cabo una verdadera liquidación, no sólo en el mundo de los negocios, sino también en el de las ideas. Todo se obtiene a un precio tan bajo que uno se pregunta si no llegará el momento que nadie esté dispuesto a ofrecer algo.”
Søren Kierkegaard, Temor y temblor
La belleza de la vida social depende sobre todo del juego de las diferencias que se entrecruzan. La tierra no es hermosa sólo por la variedad de mariposas y flores. La diferencia entre los distintos modos y maneras de hacer economía, empresa y banca también genera mucha belleza. Pero más grande aún es la belleza que nace de las diferencias entre personas, del encuentro de talentos diversos y del diálogo entre motivaciones distintas.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/02/2015
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“Communitas es el conjunto de personas unidas no por una “propiedad”, sino por un deber o una deuda. Unidas no por un “más”, sino por un “menos”, una falta, una limitación que se configura como una carga y posee incluso un carácter defectivo para el que está “afectado” por ella, a diferencia del que está “exento” o “eximido”.
(Roberto Esposito, Communitas).
Las comunidades y las organizaciones que se han mantenido creativas y fecundas a lo largo del tiempo son las que han sabido convivir con la vulnerabilidad, ocupándose de ella sin eliminarla completamente de su territorio. La vulnerabilidad (de vulnus = herida), como muchas otras palabras verdaderas de la humanidad, es ambivalente: la buena vulnerabilidad convive con la mala y en muchas ocasiones ambas se encuentran entrelazadas. La buena vulnerabilidad está inscrita en todas las relaciones humanas capaces de engendrar. Si yo no pongo al otro en la posibilidad de “herirme”, la relación nunca alcanza la profundidad suficiente para ser fecunda.
[fulltext] =>La buena vulnerabilidad es la que vivimos en las relaciones de amor, con los hijos, con los amigos, dentro de las comunidades primarias de nuestra vida. Hoy sabemos que los equipos de trabajo más creativos son aquellos en los que se da crédito a las personas; un crédito auténtico que, por ello, conlleva riesgo. En todos los ámbitos, la capacidad de engendrar exige libertad, confianza y riesgo. Pero son precisamente estos elementos los que hacen vulnerable a quien concede da libertad y confianza. La vida se engendra donde hay relaciones abiertas a la posibilidad de la herida relacional. Para ayudar a un niño a convertirse en una persona libre es necesario concederle confianza vulnerable en la familia, en la escuela y en otros lugares educativos. Y, ya de adultos, es imposible florecer en el lugar de trabajo sin recibir y dar esa confianza peligrosa y vulnerable.
Hoy la cultura de las grandes empresas globales busca lo imposible: quiere la creatividad de sus trabajadores pero sin aceptar la vulnerabilidad de las relaciones. Pensemos en un fenómeno que va en aumento: la llamada ‘subsidiariedad directiva’, según la cual un directivo sólo debe intervenir en las decisiones del grupo que coordina si los resultados de sus actividades serían peores sin su intervención, sin su ‘subsidio’. Las grandes empresas se están dando cuenta de que para obtener lo mejor de sus trabajadores deben ponerles en condiciones de sentirse libres y protagonistas de su propio trabajo. No hay creatividad fuera de la libertad, pero para que la subsidiariedad funcione es indispensable que los trabajadores y los grupos de trabajo experimenten una confianza genuina hacia ellos, de la que incluso puedan abusar. Hay pocas cosas en esta tierra que produzcan tanta alegría como la participación en una acción colectiva libre entre iguales.
Para que esta bella y antigua idea de la subsidiariedad no se quede sólo en un principio inspirador del balance social, es vital que la dirección se fíe verdaderamente del grupo de trabajo y no quiera controlar todo el proceso para evitar abusos de confianza y ‘heridas’. Es más, si el que recibe la ‘delegación’ percibe que esa ‘confianza’ en realidad sólo es instrumental, no es más que una técnica para obtener más beneficios, la subsidiariedad deja de producir efectos. Por eso, para que la subsidiariedad funcione bien en las empresas, sería necesario que la propiedad de las mismas no fuera de tipo capitalista, de forma que la delegación no proceda desde lo alto hacia los trabajadores, sino en la dirección opuesta (como ocurre en la política, donde nació el principio de subsidiariedad). En cambio, cuando la subsidiariedad desciende desde arriba se convierte en otra cosa, que funciona única y exclusivamente cuando los propietarios deciden que es conveniente. Una subsidiariedad así no es muy resiliente ante los fracasos. Sólo las motivaciones intrínsecas, asociadas a instituciones adecuadas, permiten que la subsidiariedad y las formas participativas sobrevivan después de las crisis por graves abusos de confianza. En realidad, las instituciones naturalmente subsidiarias serían las empresas democráticas y participativas (como las cooperativas), en las que verdaderamente la ‘soberanía pertenece al pueblo’, es decir, a los socios-trabajadores, quienes se la conceden desde abajo hacia arriba a los directores y gerentes.
En otras palabras, la subsidiariedad y la confianza funcionan de verdad cuando son peligrosas y vulnerables. Si tuviéramos que diseñar la moneda
de las relaciones humanas en su conjunto, en una cara representaríamos la alegría del encuentro libre en la gratuidad, y en la otra las muchas imágenes de las heridas que han engendrado esa alegría. Pero (esta es otra paradoja de nuestro sistema capitalista) la cultura que se enseña en todas las escuelas de negocios odia la vulnerabilidad, considerándola como su gran enemigo. Esto es así por muchas razones. La civilización occidental ha efectuado a través de los siglos una nítida separación entre los lugares de la buena y la mala vulnerabilidad, sin aceptar su ambivalencia y creando así una dicotomía. Ha asociado la buena vulnerabilidad, capaz de engendrar bendición, con la vida privada, la familia y la mujer, que es la primera imagen de la herida generativa. En la esfera pública, enteramente construida sobre el registro masculino, la vulnerabilidad siempre es mala. Así, también la vida económica y organizativa se ha fundado sobre la invulnerabilidad. Mostrar heridas y fragilidad en los lugares de trabajo siempre es un valor negativo, una ineficiencia y un demérito. Los últimos decenios de capitalismo financiero han acelerado la naturaleza invulnerable de la cultura del trabajo en las grandes empresas globales, de las cuales toda vulnerabilidad debe ser expulsada.El gran medio para eliminar la vulnerabilidad de las comunidades siempre ha sido la inmunidad. La inmunidad hoy es la nota principal de las grandes empresas capitalistas. Toda cultura invulnerable es también una cultura inmunitaria: si no quiero resultar herido por la relación contigo, debo impedirte que me toques, construyendo un sistema de relaciones que evite cualquier forma de contaminación. La inmunidad es la ausencia de exposición al roce con el otro. La immunitas es la negación de la communitas: el alma de la communitas es el munus (don y obligación) recíproco, la de la immunitas es la ingratitud recíproca, la ausencia del don y su opuesto (in-munus, inmune).
Todas las sociedades inmunitarias son radicalmente jerárquicas, porque aumentan las distancias verticales y horizontales entre las personas para evitar el contacto y así poder gestionarlas y orientarlas a sus fines. La primera función de la jerarquía es evitar que se mezclen las personas (este es el origen de la palabra portuguesa casta: no contaminada), evitar que los distintos se toquen entre sí, algo que está reservado a los semejantes. En todas las sociedades inmunitarias y de castas está fuertemente prohibido tocar a los distintos; sólo los pertenecientes a la misma casta pueden y deben tocarse entre sí. Por este motivo, las sociedades de castas conocen poca creatividad e innovación, porque siempre es la biodiversidad la que tiene capacidad de engendrar.
Esta falta de contacto entre distintos es una causa radical de la decadencia de las élites en las sociedades de castas, incluidas nuestras empresas globales. Los movimientos mendicantes de los siglos XI y XII fueron un factor de gran innovación y generatividad económica, social, política y espiritual. Echaron por tierra el orden de castas e inmunitario de la primera Edad Media en sus sociedades, acogiendo en los mismos conventos a pobres y a ricos, a personas de distintas regiones y países. Esas nuevas comunidades tuvieron una enorme capacidad de innovar porque juntaron a mercaderes y pobres, banqueros y artesanos, artistas y místicos. Esa biodiversidad se hizo creatividad e innovación, una innovación que nació de los estigmas de la fraternidad, de la superación del miedo a las heridas. La fraternidad es anti-inmunitaria, como nos enseñó Francisco de Asís cuando abrazó y besó al leproso. La solidaridad-filantropía es casi siempre inmune, la fraternidad nunca.
La raíz de toda civilización inmunitaria y de castas es la gestión de la distinción fundamental entre puro e impuro: hay actividades, personas y cosas puras que pueden tocarse y otras impuras que sólo pueden ser tocadas por las castas más ínfimas. Pero en todas las sociedades inmunitarias y de castas hay también una profunda interdependencia entre las castas. También los brahmanes necesitan de los parias (y viceversa). En estas sociedades, debido precisamente a la inmunidad, la división del trabajo es radical. Por eso es indispensable la presencia de mediadores, cuya especial función es poner en contacto a los que no pueden tocarse entre sí.
Así se comprende mejor por qué las grandes empresas capitalistas son hoy la imagen más nítida de las sociedades inmunitarias y de castas, y por qué los directivos son los mediadores que ponen en contacto a las distintas ‘castas’ de la empresa sin que nadie tenga que tocar a los distintos, a los impuros. Sólo nos tocamos entre iguales (a veces demasiado y mal entre compañeros-as). Los miembros de los rangos ‘inferiores’ sólo pueden ser tocados por los superiores con instrumentos y técnicas, no directamente. En las grandes empresas las personas cada vez están menos mezcladas, aunque se trabaje en espacios abiertos (en los que la separación en cuanto a poder y salario sigue siendo grande).
Dejamos de ser generativos, en todos los ámbitos, cuando dejamos de encontrarnos y abrazarnos, sobre todo con los pobres. Las personas pierden creatividad cuando, con el paso de los años, reducen el contacto con los distintos. Algo parecido está ocurriendo también con las élites de las organizaciones e instituciones, y por lo tanto también de las empresas: la cultura inmunitaria que les lleva a no contaminarse determina su esterilidad y su decadencia. Gran parte de nuestra capacidad de engendrar y de nuestra fuerza y energía, dependen del contacto con otras humanidades, culturas, vidas y cuerpos. La esperanza y la excelencia nacen y renacen a partir de los promiscuos lugares del vivir, del encuentro entre humanidades enteras, y de nutrirse de los distintos alimentos de la aldea.
Por el horizonte asoma una profunda crisis del capitalismo, generada por la decadencia de las élites empobrecidas por la inmunidad y no fecundadas por la buena vulnerabilidad de las relaciones completamente humanas. El miedo a las heridas relacionales está creando una cultura global inmunitaria, de la que las grandes empresas son vectores globales. Por este motivo, un gran desafío para los próximos años será la supervivencia misma de las organizaciones. La apoteosis de la cultura inmunitaria-invulnerable será la eliminación de las organizaciones, la desaparición de los lugares donde se con-vive y co-labora, para crear en su lugar modelos de producción descentralizada, donde cada uno trabaje en su casa gracias a tecnologías cada vez más sofisticadas. Consumidores sin tiendas, banking sin bancos, escuelas online sin profesores ni estudiantes y, tal vez, hospitales sin enfermeros ni médicos poblados por eficientísimos robots y tele-cámaras. Así se eliminará definitivamente la vulnerabilidad y se hallará por fin el árbol de la vida, que, sin embargo, será un árbol sin frutos o con frutos insípidos. Pero el hambre de frutos sabrosos hará que sigamos encontrándonos, abrazándonos, viviendo.
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La gran transición/5 – Desarrollar alternativas generativas a las lógicas de casta.
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/02/2015
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“Communitas es el conjunto de personas unidas no por una “propiedad”, sino por un deber o una deuda. Unidas no por un “más”, sino por un “menos”, una falta, una limitación que se configura como una carga y posee incluso un carácter defectivo para el que está “afectado” por ella, a diferencia del que está “exento” o “eximido”.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 25/01/2015
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“Deberíamos habituarnos a reflexionar a fondo sobre el hecho de que mi yo es comunión. Si podemos definir las comunidades como el encuentro, en un tiempo y un espacio, de algunos individuos pero en su tensión a hacerse personas, entonces deberíamos sentir la radical insuficiencia de las comunidades, y tender continuamente a disolverlas, superándolas, en la comunión”.
Giuseppe Maria Zanghì Reflexiones sobre la persona.
En todas las épocas de grandes cambios, la primera indigencia es la de las palabras. En esta era de vertiginosa transición, el mundo del trabajo sufre también por la falta de poetas, artistas y maestros de espiritualidad que nos den palabras nuevas para entender nuestras alegrías, sufrimientos y esperanzas. Nos falta el lenguaje para decir lo que estamos viviendo, para contarlo y así curarlo.
[fulltext] =>En décadas pasadas aprendimos a comprender y a contar los dolores y las alegrías de las fábricas y de los campos. El siglo pasado generamos literatura, poesía, cine, canciones y espiritualidad acerca del campo, la fábrica y el trabajo de los profesionales, empresarios y trabajadores, que nos dieron palabras para entender y elaborar las heridas y las bendiciones de aquel gran humanismo del trabajo. Cantándolo y contándolo lo comprendimos, vivimos sus fiestas y elaboramos sus lutos, y así nos salvamos, casi siempre. No habríamos sobrevivido sin los poetas, los artistas y los carismas del trabajo, que nos amaron sobre todo dándonos palabras. La poesía, el arte y la espiritualidad son sobre todo un don de palabras distintas y más grandes para nombrar nuestras experiencias, que, sin estos dones, quedarían mudas, malditas y malvividas.
La carestía de palabras nuevas es particularmente fuerte y evidente dentro de las organizaciones. Los directivos, más concretamente, se encuentran aprisionados por una verdadera mordaza relacional a la que no consiguen poner nombre. Por una parte, son objeto de una infinita demanda de reconocimiento por parte de sus trabajadores. Por la otra, estos directivos tampoco encuentran reconocimiento para su propio trabajo. Todos sentimos, cuando trabajamos de verdad, que en nuestro trabajo diario hay mucho más que lo que exige el contrato. A ninguna empresa puede bastarle la ejecución de los contratos y a ningún trabajador le basta únicamente su salario para dar lo mejor de sí mismo. La empresa necesita precisamente lo que no puede comprar del trabajador: su entusiasmo, su pasión, su alegría, sus ganas de vivir y su creatividad. Su alma, su corazón. Pero estas dimensiones humanas son única y totalmente libres y por eso la empresa sólo logra tenerlas cuando el trabajador se las da, porque no hay ningún incentivo que sea un buen sustituto del don en el trabajo; es más, por lo general lo destruye. Dicho con otras palabras: la empresa necesita verdaderamente lo que el contrato de trabajo, con sus típicos instrumentos (incentivos y controles) no puede comprar, porque es don. Y no hay don sostenible sin reciprocidad. Esta es la raíz de la inmensa, constante y creciente demanda de estima, reconocimiento y atención por parte de los trabajadores, que, en buena medida, queda insatisfecha. Esta realidad, que es evidente para todos, permanece casi siempre muda por falta de palabras y de categorías para expresarla.
Pero la diferencia entre la oferta y la demanda de estima y reconocimiento dentro de las empresas la crea y la alimenta la misma cultura de las grandes empresas y organizaciones (véase mi artículo de la semana pasada). Al trabajador se le pide tanto que progresivamente debe ir abandonando otros ámbitos de la vida en favor del trabajo. Así, a ese ser simbólico y ávido de infinito, que es la persona, se le cierran todas las ventanas del alma excepto la del trabajo, y se le promete que desde esa ventana podrá ver paisajes y horizontes imposibles de ver sin la perspectiva de las otras ventanas. Y en el entramado de estas existencias unidimensionales, el directivo se convierte en la primera víctima de la enfermedad relacional que él mismo contribuye, a veces inconscientemente, a crear.
¿Qué podemos hacer? Los estudios sobre el bienestar en el trabajo están comenzando a decirnos que la primera forma de reciprocidad que reclaman los trabajadores, la más esencial, es que sus responsables les “vean”. Pero para ello deberían estar más presentes en los lugares donde se desenvuelve el trabajo. Para ver todo el don que el trabajo contiene, hay que ver el trabajo y al trabajador que trabaja. Esta mirada es la primera reciprocidad que piden los trabajadores, una mirada atenta para descubrir dimensiones esenciales del trabajo que permanecen invisibles porque nadie las ve, o porque no las ven las personas que deberían verlas para reconocerlas, o porque las ven, con desconfianza, únicamente para controlarlas. Ciertamente, también la mirada de los compañeros es importante, así como nuestra propia mirada, pero no son suficientes. En las comunidades, incluidas las comunidades de trabajo, todas las miradas no son iguales; las funciones y las responsabilidades son importantes y quienes más deben ver el trabajo son los que tienen responsabilidad sobre el trabajo de otros. Pero, como ponen de relieve algunos investigadores franceses, como Norbert Alter o Anouk Grevin, en las organizaciones modernas y grandes, la teoría y la práctica de la dirección hace que cada vez sean menos los directivos que ven el trabajo, porque están “obligados” a pasar su tiempo entre papeles y ordenadores, elaborando gráficas, indicadores y controles; o haciendo coloquios de evaluación “institucionales” en los que en media hora deberían evaluar un trabajo real que no han visto diariamente durante doce meses. Se ven las huellas del trabajo, las operaciones, pero estos sofisticados instrumentos no permiten ver la experiencia humana-espiritual del trabajador. Y así se acaba por no valorar los aspectos más importantes del trabajo, que son los que más necesidad tienen del sentido de la vista. La vida buena que, entre el esfuerzo y las contradicciones, se experimentaba y se sigue experimentando en muchas empresas pequeñas tiene que ver con el hecho de que el empresario trabaja junto a sus trabajadores. Una compañía que crea solidaridad y un circuito virtuoso de reconocimiento. La principal manera de reconocer el don que existe en todo trabajo es ver y reconocer el trabajo en cada jornada laboral ordinaria.
Pero hay más. También los directivos son trabajadores y también ellos tienen una necesidad vital de reciprocidad, de reconocimiento y de ”visibilidad”. Pero en las grandes empresas anónimas, en las que los propietarios están lejos, fragmentados y a veces ni siquiera existen, no hay nadie “por encima” del director que vea su trabajo, que lo reconozca y lo agradezca. Los directivos se ven inundados por la demanda de atención y reciprocidad, pero ellos tampoco tienen a nadie que esté en condiciones de reconocer-agradecer un trabajo que, por ello, se queda sin reconocimiento, Y así la organización se convierte en una gran productora de ingratitud, que se hace cada vez más insostenible, aunque se intente compensar con una alta retribución.
Así pues, es necesario aprender de nuevo a ver el trabajo, todo el trabajo y el trabajo de todos.
Pero antes aún, y de forma más radical, deberíamos tener colectivamente el valor de realizar dos operaciones revolucionarias.
En primer lugar, las empresas deberían ayudar a sus trabajadores, a todos los trabajadores, a abrir esas ventanas existenciales que ellas mismas han contribuido a oscurecer durante estas décadas. Para que la vida de los trabajadores pueda florecer, hace falta la luz de toda la casa, ya que, en caso contrario, también la habitación del trabajo pierde luminosidad. No podemos pedirle a nuestra carrera y a nuestros directivos que satisfagan por sí solos nuestra necesidad de reconocimiento, de estima, de amor y de cielo, porque si intentan hacerlo transforman nuestras empresas en iglesias sin dios y sin culto, como ocurre en toda idolatría. Si, al mismo tiempo, debido a las frustraciones y decepciones, dejamos de pedirle mucho (no todo) al trabajo, entonces la vida, la vida entera, se entristece y se apaga. El aire y la luz volverán al trabajo cuando dejemos que entre el sol en todos los ambientes de la vida.
Pero haría falta una segunda operación, aún más radical, difícil y decisiva. Hemos aprendido durante épocas enteras a trabajar y a gestionar operaciones complejas en las casas y en los monasterios. Las primeras organizaciones fueron los partos, donde las mujeres cooperaban por la vida, gestionando el final de la gestación. El trabajo de unas manos de mujer acompañaba los dolores de parto. Mujeres, manos, vida: ingredientes demasiado ausentes de nuestra cultura organizativa, totalmente basada en el registro masculino y carente de la cultura de las manos con su típica sabiduría. La cultura del trabajo en organizaciones complejas floreció y maduró después dentro de las abadías, tras siglos de “ora et labora”: espíritu al servicio de las manos y manos aliadas del espíritu, que, juntas, alimentaban el trabajo. Los primeros directivos de grandes organizaciones se formaron leyendo y copiando los códices de Cicerón y de Agustín. Para cuidar las relaciones en nuestras empresas debemos ponerlas en manos de nuevos directivos humanistas, personas expertas en humanidad, con vida interior, capaces de escuchar, de cuidar y de atender los sufrimientos de las organizaciones. Pero las escuelas de negocios se concentran exclusivamente en los instrumentos y en las técnicas, cuando deberían hacer que sus alumnos estudiaran poesía, arte, filosofía, espiritualidad. Deberían dar clase dentro de las fábricas, donde se ve el trabajo y se siente su olor y su verdadero perfume, y no el aroma sintético de las salas de reuniones de los hoteles.
El mercado de mañana necesitará personas completas, dentro y fuera de las empresas, que cultiven y activen también esas dimensiones humanas fundamentales a las que llamamos desde hace milenios don, reciprocidad e interioridad, que son las que dan dignidad a la vida, en el trabajo y en casa.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 25/01/2015
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“Deberíamos habituarnos a reflexionar a fondo sobre el hecho de que mi yo es comunión. Si podemos definir las comunidades como el encuentro, en un tiempo y un espacio, de algunos individuos pero en su tensión a hacerse personas, entonces deberíamos sentir la radical insuficiencia de las comunidades, y tender continuamente a disolverlas, superándolas, en la comunión”.
Giuseppe Maria Zanghì Reflexiones sobre la persona.
En todas las épocas de grandes cambios, la primera indigencia es la de las palabras. En esta era de vertiginosa transición, el mundo del trabajo sufre también por la falta de poetas, artistas y maestros de espiritualidad que nos den palabras nuevas para entender nuestras alegrías, sufrimientos y esperanzas. Nos falta el lenguaje para decir lo que estamos viviendo, para contarlo y así curarlo.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 18/01/2015
En el capitalismo hay que ver una religión, porque sirve esencialmente para satisfacer las mismas necesidades, tormentos e inquietudes a los que antaño daban respuesta las llamadas religiones.
Walter Benjamin, El capitalismo como religión, 1921
En la reflexión actual sobre la falta de sostenibilidad de los modelos económicos y financieros que hemos erigido a lo largo de las últimas décadas, realizada desde distintas perspectivas y a veces con notable profundidad, hay un aspecto que pasa demasiado desapercibido para el peso que tiene en la vida política, en la democracia y en nuestro bienestar y malestar. Es la cultura directiva de las organizaciones, que se está convirtiendo en una auténtica ideología global, desarrollada y enseñada en las principales universidades y capilarmente implementada por las multinacionales y las consultoras globales. Una ideología que está entrando en muchos ámbitos de la vida social, entre otras cosas, porque se presenta como una técnica, no sujeta a valores, capaz de reciclar muchos de los códigos simbólicos que la civilización occidental ha asociado durante milenios a la vida buena y a la riqueza.
[fulltext] =>Y así, sin mover una pestaña ética, aceptamos que nuestras relaciones cada vez estén más mediadas y gestionadas por estos nuevos actores globales. Los “social media” y las redes sociales, en las que “vivimos” y en las que ya se desarrolla buena parte de nuestra vida relacional, están gobernados con ánimo de lucro por empresas líderes en esta nueva cultura.
Pero en las paredes de estas empresas empiezan a aparecer grietas y deberíamos tomárnoslas muy en serio si queremos evitar la implosión del edificio. Se está registrando una creciente fragilidad relacional y emocional entre los empleados y los directivos de las empresas, sobre todo cuando son grandes y globales. Está creciendo fuertemente el uso de psicofármacos entre los directivos, junto con la ansiedad, la depresión, el estrés y el insomnio. Hay directivos brillantes y de éxito que se despiertan una mañana y se dan cuenta de que no tienen energía ni para levantarse de la cama. Es el síndrome del “quemado”, traducción literal del término inglés burn-out. Muchas empresas multinacionales ya incluyen el burn-out como parte del desarrollo normal de la carrera de un directivo, puesto que es una etapa cada vez más frecuente, por la forma de concebir, planificar e incentivar este tipo de trabajo. Al primer burn-out suele seguirle otro y después otro, puesto que tras la cura se vuelve a las mismas relaciones, a la misma cultura patológica que produce el malestar. Las víctimas preferidas de esta nueva epidemia de los ricos son los consultores en las empresas multinacionales, los analistas financieros, los abogados y asesores fiscales de los grandes despachos profesionales y sobre todo una gran cantidad de directivos y mandos intermedios de empresas grandes, bancos, fondos y aseguradoras. Pero también llegan señales preocupantes de las administraciones públicas, las ONGs, la economía social y algunas obras nacidas de carismas religiosos, por la penetración de esta ideología directiva que se enseña ya en todas las universidades, escuelas de negocios y en masters “MBA” de todo el mundo.
En la raíz de este nuevo malestar laboral hay una verdadera paradoja. Una regla de oro de esta cultura directiva y organizativa es la prohibición
de mezclar los lenguajes y las emociones de la vida privada con los de la vida de la empresa. Palabras como don, gratitud, amistad, perdón y gratuidad, que todos reconocemos como fundamentales para las relaciones familiares, sociales y comunitarias, deben mantenerse absolutamente fuera de los lugares de trabajo, porque son impropias, ineficientes y sobre todo peligrosas. Si vamos más allá de la retórica de los equipos de trabajo y nos fijamos bien en las dinámicas reales de estas nuevas empresas capitalistas, lo que encontramos son dirigentes cada vez más solos que interactúan con otros individuos solos, en relaciones funcionales y fragmentarias con muchos compañeros y responsables, que cambian en función de la tarea asignada y del contrato. En estas organizaciones hay más jerarquía que en las tradicionales, aunque se presenten con un look participativo.Pero mientras estas nuevas empresas cultivan, por una parte, comportamientos de separación (como el de los directivos que no se “mezclan” con sus subordinados en los comedores o en los círculos recreativos y deportivos), por otra parte, a la hora de seleccionar y motivar a los directivos, utilizan palabras típicas del ámbito familiar, de la amistad y de los ideales éticos y espirituales. Se habla de estima, mérito, respeto, pasión, lealtad, fidelidad, reconocimiento, comunidad…, palabras y códigos que activan en la persona las mismas dinámicas aprendidas y practicadas en la vida privada y familiar. Se exige el mismo compromiso, entran en juego las mismas pasiones.
Si diéramos un pequeño paso atrás en la historia, descubriríamos que la primera metáfora relacional que inspiró a las primeras empresas de la modernidad fue la comunidad. Los primeros talleres artesanos y, después, las primeras empresas familiares a caballo entre los siglos XIX y XX, construyeron organizaciones sobre el paradigma relacional de la familia y de la comunidad, entre otras cosas, por el gran peso social y económico que en la Edad Media tuvieron las comunidades monásticas y los conventos. Eran comunidades jerárquicas (y paternalistas), pero comunidades. Después, siempre en Europa, en la segunda mitad del siglo XX tuvimos la metáfora “política”: las empresas, sobre todo las grandes, reproducían la lucha de clases típica de ese tiempo, y la fábrica era una fotografía de la sociedad política, con sus conflictos y sus cooperaciones.
En las grandes empresas del Tercer Milenio está ocurriendo algo inédito, que recuerda mucho a la cultura religiosa y, en otro sentido, también a la militar. En las empresas tradicionales del primer y segundo capitalismo, a los trabajadores y a los directivos se les pedía mucho, pero no demasiado y, sobre todo, no se les pedía todo. Quedaban otros ámbitos (familia, comunidad, religión, partido…) en los que se desarrollaban fragmentos de vida no menos importantes que el laboral. En cambio, donde se sí se pedía mucho, en ciertos casos todo, era en la esfera religiosa (conventos, abadías, y monasterios) y, en medida distinta (por lo general menor), en la militar (nación y tierra). En estos ámbitos se podía dar todo, porque la promesa merecía la pena (Dios, el Paraíso, la Patria).
El gran y peligroso bluff de nuestras modernas organizaciones del capitalismo de última generación se oculta en el uso de registros simbólicos y motivacionales similares a los que antaño usaba la fe, pero (este es el punto importante) desnaturalizándolos y redimensionándolos radicalmente
El nuevo capitalismo se ha dado cuenta de que, si no se activan las motivaciones y los símbolos humanos más profundos, las personas no dan lo mejor de ellas mismas. A los nuevos contratados les piden mucho, (casi) todo, les piden un compromiso de tiempo, prioridad, pasiones y emociones que no puede justificarse recurriendo sólo al registro del contrato y del dinero (por mucho que sea). Sólo el don de uno mismo puede explicar lo que se pide y lo que se da en estas relaciones de trabajo. Pero si la empresa reconociera de verdad todo el “don” que pide a sus trabajadores, crearía unos vínculos comunitarios (cum-munus) que en realidad no desea, porque esas relaciones ya no podría gestionarlas ni controlarlas. Por eso se detiene un paso antes, en el reconocimiento de las dimensiones menos profundas y verdaderas que el don de uno mismo, y hace todo lo posible para reconducir los comportamientos al ámbito de lo debido, al contrato.
Los primeros años, mientras los trabajadores-directivos son jóvenes, el juego de promesas, expectativas, reconocimientos y atenciones recíprocas empresa-trabajador, funciona y produce
una espiral creciente de compromiso, resultados y gratificación. Pero con el paso del tiempo, las inversiones afectivas y relacionales no reconocidas se acumulan y se convierten en créditos emocionales, hasta que llega un día en que uno se da cuenta de que no serán saldados nunca. Entonces entra en crisis el “contrato narcisista” originario, y las gratificaciones de los primeros tiempos se transforman en decepciones y frustraciones. Comienza una fase de inseguridad e indiferencia, en la que uno se siente “perdedor” y la imagen de “trabajador ideal” construida hasta entonces, se cae. Se siente que no merecía la pena poner en juego la propia vida, una vida que a veces para entonces ya se ha consumido y apagado. Y el juego continúa con otros jóvenes, que pronto serán a su vez reemplazados por otros. Es impresionante el “consumo” (o el “sacrificio”) de juventud en estas organizaciones, como en los ejércitos y en los cultos paganos.Las grandes palabras de la vida sólo dan fruto si no se instrumentalizan. Necesitan espacio y acogida en su complejidad y, sobre todo, en su polivalencia que las hace generadoras, vivas y verdaderas. Y no admiten a largo plazo el uso con fines de lucro. La historia humana nos ofrece multitud de ocasiones en las que las grandes palabras de la humanidad se han intentado usar para obtener ventajas privadas. Eso buscan la magia y la idolatría. Toda ideología es esencialmente un intento de manipular una o varias palabras grandes de la humanidad (libertad, fraternidad, igualdad), reduciendo su complejidad y ambivalencia para controlarlas y controlar personas y conciencias. La ideología directiva está manipulando la estima, el reconocimiento y la comunidad, porque las usa sin gratuidad y por lo tanto sin responsabilidad, por los costes emocionales y las heridas relacionales que la ambivalencia de estas palabras grandes inevitablemente produce.
Todos deseamos el paraíso, a todos nos gustaría gastar la vida de forma heroica, pero las empresas y sus objetivos no pueden ser los lugares donde estas promesas se cumplan. Su tierra tiene un cielo demasiado bajo, su horizonte es demasiado angosto para poder ser verdaderamente el de la tierra prometida.
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de Luigino Bruni
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por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 11/01/2015
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Dos presos, en dos celdas contiguas, se comunican dando pequeños golpes en la pared. La pared es lo que les separa pero también lo que les permite comunicarse. Eso mismo ocurre también entre Dios y nosotros: cada separación es un lazo.
Simone Weil (La gravedad y la gracia)
Innovación es una palabra propia de la botánica. Se usa para los brotes y para las nuevas ramas. Las innovaciones necesitan raíces, buena tierra y una planta viva. Es la vida que florece, la capacidad de generar en acción. Estas innovaciones, que se convertirán en comida, en jardines y en parques, necesitan también del trabajo y la paciencia del labrador o del jardinero, que les acompañan y cuidan durante las heladas de los duros inviernos. Así es como los brotes se desarrollan y se convierten en flores, así es como la viña produce buen vino y la higuera vuelve a dar fruto tras años de esterilidad y se salva.
[fulltext] =>Para comprender lo que le está ocurriendo a nuestra economía y a nuestra sociedad, tendríamos que recuperar el significado botánico del término innovación, que puede enseñarnos muchas cosas sobre las razones de la crisis y la dirección a seguir. Un primer mensaje que nos llega de la lógica de la innovación-brote se llama subsidiariedad: las manos y la tecnología sólo pueden subsidiar la innovación, es decir, pueden ayudar al brote a florecer, pero no pueden inventarlo. La parte más importante del proceso de innovación depende poco de la intervención artificial de distintas “manos”; antes que nada, brota por su fuerza intrínseca. Por esta razón, resulta ilusorio pensar en aumentar las innovaciones en nuestra economía si no nos ocupamos antes de la salud del humus, de los árboles y de las plantas. Si falta innovación, no es porque el brote haya “decidido” no florecer o porque los jardineros sean vagos.
La crisis de nuestro tiempo depende del agostamiento del humus civil que ha alimentado a nuestra sociedad y a nuestra economía durante siglos, un humus hecho de ética de las virtudes y de sacrificio creativo. Hoy, en aquellos antiguos terrenos fértiles, florece e innova sobre todo la mala hierba. Para ver de nuevo las innovaciones de las buenas plantas, debemos volver a enriquecer los terrenos, salvar los árboles frágiles y plantar más en otros terrenos. Es el humus (adamah) el que nutre al homo (Adam) y genera el auténtico humanismo.
Al mismo tiempo, las innovaciones que vemos y registramos no son las únicas que existen, porque las buscamos en los terrenos equivocados. Muchos de los árboles que hoy innovan no tienen la misma forma que los árboles de ayer. A veces su apariencia es extraña y crecen en terrenos donde no esperamos encontrarlos. Buscamos la belleza y la bondad en terrenos que nos resultan familiares y, al no verlas, nos entristecemos. En realidad, para esperar ya desde ahora, bastaría con que cambiáramos de lugar y de mirada. Cuando atravesamos el centro de nuestras ciudades, vemos comercios cerrados, oficinas que han quedado vacías y en muchos casos se han reconvertido en horribles salas de apuestas y tugurios de los juegos de azar; y nos entristecemos con razón ante estos árboles secos que en otro tiempo estuvieron llenos de brotes.
El empobrecimiento de la mirada, del sentido colectivo de la vista, acorta el horizonte y nos aprisiona en los problemas y en los males, que siempre son muy abundantes. Los pueblos se curan cuando dentro de los sufrimientos del “ya” saben ver un “todavía no” posible y mejor. Para mantener viva y activa la esperanza, en el bosque que cae hay que saber ver el árbol que crece, y, en torno a ese nuevo vástago, soñar y preparar el bosque de mañana. El árbol que crece ya existe, únicamente debemos aprender a reconocerlo colectivamente y a acompañar su florecimiento. A ver otros árboles cargados de yemas se aprende, casi siempre durante las crisis de la existencia, cuando el brillo de la mirada permite ver más lejos y otras cosas. Hay mil colores en las ciudades de los jóvenes y los más pobres, pero, adormilados y sedados como estamos por un consumo que nos mantiene alejados de las calles y de las periferias, ya no sabemos reconocerlos. Y al no ver el sol ni el cielo luminoso, impedimos que los colores de los jóvenes y de los pobres vuelvan a encender nuestras ciudades.
Si miramos bien en la trama de la historia, nos daremos cuenta, por ejemplo, de que las economías y las civilizaciones han sido capaces de levantarse, volver a ponerse en marcha y desarrollarse cuando han sido capaces de vislumbrar nuevas salvaciones en lugares distintos y siempre periféricos. Cuando falta el pan para la muchedumbre, los cinco panes necesarios para un nuevo milagro se encuentran en manos de un muchacho, donde hay unos ojos distintos que saben verlos y valorarlos.
La postguerra europea produjo auténticos milagros porque los líderes políticos, económicos y espirituales de entonces supieron incluir (con el sufragio
universal, pero también en las fábricas, en la educación para todos…) a millones de labradores inmigrados del sur, a muchas mujeres y a muchos jóvenes. Y emancipándolos a ellos, incluso entre errores y contradicciones, nos levantaron a todos. No hay otro camino: la energía esencial para cualquier reactivación es el hambre de vida y de futuro de los jóvenes y de los pobres.A diferencia de lo que piensan y enseñan algunos célebres expertos en innovación, muchos torrentes de riqueza y trabajo nacieron porque, en medio de la desesperanza, alguien no dejó de dar puñetazos en la roca hasta destrozarse las manos. Hasta que un día otro respondió y los puños se convirtieron en diálogo y las lágrimas en manantial. Pero no bastan los jóvenes y los pobres hambrientos de vida para tener un futuro mejor. Para que los pobres y los excluidos puedan convertirse en motor de cambio de un país, es crucial el papel de las instituciones, y en particular el de las instituciones financieras.
Los fundadores de las cajas rurales, cajas de ahorro y bancos populares de finales del siglo XIX comprendieron o intuyeron que, para que los artesanos y aparceros pudieran transformarse en empresarios y cooperativistas, hacían falta innovaciones financieras, puesto que los bancos tradicionales ya no eran suficientes. Aquella época de industria y trabajo necesitaba nuevos bancos territoriales para que las comunidades pudieran innovar dentro de una nueva economía. Así, pidieron a las familias, a las iglesias y a los partidos que pusieran en marcha nuevos procesos, que recogieran sus pocos ahorros y dieran vida a bancos populares, democráticos e inclusivos.
Hoy está pululando toda una nueva economía (a la que el domingo pasado, en este mismo medio, me referí como “cuarta economía”) necesitada de nuevas instituciones financieras que sepan, en primer lugar, verla, después, reconocerla como economía buena y, finalmente, darle confianza y crédito. Las instituciones financieras tradicionales, como bien sabía hace ya más de cien años el gran economista Joseph A. Schumpeter, no cuentan con las categorías culturales y económicas para entender las innovaciones de “cima”. Las innovaciones de cima, a diferencia de las de “valle”, son típicas de los tiempos de transición, cuando algunos, o muchos, se encuentran en la cima de su propio tiempo y comienzan a vislumbrar y a señalar nuevos horizontes. Las instituciones consolidadas, incluidas por supuesto las financieras, en general no tienen dificultad para creer en las innovaciones de valle, que se mueven dentro del mundo conocido. Por eso normalmente financian a dos categorías de sujetos: a los ordinarios de la economía “normal” y a los deshonestos. Pero las instituciones tradicionales no consiguen entender, porque no las ven, las innovaciones de cima; si las entendieran, no serían de cima. Y así, cuando los empresarios de la “cuarta economía” se presentan a los bancos, con pocos capitales físicos (porque no los necesitan) y en general con poca experiencia (porque son jóvenes), no logran superar el examen de los analistas de riesgos, cada vez más encorsetados entre algoritmos e indicadores nacidos de la economía de ayer.
Necesitamos con urgencia una nueva primavera de instituciones financieras distintas, que, para dar confianza y crédito a nuevos proyectos empresariales, no miren hacia atrás buscando las garantías de ayer, sino que sean capaces de mirar hacia delante y ver las garantías de mañana, las que generará un proyecto que todavía no es realidad pero que podría serlo si saben verlo y animarlo. Y acompañar. Un elemento clave de las instituciones financieras de la “cuarta economía” es auto-concebirse como verdaderos socios de los proyectos, mucho más que hasta ahora y de forma distinta. Los protagonistas de la nueva economía no hablan el lenguaje típico del mundo de los negocios, no se han formado en las Escuelas de Negocios y desconocen el idioma, siempre necesario, de las cuentas y los balances. Es por eso esencial que las instituciones financieras que vean una innovación capaz de generar renta y trabajo, no se limiten a dar crédito, sino que acompañen y asistan a estos nuevos empresarios, convirtiéndose en las buenas manos de los jardineros. El trabajo de los bancos de la “cuarta economía” no debería desarrollarse tanto en la ventanilla de una oficina como dentro de los lugares de producción. Deberían ser más empresarios y menos financieros, mejores conocedores de los árboles y los brotes que de la química.
Estoy en Nairobi y mientras termino este artículo veo desde la ventana la marcha matutina de miles de jóvenes que, con la única ropa buena que poseen, salen de las barracas de los suburbios para ir a trabajar a la cercana y caótica zona industrial. Y veo que en medio del dolor que sube desde estas periferias, renace también una verdadera esperanza. El trabajo es nuestra única esperanza de salir un día con la ropa buena de nuestra barraca y no tener que regresar a ella.
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por Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 11/01/2015
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Dos presos, en dos celdas contiguas, se comunican dando pequeños golpes en la pared. La pared es lo que les separa pero también lo que les permite comunicarse. Eso mismo ocurre también entre Dios y nosotros: cada separación es un lazo.
Simone Weil (La gravedad y la gracia)
Innovación es una palabra propia de la botánica. Se usa para los brotes y para las nuevas ramas. Las innovaciones necesitan raíces, buena tierra y una planta viva. Es la vida que florece, la capacidad de generar en acción. Estas innovaciones, que se convertirán en comida, en jardines y en parques, necesitan también del trabajo y la paciencia del labrador o del jardinero, que les acompañan y cuidan durante las heladas de los duros inviernos. Así es como los brotes se desarrollan y se convierten en flores, así es como la viña produce buen vino y la higuera vuelve a dar fruto tras años de esterilidad y se salva.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 4/01/2015
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¿Cómo salvaréis al mundo? ¿Dónde encontraréis el camino, hombres de ciencia y de industria, partidarios de los seguros, de los salarios y de
todo lo demás? ¿En el crédito? ¿Y qué es el crédito? ¿A qué os conducirá el crédito?Fiódor Dostoyevski (El idiota)
Mientras sufrimos por una crisis que parece (y es) demasiado larga, si queremos cultivar una esperanza que no sea vana, necesitamos ver pulular en el bosque de nuestra economía nueva vida, empresas, trabajo e innovación. Porque realmente existen. Pero la calidad de la nueva fase de nuestro capitalismo dependerá de qué tipo de economía sea capaz de “atraer”, absorber y valorar toda la energía joven, intelectual y tecnológica que se está produciendo dentro y fuera de “la red” (web)..
[fulltext] =>Hoy, el capitalismo financiero y globalizado parece ser, con mucho, el más preparado para llevarse de su lado a la parte más creativa de nuestra sociedad. Gracias, por supuesto, a los poderosos medios financieros de que dispone, pero también a la gran fascinación que sus símbolos ejercen sobre los mejores jóvenes. Su capacidad de englobar y reciclar la parte más creativa de cada generación es lo que ha decretado, hasta hoy, el gran éxito del capitalismo en el siglo XX, tal y como nos muestran Eve Chiapello y Luc Boltanski en su libro “El nuevo espíritu del capitalismo”.
Debemos adquirir conciencia de que nuestra economía está formada, al menos, por cuatro economías distintas (aunque los que diseñan la fiscalidad, los incentivos y las políticas industriales sigan pensando que el capitalismo es uno solo). La primera, a la que podemos seguir llamando “capitalismo”, está compuesta por empresas, bancos, aseguradoras y fondos de inversión que nacen únicamente para aprovechar oportunidades de beneficio o, cada vez más, de renta. Son, casi siempre, grandes organizaciones, con una propiedad muy fraccionada, dirigidas por ejecutivos pagados muy por encima de lo que dictaría el sentido común, que operan a nivel global y eligen los lugares donde ubicar la sede fiscal y las unidades productivas con el único objetivo de minimizar la carga tributaria y maximizar los beneficios. Y lo logran, porque tienen suficiente dinero para pagar excelentes asesores fiscales, verdaderos “santos” de los paraísos fiscales y sindicales. Este capitalismo crea eficientes organizaciones filantrópicas, esponsoriza con dosis homeopáticas de beneficios incluso la investigación científica y social. Pero su objetivo, el único objetivo que de verdad le mueve, es ganar el mayor dinero posible en el menor tiempo posible. Las multinacionales de los juegos de azar son el tipo más puro de este capitalismo, que incluye a muchas otras empresas compradas por fondos de prívate equity, que en estos años de grave carestía de liquidez y de crédito están comprando, a un precio excelente, miles de empresas con problemas. A veces las “salvan” financieramente, pero muchas veces no salvan el trabajo y casi siempre el proyecto del fundador se queda sin alma, aunque se mantengan, con ánimo de lucro, el antiguo nombre y las viejas marcas. Un proceso que se está produciendo a amplia escala y que a veces se entrecruza con la economía ilegal, que busca las mismas empresas en crisis de capitales. Un fenómeno de incorporación amplio y profundo que está desnaturalizando buena parte de nuestro “made in Italy”, y que está ocurriendo ante el desinterés general. Los capitales que se atraen en tiempos de crisis no son (casi) nunca buenos. «¿Cuántas empresas del “primer capitalismo” hay en Italia?», le pregunté hace unos meses a un amigo mío, gran conocedor de la economía italiana. «El 90% de las grandes empresas anónimas no vinculadas a una familia propietaria», me respondió.
Hay una segunda economía, hecha de empresas que sólo se parecen a las del primer capitalismo en la forma. Nos damos cuenta de ello en cuanto ponemos un pie dentro de sus instalaciones y hablamos con los empresarios, directivos y trabajadores. Les mueve otra cultura y su horizonte es más profundo y amplio. Es el “capitalismo” de las empresas familiares. Aquí, detrás del proyecto empresarial está la presencia de una persona concreta y de una familia, que marca una primera diferencia radical. El capitalismo familiar no es por sí mismo garantía de honradez, buena gestión y comportamiento ético (como vemos todos los días). Pero la presencia de una familia en la dirección de una empresa muchas veces es garantía de que a los propietarios les interesa durar en el tiempo y no maximizar los beneficios a muy corto plazo. Si el eje del tiempo y el horizonte del futuro no están bien visibles en la empresa, el trabajo no puede ser amigo de los capitales ni de los “patrones”. Esta segunda economía es todavía el muro de carga de nuestro sistema económico y civil.
Hay después una tercera economía, llamada por algunos precisamente ‘Tercer Sector’. Está formada por muchas entidades de economía cooperativa y social, organizaciones sin ánimo de lucro, instituciones de finanzas éticas y territoriales, empresas con “motivación ideal” y todo un hervidero de actividades económicas germinadas del corazón de la comunidad cristiana y de la sociedad civil organizada. Es la economía que florece de ideales más grandes que la economía. En tiempos de crisis esta tercera economía sigue creciendo, pero también está viviendo una crisis de cambio de época, que depende sobre todo del agotamiento del humus ético de su terreno. La segunda y la tercera economía son las que más están sufriendo por el deterioro de los capitales de virtudes civiles que hicieron florecer a estas empresas en décadas pasadas. En cambio, el primer capitalismo está creciendo muy bien en terrenos pobres en humus civil. Basta pensar de nuevo en las multinacionales de los juegos de azar que proliferan en los desiertos de las instituciones y las familias.
Existe también una cuarta economía (nos detenemos aquí, aunque podríamos continuar con la economía pública, la criminal, la sumergida…). Está creando trabajo e innovando en el campo de la llamada economía del compartir (sharing economy), que busca la financiación para las nuevas empresa no en los circuitos tradicionales sino en la red (crowd-funding), y que crece a un ritmo exponencial. Es el trabajo naciente del variado mundo del consumo crítico y de buena parte de la agricultura biológica de última generación, donde el perfil del empresario agrícola suele ser cada vez más el de una mujer joven, licenciada, que habla cuatro idiomas y que reparte su tiempo entre el cuidado de su empresa y los viajes internacionales. Aquí se encuentran muchos de los nuevos trabajos que florecen alrededor del cuidado de los bienes culturales, el arte, la música o los antiguos molinos de agua restaurados para producir energía, trabajo y soberanía energética. Y mucha belleza, una belleza que verdaderamente nos puede salvar. Esta es otra economía, no obvia, hecha de actividades muy distintas entre sí pero que tienen como común denominador una idea de economía tendencialmente colaborativa, donde el trabajo y la riqueza no nacen primeramente de la competencia, sino de la cooperación y de la búsqueda del mutuo provecho. Una economía con una alta intensidad de jóvenes, muchos de ellos inmigrantes, donde la búsqueda del máximo beneficio no es la primera motivación, porque las prioridades están en la sostenibilidad ambiental, la dimensión estética, el gusto por la creatividad colectiva, la alegría de ver reflorecer territorios enfermos y envenenados, de inventar Apps (aplicaciones) que gestionen, y no es un ejemplo casual, el producto “fresco” de los supermercados, de caducidad inminente, transformando residuos en la piedra angular de las casas de muchos pobres. Una nueva economía donde la gratuidad y (cierto) mercado conviven y crecen juntos.
El capitalismo financiero-especulativo está entrando con fuerza no sólo en la segunda economía de las empresas familiares, sino que, con potentes medios y con una excelente retórica, está ocupando también el Tercer Sector. La única posibilidad de que estas economías que todavía son distintas, puedan salvarnos y crecer, pasa por dar vida a una gran alianza con la cuarta economía, joven y creativa, que se mueve en otros “ambientes”, habla otros “lenguajes”, y piensa, actúa e imprime en tres dimensiones.
Hoy, las economías distintas a la del primer capitalismo deben conseguir que la cuarta economía vaya a su terreno. Y mientras tanto actuar también en las zonas limítrofes con el primer capitalismo, en las zonas mestizas de frontera. Dentro de ciertos límites, variables y cambiantes según las épocas, también el primer capitalismo puede producir buenos frutos. Todas las épocas lo han experimentado. Cuando desborda sus cauces e inunda casas y campos es cuando el primer capitalismo se convierte en enemigo de la economía, del trabajo y del bien común. Los encuentros inesperados e improbables son los más creadores. Es la biodiversidad, en todas sus formas naturales y civiles, la que nos nutre y nos enriquece a todos.
Para superar este desafío que hoy nos parece imposible, es esencial dar un viraje simbólico, lingüístico y comunicativo. La economía civil (la segunda y la tercera economía) no debe recurrir sólo al vocabulario de la ética, las virtudes, el altruismo, el don y la solidaridad. Es necesario utilizar el registro semántico de la participación, la excelencia y la creatividad para aplicarlas a objetivos más grandes que la mera obtención de beneficios. Pidiendo cosas difíciles y presentando retos que requieren esfuerzo es como se atraen personas excelentes, sobre todo cuando son jóvenes. El mundo de la economía civil no atrae todavía suficientes jóvenes creativos e innovadores porque no ha sido capaz de renovar adecuadamente su propio código simbólico, ni de traducir sus grandes palabras (gratuidad, fraternidad, bien común) en otras palabras y en nuevos signos capaces de entusiasmar a las personas mejores en las fases mejores de su vida, transformando después el entusiasmo en proyectos de trabajo y de vida. Todavía estamos a tiempo, al menos, de intentarlo.
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