En la frontera y más allá/6 - Las «canciones» del analfabetismo espiritual
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (45 KB) el 26/02/2017
«Mis palabras son demasiado difíciles para ti, por eso te suenan demasiado fáciles»
Yehudah ha-Levi, Kuzari
Uno de los fundamentos de la vida buena de los seres humanos es la regla de oro del mutuo provecho. El mercado es una red de intercambio de intereses recíprocos: Pero también podemos describir las asociaciones e incluso las comunidades y las familias como un entramado de relaciones mutuamente provechosas.
Si nos movemos dentro del registro del mutuo provecho en los procesos educativos y en las acciones encaminadas a reducir la vulnerabilidad económica y social, cabe esperar que las prácticas que realicemos sean más respetuosas con la dignidad de la persona, más responsables y menos paternalistas. Por este motivo, en todos los tiempos ha habido sabios que han considerado la reciprocidad (no el altruismo ni el interés individual) como la primera regla de la vida comunitaria y social. Pero hay lugares de la vida donde no es bueno buscar el mutuo provecho, porque la satisfacción de los intereses recíprocos única y exclusivamente lleva a la desnaturalización y degeneración de esas relaciones. Uno de esos ámbitos es el de la espiritualidad.
En nuestro tiempo hay una gran oferta de espiritualidad barata, también en el mundo de las grandes empresas. El capitalismo de última generación, intuyendo que los trabajadores son seres espirituales y simbólicos, intenta proporcionar un poco de espiritualidad también en el puesto de trabajo. Por mutuo provecho, para tener trabajadores más felices, equipos de trabajo más productivos y mayores beneficios para la empresa. Pero dado que es difícil “ofrecer” y “demandar” una espiritualidad verdadera y seria, especialmente en una cultura, como la nuestra, que ha perdido contacto con la fe y con la piedad popular, la misma palabra “espiritualidad” se ha vuelto ambigua. Entender y apreciar hoy una oración o un salmo es por lo menos tan difícil como entender y apreciar las sinfonías de Mahler o de Respighi.
Estamos inmersos en un proceso de analfabetismo espiritual. Hemos perdido capacidad para la vida interior, para la paz del alma y el silencio del corazón. Hemos acelerado el transcurso del tiempo y, después, hemos llenado cada fracción. Cuando nos acercamos a libros como la Biblia, que es un texto de poesía y verdadera espiritualidad, se nos antojan difíciles, lejanos, demasiado lejanos, y mudos. No nos hablan, no los entendemos, no los amamos y no nos aman.
La espiritualidad auténtica no es un bien de consumo. No aumenta nuestro confort. No equivale a un masaje o a una ducha emocional en el spa del hotel donde se realiza la convención de la empresa. El bendito día en que conocemos una espiritualidad verdadera y nos sentimos llamados interiormente a emprender un nuevo y maravilloso camino, empieza una verdadera liberación. Entramos en crisis, la vida nos da un vuelco, sobre todo al principio, perdemos productividad, nuestra eficiencia no aumenta. Durante mucho tiempo, años, estamos demasiado distraídos por “cosas” que las empresas no quieren.
Y así, buscando el mutuo provecho, el mercado baja los precios y ofrece imitaciones de la espiritualidad, fáciles e inocuas, que nos entretienen y activan nuestras emociones más simples. Esas emociones, cuando se calman, nos dejan como estábamos; no nos piden ninguna conversión y nos confirman en lo que ya éramos y hacíamos. En lugar de “sinfonías”, nos ofrecen canciones pegadizas que nos recuerdan las estructuras melódicas y armónicas de las obras verdaderas, a veces cantadas por estrellas de la ópera. Y todos somos felices: las empresas, los trabajadores y los cantantes. Sólo sufren Mahler y Respighi, además de aquellos que les aman y les aprecian. Mejor Paulo Coelho que Isaías; mejor el Evangelio de Tomás que el de Marcos.
Este es un caso típico en el que no se cumple la regla que dice que “más vale poco que nada”. Ese “poco” no es una porción o una degustación del mismo bien. Es una mercancía de otra naturaleza, y (casi) siempre la canción acaba extinguiendo el deseo de las sinfonías.
Esta reducción de la fe y la espiritualidad a bienes de confort está también influyendo decisivamente en lo poco que queda de vida religiosa y espiritual en las iglesias, en las parroquias y en las comunidades religiosas, nuevas y antiguas. Esta es otra de las múltiples paradojas de nuestro tiempo confuso, otra elocuente señal de la naturaleza religioso-idolátrica del capitalismo. La espiritualidad reducida a bien de consumo considera al fiel como a un cliente cuyos gustos hay que satisfacer de la mejor manera posible. Nuevas ofertas religiosas encaminadas a dar respuesta a la demanda de consumo espiritual están caracterizando cada vez más el panorama religioso.
En el curso de su larga historia, el humanismo judeo-cristiano varias veces se ha visto profundamente influenciado por la lógica del mercado. En la Biblia hay abundantes episodios, relatos y palabras tomadas en préstamo del léxico y la mentalidad de la economía de su tiempo. Para entender la Alianza hay que conocer los tratados comerciales de aquel tiempo. Lo mismo con la Ley (Torah) o los amigos de Job. Si no consideramos la economía, tampoco entenderemos muchas palabras del Nuevo Testamento y del Medievo cristiano. El comercio y la economía siempre han proporcionado categorías y palabras para interpretar y contar los acontecimientos religiosos. Pero las categorías económicas y comerciales sistemáticamente han llevado a la fe por caminos equivocados, más fáciles pero malos.
Los profetas y algunos libros sapienciales intentaron enderezar los caminos torcidos, mostrando a otro Dios y a otro hombre, liberados de la lógica comercial y de la religión retributiva. En el cristianismo aún no nos hemos liberado del todo de la “teología de la expiación”, que durante muchos siglos nos ha hecho leer la encarnación y la muerte de Jesús como el pago de un “precio” a un Dios-Padre poseedor de un crédito infinito contra la humanidad por sus infinitos pecados y deudas, que sólo podía ser pagado y aplacado con el sacrificio de su Hijo unigénito. Esta teología-ideología económico-retributiva nos ha alejado mucho de la Biblia, nos ha velado las páginas más hermosas de los Evangelios y de San Pablo, y ha deformado la idea de Dios y de los hombres. Las metáforas y los lenguajes no son nunca instrumentos neutrales: las palabras crean, todas ellas, también las equivocadas.
Hoy estamos viviendo otra época en la que la economía ejerce una influencia profunda sobre la fe y la espiritualidad. Es la más grande y poderosa de todas las que hemos conocido a lo largo de la historia. El mercado está cambiando progresivamente la cultura religiosa, a la que antes había combatido y reducido a mercancía, y está creando nuevas “teologías de la expiación y de las deudas”, más poderosas que las antiguas, debido a la inédita potencia de nuestro mercado. El fenómeno es muy amplio. Superficialmente se manifiesta por la entrada en las parroquias y movimientos del lenguaje y las categorías de la dirección de empresas. Liderazgo, velocidad, eficiencia, e incluso mérito, son palabras que constituyen ya el vocabulario ordinario de muchas comunidades, movimientos, parroquias y familias.
Pero para ver las cosas más interesantes debemos mirar más allá de la superficie. Pensemos, por ejemplo, en el creciente desarrollo de “liturgias emocionales”, donde las personas participan sobre todo mediante la activación de su dimensión sentimental y emotiva. La gente llega a la Iglesia o a los grupos influenciada por una cultura centrada en el consumo, que activa las emociones y, en línea con la cultura hedonista de este capitalismo, tiende a buscar el placer. Por eso pide, más o menos conscientemente, que también las liturgias y las prácticas religiosas satisfagan sus necesidades emotivas. Si los responsables de comunidades y movimientos creen en la lógica económica del “mutuo provecho”, entonces bajan los precios, y satisfacen las preferencias de los consumidores-fieles que pronto se convierten en fieles-consumidores.
Es difícil ver esta deriva consumista de la fe, porque la liturgia y la experiencia de la fe siempre han sido acontecimientos globales, que involucran a toda la persona, incluidas sus emociones. En las experiencias espirituales se activan todos los sentidos: los ojos admiran la belleza de la arquitectura, de las vidrieras y frescos, las manos estrechan otras manos, los oídos escuchan la música… Pero también los cultos idolátricos y totémicos eran y son experiencias sensoriales globales, a los que la Biblia y los cristianos se han opuesto siempre con dureza. Nunca habríamos tenido dos mil años de civilización cristiana si en las liturgias de los primeros tiempos hubieran prevalecido las dimensiones emotivas y de consumo. La Revelación habría sido absorbida por los cultos naturales del entorno.
Como nos recordará siempre la gran tradición sapiencial, el camino que conduce a los templos está lleno de trucos y de algunas trampas mortales. Existe un “punto crítico” en el eje del consumo emotivo que no hay que superar. Sin la participación de la emotividad, la espiritualidad no se hace carne y no salva. Pero si la dimensión emocional y de consumo se convierte en el único o el principal registro de la fe, con toda probabilidad perderemos contacto con el mundo bíblico y nos encontraremos, sin quererlo ni saberlo, en un banquete idolátrico donde las primeras víctimas sacrificiales seremos nosotros mismos. Las comunidades cristianas tuvieron que luchar no poco para que sus cenas fueran distintas de las que caracterizaban los ritos de los pueblos mediterráneos; para decir que la eucaristía era única y exclusivamente gratuidad, comunión dada, recibida, dada de nuevo, acción de gracias. Por eso a aquella cena le pusieron el nombre más bello: agape, el mismo nombre de su Dios distinto.
La eterna tentación del consumismo idolátrico se vence cuando no se retiene a las personas dentro de las liturgias, cuando se pasa de la “espiritualidad-consumo” a la “espiritualidad-producción”, a la multiplicación de la comunión fuera del templo, sin enterrar el talento en las criptas de las iglesias. En cambio, el énfasis en la fe emotiva bloquea a las personas en las casas y en las iglesias, las ancla a los sillones y a los bancos, no les deja salir para liberar a nadie, ni siquiera a uno, ni siquiera a ellas mismas. El énfasis en el consumo individual y colectivo de bienes religiosos transforma inevitablemente a las comunidades en clubs, nos aleja de la historia, de la encarnación, de las periferias, de los pobres. Y cuando acaba la liturgia emocional, de ese alimento no queda nada. La auténtica vida espiritual no es una aspirina, sino una sustancia de lenta absorción, que da fruto en el momento oportuno, cuando dentro de nosotros nos encontramos con algo y con Alguien que había crecido en silencio en nuestro campo, mientras nosotros nos ocupábamos de otra cosa, de los otros. La fe hecha únicamente de consumo no nos ayuda a caminar en la vida fuera del templo. Y la bella laicidad del camino, muere.
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