stdClass Object ( [id] => 17214 [title] => No es utopía la alternativa a la economía dominante [alias] => no-es-utopia-la-alternativa-a-la-economia-dominante [introtext] =>Comunión – Léxico para una vida social buena/20
por Luigino Bruni
pubblicato en Avvenire el 09/02/2014
Todos sufrimos la falta de comunión, pero corremos el peligro de acostumbrarnos a su ausencia y dejar de desearla. La comunión se da siempre dentro de una comunidad, pero no siempre ocurre también al revés, ya que pueden existir y de hecho existen comunidades sin ninguna forma de comunión entre las personas, en las que los dones se convierten en obligaciones, sin libertad y sin gratuidad. Hoy los estudios sobre la felicidad y sobre el bienestar subjetivo nos dicen con gran claridad que la principal causa de felicidad de las personas es la vida de comunión, a partir de la primera célula de comunión que es la familia. Para una vida buena, la calidad de las relaciones de comunión es decisiva a todos los niveles, incluida esa experiencia fundamental de comunión que es el trabajo.
[fulltext] =>No hay que cometer el error de pensar que la comunión sólo es posible en las relaciones íntimas y familiares: la comunión es la vocación más profunda y verdadera de los seres humanos en todos los ámbitos en los que se ejerce lo humano. Hay dimensiones de la comunidad tan íntimas y espirituales que para describirlas necesitaríamos la fuerza poética de Dante y sus geniales neologismos ("si yo me entuase como tú te inmías", Paraíso, IX). Pero hay otras dimensiones no menos decisivas para la calidad de nuestra vida que, sin exigir la mutua inhabitación de las almas, necesitan que cada uno se sienta vinculado a los otros y considere que los demás ciudadanos son necesarios para su propia felicidad. Europa seguirá sufriendo mientras no pase de ser comunidad a ser también comunión.
La comunión nos permiten conjugar los verbos de nuestra existencia en todas las personas, sobre todo en la primera del plural (“nosotros”). Entre otras cosas, porque cuando a nuestra sintaxis le falta la primera persona del plural, también le falta la segunda del singular, el rostro del otro desaparece y las comunidades sólo están habitadas por anónimas terceras personas.
Para evitar que la comunión se convierta en “comunionismo”, hay que conjugarla conjuntamente con la igualdad, la libertad y la gratuidad. A diferencia de la comunidad, la comunión exige una cierta igualdad, sobre todo cuando se pasa de la comunión de bienes a la comunión entre personas. Es una igualdad en dignidad, es reconocer “mis ojos en tus ojos”, sabiendo que tú estás ahí, dentro de esa relación, porque al igual que yo, tú también has elegido libremente estar (y mañana tal vez no) y lo has elegido con gratuidad. Por eso la comunión exige la superación de los estatus y no es completa mientras eso no ocurra. La comunidad puede existir y perdurar también en las sociedades feudales y desiguales, pero la comunión exige mucho más. A veces la experiencia de la comunión comienza dentro de los castillos, en comunidades no igualitarias, pero si esa experiencia es auténtica poco a poco las va minando desde dentro y las transforma. Como ocurrió en las primeras comunidades cristianas y en las que nacieron de los grandes carismas religiosos y laicos, donde la gente llegaba noble o plebeya e inmediatamente se encontraba inmersa en una nueva realidad de verdadera comunión, “donde ya no hay hombre ni mujer, esclavo ni libre…" (Pablo a los Gálatas). Por esta razón, la comunión enseña a los hermanos y hermanas de sangre una nueva fraternidad, por la que uno se convierte en hermano. La comunión es toda ella libertad, porque es una experiencia altísima de gratuidad. No es casualidad que a la eucaristía, la eu-charis, hayamos querido llamarla también comunión. La historia ha conocido y conoce comunidades-sin-comunión, en las falta precisamente este tipo de igualdad, de libertad y de gratuidad.
Nuestro mundo sufre sobre todo por falta de comunión, a todos los niveles, a partir del económico. Hace falta comunión para tratar de resolver los graves problemas de la miseria y la exclusión. La filantropía no basta, muchas veces incluso hace daño porque es unilateral. La comunión pide mucho a todos, a los que dan y a los que reciben, porque es una forma de reciprocidad en la que todos dan y todos reciben. Y en la que todos perdonan, pues sin un perdón continuo e institucionalizado la comunión no dura.
La comunión es felicidad, bienestar, vida buena. Pero la vida a nuestro alrededor nos muestra continuamente un espectáculo de no-comunión. Recordar continuamente que la comunión es la vocación de la humanidad implica tener una idea de la salud y la enfermedad de las sociedades humanas. El humanismo judeocristiano, por ejemplo, nos relata el comienzo de la humanidad en la comunión, un comienzo que es a la vez el fin último de la historia, la meta hacia la que tendemos. La no-comunión no es ni la primera ni la última palabra sobre lo humano. Decir que la comunión es la salud y la no-comunión la enfermedad, significa tener una idea de la terapia para curarnos. En cambio, la cultura dominante está invirtiendo este orden y transformando la enfermedad en salud. Así lo hace cada vez que dice que la rivalidad, la envidia y la vejación del otro son los principales agentes de crecimiento económico y que la concordia, la gratuidad y la igualdad no aumentan el PIB.
En cambio, aquellos que creen en la comunión como vocación de los seres humanos, cuando no la encuentran realizada repiten con Don Zeno Saltini, "el hombre es distinto", no es como parece. La historia nos muestra que el hombre es más grande que sus desuniones y discordias. La posibilidad real de un “todavía no” de comunión es lo que hace posibles y sostenibles los “ya” de la no-comunión. Cuando ese horizonte amplio se borra o se le etiqueta como una utopía ingenua, lo humano se empequeñece. Cuando faltan los ideales que elevan nuestra mirada, aunque estemos en el barro, la política se convierte en cinismo, la economía en dominio y la sociabilidad en cadena perpetua. La calidad civil, moral y espiritual del tercer milenio dependerá de nuestra capacidad de ver en el ser humano, a todos los niveles, algo más de lo que hemos visto hasta ahora y de dotarnos de instituciones de comunión que favorezcan la paz, la concordia, el bienestar y la vida buena.
Con “comunión” termina la primera parte de este nuevo léxico. Siento la necesidad de volver a buscar nuevas palabras en medio de las calles, entre la gente, entre los pobres, donde he encontrado las que he intentado contar hasta ahora. El gran argentino Jorge Luis Borges, en su relato "La búsqueda de Averroes" imagina la crisis que vivió el gran filósofo árabe cuando tuvo que traducir las palabras de Aristóteles “tragedia” y “comedia”. No conseguía traducirlas porque en su cultura le faltaban (o él así lo creía) las experiencias que esas dos palabras griegas significaban. Salió de su casa, se puso a caminar por las callejuelas de Córdoba y a escuchar a los viajeros. Al volver a su biblioteca la pareció entender el sentido de aquellas lejanas palabras. Pero el Averroes de Borges erró la traducción (“Aristóteles llama tragedia a los panegíricos y comedia a las sátiras y a los anatemas”). Tal vez había pasado demasiado distraído por las plazas y los mercados y no había sido capaz de descubrir las tragedias y las comedias “abajo, en el estrecho patio de tierra, donde jugaban unos chicos. Uno, de pie en los hombros de otro, hacía notoriamente de almuédano; el que lo sostenía, inmóvil, hacía de alminar; otro arrodillado, de congregación de los fieles”. En esta edad admirable y difícil de vertiginosos cambios hay palabras “grandes” que no conseguimos “traducir” y nos arriesgamos a perder para siempre. Debemos volver a ver jugar a los niños debajo de casa y a encontrar a la gente en la calle. Allí podremos comprender el sentido de las grandes palabras perdidas o gastadas por el tiempo, a partir de la Palabra que se hizo extranjera en nuestras plazas y en nuestros mercados. Es lo que trataré de hacer a partir del próximo domingo, de acuerdo con el director de este periódico, con una nueva serie de reflexiones.
Gracias a todos los que me han seguido en esta primera parte del “léxico”, a los que me han escrito y seguirán haciéndolo (eso espero), dándome palabras, semánticas distintas y nuevas historias que contarnos unos a otros.
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por Luigino Bruni
pubblicato en Avvenire el 09/02/2014
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por Luigino Bruni
pubblicado en Avvenire el 02/02/2014
Nuestro bienestar depende en gran medida de la calidad de las instituciones. El matrimonio, las universidades, los bancos, el estado, la Iglesia y los sindicatos son realidades evidentemente muy distintas entre sí pero todas ellas son instituciones. Las sociedades que se ven atrapadas en ”trampas sociales” se caracterizan por tener instituciones ineficientes y corruptas y un alto porcentaje de personas con poco o nulo sentido cívico e institucional. Es una tenaza insoportable, muchas veces decisiva, que nos hace sufrir a todos y provoca que nuestros mejores jóvenes emigren a otros países atraídos por instituciones mejores. El pasado y el presente de los pueblos nos dicen que las sociedades no crean prosperidad generalizada y vida social buena si no cuentan con las instituciones adecuadas.
[fulltext] =>Hay un tipo particular de instituciones que empobrecen la vida de la gente y aceleran el declive de los pueblos. Son las que el economista Daron Acemoglu y el politólogo James Robinson definen como instituciones "extractivas", usadas por las élites para extraer rentas y obtener ventajas personales y de grupo. Según estos estudiosos, en el lado opuesto están las instituciones "inclusivas", presentes en los lugares económica y civilmente florecientes que, en la práctica, ellos identifican con los países anglosajones ("Por qué fracasan las naciones", 2012). En realidad, la frontera entre instituciones inclusivas y extractivas está mucho menos clara de lo que estos dos autores piensan, ya que ambas formas conviven dentro de las mismas comunidades o naciones, y, sobre todo, unas van evolucionando hacia las otras. En todos los contextos y ámbitos sociales hay instituciones nacidas con el único fin de beneficiar a unos pocos y extraer recursos de otros, que conviven junto a otras instituciones creadas por instancias explícitas del bien común. Pero no es menos cierto que muchas instituciones que nacieron como inclusivas, con el paso del tiempo se han convertido en extractivas y viceversa: instituciones nacidas como extractivas se han convertido en inclusivas. La historia europea es muy relevante a este respecto.
La economía de mercado nunca hubiera nacido sin las instituciones concretas de finales de la Edad Media: gildas, corporaciones, tribunales, bancos, grandes ferias y esas instituciones fundamentales que fueron los monasterios. Algunas de ellas estaban intencionadamente orientadas hacia el bien común (confraternidades, hospicios para pobres, Montes de Piedad…). Pero muchas otras (como las corporaciones) nacieron para proteger y promover los intereses de sus miembros (panaderos, zapateros, especieros…) y garantizar rentas de monopolio a clases concretas de mercaderes. Pero la fuerza civil de esas comunidades ciudadanas hizo evolucionar los intereses de parte hacia los intereses de muchos, cuando no de todos. Muchas conquistas de la modernidad, incluso políticas y civiles, son fruto de instituciones que nacieron extractivas y se convirtieron en inclusivas. La mayor parte de las instituciones económicas en su origen son extractivas y cerradas, pero la coexistencia con otras instituciones políticas, civiles, culturales y religiosas con frecuencia abre y sublima esos intereses originarios. El bien común no sólo necesita altruismo y benevolencia, sino también sus instituciones. La "sabiduría de las Repúblicas", como recordaba Giambattista Vico, está sobre todo en conseguir dar vida a mecanismos institucionales capaces de transformar los intereses de parte en bien común.
Pero esta alquimia sólo funciona dentro de las ciudades y de sus múltiples y diversas instituciones, "donde las artes están protegidas y el espíritu es libre" (Antonio Genovesi, Lecciones de economía civil, 1767). Todas las instituciones están destinadas a convertirse en extractivas o ven impedida su evolución a la inclusividad, cuando falta el pluralismo, cuando no nacen instituciones nuevas y cuando unas no están al lado de otras. Las lonjas del mercado, el palacio de los capitanes del pueblo y el convento de San Francisco formaban muchas veces los distintos lados de la misma plaza, donde cada uno maduraba en contacto con el otro, sin fusiones, confusiones ni incorporaciones. En esa plaza había ciudadanos avispados e interesados, tiendas de artesanos y de artistas, juglares y carros de Tespis que daban sueños y belleza, sobre todo a los niños y a los pobres. La democracia, el bienestar y los derechos surgieron de este mirarse los unos a los otros, de este tropezarse y controlarse recíprocamente, y de coexistir entre iguales en las mismas plazas. Hoy las instituciones económicas globales están viviendo una fuerte deriva extractiva (también literalmente, pensemos en las materias primas de Africa) porque a su lado faltan otras instituciones políticas, culturales y espirituales globales que dialoguen, discutan y se controlen unas a otras.
Hay otra consideración que hacer. En nuestras sociedad también hay muchas instituciones inclusivas en origen (porque surgieron de ideales, a veces muy altos) que con el tiempo se esclerotizaron y sus buenos frutos se convirtieron en salvajes e incluso venenosos. La involución de estas antiguas y buenas instituciones, que en estos tiempos de cambio de época son particularmente numerosas, depende muchas veces de la incapacidad de cambiar las respuestas históricas, apegándose a las que se dieron décadas o siglos atrás y olvidando las preguntas que las provocaron en relación con el bien común. Así sucede que instituciones grandes y nobles, como muchas instituciones públicas pero también espléndidas órdenes religiosas, progresiva e inconscientemente se van transformando en realidades extractivas que no extraen sólo recursos económicos sino también enormes energías morales de sus miembros y promotores. Instituciones que se agotan en la gestión onerosa y costosa de unas estructuras que siguen dando respuesta a las preguntas de ayer, preguntas que hoy nadie se plantea ya. El objetivo y la “vocación” iniciales de la institución quedan cada vez más lejos y su misión principal se convierte en la autoconservación y el retraso de su propia muerte.
En el ciclo de vida de las buenas instituciones hay además momentos cruciales en los que se decide si la dirección futura será hacia una mayor inclusión o hacia una vuelta de tuerca involutiva sobre ellas mismas. Estos momentos son las crisis, en particular el tipo de crisis que surge cuando la estructura organizativa no está alineada con la misión de la institución, cuando el vino empieza a notar que los odres se quedan pequeños y se advierten los primeros crujidos. Buena parte del arte de los directivos de estas instituciones consiste en entender que estas crisis no se resuelven insistiendo en la dimensión ética y motivacional de las personas individualmente consideradas, sino que hay que intervenir en las estructuras. El diálogo entre las estructuras históricas de una institución y sus preguntas fundamentales es un ejercicio esencial y vital para toda institución, sobre todo para las que han nacido de ideales altos. Los ideales de las personas no duran si no se convierten en instituciones; pero estas instituciones pueden morir si no se dejan convertir periódicamente por los ideales (“las preguntas”) que las han generado.
Las instituciones inclusivas y generativas son formas elevadas de bienes comunes. Como todo bien común, necesitan atención y cuidado, que se mantengan en buen estado los terraplenes, las faldas y el sotobosque. La época de crisis institucional que estamos viviendo podría convertirse en dramática si la desconfianza en las instituciones corruptas e ineficientes aumentara la desidia y la falta de mantenimiento de nuestras frágiles instituciones democráticas, económicas y jurídicas, agudizando la fuga de las instituciones característica de esta fase social. Dedicar tiempo, pasión y competencias a reformar instituciones enfermas es tal vez hoy la más alta expresión de virtud civil. La primera cura de las instituciones, sobre todo cuando están enfermas, consiste en habitarlas y no dejarlas únicamente en manos de sus élites dirigentes. Inmediatamente después, crear nuevas instituciones políticas, civiles y espirituales globales, que se sitúen al lado de las económicas (que hay que reformar porque son demasiado penetrantes, poco democráticas y poderosas) y frenen la deriva extractiva de nuestro capitalismo, volviendo a darle al mercado su profunda vocación inclusiva.
Las lonjas del mercado han crecido demasiado, han comprado los edificios cercanos, han contratado a los juglares y a algunas les gustaría ocupar con ánimo de lucro incluso los conventos. Las instituciones económicas, que se han quedado solas en la aldea global, terminan por ser los únicos habitantes de unas plazas cada vez más vacías. Debemos llenar nuestras plazas globales de nuevas instituciones, si queremos que vuelvan las tiendas, los artistas y el trabajo.
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por Luigino Bruni
pubblicado en Avvenire el 02/02/2014
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Comunidad - Léxico para una vida buena en sociedad/18
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 26/01/2014
La palabra comunidad, una de las más ricas, fundamentales y polivalentes de nuestro vocabulario civil, está sufriendo una mutación radical. La auténtica comunidad nunca ha sido una realidad romántica, lineal, simple, puesto que en ella se concentran las pasiones humanas más fuertes y profundas. Es lugar de vida y muerte. A Jerusalén se la conoce como ‘ciudad santa’, pero el fundador de la primera ciudad fue Caín. La fundación de Roma (y de muchas otras ciudades) se produjo, según el mito, en el contexto de un fratricidio.
[fulltext] =>Para contar qué es la comunidad, evitando peligrosos reduccionismos ideológicos, hay que vivirla sin rechazar su ambivalencia originaria. Lo sugiere la misma raíz latina del término: communitas, cum-munus, donde el munus es a la vez don y obligación, lo que se da y lo que debe devolverse, el acto gratuito y los munera, es decir, los deberes y las obligaciones, la gratuidad que evoluciona en deber. Esta misma tensión semántica y social la encontramos en el bien común y en los bienes comunes, que seguirán viviendo mientras la trama de la obligación esté entrelazada con la trama de la gratuidad. Pero cuando esta tensión vital se apaga y sólo quedan los (presuntos) dones o sólo las obligaciones, en seguida aparecen las patologías relacionales, el don se convierte en algo irrelevante para la vida social y las obligaciones se transforman en ataduras.
Una de las razones más profundas de la fecunda dualidad de la comunidad es su naturaleza no electiva: salvo en una mínima parte, no elegimos a las personas con las que estamos unidos y enlazados en las comunidades. El ‘cum’ no lo creamos nosotros con nuestras decisiones, sino que nos precede y es más grande que nosotros. Los compañeros de comunidad nos los encontramos al lado, algunos no nos gustan y a muchos no los elegiríamos como amigos. Pero están inevitablemente allí, nosotros dependemos de ellos y ellos de nosotros. La no elegibilidad y la interdependencia son la esencia de la comunidad y lo que tienen en común la clase educativa, los lugares de trabajo y la comunidad de ciudadanos. El compañero de clase, la compañera de trabajo y el vecino de casa condicionan mi vida por el simple hecho de que ocupan mi mismo terreno, aunque trate de evitarlos, aunque no los ame, aunque los ignore e incluso aunque luche contra ellos. De igual manera, podemos utilizar la misma expresión ‘comunidad’ para referirnos a la familia, a la escuela, a la empresa y al país, mientras nos sintamos dentro de los mismos cum y los mismos munera.
La no-elegibilidad de la comunidad comienza ya desde la primera comunidad original, la familia. No elegimos a nuestros padres, ni a nuestros hijos, ni a nuestros hermanos y hermanas. Y aunque es cierto que sí elegimos a nuestra mujer o a nuestro marido, no es menos cierto que lo que elegimos del otro en los años del enamoramiento coexiste con toda una parte del otro que no hemos elegido porque es desconocida para ambos. Una parte no elegida que crece con los años, hace florecer al enamoramiento en agape, y da una dignidad inmensa al amor conyugal fiel, porque la fidelidad que más cuesta y más vale es la fidelidad a la parte no conocida y no elegida del otro (y de uno mismo). En general, las relaciones elegibles (amistad, enamoramiento…) son capaces de generar buenas comunidades sólo cuando se abren a la dimensión no electiva de los amigos y a la acogida de los no-amigos. En caso contrario, no pasan de ser un consumo, que puede nutrir pero no es fecundo.
Los grupos humanos donde ejercitamos las dimensiones más significativas de nuestra humanidad no son elegibles, no los elegimos. En la convivencia diaria con esta no-elegibilidad es donde aprendemos los códigos relacionales y espirituales cruciales para la vida, donde luchamos contra el narcisismo (que hoy es una pandemia social) y nos hacemos adultos. Es un aprendizaje permanente, que adquiere un enorme valor cuando decidimos permanecer, por una misteriosa fidelidad a nosotros mismos, en una comunidad en la que ya no nos reconocemos, cuando se produce una especie de ‘despertar’ y tenemos la fuerte impresión de que nos hemos equivocado de comunidad y de casi todo. Quienes consiguen permanecer después de estos dolorosos despertares muchas veces están en condiciones de dejar de ser hijos para reconocerse como padres o madres de esa comunidad.
La diversidad es la levadura de la comunidad. Sin ella, la vida comunitaria no se eleva y su pan de cada día sigue siendo ácimo.
Hoy es muy fuerte la tendencia a crear comunidades electivas, es decir, a salir de las comunidades no elegidas para entrar en comunidades elegidas. Con la web como protagonista, asistimos a la proliferación de las llamadas ‘comunidades de sentido’, grupos que nacen en torno a intereses comunes como la comida, las aficiones, los intereses literarios, el amor por algunas especies animales y muchas cosas más, muchas de ellas muy buenas. Son nuevas ‘comunidades’, muchas veces carentes de cuerpo, formadas por personas afines, que sustituyen a las comunidades corpóreas de personas diversas, que están en rápida disolución. Huimos de las nuevas y difíciles diversidades de nuestros barrios multiétnicos y nos protegemos de la diversidad no elegida creando otras comunidades. Se trata de una expresión del llamado ‘comunitarismo’, un heterogéneo movimiento cuya nota característica es la constitución de ‘comunidades de afines’: escuelas, comunidades de vecinos, barrios, web-communities, lugares en los que se intenta construir comunidades sin las ‘heridas’ de la diversidad cotidiana. Pero uno de los grandes mensajes de la sabiduría milenaria de nuestra civilización es que las comunidades de afines son insuficientes para construir una vida buena. Si seguimos abandonando las comunidades naturales y con ellas los territorios y los cuerpos políticos, pronto caeremos en una forma de neo-feudalismo de castas, que fue la condición en la que se encontró Europa tras la caída del imperio romano. Un escenario que ya se está haciendo realidad en los diferentes ‘Davos’ del capitalismo financiero, donde hay nuevas castas, totalmente separadas e inmunes de las comunidades, que nos gobiernan pero ni quieren ni pueden vernos y tocarnos. Cuando los empresarios, directivos y financieros dejan de tocar los cuerpos de las comunidades vitales y mestizas, causan daños inmensos, a veces fatales, a las comunidades de los nuevos intocables y los sin-casta. En el viejo feudalismo, unos cuantos ricos vivían en rocas fortificadas, alrededor de las cuales no había más que incursiones, degradación y desierto. Puede que no esté lejos el día en que estos nuevos señores feudales y brahmanes al salir de sus fortalezas no encuentren carreteras ni seguridad ni bienes comunes ni tampoco helipuertos despejados en los que aterrizar.
La Torre de Babel (Génesis 11) es un gran relato fundacional sobre la degeneración de la comunidad de los diversos en el comunitarismo de los afines. La comunidad salvada y renacida después del diluvio se reunió en un solo lugar, con una sola lengua y una torre muy alta. Después de todo ‘diluvio’ (crisis de dimensión epocal), las comunidades siempre sienten una fuerte tentación de encerrarse con los afines, expulsar a los distintos y evitar dispersarse por la tierra. Donde no hay diversidad, promiscuidad, contaminación, no hay fecundidad: los hijos no nacen, las comunidades se hacen incestuosas y pronto desaparecen. La comunidad sin diversidad pronto se transforma en una forma de fundamentalismo, idolatrándose a sí misma. La convivencia unas veces armónica y otras conflictiva de nuestras ciudades de diversos es la que genera la arquitectura, el arte, la cultura y la economía que siglos después sigue amándonos, alimentándonos y salvándonos. Esta Europa post-feudal de la ciudadanía y de las diversidades hoy está amenazada por las nuevas Babeles de las finanzas y las rentas, encerradas en sus ciudadelas fortificadas.
Noé, el justo, había construido un arca (barca-cesto) para salvar la variedad y la multiplicidad de las especies y de los vivientes, una variedad-diversidad que los hombres reunidos en Babel querían y quieren eliminar. La dispersión del comunitarismo de Babel es la precondición para la edificación de las mil comunidades pobladas por múltiples lenguas, colores, variedades, diversidades, belleza: “Demos gloria a Dios por la variedad de las cosas” (Gerard M. Hopkins).
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Comunidad - Léxico para una vida buena en sociedad/18
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 26/01/2014
La palabra comunidad, una de las más ricas, fundamentales y polivalentes de nuestro vocabulario civil, está sufriendo una mutación radical. La auténtica comunidad nunca ha sido una realidad romántica, lineal, simple, puesto que en ella se concentran las pasiones humanas más fuertes y profundas. Es lugar de vida y muerte. A Jerusalén se la conoce como ‘ciudad santa’, pero el fundador de la primera ciudad fue Caín. La fundación de Roma (y de muchas otras ciudades) se produjo, según el mito, en el contexto de un fratricidio.
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de Luigino Bruni
publicado por Avvenire el 19/01/2014
Estamos inmersos en un eclipse del tiempo. La lógica de la economía capitalista y su cultura, que está dominando sin oposición gran parte de la vida social y política, no conoce la dimensión temporal. Sus análisis de costes-beneficios apenas cubren unos pocos días, meses o años en la más generosa de las hipótesis. De hecho, una de las tendencias más radicales de este capitalismo consiste en acortar el lapso temporal de las decisiones económicas y en consecuencia también el de las políticas guiadas cada vez más por esa misma cultura economicista.
[fulltext] =>Primero la revolución industrial, después la revolución informática y por último la financiera, han ido restando tiempo a las decisiones económicas, hasta llegar a las fracciones de segundo que duran algunas operaciones altamente especulativas. Sin embargo, como nos recordaba Luigi Einaudi, "en la Edad Media se construía para la eternidad". Se actuaba y se pensaba en un horizonte infinito, que estaba siempre presente y orientaba los actos concretos, desde el cumplimiento de un contrato hasta el arrepentimiento de un mercader o el legado de un banquero al borde de la muerte. La profundidad del tiempo, del que venimos (historia) y al que vamos (futuro), está ausente de nuestra cultura económica y en consecuencia también de nuestra cultura cívica, de los planes de formación de los economistas y del sistema educativo.
Así estamos cayendo en un mundo que se parece demasiado al que describía en Flatland (tierra plana) el inglés E.A. Abbott (1884). En este relato, un habitante de una tierra con dos únicas dimensiones, Flatland, un día entra en contacto con un objeto de tres dimensiones (una esfera) procedente de Spaceland. Los diálogos y las reflexiones del libro son muy sugerentes y actuales, como la intuición de que en un mundo con dos dimensiones, carente de profundidad y perspectiva, la socialidad es muy pobre, competitiva, posicional y jerárquica. Abbott describe a las mujeres como rectas (una sola dimensión), polemizando así con la sociedad machista de su tiempo que no reconocía a las mujeres una dimensión política y pública.
Un hipotético viajero del tiempo, que llegara a nuestra sociedad desde la Edad Media, haría un experiencia muy parecida a la de la esfera descrita en Flatland, porque quedaría fuertemente impresionado por la ausencia de la tercera dimensión, la del tiempo.
Cuando hace algunas décadas confiamos el diseño y el gobierno de la vida social a la lógica de la economía capitalista, renunciando a la primacía de la vida civil y política sobre la económica, cuando el homo oeconomicus con su típica lógica se convirtió poco a poco en el único habitante con mando en las estancias del poder, comenzó la progresiva e inevitable caída en una nueva Flatlandia, una tierra con dos únicas dimensiones: dar y tener, costes e ingresos, ganancias y pérdidas, aquí y ahora, base y altura. Una tierra plana en la que sólo queda el espacio.
La primera consecuencia de una cultura plana y sin tiempo es la producción en masa basada en lo efímero, en la escasa durabilidad de las cosas y de las relaciones. Los objetos deben ser rápidamente sustituidos, ya que en caso contrario la maquinaria consumo-producción-trabajo-crecimiento-PIB se para. En otras épocas no dominadas por lo económico, las personas que comenzaban a construir una catedral o a adornar una plaza con obras de arte, no tenían como objetivo el consumo y el deterioro de esas obras, no querían que “caducaran” pronto para tener que reconstruirlas. Gracias a ello hoy tenemos la Capilla Sixtina, la Flauta Mágica de Mozart o San Luis de los Franceses. La finalidad de aquellas construcciones antiguas era la magnificencia y la durabilidad. El deseo era construir bienes duraderos, que no se desgastaran. La construcción artística y artesanal era duradera y la “regla del arte” y la reputación de su autor se medían sobre todo por esa duración. Así, las obras antiguas y duraderas siguen siendo hoy capaces de hacernos experimentar vida, felicidad y amor.
Todas las civilizaciones (al menos las que han sobrevivido) tuvieron tres grandes “guardianes del tiempo”: las familias, las instituciones públicas y las religiones.
Las familias son la arcilla con la que el tiempo da forma a la historia. Un mundo que pierde la dimensión del tiempo no comprende los pactos, el amor fiel, el “para siempre”. No da valor a la memoria ni al futuro. Por eso tampoco comprende a la familia, que es todo eso junto, y lucha contra ella.
Las instituciones, por su parte, permiten que al acabar la carrera de relevos entre generaciones siga habiendo una meta, que se conserven sin degradar las reglas del juego, que siga teniendo sentido correr y que el transcurso del tiempo tenga sentido (dirección y significado). Dentro de ellas, también las instituciones económicas tuvieron y siguen teniendo un papel importante. Los bancos, por ejemplo, fueron la correa de transmisión de la riqueza y el trabajo entre generaciones. Supieron conservar y acrecentar el valor del tiempo. Pero cuando los bancos se pierden, olvidan el valor del tiempo, dejan de estar a su servicio para especular con él, se comportan “contra natura” y van en contra del bien común.
Por último, las religiones, las creencias, las iglesias. Para poder comprender el tiempo y construir para el futuro, es necesario tener una visión del mundo más grande que nuestro horizonte temporal individual. Por eso las grandes obras del pasado estaban siempre profundamente vinculadas a la fe, a la religión, que ligaba (religo) el cielo con la tierra y unas generaciones con otras, que daba sentido al comienzo de una obra que su iniciador no vería ni disfrutaría. Las religiones y la fe son sobre todo el don de un gran horizonte en el cielo de todos. Un homo oeconomicus sin hijos y sin fe, que vive en una sociedad con familias frágiles y cortas, no tiene ninguna buena razón para invertir sus recursos en una obra que vaya más allá de uno mismo: el único acto racional es consumirlo todo antes de que llegue el último día de su vida. Pero un mundo hecho de homines oeconomici con perspectivas que no superan el límite de su existencia terrenal, no es capaz de edificar obras grandes ni siquiera de ahorrar, pues el ahorro verdadero tiene su raíz profunda en la conciencia de que la vida de nuestras obras y de nuestros hijos debe ser más larga y más grande que la nuestra.
Cuando falta el eje del tiempo, se comete a amplia escala el pecado social de la avaricia, porque la mayor avaricia es eliminar el mañana del horizonte. Por eso no hay acto más anti-religioso que esta avaricia social y colectiva.
En el eclipse del tiempo hay una inmensa y abismal carestía de futuro. Las Iglesias, las religiones y los carismas deberían volver a invertir en obras más grandes que su propio tiempo, sembrar y edificar hoy para que otros puedan recoger mañana. Expertos en tiempo y en infinito deben ocuparse del futuro de todos.
Las anteriores generaciones de europeos, sobre todo las que vivieron a caballo entre el Medievo y la Modernidad, supieron hacerlo y así construyeron obras magníficas que todavía hoy nos dan identidad, belleza y trabajo. Y los carismas generaron miles de obras (hospitales, escuelas, bancos…) que todavía nos enriquecen, nos curan y nos educan, porque aquellos hombres y mujeres sabían ver horizontes más grandes que los nuestros. ¿Qué grandes obras están edificando hoy las religiones, las iglesias, las creencias, los carismas? ¿Dónde están sus universidades, bancos e instituciones? Algunas semillas hay, pero son demasiado pocas y el terreno en el que han caído no es bastante fértil y cultivado como para que las semillas puedan convertirse algún día en grandes árboles y bosques, para volver a dar tiempo y futuro a nuestro mundo plano: "Los ciudadanos viven en tensión entre la coyuntura del momento y la luz del tiempo, del horizonte mayor, de la utopía que nos abre al futuro como causa final que atrae. De aquí surge un primer principio para avanzar en la construcción de un pueblo: el tiempo es superior al espacio" (Evangelii Gaudium).
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de Luigino Bruni
publicado por Avvenire el 19/01/2014
Estamos inmersos en un eclipse del tiempo. La lógica de la economía capitalista y su cultura, que está dominando sin oposición gran parte de la vida social y política, no conoce la dimensión temporal. Sus análisis de costes-beneficios apenas cubren unos pocos días, meses o años en la más generosa de las hipótesis. De hecho, una de las tendencias más radicales de este capitalismo consiste en acortar el lapso temporal de las decisiones económicas y en consecuencia también el de las políticas guiadas cada vez más por esa misma cultura economicista.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/01/2014
Hay palabras que no envejecen. Son capaces de morir y renacer en cada época. Como mansedumbre, una palabra que fue grande en los salmos, en los evangelios y en las antiguas civilizaciones orientales y a la que han hecho más sublime los grandes mansos de la historia como el Padre Kolbe, los mártires de ayer y de hoy, Gandhi y muchos otros que no salen en las crónicas pero que con su humildad hacen que la tierra de todos sea cada vez mejor.
[fulltext] =>La mansedumbre es la respuesta virtuosa al vicio de la ira que, hoy más que nunca, domina la esfera pública, echando a perder nuestras oficinas, nuestras reuniones de trabajo o de comunidad, el tráfico urbano y las instituciones políticas. Si no hubiera mansos, nuestra ira produciría aún más guerras y heridas de las que produce, y haría de nuestras ciudades lugares inhabitables, dominados por la reciprocidad de Lamek, que asesinó a un muchacho por un arañazo.
La mansedumbre de unos pocos asiste y cura la ira de muchos. Esto debería ser suficiente para explicar el valor indispensable de los mansos, que son la primera minoría profética que eleva el mundo, la levadura madre, la sal primera de la tierra. Ellos son los verdaderos no violentos, porque con su fortaleza impiden que la violencia domine nuestro mundo. La mansedumbre, además, da vida, a veces vida gozosa, a los enfermos crónicos; ayuda a envejecer y morir bien; hace que resistamos las largas y duras pruebas de la vida sin airarnos ni envilecernos con los demás y con nosotros mismos.
Cuando, muchas veces sin previo aviso, la desventura y el dolor llegan a nuestra vida, estar entrenados en la mansedumbre hace que podamos soportar esos pesados yugos. Es la mansedumbre de Job, que, sentado sobre un montón de cenizas, no sigue el consejo de su mujer ("maldice a Dios y luego muere") y sigue viviendo, resistiendo y luchando dócilmente. En esos momentos decisivos de la vida, la mansedumbre se convierte en el ejercicio doloroso y dichoso de introducirnos en nuestra propia interioridad para encontrar escondidos los valores y reservas más profundas que no encuentran quienes a nuestro alrededor vacilan o desaparecen.
Y se aprende a decir “amén”. Para decir bien, sin ira ni maldad, “amén” en los momentos más importantes de la vida, sobre todo en el último, es necesaria la virtud-bienaventuranza de la mansedumbre. Un día, un amigo y maestro manso me dijo: "Si la vida te pone de rodillas una vez, levántate; si te pone otra vez, vuelve a levantarte. Pero si te pone de rodillas por tercera vez, a lo mejor es que te ha llegado el tiempo de la oración" (Aldo Stedile). También el perdón verdadero, que no es simplemente olvidar para sentirse mejor, que no es tomar (for-get) sino dar (for-give), exige mansedumbre. El manso es capaz de perdonar porque mientras perdona recupera la dulzura, dispuesto a recibir de nuevo la mano.
En la tradición judeocristiana, la mansedumbre se asocia a la herencia de la tierra. ¿De qué tierra? La primera tierra que heredan los mansos es la “tierra prometida”, la tierra de la llegada de un reino de paz y de justicia anhelado por los hombres y las civilizaciones de ayer, de hoy y de mañana. Heredan en primer lugar el don de una mirada capaz de “ver” esa tierra y, en consecuencia, desearla y amarla. No se realiza un viaje ni se atraviesa un desierto sin intuir y desear antes y más allá el cumplimiento de una promesa. Si no tuviéramos delante una tierra prometida, nueva y mejor, ¿cómo podríamos luchar, mansamente, para mejorar nuestra tierra herida?
Pero la herencia de la tierra es también la que recibirán mañana nuestros hijos, si hoy nosotros somos mansos. Hay una mansedumbre también en el uso de la tierra, sus recursos, sus bienes, el agua, el aire; una mansedumbre de la que tenemos una enorme necesidad. Cada vez que somos violentos con la tierra y con sus recursos, disminuimos el valor de su herencia. La mansedumbre está directamente relacionada con la custodia: el manso Abel y el no-guardián Caín siguen estando ante nosotros como opciones radicalmente alternativas y siempre posibles. El manso guarda la oikos (la casa) y por ello hace una oikonomia humilde, mansa. Una economía mansa usa los recursos sabiendo que los ha heredado y que debe dejarlos a su vez en herencia. Si fuéramos mansos, los cálculos que utilizaríamos para medir nuestro crecimiento y nuestro bienestar serían distintos. En esos algoritmos daríamos mucho más peso al consumo de recursos no renovables y de todo lo que hemos encontrado en la tierra y debemos dejar en herencia. El “destino universal de los bienes”, principio básico de la doctrina del bien común, se refiere sin duda al espacio pero interpela sobre todo al tiempo. Si actuáramos así, la preocupación por el tiempo “después de nosotros” se convertiría en una cultura general que nos llevaría a usar todos los bienes comunes con el mismo cuidado con el que usamos las cosas de los hijos.
En cambio, el capitalismo individualista, que en estos tiempos de “crisis” se está expandiendo sin oposición, con demasiada frecuencia es violento en el uso de los recursos. Canjea la calidad del medio ambiente, el aire y el agua de mañana, así como el futuro de pueblos enteros (sobre todo en Africa), por unos grados de temperatura más o menos en las casas del norte del mundo. Sigue comiéndose con glotonería la tierra, el medio ambiente y también a los pobres: no incluye a las periferias, sino que las devora. La mansedumbre económica significaría, sobre todo para las grandes empresas, reducir la agresiva presencia de la publicidad en todos los momentos de nuestra vida, dejar de exprimir a los recién graduados que, en esa fase de grave falta de trabajo, son muy fáciles de chantajear. Reducir la velocidad y la agresividad de las finanzas especulativas, moderar el lenguaje arrogante y vulgar de los poderosos, doblar la mano de muchos bancos con respecto a las empresas y a las familias, o la mano de la administración pública con quienes siempre han pagado los impuestos y ahora, caídos en desgracia, ya no pueden hacerlo.
La mansedumbre nos dice con su típico lenguaje, distinto pero profundamente unido al de las demás virtudes y bienaventuranzas, una verdad antigua, que se sitúa en el corazón de la vida en común. Cuando vemos el espectáculo de la vida que se realiza cada día ante nuestros ojos, la primera y fuerte impresión es que son los tramposos, los violentos y los malvados quienes ganan y tienen éxito. Los mansos aparecen como perdedores, rendidos o caídos por los golpes de los poderosos y los violentos. Una iniquidad que dio lugar al grito decepcionado de dolor de Norberto Bobbio: "Ay de los mansos: no se les dará el reino de la tierra" (“Elogio de la mansedumbre”). Por el contrario, las historias y la verdad de la mansedumbre ordinaria y extraordinaria nos dicen que esta primera impresión, aunque real, no es necesariamente la más verdadera. Cuando se calculan los verdaderos costes e ingresos de la vida individual y social, que no se miden principalmente en moneda, muchas veces son las personas y las comunidades mansas las que marcan el beneficio más alto: "Yo fui joven, ahora soy viejo, y nunca vi a un justo abandonado ni a sus hijos mendigando el pan" (Salmo 37).
Si mañana tenemos una economía mejor que la actual, en la que los jóvenes puedan trabajar y ya no “mendigar el pan”, no será gracias a las promesas de los poderosos, sino a la acción fuerte, silenciosa y tenaz de muchos mansos. Bienaventurados los mansos, porque ellos heredarán la tierra.
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Léxico para una vida buena en sociedad/16
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 12/01/2014
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 05/01/2014
“La crisis ha desmentido tantas previsiones efectuadas por los economistas con aparente rigor científico, que no hay que sorprenderse si algún profano se cree autorizado a proclamar la bancarrota de la economía política … Esas voces ciertamente calumniosas cuentan con una atenuante: muchos economistas han pecado de inmodestia”. Estas palabras de Robert Michels, politólogo y autor del primer libro titulado “Economía y felicidad” (1917), fueron pronunciadas en 1933, pero parecen escritas hoy.
[fulltext] =>La inmodestia (o soberbia) no es prerrogativa exclusivamente de la ciencia económica puesto que es una nota antropológica universal. Pero en algunas épocas, la comunidad de los economistas se ha visto afectada por una inmodestia especialmente pertinaz y extendida. Frente a las evidentes deficiencias y errores de su disciplina, en lugar de aceptar entrar en crisis por la fuerza de los hechos y revisar humildemente antiguas certezas y dogmas, obstinadamente ha devuelto las críticas al remitente. La época actual es una de ellas y cada vez se sienta con más fuerza la necesidad de revisar a fondo muchos dogmas y axiomas de la teoría y la praxis económica.
La economía nace enteramente definida por los límites de la casa (oikos), distinta y separada de la política (polis). La economía terminaba cuando el hombre (varón, adulto, libre, no trabajador manual) dejaba la oikos y se iba a la polis. La oikos, con sus reglas de gestión, era el reino de la jerarquía desigual y de la mujer, mientras que la política era el reino del varón y de las relaciones entre iguales. Durante toda la antigüedad y la era pre-moderna, la oikonomia conservó esta acepción doméstica, práctica, interna y normalmente femenina. A partir del siglo XVIII el sustantivo ‘economía’ empezó a ir acompañado de nuevos adjetivos: política (Smith y Verri), civil (Genovesi y muchos otros), pública (Beccaria), social (muchos autores), nacional (Ortes). Adjetivos calificativos que querían poner de relieve que la economía ya no era la administración de la casa, ni tampoco la "oikonomia de la salvación", ni la "Trinidad económica", otro significado de oikonomia muy usado por los Padres de la Iglesia hasta la modernidad. El adjetivo “política” (y otros similares) ha sido uno de los que más ha calificado a la economía moderna en relación con la antigua. Al fundir lo económico con lo político (economía política), dos campos que llevaban milenios separados, algunas categorías típicas de la política entraron dentro de la economía. Pero más fuerte aún es la influencia opuesta; no hay más que pensar en la fuerza con la que el lenguaje, la racionalidad y la lógica económica están migrando de la economía a la política, con efectos normalmente devastadores. Un ejemplo es la fuerte tendencia a interpretar toda la vida pública desde la perspectiva de las restricciones presupuestarias, la eficiencia y la relación coste-beneficio económico, que está produciendo un dumping democrático sin precedentes y es uno de los rasgos culturales más generales y preocupantes de nuestro tiempo.
Pero hay otro elemento decisivo sobre el que deberíamos reflexionar colectiva y políticamente mucho más. La contaminación entre economía y política no ha comportado un protagonismo político o público de la mujer, a quien originariamente se asociaba con la oikonomia. Por el contrario, hemos seguido pensando en la ‘casa’ como en el reino de lo femenino y de la economía doméstica. Y la economía, al convertirse en política y pública, en sus principios teóricos y axiomas antropológicos, se ha quedado sin la mujer y sin su específica mirada sobre el mundo y sobre los seres vivos, con consecuencias graves aunque infravaloradas.
Esta (di)visión la encontramos teorizada con extrema claridad en Philip Wicksteed, un importante economista inglés del siglo pasado, además de pastor protestante y traductor de Dante. En el corazón de su más conocido e influyente tratado (Commonsense of political economy, 1910), encontramos un análisis del comportamiento de la “mujer de la casa”. Mientras la mujer se mueve dentro de las paredes de la casa, le mueve la lógica del don o del amor a los “tús” que tiene ante ella. Pero en cuanto sale de la economía doméstica para ir al mercado, se quita la ropa de casa y se pone la de la economía política, cuya lógica debe ser la que, con un neologismo, Wicksteed llama “no-tuismo” (del ‘tu’ latino). A esta mujer, los economistas le permiten que busque en el mercado el bien de todos, menos el de quien tiene delante en un encuentro económico: “La relación económica no excluye de mi mente a todos menos a mí [egoísmo]; ésta incluye potencialmente a todos menos a tí [no-tuismo]”. Así la economía supera el egoísmo (“todos menos yo”) pero pierde la relación personal dentro de la económica (“todos menos tú”).
Las notas típicas del encuentro verdadero con el ‘tú’ (la gratuidad, la empatía, el cuidado), la ‘mujer de casa’ las debe ejercitar sólo en la esfera privada; no en la pública, que sigue toda ella definida por el registro de la instrumentalidad, de la ausencia del “tú” y de la presencia de solos y solitarios ‘él’, ‘ella’ y ‘ellos’ o 'ellas". Todo esto porque alguien ha establecido apriorísticamente que esas características relacionales y emotivas, más típicas (aunque evidentemente no exclusivas) de las mujeres, no eran cosas serias y racionales para la seria y racional esfera económica. Lástima que cuando falta el rostro del “tú” que está delante, en todo ambiente humano falta el único rostro verdaderamente concreto, y así no queda más que una ciencia sin rostro y por ende inhumana. Pero sobre todo producimos una economía que no ve (y en consecuencia no entiende) los típicos bienes que exigen categorías distintas a la lógica no-tuista, como los bienes comunes, los bienes relacionales, la lógica de la acción plural, la racionalidad no instrumental y muchas (demasiadas) cosas más. El no-tuísmo sigue siendo un pilar de la actual ciencia económica. Cada vez que en la economía real un proveedor mira al otro a la cara y, movido a compasión, le concede una dilación en el pago, o un trabajador va más allá del contrato para ayudar a un cliente en dificultad, el economista “puro” considera estas excepciones como singularidades, contratos incompletos, costes que deben reducirse si es posible a cero. Y de hecho cuanto más grandes, burocráticas y racionalmente gestionadas son las empresas y los bancos, más se reducen estas singularidades ‘tuístas’, aunque no llegan a desaparecer del todo y no lo harán mientras las organizaciones estén habitadas por seres humanos.
Pero las cosas no son así. Sabemos que las acciones ‘tuístas’ no son singularidades o simples costes, sino que componen ese aceite invisible pero muy real que impide que nuestras organizaciones se paren y hace girar los complejos engranajes humanos incluso en tiempos de crisis, cuando los contratos y la eficiencia ya no bastan. Providencialmente, la economía real sigue adelante a pesar de las teorías económicas y de management. Pero hoy deberíamos tener la valentía cultural de denunciar este sufrimiento, en buena parte evitable, producido por una antropología obsoleta y por una ideología económica unidimensional. No olvidemos que, a diferencia de lo que ocurría en siglos pasados cuando la esfera pública era monopolio de los varones (que la teorizaban y la ocupaban), hoy las mujeres tienen que vivir en instituciones económicas y políticas en las que, de hecho, no pasan de la periferia cultural y teórica. Los datos nos dicen que en nuestras empresas y bancos son sobre todo las mujeres las que sufren, porque se encuentran en lugares de trabajo pensados, diseñados e incentivados por teorías a las que le falta ‘la otra mitad’ del mundo y de la economía. Cambiar la economía para hacerla a la medida de la mujer comportaría (me limito a sugerirlo) revisar también la teoría y la praxis de la gestión de la casa, la economía de la familia, la educación de los hijos, el cuidado de los ancianos y muchas cosas más.
Las dificultades del tiempo presente vienen también de no haber conseguido valorar la inmensa energía relacional y moral de las mujeres, que siguen siendo demasiadas veces invitadas extranjeras en el mundo productivo de los hombres y así no consiguen expresar todo su potencial y sus talentos. También la economía espera ser vivificada por el genio femenino.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 05/01/2014
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/12/2013
La centralidad del consumo no es un hecho inédito ni típico de nuestra sociedad. Pero sí que es nueva y relevante nuestra incapacidad para darnos cuenta del grado de penetración de la cultura del consumo y de las rentas, característica común de muchas civilizaciones muertas. El fenómeno del consumo tiene raíces muy antiguas. Por lo general, se trata de una cosa buena, ya que cuando se niegan los bienes para el consumo también se niegan los derechos y las libertades.
[fulltext] =>El homo sapiens no consume únicamente para sobrevivir, sino que siempre ha utilizado los bienes, además de las palabras, para hablar. Tal era el caso de las perlas que se ofrecían como regalo a los pueblos venidos del mar, o el panettone que encontramos la mañana de Navidad a la entrada de casa después de haber colgado la noche anterior una felicitación en la puerta de nuestros nuevos vecinos. Estas dos ‘cosas’ hablan antes aún que nuestras (tímidas) palabras.
Pero las civilizaciones anteriores a la nuestra aprendieron, a veces pagando un alto precio, que el consumo de cosas hay que educarlo, orientarlo y limitarlo. En la cultura medieval esta verdad estaba muy presente. No hay más que recordar las ‘leyes suntuarias’ de las ciudades medievales, que eran normas que limitaban el consumo de bienes de lujo y regulaban desde la largura de la cola de los vestidos (que podían alcanzar varios metros) hasta la altura de las torres y campanarios.
Normalmente hoy se interpretan estas antiguas leyes desde un punto de vista puramente moralista. En realidad, contenían un mensaje válido también hoy, si partimos de la constatación empírica y no ideológica, del daño individual y colectivo que produce el consumo inmoderado, ilimitado y desenfrenado sobre todo de esos bienes que los economistas de hoy llaman ‘bienes posicionales’. Hay algunos bienes de consumo que no se compran por el típico uso del bien, sino para compararse y competir con los demás, o para ‘posicionarse’ en la jerarquía social. Ayer se usaban vestidos, casas y carrozas para competir y rivalizar con los ‘competidores’ de la ciudad. Hoy estos ‘bienes posicionales’ han aumentado con desmesura y ya no se trata sólo de automóviles y barcos de lujo, sino también de smart-phones y de muchos otros bienes que consumimos para competir y compararnos con los demás.
Dediquemos unas líneas al consumo de los nuevos bienes tecnológicos que estimulan nuestra fantasía, a los que asociamos con una imagen postmoderna y ‘smart’ y por los que estamos dispuestos a hacer horas de cola delante de las tiendas cuando se lanzan nuevos modelos. Si miramos estos consumos un poco más en profundidad, podremos descubrir algunas cosas de las que tal vez no se habla lo suficiente. En primer lugar tomaremos conciencia de que estos nuevos bienes de consumo son fruto de una potentísima industria que mueve capitales inmensos y que mientras es postmoderna en cuanto al tipo de bienes, es muy tradicional en cuanto a la evasión fiscal. Una enorme inversión en publicidad potencia este consumo y lo coloca en el centro del sistema capitalista, que crece alimentándolo.
Los efectos colaterales de esta gran ‘maquinaria posicional’ son muchos. El primero es el empobrecimiento de las clases más frágiles, que derrochan en consumos posicionales sus cada vez menores ingresos. Es impresionante el crecimiento de la usura entre los pobres para permitirles comprar estos nuevos ‘bienes’ de consumo que acaban por robarles el pan a los hijos. Un segundo efecto tiene que ver con el desplazamiento de recursos que la enorme inversión en la mejora de la eficiencia y el confort de teléfonos móviles y tablets produce con respecto a otros sectores ‘no posicionales’ o comunes (por ejemplo, el arte) o en los que no hay suficiente retorno económico pero son fundamentales para la calidad moral de nuestra sociedad (por ejemplo, las enfermedades raras). Un tercer efecto afecta directamente a nuestro bienestar. Hay muchos estudios, entre otros los del premio Nobel Daniel Kahneman, que nos muestran desde hace más de diez años que el dinero y las energías gastadas en consumos posicionales proporcionan un aumento de placer que dura lo que dura la experiencia de la novedad, es decir unos pocos días (teléfonos) o unos pocos meses (automóviles y casas).
Deberíamos ser conscientes de que muchas de las innovaciones en los sectores de las nuevas tecnologías tienen como principal objetivo aumentar la dimensión de ‘confort’ de estos bienes, reduciendo la dimensión de ‘creatividad’ (siempre que esté presente). Por muy simpáticas y cómodas que sean, las aplicaciones móviles y las tablets reducen nuestra participación en el proceso que va de la producción al consumo de bienes y servicios, y reducen la creatividad y la felicidad, como empezamos a ver también en los niños. No siempre, pero sí muchas veces. “Uso el callejero en lugar del navegador para no perder habilidad”, me confió un día un taxista romano. En otras palabras, la revolución tecnológica de última generación está, al menos en esta fase, aumentando nuestra tendencia a ser consumidores y no productores ni trabajadores. Otra cosa es cuando las nuevas tecnologías, aplicaciones y tablets aumentan la creatividad productiva y el uso de los bienes comunes.
No se trata de poner en duda la importancia de estos nuevos bienes, sino de usar el pensamiento crítico y tomar nota de que las grandes multinacionales usan las innovaciones tecnológicas no para aumentar la creatividad y la autonomía de los ciudadanos, sino para crear cada vez más confort y más consumidores que sustituyan rápidamente unos bienes que deben envejecer aún más rápidamente. Por eso debemos hacer de todo lo que esté en nuestra mano para que la revolución de las nuevas tecnologías no nos mantenga encerrados en casa, 'entretenidos’ y cómodos. La calidad de las democracias dependerá mucho de nuestra capacidad para no encargar las nuevas tecnologías sólo al capitalismo lucrativo, sino para considerarlas como nuevos derechos de ciudadanía, accesibles a todos, sobre todo a los más pobres, y regular su uso y su gestión como ocurre hoy con los bienes de utilidad pública. Así como potenciar la dimensión de don y de gratuidad siempre presente también en estos nuevos bienes de consumo, contrarrestando la fuerte tendencia a privatizar y mercantilizar los nuevos bienes tecnológicos (el uso gratuito de redes wifi en nuestras ciudades, estaciones y aeropuertos está en preocupante disminución).
La historia (desde el imperio romano hasta el final del Renacimiento) nos dice que las sociedades progresan cuando las personas orientan su naturaleza competitiva y agonista hacia la producción y el trabajo; pero se degradan y caen en trampas de pobreza cuando compiten principalmente con el consumo y por las rentas que lo hacen posible sin trabajar. Cuando para decir quiénes somos y ser estimados, trabajamos más y mejor, la dinámica social produce bienestar para todos, ayer igual que hoy. Cuando, por el contrario, compramos el último automóvil de lujo o el nuevo modelo de tablet para obtener el aprecio (¿o la envidia?) de los demás, nuestras relaciones se hacen estériles, caemos en dilemas sociales, a la larga nos envilecemos y sobre todo invertimos nuestros recursos en formas y lugares improductivos. Entre otras cosas, porque la lógica posicional niega la naturaleza auténtica y civil del mercado, que no es competición deportiva sino mutuo provecho (A. Smith), mutua asistencia (A. Genovesi).
Para terminar, en los países latinos, donde todavía está muy viva la arcaica ‘cultura de la vergüenza’ y de la ‘buena fama’, caemos más fácilmente en estas trampas posicionales. Como nos mostró en primer lugar Amintore Fanfani (que fue un notable historiador de la economía), en las sociedades de matriz católica y comunitaria las personas tienden a competir consumiendo, mientras que en las sociedades nórdicas, protestantes e individualistas, compiten sobre todo produciendo y trabajando. El capitalismo actual ha fundido, con un golpe de genio (todavía inexplorado), lo ‘mejor’ de estos dos humanismos, dando vida a una cultura del consumo individualista y posicional, que nos está empobreciendo y entristeciendo. “La felicidad – me susurraba en Nochebuena, con un hilo de voz, mi viejo maestro Giacomo Becattini – no está en consumir muchos bienes. La felicidad está en poseer gozosamente algunos bienes, después de haberlos producido gozosamente”.
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Léxico para una vida buena en sociedad/14
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 29/12/2013
La centralidad del consumo no es un hecho inédito ni típico de nuestra sociedad. Pero sí que es nueva y relevante nuestra incapacidad para darnos cuenta del grado de penetración de la cultura del consumo y de las rentas, característica común de muchas civilizaciones muertas. El fenómeno del consumo tiene raíces muy antiguas. Por lo general, se trata de una cosa buena, ya que cuando se niegan los bienes para el consumo también se niegan los derechos y las libertades.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 22/12/2013
La penuria moral y civil de nuestro tiempo es consecuencia, entre otras cosas, de la desaparición de los carismas de la vida pública, bien por haber sido expulsados o bien por haberse retirado ellos mismos aceptando tranquilamente su marginación. Pero cuando faltan los carismas o cuando sólo se les considera como algo “religioso” y por tanto irrelevante para la vida civil, la economía, la política y la sociedad pierden el norte, porque les falta el recurso esencial de la gratuidad. Hay un lazo indisoluble entre los carismas y la gratuidad.
[fulltext] =>La gratuidad llega al mundo, para transformarlo cada mañana, por dos grandes caminos. El primero está dentro de nosotros, porque todo ser humano es por naturaleza capaz de gratuidad. La vida misma, nuestra llegada al mundo, es la primera gran experiencia de gratuidad. Nos descubrimos vivos, llamados a la existencia, sin haberlo elegido, como don primigenio y fundamento de cualquier otra gratuidad. Por eso probablemente no haya un acto de gratuidad más grande que el de una madre que permite a un hijo no buscado ver la luz. Es esta vocación natural a la gratuidad la que hace que atribuyamos un valor inmenso a la gratuidad de los demás y que suframos mucho cuando nuestra gratuidad no es reconocida, apreciada y agradecida. Quizá no haya dolor espiritual más agudo que el de ver la propia gratuidad pisoteada por los demás, ofendida y tergiversada. Si la gratuidad no estuviera ya dentro de nosotros, no podríamos reconocer ni apreciar la gratuidad de los demás. Quedaríamos atrapados dentro de nuestro narcisismo y seríamos incapaces de belleza verdadera y de virtud. Por esa razón la gratuidad es una dimensión constitutiva de lo humano, de todo lo humano y de cada ser humano, también del homo oeconomicus, que hoy en cambio la niega sistemáticamente y la echa fuera. Sin gratuidad el señor García no pasaría de ser un cliente, un compañero o un proveedor. La gratuidad es la que le convierte en Mario. Otras veces la gratuidad es relegada a los lugares donde se encuentran los profesionales de la gratuidad (¿el non-profit?), donde muere al faltarle el aire de las plazas y el ruido de las fábricas. La pasta necesita de la levadura, pero también la levadura necesita de la pasta.
La segunda vía maestra de gratuidad son los carismas, los dones de la charis (gracia, gratuidad). De vez en cuando, pero más frecuentemente de lo que nos parece, llegan a nosotros personas con una vocación especial de gratuidad. A estos portadores de carismas “no ordinarios” antes se les encontraba sobre todo en las religiones o en las grandes filosofías. Hoy se les encuentra también en otros lugares de lo humano: desde la economía a la política y desde el ambientalismo a los derechos humanos. Son muchos, pero raramente tenemos la capacidad cultural y espiritual necesaria para reconocerlos. Sin gratuidad no hay carisma. La mayor parte de los fenómenos que hoy llamamos “carismático” o “carisma”, siguiendo al sociólogo Max Weber, son otra cosa, con frecuencia ambivalente y a veces pésima. Los carismas aumentan y potencian la gratuidad en la tierra y la despiertan o la resucitan en quienes se encuentran con ellos. Encuentran el “ya” de nuestra gratuidad y hacen que florezca el “todavía no”. Todo encuentro verdadero con un carisma es el encuentro con una voz que interpela a nuestra gratuidad y cuando parece muerta le dice: “Talitha kumi”: "muchacha levántate".
Deberíamos escribir enciclopedias sobre el papel esencial de los carismas en la vida económica y civil, empezando por las cosas menos obvias. Por ejemplo, una de las dimensiones de los carismas y de la gratuidad-charis es su “naturaleza”, que los hermana con la tierra y nos revela la gratuidad escondida misteriosa pero realmente en la naturaleza. Cuando nos encontramos con un auténtico portador de un carisma, ya se trate de un cooperador social o de la fundadora de una comunidad religiosa (he conocido a muchos y siempre me han hecho mejor persona), la primera y más radical experiencia es la sensación incluso física de encontrarnos ante una persona que nos quiere y que hace bien al mundo con su existencia. No vemos a una persona mejor o más altruista, sino a una persona que es y hace lo que es. El carisma no es algo primordialmente ético, sino antropológico y ontológico: es el ser que se manifiesta y resplandece. La gratuidad es ejercicio ordinario en la vida diaria (aunque hacen falta muchas virtudes para no perderla por el camino). Así los carismas son a un tiempo pura espiritualidad y pura laicidad. Son la mayor docilidad y la denuncia y la acción más radicales para <derribar de los tronos a los poderosos>. Esta dimensión “natural” de los carismas, por ejemplo, hace que quienes se sienten beneficiados por esta gratuidad no se sientan en deuda. Esta gratuidad les quita a los bienes su demonio (el hau, como lo llaman los polinesios), liberándonos y haciendo de la reciprocidad un encuentro de libertad.
Es muy importante esta amistad entre la gratuidad y la naturaleza. El árbol crece y da fruto porque está hecho así; no podría hacer otra cosa. El arroyo se arroja al lago porque obedece a una ley natural. Así es el carisma: quien lo recibe actúa porque “está hecho así” y porque “no podría hacer otra cosa”. Sabe que debe cuidar y alimentar “eso” que le habita. Siente que lo que le habla por dentro y le guía (el carisma) actúa como una fuerza propia y a la vez, paradójicamente, es también la parte mejor y más verdadera de sí mismo. Esta dinámica de “intimidad-alteridad”, que impide a su portador adueñarse del carisma y usarlo en su propio provecho (cuando lo hace, el carisma desaparece), es la que garantiza la gratuidad. Esta dinámica vale para los fundadores de comunidades carismáticas, pero también para cada uno de los miembros de estas comunidades, que no son simples seguidores de un movimiento ni socios de una organización, sino personas guiadas desde dentro porque están habitadas por el mismo carisma que el fundador. Los franciscanos no tratan de seguir y mucho menos de imitar a Francisco, sino que con Francisco siguen su propio carisma y se convierten con el tiempo en lo que ya son. En esto se esconde el misterio de los carismas, de todos los carismas religiosos y laicos (si es que hace falta distinguirlos) y de su típica libertad.
Aquí aparece también una profunda analogía entre el carismático y el artista: ambos son “servidores” de un daimon, de un Espíritu, obedecen a una voz y saben vencer la muerte. Teresa de Avila y Caravaggio fueron realidades morales muy distintas, pero ambos hicieron un mundo más bello y mejor, nos amaron y nos aman gratuitamente. Aquí la gratuidad se entrecruza con la belleza, que tanto se le parece. Ambos expresan el valor intrínseco de la vida, que viene antes de cualquier precio, antes de la reciprocidad e incluso antes de la mirada del otro. Es la belleza-gratuidad que hacía engalanar y decorar los salones de los palacios y las bóvedas de las catedrales. La misma que hoy le impulsa a Juana a decorar con gusto la mesa aunque haya enviudado y se haya quedado sola sin poder compartirla con nadie.
Los carismas llegan al mundo para el bien de todos, incluso de los que no los ven o los desprecian. Pero sobre todo vienen para los pobres. Si no hubiera carismas, los pobres no serían vistos, amados, cuidados, salvador, estimados: <Hoy llega la salvación a nuestra comunidad: una familia con cinco hijos, todos minusválidos> (Don Lorenzo Milani). La mirada distinta de los carismas les da a los pobres esperanza y alegría, y muchas veces los resucita. La mirada de los pobres hace que el carisma siga vivo, sin dejarlo morir ni convertirse en una simple institución.
Los carismas y su gratuidad son los que nos revelan la Navidad. Y la Navidad es la que nos ilumina la charis. Feliz Navidad a todos.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 22/12/2013
La penuria moral y civil de nuestro tiempo es consecuencia, entre otras cosas, de la desaparición de los carismas de la vida pública, bien por haber sido expulsados o bien por haberse retirado ellos mismos aceptando tranquilamente su marginación. Pero cuando faltan los carismas o cuando sólo se les considera como algo “religioso” y por tanto irrelevante para la vida civil, la economía, la política y la sociedad pierden el norte, porque les falta el recurso esencial de la gratuidad. Hay un lazo indisoluble entre los carismas y la gratuidad.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/12/2013
Innovación es la nueva palabra clave del siglo XXI. Pero, como ocurre con frecuencia, las cosas más interesantes y verdaderamente relevantes comienzan con los predicados, los verbos y los adjetivos. Si no somos capaces de articular un buen discurso alrededor de la innovación, pronto este fascinante sustantivo terminará como tantas otras palabras gastadas y en consecuencia banalizadas (como mérito, eficiencia y, dentro de poco, democracia).
[fulltext] =>El padre de la teoría de la innovación es Joseph A. Schumpeter, quien hace poco más de un siglo (La teoría del desarrollo económico, 1911) nos presentó una visión de la economía de mercado dinámica, histórica y capaz de explicar lo que le estaba ocurriendo de verdad al capitalismo de su tiempo. Ya sabemos que los clásicos son importantes, aunque lo son más por las preguntas que se plantearon que por las respuestas que dieron (que eran provisionales al estar sometidas a su tiempo histórico). Schumpeter se hizo algunas preguntas fundamentales: ¿Cuál es la naturaleza del beneficio y del empresario? ¿De dónde nace el desarrollo económico? ¿Qué función tienen el crédito y la banca? El centro lógico de estas preguntas es precisamente la categoría de la innovación, porque no habría verdadero desarrollo económico sin empresarios y banqueros innovadores, sólo con instituciones rutinarias y buscadores de rentas.
Pero sobre la semántica de la innovación hay mucho más que decir. Vemos señales inequívocas de que nuestro tiempo necesita innovaciones grandes, ‘de cima’: más de 26 millones de desempleados en Europa, muchos de ellos jóvenes, y demasiadas personas cada vez más vulnerables y tristes. Pero no se trata de las innovaciones que se enseñan en las escuelas de negocios ni las que se inventan nuestros pobres jóvenes para poder acceder a las complicadísimas becas europeas (convocatorias escritas la mayor parte de las veces por funcionarios que nunca han visto, olido ni tocado innovaciones de verdad fuera de la oficina), ni tampoco las que se cuentan en los aburridos libros o páginas web de buenas prácticas innovadoras.
Las grandes innovaciones no se aprenden en ninguna escuela, porque necesitan vocación y la vocación va de la mano con otro recurso cada vez más escaso y consumido por nuestro capitalismo que busca innovación: la gratuidad.
Muchas veces la innovación, tanto en la ciencia como en la economía y en la vida civil, aparece cuando se busca otra cosa. Así ocurrió con algunos importantes descubrimientos científicos (como la penicilina) o en la investigación matemática, y así ocurre, de una forma más sencilla, cuando en una librería buscamos un libro y la vista se nos va hacia otro que nos abre un mundo nuevo (las librerías y las bibliotecas son indispensables también para esto). Se trata de una versión de lo que se conoce como serendipidity, que toma el nombre del cuento “Peregrinación de los tres jóvenes hijos del rey de Serendipo”, de Christoforo Armeno, viajero originario de Tabriz (Venecia, 1557). Otras veces las grandes innovaciones llegan como ‘reciclaje’, al dar un uso distinto a algo que nació originalmente para otras funciones. Es el fenómeno que los biólogos evolutivos llaman exaptation, que explica, entre otras cosas, la historia evolutiva de las alas, que se desarrollaron originalmente para regular la temperatura corporal y después se ‘reciclaron’ para el vuelo. Algo parecido ocurrió con Internet y con otras muchas cosas (desde el magnetófono a los cedés).
La serendipity y la exaptation son importantes, entre otras cosas, porque incorporan algo muy parecido a la gratuidad. La gratuidad no es lo que tiene un precio cero sino un valor infinito. No es el desinterés sino el interés de todos y para todos. Cuando se actúa con esta gratuidad no se sigue la lógica del cálculo instrumental medios-fines, sino que se ama esa actividad o persona concreta por ella misma y antes de los resultados, por una excedencia ética, antropológica y espiritual. Es muy difícil que haya grandes descubrimientos si el científico no se sumerge en sus investigaciones y se deja guiar por la ley intrínseca de la ciencia, o grandes obras de arte si el artista no ama su obra por sí misma, o empresas sin emprendedores apasionados por lo que hacen, u obras de santidad si el santo no se olvida del premio de la santidad y ama con agape. Tal vez sea posible hacer buenas personas, pequeñas obras e innovaciones ‘de valle’ como las que nacen cada día en los departamentos de investigación y desarrollo o de marketing. Pero en los centros de investigación y desarrollo no nace la Divina Comedia, ni la Sexta Sinfonía de Tchaicovsky, ni Nelson Mandela se convierte en Madiba. Para estas innovaciones hace falta gratuidad, la excedencia gratuita que sabe crear valor infinito.
Las grandes innovaciones económicas y sociales también necesitan esta gratuidad. Sobre todo las innovaciones ‘de cima’ que, a diferencia de lo que ocurre con las innovaciones ‘de valle’, vienen de quienes se encuentran por vocación en las cimas de las montañas y desde allí otean nuevos horizontes. La excedencia gratuita de Benito rescató al trabajo de la esclavitud. La de los franciscanos y la de muchos párrocos y cooperadores dio vida a la gran innovación de los bancos para los pobres. La gratuidad excedente de Francisco de Sales o de Camilo de Lellis inventaron el “estado social” para los desheredados de su tiempo. La de muchas fundadoras de escuelas para niñas pobres abrieron con el abecedario el largo viaje de la mujer hacia la igualdad de derechos y oportunidades, un largo viaje que continúa con muchas otras mujeres como Malala Yousafzai. La gratuidad excedente de Gandhi liberó la India y combatió el sistema de castas, dando vida a uno de los mayores milagros civiles y económicos de la historia. Para estas innovaciones hacen falta carismas religiosos y laicos, personas capaces de ver de otra forma, desde las cimas del agape, las piedras desechadas de su tiempo y transformarlas en piedras angulares.
De excedencia gratuita e innovadora está llena la tierra. Tal vez nadie pueda salvarse ni salir de la mediocridad sin realizar al menos una acción de excedencia gratuita en la vida. Pero hoy necesitamos grandes innovaciones ‘de cima’ que den un giro a nuestra historia. Y para estas innovaciones necesitamos la energía casi infinita de la gratuidad. Las innovaciones de cima son siempre mestizas, promiscuas, contaminadas y entrelazadas. Las innovaciones económicas, sobre todo, no nacen en los laboratorios sino que son fruto de la capacidad de engendrar que tienen los pueblos, las generaciones y las culturas. Para producir estas innovaciones en el terreno de la economía hay que saber mirar más alto y más allá de la simple economía y en ese ‘más allá’ encontrar también nuevos recursos económicos. En nuestra historia económica y civil ha habido innovaciones de cima cuando hemos sabido buscar, con la ayuda de los carismas políticos y económicos, en territorios donde nadie miraba o donde si alguien miraba sólo veía problemas.
Volveremos a hacer buena economía cuando seamos capaces de mirar en otros lugares y descubrir nuevas oportunidades para incluir a los excluidos de este sistema, que hoy se llaman inmigrantes, jóvenes, ancianos y todos los pobres de ayer y de hoy. La Iglesia del Papa Francisco está creando un ambiente adecuado para que se puedan producir de nuevo grandes innovaciones sociales y económicas de cima. Pero para que este ambiente se pueble de trabajo, derechos y vida, necesitamos la fuerza de Isaías y de Jeremías, o la fuerza de los carismas. Una Catalina de Siena, un Juan Bosco o un Martin Luther King hoy mirarían nuestras ciudades desde sus cimas y verían en las muchedumbres el hambre de trabajo y de vida auténtica junto al miedo por el presente y el futuro de sus hijos. Se conmoverían, amarían con su mirada distinta y alta, y se pondrían inmediatamente manos a la obra, innovando de verdad. ¿Pero dónde están hoy los profetas?
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Léxico para una vida buena en sociedad/12
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 15/12/2013
Innovación es la nueva palabra clave del siglo XXI. Pero, como ocurre con frecuencia, las cosas más interesantes y verdaderamente relevantes comienzan con los predicados, los verbos y los adjetivos. Si no somos capaces de articular un buen discurso alrededor de la innovación, pronto este fascinante sustantivo terminará como tantas otras palabras gastadas y en consecuencia banalizadas (como mérito, eficiencia y, dentro de poco, democracia).
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 08/12/2013
En el subsuelo de nuestra cultura económica y cívica están creciendo dos tendencias opuestas. La primera es una aproximación progresiva, a nivel de cultura y lenguaje, entre el mercado capitalista y la economía social. La tendencia opuesta se refiere a la valoración ética del mercado y contrapone a quienes ven el mercado capitalista como la solución de todos nuestros males económicos y a quienes lo consideran como el fetiche de todos los males morales, sociales y políticos.
[fulltext] =>A los primeros les gustaría que la sociedad estuviera guiada única o al menos principalmente por los valores e instrumentos del mercado (desde la privatización de los bienes comunes hasta la compraventa de órganos). Los segundos desterrarían al mercado de casi todos los ámbitos humanos moralmente relevantes, confinándolo en un cauce muy estrecho y controlado. Con la globalización y la crisis financiera y económica, esta contraposición ideológica, que tiene por lo menos doscientos años de vida, está viviendo de nuevo un momento álgido. Diez años atrás nadie hubiera pensado que se convertirían en best sellers libros escritos por economistas a favor y en contra de los mercados.
Pero esta nueva etapa carece de la fuerza espiritual y comunitaria que tenían los antiguos humanismos populares y sus intelectuales, porque, al perder el contacto con los lugares vitales, no tiene el sabor caliente del pan ni el olor salado del sudor. Y esta contraposición, tan relevante como minusvalorada por nuestra cultura, se está convirtiendo en uno de los grandes frenos para la indispensable búsqueda de una nueva fase de concordia y unidad. Una dificultad que, entre otras cosas, nos impide comprender y combatir las deformidades y enfermedades de los mercados concretos (y no de los imaginarios).
Hacer realidad esta concordia y este diálogo no es operación fácil, porque va en la dirección opuesta a la primera tendencia de aproximación, que está produciendo cada vez más un allanamiento y una nivelación cultural por lo bajo.
Las empresas tradicionales han asumido un lenguaje “social” que tiene mucho de retórica y poco de convicción. Y, por otra parte, todo un movimiento de economía tradicionalmente no capitalista lleva años imitando el lenguaje (en falso inglés), la cultura, la consultoría y las categorías del pensamiento económico dominante, en un funesto proceso de sincretismo. Una imitación que no pocas veces nace de un complejo de inferioridad cultural.
La nueva síntesis y el nuevo diálogo constructivo que necesitamos son otra cosa, mucho más laboriosa y profunda. Para empezar deberíamos reconocer que la historia real nos ha mostrado mercados mucho más vitales, promiscuos, desideologizados e inesperados que lo que la teoría permitía esperar e imaginar. Las experiencias económicas más relevantes y duraderas, las que aumentaron el bienestar verdadero de la gente, la democracia y el bien común, fueron experiencias mestizas de mercado y de sociedad. El mercado real funciona de verdad cuando se contamina con los lugares sociales, cuando sabe llegar a las periferias e incluirlas. Y cuando no lo hace, causa malestar y se convierte en enemigo de la gente y de los pobres, tratando de obtener beneficio incluso del “salvado del trigo”. Nuestro mejor pasado, tanto próximo como remoto, es fruto del mestizaje entre mercado y reciprocidad. El movimiento cooperativo, los distritos industriales y las empresas familiares son hijos del encuentro entre el lenguaje del mercado y el del don.
Las familias siempre han sabido que las empresas son muy importantes y esenciales para su bien. Saben que de ellas viene el trabajo y el salario y que en esos lugares promiscuos y duros es donde se alimentan los sueños y la vida real. La gente siempre ha vivido los mercados reales como lugares humanos, plazas y tiendas pobladas de gente, olores, sabores y palabras. No olvidemos que los mercados fueron durante muchos años unos de los pocos lugares de vida pública, soberanía y protagonismo que tenían nuestras madres y abuelas.
La historia de la relación entre los mercados y la vida civil es sobre todo una larga y extraordinaria historia de amistad y alianza. Incluso cuando luchaba en las fábricas, la parte mejor del país, que militaba en partidos distintos, sabía que dentro de esas fábricas se producían cosas buenas para ellos y para todos. Se luchaba pero se sabía que el mundo, el suyo y el de todos, sería peor sin esas fábricas. Luchaban también porque las amaban.
Los intelectuales y los políticos contraponían capital y trabajo, mercado y democracia, libertad e igualdad. Pero la gente sabía, con una verdad mayor, que la realidad era distinta, porque aquel trabajo, aunque duro y áspero, era liberador para ellos y para sus hijos y les alejaba del feudalismo del que habían venido. Recitaban liturgias sociales, cada uno se ponía su máscara en la comedia y en la tragedia de la vida real, pero aún era más auténtico el vínculo entre trabajadores, patrones y clases sociales que daban contenido verdadero a la expresión Bien Común. Así ha sido hasta que los antiguos “patrones” se han convertido, en tiempos recientes, en propietarios de fondos especulativos cada vez más anónimos, lejanos e invisibles. Cuando los críticos del capitalismo quisieron dar vida a otra economía inventaron en Europa las cooperativas y los bancos rurales, pero no pensaron nunca, al menos de forma seria y mayoritaria, que sus cooperativas y sus bancos serían la antitesis de otros bancos y otras empresas del país. Ciertamente eran distintas, pero el obrero de una gran empresa sabía que el cooperativista-trabajador hacía una experiencia muy parecida a la suya y por ello se entendían y luchaban juntos, y por ello podían ser socios en las mismas cajas y en los mismos comercios.
En los durísimos tiempos de la posguerra, el terrorismo y las contraposiciones ideológicas y políticas radicales y violentas, fuimos capaces de resistir porque el país real hacía una experiencia de unidad en las fábricas, en la tierra, en las oficinas y en las cooperativas, tejiendo unos lazos sociales que todavía funcionan y nos sostienen. Hemos sobrevivido trabajando juntos, trabajadores, amas de casa, sindicalistas, agricultores, empresarios, banqueros y políticos. Discutiendo y luchando en las fábricas y en las plazas; pero sobre todo trabajando y sufriendo juntos. Este es otro motivo más por el que es urgente volver a crear trabajo. Y sobreviviremos mientras seamos capaces de seguir hallando unidad laboral, económica y cívica.
En el origen de las civilizaciones no se distinguían el don y el intercambio interesado. El don era un paso hacia el intercambio, que un día se convirtió en mercado. Este dato antropológico nos dice mucho también acerca del nexo inverso: nos desvela que en el mercado existe y resiste mucho don. Si así no fuera, ¡qué triste sería levantarse cada mañana, un año tras otro, para ir al trabajo (quienes tienen el “don” de tener un trabajo) a dar los mejores años de nuestra vida en una fábrica o en una oficina!, ¡qué tristes nuestros proyectos y nuestros sueño profesionales!, ¡qué pobres nuestras relaciones laborales!, ¡qué pocas horas de vida verdadera! Lo sabemos todos y siempre lo hemos sabido. Pero en esta época de pensamiento económico y social débil y superficial, bien está que nos lo recordemos a nosotros mismos y a todos.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 08/12/2013
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/12/2013
Los bienes comunes son cada vez más escasos y decisivos, pero todavía siguen demasiado ausentes de la cultura y la praxis económica y política. La idea de los bienes comunes hizo su aparición en la economía en 1911 y, tras un largo paréntesis, regresó a finales del siglo pasado con Elinor Ostrom, que recibió el premio Nobel de economía en 2009. Aquel primer artículo ponía de manifiesto tres notas principales de los bienes comunes: era un estudio sobre el agua, desde una perspectiva histórica y escrito por una mujer, Katharine Coman.
[fulltext] =>El agua sigue estando hoy en el centro del debate sobre los bienes comunes. Prácticamente se ha convertido en su paradigma porque, entre otras cosas y a diferencia de lo que ocurre con los bienes económicos, no tiene sustitutos. Ya lo decía Lanny Bruce: “He inventado el agua en polvo, pero no se en qué diluirla”. Por otra parte, la perspectiva histórica es esencial, pues para entender cómo gestionar los bienes comunes, tenemos que preguntarnos cómo surgieron y cómo se han conservado a lo largo del tiempo.
Sin el recurso a la memoria, que no es la nostalgia ni el recuerdo sino un pasado al servicio del presente y del futuro, no se entiende ni el sustantivo (bienes) ni el adjetivo (comunes). Para gestionar bien estos bienes, hay que tener hijos y nietos, amar gratuitamente a los de los demás y ver con los ojos del alma a los que todavía no han nacido o han nacido en otros lugares. Cada niño es una forma especialísima de bien común y, como nos recuerda la cultura africana, para que pueda crecer y no morir, hace falta “todo el poblado”.
Para guardar un bosque, hay que cuidar y amar cada árbol, que lleva en sí toda la arboleda de hoy, de ayer y de mañana. La tercera característica es la dimensión femenina. Al principio y al final (por ahora) de la teoría de los bienes comunes encontramos dos mujeres. No es casualidad. Los bienes comunes son esencialmente relaciones, una relación entre personas mediada por los bienes. Si no se presta atención a la dimensión relacional de la vida y de la economía, una relación que atraviesa el tiempo y las generaciones, los bienes comunes primero dejan de verse, luego dejan de comprenderse y finalmente comienzan a destruirse. La mujer tiene por vocación el primado en la atención intrínseca a la relación y por ello a la transmisión de la vida. Su mirada y su carne unen unas generaciones con otras, hermanándolas. A la economía capitalista le cuesta mucho entender los bienes comunes porque en general no afronta los problemas desde una perspectiva histórica (ni geográfica), no ve relaciones sino individuos separados y toda ella se define dentro del registro masculino de la racionalidad. Así, la principal perspectiva económica sobre los bienes comunes (si no la única) es su destrucción, a partir del ya clásico texto de Hardin sobre la ‘tragedia de los bienes comunes’ de 1967. Un artículo muy citado pero raramente leído en toda su complejidad y polivalencia.
Si queremos comprender y salvar los bienes comunes y, sobre todo, crear otros nuevos, es esencial que veamos su dimensión relacional. Puesto que son bienes que creamos, usamos y conservamos juntos, sólo podemos decir que uno de ellos ‘es mío’ si lo hacemos en coro, transformando el ‘mío’ en ‘nuestro’ y en ‘de todos’, como los cinco panes y dos peces que alimentaron a la muchedumbre. Así pues, en la creación y en la gestión de los bienes comunes hay inscrita una norma de reciprocidad. Como nos ha mostrado el filósofo inglés Martin Hollis (Trust, 1998), la reciprocidad típica de los bienes comunes responde a la “lógica del bastante”. Cuando decido dar algo mío para hacer realidad lo ‘nuestro’, no pretendo garantías contractuales ni la seguridad de que todos mis conciudadanos harán lo mismo. Pero al mismo tiempo, necesito pensar y creer que ‘bastantes’ conciudadanos se comportarán como yo. Porque si creo que soy el único, o casi, que dona sangre o que paga los impuestos, la tentación de dejar de hacerlo sería muy fuerte. Y en efecto son muchos los que se comportan así. Muchos pero no todos. Si en una comunidad no existen personas capaces, por alguna razón, de superar esta lógica de reciprocidad (importante y necesaria), los bienes comunes no nacen ni se pueden mantener. Para poner en marcha una acción ecológica en la ciudad, dar vida a una forma de economía compartida, dejar de pagar a las mafias, salvar de la muerte un bosque o una asociación, trazar y señalizar un sendero de montaña, hace falta un grupo de ciudadanos, aunque sea pequeño, que se ponga a trabajar sin garantías de reciprocidad ni de éxito. En estos ciudadanos se da un tipo especial de lógica: la de “mejor hacerlo yo solo a que no lo haga nadie”. Saben que su acción de dar es arriesgada; muchos pueden burlarse por considerarla ingenua y otros, los oportunistas, pueden aprovecharse. Pero, puesto que les importa ese bien común y el Bien Común, prefieren ocuparse ellos solos de ese bien antes que verlo morir, esperando (sin pretensiones) que alguien imite su acción el día de mañana. Además, es crucial que alguno de estos ciudadanos tenga el don especial de curar los conflictos relacionales, porque cuando se usan juntos los bienes comunes, los conflictos son inevitables.
La presencia indispensable de esta gratuidad arriesgada y vulnerable, sobre todo en estos ciudadanos ‘pioneros’, refleja bien la etimología del bien común. Común viene de cum-munus, donde ‘cum’ hace referencia a ‘juntos’ y 'munus' expresa a la vez don y obligación. En los bienes comunes son importantes los dones pero también las obligaciones con otros, con las generaciones futuras y también con las pasadas, que nos dejaron en custodia sus patrimonios (patres-munus). Pero también es obligación con uno mismo, como obediencia al reclamo tenaz de la interioridad y la conciencia.
Por todos estos motivos es difícil que el mercado capitalista pueda gestionar por sí solo los bienes comunes. Es muy triste, cuando no escandaloso, ver con silencio y resignación cómo los especuladores se están apropiando del agua, la tierra común, los bosques, las materias primas y el suelo público de nuestras ciudades. La búsqueda del máximo beneficio con bienes que no son suyos, sino de todos, se convierte en un impuesto implícito para los ciudadanos, un impuesto que no alimenta la caja común sino las de lejanos accionistas. ¿Cuándo establecerán nuestros Ayuntamientos una alianza con la sociedad y las empresas civiles para gestionar sin ánimo de lucro pero eficientemente el suelo, el agua, las zonas verdes y las calles? ¿Y cuándo tomarán conciencia los estados de que la mercantilización (mucho más que la privatización) de los bienes comunes (desde las autopistas hasta los transportes públicos) es un camino miope y carente de pensamiento económico y social profundo?
La sociedad de mercado capitalista, por el contario, sabe producir muy bien ‘bienes de club’, unos bienes que, a diferencia de los bienes comunes, son para uso exclusivo de sus propietarios o asociados. Los bienes de club (pensemos, por ejemplo, en los barrios privados) se crean y se gestionan manteniendo a raya y bien lejos a los excluidos, sobre todo a los pobres, y protegiéndose de ellos con derechos de propiedad, verjas y guardias privados. La regla fundamental de la ‘puerta abierta’ es la que impidió que las cooperativas se convirtieran en clubs. No olvidemos que en nuestra época una forma elevada de bien común es la creación de empresas verdaderas, donde unos pocos corren riesgos para crear trabajo y riqueza para muchos, y bienes para todos. Una enfermedad de nuestro tiempo, debida al dominio de las finanzas y su cultura, es la transformación de las empresas de bienes comunes en bienes de club. Una empresa bien-común es la que enriquece a sus propietarios junto a toda la comunidad, y que por tanto necesita de ’todo el poblado’ para no morir. En cambio, la empresa-club es la que nace y muere, causando muerte, únicamente por las ventajas especulativas de quienes la poseen.
Seremos capaces de vivir juntos y de vivir bien, mientras sepamos ver, crear, amar y no destruir los bienes comunes, que son la precondición y el humus de los bienes privados. Pero tenemos una enorme necesidad de antiguos y nuevos ‘pioneros’, ciudadanos capaces por vocación de generar y custodiar los bienes comunes, el Bien Común, y marcar senderos de vida para todos.
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Léxico para una vida buena en sociedad/10
por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 01/12/2013
Los bienes comunes son cada vez más escasos y decisivos, pero todavía siguen demasiado ausentes de la cultura y la praxis económica y política. La idea de los bienes comunes hizo su aparición en la economía en 1911 y, tras un largo paréntesis, regresó a finales del siglo pasado con Elinor Ostrom, que recibió el premio Nobel de economía en 2009. Aquel primer artículo ponía de manifiesto tres notas principales de los bienes comunes: era un estudio sobre el agua, desde una perspectiva histórica y escrito por una mujer, Katharine Coman.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/11/2013
La cooperación hace que las comunidades prosperen. Si no hubiéramos empezado a cooperar (actuar juntos), la vida en común no habría comenzado y todavía estaríamos evolutivamente bloqueados en la fase pre-humana. Pero, como ocurre con muchas de las grandes palabras de lo humano, también la cooperación es a la vez una y múltiple y sus formas más relevantes son también las menos obvias. Cada vez que los seres humanos actúan juntos y se coordinan para alcanzar un resultado común mutuamente provechoso, podemos hablar de cooperación.
[fulltext] =>Un ejército, una liturgia religiosa, una lección, una empresa, la acción de gobierno, el secuestro de una persona… Todas ellas son formas de cooperación pero se refieren a fenómenos humanos muy distintos. De ahí se deriva una primera consecuencia: no toda cooperación es buena. Aunque beneficien a los sujetos involucrados, algunas formas de cooperación empeoran el bien común porque perjudican a otros sujetos, que quedan fuera de la cooperación. Para distinguir la cooperación buena de la mala es necesario tener en cuenta primordialmente los efectos que esa cooperación produce de forma intencionada en las personas externas a la propia cooperación.
Las teorías políticas y económicas surgidas a lo largo de la historia se pueden agrupar en dos grandes familias: las que asumen como punto de partida la hipótesis de que el ser humano por naturaleza no es capaz de cooperar, y las que, por el contrario, reivindican la naturaleza cooperativa de la persona. El representante principal de esta segunda corriente es Aristóteles: el hombre es un animal político, es decir capaz de hacer amigos (philia), de dialogar con los demás y de cooperar por el bien de la polis. El exponente más radical de la corriente del animal insociable es Thomas Hobbes: “Es cierto que algunas criaturas vivientes, como las abejas y las hormigas, viven juntas en sociedad. Por tanto, a alguien le gustará saber por qué los hombres no hacen lo mismo” (El Leviatán, 1651). Dentro de esta corriente anti-social se sitúa gran parte de la filosofía política y social moderna, mientras que los filósofos antiguos y medievales (incluido Santo Tomás) estaban por lo general de parte de Aristóteles. Podría decirse también que la principal cuestión a la que trató de responder la teoría política y económica moderna fue explicar cómo es posible que surjan resultados cooperativos de seres humanos incapaces de cooperar intencionadamente por estar demasiado dominados por intereses egoístas.
La filosofía política de la modernidad respondió con diversas teorías del ‘contrato social’ (no todas), según las cuales unos individuos egoístas, pero racionales, entienden que les interesa dar vida a una sociedad civil con un contrato social artificial; el hombre natural es incivil y por tanto la sociedad civil es artificial. La ciencia económica moderna, por su parte, respondió a la misma cuestión con las distintas teorías de la ‘mano invisible’, para las que el bien común (‘la riqueza de las naciones’) no surge de la acción cooperativa intencionada y natural de unos animales sociales, sino del juego de intereses privados de unos individuos egoístas separados unos de otros. En la base de estas dos corrientes encontramos la misma hipótesis antropológica: el ser humano es un ‘palo torcido’ que, sin necesidad de enderezarlo, produce ‘ciudades’ buenas cuando es capaz de dar vida a instituciones artificiales (contrato social, mercado) que transforman las pasiones auto-interesadas en bien común.
Aquí se nos revela uno de los misterios del mercado. También la sociedad de mercado tiene una forma de cooperación, aunque no se le pida ninguna acción conjunta a los individuos ‘cooperantes’. Cuando entramos en una tienda a comprar pan, el encuentro entre el comprador y el vendedor no se describe ni se vive como un acto de cooperación intencionada: cada uno busca su propio interés y cumple con la contraprestación (dinero por pan; pan por dinero) sólo como un medio para obtener su propio bien. Y sin embargo ese intercambio mejora las condiciones de ambos, gracias a una forma de cooperación que no exige ninguna acción conjunta. El bien común se convierte así en una suma de intereses privados de individuos recíprocamente inmunes que cooperan sin encontrarse, sin tocarse y sin mirarse.
Donde encontramos la cooperación intencionada o fuerte es dentro de la empresa, al ser la empresa una red de acciones conjuntas y cooperativas para alcanzar objetivos en su mayor parte comunes. Cuando yo compro un billete Roma-Málaga, entre la compañía aérea y yo no existe ninguna forma de cooperación intencional sino únicamente intereses separados y paralelos (viaje y beneficio). Pero entre los miembros de la tripulación del vuelo sí que debe existir una cooperación fuerte, explícita e intencionada. De ahí se sigue que mientras que (casi) ningún economista escribiría una teoría de los mercados basada en la ética de las virtudes, sí que hay muchas ‘éticas de los negocios’ para las empresas y organizaciones, basadas en la ética de las virtudes de Aristóteles y Tomás.
La división del trabajo en los mercados y en la sociedad es una gran forma de cooperación involuntaria e implícita. En cambio, la división del trabajo dentro de la empresa es cooperación en sentido fuerte: una acción voluntaria y conjunta. El capitalismo de matriz anglosajona y protestante ha dado vida a un modelo dicotómico, a una reedición de la luterana (y agustiniana) ‘Doctrina de los dos reinos’. En los mercados existe la cooperación implícita, ‘débil’ y no intencionada; en la empresa y, en general, en las organizaciones, encontramos la cooperación explícita, fuerte e intencionada. Son dos cooperaciones, dos ‘ciudades’ natural y profundamente distintas entre sí.
Pero esta cooperación no es la única posible en el mercado. La versión europea de la cooperación en el mercado, en particular la latina, es distinta porque su matriz cultural y religiosa no es individualista sino comunitaria. Aquí la distinción entre cooperación ad intra (empresa) y cooperación ad extra (en los mercados) no ha sido nunca predominante, al menos hasta tiempos recientes. Esta es la corriente de la llamada Economía Civil, que ha interpretado toda la economía y la sociedad como un asunto de cooperación y reciprocidad. La empresa familiar (en Italia todavía sigue representando el 90% del sector privado), las cooperativas y la figura de Adriano Olivetti, sólo se entienden tomando en serio la naturaleza cooperativa y comunitaria de la economía. Por eso el movimiento cooperativo europeo fue la expresión más típica de la economía de mercado europea. Al igual que los distritos industriales (como el de Prato para el textil o el de Fermo para el calzado), donde comunidades enteras se convirtieron en economía sin dejar de ser comunidad. En cambio, el capitalismo USA tiene como modelo al mercado anónimo y trata de “mercantilizar” (convertir en mercado) también la empresa, a la que ve cada vez más como un nexo de contratos, una ‘commodity’ (mercancía) o un mercado con proveedores y clientes ‘internos’. El modelo europeo, por el contrario, ha tratado de ‘comunitizar’ (convertir en comunidad) el mercado, tomando como modelo de economía buena el modelo mutualista y comunitario, y exportándolo desde la empresa a toda la vida civil (cooperación de crédito y de consumo). Asumiendo el coste y el beneficio de esta operación: una economía más densa en humanidad y en alegría de vivir, pero también con las heridas que los encuentros humanos llevan siempre e inevitablemente consigo.
Hoy el modelo USA está colonizando también los últimos territorios de la economía europea, entre otras cosas porque nuestra tradición comunitaria y cooperativa no ha estado siempre a la altura desde el punto de vista cultural y práctico y tampoco se ha desarrollado en todas las regiones. En Italia ha tenido que vérselas con el trauma, aún no completamente superado, del fascismo que se autoproclamó como verdadero heredero de la corriente de la empresa cooperativa (el corporativismo). Pero la ‘gran crisis’ que estamos viviendo nos dice que la economía y la sociedad basadas en la cooperación-sin-tocarse puede producir monstruos, y que los negocios que son sólo negocios al final se convierten en anti-negocios. El ethos de Occidente es una interacción de cooperaciones fuertes y débiles, de individuos que huyen de los lazos de la comunidad en busca de libertad y de personas que para vivir bien libremente se unen. En una fase de la historia en la que el péndulo del mercado global tiende hacia los individuos-sin-lazos, Europa debe recordar, guardándola y viviéndola, la naturaleza intrínsecamente civil y social de la economía.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 24/11/2013
La cooperación hace que las comunidades prosperen. Si no hubiéramos empezado a cooperar (actuar juntos), la vida en común no habría comenzado y todavía estaríamos evolutivamente bloqueados en la fase pre-humana. Pero, como ocurre con muchas de las grandes palabras de lo humano, también la cooperación es a la vez una y múltiple y sus formas más relevantes son también las menos obvias. Cada vez que los seres humanos actúan juntos y se coordinan para alcanzar un resultado común mutuamente provechoso, podemos hablar de cooperación.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/11/2013
Está surgiendo una nueva demanda de participación en el consumo, el ahorro y el uso de los bienes. Por ejemplo, una diferencia crucial entre el Internet de 10 o 15 años atrás, poblado por emails y páginas web estáticas, y el actual, con redes sociales y aplicaciones móviles, radica en que los habitantes de la red tenemos más participación y más protagonismo. Algo parecido ocurre con la televisión, que ya no emite sólo programas para “telespectadores” sino que además nos pide que votemos por el mejor cantante o el mejor jugador. Lo más interesante es que la gente participa e invierte tiempo en dar su opinión o en sentirse parte activa de una nueva forma de comunicación. En definitiva, quiere hacer una experiencia.
[fulltext] =>Muchos dedicamos tiempo, y no poco, a escribir, a enriquecer de forma anónima las entradas de la Wikipedia (la enciclopedia de Internet) o a mejorar un software libre. Es como si estuviéramos creando nuevas ‘plazas’, donde la gente está deseosa de hablar, con el mismo gusto que antes aunque de distinta forma, y de perder tiempo desinteresadamente. Se trata de un fenómeno sin duda ambivalente, pero esa ambivalencia podría ser también el comienzo de algo fructífero.
Para los hombres y las mujeres el consumo de bienes nunca ha sido suficiente. Como animales simbólicos e ideológicos que somos, siempre le pedimos algo más a las cosas, desde status social hasta una representación del futuro. A través de los bienes queremos hablar, contar historias, decirnos a los demás y también escucharles. Hacer experiencias. Algunos bienes están incluso tan estrechamente relacionados con la experiencia que los economistas les llaman precisamente “bienes de experiencia” (experience goods). Son aquellos bienes que sólo podemos comprender o valorar después de haber realizado con ellos una experiencia directa y personal. Bienes de experiencia son casi todos los bienes culturales y turísticos. Sólo podemos valorar si hemos gastado bien el dinero que hemos pagado por entrar a un museo durante la visita, pero no antes. Sólo podemos saber si el precio que hemos pagado por pasar un fin de semana en una casa rural es razonable cuando hemos llegado al lugar, hemos visto el entorno y hemos conocido a los dueños. Al mercado no le gusta esta incertidumbre y por eso trata de ofrecernos algunos elementos decisivos para valorar ex-ante un hotel o un restaurante. Las páginas de Internet se llenan de fotos y los comentarios de los clientes han llegado a ser tan importantes que no sería de extrañar que surgiera un mercado incivil de compraventa de comentarios positivos o negativos (para los competidores).
Aquí se abren algunos temas centrales para comprender la evolución de nuestro sistema económico y social. En primer lugar, en los bienes de experiencia los elementos del entorno resultan decisivos. Ya podemos tener el mejor lugar arqueológico del mundo, que si no hay todo un sistema territorial (transportes, hoteles…) que funcione, el valor de ese bien cae arrastrando consigo el valor de toda la región. Podemos encontrar casas rurales en una óptima ubicación pero si cuando llegamos no encontramos una cultura relacional fruto de haber practicado la acogida durante siglos, que se traduce en mil detalles concretos, el valor de esas vacaciones desaparece o al menos se redimensiona mucho. En estos bienes aparece en toda su pureza uno de los rasgos más complejos y misteriosos de nuestra sociedad de mercado. Cuando un inglés va de vacaciones a Toscana o a Andalucía, busca también una dimensión intrínseca en esas culturas que no puede ser reducida a simple mercancía. Por supuesto, sabe que el hotel o el restaurante típico son empresas comerciales y responden a la lógica del beneficio, pero parte del bienestar de esas vacaciones (muchas veces la parte más importante) depende del entorno cultural. Aunque este entorno entre (ya lo creo que entra) en el precio del alojamiento y la comida, no se trata de simples mercancías ‘producidas’ por esos empresarios por un mero afán de lucro. Hasta tal punto esto es así que la oportunidad de participar en las fiestas locales o en una auténtica evocación histórica tiene un valor inmensamente más grande que las representaciones folclóricas que los restauradores organizan artificialmente y previo pago. En nuestros lugares existen patrimonios culturales que son auténticos bienes comunes (y no bienes privados), acumulados durante siglos, que se convierten también en una ventaja competitiva para nuestras empresas y que generan beneficios. Es necesario preservarlos, porque de ellos depende en buena medida nuestra fortaleza económica y civil actual y no digamos la futura.
Un segundo ámbito es el llamado consumo crítico y responsable. Lo que nos impulsa a entrar en una de las tiendas especiales de comercio justo es sobre todo la búsqueda de una experiencia. Por eso es esencial hablar con quienes trabajan en ellas, escuchar las historias de los bienes que allí se encuentran y de las personas que los han producido, entretenerse intercambiando algunas palabras acerca de nuestro capitalismo o conocer a algún otro cliente que ha ido a realizar la misma experiencia. El valor de este consumo no está contenido únicamente en el bien (y en las relaciones de producción que encarna), sino también en la experiencia interpersonal que hacemos cuando vamos a una tienda, a una sucursal bancaria o a un mercado. La ética sin experiencia es sólo ideología.
Finalmente, debemos adquirir conciencia de que todos los bienes de mercado se están convirtiendo en bienes de experiencia. Esta es una paradoja crucial en la economía de mercado contemporánea. Por una parte, el mercado necesita producir una gran cantidad de bienes que no tengan demasiadas variaciones. Las economías de escala y la necesidad de reducir costes nos llevan a un consumo masivo de mercancías muy parecidas, susceptibles de ser reproducidas, con pocas variantes y a bajo coste, en cualquier lugar del mundo. Así es como han funcionado las empresas del siglo XX. Pero estas empresas hoy tienen que hacer frente también a la tendencia opuesta. La democracia y la libertad generan millones de personas con gustos y valores distintos y cada una de ellas sabe que es única y no homologable. Por eso las grandes empresas, que han crecido con la mentalidad del consumo de masa, deben reinventarse profundamente. Por una parte, sentimos la atracción de poseer exactamente un mismo tipo de ordenador o teléfono móvil que es símbolo de status; pero al mismo tiempo nos gustaría que nuestro ordenador tuviera algo único, diseñado en base a nuestra persona. Es decir, me gustaría que la experiencia que hago con ese ordenador sea única y solo mía, porque sólo yo soy yo. Las perspectivas que se abren para el futuro próximo industrial y económico son inciertas. Las empresas de éxito, a escala mundial, serán capaces de ofrecer productos que puedan venderse en mercados cada vez más globales (hoy la red permite que empresas muy pequeñas puedan operar en Delhi, Lanciano y Madrid), pero sobre todo tendrán que ofrecer al ‘consumidor’ una experiencia en la que se sienta único y no uno de tantos clones anónimos poseedores y usuarios. Nos espera un gran desarrollo de productos más sofisticados que los actuales, hechos de una mezcla de bienes estándar, asistencia técnica y creatividad propia, a la hora de personalizar viviendas, jardines, páginas de Internet o el día de mañana barrios y ciudades. Si nos fijamos en el ambivalente mercado televisivo de última generación, por ejemplo, descubriremos ya algo de esto o, al menos, intentos más o menos felices que van en esta dirección.
Cuando salimos de casa para bajar a los mercados buscamos experiencias más grandes que las cosas que compramos. Pero con demasiada frecuencia los bienes no cumplen sus promesas, porque esas experiencias son demasiado pobres con respecto a nuestras ansias de infinito. Y así, desilusionados pero dispuestos a olvidar la desilusión de ayer, volvemos cada mañana a nuestras liturgias económicas en busca de bienes, sueños, relaciones humanas, vida.
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 17/11/2013
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por Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 10/11/2013
Hay una ley económica y social tan importante como olvidada. Es la que Luigi Einaudi llamaba “Teoría del punto crítico”, que él definió “fundamental para la ciencia, tanto económica como política” (Lecciones de política social, 1944), y que atribuía a su paisano Emanuele Sella (un economista y poeta que escribió también un tratado de economía “trinitaria”). La idea es que existe un umbral invisible pero real, un punto crítico a partir del cual un fenómeno positivo se convierte en negativo, cambiando de signo o de naturaleza. La ley del punto crítico podríamos aplicarla sin duda a las finanzas, pero también a los impuestos (que cuando superan un determinado umbral acaban por penalizar a los ciudadanos honrados que los siguen pagando).
[fulltext] =>Escribía Einaudi: “es razonable que todas las familias aspiren a tener una radio. Pero la radio puede convertirse en un instrumento perfecto para atontar a la humanidad. El paso de la radio que entretiene e instruye y hace olvidar los dolores a la radio que es causa de la imbecilidad humana es gradual”. Si cambiamos el objeto de la frase y en lugar de ‘radio’ (uno de los medios más creativos y críticos hoy) ponemos ‘televisión’, la lógica de su análisis se hace tremendamente actual y puede extenderse a todos los bienes de confort.
En las primeras fases del desarrollo, la disponibilidad de bienes que aumentan el confort es importante para el bienestar. Hay muchos ejemplos. Basta pensar en lo que ha representado la invención de la lavadora para el bienestar de nuestras abuelas y madres: aquel bien de confort se convirtió en un aliado de su bien y del bien de todos. O en la introducción de la televisión de pago que permitió ver los partidos cómodamente y sin riesgos al calor del hogar. Algo parecido ocurrió después con la llegada de las redes sociales, los teléfonos móviles, los cómodos automóviles o las grandes casas. Pero ya hay muchos estudios que afirman que los efectos de los bienes de confort sobre el bienestar cambian de signo o de naturaleza cuando se supera un punto crítico. Los alimentos precocinados son muy útiles cuando se nos hace tarde y no tenemos más que veinte minutos para preparar la cena; pero si llegan a convertirse en el único alimento que hay en el frigorífico y nos impiden la alegría de preparar una comida (sana), mejor si es juntos, probablemente la calidad de nuestra vida empeorará. Está muy bien pasar un poco de tiempo en facebook, sobre todo si es para chatear con los amigos que conocemos off-line. Pero si dedicamos seis u ocho horas diarias a Internet, el efecto de los nuevos medios sobre el bienestar cambia radicalmente. Y si el consumo de fútbol en el sofá de casa creciera hasta el punto de que los campos de fútbol se quedaran vacíos, el bienestar que obtendríamos de ver en televisión un partido jugado con las gradas medio vacías sería bien poca cosa y conduciría al final de este deporte (y de este mercado).
La pregunta crucial es: ¿Por qué caemos en estas trampas y no nos detenemos antes de superar el ‘punto crítico’? Hay muchas razones. La primera nos la indica el mismo Einaudi: la gradualidad. El punto de cambio se supera poco a poco y sin que nos demos cuenta (o nos damos cuenta demasiado tarde). La segunda explicación se llama “prominencia”: tenemos una fuerte tendencia a fijarnos más en los bienes de confort y menos en los relacionales y civiles. En el cálculo del peso relativo que los distintos tipos de bienes tienen para nuestra felicidad, sobreestimamos las mercancías y subestimamos los bienes que no son de mercado, que son más ordinarios y cotidianos (pensemos en las relaciones de familia o en la democracia) y menos visibles, menos prominentes, hasta que nos damos cuenta de su valor y de su precio cuando los perdemos. Por último está nuestro mercado capitalista: existe toda una industria, cada vez más aguerrida, orientada racionalmente a vendernos bienes de confort, pero nadie paga por una publicidad que nos invite a invertir en bienes relacionales o en libertad. Interesante es a este respecto el “spot impossibile” (youtube) ideado por mi amigo y colega Stefano Bartolini.
El escrito de Einaudi toca otro ámbito: “Una sociedad de personas obedientes pronto se convierte en víctima del tirano o de funcionarios y mandarines. Lo que S. Benito, S. Francisco y otros grandes fundadores dieron a las órdenes monásticas se llamaba ‘regla’. Mientras los conventos fueron pobres, solo entraban en ellos los hombres dispuestos al sacrificio. Pero los conventos prosperaron, comenzaron a afluir donaciones de fieles y muchas personas deseaban donar sus bienes e incluso sus familias. Pero la riqueza engendra corrupción. … Más o menos cien años después de la fundación, siempre se reproduce la misma situación”. Aquí la superación de un punto crítico produce la desnaturalización de un elemento bueno que con el tiempo se transforma en su contrario (sujeción, acumulación de riqueza…) Esta es una expresión de una antigua regla de oro: los comportamientos viciosos muchas veces no son más que primitivas virtudes pervertidas por haber querido salvar la forma y no la sustancia que las generó (el prudente ahorro convertido en avaricia o el justo beneficio evolucionado en renta parasitaria). Por ejemplo, la fidelidad incondicional a la letra del fundador de un movimiento cultural o espiritual, que en la primera generación es un elemento vital y esencial para el nacimiento y crecimiento de esa experiencia, en un momento determinado desencadena un mecanismo autodestructivo que impide la necesidad vital de renovación y de reforma, hasta llegar a la muerte en nombre de antiguas virtudes (fidelidad) transformadas gradualmente en vicios (inmovilismo). Los movimientos monacales franciscano o dominico siguen viviendo siglos después porque fueron capaces de generar muchos reformadores creativamente fieles.
Existen, en efecto, algunas previsiones que pueden adoptarse para evitar o por lo menos gestionar estas crisis, que a veces se convierten en auténticas ‘muertes por superación del punto crítico’. Una primera regla fundamental consiste en tomar conciencia individual y colectiva, cuando los tiempos son todavía felices, de que el punto crítico existe y que puede ser superado sin que nos demos cuenta. Saber que se puede caer con facilidad en esas trampas es el primer antídoto, sobre todo si se convierte en regla de gobierno y prudencia institucional. Pero todavía más importante es la presencia o la introducción de una cultura jubilar. En el pueblo de Israel, cada 50 años los bienes volvían a sus antiguos propietarios y las deudas se cancelaban. Si los movimientos y las comunidades nacidas de ideales se volvieran periódicamente pobres, desmovilizando y volviendo a poner en circulación los bienes acumulados durante décadas y se volvieran a poner “en camino”, allí encontrarían la fuerza profética que perdieron naturalmente con el paso del tiempo. Allí, en las periferias, encontrarían también a muchos que buscan los mismos ideales que ya no encuentran en los lugares de la vida ordinaria de su tiempo.
Para terminar, no es difícil darse cuenta de que en Occidente ya hemos sobrepasado algunos puntos críticos, probablemente sin darnos cuenta o sin escuchar a quienes nos lo decían a veces a gritos. A veces, cuando se supera el punto crítico, éste desaparece del horizonte visual de las civilizaciones y queda a sus espaldas. Lo hemos sobrepasado o estamos muy cerca de hacerlo, en el medio ambiente natural, en los capitales espirituales, en el uso del agua, en el consumo de suelo público, en muchos tejidos comunitarios, en el uso de los incentivos, los controles y la competencia, y en la capacidad de soportar la injusticia del mundo. Desde luego, hemos superado el punto crítico en la vida exterior (consumo, mercancías, técnica) y así nos parece normal nuestra gran carestía e incapacidad de interioridad, de meditación y de oración, en la que hemos caído gradualmente. La misma suerte ha corrido la inmunidad. La buena conquista moderna de espacios y momentos de vida privada inmunes a los poderosos y a los patrones, se ha transformado en un ‘cultura de la inmunidad’ donde no se abraza ni se toca, que está marchitándolo todo y a todos. Así una riada de soledad está inundando nuestras ciudades y nuestras vidas. Nos estamos acostumbrando a sufrir solos, a morir solos, a hacernos mayores solos, en habitaciones cerradas, vacías de personas amigas pero llenas de demonios que nos roban a nuestros hijos.
Hablar juntos de estos grandes temas civiles es un primer paso decisivo para adquirir conciencia y para no traspasar otros puntos críticos que asoman por el horizonte. Para detenernos e incluso retroceder. En algunos raros pero luminosos casos los pueblos han sido capaces de hacerlo.
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por Luigino Bruni
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