En la frontera y más allá/13 - La vida es más que el trabajo y mucho más que el consumo.
Luigino Bruni
pubblicato su pdf Avvenire (44 KB) il 16/04/2017
«¡Viva! ¡Viva la vida maravillosa que le pertenece! No deje que nada se pierda. Esté siempre a la busca de nuevas sensaciones. No tenga miedo de nada… Un nuevo hedonismo: eso es lo que nuestro siglo necesita. Usted puede ser su símbolo visible. Dada su personalidad, no hay nada que no pueda hacer. El mundo le pertenece durante una temporada…»
Oscar Wilde, El retrato de Dorian Gray
La religión capitalista quiere abolir la fiesta. Se trata de una auténtica declaración de guerra que va acompañada de una explosión de oportunidades para la diversión y el entretenimiento, que poco o nada tienen que ver con la experiencia de la fiesta. Es otra expresión de la conocida “destrucción creadora” del capitalismo del siglo XXI, que primero elimina la fiesta y después nos quiere vender mercancías para tratar de sustituirla. Pero no lo puede lograr, porque la gratuidad ni se compra ni se vende. Y así la diversión no nos deja más que un gran vacío y una gran nostalgia de la fiesta verdadera, cuyos primeros indigentes son sobre todo los niños y adolescentes. Sólo una civilización que conozca los tiempos diversos y los espacios libres de la gratuidad puede crear una cultura de la fiesta.
La fiesta es una necesidad primaria y fundamental del hombre y de la mujer, de las niñas y de los niños, de los enfermos y de los ancianos. No se puede vivir muchos años sin fiesta. Como mucho, se puede sobrevivir. Pero cuando falta la fiesta, la vida individual y social se entristece y se apaga. La fiesta es el bien relacional por excelencia: solos no podemos hacer fiesta. Solos quizá podamos entretenernos delante de un televisor, un smart-phone o un ordenador; pero para la fiesta hacen falta los otros, los compañeros, los niños. En la Biblia, la fiesta está profundamente relacionada con el séptimo día: el shabbat (sábado). El primero que hizo fiesta al comienzo de la creación fue el mismo Elohim; pero para poder festejar tuvo que esperar al final de la creación, tuvo que esperar al Adam. Incluso Dios necesita compañía para hacer fiesta. Necesita la compañía de su creación, de la tierra. Necesita nuestra compañía. Si es cierto que el shabbat es el gran don de Elohim a la tierra, no es menos cierto que el shabbat es también un don de reciprocidad que la creación hace a su creador, porque le da la posibilidad de descansar y de hacer fiesta, junto con nosotros.
En el shabbat se puede y se debe hacer fiesta, visitar a los amigos y parientes, rezar y cantar juntos. El shabbat es la madre de todas las fiestas bíblicas y también de nuestros domingos, porque es recuerdo-memoria de la creación, de la Alianza y, sobre todo, de la huida a través del mar, de la liberación de Egipto, de la esclavitud y de los trabajos forzados en las fábricas de ladrillos. En el humanismo bíblico, cada fiesta es una nueva liberación, un nuevo paso del mar, un nuevo Éxodo, una nueva Pascua. El Dios de Israel es un Dios distinto porque no quiere que los hombres trabajen siempre. En cambio, los ídolos no conocen el sábado, no conocen la gratuidad, no conocen la fiesta y quieren un culto perenne y perfecto.
El culto capitalista se caracteriza por ser una religión-idolatría sin fiesta. Hasta el siglo XX, la cultura del trabajo, con sus ambivalencias y sus sombras, todavía estaba de parte de la vida y en Occidente, heredero del humanismo judeo-cristiano, entre otras cosas, salvó el límite entre el trabajo y la fiesta. Entonces se trabajaba mucho, demasiado, pero los hombres y las mujeres libres no trabajaban siempre. Había un tiempo para el descanso y la fiesta. A las fuerzas ciegas del capital, como a todos los imperios, les hubiera gustado tener trabajadores-esclavos completamente dedicados a la producción de sus “ladrillos”. Pero la política, las iglesias y los sindicatos se lo impidieron y así con-tuvieron al capital dentro de unos límites sociales y morales. Pero en pocos años el capitalismo ha cambiado drástica y radicalmente y se ha convertido en algo muy distinto. El consumo ha ocupado el puesto del trabajo en el centro del sistema económico y social, y todos los límites y barreras han saltado. El trabajo tiene una limitación intrínseca: no es posible trabajar siempre. La vida fuera del trabajo impide que el trabajo se convierta en una actividad perpetua. El cansancio, consustancial al trabajo, es su primera limitación. El consumo, en cambio, no tiene estas limitaciones porque, al ser una actividad de puro placer, carece de esta limitación interna. A muchos, quizá a todos, les gustaría que las tiendas estuvieran abiertas a todas horas, en todos los tiempos y en todos los lugares para satisfacer todas las necesidades y caprichos. Mientras la cultura económica estaba marcada por el trabajo, las tiendas cerraban porque el trabajo humano, que estaba detrás del consumo, así lo mandaba y ponía sus límites. Dejaba tiempo y espacio para la fiesta. No quería tener el monopolio del tiempo y del espacio. Las verjas bajadas recordaban a todos que la vida es más grande que el trabajo y que el consumo. Lo que hoy nos indigna y nos hace protestar no es el trabajo festivo y pascual de los empleados en los altos hornos de las empresas industriales, ni tampoco el de los policías, enfermeros y médicos de urgencias. Este trabajo no es enemigo de la fiesta, y quien conoce a estos trabajadores festivos, lo sabe y está agradecido.
Nuestra cultura centrada en el consumo ya no ve el trabajo que hay detrás del consumo. Y si lo ve, lo somete y lo pone al servicio del ídolo siempre hambriento. La soberanía del consumidor es la única soberanía que se les reconoce a los ciudadanos-fieles del mono-culto consumista, que está minando gravemente la ciudadanía política. El trabajo orientado al consumo idolátrico niega la fiesta y niega el trabajo.
Por eso, entre la fiesta y este capitalismo hay una lucha muy profunda y radical. Las grandes empresas y los grandes bancos, por ejemplo, intentan por todos los medios recrear la fuerza simbólica y emotiva de la fiesta, su capacidad para crear sentido de pertenencia, espíritu de cuerpo y “sentido del nosotros”. Las fiestas populares, religiosas y laicas, los bautizos y las bodas también contribuyeron a crear la cultura del trabajo del siglo pasado. Las fábricas y las oficinas han usado ese capital simbólico, social y espiritual que recibían gratuitamente de las comunidades en las que sus trabajadores crecían y vivían. Las liturgias, las procesiones, los días de la memoria de los grandes dolores y de las liberaciones alimentaban el alma y todas las virtudes que las personas daban a sus empresas en el trabajo, con un valor mucho más grande que el salario que recibían. Los capitales de los que nacían los beneficios de las empresas valían (y valen) mucho más que sus capitales privados. Junto con los hombres y las mujeres, por las puertas de las empresas entraban valores cívicos, religiosos y morales que ningún capitalista ha pagado nunca. Ahí se encontraba también la raíz moral de los impuestos, ya que en los beneficios había mucha riqueza donada por las comunidades a las empresas.
La cultura individualista y consumista del capitalismo de nuestro tiempo está barriendo estos capitales cívicos y espirituales. Las grandes empresas notan su falta, aunque no sepan reconocer las razones profundas. Por eso piensan que una fiesta de empresa, una convención o el aperitivo de los viernes pueden sustituir a capitales que se han formado durante siglos. Sin la verdad popular y pobre que generó los símbolos de la fiesta, ésta solo produce nuevos grifos y minotauros, criaturas híbridas y monstruosas.
Todavía es demasiado pronto para entender que la gran carestía que amenaza a nuestra economía es una dramática carencia de los capitales espirituales, morales y simbólicos que han alimentado a las empresas y ahora se están agotando más rápidamente que el petróleo. La economía hecha sólo de consumo vive en un eterno presente, sin raíces ni futuro. Pero el tiempo sigue transcurriendo en la tierra. Las heridas y las arrugas de aquellos que rodean y asedian los templos del consumo, atraídos por la misma promesa e ilusión, son cada vez más profundas, dolorosas y numerosas, hasta llenar el mundo. Y el club de los ilusos, encantado por el elixir de la eterna juventud, no quiere verlas y por eso las sigue produciendo. Pero, a diferencia de lo que ocurría en la novela de Oscar Wilde, el retrato con las llagas y las arrugas no está escondido en la buhardilla, sino que está siempre delante de nosotros. Los únicos que están en la buhardilla son nuestros ojos y nuestra capacidad de avergonzarnos, porque no queremos ver la imagen, real y fea, de aquello en lo que nos estamos convirtiendo. ¿Cuándo comenzaremos a ver las llagas en el rostro de los descartados del consumo y nos sentiremos responsables de ellas?
La cultura bíblica del trabajo, para anunciar su liberación, nos ha dejado el shabbat del trabajo. Para la cultura del consumo, el espíritu bíblico debería sugerirnos un shabbat del consumo, para que podamos decirle a la idolatría de nuestro tiempo: “tú no eres dios, yo no soy tu esclavo”. Sin un sábado del consumo no tendremos una buena relación con el trabajo ni con la fiesta. El bendito día en que decidamos dejar un tiempo y un espacio libre para no consumir cosas, para hacer fiesta, para celebrar las relaciones, los lazos y la gratuidad, será el alba de una nueva civilización.
La primera petición que Moisés le hizo al faraón fue que dejara al pueblo libre para salir tres días al desierto y celebrar la fiesta de Pésaj (Éxodo 5,3), que era una antigua fiesta de la trashumancia de los rebaños. El faraón negó el permiso, porque los esclavos no pueden hacer fiesta, pues la fiesta es ya el comienzo del tiempo de la libertad. Sin la fiesta, el trabajo es siempre trabajo esclavo. Y cuando no hay un tiempo en el que no consumir cosas, la esclavitud es perfecta, porque el consumo, que no implica dolor ni cansancio, se nos presenta como libertad y ya no sentimos necesidad alguna de liberación.
Detrás de nuestro trabajo para garantizar un consumo perpetuo hay otros faraones, aunque ya no seamos capaces de verlos ni de reconocerlos, que no quieren dejarnos libres para que “caminemos tres días en el desierto”. Tal vez teman que el mar pueda abrirse de nuevo ante nosotros… y entonces ya no regresemos.
¡Feliz Pascua!
Hoy termina la serie “En la frontera y más allá”. Nuevas páginas escritas juntos, nuevos descubrimientos, nuevos-antiguos diálogos, nuevas gracias. A partir del próximo domingo volveré a comentar la Biblia, con el profeta Jeremías. Nos aventuraremos en otra excursión más allá de la frontera, mendigando otras palabras, para seguir caminando en este tiempo nuestro, tremendo y espléndido.
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