En la frontera y más allá/11 – Ritos que consumen la vida y el sentido del trabajo
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (35 KB) el 02/04/2017
«La generosidad y la nobleza han desaparecido y con ellas la contrapartida espectacular que los ricos devolvían a los miserables»
Georges Bataille, La noción de gasto
Hay demasiadas personas que trabajan poco, mal o nada. Pero ese no es el único síntoma de la grave enfermedad que afecta al mundo del trabajo. Otro grave signo de malestar, poco visible aún, es el de los trabajadores que trabajan demasiado, malgastando una enorme energía en los nuevos ritos de las empresas, como nuevas víctimas de sacrificio inmoladas a los nuevos dioses.
Una de las características del sacrificio en las civilizaciones arcaicas es una tensión fundamental entre lo útil y lo inútil. El sacrificio es un don útil y grato a los dioses-ídolos siempre que sea inútil en el plano humano, expresión de alguna pérdida por nuestra parte. Las ofrendas de los sacrificios activan la economía divina negando la economía humana. En el sacrificio perfecto (el olah: "el que sube"), según la Biblia, se ofrecían los mejores animales y se quemaban por completo hasta que no quedaba ningún resto que los sacrificantes pudieran utilizar: «El sacerdote lo quemará todo en el altar. Es un holocausto, un manjar abrasado» (Levítico 1,9). Para que el acto del sacrificio fuera útil en máximo grado a Dios debía ser inútil en máximo grado para los hombres, o, mejor dicho, debía suponer una pérdida. El sacrificio perfecto estaba asociado a una pérdida, a un puro despilfarro económico, a lo que el filósofo Bataille llamó dépense (“gasto”). Este concepto sigue siendo dominante en el significado común del término sacrificio: la idea de sacrificarse por alguien o por algo remite a una pérdida que sufre el sacrificante en provecho del destinatario del sacrificio. Una pérdida, una disolución, que adquiere paradójicamente una dimensión positiva.
En este nivel radical es donde el sacrificio y el don se encuentran. Algunas de las muchas prácticas arcaicas estudiadas por los antropólogos durante los primeros años del siglo XX, basadas en el don (como el potlatch: "consumir"), estaban caracterizadas por la destrucción del "don" ante el rival. Por ejemplo, en el pueblo Tlingit (entre Canadá y Alaska), un jefe se presentaba ante otro jefe y degollaba a cierto número de esclavos. Días después, el rival volvía y degollaba a un número mayor de hombres. Estas competiciones, donde la dimensión de la disolución es absoluta y arcaica, en su brutal transparencia pueden dejarnos entrever algunas dimensiones parecidas que están presentes de forma espuria en nuestro tiempo.
A pesar de la novedad absoluta que supuso el mensaje de Cristo en relación con la cultura del sacrificio, estos elementos arcaicos del don-sacrificio siguieron estando muy presentes durante toda la Edad Media y después de ella. No es posible entender aquel mundo sin la magnificencia de los ricos y poderosos, sin los grandes gastos improductivos para el culto, sin el despilfarro de las fiestas patronales y procesiones, sin los fuegos artificiales, Son verdaderas competiciones de dones dilapidados con el fin de crear y mantener rangos y poder en la ciudad y/o para merecer un descuento en las penas del purgatorio. Los mafiosos todavía siguen realizando muchos potlatchs, demasiados, en nuestros pueblos y en nuestras fiestas.
Por otra parte, en la espiritualidad cristiana se mantuvo durante siglos la idea de que el sacrificio-don era grato a Dios por ser expresión de una pérdida, de una renuncia, de un costo por nuestra parte. La analogía económica que se usaba para entender la vida espiritual conllevaba necesariamente la idea de un precio. Así pues, para obtener algo (gracias, bendiciones…) en la relación con Dios era necesario pagar. Incluso la vida consagrada en la virginidad, durante mucho tiempo fue interpretada y vivida como una elección de gran valor espiritual precisamente porque era el don-sacrificio de la parte más valiosa de la persona. San Ambrosio afirmaba que la virgen era «la víctima de la castidad». Para San Gregorio Magno la virginidad sustituía al martirio: «El tiempo de las persecuciones ha pasado, pero nuestra paz tiene su martirio». Esta idea sacrificial, expresión de una teología de la expiación, sigue viva en el siglo XX, cuando, recurriendo a la imagen del holocausto, se anima a las vírgenes a «perseverar inconmovibles en el sacrificio ofrecido y a no volver a tomar ni la más pequeña parte del holocausto ofrendado ante el altar de Dios» (Sacra Virginitas, Pio XII, 1954).
La Reforma protestante marcó un viraje también en esta cultura del don-sacrificio. Lutero identificó la mentalidad sacrificial, que seguía presente en la Iglesia y en la cristiandad, como la principal razón del alejamiento de la autenticidad y de la novedad del acontecimiento cristiano. Y no se equivocaba, porque aquella cultura del sacrificio-pérdida era una continuación de la teología económica y meritocrática pre-cristiana. Para Lutero, renunciar al beneficio humano esperando en un beneficio divino carecía de sentido cristiano: nuestros sacrificios no sirven para nada, porque al otro lado no hay un Dios interesado en nuestras pérdidas. El Dios cristiano no es un ídolo hambriento. El paraíso no hay que ganárselo, porque ya nos ha sido dado como don. De ahí surge también su crítica a los conventos, a los monasterios y al valor de la vida consagrada en cuanto ofrecida en sacrificio, así como su condena de los despilfarros vistosos, de la magnificencia de los cultos, de las peregrinaciones, de las fiestas, del ocio y del lujo.
Todo lo que en la vida civil y religiosa era dispendio inútil para los hombres, la Reforma lo interpretó como sacrificio y por tanto como una errónea búsqueda de méritos espirituales, como un comportamiento contrario al cristianismo verdadero de la sola gratia. La gratuidad de los sacrificios se veía como una gratuidad perversa, porque, si bien es cierto que todo don implica una renuncia a algo propio por el bien de otro, en la relación con Dios este esquema no funciona, pues el Dios de Jesucristo no tiene necesidad de nuestros sacrificios. El único sacrificio bueno y verdadero es el que él hizo por nosotros, dando la vida por amor y de una vez para siempre. La única reciprocidad por nuestra parte es la gratitud hacia Dios y el amor al prójimo.
Así, se interpretó la gratuidad de una acción humana como la más alta forma de no-gratuidad espiritual. Esta interpretación de la inutilidad y pérdida intramundana como deseo impropio de ganancia en el más allá, llevó al mundo de la reforma a ver con sospecha la gratuidad a secas, tanto en la esfera civil como en la religiosa, y a considerarla como un trapicheo en el plano equivocado. Esta es la raíz cultural profunda de la que surgió la idea de que la gratuidad es, en definitiva, negativa. O es inútil o es equivocada, porque no encuentra justificación ni en la economía humana (donde manda el beneficio) ni tanto menos en el plano espiritual. Esta desconfianza profunda se encuentra en el corazón del capitalismo y de su “tabú de la gratuidad”.
Después, Calvino, con su “doctrina de la predestinación”, impulsó esta revolución hasta sus últimas consecuencias. Dado que los hombres no tienen poder alguno para modificar la economía divina, las únicas acciones buenas y benditas son las que se orientan a la economía humana y a sus fines. El trabajo, la profesión y la producción asumen el puesto que en la cultura medieval ocupaban el ocio, el despilfarro y la contemplación. Todo lo que no es útil y no está orientado racionalmente a la utilidad, es condenado. Los únicos sacrificios buenos son los que persiguen fines terrenales y útiles y por tanto también el trabajo. Una utilidad económica y laboral que no puede ni debe convertirse en un mérito para el cielo, sino que es el único mérito posible y loable en la tierra. La inutilidad, la pérdida, la deuda-culpa y la holgazanería son el gran y único demérito de los individuos y de los pueblos. El beneficio y el mérito, expulsados del paraíso, se convierten así en los soberanos absolutos de la tierra.
Más aún. Las prácticas de disolución, esos actos gratuitos, útiles porque son inútiles, están regresando en estos últimos años de capitalismo de forma más fuerte y penetrante. Un nuevo culto sacrificial – otra paradoja – que nació en aquellos países de cultura predominantemente protestante y calvinista que tanto criticaron la inutilidad y los sacrificios "gratuitos".
Los poderosos siempre han usado el gasto (dépense) como instrumento para decir y afirmar su propio poder, y por consiguiente para crear estatus, para humillar a los súbditos. Filas interminables, respuestas importantes que llegan siempre en el último momento, retrasos intencionados en las citas, esperas inútiles para “marcar” distancias… Pedir y pretender sacrificios de los súbditos, sin más objetivo que humillar a las personas y fortalecer las jerarquías. Son prácticas sociales muy bien conocidas por todos, ayer y hoy. Eso ocurre en los ambientes laicos, pero también en los religiosos, donde las prácticas inútiles, cuyo único fin es reforzar distancias y poderes, son especialmente peligrosas porque están revestidas de una justificación sagrada y muchas veces las mismas víctimas las interiorizan como necesarias e incluso como buenas.
Pero son las grandes empresas las que están llevando muy lejos estas prácticas sacrificiales de disolución. Reuniones convocadas en domingo cuando podrían realizarse en lunes, o a las diez de la noche en lugar de hacerlo por la tarde, o el 24 de diciembre y no el 23. Llamadas para trabajar incluso el día de Pascua. Pérdidas inútiles de tiempo y de vida, que no tienen ninguna finalidad productiva ni de eficiencia. Pura disolución cultual, un gasto que los miembros de los equipos acaban auto-infligiéndose inmersos en esta nueva cultura sacrificial, donde las ofrendas tienen más valor cuanto más inútiles. Horarios insostenibles e inútilmente infinitos, que muchas veces reducen la eficiencia y la calidad del trabajo, pero sirven para aumentar el valor de la víctima ofrecida en holocausto. Reuniones de trabajo donde se debería hablar de los problemas del trabajo y sin embargo se transforman en extenuantes ritos inútiles pero útiles para consolidar roles y jerarquías. Hasta llegar al verdadero sacrificio de toda la vida privada y familiar, donde revive un potlatch de pura destrucción; un gasto carente de utilidad para la economía empresarial pero esencial para el culto, porque es señal de una devoción total y absoluta. Nuevos holocaustos.
“Dones” que se convierten en instrumentos de competencia y rivalidad entre trabajadores y entre empresas, que compiten usando como lenguaje sus propios sacrificios-dones totalmente gratuitos e inútiles. Esta gratuidad pervertida está matando la gratuidad buena y está devorando lo poco que quedaba de la cultura del trabajo de siglos pasados. Y está oscureciendo el verdadero valor que tenían y tienen algunas acciones inútiles: poder gritar una libertad más grande.
La humanidad ha necesitado milenios para concebir la idea de un Dios que no necesita devorar a los hombres ni sus cosas para saciarse, aplacarse y apaciguarse. Pero los hombres, los poderosos, nunca han dejado de desear ser dioses. Si no entendemos ya la naturaleza sacrificial neo-arcaica del capitalismo actual, el día que nos demos cuenta de que hemos caído en un culto perpetuo y absoluto será sin duda demasiado tarde. Puede que nos despertemos sobre el altar del sacrificio cuando hayan comenzado las danzas y los cantos por nosotros.
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