En la frontera y más allá/10 – El desafío de recuperar el lenguaje de la reciprocidad
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (45 KB) el 26/03/2017
«La obligación de reciprocidad en el intercambio no es una respuesta a un poder concreto vinculado a los objetos, sino una concepción cósmica que presupone la eterna circulación de las especies y de los seres»
M. Mauss, Ensayo sobre el don
El don, con sus ambivalencias, se encuentra en el origen del ethos de Occidente. Muchos mitos de los orígenes vinculan la historia humana al rechazo, por parte de los hombres, a estar y permanecer en una condición de armoniosa reciprocidad de dones. Los relatos de Prometeo y Pandora (“toda don”) o los de Adán y Eva nos dicen, con lenguajes distintos, que los seres humanos son incapaces de edificar su civilización sobre el don libre. Pero también nos dicen que existe una profunda relación entre el don y la desobediencia, entre la gratuidad y la autoridad, entre la libertad y la jerarquía.
En el Edén, la sumisión de la mujer al hombre, raíz de cualquier otra subordinación social, es fruto de su desobediencia común: «Hacia tu marido irá tu apetencia, y él te dominará» (Génesis 3,16). Del fracaso de la primigenia relación de reciprocidad nace la primera relación jerárquica de dominio. Y así la jerarquía se convierte en la respuesta principal a la falta de éxito de la gratuidad libre, en su primera alternativa, en su primer enemigo.
Efectivamente, entre jerarquía y don hay una tensión radical. La jerarquía devora los dones de los súbditos, los consume en forma de sacrificio: los reyes, los faraones y los sacerdotes pretenden las primicias, siempre quieren la mejor parte (Zeus condena a Prometeo porque le ofrece la peor parte del toro descuartizado). Pero lo que más teme la jerarquía es el don libre y no orientado a sus objetivos porque no es orientable. Toda jerarquía siente una invencible tendencia-tentación a tratar de transformar el don-gratuidad en algo parecido pero inocuo. La jerarquía hace de todo para eliminar la excedencia del don que es imposible de gestionar, un aguijón venenoso en cuanto libre.
Los gobiernos de las organizaciones necesitan la creatividad de la libertad y el don, pero les gustaría tener únicamente la que puede (y debe) caber dentro de unos límites establecidos y controlados. Y cuando llegan las verdaderas crisis, cuando más necesaria es la gratuidad libre, sienten precisamente la indigencia de algo tan esencial.
Aquí radica casi toda la tragedia del don en las empresas y en las instituciones. Esta tragedia se manifiesta a distintos niveles. Las comunidades y los movimientos de la sociedad civil, y también muchas empresas, nacen sobre todo de pasiones, de deseos, de una excedencia y de nuestras ganas de vida, de futuro y de infinito. Nacen por tanto de nuestra gratuidad. Estas formas de vida asociada surgen porque algunas personas, al menos una, un día ven espacios nuevos e ilimitados para expresar hasta el fondo su personalidad y sus sueños. Ven que existe un lugar, solo ese, donde los límites normales en otros lugares han desaparecido, donde las barreras han caído o ya no se ven. Y todo se hace posible. Entonces se ponen en marcha hacia el infinito, aun cuando todo ocurra en un desván o en una aldea en mitad de la selva.
Después, con el paso del tiempo, los ideales y las pasiones se hacen prácticos. Nacen las primeras proto-instituciones, se nombra a los responsables y se escriben las reglas. Luego vienen los contratos y los reglamentos, y pronto se forma la inevitable jerarquía. Esas comunidades-movimientos se convierten poco a poco en asociaciones, organizaciones, cooperativas y empresas que, para poder funcionar y crecer, necesitan gestionar, normalizar, eliminar y prohibir las prácticas espontáneas y la excedencia que había en el origen de la primera experiencia. Para poder gestionarla y canalizarla dentro de las reglas de gobierno, para poder coordinar y orientar las acciones hacia objetivos institucionales, se hace necesario uniformar y estandarizar los comportamientos. Y la primera libertad de los primeros dones muere. Los únicos dones que quedan son los sacrificios ofrecidos para alimentar la jerarquía y sus objetivos, para saciar su hambre. Todo eso ocurre no porque la dirección sea mala u obtusa, sino por la propia naturaleza y vocación de la jerarquía. Ésta, para desempeñar su tarea, debe alentar los componentes más ordinarios y gregarios; debe domesticar la creatividad y la libertad y por consiguiente combatir las dimensiones más subversivas y desestabilizadoras de la gratuidad. Sin embargo, estas dimensiones son esenciales, sobre todo en los momentos más importantes y delicados (crisis, cambios generacionales, pruebas…).
Esta es una de las dinámicas más importantes en las instituciones: una vez que nuestra gratuidad ha generado la organización, la dinámica intrínseca y necesaria de su gobierno acaba negando la expresión y la práctica de los dones libres que la hicieron nacer. La organización “hija” devora el don “padre”. Así es como acaban muchas de las creaciones colectivas más hermosas, cuando el cuerpo engendrado por la gratuidad apaga el espíritu originario creativo y libre, el único soplo que la vida conoce. Este “teorema de imposibilidad” se desencadena en muchas organizaciones e instituciones, pero donde es especialmente central es en las llamadas “Organizaciones con Motivación Ideal” (OMI), comunidades espirituales y carismáticas que muchas veces se apagan, se marchitan y mueren porque la jerarquía y el gobierno impiden que sus recursos de gratuidad actúen y salven la organización de su propia extinción. Tenemos amplia y cotidiana evidencia de ello.
Un papel clave en la progresiva eliminación del don libre es el jugado por el proceso de transformación del don en incentivo. Los dones y los incentivos parecen realidades muy distintas. Pero si nos fijamos bien, nos daremos cuenta de que son conceptos limítrofes, semejantes. Las relaciones de reciprocidad basadas en el intercambio de dones crean, por su misma naturaleza, posiciones de débito/crédito relacional que son altamente generativas y radicalmente difíciles de gobernar. Los dones que nacen para responder a otros dones, al no ser nunca equivalentes entre sí, no logran compensar ni “saldar” la deuda del primer don, sino que retroalimentan la relación y reactivan el circuito de la reciprocidad. En otras palabras: cuando reconocemos un don recibido e intentamos corresponder con otro don, el segundo don no es igual al primero pero con signo negativo, sino un acto originario que mantiene abierta y activa la cadena de la reciprocidad de los dones.
Por eso, esta reciprocidad, que fue el primer lenguaje con el que las comunidades se encontraron y comenzaron a conocerse, progresivamente ha ido generando la reciprocidad comercial del contrato. La correspondencia perfecta y equilibrada del contrato tiende a cerrar una relación, mientras que la correspondencia imperfeta y desequilibrada de la reciprocidad de dones tiene como objetivo mantener la relación humana abierta, generadora, fecunda y por tanto imprevisible y capaz de sorprendernos, como la vida. En la reciprocidad de dones, el “crédito” creado por el primer don no es compensado por el segundo don, que sigue siendo excedente, y esta excedencia se convierte en la madre de nuevas relaciones, en el alba de nuevos días. La compensación entre dones es imposible o, cuanto menos, es siempre imperfecta y parcial, porque no poseemos la unidad de cuenta para hacer los cálculos, ni queremos hacerlos, y además muchas veces nos equivocamos y acabamos alimentando sinsabores y conflictos. Como en un iceberg, la parte más grande e importante del don es la invisible. Sólo alcanzamos a ver su superficie, pero sabemos que debajo de sus señales vive una energía potente, misteriosa, capaz de cosas extraordinarias: puede reedificar una comunidad entera pero también puede destruirla. Esta parte invisible y oscura explica la fascinación y el temor que el don siempre ha ejercido y ejerce sobre nosotros.
Pero – estamos en la corazón de la tragedia del don – la parte sumergida, los cálculos no realizados y las cuentas no saldadas, las deudas y los créditos no compensados entre sí, es lo que más odian las empresas y, en general, las organizaciones. La utopía de toda organización es llegar a obtener la creatividad, la pasión, la energía y la generosidad del homo donator sin sus ambivalencias, sin necesidad de gratitud y reconocimiento, sin lazos. Por eso realizan una manipulación genética y lo transforman en homo oeconomicus. El incentivo es el primer instrumento para intentar la manipulación del don en contrato. Ambos se parecen un poco: el homo oeconomicus es un homo donator privado de su energía originaria, creadora, desestabilizadora y destructiva.
El incentivo, si nos fijamos bien, se presenta en realidad como una especie de contra-don dentro de una forma de reciprocidad. Es lo que el principal (la propiedad y/o la dirección) "da" al agente (el trabajador) a cambio de un determinado comportamiento realizado en su provecho. Por eso algunos economistas (entre ellos el premio Nobel George Akerlof) han descrito la relación laboral como un “intercambio de dones” añadiendo, honestamente, el adjetivo "parcial". Es posible describir el incentivo como un contra-don parcial, porque su componente libre ha sido totalmente cercenado, para que el agente pueda ser controlado y gestionado por el principal. No es casual que muchas empresas llamen (inapropiadamente) al incentivo premio, con la intención de poner simbólicamente de relieve su dimensión de don simulado, de don… parcial. Pero si hay algo en la vida humana que no se presta a una reducción parcial, a ser mermado, cercenado o recortado, es precisamente el don. A diferencia de otras realidades vivas, el don solo puede vivir entero: si lo reducimos, si lo partimos por la mitad, sencillamente muere. El incentivo, presentándose como un don reducido y parcial, en realidad es el anti-don, el antídoto que defiende al cuerpo empresarial del don verdadero y libre, que desaparece y deja de existir cuando más lo necesitamos para volver a caminar, para resurgir.
Las empresas siguen viviendo, naciendo y renaciendo, porque muchos trabajadores violan el tabú de la gratuidad, cargando con las consecuencias. Las empresas ni lo saben ni lo quieren, pero si siguen vivas y pueden renacer es porque cada día hay personas libres que profanan el tabú de la gratuidad, que son incapaces de no dar, a pesar de la prohibición de hacerlo. Si somos incapaces de no dar es porque estamos vivos, y porque los incentivos son demasiado poco: nosotros queremos y valemos mucho más.
Mucho tiempo atrás, el don engendró el mercado. ¿Podrá algún día el don renacer del corazón del mercado?
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