stdClass Object ( [id] => 17100 [title] => El Reino es de todos los pobres [alias] => el-reino-es-de-todos-los-pobres [introtext] =>Regeneraciones/13 - Francisco y Job lo habitan juntos. Igual que los niños
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 25/10/2015
“Ay no quieres, te asusta la pobreza. No quieres ir con zapatos rotos al mercado y volver con el viejo vestido. Amor, no amamos, como quieren los ricos, la miseria. Nosotros la extirparemos como diente maligno que hasta ahora ha mordido el corazón del hombre”.
Pablo Neruda, La pobreza
El ‘sermón de la montaña’ lleva dos mil años intentando resistir a los ataques de todos aquellos que desde siempre han tratado de reducirlo a otra cosa, ridiculizarlo o transformarlo en un inútil ejercicio consolatorio. Esta lucha contra la sencilla radicalidad de las bienaventuranzas es muy evidente y fuerte en el caso de la bienaventuranza de los pobres.
[fulltext] =>Muy pronto se comenzó a redimensionar su alcance. Debido a nuevas y creativas exégesis del Evangelio de Mateo, “los pobres” fueron pasando cada vez más a un segundo plano para poner demasiado énfasis en las palabras “de espíritu”. Por eso, hemos dicho y hemos escrito que los ‘bienaventurados’ no son los verdaderos pobres, sino los que viven el desapego espiritual de la riqueza, los que comparten sus bienes o los usan para el bien común. Todo eso es verdad y está presente también en la Biblia, pero lo cierto es que nos ha alejado del sencillísimo y tremendo ‘bienaventurados los pobres’.
No es fácil entender y amar esta primera bienaventuranza. El primer obstáculo, casi insalvable, es la condición real y concreta de los verdaderos pobres: ¿Cómo podemos llamarlos bienaventurados cuando vemos cómo los deforma la miseria, cómo son explotados por los poderosos, cómo mueren en el mar o se apagan en nuestras periferias? ¿Qué felicidad conocen? Por eso, los más críticos con esta primera bienaventuranza son los que dedican su vida a liberar a los pobres de su miseria. Los más amigos de los pobres muchas veces acaban convirtiéndose en los mayores enemigos de “bienaventurados los pobres”.
Si queremos dejar que esta primera bienaventuranza nos alcance, nos ame y nos cambie, es necesario que entremos en su terreno paradójico, escandaloso e incluso manipulador. ¡¿Cuántos ricos han encontrado en la bienaventuranza de los pobres una coartada espiritual para dejar que sigan siendo bienaventurados en su condición de privación y miseria, o para auto-considerarse ‘pobres de espíritu’?! No debemos cometer el error, tan frecuente, de reducir el alcance de esta loca felicidad para permitir que encaje en nuestras categorías, amputándole, como en el mito, las piernas que sobresalen de nuestras camas demasiado cortas. Las paradojas del evangelio y de la vida no se resuelven reduciéndolas, sino ‘alargando la cama’, formando categorías que estén a su ‘altura’.
El primer indicio para entrar dentro de la primera bienaventuranza lo encontramos en el mismo texto: el Reino de los cielos. La felicidad de los pobres está enteramente en vivir ya en el reino. El reino “es” suyo ya hoy, no “será” mañana. La bienaventuranza de los pobres no necesita del “todavía no”. Los pobres son bienaventurados porque son habitantes del Reino de los cielos. Esta sola frase debería bastarnos para entender, o al menos intuir, el significado de esta bienaventuranza que, no por casualidad, es la primera. En tiempos de Jesús, entre los pobres llamados bienaventurados estaban los excluidos, los transeúntes, los que tenían que vivir con poco o nada. Pero también los leprosos, las viudas (y casi todas las mujeres), los huérfanos (y casi todos los niños), personas que no por casualidad eran los principales amigos y compañeros de Jesús durante su vida. Pobres eran la mayor parte de sus discípulos, que le habían conocido por los caminos de Palestina, personas corrientes, como nosotros, que se pusieron a caminar tras él y con él. Si no lo eran ya, se hicieron pobres encontrando otro reino, persiguiendo otra felicidad. Cuando Jesús decía ‘bienaventurados los pobres’, se dirigía a los suyos, como sigue haciendo hoy.
Sólo los pobres viven en el Reino de los cielos, ese reino habitado por los hombres y las mujeres de las bienaventuranzas: mansos, puros, perseguidos, misericordiosos, hambrientos de justicia, afligidos y pobres. Un reino muy distinto a los que gobiernan nuestras sociedades, pero que nunca ha dejado de estar en medio de nosotros. Un reino donde se conoce la providencia, que sólo los pobres experimentan: la providencia es para Lucía y no para Don Rodrigo. Las fiestas más hermosas son las de los pobres. Es probable que no haya en la tierra nada más alegre que las bodas y los nacimientos celebrados por los pobres entre los pobres. A los niños les gustan las fiestas y los regalos cuando son pobres y porque son pobres.
Los ricos no entran en este reino, no por castigo sino sencillamente porque no lo entienden, ni lo ven, ni lo desean. Están interesados en los reinos de la tierra y no en el de los cielos. Si el Reino de los cielos es de los pobres, no es de los ricos, a menos que se conviertan en pobres dejando sus ídolos. El reino de los cielos es el lugar de las relaciones no predatorias con las cosas y con las personas, donde la regla de oro es la gratuidad.
Algunos, a lo largo de la historia, han tratado de tomarse en serio esta bienaventuranza. Francisco de Asís es uno de ellos, el que mejor nos ha desvelado lo que significa ‘bienaventurados los pobres’. Francisco es la encarnación de esta bienaventuranza, esa palabra hecha carne. El camino de Francisco no es el único para entrar como pobres en el reino, pero después del “poverello” (pauperculus) ya no es posible prescindir de su pobreza para entender de verdad la de las bienaventuranzas. Si así no fuera, los carismas no pasarían de ser experiencias privadas, inútiles para la humanidad de todos y de siempre. Francisco es el gran y eterno maestro de la bienaventuranza de la pobreza, de la alegría distinta de un reino distinto. Cada vez que alguien vuelve a elegir hacerse pobre se encuentra con Francisco, aunque no lo reconozca (él se encontró con Jesús en el leproso y no lo sabía; todos los pobres por elección se encuentran con Francisco aunque no lo sepan).
No todos los cristianos ni todos los hombres eligen a la ‘señora pobreza’, pero la alegría típica de la pobreza verdadera y no ideológica sólo la conoce Francisco y los que son como él. La fraternidad cósmica, el cántico de las criaturas, la libertad absoluta, el beso en la boca y en las manos de los leprosos, la perfecta alegría, sólo pueden nacer de quien está dentro de esa bienaventuranza y vive en un reino distinto. No es obligatorio ser pobre, tampoco en la iglesia. Los ricos no están excluidos de los sacramentos, muchas veces los mismos pobres les alaban y les dan las gracias. Siempre han sido parte, legítima e importante, de las comunidades cristianas. Viven más tiempo, con mejor salud y educación, logran éxitos y aplausos. Pero no son habitantes de ese reino, no conocen esos cielos, no ven esas estrellas lejanas y espléndidas. En el mundo existe también esta justicia, y es grande.
Es más: la alegría de Francisco nace de una pobreza elegida y su bienaventuranza es evidente para aquellos que la eligen y la ven. Pero a Jesús no le seguían sólo los que se habían hecho pobres por elección. Había muchos pobres-sin-más, personas que no habían elegido la pobreza, sino que se habían encontrado inmersos en ella desde su nacimiento o bien habían llegado a ella después de una enfermedad o una desgracia. Entre los pobres llamados felices había algunos como “Francisco” pero también muchos como “Job”, es decir pobres no por elección sino únicamente por destino o por desgracia. La asombrosa fuerza de la primera bienaventuranza está en que se dirige a los pobres-como-Francisco y a los pobres-como-Job. A ambos les llama habitantes de ese reino distinto. Y si el reino es suyo, allí no son súbditos sino soberanos.
Pero, mientras que nos resulta relativamente fácil entender la bienaventuranza de Francisco, llamar ‘bienaventurados’ a todos los “Job” de la tierra y de la historia es una operación muy difícil y dolorosa, que raya el absurdo y habita en la paradoja. Pero si no incluimos también a Job en la bienaventuranza de los pobres, su alcance se reduce mucho y se transforma en ideología. Debemos llegar a entenderla y repetirla en la alegría de Asís pero también al lado de los ‘montones de estiércol’ donde viven y moran los pobres-como-Job. La bienaventuranza debe ser verdadera también para los que no han elegido la pobreza sino que simplemente la sufren. El Reino de los cielos es, tiene que ser, el reino de Francisco y el de Job a la vez. Pobres-por-elección junto a pobres-sin-más, todos hermanos, todos bienaventurados. Lo que nos hace bienaventurados no es sentirnos felices. La bienaventuranza nace de la condición objetiva de ser pobre. No es un sentimiento: es ser, habitar. No hay amistad más grande y verdadera que la que se da entre los pobres, entre los pobres-como-Francisco y los pobres-como-Job. Para encontrarla no hay más que ir a cualquier misión en Africa, pero también a la estación Termini o a la Ostiense de Roma, donde estos pobres distintos viven, se abrazan y ‘bailan’ juntos, distintos e iguales, ciudadanos del mismo reino.
Job nos decía en su libro, pagando un precio muy alto, que también el pobre puede ser justo e inocente. No olvidemos que en aquel mundo, como en el nuestro, la riqueza era signo de bendición y la pobreza de maldición. El evangelio encuentra a Job y a todos los pobres y les anuncia algo nuevo e inmenso: también sois bienaventurados”. Los estercoleros no desaparecen, pero a partir de ese día llega la bienaventuranza, rescatando una historia infinita de pobres condenados por las religiones de los ricos de ayer y de hoy.
La bienaventuranza de la pobreza puede llegar tarde, muy tarde, a la vida de las personas justas. A veces es la última bienaventuranza. Para atisbar otro reino es necesario caminar mucho, y si la vida nos hace nacer y vivir en la riqueza y en la abundancia de bienes y talentos, hace falta mucho esfuerzo, muchas pruebas y mucho dolor-amor para lograr alcanzar la bienaventuranza de la pobreza. Muchas veces hace falta toda la vida, y a veces ni siquiera ésta es suficiente, para volver al fin a ser pobres, hijos y ‘desnudos’ como vinimos al mundo y recitar la oración más grande: “Desnudo salí del seno de mi madre, desnudo volveré a él. El Señor me lo dio, el Señor me lo quitó, bendito sea el nombre del Señor” (Job 1,20-21). Hacerse pobre, volver a la pobreza, es posible. Las puertas del Reino están siempre abiertas y nos esperan.
Creer que la primera bienaventuranza es también para esos pobres que no han recibido un carisma para entender la felicidad de la pobreza elegida, es un mensaje de gran esperanza. Pocos pueden convertirse en pobres-como-Francisco. Pero todos podemos convertirnos en pobres-como-Job. Así pues, todos podemos habitar el reino, aunque sólo sea en los últimos años, meses o días de nuestra vida. Y cuando en la última hora nos hagamos finalmente pobres, el salario del reino también será para nosotros. “Bienaventurados vosotros, los pobres, porque vuestro es el Reino de los cielos”.
‘Regeneraciones’ ha sido un recorrido inesperado, imprevisto, sorprendente y, para mí, espléndido. Desde las virtudes y no-virtudes de las empresas hemos llegado a las bienaventuranzas, pasando por palabras olvidadas y humilladas. A partir del próximo domingo comienzo, con renovado valor (del Director y mío) el comentario de otro gran libro: el Qohélet, esperando nuevas sorpresas y nuevos cielos. Para esta nueva aventura cuento con la compañía y la ayuda de los lectores, co-creadores conmigo de estas citas dominicales. Y gracias a los que me han seguido hasta aquí.
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Es sólo que ese Reino diferente, donde los ricos no vienen porque no entienden, no lo veo, no quieren y no saben cómo llegar a ser pobre. Pero todos podemos encontrar el camino, incluso en los últimos días de nuestra vida. Regeneraciones/13 - Francisco y Job lo habitan juntos. 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Regeneraciones/13 - Francisco y Job lo habitan juntos. Igual que los niños
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 25/10/2015
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Pablo Neruda, La pobreza
El ‘sermón de la montaña’ lleva dos mil años intentando resistir a los ataques de todos aquellos que desde siempre han tratado de reducirlo a otra cosa, ridiculizarlo o transformarlo en un inútil ejercicio consolatorio. Esta lucha contra la sencilla radicalidad de las bienaventuranzas es muy evidente y fuerte en el caso de la bienaventuranza de los pobres.
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stdClass Object ( [id] => 17101 [title] => El don del segundo nombre [alias] => el-don-del-segundo-nombre [introtext] =>Regeneraciones/12 – Creyentes o no, los que trabajan por la paz encuentran al Padre
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 18/10/2015
“Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios”.
San Pablo, Carta a los Romanos, 8
Muchas son las guerras que se combaten en nuestro planeta, en nuestras ciudades y en nuestros barrios. Muchas y diversas son también las armas, que sólo causan heridas, muerte y destrucción. Los milenios pasan pero el hermano sigue diciéndole a su hermano “vayamos al campo".
[fulltext] =>Pero cada vez que restauramos la paz después de un conflicto, Abel vuelve a vivir, el Adam vuelve a pasear con Elohim por el jardín de la tierra, y nosotros podemos mirarnos a los ojos con plena reciprocidad y absoluta gratuidad. Cada vez que construimos y reconstruimos la paz, nuestra acción se extiende también a la creación, a la naturaleza, a la tierra. Pero cuando dejamos de ser guardianes y negamos la paz, también la tierra, los animales y las plantas son humillados, heridos y muertos. A pesar de ser inocentes, se ven arrastrados en el remolino de nuestra violencia. Podemos verlo cada día con mayor claridad.
Paz, shalom, es una gran palabra bíblica, una de las más repetidas, fuertes y exigentes. La primera alianza de Elohim con los hombres tenía como fin restablecer la paz-felicidad original negada, regenerar esa shalom primordial traicionada por el pecado de Caín y por los igualmente atroces pecados de sus hijos. Hizo falta un primer constructor de paz, Noé, para que el arco iris pudiera brillar de nuevo sobre la tierra, para posibilitar la recreación del mundo y de los hombres. Los constructores de paz siempre construyen arcas para salvar a una humanidad rota. Son justos que escuchan una llamada a dejar su tierra para salvar la tierra de todos. Si el mundo sigue vivo a pesar de todo el mal que generamos es porque Noé no ha dejado nunca de construir arcas. Los profetas y todos los “bienaventurados” de la historia han mantenido con vida el arco iris en el cielo porque no han dejado nunca de construir la paz en una tierra siempre regada por la sangre de los hermanos. Las manos de Noé y de los constructores de arcas de paz han sido más fuertes y creativas hasta ahora que las manos de Caín y de los armadores de barcos de guerra.
A los constructores de paz no se les promete la tierra ni la visión de Dios, ni tampoco la misericordia. A ellos sólo se les promete un nombre: “Serán llamados hijos de Dios”. Pero es un nombre inmenso, el más grande de todos los nombres, un nombre sólo para ellos. Los constructores de paz son los pacificadores, los que recomponen relaciones rotas, los que dedican su vida a resolver conflictos generados por otros. Dejan una vida tranquila para que otros puedan vivir su vida en paz. Sólo por vocación es posible ser constructor de paz, edificador de shalom bíblica. No es únicamente cuestión de generosidad ni de altruismo. Para arriesgar la propia vida por la shalom de otros (de todos) hay que escuchar una voz interior, fuerte y profunda, que llama. La construcción de la paz no es únicamente tarea, aunque ciertamente la construcción y la reconstrucción de la paz forman parte de nuestra tarea. No es fácil resistirse a esta voz, a esta llamada interior. Es una llamada eficaz, aunque no sepamos de dónde viene o de quién es esa voz. Para ser constructores de paz basta escucharla y responder.
Nuestro tiempo conoce muchas formas de guerra y por consiguiente conoce también muchas construcciones de paz. Pero si no vuelve a caer el diluvio universal y la vida sigue es porque dentro de las guerras alguien construye la paz, introduciendo en el cuerpo células estaminales que lo regeneran o al menos no lo dejan morir. Alguien que, mientras los lobbies de los juegos de azar combaten su guerra contra los pobres inermes, intenta rescatar alguna pieza de “caza”, montar hospitales de campo para los heridos, reunirse con sus generales para implorar una paz que nunca llega. También son constructores de paz los que sufren porque no logran construir una paz imposible, pero no por ello abandonan. Un constructor de paz impotente y fracasado sigue siendo constructor de paz. No sabemos si en el reino de los constructores de paz son más numerosos los que logran ver la paz tras sus acciones o los que se pasan toda la vida construyendo una paz que nunca llega. Así, mientras se multiplican las construcciones de muerte, mientras los gobiernos aumentan sus inversiones en armas y en salas de juegos, mientras se matan niños en las calles de Brasil y de muchos otros lugares, Noé sigue obedeciendo a la voz que le llama y vuelve a construir hoy su arca.
El Evangelio promete que a los constructores de paz les llegará el día de la bienaventuranza, el día en que se sientan llamados ‘hijos de Dios’. La bienaventuranza de los constructores de paz es un nombre pronunciado, consiste en sentirse llamados con otro nombre. Su felicidad estriba en oír la voz que pronuncia un nombre nuevo. En todas las bienaventuranzas nos sentimos llamados felices; pero el contenido mismo de la bienaventuranza de los constructores de paz es sentirse llamados por su nombre. Son llamados bienaventurados mientras son llamados con otro nombre.
En el mundo bíblico “hijo de Dios” era el nombre más alto, hermoso y grande que un ser humano podía recibir. Sin embargo hoy hay auténticos constructores de paz, de shalom, que no experimentarían felicidad alguna si alguien les llamara “hijos de Dios”, porque han perdido todo contacto con el humanismo bíblico o nunca lo han conocido. No obstante, la bendición-bienaventuranza es también para ellos, porque debe valer para todos los constructores de paz. Las bienaventuranzas son verdaderas para algunos si son verdaderas para todos aquellos que se encuentran objetivamente en una determinada condición. En esta universalidad está su profecía y su fuerza revolucionaria. Superan todas las fronteras y recintos de las religiones, de los credos confesionales y de las ideologías. En el reino de los bienaventurados hay muchos más habitantes que los que frecuentan las iglesias, las sinagogas, las mezquitas, los templos. Todos los puros de corazón deben ver a un Dios invisible, todos los que tienen hambre de justicia deben ser saciados, la tierra prometida es la tierra de todos los mansos. Todos los constructores de paz deben sentirse llamados “hijos de Dios” y experimentar la bienaventuranza-felicidad, también los que ya no saben qué significan estas palabras.
Las bienaventuranzas viven en la carne de las personas. Podemos, por mil motivos, no desear que nadie nos llame ”hijos de Dios” (quizá simplemente porque el Dios que conocimos era poco interesante, y no se desea ser hijo de alguien a quien no se estima). Pero si creemos en la verdad y el humanismo de las bienaventuranzas, todos los constructores de paz deben experimentar una felicidad especial al sentirse llamados por ese nombre, y deben poder entenderlo.
Si creemos en la promesa, debemos estar seguros de que llega un día en que los constructores de paz escuchan su nombre y descubren una filiación nueva y distinta. En medio de la buena y pacífica lucha por intentar construir la paz, junto al nombre que les dieron sus padres se desarrolla otro nombre. Se sienten re-generados por aquel que les ha llamado e intuyen que esa voz interior es otra madre, otro padre. Ya no se sienten huérfanos en su soledad. Si no estamos convencidos de la existencia de esta filiación distinta, podemos preguntar a los constructores de paz. Nuestro primer nombre lo aprendimos de tanto oírlo en boca de los que nos amaban (de niños descubrimos nuestro nombre porque alguien nos llama así). El nombre nuevo de la paz también lo aprendemos oyéndolo en boca de alguien que nos llama.
Los constructores de paz acceden a una dimensión profunda de la vida y reciben un segundo nombre. De sus luchas de paz y por la paz salen heridos pero con un nombre nuevo. Heridos y bendecidos. Como Jacob. La bendición es el don de un nombre nuevo. Y así posiblemente experimenten lo más grande que se puede experimentar en este mundo: descubrir que el propio espíritu está habitado por un espíritu más profundo, un espíritu que habla, que llama. Descubrir que albergamos un soplo que no hemos producido y que estaba allí esperándonos desde siempre. Descubrir que nuestro primer nombre ocultaba un segundo nombre, más profundo y totalmente gratuito. Si no sentimos este soplo al menos una vez en la vida, si no llegamos nunca a conocer nuestro segundo nombre, no alcanzaremos la verdad más profunda sobre nosotros mismos, la vida espiritual no comenzará y seguiremos toda la vida hablando con nuestro yo aunque lo llamemos Dios. La construcción de la paz a nuestro alrededor es fundamental porque se convierte en vía maestra para recibir este nombre nuevo, para re-conocernos.
Para terminar, hay una relación profunda entre la fraternidad y la construcción de la paz. En la fraternidad es donde nos descubrimos como hijos. Un día Jacob envió a su hijo José a ver cómo se encontraban sus hermanos que estaban lejos, cómo se encontraban de shalom (37,14). Por el camino un hombre le preguntó: "¿Qué buscas?". Le respondió: "Busco a mis hermanos". A los hermanos los encontró pero no encontró ni shalom ni fraternidad. Los hijos de Jacob, como sabemos, renegaron de su shalom y profanaron la fraternidad. No hay fraternidad sin shalom (es decisivo recordarlo precisamente mientras la tumba de José está ardiendo por la guerra de los corazones, las mentes y los cuchillos).
Pero entre todos los constructores de shalom existe una fraternidad espiritual. Son hijos de la misma llamada y por consiguiente hermanos y hermanas. Esta red universal de fraternidad es la que regenera cada día la tierra manchada por la sangre de los fratricidios, como anticipo de una nueva tierra que está por llegar, que aún gime en espera de la plena revelación de los constructores de paz. "Bienaventurados los constructores de paz, serán llamados hijos de Dios".
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Regeneraciones/12 – Creyentes o no, los que trabajan por la paz encuentran al Padre
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 18/10/2015
“Estimo que los sufrimientos del tiempo presente no son comparables con la gloria que se ha de manifestar en nosotros. Pues la ansiosa espera de la creación desea vivamente la revelación de los hijos de Dios”.
San Pablo, Carta a los Romanos, 8
Muchas son las guerras que se combaten en nuestro planeta, en nuestras ciudades y en nuestros barrios. Muchas y diversas son también las armas, que sólo causan heridas, muerte y destrucción. Los milenios pasan pero el hermano sigue diciéndole a su hermano “vayamos al campo".
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 11/10/2015
“En aquellos días danzará la doncella, y se alegrarán juntos viejos y jóvenes. «Yo cambiaré su luto en alegría, yo les consolaré y haré que sean felices, sin aflicciones»"
Jeremías, 31,13
La felicidad que prometen las bienaventuranzas no es la misma que promete y promueve nuestra cultura. La felicidad de las bienaventuranzas tiene poco que ver con el placer. No se debe al eu (buen) daimon, sino que brota del dolor. También podemos encontrar placer en las cosas de la vida, pero siempre que la búsqueda del placer no se convierta en la única cosa de la vida. Porque si confundimos la felicidad con el placer, no tendremos ni lo uno ni lo otro.
[fulltext] =>Las bienaventuranzas son una ‘forma de vida’, otro ya. Son una propuesta concreta y un juicio acerca de nuestra justicia y nuestra injusticia, nuestros abrazos y nuestros muros, nuestras indiferencias y nuestras consolaciones. El que cree en la verdad de las bienaventuranzas, ve concretamente a los pobres, a los dóciles y a los puros y los llama felices, bienaventurados. Y además desea vivir en su Reino.
La bienaventuranza de los afligidos, la felicidad de los que lloran, parece la más paradójica de todas. Parece más propia del último día que de nuestros días penúltimos. ¿Qué felicidad puede haber en el llanto? El llanto bíblico no está hecho de lágrimas de alegría, ni tampoco de las falsas lágrimas que provocan con ánimo de lucro algunos espectáculos televisivos. Son las lágrimas de los afligidos, el llanto desesperado del duelo, la separación y el fracaso. Son las lágrimas derramadas por los hijos que han cometido errores y no vuelven a casa, o las que vertemos cuando no conseguimos impedir que un hermano o un amigo eche a perder su vida. Son las lágrimas de las guerras, las de demasiados pobres aplastados y oprimidos, las de los que pierden el trabajo, las de las traiciones. Pero también son las del arrepentimiento y el perdón, las del dolor por la conversión propia y ajena. Todas las lágrimas de las bienaventuranzas son tremendamente serias. En la Biblia aparece muchas veces la experiencia del llanto. Vemos llorar a los patriarcas, a los reyes, a Job. Vemos llorar a Jesús por el amigo muerto, por Jerusalén. Es posible que su último grito de abandono fuera también un grito de llanto. También los salmos están llenos de lágrimas fecundas.
Las lágrimas constituyen el primer lenguaje humano. Podemos hablar lenguas muy diversas, creer en Dioses distintos, tener costumbres y culturas muy distantes; pero todos entendemos el lenguaje del llanto, todos sabemos descifrarlo inmediatamente. Los hombres, las mujeres, los pueblos, empezaron a conocerse llorando. Tal vez trabajando como emigrantes, cuando John no entendía la lengua de Sergei pero podía consolarlo mientras lloraba con la mirada fija en la arrugada foto de su esposa y sus hijos que se hallaban lejos. O tal vez en la trinchera, cuando Lapo no entendía casi ninguna de las palabras de Carmelo, pero las lágrimas que se les caían a ambos dialogaban y se entendían perfectamente.
No todos somos perseguidos por causa de la justicia, no todos somos dóciles, pero todos lloramos. La felicidad del que llora es una promesa universal, que alcanza a todos los seres humanos en su condición más esencial, radical, cotidiana y desnuda. Esto vale para todos los seres humanos: mujeres, hombres, viejos, niños y niñas. Al llamar bienaventurados a los afligidos, Jesús proclama bienaventurados a todos los hombres y mujeres de la historia y de la tierra. Entramos en el mundo llorando y muchas veces el llanto mudo es nuestra última palabra antes de dejarlo. Como nos enseña Job, también los animales, los árboles, la tierra y los gusanos lloran. En el mundo hay lágrimas no humanas. Existe un sufrimiento de la naturaleza, la dolorosa espera de una consolación, el grito de la creación. Cuando logramos escuchar un eco suyo, accedemos a una dimensión más profunda de la vida, descubrimos una fraternidad cósmica y cantamos con Francisco, el de ayer y el de hoy, de nuevo Laudato Si’. Y sentimos la necesidad de ver cómo llega el consuelo a los seres humanos, pero también a la tierra humillada y ofendida, a los animales aplastados sin respeto, a las especies vivientes que mueren cada día. Sentimos que tiene que existir un consuelo para las lágrimas del mundo, tiene que llegar un consolador, un rescatador, un Goel. No nos hacemos plenamente humanos hasta que no comenzamos a sufrir por el no-advenimiento de estas consolaciones. Un sufrimiento que, una vez comenzado, crece con nosotros y no acaba nunca.
La bienaventuranza que se encuentra dentro del llanto se llama consuelo: “Serán consolados”. La palabra griega que nosotros traducimos como ‘consuelo’ es parakaleo, que indica la figura del que está cerca de la víctima, como un abogado, para defenderla de su acusador. Así pues, la bienaventuranza consiste en la experiencia del consuelo que llega. Descubrir una presencia real que nos consuela cuando lloramos. Con el consuelo dejamos de llorar o lloramos de otro modo. En esta bienaventuranza, a diferencia de las otras, la felicidad está en el cambio de condición que genera la propia bienaventuranza. Los mansos, los misericordiosos, los constructores de paz, los pobres, los que tienen hambre y sed de justicia, siguen en la misma condición después de cumplirse la promesa. No dejamos de ser pobres por estar en el Reino de los cielos, o de ser misericordiosos cuando encontramos misericordia, o de construir la paz cuando nos sentimos llamados “hijos de Dios”. En cambio, cuando en medio de nuestro llanto y nuestra desesperación nos alcanza el consuelo, el llanto se reduce, cambia de tono, y empiezan a enjugarse las lágrimas. Todos conocemos la bienaventuranza que se encierra en las lágrimas. Está inscrita en el ADN moral de los seres humanos. El yugo de la vida sería insoportable si en medio de las lágrimas no encontráramos también consuelo.
El primer consuelo está en la experiencia misma de poder llorar. Cuando alguien ya (o todavía) no puede llorar, su sufrimiento es inconsolable. Muchos arrepentimientos, por ejemplo, comienzan con un profundo e irrefrenable llanto. Se trata de un llanto distinto, del que sólo podemos conocer su dolor y su típica bienaventuranza cuando surge. Cuando llega el momento del arrepentimiento, de ‘volver a casa’, casi siempre el primer movimiento es un llanto incontenible. No es el mismo llanto para todos, pues cada cual llora a su manera. Pero es un llanto bienaventurado, el comienzo de una nueva vida. Nos sentimos llamados bienaventurados mientras lloramos: “Eran lágrimas de felicidad, nacidas del despertar del ser moral dormido en él desde hacía años” (L. Tolstoi, Resurrección). Antes de ‘levantarse’ para ‘volver’ junto a su padre, el hijo pródigo comienza su regreso con un gran llanto. Dentro del infierno se abre un claro de paraíso. La simple posibilidad de poderlo alcanzar por fin ya es paraíso. El camino a casa ya es casa.
Todas estas lágrimas no son más que bienaventuranza, regeneración. Lágrimas dolorosas, salvíficas, tremendas y maravillosas a la vez. Afligidos y felices. Este llanto se convierte en un medio para descubrir y conocer dimensiones más profundas de la vida. Si quieres conocer de verdad a alguien, sal a su encuentro y escúchale cuando llora por un arrepentimiento, por un perdón, por una conversión. Los grandes perdones, sobre todo entre hermanos y entre amigos, se realizan llorando juntos en abrazos infinitos e intemporales: “José dijo a sus hermanos: «Vamos, acercaos a mí». Se acercaron, y él continuó: ‘Yo soy vuestro hermano José, a quien vendisteis a los egipcios’ (…) Echándose al cuello de su hermano Benjamín lloró. También Benjamín lloraba sobre el cuello de José. Luego besó a todos sus hermanos, llorando sobre ellos” (Génesis 45, 4-15).
Hay otra forma de consuelo-bienaventuranza. Es la que nace de la posibilidad de llorar con alguien que acompaña nuestro dolor. Con-dolerse, com-padecerse, es una forma especial de felicidad. Para muchos, cuyo único ‘pan’ en la vida son las lágrimas y el dolor, compartir el dolor y mezclar las lágrimas con las de un amigo es la única felicidad. En estas aflicciones, el consuelo que llega tiene la cara concreta del amigo que se inclina sobre nuestro dolor. Si hay demasiadas aflicciones no bienaventuradas es también porque faltan consoladores, amigos capaces de compartir el llanto. Faltan demasiados consoladores para el llanto sin consuelo que abunda a nuestro alrededor. Muchas lágrimas podrían consolarse y enjugarse, muchas depresiones podrían acompañarse y muchas soledades podrían llenarse, si nos viéramos en el papel de consoladores y no en el de los que esperan consuelo. Falto yo en el excesivo dolor sin consuelo del mundo. Cada bienaventuranza es también una invitación dirigida a nosotros directamente, a ti y a mí. La primera tierra prometida es la de la casa que comparto con el que no tiene casa; el primer consuelo para el llanto del otro es mi llanto solidario.
Otro consuelo especial y lleno de misterio es el de la poesía, la literatura y el arte. El poeta, el escritor y el pintor, con su obra, pueden alcanzar a los desesperados de la tierra y consolarlos, creándolos. Los hacen bienaventurados haciéndose próximos a ellos, compañeros de camino. Las historias más grandes no necesitan final feliz, porque la desesperación, cuando el artista la ve y la ‘toca’, ya es felicidad. El arte también nos da estas bienaventuranzas.
Pero hay un consuelo más para los afligidos. Es el que llega como un ‘ángel’. En este caso no es un amigo el que consuela. Es el paráclito, que viene como ‘padre de los pobres’. Es espléndido que en la Biblia el primer ángel que viene a la tierra lo haga para consolar a Agar, una esclava expulsada al desierto por su señora. La primera teofanía y la primera anunciación son para ella (Génesis 16). Las anunciaciones, las teofanías, la salvación de los niños, muchas veces acontecen en el culmen de una gran aflicción, cuando un ángel nos alcanza donde nadie más podía alcanzarnos, y nos consuela. Es el consuelo del espíritu, del paráclito consolador que nos resucita mientras morimos en las cruces. Es el consolador perfecto, que nos calienta, endereza y empapa. Si conseguimos levantarnos cada mañana, cuando la noche anterior pensábamos que no podríamos, es porque el paráclito actúa y besa la herida de nuestra alma mientras aún dormimos y soñamos, curándola. No todos sabemos o no todos queremos hacer experiencia de Dios. Pero muchos, quizá todos, hemos encontrado alguna vez en la vida este espíritu consolador. O lo encontraremos en un futuro llanto. Es una promesa. “Bienaventurados los que lloran, serán consolados”.
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Regeneraciones/11 – Todos experimentamos el sufrimiento y todos podemos resurgir
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 11/10/2015
“En aquellos días danzará la doncella, y se alegrarán juntos viejos y jóvenes. «Yo cambiaré su luto en alegría, yo les consolaré y haré que sean felices, sin aflicciones»"
Jeremías, 31,13
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 04/10/2015
“¡Ay de mí, si soy culpable! Y aun siendo inocente, no levanto la cabeza, saciado como estoy de ignominia, borracho de aflicción."
El libro de Job, 10,15.
El hambre y la sed adquieren múltiples formas. Hay un hambre de comida y una sed de agua, pero también hay hambre y sed de belleza, verdad, amor y oración. La sed y la falta de pan causan sufrimiento y muerte. Pero también se puede sufrir y a veces morir cuando los hospitales y las escuelas se convierten en lugares feos, cuando vivimos en sitios llenos de mentira, cuando no amamos ni somos amados, cuando en los momentos duros de la vida buscamos en nuestro interior recursos espirituales que no encontramos, incapaces de escuchar y dialogar con el espíritu que nos habita y nos alimenta.
[fulltext] =>Todas estas carencias son distintas pero igualmente decisivas. Somos animales simbólicos y meta-físicos. Para vivir necesitamos distintos tipos de alimentos y aguas. Esta pluralidad de nutrientes hace que el homo sapiens sea un habitante especial del planeta, que puede morir de hambre en medio de la opulencia de alimentos y viandas, y también puede saciar su sed con sustancias invisibles.
Si únicamente tuviéramos en cuenta los alimentos que sacian y apagan la sed del cuerpo, estaríamos desperdiciando decenas de miles de años de historia evolutiva, desde que comenzamos a desear otras estrellas distintas a las nocturnas, a escuchar las voces y los sonidos de las montañas y nubes, a llenar las cuevas con dibujos y símbolos “inútiles” para la caza y la pesca, a cantar y quizás a componer versos, a mirarnos a los ojos y amarnos no sólo para reproducirnos. Cuando a los seres humanos se les quita o se le niega el deseo de estos alimentos distintos, reduciéndolos a meros consumidores o buscadores de mercancías en lugar de estrellas, terminamos pareciéndonos demasiado a nuestros comunes antepasados y dejamos de cantar el salmo: “Lo hiciste poco inferior a Elohim” (8). Tenemos un hambre y una sed que no puede saciarse en ningún hipermercado. Cuando las cosas y el dinero consiguen saciar toda nuestra hambre y nuestra sed, la dignidad de la humanidad retrocede y entra en peligro de extinción, pues volvemos a cambiar a un pobre por un par de sandalias (Amós), o a vender a un hermano como esclavo de los mercaderes que viajan a Egipto (Génesis). La expansión, el desarrollo de la existencia humana, consiste paradójicamente en ampliar las formas de hambre y de sed. Venimos al mundo anhelando un seno materno y podemos abandonarlo deseando una leche que sólo la eternidad nos puede dar.
Pero hay un hambre y una sed que no nos hacen daño ni nos matan. Son las que el Evangelio asocia nada más y nada menos que a una forma de felicidad, a una bienaventuranza. Hay sedientos y hambrientos bienaventurados. Son los que tienen “hambre y sed de justicia”. La justicia puede ser alimento y agua. Puede alimentar como un pan recién horneado y apagar la sed como un fresco manantial de montaña.
También los hambrientos y sedientos de justicia experimentan una carestía. También ellos son pobres, indigentes. Los deseos nacen de la “ausencia de estrellas” (de-sidera). El padre de todo eros es la penuria (Penia). Esta hambre y esta sed, como todas las demás, se sienten y se viven en el cuerpo. El hambre y la sed son experiencias, no ideas. Son palabras encarnadas, que toman forma en nuestra carne. Como ocurre con todas las palabras encarnadas, para saber qué significa la palabra “hambre” necesitamos experimentar por primera vez el hambre de una forma concreta y consciente.
Hay dos tipos de hambre y de sed. Una, cotidiana, sana y buena, vinculada al ritmo normal de las comidas, que no causa sufrimiento alguno y que únicamente espera ser saciada. La otra es el hambre y la sed de la carestía que millones de personas sigue padeciendo hoy, donde la comida no llega a ser suficiente para saciar el hambre ni el agua para calmar la sed; donde el pan de cada día es el hambre y la sed. Un hambre y una sed que no se sacian nunca.
Hay un hambre y una sed de justicia que muchos, quizá todos, notamos cada día, simplemente cuando vivimos y cultivamos nuestro sentido de la justicia. Pero la bienaventuranza adquiere todo su esplendor durante las carestías y las injusticias. Muchas personas consiguen no morir en las dictaduras, en los lagers, en los gulags, en las cárceles donde han terminado simplemente por ser pobres e indefensas, en trabajos equivocados e inmerecidos, porque su hambre y su sed de justicia las alimenta. El corazón de esta espléndida bienaventuranza es la transformación de una carencia en alimento. La justicia, por ser un bien primario que está en la base de todo bien común, es un bien muy especial, y el sufrimiento por su ausencia se convierte en pan y agua. Ocurre como en la lucha entre Hércules y Anteo. Cuantas más veces arrojaba al suelo el fortísimo Hércules a su adversario, más fuerte se levantaba Anteo, porque era hijo de la tierra (Gea). Hércules, que desconocía esta filiación, hacía a Anteo invencible simplemente luchando contra él.
A los hijos de la justicia, cuanto más se les niega ésta en el combate, más les alimenta, porque en ellos aumenta el deseo de lo negado y con él la energía y la fuerza para luchar. Los que luchan por una causa justa se hacen más fuertes cuanto mayor es la injusticia; su energía aumenta junto a la sed y al hambre de la justicia negada. En cambio, si durante estas carestías perdemos el contacto con el deseo de justicia y dejamos de sentir su hambre y su sed típicas, morimos. Como en el mito. Hércules sólo logra matar a Anteo cuando le levanta de la tierra y le separa de la fuente de su fortaleza invisible e imbatible. Somos derrotados y estrangulados en las batallas contra las injusticias cuando dejamos de anhelar la justicia y de sentir hambre de este pan de vida y sed de estos ríos de agua viva.
¿Qué saciedad promete entonces el Evangelio (“… porque serán saciados”), si el pan de los que buscan la justicia está en su ausencia? ¿Cómo puede apagar la sed un agua que todavía no existe?
Sin salir de nuestra vida y nuestra historia (las bienaventuranzas son palabras pronunciadas aquí y ahora, y perderíamos mucho, demasiado, de su profecía si postergáramos su cumplimiento al final de los tiempos), podemos comprender que la saciedad de la justicia nace precisamente mientras sufrimos por su indigencia. La saciedad que sentimos cuando luchamos para liberar a alguien de estructuras de injusticia (salvar a una víctima de los juegos de azar o de las mafias, intentar sacar de la cárcel a un inocente, rescatar a un amigo que ha entrado en una espiral de deudas sin tener culpa…) es ya bienaventuranza. Si no sentimos y descubrimos las bienaventuranzas en medio de la buena batalla, no las descubriremos nunca, porque la vida es la que genera “en directo” esta forma sublime de felicidad. Si no oímos la voz que nos llama “bienaventurados” mientras sentimos con fuerza el hambre y la sed de justicia, no tendremos fuerzas para seguir luchando y moriremos de hambre y de sed. El primer motor de la historia de los justos es la felicidad dentro del sufrimiento. Los justos se alimentan de la diferencia entre la justicia que nos gustaría y la que tenemos. Recuerdo a un joven que tomó un pequeño bidón de hojalata de un basurero, lo convirtió en la caja de un violonchelo y se puso a tocar a Bach.
Cuando oímos resonar en el templo del alma la palabra “bienaventurados”, no todos pensamos que es un Dios el que habla. Hay personas (muchas) de creencias distintas que se alimentan de las mismas luchas por la justicia. Así pues, hay muchas y variadas voces que nos llaman “bienaventurados”. Hay todo un coro de voces que canta en la tierra “bienaventurados vosotros”. Los justos se sacian con el agua de la fuente pública del pueblo, que apaga la sed de todos, sin saber dónde está la fuente de ese agua. Cada día la tierra de los justos es regada y alimentada por todas las voces que susurran dentro de nosotros: “feliz”, “bienaventurado”, “ánimo”, “has hecho bien”, “estás combatiendo una buena batalla”. Una bienaventuranza que sacia, apaga la sed y a veces embriaga con una alegría distinta pero muy fuerte. Una bienaventuranza que se advierte con más fuerza y claridad al cruzar la mirada con otros justos que luchan a nuestro lado. Sólo con mil voces distintas todos los justos pueden sentirse llamados “bienaventurados”. A los constructores de Babel les basta una sola lengua, pero en el Pentecostés de los justos hay muchas lenguas, todas distintas y todas iguales.
De aquí nace una gran esperanza. En el mundo hay muchas más bienaventuranzas que las que los justos logran llamar con ese nombre. La justicia nos acompaña a todos en nuestras buenas batallas. No atravesamos solos estos desiertos. Nuestros corazones están habitados por muchas voces que nos alimentan llamándonos “bienaventurados” de mil maneras. El cielo, junto con el rocío, nos da un maná que nos alimenta todas las mañanas del mundo. Muchos nos preguntamos asombrados: “¿qué es?” y no podemos responder si los profetas no nos lo explican. Pero lo verdaderamente importante es que los justos estén nutridos por dentro, que se sientan saciados en la indigencia, que puedan vivir en medio de las infinitas carestías de justicia. Los pobres, y por consiguiente los hambrientos y sedientos de justicia, siempre estarán con nosotros, y con ellos siempre tendremos sus bienaventuranzas.
Multitud de justos sienten en el alma una voz que les llama “bienaventurados”, aunque no hayan leído nunca el Evangelio, o lo hayan olvidado. Un “reino de los cielos” habitado únicamente por residentes con pasaporte y no por prófugos, refugiados y migrantes, sería demasiado pequeño. Su cielo sería demasiado bajo, sus horizontes demasiado estrechos. El Reino de los cielos debe ser el reino de todos los justos, cada uno con su lengua distinta y todos nutridos por el mismo alimento, saciados por la misma agua. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, serán saciados”.
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Regeneraciones/10 – Están escritas en la vida de los justos, igual que en el Evangelio
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 04/10/2015
“¡Ay de mí, si soy culpable! Y aun siendo inocente, no levanto la cabeza, saciado como estoy de ignominia, borracho de aflicción."
El libro de Job, 10,15.
El hambre y la sed adquieren múltiples formas. Hay un hambre de comida y una sed de agua, pero también hay hambre y sed de belleza, verdad, amor y oración. La sed y la falta de pan causan sufrimiento y muerte. Pero también se puede sufrir y a veces morir cuando los hospitales y las escuelas se convierten en lugares feos, cuando vivimos en sitios llenos de mentira, cuando no amamos ni somos amados, cuando en los momentos duros de la vida buscamos en nuestro interior recursos espirituales que no encontramos, incapaces de escuchar y dialogar con el espíritu que nos habita y nos alimenta.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 27/09/2015
“Todo lo que no se regenera, degenera"
Edgar Morin, Educación capacidad de futuro
Existe una justicia del ya y una justicia del todavía-no. La justicia crece, evoluciona e involuciona con el tiempo, en base al sentido moral de cada persona, civilización o generación. El primer motor para ampliar el horizonte de la justicia y por consiguiente de la humanidad se pone en marcha cuando los individuos y las comunidades dicen una y otra vez “no es justo”.
[fulltext] =>La mayor parte de las personas emiten sus juicios acerca de lo que es y no es justo en base a la diferencia entre lo que observan y la justicia que está codificada en las leyes o en las costumbres de un pueblo. La aprobación de lo justo y la desaprobación de lo injusto son la base para construir la justicia de nuestra vida.
La primera persecución que sufren los que practican la justicia se produce en la convivencia con personas que no aman la justicia y buscan la injusticia, incluso cuando la injusticia viene de considerar las cosas “justas” o “injustas” de forma equivocada. El mercado está lleno de estas persecuciones. Hay empresarios rectos y honrados que tienen que sufrir mucho, desde todos los puntos de vista, tan solo por operar en sectores en los que el sentido de la justicia que tiene la mayoría está completamente dominado en razón de los beneficios. Las empresas honradas viven gracias a la honradez de sus trabajadores, clientes, proveedores y competidores. La falta de honradez y las injusticias de sus interlocutores contaminan su aire y su tierra, evitando que lleguen los frutos. La virtud más grande que se les exige, ayer, hoy y siempre, a los empresarios justos es la de resistir cuando encuentran a su lado personas e instituciones injustas. Se trata de verdaderas persecuciones y los que resisten sin ceder deben ser llamados “bienaventurados”.
La experiencia de la justicia y la injusticia, además de informar nuestro comportamiento, puede llevarnos a actuar con el fin de reducir o eliminar la injusticia que hay a nuestro alrededor. Entonces, se experimenta otra forma de persecución. El pasado y el presente de la humanidad nos muestran una multitud de perseguidos por causa de la injusticia que se perpetra en otras personas o en el mundo. Al igual que ocurre con la misericordia, lo primero que nos impulsa a reaccionar contra las injusticias que vemos no es el deseo de altruismo o filantropía. Es algo mucho más radical, que se mueve dentro de nuestras vísceras y que al principio se parece más al eros que al don. Después, sólo después de este sentimiento primero, se ponen en marcha la inteligencia y la racionalidad, al servicio del corazón indignado. Uno se encuentra metido dentro de una persecución a causa de la justicia por seguir una indignación, por obedecer a una lógica distinta a la del cálculo coste-beneficio.
El primer estímulo que nos hace reaccionar contra una injusticia es una forma verdadera y profunda de dolor. Nos encontramos mal, sentimos un dolor moral e incluso físico y eso hace que, a veces, nos pongamos en movimiento. Sin experimentar dolor por un mundo que nos parece injusto, no puede nacer ningún sentido de la justicia. Ese dolor también puede surgir cuando el objeto de la injusticia no son los seres humanos sino los animales, la tierra, el agua o la naturaleza, porque el dolor por la injusticia del mundo es más grande que el dolor humano. Mientras haya personas que cultiven un sentido moral de la justicia y mientras los seres humanos tengan una vida interior que les haga capaces de sentir ese especial tipo de sufrimiento moral, siempre habrá indignados por las injusticias capaces de luchar para reducirlas, perseguidos por los que sacan provecho de esos comportamientos injustos.
Pero hay un tercer tipo de persecución (y algunos más, ciertamente). Es la persecución por causa de la justicia del todavía-no.
Algunas personas tienen el don de ver, sufrir y luchar por una justicia que todavía no se reconoce como tal en la sociedad en la que viven. No se limitan a denunciar las violaciones de la justicia reconocida por su generación. También hacen eso, pero han recibido como don unos “ojos del corazón” distintos, que les permiten ver y buscar una justicia que las leyes y la conciencia colectiva todavía no reconocen. Pero ellos la ven, sufren y actúan. Son perseguidos por causa de una justicia que todavía no existe. Padecen por injusticias que los demás no sienten como tales, porque la tradición, la vida, la naturaleza de las cosas, las considera normales. Sienten en sus carnes que en el mundo hay una injusticia que se esconde detrás de lo que la ley no prohíbe e incluso a veces promueve. Después comienzan procesos de denuncia, de liberación, y la persecución se presenta puntual. Están en contra de algunas leyes, no sólo las que defienden bajos intereses inicuos, sino también otras aprobadas en nombre de la justicia. Las leyes, al igual que los zapatos y la ropa, también se quedan pequeñas y hay que cambiarlas, ya que en caso contrario, dejan de taparnos y nos hacen daño.
Los que buscan la justicia del todavía-no siguen realizando en la historia una función profética. Los profetas reciben una mirada capaz de ver injusticia donde otros siguen viendo justicia, de llamar injusto a lo que otros llaman justo, de experimentar un sufrimiento que la sociedad no entiende, de luchar por cosas que a otros les parecen inútiles o negativas, de reconocer derechos y deberes antes de que sean evidentes para todos. Las persecuciones por causa de la justicia del ya logran suscitar la empatía y la compasión de muchos ciudadanos humanitarios y justos. En cambio, las persecuciones por causa de la justicia del todavía-no tienen lugar en la soledad, que es un rasgo específico de esta justicia distinta. Nadie hace marchas nocturnas, ni procesiones con velas, ni huelgas de hambre, por las primeras batallas por la justicia todavía invisible. Los profetas siempre están solos.
La justicia del todavía-no es fundamental para el desarrollo moral de los pueblos, al igual que son fundamentales los profetas. Detrás de todo derecho, hoy reconocido y tutelado, alguien sufrió ayer por su ausencia, se indignó y se sintió mal por una injusticia que todavía no era considerada como tal. De aquel dolor del alma surgió una acción colectiva, y llegaron las persecuciones. En la tierra de los justos hay alguien que, como los antiguos padres mercedarios, se siente llamado a hacer un “voto de redención” para liberar a los esclavos de la justicia del ya, ocupando su lugar.
Así va creciendo el sentido moral de todos, que desplaza hacia delante la frontera de la justicia. De vez en cuando deberíamos recordar a nuestros hijos y a nosotros mismos las historias y el dolor que se esconde tras los artículos de nuestras constituciones y nuestras leyes. La memoria colectiva también mantiene vivo y vigilante nuestro sentido moral y, cuando ésta se debilita, las comunidades van hacia atrás, se trivializa el dolor de los mártires por la justicia y se ultraja su sangre derramada. Cada vez que la historia retrocede en el campo de la justicia (como muchas veces hemos visto, y seguimos viendo), lo primero que se elimina es la “diferencia” entre los hechos que observamos y nuestro sentido moral. Se hace normal despedir a alguien por su “raza”, falsificar la contabilidad de la empresa, levantar muros donde los padres dieron la vida para derribarlos (los muros, estén hechos de cemento, de alambre o de miradas, son siempre iguales).
Así pues, el primer acto que deben realizar los que aman la justicia es cultivar y alimentar el sentido moral en los niños y en los jóvenes. Empezando por la escuela, donde reducir el peso de la historia, la literatura y la poesía en nombre de técnicas “útiles” significa disminuir en la generación futura el sentido de la justicia y la indignación por la injusticia. Para poder esperar en la justicia económica y en las técnicas de construcción de las “máquinas”, debemos aumentar en las escuelas y universidades “técnicas” las disciplinas humanísticas,.
Es más: las persecuciones de los profetas no vienen sólo de los injustos y malvados. También llegan de los “justos del ya”. Muchas veces, los que buscan la justicia del ya se convierten en perseguidores de los “justos del todavía-no”. Los escribas y fariseos, los amigos de Job, el Sanedrín, eran por lo general personas e instituciones que creían y defendían la justicia de su tiempo: “Si vuestra justicia no es mayor que la de los escribas y fariseos…”. Son justicias distintas, la segunda perseguidora de la primera.
La incomprensión por parte de los miembros buenos y justos de la propia comunidad es típica de toda experiencia profética. Se crean fracturas, a veces verdaderas persecuciones, dentro del mismo “pueblo de justos”, porque la justicia del todavía-no parece todavía injusta, ingenua, imprudente y dañina para los que buscan la justicia del ya. Esta persecución concreta, este “fuego amigo”, es uno de los mayores sufrimientos de los buscadores de la justicia del todavía-no, pero es un sufrimiento inevitable en el avance de la justicia sobre la tierra.
Algunas veces los justos del ya, en un encuentro decisivo con la justicia del todavía-no, logran entender que su justicia debe abrirse a un “más allá” para no convertirse en injusta. Así es como Saulo, perseguidor en nombre de su justicia según la ley, se convierte en Pablo perseguido por causa de una justicia nueva. Comprendemos que nuestra justicia debe morir para resucitar, debe regenerarse. Ya no basta dar el manto, perdonar siete veces, caminar una milla con el hermano. Sentimos que no somos justos si no damos también la túnica, si no caminamos una segunda milla y si el perdón no se convierte en infinito, para todos y para siempre. Nuestras injusticias envejecen, mueren muchas veces y muchas veces deben resucitar para después aprender de nuevo a morir.
El Evangelio aúna la bienaventuranza de los perseguidos por causa de la justicia y la de los pobres: de ambos es ya “el Reino de los cielos”. Existe una amistad, una hermandad, entre los pobres y los perseguidos por causa de la justicia. Ambos son pobres, ambos son perseguidos por causa de la justicia. Si no lo eran antes, los que buscan la justicia se convierten en pobres como consecuencia de las persecuciones. Y las pobrezas son también persecuciones que nacen de la justicia negada, la del ya y la del todavía-no.
Nos hace falta la justicia del ya, pero más falta nos hace aún la justicia del todavía-no. Hay demasiados pocos profetas. “Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, de ellos es el reino de los cielos”.
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Existe una justicia del ya y una justicia del todavía-no. La justicia crece, evoluciona e involuciona con el tiempo, en base al sentido moral de cada persona, civilización o generación. El primer motor para ampliar el horizonte de la justicia y por consiguiente de la humanidad se pone en marcha cuando los individuos y las comunidades dicen una y otra vez “no es justo”.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 20/09/2015
“Entre todos aquellos rizos al viento y aquellos rubios corimbos, su plateada cabeza parecía decir temblorosa: niños, sí... pequeños, sí... Y los niños buscaban festivos, a veces con un alborozado grito, las trémulas manos y la cabeza, que sólo tenían de vivo aquel pobre sí."
Giovanni Pascoli, La abuela
Las bienaventuranzas no son virtudes. No son un alegato ético sobre las acciones humanas. Son el reconocimiento de que en el mundo existen los pobres, los mansos, los puros de corazón, los que lloran, los perseguidos a causa la justicia, los misericordiosos. Y a todos ellos los llama ‘felices’.
[fulltext] =>Las bienaventuranzas son sobre todo una revelación. Revelar es quitar el velo para ver una realidad más profunda y verdadera. El evangelio no nos presenta una ética de las virtudes (que ya existía); nos da y nos revela el humanismo de las bienaventuranzas (que todavía no existe y por consiguiente siempre puede llegar). Si entendiéramos y viviéramos la lógica de las bienaventuranzas, saldríamos a los caminos, a las plazas, a las empresas y a los campos de acogida, miraríamos a nuestro alrededor y repetiríamos con Jesús de Nazaret y como él: “Bienaventurados, bienaventurados…”.
Hay demasiados puros de corazón, perseguidos a causa de la justicia, pobres y humildes, que todavía esperan que alguien les llame ‘bienaventurados’. No sabemos que somos bienaventurados hasta que alguien nos ve, nos reconoce y nos llama por este espléndido nombre. Cuando Moisés bajó del Sinaí con las nuevas tablas de la Ley no sabía que su rostro se había vuelto radiante (Éxodo 34,29). Fue su pueblo quien le reveló la presencia de aquella luz especial. La luz en el rostro y la felicidad aparecen dentro de una relación. Comenzamos a descubrir que somos felices en medio de las pobrezas, las persecuciones y los llantos propios y ajenos, cuando alguien que nos ama nos lo dice, nos lo recuerda. Las bienaventuranzas más importantes son las de los otros. Las nuestras sólo se despiertan cuando se las llama por su nombre.
La mansedumbre existe, la vemos todos los días, nos da vida y, gracias a ella, también damos vida a los que nos rodean. A los mansos se les reconoce en primer lugar por la ternura. Los mansos desarrollan una amistad especial con las manos. Etimológicamente, la palabra latina se refiere a la docilidad con que los corderos dejan que el pastor les pase la mano por el dorso. Esta ternura está en las antípodas de la ternura romántica y almibarada que inunda los programas de televisión y los anuncios publicitarios. Los dóciles conocen el sublime canto espiritual de las manos.
En primer lugar, son dóciles a la acción de la mano que los trabaja, saben dejarse trabajar. Esta es la primera dimensión de la mansedumbre: saber quedarse quietos y ser flexibles, sobre todo en esos días en los que la mano de la vida se deja sentir con mayor intensidad. Para reconocer a los mansos es necesario observarlos en los momentos de enfermedad, en las pruebas y, sobre todo, en el encuentro con la muerte. La mansedumbre es una ayuda fundamental en los abandonos, los lutos y los desiertos interiores y exteriores, cuando debemos ofrecer dócilmente nuestro cuerpo, como el cordero, para que la mano del pastor haga su tarea. No la nuestra. La mansedumbre es lo contrario de la pasividad. Es un trabajo continuo, tenaz y perseverante. La mansedumbre es también la bienaventuranza de los pobres, que logran estar y vivir en condiciones imposibles para los que no son mansos.
Muchas veces encontramos la mansedumbre en los ancianos, en los viejos. La mansedumbre del corazón se parece a la blandura de la fruta madura, que realiza su diseño convirtiéndose en alimento para los otros, cayendo y nutriendo la tierra. En los viejos, sobre todo en las viejas, he encontrado los ojos más dóciles. Sólo esos ojos tienen los espléndidos y luminosos colores del último otoño.
No es extraño que una persona revele toda la mansedumbre que llevaba escondida (también para sí misma) en la última fase de la vida, en los últimos días, en la última hora. Cuando se pone con docilidad bajo en manos de los enfermeros y los médicos, dando vueltas en la cama, aceptando mansamente la mano que pasa durante la vigilia en las últimas noches infinitas. O cuando conseguimos, gracias a un don imprevisto, divisar la mano del ángel de la muerte y reconocerla como la mano buena y amiga del pastor, y nos dejamos abrazar y acariciar por ella en el último abrazo-danza de la vida. La primera tierra que hereda el manso es el pequeño terruño que le acoge, benigno y hermano, cuando al fin vuelve a casa. Como Abraham, que siguió dócilmente la voz que le llamaba hacia una tierra prometida y murió exiliado y extranjero sin poseer otra tierra que la tumba que compró a los hititas para sepultar a su mujer Sara.
Pero el dócil, acostumbrado a la acción de las manos de otros, usa también sus propias manos para abrazar, para curar, para acoger a un amigo, para albergar un arrepentimiento. Los dóciles abrazan, estrechan, lloran juntos, y saben que no se conoce a alguien sin haberle estrechado contra el pecho, sin haberle besado en las mejillas con el beso de la paz. Conocen y usan el lenguaje humilde y fuerte del cuerpo, el idioma de las caricias; son maestros de la ternura y la inteligencia de las manos. Todos somos capaces de acariciar a nuestros hijos. Todos sabemos acariciar a los que amamos. Estas caricias forman parte del repertorio básico de los seres humanos (y de otros primates superiores). Pero solo los dóciles saben y pueden acariciar a todos: niños y adultos, familiares y desconocidos (sólo los mansos deberían acariciar a los hijos de los demás). Y así, con el ejercicio de las manos, curan las heridas, causadas por la soledad y el abandono, que sólo se curan cuando pasa ligera por la piel una mano amiga. Si no fuera por la multitud de mansos que pueblan los hospitales, las salas de pediatría, las escuelas, los centros de acogida y las cooperativas sociales, o por los que actúan como voluntarios en las cárceles, en las estaciones y en las calles, la vida en estos lugares sería imposible o demasiado dolorosa. Bienaventurados los mansos, bienaventurados los que se encuentran con ellos y son acariciados y amados por ellos.
Los mansos son necesarios, además, para desactivar los conflictos y reconstruir la concordia y la paz en todos los lugares. Si en el desarrollo de un conflicto (entre hermanos por una herencia, entre compañeros, entre socios, dentro de una comunidad) no interviene la acción de al menos un manso, la única solución pasa por los tribunales, pero, en las relaciones primarias de nuestra vida, ésta nunca es una verdadera solución. El abrazo de los cuerpos y de las manos es la única y verdadera solución para los conflictos entre hermanos y amigos. Los mansos lo cubren todo, lo soportan todo.
La promesa de los mansos es la tierra. Esa es su herencia. Pero en el humanismo bíblico la tierra pertenece a Dios: “Mía es toda la tierra” (Éxodo 19,5). Esta bienaventuranza (y todas las demás) hay que leerla dentro de este horizonte. Nosotros sólo somos poseedores temporales y pasajeros de una tierra que no es nuestra. La primera ley de la tierra es la gratuidad: toda la tierra y todas las tierras son primero bienes comunes y después bienes usados con responsabilidad y cuidado para nuestro bienestar (shalom). Así pues, el dócil posee la tierra sin poseerla y por eso la comparte. Siente que es una herencia recibida gratuitamente y no una mercancía comprada en el mercado, y como tal quiere dejársela a sus hijos. Abre las puertas de su casa, porque sabe que verdaderamente es de los otros, de todos. Cuando su casa se llena de personas ajenas a su familia no se siente un héroe ni un altruista, sino simplemente uno que está poseyendo una tierra recibida como don y herencia, aunque la haya comprado con el salario de su duro trabajo como emigrante, con los ahorros de toda una vida. Todas nuestras propiedades son segundas, porque toda la tierra es de YHWH, y por consiguiente no es de nadie, o es de todos. La tierra siempre es tierra prometida, está al otro lado de un Jordán que contemplamos pero no cruzamos.
Si a los dóciles se les promete la tierra, entonces la tierra prometida es la tierra de los dóciles. Toda tierra habitada por dóciles se convierte ya en tierra prometida. También la tierra de nuestra ciudad, de nuestro barrio, de nuestra casa, se convierte en tierra prometida si en ella hay al menos un dócil.
Pero el manso vive también su propia vida como tierra heredada. Casi siempre llega un momento decisivo en la existencia, en el que comprendemos, cada uno a nuestra manera, que la vida que estamos llevando no es la que queríamos llevar. El árbol que ha crecido a partir de las semillas de la juventud no es el que pensábamos ni el que queríamos. El manso encuentra su felicidad-bienaventuranza acogiendo con docilidad la vida que le toca vivir, pues entiende que para él, o para ella, no hay un árbol mejor. Ningún árbol se parece a la semilla, ninguna vida adulta buena coincide con las esperanzas de la juventud. Y si coincide, no es buena. Esta mansedumbre es lo contrario de la resignación. El que se resigna ante las decepciones de la adultez se vuelve triste, se enfurece y se apaga, mientras que el manso está feliz y reconciliado. Miles de personas dóciles encuentran su felicidad en familias y comunidades religiosas, que después de un tiempo se revelan distintas a las elegidas y soñadas, a veces muy distintas, demasiado distintas para los que no son dóciles. Los mansos consiguen desarrollarse en escenarios que no estaban en el programa del día de la boda o la ordenación religiosa, pero cuando llegan los abrazan con la misma ternura con la que abrazaron a la esposa el primer día. Los abrazos de los mansos son todos iguales. No podemos controlar, dentro y fuera de nosotros, todos los acontecimientos de los que depende nuestra felicidad. Las cosas más grandes de la vida no las elegimos. Son una herencia que no compramos ni merecemos. Podemos rechazarlas y huir en busca de una tierra que sea solo y totalmente nuestra. El manso, por el contrario, las acoge en plenitud y no a beneficio de inventario. Las deja entrar en su casa y prepara la mesa con el mejor mantel. Y un día, para su sorpresa, hace fiesta al descubrirse por fin adulto y maduro. Pocas alegrías hay más grandes que las que surgen de las fiestas celebradas junto a las decepciones. Los mansos conocen esta fiesta, saborean esta alegría madura y son bienaventurados. “Bienaventurados los mansos, poseerán la tierra”.
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Giovanni Pascoli, La abuela
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la casa de las bienaventuranzas.de Luigino Bruni
publicado en pdf Avvenire (50 KB) el 13/09/2015
“Que exista el agua,
que existan las cosas,
la piedra, la garduña,
la caricia, el viento;
que exista el vacío
desmesurado,
el amor por el espacio,
el desglose
de la palabra amor,
su chasquido sin tregua,
si el amor es dirección”Chandra Livia Candiani, La niña púgil.
La falta de alegría que Europa y todo el Occidente padecen desde hace tiempo es consecuencia directa del olvido de la lógica y la sabiduría de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas incorporan y expresan todos los valores rechazados y despreciados por el capitalismo y, con él, por nuestro mundo, construido cada vez más a imagen y semejanza del dios dinero.
[fulltext] =>Ser mansos, constructores de paz, pobres, misericordiosos, puros… Son palabras que no entran en la economía capitalista ni en las finanzas, ya que si tomáramos en serio estas palabras, deberíamos destruir nuestros imperios de arena y empezar a edificar la casa del hombre de las bienaventuranzas. No es casualidad que en estos trágicos y maravillosos días en los que en buena parte de Europa las bienaventuranzas están despertando de forma inesperada y sorprendente, los grandes ausentes sean los bancos y las grandes empresas. Con su empatía sin compasión, éstos siguen adelante, indiferentes e ignorantes, con su producción y sus ritos, sin abrir las puertas de sus “casas” y sin quitarse los zapatos para aprender a caminar a pie descalzo como el Adam, como los niños, como los pobres.
Pureza es la palabra menos comprendida y menos amada por nuestra civilización del consumo y las finanzas. Sin embargo, para entender el mundo necesitamos la pureza. Sin ella sólo vemos su dimensión más superficial y se nos escapa lo más hermoso. Y si vemos poco y mal, nos perdemos la enorme belleza escondida en lo que se nos presenta como impuro y repelente.
En el Evangelio, la pureza está íntimamente relacionada con el corazón y con los ojos: “Bienaventurados los puros de corazón, porque verán a Dios”. En el humanismo bíblico, el corazón expresa la naturaleza profunda, espiritual y concreta de la persona. Pero en la cultura hebrea, que es la de Jesús y los evangelistas, a Dios no se le puede ver. Esta es una de las verdades más profundas y radicales de toda la Biblia y el centro de la lucha contra todas las idolatrías que adoran a dioses muy visibles y por consiguiente falsos. YHWH es una voz que se puede escuchar a través de la palabra de los profetas y se puede sentir palpitando viva en el universo. Todos los seres humanos comparten la condición de escuchar a Dios sin verlo. Entonces ¿qué es lo que ve el puro si a Dios no se le puede ver? Y ¿qué es esta pureza, nueva y distinta, del corazón?
Para entenderla o, al menos, para intuir algo de ella, hay que recordar que el mundo antiguo tenía su propia idea de lo que era puro e impuro. Esta idea se encontraba en la base de todo el orden social y religioso. Existían lugares puros y lugares impuros, y lo mismo ocurría con las personas, los animales, los oficios, los momentos, las actividades y los objetos. La sociedad estaba construida para proteger la pureza de la impureza, evitando la contaminación. Toda jerarquía sagrada se explicaba por su función de separación.
El mensaje cristiano supuso una verdadera revolución en la visión de lo puro y lo impuro (prefigurada en algunos profetas y en el libro de Job), al proponer una novedosa idea de pureza que superaba la categoría misma de impureza. La pureza del corazón no es la maravillosa inocencia de los niños, ni tampoco la de los animales o la naturaleza. Estas purezas naturales fueron la fuente de la pureza sagrada de las comunidades antiguas. Por eso, cuando la perdían, intentaban reconstruirla sacrificando a los dioses animales, vegetales, vírgenes o niños. Pero la separación entre lo puro y lo impuro estaba demasiado radicada en el mundo como para que esta revolución del Evangelio pudiera durar mucho tiempo y generar una nueva civilización. Así, también en el corazón de la cristiandad separamos a los impuros y a los leprosos y reconstruimos ladrillo a ladrillo la misma cultura precristiana de la inmunidad (incontaminación), que está viviendo su apoteosis precisamente en nuestro tiempo, aparentemente no religioso y secularizado y cuyos principales apóstoles son las multinacionales.
La pureza del corazón es lo contrario de la antigua (y postmoderna) cultura de la contraposición entre puro e impuro. Francisco nos dice en su testamento que su conversión comenzó de verdad cuando empezó a visitar a los leprosos de Asís, derribando así la cortina que separaba la pureza de la impureza. La pureza del corazón no rehúye a los leprosos. Sale a su encuentro, los busca, los ama, los abraza y los besa. La primera característica de esta pureza es la eliminación del término impuro de entre las palabras malas. Lo que llamamos impureza es ni más ni menos que el camino por donde pasa la vida verdadera. Así pues, el don que recibe el puro de una mirada nueva no consiste en ver un mundo distinto, en el que la impureza haya desaparecido. Una señal clara de que nuestra mirada no es de pureza es cuando mantenemos la distinción entre puros e impuros, para tomar partido obviamente por los primeros.
Una de las características generales de las personas puras de corazón es que no se auto-definen como puras. Una vez que se ha derribado la barrera entre lo puro y lo impuro, la pureza se convierte en el ambiente, pero los puros de corazón no lo perciben porque están dentro de ella. La cortina que separa lo puro de lo impuro se puede eliminar de distintas maneras. Casi siempre es un don, aunque algunas veces es un acto de liberación que llega en un momento dado de la vida. Siempre es un movimiento del alma, que no busca conquistar la pureza. Buscarla directamente es el mejor camino para perder la pureza que ya teníamos sin saberlo y quedarnos sólo con la pureza pagana. Este es un motivo más por el que a la pureza del corazón, al igual que a las restantes bienaventuranzas, no se la puede llamar virtud, ya que llega sin buscarla. Es la pura libertad y la felicidad más profunda.
Esta es la primera pureza del puro: ser puro y no darse cuenta. Por eso no puede apropiarse de su pureza. Es la pureza de la pureza. Además, al puro de corazón no se le reconoce como tal, puesto que esta pureza no se ve. Si se ve, es que se trata de la pureza antigua y precristiana. El mundo está poblado de puros de corazón, pero no somos capaces de verlos porque, entre otras cosas, buscamos la pureza donde no está.
Al puro se le debería reconocer por lo que ve a su alrededor. Ve a Dios. Pero si a Dios no se le puede ver, ¿qué ve el puro? Ve y siente dentro de sí una presencia de infinito, que algunos llaman divina y muchos otros, aunque la ven y la sienten igualmente, no saben llamarla por su nombre. La descubre también en la naturaleza, en el mundo, en todas partes. Pero sobre todo en los otros, en todos los otros con los que se encuentra o a los que descubre en los libros, en el arte, en la música, en la poesía. Ve a cada hombre y cada mujer como un tabernáculo que guarda una presencia, incluso aunque la llave se haya perdido y la puerta esté siempre cerrada. Cada persona le atrae. Es un enamorado de la vida y todavía más de la gente. El amor del puro es todo agape, pero también es todo eros y todo philia. Ve que el mundo está verdaderamente poblado de belleza y que la belleza más grande es la de las personas. Nos dice con los ojos: “¡Muchacha, levántate!”. La pureza que nos mira tiene la capacidad de resucitar la imagen divina que incluso a nosotros mismos nos parecía muerta, aunque en realidad sólo estaba durmiendo mientras los parientes y amigos lloraban su muerte. Pero la señal inequívoca que nos desvela la presencia de los puros de corazón es cuando abrazan y besan a los pobres y a los leprosos.
Esta pureza da muchos frutos cuando está presente en las personas llamadas a ser responsables de una comunidad o de una empresa. El liderazgo del puro de corazón se reconoce por lo que es capaz de ver en los otros. Uno de los regalos más grandes que puede darnos la vida es tener a nuestro lado compañeros y jefes puros de corazón. El yugo del cansancio se hace mucho más ligero y el trabajo se hace hermano.
Pero hay otra cosa tal vez incluso más sublime. Si es cierto que el puro de corazón ve a Dios y si es cierto que a Dios no se le puede ver en la tierra, eso quiere decir que el mundo está lleno de personas que ven a Dios sin verlo, que no saben que están viendo a Dios porque no le reconocen. Dios está donde no está, donde ni siquiera los puros de corazón alcanzan a verlo. Esta es una muy buena noticia, que debe llenarnos de esperanza en este tiempo que se nos presenta como una noche tremendamente oscura de Dios.
Muchas veces, el encuentro con un puro de corazón es decisivo en la vida. Gracias a esa mirada que nos ve de otra forma, logramos, aunque solo sea por un instante, conectar con la parte más profunda y verdadera de nosotros mismos. Y al sentirnos mirados así, por dentro nos brota el deseo de convertirnos en lo que ya éramos pero todavía no sabíamos, o, sencillamente, el deseo de volver a casa. En este cruce de miradas revive algo de la primera mirada buena de mujer que nos acogió al venir al mundo y que seguimos buscando durante toda la vida. La presencia de esta mirada es una forma muy valiosa de bien común. Mantiene viva la mirada de Elohim sobre la tierra, continuando la acción de aquellos ojos que en los caminos de Palestina cambiaron el mundo viéndolo de forma distinta: “Y mirándole, le amó”.
La pureza, como todas las realidades de la tierra, se puede perder. El puro de corazón también puede perder su mirada. La única señal verdadera de que hemos perdido la pureza es cuando dejamos de ver en los otros, en el mundo y dentro de nosotros, una presencia de infinito y por consiguiente dejamos de estar enamorados de todo y encantados con todo.
Pero la pureza del corazón, como todas las realidades espirituales, también se puede recuperar: es posible volver a ser puros. Es posible porque la nostalgia de ese Dios al que vimos dentro de nosotros y a nuestro alrededor sin verlo, es demasiado grande. Desearla de nuevo es la primera señal de que está volviendo. Más aún: volver a besar a los pobres y a los leprosos. Una existencia fructífera y bienaventurada es un largo camino para encontrar de viejos la pureza de la infancia transformada en pureza del corazón. “Bienaventurados los puros de corazón, verán a Dios.”
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“Que exista el agua,
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la caricia, el viento;
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desmesurado,
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de la palabra amor,
su chasquido sin tregua,
si el amor es dirección”Chandra Livia Candiani, La niña púgil.
La falta de alegría que Europa y todo el Occidente padecen desde hace tiempo es consecuencia directa del olvido de la lógica y la sabiduría de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas incorporan y expresan todos los valores rechazados y despreciados por el capitalismo y, con él, por nuestro mundo, construido cada vez más a imagen y semejanza del dios dinero.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 06/09/2015
“En los otros veo y descubro mi misma Luz, mi verdadera Realidad; en los otros, mi verdadero yo (a veces enterrado o secretamente camuflado por vergüenza). Y tras encontrarme a mí misma, me reúno conmigo resucitándome."
Chiara Lubich, La resurrección de Roma.
La misericordia es el cemento con el que hemos aglutinado nuestra civilización durante siglos. Sin conocer y amar la misericordia no es posible entender la Biblia, la Alianza, el Éxodo, el libro de Isaías, el evangelio de Lucas, ni tampoco a Francisco de Asís, Teresa de Ávila, Francesca Cabrini, don Bosco, las obras sociales cristianas, la constitución italiana, el sueño europeo, la vida y el amor después de los campos de concentración, las familias que viven unidas hasta el final.
[fulltext] =>La misericordia hace que nuestras relaciones sean maduras y duraderas; transforma el enamoramiento en amor, la simpatía y la sintonía emocional en proyectos fuertes y grandes; da cumplimiento a los “para siempre” que pronunciamos en la juventud, e impide que la madurez y la vejez se conviertan en una simple y nostálgica narración de sueños rotos.
La misericordia vive de tres movimientos simultáneos: el de los ojos, el de las vísceras (el racham bíblico) y el de las manos, la mente y las piernas.
En primer lugar, el misericordioso es capaz de ver con más profundidad. La primera misericordia es una mirada que reconstruye, en el interior de la persona misericordiosa, la imagen moral y espiritual de aquel que le suscita misericordia. Antes de “ocuparse de él” con actos, el misericordioso le ve con una mirada distinta: ve el “todavía no”, más allá del “ya” y de lo que “ya ha sido” que todos ven. La misericordia es, antes que una acción ética, un movimiento del alma, que permite ver al otro en su diseño original, anterior al error o la caída, y amarle con el fin de recrear su naturaleza más verdadera. Permite reconstruir dentro del alma la imagen rota y recomponer la trama interrumpida. Ver que existe una solidaridad humana más profunda y verdadera que cualquier delito. Creer que ningún fratricidio puede anular la fraternidad. Después de Caín, ver de nuevo al Adam.
Mientras la pureza aparece en la impureza, la belleza en la fealdad, la luz en la oscuridad, el cuerpo también se mueve y la carne se ve involucrada. Las vísceras, las entrañas, se conmueven. La misericordia implica a todo el cuerpo, es una experiencia total, parecida al alumbramiento de una nueva criatura. Si no existiera la misericordia, la experiencia del parto sería totalmente inaccesible para nosotros, los varones. Sin embargo, podemos intuir algo de este misterio, el mayor de todos, cuando volvemos a dar la vida con la misericordia. La misericordia se siente, se sufre, es trabajosa. Es una experiencia encarnada, corporal. Por este motivo, los que conocen la misericordia también conocen la indignación. No podemos ser misericordiosos sin sufrir visceralmente por la injusticia y el mal que nos rodea. Con las mismas entrañas que se mueven hoy con indignación y rabia por los niños muertos de asfixia en un camión o ahogados en un brazo de mar y mañana por la traición de un amigo necesitado de perdón.
La misericordia es un entramado de don y virtud. La capacidad de ver la parte viva del corazón del otro, que sigue inmaculada incluso después del crimen más atroz (una parte viva que existe realmente, y que permanece viva hasta el último segundo de nuestra existencia, porque si no existiera no seríamos más que demonios), no es fruto de nuestro esfuerzo. Es pura gratuidad. Es un don de la vida, de nuestra familia y de la educación recibida durante la infancia y la juventud. Pero la misericordia también requiere esfuerzo y virtud, cuando, después de haber visto el alma y escuchado las entrañas, decidimos libremente que ha llegado el tiempo de la acción, de mover las piernas, las manos y la mente. Además, la virtud y el esfuerzo, que siempre vienen después del don de un “corazón de carne” y de unos “ojos de resurrección”, son necesarios para mantener y potenciar a lo largo de la vida esa mirada que tiende a empañarse con el paso de los años.
No somos misericordiosos con cualquiera. Sólo con aquel que se encuentra en una situación de error, defecto o pecado que nos ha afectado o herido personalmente. El primer dolor del proceso de la misericordia es el que siente la persona misericordiosa por el mal recibido. Ese primer dolor, por una traición, un delito o una injusticia que nos afecta directa o indirectamente, debe ser real y concreto. Gracias a ese primer sufrimiento se activa la mirada distinta, la conmoción por el dolor del otro y la acción tendente a sanar la herida. Por eso la misericordia nace y se ejerce sobre todo dentro de nuestras relaciones primarias de comunión (no es casualidad que en la Biblia se use para las relaciones entre Dios y su pueblo, así como para las relaciones con los hijos y los amigos).
El campo semántico de la misericordia no tiene nada que ver con el de la meritocracia. Sentimos misericordia, por su propia naturaleza, hacia el demeritorio, hacia el que sólo merecería desprecio y repulsa. Por este motivo, entre otros, no la encontramos en el mundo de la economía y de las grandes empresas, donde no se comprende y, si se comprende, se lucha contra ella porque es subversiva con respecto a todas las leyes y normas de la justicia de los mercados, que solo conocen y practican la lógica meritocrática del “hermano mayor”. En cambio, la misericordia es imprudente, parcial, asimétrica, desequilibrada, de parte. Por eso no puede gustarle al capitalismo. Pero si no hubiera al menos un misericordioso en toda organización o comunidad, el terreno estaría demasiado envenenado por las toxinas que producen y no crecería ningún fruto bueno.
Además, la misericordia tiene una relación intrínseca y necesaria con el perdón. Pero el perdón del misericordioso tiene características peculiares. Por ejemplo, no necesita el arrepentimiento del otro, ni una petición de perdón. La conmoción de las entrañas y la mirada curativa se activan antes de que el otro haya reconocido su culpa y se haya convertido, si bien es cierto que el arrepentimiento y la contrición favorecen la activación de la misericordia. El padre espera al hijo pródigo a la puerta de su casa, cuando él todavía no ha devorado sus últimas posesiones con las prostitutas y sigue comiendo con los cerdos. Estar delante de la puerta y mirar al horizonte ya es misericordia. Le “vio” cuando todavía “estaba lejos”. Y sale corriendo al encuentro del hijo, le besa y le abraza antes aún de verificar su arrepentimiento y su conversión. Nada hay más incondicional que un acto de misericordia. Y nada hay más libre. El arrepentimiento y la conversión son muchas veces consecuencia de la misericordia. Decir “me levantaré e iré” muchas veces es un misterioso efecto de la misericordia de alguien que, tal vez sin que lo sepamos, ha comenzado a pensarnos y a vernos en su corazón con ojos misericordiosos y curativos. Nunca sabremos cuántos pasos de liberación de las condiciones más oscuras comenzaron porque alguien nos miró con misericordia, a lo mejor mientras dormíamos, curando así nuestra herida en su alma. Y un día nos descubrimos capaces de levantarnos para ponernos de nuevo en camino. La tierra está llena de pasos de liberación de trampas morales y espirituales muy profundas que comenzaron en el corazón de los misericordiosos. Empezamos a renacer cuando resurgimos en el corazón de alguien que nos ve con ojos de madre.
Nuestra misericordia siempre es segunda. Descubrimos con sorpresa que podemos ser misericordiosos porque alguien lo ha sido antes con nosotros. En la misericordia, el “me” precede al “yo”: alguien me ha amado y curado con sus entrañas y su mirada y por eso yo he sido capaz de hacer lo mismo. Un recibir y dar misericordia recíprocamente que siempre vale, pero cuando somos pequeños y jóvenes es esencial. Detrás de una persona capaz de misericordia hoy se ocultan, invisibles, muchos rostros misericordiosos que le han dado la posibilidad de la misericordia.
"Bienaventurados los misericordiosos, porque alcanzarán misericordia". Una bienaventuranza maravillosa, la única que se ofrece a sí misma como premio. La promesa de la misericordia es la misericordia. ¿Pero qué misericordia encontrará el misericordioso? No tenemos ninguna garantía, como vemos cada día, de que nuestra misericordia genere en los otros misericordia para con nosotros. Tal vez exista un nexo entre la misericordia ofrecidas y la recibida, pero el mundo también está lleno de personas misericordiosas que, cuando se encuentran necesitadas de misericordia, no la encuentran o encuentran muy poca en comparación con toda la que han dado.
Pero hay dos tipos de misericordia que sin duda el misericordioso “encuentra”. La primera es la misericordia dada, que se multiplica al darla. La misericordia, como todas las grandes virtudes, aumenta con su ejercicio. Si practicamos la misericordia nos hacemos más misericordiosos. El dolor que enjugamos a los otros se convierte en el alimento que nutre nuestra capacidad de misericordia. Al igual que los chopos y los tamariscos, que curan y desintoxican terrenos enfermos y envenenados, nutriéndose de las sustancias nocivas que les hacen vivir y crecer. Si el mundo no estuviera habitado por los misericordiosos (que son más de los que pensamos), la tierra estaría totalmente envenenada y la primavera no florecería nunca.
Otra forma de misericordia que encuentra el misericordioso, verdaderamente valiosa y sublime, es la que ejerce consigo mismo. Aquel que es capaz, por gratuidad y por virtud, de practicar la misericordia con los otros, un día descubre en sí mismo el don de una mirada distinta para ver también dimensiones de la propia vida que no le gustan y le hacen sufrir. Ese día, las entrañas comienzan a moverse en el encuentro cara a cara con la persona en la que no nos queríamos convertir y que sin embargo somos, con las citas perdidas, con las encrucijadas equivocadas, con la historia que no queríamos escribir y sin embargo hemos escrito.
Al salir de Taranto, veo que los 640 esquejes de chopo y los 300 de tamarisco, que algunos ciudadanos plantaron hace ocho meses, han superado ya los tres metros de altura. Curan y crecen, como nuestra esperanza.
Mentre parto da Taranto vedo che le 640 talee di pioppo e i 300 tamarici che alcuni cittadini hanno piantato otto mesi fa, hanno già superato i tre metri di altezza. Curano e crescono, come la nostra speranza.
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stdClass Object ( [id] => 17110 [title] => Abuso de ilusión inmunitaria [alias] => abuso-de-ilusion-inmunitaria [introtext] =>Regeneraciones/5 – Empresas, sociedad, familia: falta tiempo para la compasión
de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 30/08/2015
“Por muy egoísta que nos parezca el hombre, está claro que en su naturaleza hay algunos principios que le llevan a interesarse por la suerte de los demás y a considerar necesaria la felicidad ajena, aunque no obtenga de ella nada más que el placer de verla. Se trata de la piedad o compasión, esa emoción que sentimos ante la miseria de otros, tanto si la vemos como si la sentimos, fuerte y viva, con nuestra imaginación.”
Adam Smith, Teoría de los sentimientos morales, 1759
Cada vez nos resulta más complicado gestionar las emociones, ya sean nuestras o de los demás. Los espacios, lugares e instrumentos comunitarios y personales destinados a acompañar, cuidar y sublimar las emociones se han reducido drásticamente.
[fulltext] =>La cultura de las grandes empresas, que está emigrando desde ellas al mundo entero, cada vez produce más emociones negativas (desilusión, miedo, rabia, ansia, tristeza…). Estas emociones son tratadas como auténticas “escorias” y por ello son rechazadas, proscritas. Se las ve como marcas propias de los trabajadores “perdedores”. Estos deben esconderlas, para que no se vean en los mismos lugares donde se generaron, so pena de no avanzar en la carrera profesional o incluso de perder el empleo. En los últimos años, estos efectos colaterales emocionales han crecido tanto que las grandes empresas han tenido que recurrir a nuevas figuras profesionales, en las que delegan y subcontratan la gestión de los problemas emocionales causados en los centros de trabajo por unos estilos relacionales insostenibles.
Esta perversa espiral es parecida a la que se produciría en una (más o menos) supuesta fábrica que contaminara el ambiente de trabajo y después, en lugar de eliminar el veneno, proporcionara a los trabajadores terapias gratuitas de desintoxicación en clínicas especializadas, o creara nuevas secciones internas para desintoxicar a los empleados. Nuestra sensibilidad ética ya no nos permite aceptar este tipo de soluciones en materias relacionadas con la salud y el medio ambiente. Sin embargo, en la gestión de las emociones las aprobamos con total tranquilidad. Por eso no nos rebelamos ante unas empresas que primero nos entristecen y deprimen a causa de unas relaciones de trabajo insostenibles y después nos ofrecen técnicas y expertos para curarlas. Es más: les damos las gracias porque las curas son gratis. Como si causar una enfermedad y luego (intentar) curarla fuera lo mismo que no haber enfermado. Así seguimos multiplicando las emociones negativas y sus terapias, que no pueden sino crecer juntas.
En realidad, estas nuevas y verdaderas trampas de pobreza emocional tienen que ver con la fuerte disminución de la compasión, una de las virtudes humanas más grandes y valiosas, y su sustitución por técnicas e instrumentos. Literalmente, compasión significa “padecer (pati) con (cum)”, es decir: saber y querer compartir el dolor ajeno. La compasión es la actitud opuesta a la envidia. Mientras el envidioso disfruta con el sufrimiento del otro y sufre con sus alegrías, el compasivo sufre con el dolor y se alegra con las alegrías de su prójimo. La envidia es un sentimiento producido, alentado y cultivado por nuestra cultura de la rivalidad y la competición. Para curarla o, al menos, limitar sus graves daños, es necesario introducir en el organismo social personas capaces de compasión, que son los antibióticos naturales del virus de la envidia. En la tradición occidental (y en otras como el budismo, por ejemplo) la compasión es diferente a lo que hoy llamamos empatía. En la compasión hay una participación intencional en el dolor del otro, con el fin de aliviarlo, que no se le exige a la empatía. En la compasión hay una voluntad de hacer el bien a alguien que se encuentra en un estado de sufrimiento, que nace de la conciencia o de la esperanza en que el sufrimiento se aliviará al compartirlo.
¿Dónde y cómo se crea la compasión? En generaciones pasadas, cuando la compasión estaba más presente y en algunos momentos era incluso sobreabundante (durante las guerras y después de los grandes lutos colectivos), el principal lugar donde se formaba y alimentaba la compasión era la comunidad, sobre todo la familia. La compasión tenía sus instituciones y se dedicaban muchas energías colectivas a mantenerla. Los funerales, por ejemplo, estaban pensados como una gran forma de compasión comunitaria. Hace unas semanas, en un funeral en el que participé en mi ciudad natal, me llamó mucho la atención la cantidad de besos mezclados con lágrimas que se depositaban en las mejillas de la viuda y los hijos del difunto. Se trata de una compasión, colectiva y verdadera, que en décadas pasadas duraba varios días. Las diferentes comunidades de la vida forjaban nuestra capacidad para la compasión y nos proporcionaban los lugares donde ejercitarla. Las largas noches, cuando el tiempo aún no estaba ocupado por la televisión, eran el momento de la compasión. Los adultos la ejercían entre ellos y los niños aprendían viendo. Además, en esas sociedades, ya pasadas, aprendíamos la compasión leyendo la gran literatura y escuchando historias y cuentos que creaban y cultivaban en los niños la capacidad de sufrir y gozar con los sufrimientos y las alegrías de otros, que, poco a poco, se hacían también nuestras. ¿Cuánta compasión generan hoy en nuestros jóvenes los nuevos relatos digitales y los videojuegos de la tablet?
La compasión es una experiencia que nunca nos deja inmunes. Nos cambia, nos contamina con los sentimientos y los sufrimientos del otro. Todos tenemos, aunque en distintos grados, una capacidad natural para la empatía. Pero la compasión no llega hasta que, después de haber empatizado con el otro y sentido algo de sus emociones, decidimos libremente dejarnos contagiar por su sufrimiento, compartir sus emociones, y hacernos su prójimo solidario y compañero durante un trecho del camino. Por eso, mientras que puede haber empatía sin benevolencia (y hay mucha), la compasión necesita del ágape. Necesita la decisión de levantar a esa persona concreta amándola, como hizo el samaritano con la víctima que se topó con los bandidos. Además, la compasión no es un acto unilateral ni unidireccional. Es una relación. Es sentir juntos, tener conciencia de que experimentamos las mismas emociones y los mismos sentimientos mutuamente y a la vez. Esta mutua y simultánea experiencia es la que alivia el dolor y multiplica la alegría. Hay dolores que sólo se alivian con la compasión. Si esta reciprocidad emocional consciente no se alcanza, la compasión no es plena y no da sus esplendidos frutos. Si no podemos o el otro no nos da permiso para entrar en sus sentimientos hasta convertirnos en “un solo corazón”, la compasión no puede aliviar el dolor del que sufre ni permite experimentar la característica y profunda alegría del que carga con el dolor de otro. La experiencia de la compasión nos enseña que no es cierto que el dolor y la alegría sean sentimientos opuestos: las alegrías más grandes son las que nacen de los dolores compartidos y acompañados, donde el dolor no desaparece pero a su lado brota, como una flor rara, una misteriosa y sublime alegría.
A la cultura inmunitaria de las grandes empresas no le gusta la compasión, porque no quiere que las emociones se mezclen con las relaciones laborales ordinarias, contagiándolas. Por eso tratan de frenar y evitar el contagio. Pero como el sufrimiento emocional de los trabajadores aumenta, las empresas creen responder a la demanda de compasión con la oferta de técnicas empáticas, creando profesionales que se ocupen del malestar emocional sin tener que “tocarlo” en lo profundo. Inhiben e impiden el desarrollo de la compasión entre los trabajadores y con los responsables, reduciendo los espacios extra-laborales comunitarios. La cultura empresarial cada vez ocupa más ámbitos de la vida, a los que exporta su escaso aprecio por la compasión y sus técnicas sustitutivas (me he encontrado con estos profesionales incluso dentro de un santuario). Así, paradójicamente, estas figuras y estos instrumentos no hacen sino aumentar la demanda de compasión insatisfecha y frustrada, a pesar de las buenas e incluso óptimas intenciones. La cultura dominante en nuestras empresas y en nuestra sociedad sigue considerando el dolor, la vulnerabilidad y las heridas únicamente como costos y como males de los que hay que huir y contra los que hay que luchar, sin tocarlos, sin acogerlos y sin hacerles sitio como componentes necesarios y muchas veces amistosos de los seres humanos. Mientras eso sea así, los verdaderos males emocionales que nacen de unas relaciones humanas parciales, inmunitarias, artificiales y por tanto dañadas se seguirán multiplicando. Las técnicas empáticas, los profesionales y los consultores pueden ser muy útiles en todos los ámbitos, pero siempre que no se conviertan en sustitutos “monopolísticos” de una compasión cívica y generalizada que constituye el alma profunda de toda sociedad.
La compasión, para terminar, tiene algunas palabras típicas. La primera es atención. Nunca cultivaremos ni practicaremos la compasión mientras estemos distraídos y no estemos atentos al que pasa a nuestro lado, al que trabaja en la mesa de al lado, al que vive en el apartamento de enfrente. Hay demasiadas víctimas de bandidos que quedan abandonadas y heridas a lo largo del camino de las Jerusalén y Jericó de hoy porque faltan personas capaces de estar atentas. Sin esa atención interior, que es vigilancia espiritual, tampoco lograremos ejercitar el segundo verbo fundamental de la compasión: ver. La persona compasiva pasa por el mundo mirando. Tiene suficiente atención y silencio interior para ver la vida que pasa a su lado. Mira y ve, y así escucha el infinito grito de compasión que se eleva desde las ciudades. Una vez que ha visto y oído los dolores de los demás, decide libremente ejercer la compasión, inclinándose, haciéndose próximo, haciéndose cargo del dolor de los otros. La compasión es esencial para vivir bien, porque nos hace capaces de multiplicar también las alegrías compartiéndolas. Es una especie de músculo moral que, cuando se atrofia, no sólo nos impide reducir los dolores de los demás, sino que disminuye también nuestra capacidad para la alegría y la vida. La cultura inmunitaria de nuestro tiempo está atrofiando este músculo. Por eso cada vez nos cuesta más experimentar emociones ante el dolor de otros y actuar movidos por la compasión.
Tenemos una necesidad imperiosa de personas compasivas, hoy aún más que ayer. El sufrimiento psicológico, moral y espiritual nos inunda cada vez más, pero el terreno no logra absorber toda el agua, porque las personas capaces de compasión son pocas y aún son menos las que la ejercen. Sin embargo, son ellas las que cambian radicalmente la calidad moral de los lugares de la vida. A veces basta una sola persona compasiva para salvar a toda una comunidad. La vida funciona y florece cuando somos capaces de ver el dolor que hay a nuestro alrededor, amándolo y dejándonos amar por él. El regalo más grande que se le puede hacer a un hijo es ayudarle a acrecentar su capacidad para la compasión. Porque la compasión ante el dolor de otros es la que nos deja ver la belleza más grande de la tierra, que está escondida en el corazón de las personas.
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de Luigino Bruni
publicado en Avvenire el 30/08/2015
“Por muy egoísta que nos parezca el hombre, está claro que en su naturaleza hay algunos principios que le llevan a interesarse por la suerte de los demás y a considerar necesaria la felicidad ajena, aunque no obtenga de ella nada más que el placer de verla. Se trata de la piedad o compasión, esa emoción que sentimos ante la miseria de otros, tanto si la vemos como si la sentimos, fuerte y viva, con nuestra imaginación.”
Adam Smith, Teoría de los sentimientos morales, 1759
Cada vez nos resulta más complicado gestionar las emociones, ya sean nuestras o de los demás. Los espacios, lugares e instrumentos comunitarios y personales destinados a acompañar, cuidar y sublimar las emociones se han reducido drásticamente.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (33 KB) el 23/08/2015
"La verdadera generosidad es un intercambio de consecuencias impre-visibles. Es un riesgo, porque mezcla nuestras necesidades y deseos con las necesidades y deseos de los demás."
A. Phillips e B. Taylor, Elogio de la bondad
Las empresas y otras organizaciones pueden ser lugares de vida buena y completa siempre que permitan que las virtudes no económicas convivan con las económico-empresariales. Se trata de una coexistencia decisiva pero no fácil, porque exige que los directivos renuncien a tener un control total sobre el comportamiento de las personas, aceptando que sus actos pueden ser imprevisibles, y también que estén dispuestos a relativizar la eficiencia, que se está convirtiendo en el verdadero dogma de la nueva religión de nuestro tiempo.
[fulltext] =>La generosidad es una de esas virtudes no económicas pero esenciales también para las empresas e instituciones. La raíz de la generosidad se encuentra en la palabra latina genus – generis, que hace referencia a la estirpe, a la familia, al nacimiento. Este es el primer significado de la palabra género. Esta antigua etimología, que hoy se ha perdido, nos dice cosas importantes acerca de la generosidad. En primer lugar, nos recuerda que nuestra generosidad tiene mucho que ver con la transmisión de la vida, con la familia, con la gente que nos rodea, con el ambiente en el que crecemos y aprendemos a vivir. La recibimos en herencia cuando venimos al mundo. Es una dote que nos dejan nuestros padres y familiares. Se forma dentro de casa. La generosidad que descubrimos dentro de nosotros depende mucho de la de nuestros padres, de cómo y cuánto se amaron antes de que naciéramos, de las elecciones de vida que hicieron y siguieron haciendo cuando empezamos a fijarnos en ellos. Depende de su fidelidad, de su hospitalidad, de su actitud con los pobres, de su disponibilidad para “perder” tiempo escuchando y ayudando a los amigos, de su amor y gratitud hacia sus propios padres.
Esta generosidad primaria no es una virtud individual, sino un don que pasa a formar parte de la dotación moral y espiritual de eso que llamamos carácter. Es un capital con el que llegamos a la tierra, formado antes de nuestro nacimiento y alimentado por la calidad de las relaciones durante los primeros años de vida. Depende también de la generosidad de nuestros abuelos, bisabuelos, vecinos y de muchos otros que, aun no contribuyendo a nuestro ADN, están presentes, de modo misterioso pero muy real, en nuestra generosidad (y también en la falta de ella). Nuestra generosidad está influenciada por los poetas que nutren el corazón de la familia, por las oraciones de nuestra gente, por las músicas que escuchamos y nos gustan, por las historias que se cuentan en las fiestas del pueblo, por los discursos y acciones de los políticos, por las homilías de los predicadores, por los mártires de todas las resistencias, por los que ayer dieron su vida por nuestra libertad de hoy, por la infinita generosidad de las mujeres de siglos pasados (hay una gran afinidad entre mujer y generosidad), que muchas veces antepusieron el bien de la familia al suyo propio y siguen haciéndolo. La generosidad genera agradecimiento hacia aquellos que nos hicieron generosos con su generosidad.
Vivir con personas generosas nos hace más generosos, exactamente igual que ocurre con la oración, la música, la belleza… Cultivar la generosidad produce muchos más efectos que los que logramos ver y medir. Y lo mismo ocurre con la falta de generosidad propia y ajena. El stock de generosidad de una familia, de una comunidad o de un pueblo, es una especie de suma de la generosidad de cada uno. Cada generación aumenta el valor de este stock o lo reduce, como está ocurriendo hoy en Europa, donde nuestra generación, empobrecida de ideales y de pasiones grandes, está dilapidando el patrimonio de generosidad que ha heredado. Un país que deja a la mitad de sus jóvenes sin trabajo no es un país generoso.
Nuestra generosidad, además, se reduce cuando envejecemos. A medida que nos hacemos primero adultos y después ancianos, vamos siendo menos generosos por naturaleza. El horizonte futuro se va haciendo finito y cercano, y el tiempo, que es la primera “moneda” de la generosidad, se hace más escaso; no nos alcanza para nosotros y tanto menos para los demás. Así pues, para mantener la generosidad que hemos heredado y cultivado de jóvenes hace falta mucho trabajo. Así la generosidad se convierte en virtud, pues hace falta mucho amor y mucho dolor para seguir siendo generosos cuando pasan los años.
Pero para generar vida es fundamental seguir siendo generoso. Generosidad y generar son dos palabras hermanas, que se leen y se explican juntas. Sólo los generosos generan, y la generación de la vida refuerza y alimenta la generosidad. Un síntoma de que la generosidad está disminuyendo es cuando la vida deja de ser fecunda y se hace estéril. Muchas veces, de un momento a otro, nos encontramos sin creatividad y sin energía vital. Para poder volver a generar es necesario desear seguir siendo generosos, en todas las edades. El tiempo dado por una persona que se ha hecho generosa tiene un valor infinito.
En las empresas, que no son sino una parte de la vida, suele haber mucha generosidad y, en consecuencia, capacidad de generar. Los empresarios son generosos por vocación, sobre todo en la primera fase de su actividad, cuando la empresa sólo es un modelo de sueños por realizar, cuando cada día nacen nuevas ideas, cuando se está tan ocupado en que nazca lo nuevo que no hay tiempo para la avaricia y la mezquindad. Las buenas empresas, también las económicas e industriales, nacen de personas generosas. En los comienzos de una empresa, la generosidad de los empresarios, socios, directivos y trabajadores no sólo es importante sino que es esencial para crecer bien. Sin entusiasmo, sin la parte que excede al contrato de trabajo y al deber, o sea sin generosidad, las empresas no llegan a nacer o no duran. Se podrán crear oficinas para participar en un concurso o para aprovechar alguna oportunidad especulativa, pero no empresas que se hagan buenas y bellas con el tiempo.
La alegría, "sacramento" de toda vida generosa, acompaña también los comienzos de la aventura de los jóvenes emprendedores y de las verdaderas empresas. Pero cuando la empresa crece y se transforma progresivamente en una organización compleja, burocrática y orientada racionalmente al beneficio, entonces la generosidad originaria de los empresarios se reduce y deja de fomentarse en los trabajadores una verdadera generosidad. En su lugar se desarrolla un sucedáneo de generosidad: la que está en función de los objetivos y es dirigible y controlable. Así se elimina la dimensión de excedencia, de abundancia y de libertad. La generosidad no es eficiente, porque tiene una necesidad esencial de derroche y redundancia. Y tampoco es incentivable, porque no responde a la lógica del cálculo.
Así se comprende mejor por qué la cultura organizativa que se ha construido alrededor de la ideología del incentivo hace que en sus miembros se marchite esa dimensión de generosidad excedente que le permitió ser innovadora y generativa en los buenos tiempos. La empresa convertida en institución sólo desea la generosidad que cabe dentro de su plan de negocio: una generosidad limitada, domesticada, reducida. Pero si la generosidad pierde el derroche y la excedencia, se desnaturaliza y se convierte en otra cosa. No es posible ser generoso “por objetivos”.
Aquellos que tratan de normalizar la generosidad debilitando sus dimensiones menos controlables y más desestabilizadoras, no hace sino luchar y dar muerte a la generosidad misma. La generosidad da buenos frutos cuando se la deja libre para generar más frutos que los que hacen falta. Pero la convivencia de frutos “útiles” e “inútiles” es precisamente uno de los grandes enemigos de las empresas capitalistas y de todas las instituciones burocráticas. Con la tecnología hemos sido capaces de construir “mandarinas” sin sus molestas semillas. Pero si las técnicas de dirección eliminan de nuestra generosidad las “semillas” que a la empresa no le gustan o no le sirven, es la generosidad misma la que desaparece. Los seres humanos sólo dan mucho si son libres de darlo todo. La calidad de la vida dentro de nuestras organizaciones dependerá cada vez más de la capacidad de sus directivos para dejar madurar más frutos que los que pondrán en el mercado, para hacer que vivan y crezcan también las virtudes que a la empresa no le sirven.
Hemos llegado nuevamente a otra declinación de la paradoja principal de las organizaciones modernas. El crecimiento en tamaño y la aplicación de técnicas y métodos estándar de gestión y control matan en los trabajadores aquellas características que hicieron surgir la empresa y que siguen siendo vitales para seguir generando. Esta es una ley que vale para todas las organizaciones, pero es crucial en el caso de empresas y comunidades que sólo viven cuando logran crear las condiciones para tener personas generosas capaces de ejercitar su generosidad también en el trabajo.
Para terminar, hay un aspecto especialmente delicado en la dinámica de la generosidad. Es lo que podríamos llamar “castidad organizativa”. La generosidad no sólo tiene que ver con generar, sino también con la castidad, una palabra sólo en apariencia antitética. La persona generosa no “se come”, no consume, a las personas buenas que hay a su alrededor, sino que las deja profundamente libres. Una empresa-organización generosa no ambiciona la posesión total del tiempo y el alma de sus mejores trabajadores, ni siquiera de aquellos de los que depende casi todo su éxito. Porque sabe, o intuye, que, si lo hiciera, esas personas perderían la dimensión de belleza que las hizo excelentes y especiales. Para seguir viviendo, esas personas necesitan libertad y sobreabundancia. Cuando arrancamos una hermosa flor de un valle alpino para adornar una estancia, ya hemos decretado su fin. Incluso aunque conservemos sus raíces y la trasplantemos al jardín, ya no veremos más los colores y el aroma que nos atrajeron en la montaña, porque eran fruto espontáneo de la generosidad del valle entero, del sol, de los minerales, del aire. Los mejores jóvenes de nuestras organizaciones y comunidades seguirán siendo buenos y luminosos mientras no queramos trasplantarlos al jardín de casa, mientras no los transformemos en un bien “privado”, mientras estemos dispuestos a compartir su belleza con todos los habitantes del valle. Hay demasiados jóvenes que se marchitan en las grandes empresas, y también en algunas comunidades religiosas, porque no encuentran la generosidad necesaria para mantener su belleza excedente. Para conservar la generosidad de las personas hacen falta instituciones generosas, personas magnánimas, almas más grandes que los objetivos de la organización.
Estamos habitados por un soplo de infinito. Todos los lugares de la vida siguen floreciendo mientras ese soplo siga vivo, libre, entero.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (33 KB) el 23/08/2015
"La verdadera generosidad es un intercambio de consecuencias impre-visibles. Es un riesgo, porque mezcla nuestras necesidades y deseos con las necesidades y deseos de los demás."
A. Phillips e B. Taylor, Elogio de la bondad
Las empresas y otras organizaciones pueden ser lugares de vida buena y completa siempre que permitan que las virtudes no económicas convivan con las económico-empresariales. Se trata de una coexistencia decisiva pero no fácil, porque exige que los directivos renuncien a tener un control total sobre el comportamiento de las personas, aceptando que sus actos pueden ser imprevisibles, y también que estén dispuestos a relativizar la eficiencia, que se está convirtiendo en el verdadero dogma de la nueva religión de nuestro tiempo.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (51 KB) el 09/08/2015
“Cuando veo arder
en el cielo las estrellas,
pensativo me digo:
¿Para qué tantos luceros?
¿Qué hace el aire infinito,
la profunda serenidad sin fin?
¿Qué significa esta
inmensa soledad?
¿Y yo qué soy?”Giacomo Leopardi, Canto nocturno de un pastor errante de Asia
La humildad es una de esas virtudes que a la economía y a las grandes empresas no les gusta, a pesar de que tienen una necesidad vital de ella. Nuestra cultura, modelada cada vez más en base a los valores de la empresa, no logra ver la belleza ni el valor de la humildad, que así es "humillada".
[fulltext] =>Las virtudes que practican y alimentan las grandes empresas y organizaciones se nutren de la anti-humildad. Para hacer carrera y ser valorados hay que hacer gala de los méritos, mostrar una actitud y una mentalidad “ganadora”, ser más ambiciosos que los demás compañeros-competidores. Hay que buscar y desear lo de arriba y salir de abajo, donde está la tierra, el humus, la humilitas.
Nuestro tiempo no es humilde. Las generaciones pasadas y las que ahora declinan, conocían y reconocían muy bien la humildad. Aprendieron a descubrirla escondida en la tierra, experimentando el límite como sólo puede hacerlo quien conoce la tierra con sus manos. La tierra se descubría tocando los ladrillos, la madera, las duras herramientas de trabajo, las pobres ropas, la escasa comida y las máquinas en fábricas y talleres. Dialogando con ella se aprendían los oficios y el oficio de vivir. La cultura de las generaciones que conocieron grandes guerras y holocaustos y consiguieron salvar la fe en Dios y en el hombre, era una cultura humilde, porque esos hombres y mujeres amaban, apreciaban y premiaban la humildad.
La humildad es una virtud de la vida adulta. No hay que humillar a los niños ni a los jóvenes para hacerlos humildes. La humillación causada por otros no produce humildad, sino mil patologías del carácter. La única humillación buena es la que nos llega de la vida sin que nadie nos la proporcione intencionadamente. A los niños y a los jóvenes se les prepara a la humildad poniéndoles en contacto con la belleza, el arte, la naturaleza, la espiritualidad, la poesía, las fábulas y la gran literatura. En el encuentro con el infinito nos descubrimos finitos pero habitados por un soplo de eternidad, y si la experiencia de tocar el infinito va acompañada de las más altas expresiones humanas, la finitud no nos aplasta, sino que nos eleva, y la limitación no nos mortifica sino que nos hace vivir. Cuando elevamos los ojos y sentimos el cielo “infinito e inmortal”, en nosotros se forma el terreno donde puede brotar la humildad.
La humildad se forma en la relación entre iguales, con los compañeros, con los hermanos y hermanas. La reducción del número y biodiversidad de los compañeros de nuestros niños, sustituidos por encuentros “funcionales” (piscina, música…) y sobre todo por demasiadas relaciones “omnipotentes” con máquinas (televisión, teléfono móvil, tablet…), inevitablemente modifica y reduce las ocasiones para tener buenas experiencias del límite, y amenaza el desarrollo de la humildad. Para que nazca la humildad, es esencial el encuentro con la muerte y con la enfermedad, desde los primeros años de vida. Esconder de la vista de los niños a los abuelos y familiares fallecidos, no llevar a los hijos a los funerales o a visitar a amigos y familiares enfermos, aleja y complica el encuentro con la ley de la tierra y no favorece la maduración de la humildad. Una educación sin límite y sin limitaciones no puede educar en la humildad.
Muchos ancianos son testigos y maestros de humildad, porque la vida les ha dado el tiempo necesario para hacerse humildes. En las civilizaciones anteriores a la nuestra, su presencia era esencial por el magisterio de humildad que ejercían. La distancia de la primera tierra que les engendró y la proximidad de la segunda que les esperaba, les daba una perspectiva distinta y co-esencial de la vida, que podían ofrecer a todos. Este es otro motivo más por el que el mundo de las grandes empresas, construido en base a registros psicológicos adolescentes y juveniles (de ahí el gran uso de metáforas deportivas, casi todas inadecuadas), no conoce ni comprende la humildad.
En la humildad se ve en su máxima expresión una ley universal que se encuentra en el corazón de muchas virtudes y otras cosas grandes de la vida: nos hacemos verdaderamente humildes sin darnos cuenta. La humildad llega mientras buscamos otras cosas: la justicia, la verdad, la honradez, la lealtad, el ágape. La humildad no puede programarse, pero puede desearse, apreciarse, esperarse como regalo de la vida. Cuando se la espera, antes o después llega y nos sorprende. Muchas veces llega en los momentos de mayor debilidad, tras un fracaso, un abandono o un luto, cuando desde dentro de la humillación florece la humildad. El amor por la humildad se encuentra en la base de la vida buena, porque permite que no nos apropiemos de las virtudes ni de los dones recibidos.
La humildad es una virtud "indecible" y radicalmente relacional. Sólo los demás pueden y deben reconocer nuestra humildad y nosotros la suya, en un juego de reciprocidad que constituye la gramática de la vida civil buena. Es invisible pero muy real. Podemos reconocerla, aunque no seamos muy humildes, siempre que deseemos serlo. El deseo de humildad ya es humildad. Sus frutos son inconfundibles. El primero es la "gratitud" sincera por la vida, por los demás, por nuestros padres, que surge de la conciencia de que nuestros talentos, nuestros méritos, nuestra belleza, son don, "charis", gracia. La humildad es adquirir conciencia de la verdad sobre el mundo y sobre la vida. Surge naturalmente, es un acto del alma, no exige un esfuerzo de la voluntad, es el reconocimiento de lo que un día se manifiesta como evidente. Así se comprende que en las cosas más hermosas y grandes, nuestra parte es muy pequeña, ínfima, porque lo que somos y lo que poseemos sencillamente lo hemos recibido de la generosidad de la vida.
Todo es gracia. Pero para llegar a este acto natural y radical de gratitud es necesario un ejercicio ético de amor a la verdad, que dura toda la existencia adulta, y termina con el último acto de gratitud, al despedirnos, con agradecimiento y finalmente con humildad, de este mundo. La humildad no es otra cosa que el acceso a una verdad más profunda. Por eso es un don inmenso.
El humilde siempre es agradecido. Las especiales y valiosas veces que dice “gracias” nacen de la conciencia de la belleza y la bondad de los que viven a su lado. Hay una belleza más profunda y verdadera de las personas y del mundo que sólo al humilde le es desvelada. Y sólo el humilde sabe rezar.
Una segunda señal de su presencia es la capacidad de decir “lo siento” y “perdóname”. Hay conflictos que no se superan porque cada uno está subjetivamente convencido de que la razón está completamente de su parte y espera que sea el otro quien pida disculpas. Pero, dado que la certeza de la razón es recíproca, nos quedamos bloqueados en trampas relacionales que acaban tragando familias, amistades, comunidades, empresas y a veces pueblos enteros. Para salir de estas trampas hace falta al menos “una” persona humilde, capaz de pedir disculpas incluso aunque piense que no es responsable del conflicto y tal vez en verdad no lo sea. Da el primer paso de la reconciliación porque le interesa reconstruir la “relación” dañada, antes y después de ver reconocidas las responsabilidades y las culpas de los distintos sujetos involucrados. Porque sabe que sólo después de recomponer la relación será posible y necesario reconstruir también la trama de las responsabilidades por los hechos acaecidos.
Decir “lo siento” y “perdóname” es especialmente difícil, y tiene mucho valor, en las relaciones jerárquicas. Es difícil disculparse con humildad ante un responsable. Es mucho más sencillo no decir nada, o decirlo por temor u oportunismo. Pero es aún más difícil que un director se disculpe ante un empleado suyo. Ningún reglamento ni ningún código ético se lo pide. Pero pocas palabras aportan tanta calidad ética y humana a todo el grupo de trabajo como el “perdóname” de un directivo a un trabajador de su equipo. Estas palabras crean espíritu de solidaridad e incluso de fraternidad en el equipo de trabajo, que únicamente consigue darlo todo en los momentos de dificultad si sus miembros sienten que comparten el mismo destino, que son iguales por encima de las diferencias de salario y responsabilidad. Un “gracias” y un “lo siento” sinceros y humildes dichos por un directivo generan más espíritu de grupo que cien cursos de “trabajo en equipo” que, cuando faltan estas profundas palabras, acaban pareciéndose demasiado a los juegos de nuestros hijos preadolescentes.
Pero la humildad, al igual que otras grandes palabras de la vida, cuanto más vulnerables, más fuertes y resistentes nos hace. Dar las gracias y pedir disculpas en la verdad hace directivos más frágiles en un mundo donde la invulnerabilidad es el primer valor. Es como mostrar una herida, propia y ajena, para curarla. Pero estas heridas no tienen sentido ni espacio en el registro típicamente masculino de las relaciones empresariales. Por eso no se curan, se esconden, se infectan e intoxican todo el cuerpo.
El mundo empresarial occidental adolece de una grave carencia de nuevas clases directivas, debido a la tremenda falta de una cultura de la humildad, que ha sido borrada por unas prácticas e ideologías inspiradas en la anti-humildad, donde el humilde no es más que un “perdedor”.
La primera lección de los cursos de liderazgo debería tratar de la humildad. Esta lección no se da porque faltan docentes y porque la humildad no puede enseñarse en las escuelas de negocios. Pero sobre todo no se da porque si comenzáramos a elogiar la humildad y sus hermanas (la mansedumbre, la misericordia, la generosidad…) zozobraría toda la cultura del liderazgo con sus técnicas. La humildad educa en el seguimiento. Un responsable que no haya sido formado en el seguimiento (de los demás, del otro, de los pobres, de la parte mejor o más verdadera de sí mismo) nunca será un buen guía, un líder.
El valor de toda una vida se mide por la humildad que haya sido capaz de generar. La humildad es fundamental para vivir y resistir durante las grandes pruebas. Para no hacernos demasiado daño y levantarnos cuando caemos en la vida y tocamos la tierra (humus), hemos de aprender a conocer la tierra y hacernos sus amigos. Sin humildad no se alcanza ninguna excelencia humana, no se aprende bien ningún oficio, no se llega de verdad a la edad adulta. Es la última palabra de todo Cántico de las criaturas.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (51 KB) el 09/08/2015
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¿Y yo qué soy?”Giacomo Leopardi, Canto nocturno de un pastor errante de Asia
La humildad es una de esas virtudes que a la economía y a las grandes empresas no les gusta, a pesar de que tienen una necesidad vital de ella. Nuestra cultura, modelada cada vez más en base a los valores de la empresa, no logra ver la belleza ni el valor de la humildad, que así es "humillada".
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (37 KB) el 02/08/2015
"No obtiene frutos de la virtud el que quiere exprimirla"
Mahabharata, Libro sagrado hindú
Es un hecho que las organizaciones no pueden disponer de las virtudes que les resultan más importantes y necesarias. Las organizaciones más sabias aceptan el diferencial que existe entre las virtudes que les gustaría tener y las que efectivamente logran obtener de sus trabajadores, y aprenden a convivir con esta inevitable indigencia de cualidades humanas, que son fundamentales para su funcionamiento y crecimiento, sin intentar sustituirlas por otras cosas más simples.
[fulltext] =>La primera sabiduría de toda institución consiste en reconocer que no tiene control sobre el alma de sus miembros. Y toda virtud es, antes que nada, cuestión de alma. Cuando esto no se reconoce o se niega, las empresas y organizaciones no se detienen ante el umbral del misterio del trabajador-persona e intentan hacer todo lo posible para colmar ese diferencial, y así acaban perdiendo la parte mejor de sus trabajadores. La impresionante disminución de esta forma de sabiduría institucional es una de las pobrezas más graves de nuestro tiempo, entre otras cosas porque se presenta como una forma de riqueza. Por eso, en lugar de combatir contra ella, se la alimenta.
En la vida asociada, el diferencial entre las virtudes que se exigen a sus miembros y las que éstos disponen, ha sido una constante, sobre todo en Occidente. Todas las instituciones buenas han mendigado virtudes. Los monasterios, los gobiernos e incluso los ejércitos tenían una necesidad esencial de las virtudes más altas de las personas, pero sabían que no podían obtenerlas mediante el mando o la fuerza. Sólo podían acogerlas como un don libre del alma de los hombres y las mujeres. Hoy la novedad está en el eclipse total de esta antigua y sabia conciencia, sobre todo en el mundo de las grandes empresas, cada vez más convencidas de que por fin han inventado instrumentos y técnicas para obtener de sus trabajadores todas las virtudes que necesitan, toda la mente, las fuerzas y el corazón, sin necesidad de la fuerza moral y mucho menos del don. La realidad es que lo que acaban encontrando son pseudo-virtudes.
Esta distribución en masa de las virtudes tiene mucho que ver con la ideología del incentivo. La cultura que se practica en las grandes empresas, sobre todo por parte de los directivos, se está convirtiendo en un culto perpetuo al dios incentivo, en una auténtica fe cuyo dogma principal es la convicción de que es posible obtener la excelencia de las personas si se las remunera adecuadamente. La meritocracia nace de una alianza con la ideología del incentivo, porque para reconocer el mérito se construye todo un sistema, cada vez más sofisticado, de incentivos diseñado a la medida para obtener lo máximo de cada persona y, si es posible, obtenerlo todo. Se cree que ‘encantando’ a las personas con incentivos, éstas darán libremente lo mejor de sí mismas (no olvidemos que incentivo, encantamiento y encantador de serpientes tienen la misma raíz). En realidad, el incentivo no es un instrumento adecuado para crear y fortalecer las virtudes, sino que por lo general las destruye, puesto que reduce drásticamente la libertad de las personas. El incentivo, sobre todo el de última generación, construido en torno a la ‘dirección por objetivos’, se presenta como un contrato (efectivamente lo es) y, en cuanto tal, como una de las máximas expresiones de la ‘libertad de la modernidad’. Pero basta mirarle bien a los ojos para darse cuenta de que libertad de la cultura del incentivo no tiene nada que ver con la libertad necesaria para el desarrollo y el fortalecimiento de las virtudes verdaderas de la gente. La libertad del incentivo es una libertad auxiliar, pequeña y funcional a los objetivos puestos e impuestos por la dirección de la empresa. Es una libertad menor, que se parece mucho a la de un mirlo dentro de una jaula o a la de los leones en el zoo. A diferencia de los animales, nosotros creemos que en las jaulas y en los parques naturales entramos libremente cuando, en realidad, entramos hechizados por la flauta encantadora (incentivus era la flauta) y ya no salimos.
Pensemos, por ejemplo, en la lealtad. Hay pocas palabras tan citadas en la cultura empresarial como la lealtad. Es un término clave en las entrevistas de selección de personal, aparece en todos los compromisos éticos y es parte esencial del repertorio del empleado ideal que a toda empresa le gustaría tener. La lealtad es la virtud que nos hace capaces de ser fieles a una persona, a una institución o a un valor en situaciones en las que nadie nos observa y nos cuesta comportarnos de una determinada manera. La lealtad no puede ser objeto de contrato. Es una cosa del alma. Pero todos sabemos que los contratos dan implícitamente por supuesta una lealtad que sin embargo no se puede comprar. Los contratos no pueden auto-fundamentarse en sí mismos. Necesitan previamente pactos y, con ellos, lealtad y muchas otras virtudes pre-contractuales. Cuando los contratos sustituyen a las virtudes acaban minando el terreno que pisan.
El espléndido episodio de José y la mujer de Putifar, el egipcio, contiene una gramática fundamental de la lealtad. Un día, José estaba en casa de Putifar, cuando “no había nadie en casa”. La mujer “puso sus ojos” en él y le dijo: “Acuéstate conmigo” (Génesis 39). José respondió: “Mi señor no me ha prohibido nada más que a ti misma… ¿Cómo voy a hacerle este mal tan grande?”. Tomó una decisión leal que le costó la cárcel, cuando la mujer, al verse rechazada, le acusó de haber abusado de ella.
Para que haya lealtad, hacen falta tres elementos: una relación de arriesgada confianza; un coste concreto que la persona debe asumir, haciendo o no haciendo algo que le evitaría ese coste; y, tercer elemento crucial, la acción leal no debe ser observable. El valor de la lealtad se mide por lo que uno podría haber hecho y en cambio, por ser leal, no ha hecho.
La lealtad es el espíritu de los pactos y de las promesas, que viven de decisiones y actos visibles que se sustentan en actos y decisiones invisibles. Hay palabras no dichas, acciones no realizadas y secretos mantenidos en privado por amor a alguien durante toda una vida, que generan, regeneran y evitan la muerte de nuestros pactos, incluidos los que fundamentan la vida de las empresas e instituciones. Palabras no pronunciadas y actos no realizados que nadie agradecerá nunca, pero que dan espesor moral y dignidad a nuestras relaciones y a toda nuestra existencia.
Así comprendemos mejor por qué la virtud de la lealtad no puede fortalecerse, y mucho menos crearse, con los incentivos. Más aún, la lógica de los incentivos debilita la lealtad precisamente porque alienta y refuerza los comportamientos visibles, controlables, contractuales.
Aquí se abre un nuevo escenario. Nuestra capacidad de lealtad no es un stock constante, sino que varía con el tiempo en base a la calidad de nuestra vida interior y a las señales relacionales que provienen de las comunidades en las que vivimos. Mi decisión de ser leal aquí y ahora dependerá de mis recompensas morales intrínsecas, pero también de la percepción de que ‘merece la pena’ asumir los costes de la lealtad, que a veces pueden ser muy altos, por una empresa o comunidad determinada. La empresa no puede crear lealtad, porque ésta solo puede ser un don libre de la persona, pero puede tratar de poner a las personas que ya son leales en condiciones de ejercitar también allí esta virtud.
Precisamente aquí se desvela el mecanismo de autodestrucción de la lealtad y de las restantes virtudes como producto de la lógica de los incentivos. Los bancos y las grandes empresas tienen una necesidad cada vez mayor de controlar las acciones de sus miembros, de preverlas y orientarlas hacia sus objetivos. Lo que más temen son las áreas de acción que quedan fuera del control de la dirección, las zonas limítrofes y promiscuas. No les gustan las casas “donde no hay nadie” que controle, gestione y evalúe. La razón de este temor y esta desconfianza es la antropología pesimista que, más allá de las palabras, se encuentra en la base de las grandes instituciones capitalistas. Los directivos y, antes que ellos, los propietarios (e incluso a veces los sindicatos) piensan, más o menos conscientemente, que el trabajador es por lo general un oportunista al que necesariamente hay que controlar. En las fábricas de ayer este control era muy tosco y evidente. Con los incentivos ha cambiado la forma, que se ha disfrazado de libertad, pero en lo fundamental la cultura del control total se ha exacerbado, llegando hasta el alma. Por eso las grandes organizaciones capitalistas reducen sistemáticamente los espacios no observables de acción y de libertad. Y con ello reducen también las precondiciones para poder ejercitar la lealtad y otras muchas virtudes que, para no morir, necesitan de una verdadera libertad y una arriesgada confianza. Se genera así una radical y progresiva serie de ‘lealtades’ contractuales que, por ser observables y controlables, están privadas de la parte más valiosa de la virtud de la verdadera lealtad. Nos encontramos ante instituciones pobladas de virtudes-bonsái, todas ellas controladas e inscribibles. Pero los bonsáis no dan fruto y si lo dan es minúsculo y no comestible.
Todo esto produce un fenómeno de gran relevancia. Estas pequeñas y manejables ‘virtudes’ funcionan bastante bien en las situaciones ordinarias de la vida de las empresas, pero generan organizaciones altamente vulnerables en tiempos de grandes crisis, cuando más falta hace la lealtad y el alma de los trabajadores, que han sido sustituidas por los incentivos. La ideología de los incentivos, eliminando los espacios incontrolables de libertad y confianza, reduce las pequeñas vulnerabilidades pero aumenta enormemente las grandes vulnerabilidades de las empresas, que se ven privadas de los anticuerpos éticos esenciales para sobrevivir en las enfermedades importantes.
Los seres humanos somos mucho más complicados, complejos, ricos y misteriosos de cuanto piensan las instituciones y las empresas. A veces somos peores, otras muchas veces somos mejores y siempre somos distintos. Tenemos sentimientos y emociones que no nos permiten ser tan eficientes como deberíamos. Desperdiciamos recursos infinitos pidiendo reconocimiento y aprecio, a sabiendas de que la respuesta que obtendremos nunca será totalmente satisfactoria.
Pasamos por pruebas físicas y espirituales. Vivimos shocks emocionales, afectivos y relacionales. También somos capaces de acciones mucho más dignas y altas que las que nos exigen los contratos y las reglas. Vivimos y somos creativos mientras los lugares del vivir no nos apaguen la luz del corazón y nos reduzcan a su imagen y semejanza, borrando el excedente de alma donde habita nuestra salvación y la de nuestras empresas.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (37 KB) el 02/08/2015
"No obtiene frutos de la virtud el que quiere exprimirla"
Mahabharata, Libro sagrado hindú
Es un hecho que las organizaciones no pueden disponer de las virtudes que les resultan más importantes y necesarias. Las organizaciones más sabias aceptan el diferencial que existe entre las virtudes que les gustaría tener y las que efectivamente logran obtener de sus trabajadores, y aprenden a convivir con esta inevitable indigencia de cualidades humanas, que son fundamentales para su funcionamiento y crecimiento, sin intentar sustituirlas por otras cosas más simples.
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Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 26/07/2015
“En todos los lugares del mundo, los seres humanos desean lo mismo: ser reconocidos con dignidad por lo que son y lo que hacen. Las empresas como la nuestra estamos en óptimas condiciones para satisfacer ese deseo.” (Robert H. Chapman).
La cultura de las grandes empresas está invadiendo todo nuestro tiempo. Las categorías, el lenguaje, los valores y las virtudes de las multinacionales están creando y difundiendo una gramática universal con la que describir y producir todas las historias individuales y colectivas ‘de éxito’. Así, en pocas décadas, la gran empresa ha pasado de ser el lugar de explotación y alienación por antonomasia a ser un icono de excelencia y desarrollo humano.
[fulltext] =>Las pasiones colectivas que han logrado sobrevivir al siglo XX son las pasiones tristes del miedo y la inseguridad. Las pasiones que reinan sin oposición en estos tiempos son las del individuo. La cultura que producen y difunden las empresas globales es el instrumento perfecto para encarnar y potenciar el espíritu de estos tiempos. De hecho, la empresa capitalista exalta y potencia como nadie los valores del individuo y sus pasiones.
Así pues, las palabras y las virtudes del mundo de los negocios se están convirtiendo en las buenas palabras y virtudes de toda la vida social, en la política, en la sanidad, en la educación... Mérito, eficiencia, competitividad, liderazgo, innovación… son ya las únicas palabras buenas de toda la vida en común. A falta de otros lugares fuertes, capaces de producir otra cultura y otros valores, las virtudes de las empresas se presentan como las únicas que hay que reconocer y cultivar desde la infancia.
Las empresas hacen muchas cosas buenas, pero no pueden ni deben engendrar todos los valores sociales ni todo el bien común. Para vivir bien hace falta crear otro valor distinto al económico. Existen otros valores, que no son los de las empresas, y el bien común es mayor que el bien común que se genera en la esfera económica.
Esto lo hemos sabido siempre. Sin embargo, hoy lo estamos olvidando, como muestra de forma elocuente la gestión de la crisis griega y europea de las pasadas semanas, y de las próximas. Lo que está sucediendo en el ámbito asistencial y educativo, en el voluntariado, en la economía social e incluso en algunos movimientos católicos e iglesias, nos dice que las virtudes económicas están progresivamente reemplazando a las demás, entre otras cosas, porque la cultura empresarial global presenta algunas de estas virtudes como vicios (por ejemplo, la bondad, la misericordia, etc.). Además, debemos reconocer que la ‘culpa’ de este impresionante reduccionismo no es sólo, ni tal vez en primer lugar, de las empresas, las consultoras globales o las escuelas de negocios, que son los principales vectores de esta mono-cultura. Una gran responsabilidad objetiva le corresponde a la sociedad civil, que ya no logra crear suficientes lugares extra-económicos capaces de generar en los jóvenes y en las demás personas otras virtudes distintas a las económicas. Por ejemplo, la escuela debería ser, junto con la familia, el principal contrapeso de esta cultura ‘empresarialista’. Es propio de la escuela enseñar a los niños y a los jóvenes, sobre todo, las virtudes no utilitaristas y no instrumentales, que tienen valor aunque no tengan precio (o precisamente porque no lo tienen). En cambio, en todo el mundo la lógica y los valores de la empresa (mérito, incentivos, competición…) está ocupando la escuela. Los directores, los profesores y los estudiantes son valorados y formados según los valores de la empresa. Así, aplicamos la eficiencia, los incentivos y el mérito también a la educación de nuestros hijos y a la gestión de nuestras amistades (basta viajar con frecuencia a los países nórdicos, donde este proceso está más avanzado, para ver cómo se está transformando en esta dirección la amistad y la vida comunitaria y relacional).
El déficit antropológico que experimenta hoy la vida económica y civil no se llenará ocupando con las ‘nuevas’ virtudes económicas el vacío dejado por las antiguas virtudes no económicas, sino regenerando antiguas virtudes y generando otras nuevas que excedan el ámbito económico y empresarial y permitan el desarrollo integral de las personas, dentro y fuera del mundo del trabajo.
La economía siempre ha necesitado virtudes, es decir excelencia (areté). Pero hasta hace unas décadas, las fábricas y otros centros de trabajo utilizaban un patrimonio de virtudes y valores que se formaba fuera de ellas, en la sociedad civil, en la política, en las iglesias, en los oratorios, en las cooperativas, en los sindicatos, en los comercios, en el mar, en el campo, en la escuela y sobre todo en la familia. En estos lugares no económicos, regidos por principios y leyes distintas a las de las empresas y el mercado, se formaban y reformaban el carácter y las virtudes de las personas, que, dentro de las empresas, transformaban sus capitales personales en recursos productivos, empresariales y laborales. Sin olvidar el inmenso patrimonio representado por las mujeres (madres, hijas, esposas, hermanas, tías, abuelas…) que dentro de casa engendraban, formaban, amaban, cuidaban y regeneraban cada día a los muchachos y hombres que, cuando traspasaban la puerta del centro de trabajo, llevaban con ellos esas figuras femeninas, invisibles pero muy reales, que ofrecían y daban a las empresas servicios de un valor altísimo, también económico, a coste cero para la empresa.
En veinte o treinta años estamos agotando ese stock secular de patrimonios éticos, espirituales, civiles, y todavía no somos capaces de generar otros nuevos. Por eso, a las empresas llegan por lo general personas con un patrimonio moral escaso, personas frágiles y poco dotadas de las virtudes esenciales para la vida laboral, el trabajo en grupo y sobre todo para la gestión de las relaciones humanas, las crisis y los conflictos.
Las empresas, con el fin de seguir produciendo riqueza y beneficios, se han preparado para crear ellas mismas los valores y virtudes que necesitan para vivir. Casi ninguna de esas virtudes y valores son inéditas. No son sino la reelaboración y adaptación de antiguas prácticas, instrumentos y principios, orientados – este es el punto clave – a los fines de la empresa postmoderna.
Esto plantea desafíos decisivos. Tan importantes que de ellos dependerá fuertemente la calidad de nuestra vida económica, personal y social durante las próximas décadas. De ellos nos ocuparemos los próximos domingos.
Ayer, hoy y siempre, hay virtudes esenciales para la buena formación del carácter de las personas, que son anteriores a las virtudes económicas y empresariales. La mansedumbre, la lealtad, la humildad, la misericordia, la generosidad, la hospitalidad, son virtudes pre-económicas, que, cuando están presentes, permiten que también las virtudes económicas funcionen. Se puede vivir sin ser eficientes ni particularmente competitivos, pero sin generosidad, sin esperanza y sin mansedumbre se vive muy mal, a veces incluso no se vive.
Un mundo ocupado únicamente por virtudes económicas plantea preguntas que exigen respuesta: ¿Qué hacemos con los que no tienen méritos? ¿Y con los que no son excelentes? ¿Dónde colocamos a los que no son ‘smart’? No todos tenemos los mismos méritos, ni los mismos talentos; no todos somos capaces de ‘ganar’ en la competición de la vida. El mercado y la economía tienen sus respuestas para estas preguntas. En los mercados, el que no es competitivo sale; en las empresas de éxito ‘el que no crece queda fuera del grupo’. Pero si la esfera económica invade la vida social entera, ¿hacia dónde ‘saldrán’ los perdedores en las competiciones? ¿quién acogerá a los que no crecen o crecen de una forma poco relevante para los indicadores de la gestión empresarial? El único escenario posible sería la construcción de una ‘sociedad del descarte’. Seguimos siendo personas con dignidad incluso aunque no tengamos méritos, aunque seamos ineficientes y no competitivos. Pero la nueva cultura de la empresa no conoce esta otra dignidad.
Los trabajadores necesitan virtudes económicas y empresariales distintas, que las empresas no son capaces de generar. Las virtudes económicas son auténticas virtudes si van acompañadas o precedidas por las virtudes cuyo principio activo es la gratuidad.
Aquí es donde el gran proyecto de la cultura empresarial de crear por sí sola las virtudes necesarias para alcanzar sus propios objetivos encuentra un límite infranqueable: las virtudes, todas las virtudes, para nacer y florecer, tienen una necesidad vital de libertad y excedencia con respecto a los objetivos planteados por la dirección de la empresa. Nunca seremos trabajadores excelentes si perdemos el valor intrínseco de las cosas, si no nos liberamos de la servidumbre de los incentivos.
Para que las virtudes económicas de las empresas no se transformen en vicios, deben dejar humildemente que otras virtudes estén a su lado, amansándolas y humanizándolas. Sólo aprendiendo a perder tiempo, de forma ineficiente, con mis empleados, puedo esperar convertirme en un directivo verdaderamente eficiente. Sólo reconociendo humildemente que los talentos más valiosos que poseo no son fruto de mis méritos, sino puro don (charis), puedo reconocer mis verdaderos méritos y los de los demás.
Las empresas no pueden construir el buen carácter de los trabajadores, porque, cuando lo hacen, no generan personas libres y felices, como dicen y tal vez desean, sino tan solo tristes instrumentos de producción. Las empresas sólo pueden acoger y fortalecer nuestras virtudes, evitando destruirlas. Pero no pueden fabricarlas. Como ocurre con los árboles. Como ocurre con la vida. Esta es una de las leyes más espléndidas de la tierra: las virtudes florecen si son más grandes y más libres que nuestros objetivos, por muy nobles y grandes que éstos sean.
Aquí, en Vallombrosa, donde estoy escribiendo estas líneas, hace unos meses una tormenta derribó casi veinte mil árboles. Mientras trabajan en la retirada de los troncos caídos, cultivados durante siglos por monjes virtuosos, los forestales están empezando a plantar nuevos árboles, de muchas especies distintas, para intentar salvar la biodiversidad del bosque que renacerá.
Cuando los bosques caen, alguien debe empezar a plantar árboles. El árbol de la economía sólo crecerá bien si tiene a su lado a todos los demás árboles del bosque.
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Hay que entender los desafíos.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 26/07/2015
“En todos los lugares del mundo, los seres humanos desean lo mismo: ser reconocidos con dignidad por lo que son y lo que hacen. Las empresas como la nuestra estamos en óptimas condiciones para satisfacer ese deseo.” (Robert H. Chapman).
La cultura de las grandes empresas está invadiendo todo nuestro tiempo. Las categorías, el lenguaje, los valores y las virtudes de las multinacionales están creando y difundiendo una gramática universal con la que describir y producir todas las historias individuales y colectivas ‘de éxito’. Así, en pocas décadas, la gran empresa ha pasado de ser el lugar de explotación y alienación por antonomasia a ser un icono de excelencia y desarrollo humano.
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