Y el paraíso se convirtió en ciudad.

Y el paraíso se convirtió en ciudad.

El exilio y la promesa/28 – Siempre hay un trozo de tierra sagrada que no está en venta y por tanto no tiene precio.

Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 19/05/2019

«El precio de la vida proviene de cosas que no tienen precio. El hombre alcanza su más alta dignidad en la esfera del acto gratuito, donando lo que posee y lo que es».

François Perroux, Le capitalisme

El comentario al libro de Ezequiel llega a su fin. Sus últimas palabras se refieren a la ciudad, recordándonos que la profecía tiene sentido si nos habla del cielo para mejorar la tierra.

Generalmente, los que temen la gratuidad y el don no intentan eliminarlos. De forma más inteligente, les dedican palabras de estima y elogio, para después dejarlos encerrarlos en un ámbito angosto y separado donde, atados y aprisionados, no molesten el comercio normal que se produce fuera del recinto. Los nombres de estos cercados ideológicos donde hoy se intenta encerrar la gratuidad y el don son: ONG, voluntariado, tercer sector, religión. Hay falsos profetas que hacen todo lo que está a su alcance para convencernos de que el don y la fraternidad solo son buenos y útiles si no salen de un territorio bien definido y limitado. Saben que, si se liberan y salen, pondrían en profunda crisis sus negocios. Las grandes innovaciones ocurren cuando, gracias a algún profeta honesto, la gratuidad cruza su frontera e irrumpe en la ciudad, transformándola y cambiándola para siempre.

«Esto dice el Señor: Recibiréis todos por igual vuestra parte de tierra, porque yo juré con la mano en alto dársela a vuestros padres, y esta tierra os pertenecerá en heredad» (Ezequiel 47,13-14). Al final del libro de Ezequiel, nos encontramos con la tierra, que en la Biblia es mucho más que un asunto jurídico o político. Para los profetas la tierra es siempre tierra prometida, sobre todo para los profetas del exilio, cuando la tierra y la promesa parecen haberse perdido para siempre. Una de las tareas más grandes y principales de los profetas, tal vez la más valiosa, consiste en mantener viva la promesa cuando todo y todos dicen que se ha terminado. Hablan de futuro durante la destrucción, de belleza ante la fealdad, de salud en la enfermedad, de vida frente a la muerte. Sin profecía no se sale de las grandes crisis.

La tierra prometida pertenece al ADN espiritual profundo del humanismo bíblico. Es una parte esencial de la dote de su Dios distinto, que es verdadero por la verdad de su promesa. Este es uno de los motivos por los que el pueblo hebreo ha sido (y sigue siendo) tentado y puesto a la prueba con respecto a la posesión y desposesión de la tierra. Pero, también en este caso, la mirada de los profetas es distinta a la mirada de la Ley. Ezequiel dice que cada una de las doce tribus debe recibir una parte igual de tierra, sin tener en cuenta su población. Nos dice que, si bien hay una justicia en la proporcionalidad, hay otra justicia que reconoce un derecho igual a realidades distintas. No siempre el hecho de ser menos y más pequeños justifica una cuota inferior. A veces, la grandeza y la fuerza no son las primeras palabras del pacto social. Muchas veces lo son, pero no siempre. Hay dimensiones morales y sociales que no se pueden medir ni pesar. A veces las exigencias de la equidad preceden a las de la igualdad, pero otras veces el principio de igualdad debe ser absoluto, sobre todo en materia de derechos de la persona. La dignidad, el respeto y la libertad no se atribuyen en base a la cantidad y al número. Para los profetas, la tierra prometida no pertenece al reino de la cantidad sino al del espíritu y por tanto al de la calidad.

La Ley dice repetidamente que los extranjeros no son como los hebreos, que no tienen los mismos derechos (Dt 23,3-4). En cambio, el profeta cambia y rectifica, da un vuelco: «Esta es la tierra que os repartiréis las doce tribus de Israel. Os la repartiréis a suerte como propiedad hereditaria, incluyendo a los emigrantes residentes entre vosotros que hayan tenido hijos en vuestro país. Serán para vosotros como los israelitas indígenas.» (Ez 47,21-22). La Ley/Torá, por su naturaleza, relega las normas especiales del séptimo día únicamente al Shabat y hace todo lo posible para que estas sean una excepción. En cambio, la profecía tiende a extender la ley jubilar del séptimo día a todos los días de la semana. Para la Ley, la excepción sabática debe ser eso: una excepción (la igualdad entre ciudadano y extranjero, entre hombre y naturaleza, entre libres y esclavos…). Sin embargo, para la profecía es la norma del Reino que vendrá. La polémica de Jesús con respecto al sábado es una crítica profética a un sistema que defendía celosamente el sábado para evitar que saliera del recinto del séptimo día. La profecía del evangelio es un sábado eterno, donde la fraternidad cósmica es la regla de oro de la nueva ley.

Las comunidades sin profetas y sin profecía discriminan entre nativos y extranjeros, entre distintas categorías de hijos. La Ley distingue, atribuye prioridades y excluye. Los profetas, en nombre de otra ley, unifican, incluyen, equiparan. Del diálogo y la confrontación entre Ley y Profecía surgen las reglas concretas y mutables de la convivencia civil. Si en el debate cívico faltan las razones de los profetas, o si estos son acallados, muertos o convertidos, estas normas serán necesariamente inhumanas e injustas.

Ezequiel continúa: «A los levitas les corresponderá una parcela lindando con la de los sacerdotes (…) Nada de esto podrán vender ni permutar. No podrán enajenar lo mejor de la tierra, porque es porción santa del Señor» (48,13-14). La tribu de Leví recibe la parte central de la tierra prometida, regida por un estatuto distinto: este trozo de tierra no puede ser objeto de compraventa. Esta tierra no sigue las leyes de la oferta y la demanda. De este modo, gracias a ese trozo de tierra, toda la tierra sigue siendo todavía tierra prometida, aunque ya se haya alcanzado.

Esta no es la tierra del contrato, sino la del pacto. Para marcar la diferencia entre contrato y pacto utiliza un lenguaje fuerte y claro, que consiste en poner un límite a los intercambios comerciales, diciendo que en esa relación no todo está en venta, que hay cosas y valores verdaderamente no negociables. En la Biblia, a diferencia del mundo latino, el negocio no es la negación del ocio (nec-otium) sino la negación de lo sagrado: «porque es porción santa del Señor». Un pacto no es un contrato porque no hay ningún precio de reserva a partir del cual el bien se convierta en mercancía. Aunque algunos juristas hayan querido llamarlo así, un matrimonio no es un negocio, porque se fundamenta en un trozo de tierra sagrada que no es mercancía, sino única y exclusivamente bien. Ese trozo de tierra común es nuestra tierra prometida y por tanto no tiene precio, y la ausencia de precio le da un valor infinito.

La última visión de Ezequiel acaba con la nueva Jerusalén: «Las puertas de salida de la ciudad llevarán los nombres de las tribus de Israel» (48,31). Y el libro se cierra con esta frase: «Desde entonces la ciudad se llamará: “El Señor está allí”» (48,35).

El libro del profeta Ezequiel, el profeta que más nos ha hablado del cielo, de visiones y ángeles, concluye con la visión de una nueva ciudad. En los grandes libros, las primeras palabras y las últimas son especiales. No son como las demás. Tienen un peso y un sentido distinto. Muchas veces habría que leerlas juntas. «El año treinta, el día cinco del mes cuarto, hallándome entre los deportados, a orillas del río Quebar, se abrieron los cielos y contemplé una visión divina». Este es el primer versículo del libro de Ezequiel, con el que, hace casi seis meses, comenzamos este largo viaje. Los cielos se abrieron y el profeta tuvo visiones divinas, muchas de las cuales fueron recogidas en su libro. Al final, su última palabra es una palabra laica y humilde: ciudad. Ezequiel, a lo largo de estos meses, nos ha regalado muchas palabras de belleza y esperanza. Pero tal vez la más bella sea esta última. Un mensaje maravilloso para quienes, como nosotros, no ven los cielos abiertos, no tienen visiones, pero quieren y deben ver la ciudad, con su política, su economía y su gente, y encontrar ahí su paraíso. Al mismo tiempo, las visiones y los cielos de Ezequiel se han convertido también en los nuestros. Los profetas nos cuentan sus visiones para que puedan convertirse en patrimonio nuestro y en ayuda cuando peleamos las mismas batallas que ellos sin escuchar “esto dice el Señor”. Aquí hay una herencia extraña pero real: continuar sus luchas sin tener su luz genera una verdadera fraternidad entre nosotros y los profetas.

Una vez más ha llegado el momento de la despedida. Tenemos que dejar a Ezequiel, con la melancolía con que se deja a un amigo querido que nos ha hospedado durante algunos meses en su bella casa. En su compañía hemos atravesado las luces y las sombras de este tiempo, sus alegrías y sus esperanzas. Muchas cosas quedan grabadas en el alma. Sobre todo, algunas páginas inmensas e infinitas, como el relato de su vocación profética en tierra de exilio, sacerdote sin templo que recibe en herencia un templo tan grande como el mundo. O el mutismo que acompaña su vocación, haciéndola aún más verdadera y humana, porque nadie mejor que un profeta sabe que no es dueño de las palabras que dice, que cada palabra es un don que rompe el silencio. Y después, la destrucción de Jerusalén y del templo, que él había profetizado desde el primer día de su vocación: misterioso destino de un profeta que recibe la tarea de anunciar la destrucción de la ciudad santa, “delicia de sus ojos”. Luego, el nuevo corazón de carne y la gran visión de los huesos secos resucitados, en el Pentecostés del Antiguo Testamento. A continuación, el nuevo templo, que se convierte en un manantial de agua que inunda el mundo, sacralizando lo profano y la tierra entera. Finalmente, la ciudad. Su ciudad y nuestras ciudades. Pero antes, durante y siempre: el exilio y la promesa. Ezequiel es un profeta muy grande porque ha sabido conservar la fe en la promesa durante el exilio babilónico, el tiempo más duro de la historia de Israel. De este modo nos ha enseñado que la promesa puede seguir viva aunque el gran sueño muera, que Dios sigue siendo verdadero aunque sea derrotado, que el éxito no es un buen indicador de la verdad, que porque una historia se acabe no llega el fin de la historia. ¿Qué sería la religión sin profetas? ¿Y la vida? ¿Y nosotros?

Gracias a todos los que me han acompañado durante estos meses, en un trabajo que cada vez es más coral. Gracias, como siempre, a Marco Tarquinio, director de este diario, que es una de las grandes bendiciones de esta etapa de mi trabajo y de mi vida. Tras un domingo de descanso, el 2 de junio continuaremos nuestro diálogo con la Biblia, con el comentario a los libros de los Reyes y por tanto con la historia de Salomón y Elías. Dispuestos, una vez más, a dejarnos sorprender por la Biblia y, en ella, por la vida.

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