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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 10/02/2019
«Cuando el alma está angustiada, cuando el dolor no deja salir ninguna oración de la garganta, el puro reposo silente del Shabat nos lleva al reino de una paz sin fin. La eternidad señala un día. Shabat»
A.J. Heschel, El Shabat
Los desórdenes morales son expresión de desórdenes espirituales. La ética es segunda. Detrás de una maldad cometida contra otro se cela un malestar más radical y profundo dentro del alma. La ofensa y el ultraje al nombre del otro son hijos del ultraje y la ofensa al propio nombre. Toda crisis moral se cura en el centro, poniendo el corazón en el único lugar donde puede reposar, encontrarse a sí mismo y sentirse llamado. El primer movimiento para curar las enfermedades profundas de la vida es teológico, pues tiene que ver con la naturaleza de nuestro nombre, que no puede llamarse, solo ser llamado. De niños descubrimos nuestro nombre cuando lo oímos en boca de las personas que nos quieren. Nos hacemos malos cuando dejamos de darnos la vuelta al oír que alguien pronuncia nuestro nombre, ya sea porque lo hemos olvidado o porque nadie lo dice con suficiente agape como para poderlo reconocer.
[fulltext] =>«La sangre que derramaste te condena, te han contaminado los ídolos que fabricaste… En ti desprecian al padre y a la madre, en ti atropellan al forastero, en ti explotan al huérfano y a la viuda… Profanas mis sábados» (Ezequiel 22,4-8). La caída de Jerusalén está próxima. Ezequiel y los pocos profetas verdaderos de Israel lo saben. Lo saben no porque vean el futuro, sino porque ven el presente de una forma distinta y más profunda, y en él leen también las señales del futuro, a medida que se va haciendo realidad instante tras instante. La profecía es una inmersión total en el presente, el único lugar donde es posible escuchar una voz que habla y llama. Aquellos que han aprendido en la vida palabras de vida espiritual auténtica, se hacen maestros del presente, capaces de tocar o rozar la eternidad, sumergidos como están en un presente infinito. La única eternidad posible es la que nos envuelve ahora mientras estamos sencillamente viviendo.
Para Ezequiel el diagnóstico de la ruina de su pueblo es inmediato: es la consecuencia natural de una corrupción teológica convertida en corrupción moral y social. Nosotros podemos leer la caída de Jerusalén a la luz de la geopolítica del tiempo y dar así explicaciones alternativas a las de los profetas. Podemos hacerlo con el pasado como lo hacemos con el presente, cuando explicamos las guerras, las destrucciones y el dolor inmenso de nuestro tiempo sin hacer referencia a la fe ni a los pecados, ni a Dios. Pero donde hay un profeta vivo, desde su solitario puesto de vigía accede a otra dimensión de la realidad, y por tanto a otras perspectivas y a otros horizontes distintos que no conocemos. ¡Qué bien nos vendrían hoy estas lecturas más amplias, más profundas y más altas! Sin embargo, respondemos a la carestía de profecía negando la necesidad de su cuarta dimensión. Nos hemos adaptado a un mundo reducido y hemos dejado de soñar con el paraíso, convencidos de que ya no existe.
Aquí Ezequiel nos dice que hay un nexo lógico y tremendo entre los mandamientos teológicos de la Ley y los mandamientos sociales. La renuncia a la idolatría, corazón de la primera parte del decálogo, es la raíz de toda la Torá. Si deshonrar al padre y a la madre o no ser solidarios con el pobre y el forastero son expresiones de la idolatría, eso implica que cuando se pierde el centro teologal de la vida toda maldad se hace posible y concreta.
En esta síntesis de la Ley que Ezequiel nos da hay otras dos palabras que resuenan con una fuerza enorme en nuestro presente: el pecado contra el forastero y el pecado contra el sábado/shabat. El extranjero residente, el gher, o el visitante de paso (nokri), eran figuras habituales en Judá, una región de desplazamientos y migraciones. Eran comerciantes, trabajadores, militares, nómadas y fugitivos, migrantes políticos y económicos que se encontraban durante un periodo más o menos largo viviendo en medio del pueblo de Israel. En comparación con las normas de las poblaciones vecinas, la Ley de Moisés era especialmente acogedora y generosa con respecto a los forasteros: «No oprimas al gher: ya sabéis lo que es ser gher, porque gherim fuisteis vosotros en la tierra de Egipto» (Éxodo 23,9).
Cuando Ezequiel detalla los cargos contra Jerusalén, dice que el pueblo ha violado la ley sagrada de la hospitalidad y no ha acogido ni respetado al extranjero («en ti atropellan al forastero»). Los inmigrantes, los extranjeros, los nómadas, siempre han sido maltratados porque se encuentran en una situación objetiva de vulnerabilidad y de exposición al abuso. La historia nos dice que la posibilidad del abuso se traduce casi siempre en abuso efectivo. De esta deformación del comportamiento posible en efectivo nacen las leyes y las instituciones. La Torá y los profetas protegen al forastero porque saben que el pueblo de forma natural no lo haría y por tanto perdería el alma y la bendición de YHWH, que es un Dios distinto y verdadero porque, entre otras cosas, acoge y protege al extranjero.
La piedra angular de esta legislación es la experiencia propia de los hebreos en Egipto. El hecho de haber sido forasteros oprimidos allí es la razón primera y suficiente para no contribuir a que esa mala experiencia se repita una y otra vez en la tierra. Nosotros no fuimos acogidos ni respetados por los egipcios, ya que nuestros padres experimentaron la humillación y el sufrimiento de la migración. Por eso tenemos el deber teológico y ético de ser distintos, generosos y acogedores con nuestros forasteros. Nuestro dolor de emigrantes no acogidos de ayer fundamenta la acogida a los extranjeros de hoy. Estas catarsis inter-temporales son el fundamento de las buenas normas: la experiencia y el recuerdo de un derecho negado en el pasado se convierten en la razón para reconocer ese derecho a quienes hoy se encuentran en situación parecida. Las civilizaciones progresan cuando el ejercicio de la memoria no produce rencor o venganza sino pietas y deseo de reducir el sufrimiento en el mundo. Cuando, ante un gran dolor mío o de otros, alcanzo a gritar “¡nunca más!”, ese dolor se convierte en una bendición para mí y para todos. Así es como han nacido muchas Constituciones después de las guerras, y así es como nació la magnífica legislación sobre el respeto y el trato al forastero en la Biblia, que en todo tiempo juzga nuestras acciones y nuestras palabras.
Una de las consecuencias morales y sociales del dominio de las finanzas, que marca el comienzo de este milenio, es la desaparición de la memoria como recurso ético y espiritual del presente y del futuro. El único tiempo que conocen las finanzas es el futuro, entendido como apuesta y como expectativa de ganancia. El monopolio del registro económico-financiero ha amputado de nuestra civilización el tiempo pasado, porque ningún pacto estipulado ayer condiciona verdaderamente los actos de hoy, ni el dolor de los padres genera normas válidas para orientar la actuación de los hijos.
Finalmente está el tema del sábado, el shabat: «Profanas mis sábados». El shabat es una de las grandes novedades de la ley de la cultura de Israel, un inmenso e inédito regalo que la Biblia ha hecho a la humanidad de todos los tiempos. En el exilio, en una tierra sin templo y por tanto sin un lugar que señale el espacio y distinga con su umbral la tierra sagrada de la profana, los hebreos, debido a la muerte de la sacralidad del espacio y gracias al shabat, aprenden la sacralidad del tiempo. En un espacio totalmente profano, sin un lugar donde pararse a tener un encuentro con YHWH, Israel se encuentra con un día distinto que desempeña en el orden del tiempo la misma función que el templo en el orden del espacio. La u-topía del templo genera la u-cronía del shabat, un templo móvil que solo el inmenso luto por la destrucción del templo y el exilio podía generar. Entrar en el shabat es entrar en el templo del tiempo.
Pero ahí el lenguaje para hablar con Dios no es el de los sacrificios de palomas o corderos sino el de unas relaciones sociales y cósmicas distintas, signo y sacramento de la fraternidad universal que un día llegará también a los seis restantes días de la semana de la historia. Esa igualdad radical que en el séptimo día aúna a ciudadanos y forasteros, a hombres y mujeres, a libres y esclavos, a seres humanos y animales, a animales, plantas y tierra, expresa por sí misma la esencia del humanismo bíblico. El pueblo de Israel ha salvado el shabat durante milenios, y el shabat ha salvado a Israel.
La creación bíblica (Génesis 1) se cierra con el reposo/shabat de Elohim, con la separación de Dios con respecto a su creación. Esa separación crea el espacio de libertad donde los seres humanos pueden seguir transformando la tierra y haciéndola mejor de como la dejó Elohim antes de separarse de ella. Pero el shabat es también un dispositivo de salvaguardia de las relaciones sociales y cósmicas. La promesa no morirá mientras mantengamos viva en el ciclo vital de los días la memoria de la socialidad y la tierra del séptimo día, distinta de la plasmada por nuestras relaciones de poder durante los seis primeros días. Podemos anunciar una tierra de fraternidad que todavía no existe porque ya la estamos experimentando. No se salvaguarda la tierra ni las relaciones sociales si el Adam es dueño y señor todos los días de la semana. Sin el don del séptimo día, la respiración de la tierra es la respiración del extranjero humillado.
Dios se detuvo el sexto día, el número de la imperfección. Mantuvo el séptimo día fuera de nuestro control, para dejarnos ser indigentes de plenitud y padres de posibilidades. En el valor de esta falta buena de plenitud radica el sentido de una de las actividades (melajot) que la ley hebrea prohíbe realizar en el shabat: «Dar la última mano para culminar un trabajo» (nº 38). Dejar un trabajo sin culminar es un símbolo de la falta de plenitud de la vida. No somos nosotros quienes damos la última mano a nuestra existencia. Será otra mano, no la nuestra, la que cerrará nuestros ojos por última vez. Somos relación, no somos propietarios de las últimas palabras de nuestra historia. Bajo el sol, también las cosas maravillosas se interrumpen un día antes del último, para que otro pueda dar la última mano y completar la obra maestra.
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Luigino Bruni
Orginal italiano publicado en Avvenire el 03/02/2019
«Llevo siglos, o un momento,
quieto en un vacío donde todo calla,
no sabría decir desde cuándo siento
angustia o paz»Francesco Guccini Shomer ma Mi-lailah
En un diálogo auténtico, para que nazcan las palabras es necesario que exista confianza en las propias palabras y por tanto previamente en la persona que las pronuncia. Nadie entra en diálogo si no es acogido por el otro. Así pues, la confianza, en su dimensión originaria, es esencialmente una cuestión de don. Dios también ha necesitado la confianza de los profetas para poder hablarnos. Quién sabe cuántas palabras proféticas auténticas se han perdido y se pierden porque quien las escucha no confía en ellas, ni las entiende como son, ni se las cree. Pero los profetas, a la vez que necesitan confiar en YHWH - y al hacerlo permiten que hable en el mundo -, también necesitan nuestra confianza, para que la palabra que transmiten no caiga en el vacío. Toda palabra verdadera es diálogo, encuentro de palabras dadas y recibidas. El profeta es un centinela, y si nadie recoge la alarma que lanza desde las murallas, su grito se apaga y se convierte en un soplo de aire. Entonces, las pruebas “empíricas” de la verdad de sus palabras no se encuentran ni en el cielo ni en la tierra, sino en la frágil fuerza de la confianza, de la fides, de la fe. Ezequiel puede seguir hablándonos mientras nosotros le demos crédito, mientras creamos en él.
[fulltext] =>«Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, ponte mirando al sur, vaticina al mediodía, profetiza así al bosque austral: ¡Bosque austral, escucha la palabra del Señor! Esto dice el Señor: Voy a prenderte un fuego que devore tus árboles verdes, tus árboles secos. No se apagará la ardiente llamarada que abrasará todos los terrenos, desde el sur hasta el norte. Y verá todo mortal que yo, el Señor, lo encendí, y no se apagará» (Ezequiel 21,1-4). “Me dirigió la palabra el Señor”. Hemos atravesado veinte capítulos marcados y esculpidos por esta frase, hasta tal punto que representa uno de los temas dominantes (puesto que expresa la esencia del profetismo). A pesar de ello, cada vez que nos topamos con esta frase sentimos sorpresa y conmoción al leer las palabras susurradas por Dios al oído de otros hombres como nosotros; palabras convertidas en hechos, como los que acontecen cada día del mundo.
Ciertamente nosotros, los hombres y mujeres del tercer milenio, podemos atenuar la fuerza de esa experiencia auditiva. Podemos leerla con todos los instrumentos técnicos e históricos a nuestro alcance. Podemos incluso llegar a negarla, equiparando el profetismo a los grandes mitos antiguos y desconectándolo de esa voz distinta que los inspira y alimenta. O podemos sostener que los libros de los profetas han sido escritos ex-post por reformadores religiosos que querían imprimir a sus reformas un crisma sagrado más fuerte que el de su política. Podemos hacerlo y de hecho muchos lo hacen. Pero de este modo la Biblia pierde interés espiritual y antropológico, deja de fascinar y pronto se pierde a sí misma. Ezequiel nos habla y nos cambia si nosotros le vemos mientras habla con la voz que le habla, en un diálogo nunca interrumpido gracias a los lectores que creen en él, le dan crédito, y de este modo permiten que siga hablando. No sabemos el contenido ni los detalles de sus experiencias auditivas ni de las teofanías que describe, pero para permanecer conectados a sus palabras y no interrumpir su flujo espiritual, debemos creerle, tomarle en serio, sin pensar que se autoengaña. La fe bíblica es muchas cosas a la vez, pero es posible que sobre todo sea dar confianza a una palabra.
Los primeros que no toman en serio a Ezequiel son sus compatriotas, exiliados como él en Babilonia, que no entran en un auténtico diálogo con él. Los ancianos del pueblo le preguntan (por sus intereses), pero no le dan su confianza. Si así hubiera sido, habrían entrado en ese diálogo dispuestos a convertirse en algo distinto de lo que eran antes de comenzar, como ocurre cada vez que confiamos verdaderamente en alguien. Cada diálogo genuino es el vado nocturno de un río, donde entra Jacob y sale Israel (Génesis 32). El gran mito de la lucha en el río Yaboq es también un icono perfecto del diálogo: empezamos con un nombre y acabamos con un nombre nuevo, y al final salimos heridos pero bendecidos, en una danza de reciprocidad.
Desde el comienzo de su predicación, el principal mensaje que Ezequiel trata de enviar a su gente en el exilio es que lo que está a punto de suceder en Jerusalén, es decir su destrucción y la deportación de todo el pueblo de Judá a Babilonia, es inevitable, porque es la lógica consecuencia de una vida corrupta religiosa y moralmente. El final de la ciudad santa es indudable y se encuentra próximo. La parte del pueblo que ya está exiliada, en lugar de hacerse ilusiones acerca de un regreso inminente a la patria, bajo la acción de los falsos profetas – Jeremías (cap. 28) cuenta que el falso profeta Ananías profetizaba que los exiliados regresarían muy pronto a Jerusalén –, debería comprender que en breve se reuniría en Babilonia con el resto del pueblo. Los exiliados deberían aprender, a partir de lo que está a punto de sucederle a Jerusalén, la lección de que el único camino bueno es la conversión inmediata, el abandono de los ídolos y las iniquidades, y la vuelta a la Alianza y a la Ley.
En vísperas de la deportación a Babilonia y después, durante el exilio, el número de falsos profetas creció mucho en el pueblo de Israel, y la lucha que combatieron contra ellos sobre todo Ezequiel y Jeremías fue especialmente dura. Por eso, a causa de la acción constante y tenaz de los falsos profetas, de buena y de mala fe, los hebreos exiliados seguían haciéndose ilusiones, se sentían seducidos por los cultos babilónicos y posiblemente querían edificar un templo para repetir en Babilonia las mismas prácticas idolátricas y sincretistas del pueblo que seguía en Jerusalén (cap. 20).
La comunidad deportada sigue sin entender las palabras de Ezequiel y sus gestos, que son objeto de ridículo y mofa. Ahora le acusan de ser una especie de actor de calle: «Yo repliqué: - ¡Ay Señor! Van diciendo de mí: “Es un recitador de fábulas”» (21,5). Un recitador de fábulas: Ezequiel debe anunciar un mensaje dramático a su gente, el más dramático desde los tiempos de Moisés, acontecimiento decisivo en la historia de la salvación, y la gente a la que es enviado lo toma por una especie de saltimbanqui, un tipo raro que cuenta y hace mimo, que formula enigmas extravagantes, aún más raros que sus palabras. Un mago, un sofista, un técnico de la palabra que usa para confundir a sus interlocutores o para sorprenderlos con fenómenos estéticos. Exactamente lo contrario de lo que Ezequiel hace y quiere hacer. Pocos años después de su llamada profética, Ezequiel se encuentra con un mensaje y una misión completamente tergiversados por su comunidad. No hay que excluir que algunos pensaran que los incendios de los bosques de las regiones cercanas habían sido encendidos por el mismo Ezequiel, en un momento de exaltación extática o gracias a los poderes mágicos que le permitían actuar a distancia (“Voy a prenderte un fuego que devore tus árboles verdes, tus árboles secos”).
Ezequiel actor, saltimbanqui, mago, pirómano. Extraña suerte la de los verdaderos profetas, que contrasta con la de los falsos profetas. Estos últimos, en virtud de una vocación divina que no han recibido, obtienen éxitos y apoyos. Los primeros, en virtud de una vocación que sí han recibido, se encuentran sistemáticamente y sin escapatoria envueltos en las críticas y el sarcasmo, y casi siempre terminan su vida en la marginación y en la persecución. Por eso, paradójicamente (la paradoja solo es tal para quien no conoce la Biblia ni la vida), la falta de éxito es el primer indicador de la verdadera profecía. No es el único (no todas las mujeres y hombres vencidos son profetas o profetisas, aunque muchos son personas honestas y verdaderas), pero es un gran indicador. Pero si alguien quiere encontrar con facilidad falsos profetas, ayer como hoy, debe buscarlos en los lugares frecuentados por los vencedores.
Para terminar, en este capítulo volvemos a encontrar otro pilar de la profecía de Ezequiel: su cuerpo se hace símbolo, sacramento y mensaje: «Tú, hijo del hombre, gime doblando la cintura, gime amargamente a la vista de ellos. Y cuando pregunten por qué gimes, responderás: Porque al llegar una noticia todos los corazones desmayarán y desfallecerán todos los brazos, todos los espíritus vacilarán y flaquearán todas las rodillas. Mira que llega, que sucede» (21,11-12). Una vez más, Ezequiel habla con el lenguaje mudo de su cuerpo marcado, y lo hará de nuevo. Agotados los recursos orales, recurre a esa palabra extrema que es la carne dolorida. Aquí eleva un verdadero lamento fúnebre: llora, sufre y gime por la ciudad que va a ser destruida, y lo hace antes de que ocurra de verdad. Los profetas sufren antes de las catástrofes y tragedias y siguen haciéndolo durante y después, como nosotros y junto con nosotros. Cuando a los profetas se les acaban los recursos ordinarios y extraordinarios, les queda la posibilidad de llorar y gritar un luto. Ayer y siempre. Generalmente tampoco ellos tienen la capacidad de obtener la conversión de las personas a las que deberían convertir. Lo desean, lo quieren, sufren en el cuerpo, pero ellos, como nosotros, necesitan confianza y fe. Y bien pensado este ya es un mensaje lleno de esperanza.
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El exilio y la promesa/13 - Cuando enmudecemos, nos queda la palabra extrema: nuestra carne
Luigino Bruni
Orginal italiano publicado en Avvenire el 03/02/2019
«Llevo siglos, o un momento,
quieto en un vacío donde todo calla,
no sabría decir desde cuándo siento
angustia o paz»Francesco Guccini Shomer ma Mi-lailah
En un diálogo auténtico, para que nazcan las palabras es necesario que exista confianza en las propias palabras y por tanto previamente en la persona que las pronuncia. Nadie entra en diálogo si no es acogido por el otro. Así pues, la confianza, en su dimensión originaria, es esencialmente una cuestión de don. Dios también ha necesitado la confianza de los profetas para poder hablarnos. Quién sabe cuántas palabras proféticas auténticas se han perdido y se pierden porque quien las escucha no confía en ellas, ni las entiende como son, ni se las cree. Pero los profetas, a la vez que necesitan confiar en YHWH - y al hacerlo permiten que hable en el mundo -, también necesitan nuestra confianza, para que la palabra que transmiten no caiga en el vacío. Toda palabra verdadera es diálogo, encuentro de palabras dadas y recibidas. El profeta es un centinela, y si nadie recoge la alarma que lanza desde las murallas, su grito se apaga y se convierte en un soplo de aire. Entonces, las pruebas “empíricas” de la verdad de sus palabras no se encuentran ni en el cielo ni en la tierra, sino en la frágil fuerza de la confianza, de la fides, de la fe. Ezequiel puede seguir hablándonos mientras nosotros le demos crédito, mientras creamos en él.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 27/01/2019
«La soledad ha llegado... Los hombres se han retirado, las amistades han menguado, las aficiones se han terminado. ¿Ingratitud? ¿Vanidad? ¿Ilusión? … Ciertamente. Pero sobre todo se trata de la lógica de la existencia, que domina hasta determinada edad del hombre, y después, desde la cima, se degrada por la otra vertiente hasta sumergirse en el misterio. Solo: por tanto, libre»
Igino Giordani, Diario di fuego
En las experiencias relativas al don, el acto primero de dar no es suficiente. El segundo acto, la aceptación del don, es co-esencial. Porque el don discurre a lo largo el tiempo, en una sintaxis social de actos libres. En el origen de muchas patologías relacionales hay un donante tan preocupado por entregar su don que impide que el receptor pronuncie libremente su sí. En muchas relaciones, la parte más débil no es la del que recibe sino la del que da, porque el rechazo produce mucho dolor y mucha frustración (como la que experimenta Caín cuando su don no es aceptado). Todos tememos que nuestros dones más importantes no sean aceptados (por un hijo, por el jefe de la oficina…). Por eso, tenemos la tentación de quitarle al otro la libertad de rechazar nuestro don y cuando tenemos la posibilidad, muchas veces lo hacemos. El Dios bíblico no ha querido privarnos de la libertad de rechazar su don más grande, la Alianza y la Ley, y por eso ha exaltado nuestra dignidad a la vez que registraba nuestras infidelidades. Y lo sigue haciendo.
[fulltext] =>Por tercera vez desde el comienzo de su misión, los ancianos de la parte del pueblo que ha sido exiliada a Babilonia, se dirigen a Ezequiel y le piden que interrogue a YHWH para tener un oráculo: «Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, habla así a los ancianos de Israel: Esto dice el Señor: ¿Conque venís a consultarme? Por mi vida juro que no me dejaré consultar por vosotros» (Ezequiel 20,2-3). Para explicar este rechazo a los ancianos, Ezequiel pasa en reseña toda la historia de la salvación (que para él comienza en Egipto y no con los patriarcas), dividida en tres partes: Egipto, el desierto y por último Canaán. Del largo relato de Ezequiel, enriquecido y enmendado por la mano de un redactor posterior, emerge con claridad un fuerte mensaje. La historia que va desde la liberación del pueblo esclavo del faraón hasta la conquista de la tierra prometida en realidad es el relato de las vicisitudes de un pueblo marcado por la incapacidad para permanecer dentro del ethos de la Alianza y de la Ley. Esta historia es una sucesión de momentos de fidelidad y de periodos, más largos, de traición. El pacto es pura gratuidad, pero necesita la respuesta afirmativa del pueblo, respuesta que debe repetirse después de cada uno de los múltiples fracasos.
La infidelidad se manifiesta sobre todo en las prácticas idolátricas, el principal cargo según Ezequiel y los profetas. En este capítulo encontramos una lectura de la idolatría que nos desvela su raíz y su naturaleza más seria y grave: «Esto dice el Señor: Vuestros padres encima me ofendieron: (…) al ver un collado alto, al ver un árbol copudo, allí hacían sus sacrificios, allí depositaban su irritante ofrenda» (20,27-28). El elemento decisivo es la naturaleza de este culto. En los altos, los hebreos no adoran a otros ídolos: en los altares de los altos cananeos, el pueblo elegido adora a YHWH, rebajado al estatus de dios de las alturas, un dios como el de las naciones vecinas: «Estáis pensando: Seremos como los demás pueblos, como las razas de otros países» (20,32).
Hay una idolatría popular, sencilla, que lleva a las personas a ver lo sagrado en los fenómenos naturales, en el misterio de la vida que muere y renace, en el sol y en los astros del cielo. La Biblia es severa también con respecto a esta idolatría natural que nace de la necesidad que siente la gente de entrar en contacto con lo sagrado en el día a día. La necesidad es legítima; sin embargo, la respuesta es equivocada y como tal los profetas la combaten. Las comunidades hebreas que, sobre todo en algunas fases de la historia de Israel, habían introducido amuletos dentro de casa y de vez en cuando acudían a los templos cananeos de la fertilidad, sabían – al menos algunas de ellas – que esas estatuillas no eran YHWH sino simples muñecos, y por eso, a veces, podían convertirse y volver al Dios verdadero y totalmente otro. Mientras el becerro de oro y YHWH sean distintos, siempre cabe la posibilidad de dejar al ídolo y volver a Dios. Este es el punto al que Ezequiel desplaza el eje de su discurso, para hablarnos de otra forma de idolatría aún más radical y peligrosa, que es la que nace de la reducción de YHWH a dios de los altos.
Es probable (20,39) que el contenido de la pregunta que los ancianos querían hacerle a YHWH tuviera que ver precisamente con la propuesta de edificarle un templo en la tierra del exilio, donde adorarlo de la misma forma que se adoraban las divinidades babilónicas: con estatuas, imágenes y tal vez incluso con el sacrificio de los primogénitos («ofrecéis a vuestros hijos pasándolos por el fuego»: 20,31). Si los profetas hubieran cedido tolerando esta segunda forma de idolatría, en la que el “becerro” toma el nombre de YHWH, hoy no estaríamos leyendo estos textos, que se encuentran también en la base del cristianismo, florecido a partir de la misma raíz anti-idolátrica de los profetas. Ezequiel no acepta que se formule esta petición a YHWH por su mediación, porque entrar en diálogo sobre estos temas supone ya empezar a ceder. En ciertos momentos decisivos hace falta fortaleza para negar la legitimidad de la pregunta, pues a veces la única respuesta buena posible es la falta de diálogo. Ezequiel a buen seguro conocía a los ancianos del pueblo, sentía respeto hacia ellos, pero, por vocación, fue capaz de no ceder ante esta forma de pietas natural, para poder darles otra pietas mucho más rara y valiosa. Cuando reducimos a Dios a un ídolo, la conversión se hace imposible, a no ser que nos encontremos con un agape convertido en verdad, gracias a alguien dispuesto a asumir todos los costes de la operación. Ezequiel, a lo largo de todo su libro, sigue amando a su pueblo en el exilio sin responder a sus preguntas erradas. Si su compasión hubiera superado su amor a la verdad, sencillamente se habría transformado en un falso profeta.
Hasta ahora, Ezequiel nos ha dicho que ni siquiera Dios, para actuar en la historia, puede prescindir de hombres y mujeres que acepten el don de su predilección. Pero ahora nos dice algo más, algo espléndido, acerca de la naturaleza de la Alianza y de toda fidelidad: «Actué por respeto a mi nombre para que no fuera profanado ante las naciones donde vivían» (20,9). Encontramos aquí una lógica distinta de fidelidad, que se basa en dos elementos. El primero hace referencia al nombre: “por respeto a mi nombre”. En este caso, la fidelidad se basa en el amor a algo propio del amante y no del amado, algo que no tiene que ver con el nombre del amado sino con el de quien ama (en el humanismo bíblico todo nombre es vocación y destino). Si el amante traicionado puede seguir siendo fiel no es porque encuentre en el otro algún mérito o un buen motivo para mantener la alianza. Permanece fiel por una misteriosa fidelidad a sí mismo, a su propio nombre. Cuando me vinculo a una persona en alguno de los pactos decisivos de la vida, como el matrimonio, esa persona se convierte en “carne de mi carne” y por tanto me plasma y me modifica por dentro. Puede que ella un día traicione el pacto, pero yo siempre podré encontrar razones para seguir adelante “por respeto a mi nombre”, porque mi nombre lleva inscrito también el suyo.
Tal vez solo Dios sea verdaderamente capaz de esta fidelidad sin reciprocidad. Pero esta posibilidad que tiene el amor divino la tenemos, al menos un poco, también nosotros. Nos lo promete la Biblia, que ha querido abrir su primer libro revelándonos que somos “imagen y semejanza” de Elohim. Así pues, cuando mostramos esta capacidad de perdón y fidelidad unilateral somos imagen suya. Este reflejo de la imagen divina no está demasiado escondido, podemos encontrarlo dentro de nosotros y a nuestro alrededor, si nos fijamos bien. Vemos personas que siguen manteniendo una misteriosa pero real fidelidad tras muchos años de separación, de divorcio, de luto, y a veces lo hacen “por respeto a su nombre”, un nombre que se ha hecho plural para siempre. Esta fidelidad al propio nombre no nace de un amor más pequeño, sino de un agape más grande. Eso es lo que hacemos cuando, después de haber dado muchas vueltas a la manzana, volvemos a casa o al trabajo solo “por respeto a nuestro nombre”, pues aunque en esas relaciones no encontramos satisfacción ni sentido alguno, tienen en su seno algo muy parecido al significado de la palabra verdad.
Pero Ezequiel nos revela un segundo motivo para esta paradójica fidelidad: que su nombre “no sea profanado ante las naciones”. Israel no es “elegido” para una relación privada, para un simple contrato de mutuo provecho. La llamada de este pueblo es una promesa universal, realizada delante de las demás naciones y para ellas. Los pactos, también nuestros pactos, no son experiencias de consumo recíproco. Se celebran en presencia de las “naciones”, delante de testigos, padres y parientes. Generan hijos, nuevas relaciones y nuevos amigos, que de algún modo están, invisibles y reales, firmando el mismo pacto. Esta forma de fidelidad nace también de las promesas que hacemos ante otras personas que sabemos que dependen de nuestra fidelidad. En estos casos – son muchos y ocurren todos los días – un gran motivo para la fidelidad se encuentra fuera de nosotros, en las relaciones que genera nuestro pacto y que sentimos el deber de custodiar, aunque estemos solos.
Cuando se traiciona un pacto y dejamos de encontrar motivos en el otro para volver a empezar, siempre podemos echar mano de un recurso de última instancia: perdonar por respeto a nuestro nombre y a los nombres de las personas ligadas a esa alianza. Cuando desaparece el primer “tú”, podemos intentar ser fieles en nombre de otros “tú” presentes en nuestra vida, o descubriendo en nosotros un nombre más verdadero aún desconocido. Podemos hacerlo y a veces lo hacemos. Forma parte de nuestro repertorio humano, porque somos más grandes que nuestra felicidad.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 27/01/2019
«La soledad ha llegado... Los hombres se han retirado, las amistades han menguado, las aficiones se han terminado. ¿Ingratitud? ¿Vanidad? ¿Ilusión? … Ciertamente. Pero sobre todo se trata de la lógica de la existencia, que domina hasta determinada edad del hombre, y después, desde la cima, se degrada por la otra vertiente hasta sumergirse en el misterio. Solo: por tanto, libre»
Igino Giordani, Diario di fuego
En las experiencias relativas al don, el acto primero de dar no es suficiente. El segundo acto, la aceptación del don, es co-esencial. Porque el don discurre a lo largo el tiempo, en una sintaxis social de actos libres. En el origen de muchas patologías relacionales hay un donante tan preocupado por entregar su don que impide que el receptor pronuncie libremente su sí. En muchas relaciones, la parte más débil no es la del que recibe sino la del que da, porque el rechazo produce mucho dolor y mucha frustración (como la que experimenta Caín cuando su don no es aceptado). Todos tememos que nuestros dones más importantes no sean aceptados (por un hijo, por el jefe de la oficina…). Por eso, tenemos la tentación de quitarle al otro la libertad de rechazar nuestro don y cuando tenemos la posibilidad, muchas veces lo hacemos. El Dios bíblico no ha querido privarnos de la libertad de rechazar su don más grande, la Alianza y la Ley, y por eso ha exaltado nuestra dignidad a la vez que registraba nuestras infidelidades. Y lo sigue haciendo.
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Luigino Bruni
Original publicado en Avvenire el 20/01/2019
«Detesto y rehúso vuestras fiestas, no me aplacan vuestras reuniones litúrgicas. Retirad de mi presencia el barullo de los cantos, no quiero oír la música de la cítara; que fluya como agua el derecho y la justicia como arroyo perenne.»
Amós, 5,21-24
La Biblia concede una importancia tremenda a la economía. La pone, no por casualidad, al lado del pecado de idolatría. La teología de la Biblia se convierte en antropología y por consiguiente en dinero, préstamos e intereses. Es la hermosa laicidad de la Biblia, donde, para hablarnos de sí mismo, Dios usa las palabras de nuestros negocios, elevándolos hasta que llegan a agujerear el cielo. No deberíamos asombrarnos si, al llegar alguno de nosotros al paraíso, ve en medio de la danza de las personas divinas y los santos un torno, un destornillador, muebles y ropa. Si perdemos la co-esencialidad del eje vertical y del eje horizontal no entenderemos nada del humanismo bíblico ni de los evangelios.
La economía es parte de la vida. Es importante que lo recordemos, hoy más que nunca, cuando la economía quiere desbordar su ámbito para ocupar la vida entera. Pero, al mismo tiempo, las relaciones económicas determinan la calidad y la justicia de las demás relaciones. Por consiguiente, equivocarse en la relación con la economía y con las finanzas significa equivocarse también en la relación con Dios. La Biblia ha querido y ha debido mantener radicalmente unidas la oikonomia de la salvación y la economía cotidiana de los negocios y el dinero. Al hacerlo, nos ha dejado una herencia que no tiene precio porque tiene un valor infinito.
«El águila gigante, de gigantescas alas, de gran envergadura, de plumaje tupido, de color abigarrado, voló al Líbano; tomó el cogollo del cedro, arrancó su vástago cimero y se lo llevó a un país de mercaderes, plantándolo en una ciudad de negociantes» (Ezequiel 17,3-5). En la Biblia, la naturaleza es mucho más que un foro donde se representa la comedia y la tragedia humana. Los hombres, las montañas, el cielo, el viento, el fuego… viven, se mueven y “hablan” junto a las águilas, los leones (cap.19), los cedros y las vides. Las plantas no entraron en el arca de Noé, pero sí que subieron al arca de la Biblia, donde los árboles están vivos y a veces se convierten en palabras que los profetas utilizan para dar la palabra a YHWH. Los animales y la naturaleza están incluidos en su diálogo con los hombres y con Dios. Son cantores globales de la creación. La palabra de Dios es palabra de vida, y la vida humana, obra maestra de la creación, es insuficiente para decir por sí sola algo verdadero sobre el misterio de la vida. Nabucodonosor II, la gran águila, capturó con sus garras al rey de Israel (el cogollo del cedro, Joaquín, en la primera deportación del 598 a.C.), y lo exilió a Babilonia. La parábola continúa con la llegada de una segunda águila («vino después otra águila gigante»: 17, 7), imagen de la superpotencia egipcia, hacia la que se volvió Israel (en el año 591) buscando una condición política mejor que la del tratado con los babilonios, búsqueda que resultará insensata.
Ezequiel se ve siendo profeta de una parte del pueblo exiliado, que interpreta y vive el exilio como castigo por los pecados de idolatría de los padres, por la traición colectiva de la Alianza. Es consciente de que ese estado moral y religioso puede paralizar al pueblo y matar cualquier esperanza no vana. Por consiguiente, debe absolutamente reconstruir el alma de su gente, darles otra posibilidad de salvación: «Si el malvado se convierte de los pecados cometidos y guarda mis preceptos y practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá» (18, 21). Para no morir, cada uno debe indudablemente repudiar a los ídolos; pero el profeta dice que también debe practicar una ética distinta, que es una forma concreta de expresar con las manos la fidelidad del corazón: «Quitaos de encima los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo, y así no moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie» (18, 31-32).
En esta operación ética y teológica fundamental, la economía entra en escena y ocupa un lugar central. Ezequiel, para describir a Babilonia, no usa muchas palabras, solo las suficientes para desvelar su esencia: «País de mercaderes, ciudad de negociantes». El léxico elegido puede decirnos muchas cosas, si le dejamos hablar. A Ezequiel y a los hebreos deportados tuvo que impresionarles mucho la economía de aquel gran imperio. Si bien los antropólogos del siglo pasado nos contaron que el mercado era una invención moderna, porque las comunidades religiosas regulaban sus intercambios prevalentemente con el don y con la redistribución de riqueza, hoy, gracias a miles de tablillas encontradas en excavaciones recientes, sabemos que la Babilonia de Nabucodonosor había alcanzado un excepcional desarrollo económico y financiero, no muy diferente, en cantidad y calidad, del que alcanzará después el tardo imperio romano o las ciudades italianas medievales (y por tanto no demasiado diferente del nuestro). Aquella economía era prevalentemente monetaria (plata), contaba con un mercado de trabajo con obreros asalariados, un floreciente comercio interior y exterior y un sofisticado sistema bancario, basado en los templos con su rica y compleja economía y finanza. En todo el Medio Oriente antiguo se permitía cobrar interés por los préstamos, si bien en algunos códices babilónicos estaba limitado al 20% sobre el dinero y al 33.3% sobre el trigo. En todo el Medio Oriente… excepto en Israel. ¿Por qué? ¿Cuáles son los motivos de esta prohibición bíblica única de prestar a interés que ha condicionado tanto el desarrollo de Occidente hasta la edad moderna?
En las economías no monetarias, donde la moneda solo cubre algunos ámbitos de la vida, pocos, el dinero no es decisivo. Pero cuando la economía se hace monetaria y el dinero se convierte en intermediario de la mayor parte de las relaciones, la relación con el dinero resulta decisiva para la vida, y - añade proféticamente Ezequiel - también para la fe. No hay igualdad en el manejo del dinero. Quien lo posee se siente tremendamente tentado a abusar del poder que tiene, a usarlo sin justicia. Quienes concedían los préstamos no estaban en una posición de igualdad con respecto a quienes los recibían. Los prestamistas eran ricos, poderosos, y a veces estaban revestidos de autoridad sagrada. Generalmente los bancos estaban vinculados al rey o a los templos. Los prestatarios se encontraban en situación de necesidad, con un futuro incierto, y por consiguiente eran más débiles. Israel, en el exilio, comprendió que impedir la usura significaba no dejar que el uso del poder creara rentas para los más fuertes a costa de la parte más frágil del pueblo. La profecía siempre es profecía económica, nunca se queda en mero asunto “religioso” o de culto, y si lo hace se transforma en falsa profecía.
El cautiverio babilónico y la observación directa de las graves consecuencias de la usura para los deudores, fueron decisivos para el nacimiento de la legislación especial y única de la Torá hebrea (escrita en su mayor parte tras el exilio), que atribuía una importancia central a las deudas, a los préstamos y a los intereses. El jubileo era, en algunas épocas sobre todo, el tiempo de la liberación de los esclavos que habían llegado a esa situación por no haber pagado las deudas a sus acreedores, que se convertían en dueños y señores de la familia entera.
Así pues, durante el largo exilio, en una tierra comercial y financiera, sin templo y sin culto, gracias a Ezequiel y a los profetas del exilio, el pueblo de Israel comprendió que para refundar la ética de la Alianza era necesario emprender una lucha sin cuartel contra la fascinación de aquellos dioses distintos, seductores, naturales y llenos de colores como las águilas. Pero con la misma urgencia había que refundar una vida social y económica diferente de la dominante en aquel gran imperio. Para decir quién era su Dios escribieron otra economía; negaron los intereses sobre el dinero para exaltar los intereses de los pobres y la justicia divina. Un Dios que escucha el grito de los pobres no podía escuchar la voz de los usureros. La diversidad teológica se convirtió inmediatamente en diversidad ética y por tanto económica.
Entonces no debe sorprendernos que cuando Ezequiel indica cuáles son las condiciones para ser justo, escriba: «El hombre que es justo observa el derecho y la justicia, no come en los montes levantando los ojos a los ídolos de Israel…, devuelve la prenda empeñada, no roba, sino que da su pan al hambriento y viste al desnudo, no presta con usura ni cobra intereses» (18,5-8).
Un pueblo con un Dios distinto a todos los demás pueblos produjo una ética económica y financiera única y distinta. En aquel imperio idolátrico y económico-financiero, Ezequiel comprendió que una de las lecciones teo-anropológicas que podía aprender de aquel dolor tan grande el grupo atemorizado y desalentado de exiliados era la comprensión de la naturaleza religiosa del dinero: el dinero podía convertirse en el material de los ídolos o también en el primer ladrillo de la construcción de la primera nueva casa. Ayer como hoy, la economía vivía esta radical y tremenda ambivalencia. Judas usó denarios (treinta) para su infame comercio; denarios eran también los dos que gastó samaritano para asociar a un comerciante a su proximidad. Con oro se construyó el becerro al pie del Sinaí, y con oro y plata se construye nuestra justicia y nuestra injusticia.
Pero parece que lo hemos olvidado. Salimos de la iglesia e inmediatamente después invertimos nuestro dinero en bancos que financian el juego de azar y las minas antipersona, y ni siquiera tenemos profetas que nos digan: “¡Ay de vosotros!”. Y si queda alguno capaz de repetírnoslo, nos negamos a escucharlo, lo ridiculizamos. Las acciones económicas no son solo ética: son teología. En esto radica también la importancia de la economía. La justicia socioeconómica tiene la misma naturaleza y dignidad que el culto religioso. Ezequiel no establece una jerarquía entre sus preceptos: traicionamos la Alianza y morimos tanto venerando a Baal como oprimiendo al prójimo con préstamos a usura y con contratos injustos. Morimos en el alma cuando nos hacemos idólatras, y morimos en el alma cuando usamos nuestro poder económico contra los pobres. Los profetas nos recuerdan este vínculo, nos hacen ver esta cuerda que une a YHWH con la economía. Nosotros intentamos por todos los medios cortarla, y ellos nos lo tienen que seguir recordando.
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La economía es parte de la vida. Es importante que lo recordemos, hoy más que nunca, cuando la economía quiere desbordar su ámbito para ocupar la vida entera. Pero, al mismo tiempo, las relaciones económicas determinan la calidad y la justicia de las demás relaciones. Por consiguiente, equivocarse en la relación con la economía y con las finanzas significa equivocarse también en la relación con Dios. La Biblia ha querido y ha debido mantener radicalmente unidas la oikonomia de la salvación y la economía cotidiana de los negocios y el dinero. Al hacerlo, nos ha dejado una herencia que no tiene precio porque tiene un valor infinito.
«El águila gigante, de gigantescas alas, de gran envergadura, de plumaje tupido, de color abigarrado, voló al Líbano; tomó el cogollo del cedro, arrancó su vástago cimero y se lo llevó a un país de mercaderes, plantándolo en una ciudad de negociantes» (Ezequiel 17,3-5). En la Biblia, la naturaleza es mucho más que un foro donde se representa la comedia y la tragedia humana. Los hombres, las montañas, el cielo, el viento, el fuego… viven, se mueven y “hablan” junto a las águilas, los leones (cap.19), los cedros y las vides. Las plantas no entraron en el arca de Noé, pero sí que subieron al arca de la Biblia, donde los árboles están vivos y a veces se convierten en palabras que los profetas utilizan para dar la palabra a YHWH. Los animales y la naturaleza están incluidos en su diálogo con los hombres y con Dios. Son cantores globales de la creación. La palabra de Dios es palabra de vida, y la vida humana, obra maestra de la creación, es insuficiente para decir por sí sola algo verdadero sobre el misterio de la vida. Nabucodonosor II, la gran águila, capturó con sus garras al rey de Israel (el cogollo del cedro, Joaquín, en la primera deportación del 598 a.C.), y lo exilió a Babilonia. La parábola continúa con la llegada de una segunda águila («vino después otra águila gigante»: 17, 7), imagen de la superpotencia egipcia, hacia la que se volvió Israel (en el año 591) buscando una condición política mejor que la del tratado con los babilonios, búsqueda que resultará insensata.
Ezequiel se ve siendo profeta de una parte del pueblo exiliado, que interpreta y vive el exilio como castigo por los pecados de idolatría de los padres, por la traición colectiva de la Alianza. Es consciente de que ese estado moral y religioso puede paralizar al pueblo y matar cualquier esperanza no vana. Por consiguiente, debe absolutamente reconstruir el alma de su gente, darles otra posibilidad de salvación: «Si el malvado se convierte de los pecados cometidos y guarda mis preceptos y practica el derecho y la justicia, ciertamente vivirá y no morirá» (18, 21). Para no morir, cada uno debe indudablemente repudiar a los ídolos; pero el profeta dice que también debe practicar una ética distinta, que es una forma concreta de expresar con las manos la fidelidad del corazón: «Quitaos de encima los delitos que habéis perpetrado y estrenad un corazón nuevo y un espíritu nuevo, y así no moriréis, casa de Israel. Pues no quiero la muerte de nadie» (18, 31-32).
En esta operación ética y teológica fundamental, la economía entra en escena y ocupa un lugar central. Ezequiel, para describir a Babilonia, no usa muchas palabras, solo las suficientes para desvelar su esencia: «País de mercaderes, ciudad de negociantes». El léxico elegido puede decirnos muchas cosas, si le dejamos hablar. A Ezequiel y a los hebreos deportados tuvo que impresionarles mucho la economía de aquel gran imperio. Si bien los antropólogos del siglo pasado nos contaron que el mercado era una invención moderna, porque las comunidades religiosas regulaban sus intercambios prevalentemente con el don y con la redistribución de riqueza, hoy, gracias a miles de tablillas encontradas en excavaciones recientes, sabemos que la Babilonia de Nabucodonosor había alcanzado un excepcional desarrollo económico y financiero, no muy diferente, en cantidad y calidad, del que alcanzará después el tardo imperio romano o las ciudades italianas medievales (y por tanto no demasiado diferente del nuestro). Aquella economía era prevalentemente monetaria (plata), contaba con un mercado de trabajo con obreros asalariados, un floreciente comercio interior y exterior y un sofisticado sistema bancario, basado en los templos con su rica y compleja economía y finanza. En todo el Medio Oriente antiguo se permitía cobrar interés por los préstamos, si bien en algunos códices babilónicos estaba limitado al 20% sobre el dinero y al 33.3% sobre el trigo. En todo el Medio Oriente… excepto en Israel. ¿Por qué? ¿Cuáles son los motivos de esta prohibición bíblica única de prestar a interés que ha condicionado tanto el desarrollo de Occidente hasta la edad moderna?
En las economías no monetarias, donde la moneda solo cubre algunos ámbitos de la vida, pocos, el dinero no es decisivo. Pero cuando la economía se hace monetaria y el dinero se convierte en intermediario de la mayor parte de las relaciones, la relación con el dinero resulta decisiva para la vida, y - añade proféticamente Ezequiel - también para la fe. No hay igualdad en el manejo del dinero. Quien lo posee se siente tremendamente tentado a abusar del poder que tiene, a usarlo sin justicia. Quienes concedían los préstamos no estaban en una posición de igualdad con respecto a quienes los recibían. Los prestamistas eran ricos, poderosos, y a veces estaban revestidos de autoridad sagrada. Generalmente los bancos estaban vinculados al rey o a los templos. Los prestatarios se encontraban en situación de necesidad, con un futuro incierto, y por consiguiente eran más débiles. Israel, en el exilio, comprendió que impedir la usura significaba no dejar que el uso del poder creara rentas para los más fuertes a costa de la parte más frágil del pueblo. La profecía siempre es profecía económica, nunca se queda en mero asunto “religioso” o de culto, y si lo hace se transforma en falsa profecía.
El cautiverio babilónico y la observación directa de las graves consecuencias de la usura para los deudores, fueron decisivos para el nacimiento de la legislación especial y única de la Torá hebrea (escrita en su mayor parte tras el exilio), que atribuía una importancia central a las deudas, a los préstamos y a los intereses. El jubileo era, en algunas épocas sobre todo, el tiempo de la liberación de los esclavos que habían llegado a esa situación por no haber pagado las deudas a sus acreedores, que se convertían en dueños y señores de la familia entera.
Así pues, durante el largo exilio, en una tierra comercial y financiera, sin templo y sin culto, gracias a Ezequiel y a los profetas del exilio, el pueblo de Israel comprendió que para refundar la ética de la Alianza era necesario emprender una lucha sin cuartel contra la fascinación de aquellos dioses distintos, seductores, naturales y llenos de colores como las águilas. Pero con la misma urgencia había que refundar una vida social y económica diferente de la dominante en aquel gran imperio. Para decir quién era su Dios escribieron otra economía; negaron los intereses sobre el dinero para exaltar los intereses de los pobres y la justicia divina. Un Dios que escucha el grito de los pobres no podía escuchar la voz de los usureros. La diversidad teológica se convirtió inmediatamente en diversidad ética y por tanto económica.
Entonces no debe sorprendernos que cuando Ezequiel indica cuáles son las condiciones para ser justo, escriba: «El hombre que es justo observa el derecho y la justicia, no come en los montes levantando los ojos a los ídolos de Israel…, devuelve la prenda empeñada, no roba, sino que da su pan al hambriento y viste al desnudo, no presta con usura ni cobra intereses» (18,5-8).
Un pueblo con un Dios distinto a todos los demás pueblos produjo una ética económica y financiera única y distinta. En aquel imperio idolátrico y económico-financiero, Ezequiel comprendió que una de las lecciones teo-anropológicas que podía aprender de aquel dolor tan grande el grupo atemorizado y desalentado de exiliados era la comprensión de la naturaleza religiosa del dinero: el dinero podía convertirse en el material de los ídolos o también en el primer ladrillo de la construcción de la primera nueva casa. Ayer como hoy, la economía vivía esta radical y tremenda ambivalencia. Judas usó denarios (treinta) para su infame comercio; denarios eran también los dos que gastó samaritano para asociar a un comerciante a su proximidad. Con oro se construyó el becerro al pie del Sinaí, y con oro y plata se construye nuestra justicia y nuestra injusticia.
Pero parece que lo hemos olvidado. Salimos de la iglesia e inmediatamente después invertimos nuestro dinero en bancos que financian el juego de azar y las minas antipersona, y ni siquiera tenemos profetas que nos digan: “¡Ay de vosotros!”. Y si queda alguno capaz de repetírnoslo, nos negamos a escucharlo, lo ridiculizamos. Las acciones económicas no son solo ética: son teología. En esto radica también la importancia de la economía. La justicia socioeconómica tiene la misma naturaleza y dignidad que el culto religioso. Ezequiel no establece una jerarquía entre sus preceptos: traicionamos la Alianza y morimos tanto venerando a Baal como oprimiendo al prójimo con préstamos a usura y con contratos injustos. Morimos en el alma cuando nos hacemos idólatras, y morimos en el alma cuando usamos nuestro poder económico contra los pobres. Los profetas nos recuerdan este vínculo, nos hacen ver esta cuerda que une a YHWH con la economía. Nosotros intentamos por todos los medios cortarla, y ellos nos lo tienen que seguir recordando.
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Luigino Bruni
Original publicado en Avvenire el 13/01/2019
«Si la mujer no se hubiera separado del hombre, no habría muerto con él. Su separación vino a ser el comienzo de la muerte. Por eso vino Cristo, para anular la separación que existía desde el principio, para unir a ambos, hombre y mujer.»
Evangelio según Felipe, 78-79
El amor humano es una realidad compleja. En las relaciones más importantes, el amor conoce la dimensión de la incondicionalidad. Es decir: posee la capacidad de amar incluso en ausencia de reciprocidad. Esta capacidad es esencial para superar las crisis, para seguir adelante cuando no hay retorno, para volver a empezar de verdad después de una gran traición. Pero esta capacidad convive con la necesidad, no menos radical, de correspondencia y de comunión. Necesitamos ser amados mientras amamos o después de haber amado.
[fulltext] =>Los amores más importantes transitan por pactos, que son compromisos colectivos y mutuos. La expresión “ama a tu prójimo” florece en “amaos unos a otros”, donde el mandamiento al yo y al tú se alía con el mandato a vosotros y a nosotros. Incluso cuando el amor madura y alcanza las notas paradisíacas del agape, no deja de ser a la vez eros y philia (amistad), porque sigue siendo, hasta el final, indigente del otro, como el eros, y libre como la philia (el agape solo puede elevar “vísceras” movidas y conmovidas por todos los amores humanos). Dentro de este dinamismo entre libertad y vínculo se sitúan las experiencias humanas más sublimes y tremendas. En los pactos, damos libremente una parte de nuestra libertad, y una vez que la damos perdemos su propiedad privada. Libremente decidimos exponernos a la libertad del otro, hacernos vulnerables a los cambios de su corazón, atar nuestra vida con una cuerda de la que solo controlamos un cabo, que no es precisamente el más robusto.
La Biblia, en algunas de sus páginas más elevadas, ha recogido las palabras más grandes e importantes del amor humano y se las ha dado a Dios para que pudiera hablarnos de su amor: ahavah, hesed, dodim y, finalmente, agape. El primer don en el amor conyugal es la reciprocidad de palabras maravillosas.
Al principio (en el Génesis), para expresar la Alianza, la Biblia recurre al contrato comercial y político. Después, los profetas intuyen en el alma que ese primer lenguaje es demasiado pobre y usan la imagen del matrimonio. Pero, para dar verdad a esta metáfora, los mismos profetas tienen que llevar la analogía hasta el final, hasta tocar la experiencia del pacto traicionado con sus palabras trágicas. La extrema dureza de las palabras sobre la traición del pacto que nos han dejado los profetas expresa la extrema verdad de nuestros pactos y de nuestras promesas, que son verdaderos en sus palabras más hermosas porque son verdaderos también en sus palabras desesperadas.
De este modo, gracias a los profetas, hemos comprendido que el amor entre YHWH y nosotros es gratuito, pero no desinteresado; es incondicional en su elección pero está condicionado por nuestras respuestas y traiciones; es libérrimo y celoso. Cuando la Biblia habla de pacto está diciendo que a su Dios le afecta nuestra fidelidad y nuestra infidelidad, porque se ha puesto en posición de ser traicionado. La posibilidad de traicionar a Dios amplía el ámbito de la libertad humana y por tanto extiende también nuestra responsabilidad. Esta es la paradoja de la traición: el valor de la fidelidad depende de la posibilidad de poder ser infiel. Nadie se sentiría amado por una persona a la que se le haya negado la libertad de poder traicionar. Así pues, nosotros tenemos la capacidad de alegrar a Dios («alegraos cielos...») porque también tenemos la posibilidad de hacerle sufrir.
Entre todos los profetas extremos y temerarios, el que ha utilizado registros lingüísticos más inéditos y audaces es Ezequiel: «Esto dice el Señor: Jerusalén, eres cananea de casta y de cuna: tu padre era amorreo y tu madre era hitita. El día en que naciste no te cortaron el ombligo, no te bañaron… Te arrojaron a campo abierto… Creciste y te hiciste moza, llegaste a la sazón; tus senos se afirmaron y el vello te brotó, pero estabas desnuda y en cueros. Pasando a tu lado te vi en la edad del amor; extendí sobre ti mi manto para cubrir tu desnudez; me comprometí con juramento, hice alianza contigo y fuiste mía» (Ezequiel 16,3-8).
Jerusalén, de origen pagano y humilde, es “vista” por YHWH, salvada, elegida y convertida en esposa («hice alianza contigo»). Pero después de la etapa del primer amor, después de haberla transformado de abandonada en princesa («estabas guapísima y prosperaste más que una reina»: 16,13), la esposa comienza a pervertirse, a prostituirse con hombres forasteros (el egipcio, el asirio, el caldeo), a ofrecerse a cualquiera que quiera pasar por su alcoba en las encrucijadas de los caminos (16, 20-32). Y como si eso no fuera suficiente, la esposa altera la naturaleza misma de la prostitución: «A las prostitutas les hacen regalos; tú, en cambio, diste tu regalo de boda a tus amantes; los sobornabas para que acudieran de todas partes a fornicar contigo» (16,33). Jerusalén no tenía ningún motivo económico ni social para prostituirse (ayer, como hoy, muchas personas que acaban en la calle son víctimas que no eligen ni quieren esa vida). Su elección es pues intencionada, dictada solo por el vicio y la búsqueda del placer, y por tanto culpable.
Ezequiel (como Oseas y Jeremías antes de él) es transformado por YHWH en un mensaje encarnado. Pero, a diferencia de Oseas, Ezequiel no cuenta un relato autobiográfico. Él no se ha casado con una mujer infiel. Habla de su mujer como «luz de mis ojos». Pero mientras pronuncia estas palabras de condena para su pueblo prostituido, siente el mismo dolor que sentiría si le hubiera traicionado su mujer. De este modo podemos explicar, o al menos intuir, la dureza del léxico empleado por Ezequiel (que, en el lenguaje original y no enmendado por las traducciones, raya el lenguaje sexual soez). Ciertamente el temperamento de Ezequiel tiene algo que ver, pero sobre todo se trata de un canto de dolor de un verdadero esposo traicionado con desvergüenza. La Biblia es grande, a veces inmensa, entre otras cosas (tal vez, sobre todo) por su capacidad de darnos a conocer hombres y mujeres enteros, tan enteros que nos hacen tocar el dobladillo del manto de Dios y sentir que advierte nuestro toque. Por debajo de esta humanidad integral – que será la del Bautista, la de Pablo, la de Jesús – solo nos encontramos con ideologías e ídolos de la religión, que no nos tocan porque son humo y vanitas.
Es más. Es posible que estas palabras se las susurrara YHWH mientras caminaba por las calles de Babilonia pobladas de prostitutas. Tal vez, al ver sus comercios, esa palabra le haría experimentar el dolor como miembro y pastor de un pueblo prostituido a los ídolos (ningún profeta verdadero pierde la solidaridad con el pueblo al que debe exhortar y condenar y, por consiguiente, mientras condena al pueblo se exhorta y condena también a sí mismo). Pero el oráculo de YHWH también le haría sentir el dolor de Dios por el pueblo que lo traiciona. Este es el destino de los profetas honestos. Viven varias vidas. Viven y sufren varios dolores: sus dolores personales, los de su pueblo y los de Dios. Si la voz de Dios que habla a los profetas es verdadera, entonces también el dolor de Dios debe ser verdadero, y en la tierra podemos conocerlo a través del sufrimiento de sus profetas, que nos enseñan las alegrías y los dolores de los hombres junto a las alegrías y los dolores de Dios.
Cuando Ezequiel camina por Babilonia, en las prostitutas ve verdaderamente a Jerusalén, la ciudad de David, la ciudad santa con el templo santo. En los gestos equivocados de esas mujeres ve los mismos gestos perversos de su pueblo. No se los imagina, los ve, y de estas “visiones” nace la fuerza de su grito y de su léxico. Esta vista es el sentido fundamental de los profetas. Ven cosas distintas, oyen cosas distintas y solo después dicen palabras distintas.
Ezequiel había comenzado su discurso metafórico sobre la traición de Israel en el capítulo 15, donde usaba la imagen de la viña, otra metáfora bíblica y profética muy común para representar a Israel. Allí cantaba a una viña cultivada y cavada que, sin embargo, en un momento determinado se estropeó y se hizo totalmente inútil: «Hijo del hombre, ¿en qué gana la vid a los demás arbustos silvestres? ¿Sacan de ella madera para cualquier valor?... La echan a la lumbre» (15,2-4). Este proceso degenerativo continuará y se enardecerá en los capítulos siguientes.
Uno de los centros narrativos y teológicos de estos discursos sobre la depravación de Jerusalén es la relación compleja y peligrosa que existe entre elección y mérito. La madera de la vid no tiene, por sí misma, un valor especial; no es mejor que la de una encina o un haya, ni para fabricar utensilios ni para arder como leña. Son los cuidados del viñador los que la convierte en la reina de los campos. El vino bueno, cuando se obtiene, no es mérito de la vid, sino don, gratuidad, gracia, charis, agape. Cuando la vid y la doncella-esposa comienzan a considerar su elección como un asunto de mérito y no de don, entonces comienza a asomar el germen de la perversión. En la vid como en la vida. La Biblia y los profetas nos dicen, con toda la fuerza de que son capaces (que es verdaderamente notable), que la elección, el hecho de ser elegido entre muchos, es un don – ahavah: agape.
En muchas realidades humanas, los méritos determinan o generan la elección, pero no en las cosas verdaderamente decisivas. No hemos merecido nacer en una familia que nos ha acogido, amado y respetado, que nos ha dado estudios y nos ha acompañado. Tampoco es demérito nuestro haber nacido en un país en guerra y sin libertad. No hemos merecido los pocos encuentros decisivos de los que ha dependido nuestro perfil humano y profesional. No hemos merecido ser “vistos” y llamados por nuestro nombre. Esta es la radical gratuidad de la vida que la Biblia y los profetas han defendido y siguen defendiendo hasta el final. Para que nosotros podamos sentirnos más amados de lo que merecemos o desmerecemos.
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El exilio y la promesa/10 - Libremente nos exponemos, haciéndonos vulnerables, a la libertad del otro
Luigino Bruni
Original publicado en Avvenire el 13/01/2019
«Si la mujer no se hubiera separado del hombre, no habría muerto con él. Su separación vino a ser el comienzo de la muerte. Por eso vino Cristo, para anular la separación que existía desde el principio, para unir a ambos, hombre y mujer.»
Evangelio según Felipe, 78-79
El amor humano es una realidad compleja. En las relaciones más importantes, el amor conoce la dimensión de la incondicionalidad. Es decir: posee la capacidad de amar incluso en ausencia de reciprocidad. Esta capacidad es esencial para superar las crisis, para seguir adelante cuando no hay retorno, para volver a empezar de verdad después de una gran traición. Pero esta capacidad convive con la necesidad, no menos radical, de correspondencia y de comunión. Necesitamos ser amados mientras amamos o después de haber amado.
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Luigino Bruni
Original publicado en Avvenire el 06/01/2019
«Cuando la inclinación al mal se propone tentar a un hombre y hacerlo pecar, lo induce a volverse demasiado virtuoso»
Martin Buber, Cuentos jasídicos
La vida civil es rica y buena cuando somos capaces de decir “tú” a muchas personas, cada vez más y de forma más verdadera, a medida que van pasando los años. Pero esta ley universal buena presenta algunas excepciones decisivas, en las que el “tú” debe ser solo uno. El matrimonio, por ejemplo, lleva inscrita en su naturaleza la dimensión de la unicidad. Algunas palabras del “corazón”, pocas pero esenciales, podemos decírselas solo a la esposa, porque si se las decimos otras mujeres las vaciamos de belleza y verdad. Cuando la Biblia nos dice que la relación con Dios hay que vivirla como Alianza y pacto, nos está diciendo algo muy parecido. Si en mi corazón dirijo las mismas palabras a varias divinidades, en realidad no le digo nada verdadero a ninguna de ellas. El Dios bíblico solo sabe hablar de corazón a corazón, solo conoce la conversación entre dos, con nosotros solo busca el dia-logo. La lucha anti idolátrica de los profetas es un intento por salvaguardar la posibilidad que tienen los hombres y las mujeres de tratar de tú a Dios, verdaderamente, sin engañarse y sin engañar a otros.
[fulltext] =>«Se me presentaron algunos ancianos de Israel… Entonces me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, esos hombres se han puesto a pensar en sus ídolos… ¿voy a permitir que me consulten?» (Ezequiel 14,1-3). Los jefes de la comunidad del pueblo de Israel exiliado en Babilonia piden a Ezequiel que interrogue a YHWH. Y esta es su respuesta: «Arrepentíos y convertíos de vuestras idolatrías, volved la espalda a vuestras abominaciones» (14,6). YHWH no responde a su petición y les invita a abandonar los ídolos. La idolatría se convierte en un tema central de la profecía. En este caso, se nos presenta como una cuestión de “corazón”: el pueblo y sus jefes han dado cobijo en el alma a otros dioses distintos del Dios único, se han corrompido íntimamente. Esta forma de idolatría en el exilio es distinta de la que Ezequiel pudo observar cuando fue llevado “en visión” al templo de Jerusalén y lo vio poblado por otras divinidades, colocadas al lado de YHWH.
Esta idolatría en Babilonia no es pública, entre otras cosas porque los exiliados no tienen templo. Los deportados sigue celebrando como Dios a YHWH en su escasa vida religiosa pública. La corrupción se instala en la vida privada, en las casas, donde las familias introducen amuletos y estatuillas babilónicas a las que rezan y adoran en secreto. Por consiguiente, aunque exteriormente sigan rezando al Dios de la alianza, en su corazón introducen ídolos a los que rezan y adoran como a otros tantos “tú”. Por eso Ezequiel solo puede dar una respuesta: convertíos y retornad, daos la vuelta, cambiad radicalmente de dirección; nuestro Dios es verdadero y distinto porque no habla, no puede hablar en un ambiente poblado de ídolos.
El profeta conoce, ve, esta corrupción íntima y secreta. Esta es una de sus funciones más valiosas. No la ve porque sea adivino o mago, sino porque, por vocación, tiene una inteligencia distinta: sabe ver el interior. La ve tal vez en los ojos de sus interlocutores, pues los ojos son el espejo del alma y por tanto de toda corrupción interior. Entonces los ojos se empañan, como en cualquier otra traición del cuerpo y del corazón. Pierden brillo. No logran mantener la mirada más allá de unos cuantos segundos. Desaparece en ellos esa luz especial de la infancia, la luz que acompaña durante toda la vida unos ojos buenos, la luz de una pureza distinta. Si conservamos esta luz, ella será la primera dote con la que llegaremos al cielo.
El discurso del profeta continúa y nos da a conocer otra forma de falsa profecía: «Si un profeta, dejándose engañar, pronuncia un oráculo, yo, el Señor, lo dejaré en su engaño; extenderé mi mano contra él y lo eliminaré de mi pueblo Israel» (14,9). Muchos falsos profetas del exilio siguen desempeñando su tarea en medio del pueblo corrompido en la fe. Como vendedores de vanitas, no son guardianes de ningún diálogo verdadero y por tanto ofrecen profecías a cualquiera que las solicite. Son muy amados por el pueblo, pues satisfacen sus necesidades religiosas, aunque la realidad es que lo traicionan y engañan, y de este modo hacen aún más dura la vida de los profetas honestos.
Este tratado sobre la idolatría termina (de momento) con un giro narrativo. Nos encontramos en un horizonte distinto, en el que Ezequiel nos revela cosas nuevas y muy importantes: «Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, si un país peca contra mí cometiendo un delito, extenderé mi mano contra él… Si se encontraran allí estos tres varones: Noé, Daniel y Job, por ser justos salvarían ellos la vida» (14,12-14). El gran tema del que habla es la responsabilidad individual de los actos y la transmisión de las culpas (y los méritos) de padres a hijos («aunque se encuentren allí esos tres varones… no salvarán a sus hijos ni a sus hijas, sino que ellos solos se salvarán»: 14,18). Ezequiel, para dar fuerza a su discurso y universalizarlo, nombra tres figuras legendarias, no hebreas, conocidas por su gran justicia. Impresiona la cultura de Ezequiel, que abraza civilizaciones lejanas y antiguas, y en esto es más grande que otros profetas bíblicos. Noé, Job y Daniel son personajes míticos medio-orientales que la Biblia retoma y transforma en obras maestras espirituales y literarias. Ezequiel nos dice que ni siquiera estos campeones éticos absolutos conseguirían con su proverbial justicia salvar a sus hijos. ¿Por qué?
La relación entre las culpas y la justicia de los padres y las de los hijos es un tema que, de forma no siempre coherente, acompaña la Biblia entera. La vida es una cuerda (fides) que serpentea entre generaciones, donde cada una va dejando su marca. Nosotros sabemos que, más allá de cualquier teoría religiosa o científica, es un dato de la vida que las culpas y los méritos de padres y madres se transmiten a los hijos. Su virtud, su inteligencia, su economía, su cultura, sus decisiones éticas, sus errores y sus pecados condicionan mucho, a veces decisivamente, la vida de los hijos, para bien y para mal. Pero Ezequiel y nosotros sabemos que somos más grandes que el destino que llevamos inscrito en nuestros genes y en nuestro pasado. Una de las características que hacen que el Adam sea “poco inferior a los Elohim" (Salmo 8) es su capacidad para no ser como debería ser según la familia de origen, según las bendiciones y heridas de la infancia y la juventud. Somos mucho más que casualidad y necesidad, si bien en este “mucho más” se esconde también la posibilidad de empeorar nuestro destino (una vida peor siempre es moralmente preferible a una vida determinada por el pasado, porque el valor de la libertad es infinito).
Ezequiel y nosotros sabemos que hay virtudes y culpas que no se transmiten por línea familiar, y en muchos casos es bueno que así sea. Nosotros lo sabemos, pero no siempre ha sido así. No era así en Israel en tiempos de Ezequiel (quien no por casualidad retomará este tema en el capítulo 18). Las civilizaciones han querido deducir las virtudes y sobre todo las culpas de los padres a partir de las acciones de los hijos: “¿qué familia habrá tenido este joven para hacer esto?”. De este modo, durante milenios las responsabilidades individuales se han hecho colectivas, el estigma privado se ha transformado en familiar y público y ha arrollado a muchos inocentes, padres e hijos. En este capítulo de su libro, Ezequiel nos dice algo nuevo y enormemente significativo: la responsabilidad moral y espiritual de los actos es personal. Esta tesis teológica y antropológica tiene consecuencias enormes, espléndidas y tremendas a la vez. Un hijo malo no puede ser rescatado por un padre bueno, que puede ser justo, y generalmente lo es, aunque su hijo se haya convertido en injusto. Esta ley moral deriva de la seriedad y de la verdad de la historia, así como de nuestra dignidad y libertad. Hay méritos y bondades de nuestros hijos que no podemos y no debemos adscribir a nuestros cromosomas, a nuestra herencia, del mismo modo que hay degeneraciones y pecados suyos que no debemos vivir como responsabilidad y culpa nuestra. Vemos cómo crecen, cómo cambian, y a veces se hacen peores de lo que podrían y deberían ser. Nosotros hacemos todo lo posible por redimirlos y salvarlos, pero un día llegamos a un umbral que no conseguimos traspasar, que no podemos traspasar.
Este umbral es el que delimita y mantiene su responsabilidad personal. Al mismo tiempo que los protege de nuestras malas herencias, los libera del destino y les posibilita ser mejores que nosotros, los defiende de nuestro santo deseo de salvarlos de los precipicios que vemos abrirse bajo sus pies. Su necesaria libertad, que les salva de nuestros pecados, es la misma libertad que no les permite aferrarse a nuestras virtudes. Este es uno de los grandes misterios de la paternidad, tal vez el más grande. La alegría que experimentamos cuando vemos que nuestros hijos e hijas son mejores que nosotros es verdadera, como verdadero es también nuestro dolor cuando asistimos impotentes a su deterioro. La madurez espiritual de la vida adulta depende en gran medida de que hayamos aprendido el arte de asistir impotentes a los calvarios de nuestros hijos sin desesperarnos y sin caer en el sentimiento de culpa. A veces conseguimos desclavarlos del madero y clavarnos en su lugar. Muchas veces lo hacemos. Pero no podemos hacerlo siempre, porque en nuestra impotencia estamos generando en ellos la posibilidad de convertirse en padres y madres de hijos e hijas que, tal vez, serán mejores que ellos y mejores que nosotros.
Dedicado a Marco, que ha vuelto a la Casa del Padre, habiendo conservado la pureza de una mirada buena.
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El exilio y la promesa/9 - La responsabilidad moral y espiritual de cada acción es siempre personal
Luigino Bruni
Original publicado en Avvenire el 06/01/2019
«Cuando la inclinación al mal se propone tentar a un hombre y hacerlo pecar, lo induce a volverse demasiado virtuoso»
Martin Buber, Cuentos jasídicos
La vida civil es rica y buena cuando somos capaces de decir “tú” a muchas personas, cada vez más y de forma más verdadera, a medida que van pasando los años. Pero esta ley universal buena presenta algunas excepciones decisivas, en las que el “tú” debe ser solo uno. El matrimonio, por ejemplo, lleva inscrita en su naturaleza la dimensión de la unicidad. Algunas palabras del “corazón”, pocas pero esenciales, podemos decírselas solo a la esposa, porque si se las decimos otras mujeres las vaciamos de belleza y verdad. Cuando la Biblia nos dice que la relación con Dios hay que vivirla como Alianza y pacto, nos está diciendo algo muy parecido. Si en mi corazón dirijo las mismas palabras a varias divinidades, en realidad no le digo nada verdadero a ninguna de ellas. El Dios bíblico solo sabe hablar de corazón a corazón, solo conoce la conversación entre dos, con nosotros solo busca el dia-logo. La lucha anti idolátrica de los profetas es un intento por salvaguardar la posibilidad que tienen los hombres y las mujeres de tratar de tú a Dios, verdaderamente, sin engañarse y sin engañar a otros.
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Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 30/12/2018
«La palabra solo es esencial y eficaz cuando nace del silencio. El silencio descubre la fuente interior de donde brota la palabra»
Romano Guardini, Il testamento di Gesù
La lucha entre profecía y falsa profecía es constante en la historia humana. La encontramos en el centro de la política, la economía, las religiones y las organizaciones. En las comunidades, a algunas personas se les reconoce un rol de “visión”, porque son portadoras de un carisma. Son capaces de ver de forma distinta y más allá. Pueden trazar escenarios presentes y futuros e indicar caminos de salvación, bienestar y crecimiento humano y ético. Pero no todos los “profetas” son iguales. La suerte de las realidades sociales depende decisivamente de su capacidad para reconocer y seguir las voces honestas y verdaderas y desconfiar de las falsas. La Biblia recoge algunos indicadores útiles para reconocer la verdadera profecía y la falsa. Ha ido depurándolos y comprobándolos con el paso del tiempo, y los ha conservado para que nosotros podamos usarlos en nuestro discernimiento.
[fulltext] =>La primera nota consiste en que los falsos profetas presentan los mismos rasgos distintivos de los verdaderos profetas. Generalmente ambos pertenecen a comunidades proféticas, ejercen el mismo oficio y han recibido el mismo mandato del pueblo. A menudo, los falsos profetas también han recibido una vocación profética. El profeta verdadero y el falso están en la misma tribuna y hablan a la misma gente, que, sin embargo, suele preferir al segundo. De hecho, Ezequiel llama “profetas” (nabí) también a aquellos a quienes nosotros llamaríamos falsos profetas. «Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, profetiza contra los profetas de Israel» (Ezequiel 13,1-2). Los reconoce como compañeros, pero los denuncia como profetas desviados. ¿Por qué? ¿En qué se equivocan los falsos profetas?
Los falsos profetas de los que habla aquí Ezequiel no son charlatanes infiltrados en la comunidad (si bien en aquellos tiempos confusos y tremendos tampoco faltarían), ya que si así fuera no los llamaría “profetas”. Estos falsos profetas son profetas que han perdido el alma, aunque hayan conservado la técnica y el oficio. El alma siempre puede desaparecer, aunque se lleve la misma vida y se realice el mismo oficio de siempre. Puede que llevemos años diciendo la misma Misa, pero un día el soplo que da aliento a los gestos y a las palabras se desvanece. Puede que demos las mismas clases, pero un día el espíritu que llena el aula y la anima ya no está. El alma es soplo (ánemos), espíritu. Cuando el soplo muere, la vida termina, la profecía se extingue y el profeta se convierte en otra cosa, en otra persona. En la Biblia y en la vida hacen falta profetas verdaderos que reconozcan y denuncien a los profetas que han perdido el alma y se han desviado del camino recto. Mientras haya un profeta verdadero con fuerzas para denunciar a los falsos, siempre podremos tener esperanzas de salvarnos de los vendedores de vanitas.
En este capítulo, Ezequiel se dirige directamente a los profetas que se han malogrado por “interés” personal o de grupo. Dirá a las profetisas presentes en Israel: «Me profanáis ante mi pueblo por un puñado de cebada y un mendrugo de pan» (13,19). Los profetas son especialmente duros con estos “profetas con ánimo de lucro”, porque saben que la esencia de la vocación auténtica es la gratuidad. Les resulta fácil reconocer la falsa profecía por la ausencia de gratuidad, indicador infalible. Dado que son absolutamente competentes en el arte de la gratuidad, puesto que hablan y callan al margen de cualquier cálculo utilitarista, les basta ver aparecer cualquier forma de interés – económico, de estatus, de poder... – para emitir su sentencia cierta e inapelable de falsa profecía.
Pero el interés económico no es el primer motivo, ni siquiera el más importante, para la traición de un profeta. Casi siempre, la corrupción económica es consecuencia de una corrupción más profunda: la del corazón. Ezequiel nos dice claramente de qué depende la falsa profecía: «¡Ay de los profetas mentecatos que se inventan profecías, cosas que nunca vieron, siguiendo su inspiración!» (13,3). El profeta pierde el alma porque comienza a profetizar “siguiendo su inspiración” y por tanto deja de seguir la inspiración de aquel que le hablaba y cuyas palabras refería.
Si el falso profeta de hoy fue un profeta auténtico ayer, si tuvo experiencia de una voz que le hablaba y le llamaba, es porque todas las formas de degeneración son variantes de un tema principal: el silencio de la voz profética. El profeta entra en una etapa de silencio de la voz, que es normal en este tipo de vocaciones (véase Jeremías). El profeta auténtico no es dueño de la voz. La voz no responde a su mandato. Y él no sabe si volverá a hablar, o cuándo lo hará, y mucho menos qué dirá. Las palabras y los silencios se alternan. Pocas palabras y muchos silencios. El verdadero profeta solo habla cuando una orden interior le dice que lo haga. Habla cuando no puede callar. Es obediente y dócil a una voz que no es suya. Debe aguantar, incluso con gran desaliento y dolor, viendo sufrir a su comunidad, que le pide una palabra de salvación que él no puede anunciar porque no la ha escuchado, porque no le ha sido “dirigida”. Siempre empieza de cero.
La experiencia pasada afina la técnica y aumenta su competencia general, pero no le ayuda a tener la certeza de que mañana el espíritu profético le seguirá hablando. La profecía no es magia ni técnica adivinatoria. Es un don y, como todo don verdadero, va siempre acompañado de la sorpresa. Debemos imaginar que los verdaderos profetas se asombrarían profundamente cada vez que la voz volvía a hablarles y a darles unas cuantas palabras distintas. Podían imaginarlas, esperarlas y pedirlas, pero siempre eran indigentes de palabras. Por eso el verdadero profeta es pobre. Así debe ser. Cada vez que un hijo se marcha “con su parte de la herencia”, sigue manteniendo la antorcha encendida de noche y sigue mirando al horizonte esperando su regreso, aunque le hayan visto regresar cien veces. Y si regresa, le echa los brazos al cuello con el mismo asombro y la misma emoción de la primera vez.
Resistir estas pausas de la voz, que a veces pueden durar años e incluso décadas, es enormemente doloroso. Por eso, ante el silencio del primer espíritu, el profeta, para responder a las preguntas urgentes y fuertes que se elevan hacia él, puede ceder a la tentación de echar mano de su propio espíritu sin esperar nuevas “visiones”. Prevalece la necesidad de seguir desempeñando el oficio, y el silencio del espíritu se llena con palabras propias. Esto lo saben muy bien los artistas, que pierden el alma cuando, ante la falta del soplo de la inspiración, no pueden resistir el silencio y la esterilidad y comienzan a escuchar a otros espíritus. Algunos profetas se convierten en falsos porque no saben resistir en silencio el fuerte grito de su comunidad en crisis. Estos son muy difíciles de reconocer, y por tanto son más peligrosos, porque a veces les mueve algo que se parece a la gratuidad. No cambian de espíritu por interés o por beneficio, sino para complacer una forma de amor-gratuidad sin verdad. Del mismo modo que existe una falsa profecía, también existe una falsa gratuidad: la que no va acompañada de la verdad sobre uno mismo.
El principal ejercicio moral y espiritual del profeta, tal vez el único, consiste en distinguir los espíritus que le hablan. Todos sabemos que nuestro corazón está habitado por varias voces. Sobre todo lo saben aquellos que han recibido una vocación. Entre todas las voces, hay una, delicada y distinta, que es la que contiene el espíritu de la vocación. Algunas personas descubren una vocación el día en que comprenden que la voz que les hablaba en su corazón desde niños no es la más verdadera. Escuchan más profundamente y oyen otra voz que dice cosas distintas y más verdaderas, y la siguen. La belleza trágica de una vocación así consiste en mantener el diálogo con esta voz necesaria y no controlable. Es posible que al final de la carrera nos demos cuenta de que todas las voces eran tonos de una única y bella melodía que nosotros no hemos escritos. Pero una vez que el profeta comienza a poner comillas («esto dice el Señor») a las palabras que le sugiere su propio espíritu, sale de la comunidad de los profetas verdaderos (13,9). Y la salida es definitiva, porque la voz profética ya no puede hablar en un alma ocupada. Las “visiones” distintas necesitan todo el espacio interior. Es muy raro que un profeta malogrado vuelva a escuchar a los diferentes espíritus.
Las formas de la decadencia son múltiples. Ezequiel nos describe con claridad algunos rasgos comunes: «Como raposos entre ruinas son tus profetas, Israel. No acudisteis a la brecha ni levantasteis cerca en torno a la casa de Israel» (13,4-5). Los falsos profetas, como raposos o chacales, sacan provecho de las ruinas de su ciudad, transforman las casas destruidas en madrigueras y refugios, y merodean en la brecha buscando comida. Los profetas honestos se suben a la brecha y tratan de reconstruir. Los falsos necesitan las ruinas para su negocio, y por tanto no quieren superar las crisis, que son su principal fuente de éxito y ganancia (quien niega la gravedad de una crisis estando inmerso en una devastación es ciertamente un falso profeta, ya actúe de buena o de mala fe). Fuerte y eficaz es también la segunda imagen que usa Ezequiel: «Mientras ellos construían la tapia vosotros la ibais enluciendo» (13,10). El pueblo ha construido una tapia frágil con los ladrillos de las falsas ilusiones y las esperanzas vanas. Los falsos profetas lo enlucen con promesas de salvación y milagros, para darle una apariencia de robustez. De este modo se niega la única salvación verdadera, la del “resto” que volverá, y las palabras de Ezequiel (y las de Jeremías) son acalladas como profecías de desventuras enemigas del pueblo y de Dios.
Para terminar, dentro de este horizonte de dolor (el sufrimiento mayor de los profetas es el de ver caer a su propia gente en las ilusiones de los falsos profetas), Ezequiel nos da una gran palabra de esperanza: «Los soltaré para que vuelen» (13,20). El profeta es un libertador. Desata las cuerdas de nuestras falsas ilusiones y consuelos fingidos para que podamos entrever un consuelo verdadero y distinto en la línea del horizonte, y volar libres un vuelo más alto.
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El exilio y la promesa/8 – No se “traiciona” solo por interés, sino también por amor sin verdad
Luigino Bruni
Original italiano publicado en Avvenire el 30/12/2018
«La palabra solo es esencial y eficaz cuando nace del silencio. El silencio descubre la fuente interior de donde brota la palabra»
Romano Guardini, Il testamento di Gesù
La lucha entre profecía y falsa profecía es constante en la historia humana. La encontramos en el centro de la política, la economía, las religiones y las organizaciones. En las comunidades, a algunas personas se les reconoce un rol de “visión”, porque son portadoras de un carisma. Son capaces de ver de forma distinta y más allá. Pueden trazar escenarios presentes y futuros e indicar caminos de salvación, bienestar y crecimiento humano y ético. Pero no todos los “profetas” son iguales. La suerte de las realidades sociales depende decisivamente de su capacidad para reconocer y seguir las voces honestas y verdaderas y desconfiar de las falsas. La Biblia recoge algunos indicadores útiles para reconocer la verdadera profecía y la falsa. Ha ido depurándolos y comprobándolos con el paso del tiempo, y los ha conservado para que nosotros podamos usarlos en nuestro discernimiento.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (285 KB) el 23/12/2018
«Te suplico: mi Dios, mi soñador, sigue soñándome»
J. L. Borges, Historia de la noche
La Biblia habla de migraciones y exilios, de pueblos nómadas y tiendas móviles; narra la admirable historia de un arameo errante que sigue una voz dentro de un horizonte infinito. En un poblado de desterrados en los alrededores de Babilonia, por orden de YHWH, la profecía adquiere la forma de un migrante. El homo migrans se convierte en palabra bíblica en la carne de uno de los profetas más grandes. Y allí permanece para siempre. En Ezequiel, profeta pobre y exiliado, sacerdote sin templo de un Dios derrotado, cada emigrante de la tierra puede leer su propia historia, puede usar sus palabras para rezar cuando las propias se han agotado, puede sentirlo como compañero de equipaje y de fugas nocturnas por tierra y por mar, bajo un mismo velo que oscurece los ojos para no morir de dolor.
[fulltext] =>Ha transcurrido más de un año desde que comenzara la actividad profética de Ezequiel y sus compatriotas, exiliados como él, no comprenden las palabras ni los signos del profeta. El joven profeta recibe una nueva y concreta palabra de YHWH invitándole a seguir adelante sin importar el fracaso: «Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, vives en la casa rebelde: tienen ojos para ver, y no ven; tienen oídos para oír, y no oyen» (Ezequiel 12,1-2). Ezequiel sabe que su misión es una misión imposible. Lo supo el día de su vocación: «Hijo del hombre, yo te envío a Israel, pueblo rebelde» (2,3). Pero, mientras experimenta en su carne la verdad de estas palabras del primer día, una nueva palabra le repite lo ya sabido. Porque el anuncio del fracaso es siempre muy diferente de la experiencia del fracaso, a la que nunca se llega preparado.
Volver a escuchar las palabras de la anunciación de ayer en la lucha y en la resistencia de hoy es un don que nos permite seguir luchando a sabiendas de que no venceremos. Algunas veces las primeras palabras regresan con la misma voz y (casi) de la misma manera. Otras veces viene con la voz de un amigo, con la voz de los pobres o con el dolor de la tierra. De este modo, puede que un profeta no oiga de nuevo la primera voz, si esta llega “como sutil voz de silencio” mientras él la espera en el viento fuerte o en el terremoto. Pero también es posible que las segundas palabras verdaderamente no lleguen. Algunos profetas han caminado toda la vida sin más palabras que las del día de su vocación. Pero eso no les ha impedido seguir caminando y convertirse en palabra para los demás.
Sin embargo, a Ezequiel YHWH le sigue y, a pesar de su visible fracaso, le pide que siga produciendo gestos y palabras proféticas: «Tú, hijo del hombre, prepara el ajuar del destierro y emigra a la luz del día, a la vista de todos … Sal al atardecer, a la vista de todos, como quien va al destierro. A la vista de todos abre un boquete en el muro y saca por allí tu ajuar. Cárgate al hombro el hatillo, a la vista de todos, y sácalo en la oscuridad; tápate la cara para no ver la tierra.» (12,3-6). Ezequiel acoge esta palabra: «Yo hice lo que me mandó» (12,7). En un tiempo como el nuestro, dominado por la ideología del éxito y por la obsesión de estar entre los “ganadores”, los profetas nos dicen que puede existir vida buena en las derrotas y en los fracasos, y que el camino bueno de la vida está frecuentado casi exclusivamente por “perdedores” que siguen caminando con dignidad y con la cabeza alta a pesar de las derrotas. El fracaso del profeta no es el fracaso de su profecía, porque la falta de éxito y la falta de escucha son intrínsecas a la verdadera profecía y la distinguen de la falsa.
Detengámonos por un momento; hagamos un alto para observar bien a este profeta que encarna la condición del exiliado, el prófugo y el migrante. Este capítulo del libro de Ezequiel repite muchas veces que el profeta realiza estos gestos “a la vista de todos”. En ese “todos” estamos también nosotros, porque los gestos-signos de Ezequiel siguen siendo eficaces y vivos si somos capaces de verlos aquí y ahora, si los observamos mientras los ejecuta perfectamente, expuesto en la plaza del pueblo. Vemos cómo se echa a los hombros el bagaje de exiliado y sale al anochecer de su casa y de su pueblo. Marcha en la oscuridad, como tantos emigrantes, con el hatillo a hombros y el rostro cubierto con un velo para que sus ojos húmedos no “vean la tierra” y se queden clavados en la nostalgia de la casa abandonada para siempre. Cuando un inmigrante se va, su vida en la nueva tierra es mejor si no cultiva el recuerdo de la casa abandonada. Por eso no debe partir llevando en la retina esa última imagen (la nostalgia es siempre una pésima dote cuando se quiere y se necesita empezar de nuevo).
Este signo profético de Ezequiel no es fácil de descifrar. La mayor parte de la gente vería en él la profecía del regreso a casa, a Jerusalén. La primera mercancía que vendían los falsos profetas, presentes y activos también en el exilio, era la certeza del regreso inminente a la patria y el final de exilio. Pero Ezequiel revela un significado radicalmente distinto y desconcertante: «Di: soy señal para vosotros; lo que yo he hecho se lo harán a los habitantes de Jerusalén: irán cautivos al destierro» (12,11). Así pues, el exilio es el destino de los que se han quedado en la patria: no solo no regresarán los primeros deportados a Babilonia, sino que pronto será deportado el resto del pueblo (como efectivamente sucederá pocos años después, en el 587). He aquí la primera sorpresa: el gesto realizado entre los exiliados va dirigido a los que se han quedado en Jerusalén. Quién sabe cuántos Ezequieles estarán profetizando hoy en nuestros campos de refugiados y de no-acogida, realizando desde allí gestos que son mensajes dirigidos a nosotros. Si queremos escuchar alguna palabra verdadera sobre el destino que nos espera, no debemos ir a buscarla a las cátedras ni a los templos de nuestros “centros”, donde hay muchos falsos profetas. Podemos encontrarlas en las periferias, en las deportaciones, en los exilios, en las infinitas peregrinaciones, donde acontecen gestos y signos que nos parece que no tienen nada que ver con nosotros y en cambio son lanzados precisamente hacia nosotros, que, como los compatriotas de Ezequiel, tenemos la cerviz demasiado dura para entenderlos, acogerlos y convertirnos.
Además, hay otro elemento esencial. Ezequiel se prepara de verdad para emigrar, hace realmente un agujero en la pared, sale verdaderamente al anochecer y vaga de noche desterrado fuera del pueblo. Los gestos proféticos son carne viva. De otro modo serían ineficaces e inútiles. Son más “pequeños” que el acontecimiento real, pero son verdaderos y hablan convirtiéndose en sacramento y en signo: «Porque hago de ti una señal para la casa de Israel» (12,6). Esta señal maravillosa sigue diciendo palabras de carne: «Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, come el pan con estremecimiento, bebe el agua con temblor y susto» (12,17-18). Una vez más el cuerpo del profeta profetiza y dice a los habitantes de Jerusalén que está llegando el tiempo del asedio y del posterior exilio, cuando el pan y el agua escasearán y serán consumidos en medio del miedo y la angustia que hacen temblar todo el cuerpo. Tras la parálisis y el mutismo, su cuerpo dice una vez más las palabras más importantes con temblor y susto, quizá entre verdaderas convulsiones. No sabemos cuánto duró esta experiencia de Ezequiel de comer y beber con las manos y con todo el cuerpo tembloroso, pero sabemos que fue una experiencia real y verdadera, que le tocó y le hirió, y que tal vez le marcó en la carne para toda la vida, porque estas experiencias son verdaderas y encarnadas.
La dura lucha que los profetas combaten, desde siempre, contra los falsos profetas, gira en torno a la palabra verdad. Si un falso profeta hubiera estado en el lugar de Ezequiel, se habría puesto una máscara para interpretar un guion escrito por él mismo. Ezequiel no: al ejecutar el guion que otro ha compuesto para él, se convierte en lo que representa. En todo gesto profético se repite la experiencia admirable que cualquier actor ha experimentado al menos una vez en la vida, cuando después de haber recitado muchos guiones y muchas veces el mismo guion, una tarde, mientras está en el mismo teatro repitiendo las mismas palabras, ocurre el milagro: de repente desaparece el escenario, el público, el autor y el guion, y el actor se convierte en las palabras y los gestos que está recitando. El mismo acontecimiento lo pueden (y deben) vivir quienes trabajan de verdad y, después de haber ejecutado durante años órdenes y directrices externas, un día de repente ven cómo desaparecen los directivos, las jerarquías y las funciones, y se dan cuenta de que ese trabajo se ha hecho totalmente íntimo y se ha convertido en alma, anulando la distancia que separa el trabajo del corazón. Es la misma experiencia de quienes han recitado durante años oraciones y salmos aprendidos y heredados de la comunidad y finalmente, en una liturgia distinta, comprenden que se han convertido en la oración que están diciendo, donde las palabras más santas son las que pronuncia su cuerpo tembloroso y herido.
Estas experiencias, extraordinarias y a veces únicas, representan la normalidad en la vida del profeta, que puede decir palabras distintas porque antes de decirlas las ha “masticado”, se han convertido en verdadero bagaje sobre los hombros, en verdaderos agujeros en la pared, en pan y agua verdaderamente ingeridos entre los espasmos de las convulsiones. Son palabra hecha carne. El pueblo de Israel no se convierte, no comprende ni acoge el mensaje de Ezequiel. No comprende que el profeta es un signo maravilloso enviado para ellos.
Vino a los suyos, pero los suyos no le recibieron. Seis siglos después de Ezequiel, el profeta convertido en signo de exilio y migración, un niño, un hijo, se convirtió en sacramento y signo maravilloso para nosotros. Un divino emigrante, que al partir no se cubrió los ojos con un velo, porque quería que la imagen de su “casa” quedara impresa en sus pupilas para que nosotros pudiéramos contemplarla al verlas. ¡Feliz Navidad!
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Luigino Bruni
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«Quizá encontremos paz
cuando todo esté perdido.
Y nos parecerán inútiles las palabras
y los encuentros ilusorios.
…
Sentiremos angustia
al descubrir – demasiado tarde –
esta descarriada existencia…»David Maria Turoldo, de O sensi miei
La víspera marca el ritmo de la fiesta y de su anhelante espera. El día distinto se prepara y madura de víspera, que es cuando se forma y crece el deseo. Los niños son grandes expertos en vísperas, ya sea de un cumpleaños, del primer día de escuela o de una excursión. Ellos saben que el sábado en la aldea es un día hermoso, porque le seguirá otro día aún más hermoso. Saben que las fiestas son verdaderas y no solo la ilusión de un deseo que se ahoga en el momento en que se cumple, porque también son verdaderos los padres, los maestros, los compañeros y los regalos. La verdad de la fiesta hace verdadero el deseo y la espera de la víspera. Las vísperas sin fiesta son una invención, una innovación, de nuestro tiempo. En una época en que el ritmo de las fiestas lo marcan los negocios, solo nos quedan las vísperas. Dado que no sabemos, colectivamente, por qué o por quién celebramos las fiestas, solo nos queda una continua sucesión de “sábados en la aldea”. A la Nochebuena, la víspera de la Navidad, le seguirá la víspera de las rebajas y después la de San Valentín, y así sucesivamente, durante todo el año: nuevas vísperas nos harán olvidar la tristeza de la fiesta negada. Y el año volará rápidamente, expoliado del tiempo distinto de la fiesta, cuya razón de ser es que podamos gustar un bocado de eternidad. Aunque vivamos más años que nuestros abuelos, nuestros días son mucho más cortos que los suyos.
[fulltext] =>Si alguien quiere recuperar el sentido de la fiesta y de la víspera (y es urgente, porque una cultura que no conoce la verdad del “día de fiesta” desconoce también la verdad de la vida y de la muerte), debe buscarlo entre los pobres. Es ahí donde la fiesta y su espera no vana siguen viviendo. Pero, para ello, antes deberíamos reapropiarnos del sentido de la pobreza y liberar a los pobres de nuestras maldiciones. También en esto los mejores maestros son los profetas.
«Me vino esta palabra del Señor: - Hijo del hombre, los habitantes de Jerusalén dicen de tus hermanos, compañeros tuyos de exilio, y de la casa de Israel toda entera: “Ellos se han alejado del Señor, a nosotros nos toca poseer la tierra”» (Ezequiel 11,14-15). El pueblo que se ha librado de la primera deportación babilónica interpreta el exilio de sus compatriotas como una maldición divina. Ven la lejanía de la patria y del templo santo como un castigo divino, a consecuencia de sus pecados. La soberbia religiosa alimenta su falsa seguridad de ser la parte elegida, los verdaderos propietarios de la tierra. Y de este modo, los deportados por los babilonios se convierten en deportados por YHWH. A lo largo de la historia, las civilizaciones casi siempre han sentido una invencible necesidad de encontrar una justificación sobrenatural para las desventuras propias y sobre todo ajenas. La más frecuente, que es a la vez la más sencilla, se basa en la lógica económica: el que sufre hoy es porque tiene una deuda que pagar por alguna culpa de ayer, y el que hoy está alegre es porque recoge los frutos de sus méritos. De este modo los ricos se encuentran en un doble paraíso (el de la tierra y el del cielo) y los pobres viven un doble infierno, aprisionados dentro de una trampa perfecta con forma de tenaza, sin esperanza de liberación. Las meritocracias siempre han necesitado (y siguen necesitando) pobres merecedores de su desventura, un escabel donde los elegidos puedan apoyar el pie para subir a su cielo.
Los profetas, por vocación, ponen en crisis estas fáciles y triviales religiones del mérito y la culpa, y nos desvelan otra lógica; nos muestran otra idea de la pobreza y la justicia: «Esto dice el Señor: Cierto, los llevé a pueblos lejanos, los dispersé por los países y fui para ellos un santuario en los países adonde fueron» (11,16). Jeremías, hermano y maestro de Ezequiel, también lo había profetizado: el cesto de los higos buenos no es el que se queda en la patria sino el que ha sido deportado a Babilonia (Jeremías 24,1-2). La profecía cuenta otra teología, y cuando esta falta caemos prisioneros de esquemas ideológicos cuyo único objetivo es la justificación de nuestra condición de salvados y de nuestra indiferencia.
Esta dinámica se repite muchas veces también en las comunidades ideales y espirituales. Algunos, una parte, son exiliados, deportados a tierras extranjeras, arrastrados por algún imperio o demonio que se muestra demasiado fuerte como para oponer resistencia. Los que se quedan en casa sienten la necesidad de dar una lectura religiosa a la salida de los demás y a su propia permanencia. De este modo, para sentirse tranquilos y fieles acaban, a veces de buena fe, condenando a los que se han ido. Se separan moralmente de ellos, los dejan sobre sus montones de estiércol y después intentan, como los amigos de Job, convencerse y convencer a otros de que detrás de esa desventura tiene que haber alguna culpa escondida. Sin embargo, el profeta continúa el canto de Job y repite a los deportados, a los que se han quedado en casa y a todos nosotros: “Soy inocente, y si en esta historia hay un culpable hay que buscarlo en vuestra idea equivocada de Dios y por tanto de la vida”. Los profetas dan voz a la parte maldita del mundo, y nos recuerdan que si existe un Dios verdadero hay que buscarlo antes que nada en los montones de estiércol, en los campos de deportados, entre los exiliados, entre los descartados y los malditos. Ahí es donde espera y donde a veces nos encuentra, quizá después de que lo hayamos buscado sin encontrarlo en los lugares donde pensábamos que estaría, y después de que hayamos perdido toda esperanza (las experiencias espirituales más maravillosas llegan cuando estamos seguros de que ya no llegará nada).
Pero Ezequiel nos dice algo aún más fuerte y revolucionario: YHWH promete a los deportados que será para ellos “un santuario”. En una cultura religiosa antigua, donde la protección de los dioses se limitaba al territorio nacional y donde la salida de la tierra significaba salida de la zona de actuación de la divinidad, Ezequiel dice no solo que YHWH está vivo y actúa también en el exilio, sino que su presencia sustituirá al santuario que no tienen. La condición objetiva del exilio, la falta del templo y de muchas dimensiones del culto religioso, permite que un “resto” descartado dé un salto de calidad en la fe. Gracias a los profetas intuyen que Dios no puede quedar limitado a un lugar, que no habita solo en los lugares sagrados, porque su casa es la tierra entera y no solo la tierra prometida.
Dios es más grande que el culto religioso con el que lo veneramos. Es distinto y más grande que nuestros sacrificios y nuestras liturgias, porque es un Dios laico (que vive en medio del pueblo). Este mensaje resulta inmenso hoy, pero era extraordinario para aquel pueblo de templo distinto y único. “Yo seré para ti un santuario”. ¡Cuántas personas descartadas y cuántas comunidades exiliadas han sentido resonar en su alma la verdad de esta espléndida promesa y, perdidas y desesperadas en medio de divinidades extranjeras, han comprendido que no les faltaba nada, que no estaban malditas ni abandonadas, que simplemente habían sido llevadas al desierto para celebrar una nueva alianza, una nueva fiesta, una nueva Pascua! ¡Cuántas han visto abrirse el cielo, bajar a los Elohim, y comenzar el paraíso dentro de los infiernos!
El exilio de Israel es un regreso a la tienda móvil del arameo errante, al Dios nómada que, moviéndose de un lado a otro como su pueblo, puede hacerse compañero de camino de cada hombre y de cada mujer de la tierra, de todos “los del camino”. De vez en cuando, las grandes crisis se convierten en epifanías de una espiritualidad más verdadera y de una religión más alta que el techo de los templos, en un regreso a la pobreza de la tienda donde escuchar palabras distintas e infinitas. Como ocurrió en una prisión alemana, al final de la segunda guerra mundial, cuando un profeta de nuestro tiempo, pocos días antes de ser fusilado por haber seguido la voz hasta el final, fue capaz de escribir algunas de las palabras más grandes de su teología, generadas por el abismo de su exilio: «El “cristianismo” siempre ha sido una forma (quizás la verdadera forma) de la “religión”. Ahora bien, si un día (...) los hombres llegan ser verdadera y radicalmente no religiosos ¿qué significará eso para el “cristianismo”? Todo el “cristianismo” tal y como lo hemos conocido hasta ahora se quedará sin fundamento, y nosotros “religiosamente” no llegaremos más que a algún “caballero solitario” o a alguna persona intelectualmente deshonesta. ¿Deberían ser estos los pocos elegidos? ¿Deberíamos abalanzarnos con vigor, irritación e indignación sobre este dudoso grupo de personas para despacharles nuestra mercancía? (...) ¿Cómo puede convertirse Cristo en Señor también de los no religiosos? Si la religión solo es un ropaje del cristianismo ¿qué es entonces un cristianismo no religioso?» (D. Bonhoeffer, "Resistencia y sumisión"). Dentro de estas palabras, cuya fuerza profética nos siguen dejando sin aliento, están también Jeremías, Ezequiel y toda la Biblia, cuya profunda meditación acompañó y alimentó a Bonhoeffer antes y durante su reclusión.
También nosotros podemos ver la condición de muchos exiliados sin templo, desperdigados por tierras de dioses distintos, y condenarlos como malditos, culpables y merecedores de su condición de “sin Dios”. ¿Qué es nuestro tiempo sino un gran exilio en masa del templo? Pero también podemos repetir las palabras de Ezequiel. Podemos y debemos decir si queremos estar de parte de los habitantes de Jerusalén condenando a los exiliados, o con los profetas contando una historia distinta, la que ve en nuestro gran exilio una “presencia” más allá del templo. Podemos maldecir nuestro mundo o anunciarle una salvación. Las religiones y las comunidades pueden ser amigas de los pobres. Muchas veces lo han sido y lo siguen siendo cuando saben quitarse las vestiduras meritocráticas diseñadas por los hombres e incorporadas a las divinidades sin su permiso.
Los profetas siguen siendo guardianes del hombre y de Dios. Nosotros, testarudos, intentamos cada día manipular a Dios y a los hombres. Y los profetas, más testarudos que nosotros, siguen siendo sus guardianes.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (34 KB) el 16/12/2018
«Quizá encontremos paz
cuando todo esté perdido.
Y nos parecerán inútiles las palabras
y los encuentros ilusorios.
…
Sentiremos angustia
al descubrir – demasiado tarde –
esta descarriada existencia…»David Maria Turoldo, de O sensi miei
La víspera marca el ritmo de la fiesta y de su anhelante espera. El día distinto se prepara y madura de víspera, que es cuando se forma y crece el deseo. Los niños son grandes expertos en vísperas, ya sea de un cumpleaños, del primer día de escuela o de una excursión. Ellos saben que el sábado en la aldea es un día hermoso, porque le seguirá otro día aún más hermoso. Saben que las fiestas son verdaderas y no solo la ilusión de un deseo que se ahoga en el momento en que se cumple, porque también son verdaderos los padres, los maestros, los compañeros y los regalos. La verdad de la fiesta hace verdadero el deseo y la espera de la víspera. Las vísperas sin fiesta son una invención, una innovación, de nuestro tiempo. En una época en que el ritmo de las fiestas lo marcan los negocios, solo nos quedan las vísperas. Dado que no sabemos, colectivamente, por qué o por quién celebramos las fiestas, solo nos queda una continua sucesión de “sábados en la aldea”. A la Nochebuena, la víspera de la Navidad, le seguirá la víspera de las rebajas y después la de San Valentín, y así sucesivamente, durante todo el año: nuevas vísperas nos harán olvidar la tristeza de la fiesta negada. Y el año volará rápidamente, expoliado del tiempo distinto de la fiesta, cuya razón de ser es que podamos gustar un bocado de eternidad. Aunque vivamos más años que nuestros abuelos, nuestros días son mucho más cortos que los suyos.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (168 KB) el 09/12/2018
«La maledicencia mata a tres personas: al que habla, al que escucha y a aquel de quien se habla; pero al que escucha, más aún que al que habla»
Maimónides
Las religiones y las creencias son lugares donde también se satisfacen necesidades humanas, pues ninguna religión ha descuidado la dimensión material y corpórea de la vida. Peces, panes, maná, codornices, agua, hogazas, pan de pasas… Podríamos leer la Biblia como una historia de la comida, el convite y los bienes. La tierra prometida es una tierra que mana leche y miel.
[fulltext] =>Pero debido, entre otras cosas, a esta dimensión concreta y completa, los distintos credos tienden intrínsecamente a empequeñecerse y a reducirse a un mercado, donde cada bien demandado siempre encuentra oferta, previo pago del correspondiente precio. Y se transforman en idolatría o en magia. La plegaria auténtica solo puede vivir y crecer dentro de un encuentro de gratuidad. La providencia no se puede comprar, llega excediendo nuestro pequeño registro contractual. El Dios bíblico es el Dios del Pacto, donde el verdadero bien es una proximidad, una presencia. Las comunidades también satisfacen necesidades esenciales (seguridad afectiva, calor y necesidades concretas de tipo económico), si cada persona sabe alcanzar una interioridad más profunda que las necesidades, que es donde se genera la parte más íntima y bella de las comunidades. Los profetas son celosos guardianes de esta belleza más grande, que sabe convivir con una indigencia que alimenta el deseo y la necesidad de Dios.
Ezequiel es transportado en visión mística al tempo de Jerusalén: «Un espíritu me agarró por la melena, me levantó en vilo y me llevó en éxtasis entre el cielo y la tierra a Jerusalén, junto a la puerta septentrional del atrio interior, donde estaba la estatua de la pasión amorosa» (Ezequiel 8,3). La Biblia conoce este tipo de visiones. También nosotros las conocemos, puesto que alguna vez las hemos gustado. Por ejemplo, en algunas noches luminosas de exilio, cuando regresamos a la casa de la que salimos y volvemos a ver a los padres, a los hermanos o a ella. O cuando nos despertamos de otros sueños y sentimos que no todo lo que hemos visto es viento y vanitas. Las visiones de Ezequiel son distintas, pero no demasiado. Si fueran demasiado diferentes de nuestras pequeñas “visiones”, no serían humanas y deberíamos situar a los profetas entre los querubines, privándonos así de su amistad y fraternidad. Si podemos entender las experiencias de los profetas, incluso las más extraordinarias, es porque siguen siendo hombres como nosotros, aunque sean distintos.
La primera visión de Ezequiel es una divinidad femenina, tal vez la diosa de la fertilidad, Asherah, una divinidad cananea que durante siglos atrajo con fuerza también a Israel. Esta divinidad femenina está presente en muchos cultos antiguos, porque el ser humano siempre ha sentido una fuerte necesidad de reconocer la naturaleza sobrenatural de la fuente de la vida, la fertilidad y la maternidad. Es posible (como parecen sugerir también algunas incisiones encontradas en excavaciones realizadas cerca de Horvat Teiman, al este del Sinaí) que en algunos periodos Asherah fuera venerada en Israel como “esposa de YHWH”. Nada hay más natural que imaginarse a un Dios casado, para sentirlo más cerca de la vida corriente de todos. La afirmación de la fe en YHWH, el Dios distinto y único, es un proceso lento, que comenzó en los cultos naturales y politeístas. Israel también reclamó dioses y diosas de la fertilidad (becerro de oro) y de la maternidad. Después, la tentación de venerar dioses como los de los demás pueblos se hizo especialmente fuerte en tiempos de crisis, lo que hizo que la reacción de los profetas fuera aún más fuerte. Durante la ocupación babilónica, la fascinación del sincretismo religioso fue especialmente poderosa, puesto que la derrota militar se interpretaba como una derrota religiosa. La profecía tuvo que luchar mucho para que YHWH, convertido en un Dios derrotado, no fuera sustituido por dioses vencedores que, entre otras cosas, eran más fácilmente comprensibles para el pueblo.
Resulta impresionante y emocionante esta batalla típica de los profetas que, aun sintiendo la presencia viva de Dios en la naturaleza, impidieron que este se identificara con la tierra y con la carne, conservando así la transcendencia que un día nos permitió intuir la absoluta novedad del misterio de Belén. La encarnación del Verbo de Dios no podía ser narrada por los adoradores de los dioses de la naturaleza, que se parecen demasiado a nuestra carne como para generar una palabra-carne distinta con capacidad para salvarnos.
La visión del templo continúa. El espíritu lleva a Ezequiel a otra estancia donde setenta ancianos adoran a dioses egipcios, diciendo: «El Señor no nos ve, el Señor ha abandonado el país» (8,12). Después ve mujeres llorando al dios "Tamuz". Esta divinidad babilónica del ciclo de las estaciones era llorada en verano cuando “moría” y celebrada en primavera cuando “resucitaba”. Se trataba de una divinidad muy amada y popular que, con la ocupación babilónica, entró a formar parte del templo de Jerusalén. Finalmente llega a la parte más íntima y sagrada del templo, y ahí ve a veinte hombres reunidos para dar culto al dios Sol, el poderoso dios babilónico. Los celebrantes miran hacia oriente, por donde sale el dios, y de este modo dan la espalda al Arca de YHWH. Este gesto corporal expresa por sí solo la traición a la Alianza, que ya solo recibe los “olores” de los malolientes (8,17).
La imagen de la corrupción religiosa es completa. Entonces Ezequiel ve llegar siete enormes guerreros exterminadores. En el centro, uno de ellos, con vestiduras (lino blanco) e instrumentos propios de un escritor (tintero y tinta), recuerda la figura de Nebo, el escribano del panteón babilónico. Antes de que se desate la ira divina, el escribano marca con una tau la frente de aquellos que se salvarán de la masacre. Son «los que se lamentan afligidos por las abominaciones» (9,3). Los salvados son los que sufren por las infidelidades de los demás. Es la señal de Caín, la misma señal que el ángel exterminador puso en las casas de los hebreos en Egipto durante la noche de la gran Pascua. Cuando la crisis y la corrupción se hacen generalizadas y radicales, cuando el pueblo se ha depravado por completo, aún quedan algunos que en la impotencia pueden al menos sufrir y llorar, y con sus lágrimas nos salvan. Ninguna crisis puede impedirnos llorar y sufrir, y si aún nos quedan lágrimas verdaderas para llorar por la infidelidad de nuestro pueblo, ya nos estamos salvando. En el abandono siempre podemos gritar, y ese grito puede atraer una resurrección. El llanto por la injusticia es el recurso extremo que puede conseguirnos en la noche la señal de la tau, que en hebreo antiguo tenía la forma de una cruz decusada, con los brazos en diagonal, como la cruz de San Andrés.
Ezequiel asiste en visión a la masacre de los guerreros exterminadores. Ve cómo la “gloria” de YHWH abandona el templo (10,18) y después, rostro en tierra, grita: «¡Ay Señor! ¿Vas a exterminar al resto de Israel?» (9,8). El profeta, que ha creído en la teología del resto fiel, teme ahora que esta gran esperanza del resto se extinga. Es la gran prueba del profeta, que se encuentra en medio, entre el cielo y la tierra, y entiende las razones de Dios pero busca desesperadamente una salvación para los hombres. La respuesta de Dios no da esperanzas: «Me respondió: - Grande, muy grande, es el delito de la casa de Israel y de Judá; el país está lleno de crímenes; la ciudad colmada de injusticias … Pues tampoco yo me apiadaré ni perdonaré» (9,9-10). Pero Ezequiel, profeta del exilio, a pesar de este veredicto absoluto, sigue clamando, espera contra toda esperanza, y pide que un resto se salve. Efectivamente, Ezequiel, probablemente en una visión posterior, se encuentra de nuevo en el templo de Jerusalén, durante una reunión de los “jefes del pueblo”. En esta visión recibe la orden de profetizar. Mientras los hombres escuchan sus palabras, un miembro del consejo (Pelatías) cae a tierra muerto. Esta muerte reaviva la plegaria-intercesión de Ezequiel: «Entonces caí rostro en tierra y rompí a gritar, diciendo: - ¡Ay Señor, vas a aniquilar al resto de Israel!» (11,13). Tras la segunda petición, YHWH cambia su respuesta: «Di: Esto dice el Señor: Os reuniré de entre los pueblos y os recogeré de los países en los que estáis dispersos» (11,17).
Esto también forma parte del oficio del profeta: repetir a Dios la misma petición cuando la primera respuesta no salva a nadie. El profeta es el hombre de la segunda plegaria, porque algunas maldades son demasiado grandes como para ser levantadas con una sola imploración. Si un jirón vivo de aquel resto salvado llegó hasta Nazaret y después hasta nosotros, se lo debemos a los muchos profetas que supieron pedir por segunda vez, que reiteraron oraciones imposibles, que hicieron que su Dios “se convirtiera”. La Biblia está llena de estas “miradas segundas”, de salvaciones que llegan después de las palabras que los profetas no deberían haber pronunciado y sin embargo dijeron por nosotros. En las crisis radicales y en las destrucciones totales, nos hemos salvado porque alguien – un padre, un amigo, una esposa – ha sabido repetir una oración por segunda vez, y su fe ha generado un cambio de mirada sobre nosotros. Tal vez no lo supiéramos, tal vez estuviéramos durmiendo o gritando, pero esa segunda plegaria es la que nos ha arrancado de la muerte.
La Biblia no ha querido que ninguna divinidad mediara entre YHWH y los hombres. Su Dios ha querido que las mujeres y los hombres, los profetas, fueran quienes intercedieran por nosotros. Esto también forma parte del gran humanismo de la Biblia. Cuando los cristianos pusieron en sus templos una mujer y una madre, eligieron a un ser humano, a la madre del Verbo-hombre “nacido de mujer”. Ninguna “diosa madre” habría podido dar mayor dignidad espiritual al hombre y a la mujer. La Biblia nos sigue elevando acercándonos a la tierra. A nosotros nos gustaría volar buscando la compañía de los ángeles, pero así perdemos la mirada de los hombres y de las mujeres. Los profetas siguen repitiendo sus plegarias, echados “rostro en tierra”, en el lugar más espiritual que nos ha sido dado bajo el sol.
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Ezequiel, en su gran visión mística del templo, nos revela nuevas dimensiones de la profecía, que llegan hasta la gruta de Belén y desde allí hasta nosotros. Luigino Bruni comenta el libro de Ezequiel. 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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (168 KB) el 09/12/2018
«La maledicencia mata a tres personas: al que habla, al que escucha y a aquel de quien se habla; pero al que escucha, más aún que al que habla»
Maimónides
Las religiones y las creencias son lugares donde también se satisfacen necesidades humanas, pues ninguna religión ha descuidado la dimensión material y corpórea de la vida. Peces, panes, maná, codornices, agua, hogazas, pan de pasas… Podríamos leer la Biblia como una historia de la comida, el convite y los bienes. La tierra prometida es una tierra que mana leche y miel.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (109 KB) el 02/12/2018
«A fuerza de buscar los comienzos uno se vuelve cangrejo. El historiador mira hacia atrás; al final cree también hacia atrás»
Friedrich Nietzsche, El crepúsculo de los ídolosLos signos religiosos esculpen la tierra y expresan el carácter de una cultura. Templos, altares, hornacinas, cruces y estelas separan en la tierra lo sagrado de lo profano; revelan y dan nombre y vocación a los territorios, y transforman los espacios en lugares. La tierra lleva grabados nuestros vicios y nuestras virtudes en sus heridas; acoge humildemente nuestras huellas, y se deja asociar mansamente a nuestra suerte. Con su misteriosa y real reciprocidad, se comunica con nosotros. Una de las notas típicas de la profecía es la capacidad de interpretar el lenguaje de la creación, de contárnoslo, de hablar en nuestro lugar y en nuestro nombre. ¿Qué dirían hoy los profetas ante las llagas que estamos causando a nuestro planeta? ¿Qué palabras de fuego pronunciarían ante nuestros “altos” poblados de ídolos? ¿Cómo profetizarían ante nuestras miopías y nuestros egoísmos colectivos? Tal vez gritarían, compondrían nuevos poemas o cantarían, cantan, Laudato si’.
[fulltext] =>«Me dirigió la palabra el Señor: - Hijo del hombre, mira a los montes de Israel y profetiza contra ellos. ¡Montes de Israel, escuchad la palabra del Señor! Esto dice el Señor a los montes y a las colinas, a las torrenteras y a las vaguadas: ¡Atención!, que yo mando la espada contra vosotros para destruir vuestros altos» (Ezequiel 6,1-3). Ezequiel profetiza contra los montes, cómplices inocentes de la infidelidad del pueblo. Las colinas, los valles y las gargantas son símbolo de la creación que “gime” esperando que los seres humanos sean dignos guardianes suyos. Los animales, las plantas, el suelo y el subsuelo, los océanos y los mares sufren, cada día más, las consecuencias de haber transformado en tiranía nuestra vocación de conservación. Los profetas hablan también por ellos y en su lugar. Están entre la tierra y el hombre, entre los hombres y el cielo. Son mediadores clavados en cruces, como mensajes de carne.
Desde que se asentó por primera vez en Canaán, el pueblo de Israel sintió la constante seducción de los cultos cananeos. Le atraían fuertemente aquellos dioses sencillos, naturales, que seguían los ritmos y las imágenes de la fertilidad, y podían verse, representarse y tocarse. Sentía la tentación de la prostitución sagrada, que ofrecía en los altos caminos inmediatos de unión con las divinidades. Y de no haber sido por los profetas, YHWH, el nombre de su Dios distinto y único, con el paso del tiempo se habría convertido en uno de los muchos nombres de alguno de los muchos dioses que poblaban los panteones de los pueblos vecinos vencedores.
Los profetas son amigos de Dios y amigos del hombre, y repiten: el hombre es distinto porque Dios es distinto. Mantienen a Dios elevado y transcendente para mantener lo más elevado posible al hombre, para no reducirlo a un consumidor-consumido de ídolos fabricados. Los profetas hacen que la natural contaminación de la fe en el encuentro con otros pueblos no supere un umbral crítico y con ello pierda el hilo de oro de la alianza y el alma colectiva.
Sin el contagio religioso con Babilonia, con Egipto y con los pueblos cananeos, no tendríamos muchas páginas bellísimas de la Biblia. Pero si esa fertilización mutua hubiera entrado en la médula y en el corazón de la Promesa, del Sinaí, de la Ley y del Pacto, aquel pueblo distinto de fe distinta habría sido absorbido por las religiones naturales de Oriente Próximo. El profeta es un centinela, entre otras cosas, porque toca la trompeta y da la voz de alarma cuando la contaminación supera el punto crítico y se convierte en asimilación y sincretismo. Sabe que existe un lugar donde estas contaminaciones no pueden y no deben entrar: el templo, el lugar que guarda nuestra historia más íntima, el altar del pacto, el corazón de nuestro nombre. En consecuencia, el pueblo de Israel no debe entrar en los templos de los demás pueblos y adorar a sus divinidades. No solo porque esos pueblos son adoradores de ídolos (Israel no pensó siempre que los demás dioses fueran ídolos), sino porque el día en que un pueblo comienza a entrar a rezar en más de un templo, está diciendo que, en el fondo, no cree verdaderamente en ningún dios (como el hombre que dice “te amo” a más de una mujer, en realidad está diciendo que no ama verdaderamente a ninguna). Por eso la lucha de los profetas contra los santuarios de los altos nos dice, poéticamente, algo muy serio. La poesía siempre dice cosas serias.Cuando, por ejemplo, las comunidades nacidas de un carisma pasan por grandes crisis, sienten la tentación no tanto de eliminar o cancelar al “Dios” de la primera alianza, sino de introducir en el propio templo otras divinidades al lado de la del primer “culto”. De este modo, se importan oraciones, canciones y prácticas más sencillas y comprensibles, que responden mejor a los gustos de los “consumidores”. Dentro de ciertos límites, estas incorporaciones pueden ayudar y enriquecer. Pero cuando estas prácticas ajenas entran dentro del “templo” y nosotros comenzamos a frecuentar los templos de los demás sin distinguirlos del nuestro, la contaminación empieza a minar el pacto y la promesa. Hasta que llega el día en que hablamos con nuestro primer Dios en templos completamente iguales, y ya no sucede nada. Muchas crisis existenciales, individuales y comunitarias, surgen de aglomeraciones en el lugar del primer encuentro, que se hace tan espeso que ya no es posible ver ni oír nada.
Pero los santuarios y los templos también eran lugares para el sacrificio de animales y niños. Detrás de la crítica de los grandes profetas a los cultos cananeos y babilónicos, hay siempre una crítica al uso del sacrificio como moneda para comerciar con un Dios comerciante. La polémica durísima de los profetas contra el oro y la plata no es una crítica económica ni ética al dinero usado para el comercio humano. Es una crítica teológica y por tanto antropológica. Es la condena de una visión económica de la fe y por tanto de la vida. El oro es muy peligroso porque se convierte en el material con el que se fabrican los ídolos: ayer estatuillas de Baal o Astarté y hoy productos y bienes que, como nuevos ídolos, nos venden una especie de eterna juventud. Cuanto más oro poseemos, más grande es el precio que podemos pagar por nuestros sacrificios.
Entonces, los ladrones que profanan el lugar santo no son ladrones de cosas o de dinero. Son ladrones religiosos, que sustraen al hombre su dignidad y lo reducen a siervo de los ídolos: «Tirarán a la calle la plata, tendrán el oro por inmundicia … No les quitarán el hambre ni les llenarán el vientre. Estaban orgullosos de sus espléndidas alhajas: con ellas fabricaron estatuas de sus ídolos abominables, pero yo se los convertiré en inmundicia … Profanarán mi tesoro [templo], entrarán los bandoleros y lo profanarán» (7,19-22). El dinero y el oro son inmundicia cuando no se usan para vivir sino para fabricar toda clase de ídolos. Esta naturaleza profunda de las riquezas solo se revela plenamente al final («El final llega, llega el fin, te acecha, está llegando» (7,6). Ya sea al final de la vida, cuando será evidente la diferencia radical entre las riquezas (no solo materiales) que hemos usado para alimentarnos y alimentar a otros y las que hemos usado para crear o comprar ídolos vendedores de ilusiones, ya sea en otros “finales” cuando, inmersos en una gran crisis, enfermedad o depresión, comprendamos que solo podemos volver a empezar si aprendemos a reconocer otras riquezas que aún no hemos visto, en nosotros y a nuestro alrededor.
En el centro de estas palabras durísimas que el profeta eleva contra los altos, los ídolos y la infidelidad del pueblo, nos alcanza, como un rayo de sol al amanecer, otro pasaje de la teología del resto (podríamos contar la Biblia como la historia de un resto fiel): «Sin embargo, dejaré que algunos escapen de la espada a otras naciones, y cuando se dispersen por sus territorios, los que se salven se acordarán de mí en las naciones adonde los deporten … Y sabrán que yo soy el Señor» (6,8-10). “Sin embargo”: a los profetas les gusta mucho esta expresión, porque completa y dulcifica sus palabras de juicio. Los falsos profetas no la conocen, porque son ideológicos y aduladores. “Sin embargo” es una expresión propia también de los buenos educadores, de los maestros y de los responsables de comunidades que, después de ejercer la fuerza del juicio de verdad, son capaces de añadir el “sin embargo” de la mansedumbre y la pietas, que es la sal y la levadura de la pasta que están amasando.
Este pasaje sobre el resto nos dice una cosa esencial: cuando en los exilios queremos intentar volver a empezar de verdad, hay dos cosas verdaderamente necesarias. La primera es saber que no vuelve a empezar el todo, sino una parte, un pequeño resto vivo. Formamos una familia o creamos una comunidad o una empresa; después vino la crisis y con ella la deportación, el exilio; nos dispersamos y nos contaminamos con muchos pueblos. Si un día queremos continuar la primera historia deberíamos superar la nostalgia del todo y no dejarnos seducir por su fortísima llamada, sencillamente porque ese todo ya no existe. Pero podemos continuar verdaderamente nuestra historia en la pequeña parte que ha quedado viva: dos trabajadores de la fábrica, un niño, la única palabra buena que se ha salvado de las muchas maldades que nos hemos dicho.
La segunda cosa tiene que ver con el significado del hermoso verbo bíblico acordarse ("se acordarán de mí"). Para el humanismo bíblico acordarse no es un verbo del pasado, sino un verbo del futuro. Nos acordamos cuando estamos en el desierto, en los campos de ladrillos, en el exilio, y lo hacemos para seguir creyendo en la promesa que debe venir y vendrá. En el desierto a donde hemos llegado por la traición de nuestro pacto matrimonial, no volvemos a empezar celebrando un nuevo pacto en un nuevo altar, sino acordándonos de que las palabras que dijimos eran verdaderas, porque una parte verdadera de nuestro corazón sigue dentro de la primera iglesia y el primer altar. Aprendiendo a recordar es como empezamos a resurgir.
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Luigino Bruni
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (285 KB) el 25/11/2018
«Lo más paradójico es que lo sagrado se manifiesta, y al hacerlo se limita y deja de ser absoluto. Este es el gran misterio, el mysterium tremendum: el hecho de que lo sagrado acepta limitarse»
Mircea Eliade, Mitos, sueños y misterios
Somos buscadores incansables de consuelo. Tenemos una necesidad tal de consuelo que casi siempre terminamos intercambiándolo por alguna ilusión. La profecía es una gran generadora de verdadero consuelo, pero como no ofrece descuentos ni rebajas, nosotros preferimos ponernos en la fila de los grandes almacenes, donde abundan las ilusiones baratas. El consuelo no ilusorio de los profetas convive con una exigencia absoluta de verdad; solo llega dentro de esa verdad ofrecida a su precio-valor completo.
[fulltext] =>«Hijo del hombre, agarra una tablilla de adobe, póntela delante y graba en ella una ciudad, ponle cerco, construye torres de asalto contra ella, y haz un terraplén contra ella; pon tropas contra ella y emplaza arietes a su alrededor» (Ezequiel 4,1-2). Tras las primeras visiones, Ezequiel recibe el mandato de realizar una especie de maqueta que representa el asedio a una ciudad. Una vez terminada la obra, ante la mirada sorprendida de sus conciudadanos, no dice «esta es Babilonia», como probablemente sus compañeros de exilio esperaban, sino «esta es Jerusalén» (5,5). La ciudad santa es la que está a punto de sufrir el asedio de los babilonios. Ningún consuelo se ofrece a quienes, siguiendo los oráculos de los falsos profetas, quieren creer que la ciudad de David es inexpugnable por estar protegida por su Dios distinto.
El primer gesto profético público de Ezequiel es una señal. Su primer mensaje es un símbolo. Para generar su primera profecía compone una escultura, usando por tanto las manos, el cuerpo, la tierra y los distintos materiales que tiene a su disposición. Con esto nos enseña, entre otras cosas, algo acerca del nexo profundo que existe entre arte y profecía. Todo artista comparte algunas características de la profecía y viceversa. Los profetas y los artistas con capaces de plasmar gestos, sonidos y palabras, porque ellos mismos han sido previamente plasmados y siguen siendo plasmados cada día. Son vocación, lenguaje no verbal, manos y materia, dialogando con un daimon. Hablan con todo el cuerpo. Para conocer algunas notas de la profecía en un tiempo como el nuestro, pobre de verdaderos profetas, podemos fijarnos en los artistas.
El “trabajo” de profeta se aprende realizándolo, como todos los trabajos. Cuando Ezequiel recibe su vocación profética, lleva ya años en Babilonia, en un pueblo con una religión compleja y rica, con clases sacerdotales y prácticas y ritos codificados. Está inmerso en una cultura que ha producido muchas formas de adivinación y de magia, que hace un amplio uso de símbolos en sus ritos, y tiene videntes no demasiado fáciles de distinguir de los profetas de Israel. Ezequiel conoce bien los cultos de este pueblo y de los demás pueblos vecinos. No hay que excluir que al comienzo de su actividad profética sufriera la influencia de este universo sagrado. En el gesto plástico de Ezequiel podemos entrever trazas de una práctica común en muchas culturas arcaicas, que aparece también en algunas tradiciones bíblicas (Números 21,8; 2Re 13,29-31). Es la llamada técnica homeopática (es decir "lo semejante se cura con lo semejante"): un conjunto de acciones y liturgias imitativas, encaminadas a operar a distancia, mediante representaciones simbólicas de la persona o de la realidad que se quiere modificar. Ejemplos famosos de estas prácticas son: ensartar una estatuilla con alfileres para causar muerte o dolor a una persona distante, derramar ritualmente agua en la tierra para invocar la lluvia, o representar en una cueva escenas de animales capturados para que la caza sea propicia. La creencia consiste en que lo semejante (en pequeño) actúa sobre lo semejante (grande), y de ese modo se puede producir un efecto simplemente representándolo e imitándolo.
Los profetas no son ángeles. Son hombres y mujeres que viven dentro del espíritu de su tiempo. La profecía bíblica nace de tradiciones más antiguas. Parte de ahí, pero llega mucho más lejos, innovando radicalmente esa tradición. Este mestizaje no es un hándicap del profetismo de Israel, sino un elemento que aumenta su belleza y valor, porque expresa la naturaleza histórica de la Biblia y de su revelación. Al mismo tiempo, los gestos proféticos presentan también algunas grandes novedades. En primer lugar, no son las palabras ni los actos de Ezequiel, sino el comportamiento obstinadamente infiel del pueblo el que crea el asedio y la posterior destrucción de Jerusalén: «Se rebeló contra mis leyes y mandatos, pecando más que otros pueblos, más que los países vecinos» (5,6). El profeta, con sus símbolos, ayuda a tomar conciencia del nexo causal entre las acciones del pueblo y sus consecuencias.
Pero la innovación fundamental está en el papel que desempeña la persona del profeta en los gestos que realiza. Ezequiel anuncia dolores y desventuras para los demás después de haberlos experimentado y sentido en su cuerpo: «Acuéstate del lado izquierdo, y te echaré encima la culpa de la casa de Israel, los días que estés así acostado … trescientos noventa días. Cumplidos estos, te acostarás del lado derecho y cargarás con la culpa de la casa de Judá cuarenta días» (4,4-6). Encarna los años del exilio asirio de Israel y después los del exilio babilonio de Judá, permaneciendo quieto, como paralizado, sobre el costado, como un faquir o un yogui. Es él la estatuilla acribillada en carne viva para que YHWH pueda lanzar un mensaje a su pueblo. A diferencia del chamán o el vidente, el profeta no es solo un mediador, sino que es el mensaje mismo hecho carne. Ezequiel se aplica a sí mismo la lógica homeopática: sufre en pequeño (días) la misma suerte que el pueblo sufre en grande (años): «Yo te señalo en días los años de su culpa (trescientos noventa días) para que cargues con la culpa de la casa de Israel» (4,5). El primer símbolo es él mismo, porque “lanza conjuntamente” (συν-βάλλειν) y reúne el cielo y la tierra.
En El Conde de Montecristo, Giovanni Bertuccio, después de haber salvado a un recién nacido de la muerte, lo lleva en secreto a un hospicio. Corta en dos la faja que lo envuelve y se queda con una parte, para poder reconocerlo un día, encajando los dos trozos desgarrados. El profeta es, al mismo tiempo, la parte que se queda en la cuna y la que se lleva lejos. Está de parte de Dios y de parte del pueblo. Habla del cielo a la tierra y de la tierra al cielo. Es a la vez nostalgia de Dios y nostalgia del retorno del hombre. Es un corte indigente de la parte que falta, que es esencial.
El símbolo alcanza su tercer movimiento: «Recoge trigo y cebada, alubias y lentejas, mijo y escanda: échalo todo en una vasija y con ello hazte de comer. Eso comerás trescientos noventa días, todos los días que estés echado de lado … Beberás el agua medida: la sexta parte de un hin [un litro], a una hora fija la beberás … Comerás una hogaza de cebada, que cocerás delante de ellos sobre excremento humano» (4,9-12). El mensaje es claro: «El Señor me dijo: - Los israelitas comerán un pan impuro en las naciones por donde los disperse» (4,13). Durante el asedio (y el exilio), escasean la comida y el agua, hay que racionarlas, y las normas del culto de pureza no se pueden respetar. El sacerdote Ezequiel invoca el tema de la pureza, y YHWH le permite que sustituya los excrementos humanos por excrementos animales (5,15), lo que reduce la impureza, pero no la elimina. En los asedios y en los exilios, muchas cosas se reducen y se pierden. También la religión se purifica debido la imposibilidad de respetar las normas que separan lo puro de lo impuro. Los asedios y los exilios sirven también para liberarnos de los aspectos rituales de las religiones, para transformar la pureza de culto en pureza de corazón, para recuperar la fe en medio de la muerte de las prácticas religiosas. Nos quitan el templo y los sacrificios para darnos lugares abiertos y amplios, como el cielo, donde adorar a Dios «en espíritu y en verdad».
El mensaje recurre a un cuarto y último lenguaje: «Hijo del hombre, agarra una cuchilla afilada, agarra una navaja barbera y pásatela por la cabeza y la barba. Después agarra una balanza y haz porciones. Un tercio lo quemarás en la lumbre en medio de la ciudad, cuando termine el asedio, un tercio lo cortarás con la espada en torno a la ciudad, un tercio le esparcirás al viento mientras yo desenvaino la espada tras ellos» (5,1-2). Ezequiel debe rasurarse la cabeza y la cara, dos actos que para la cultura bíblica implican vergüenza y auto-mortificación. Una vez más, su cuerpo es “sacramento” de la palabra que anuncia. También en este caso se revela el mensaje: «Un tercio de los tuyos morirá de peste y el hambre los consumirá dentro de ti, un tercio caerá a espada alrededor de ti y un tercio lo esparciré a todos los vientos» (5,12).
Pero una parte de los cabellos de la cabeza y de la barba se salvará: «Recogerás unos cuantos pelos y los meterás en el dobladillo del manto» (5,3). También para Ezequiel, un resto del pueblo se salvará, guardado en el dobladillo del manto del profeta, cosido a su ropa. La profecía es también, quizá en primer lugar, el lugar donde encuentra refugio un resto durante las grandes crisis, los asedios y los exilios.
Los profetas son aquellos que, por honestidad con la voz, nos anuncian el final y la devastación, pero mientras nos lo anuncian sufren con nosotros y antes que nosotros, y después crean un pequeño espacio donde recoger un resto y sembrar el futuro.
Cuando la vida nos asedia y nos exilia, muchas cosas sagradas y profanas son arrasadas, aniquiladas por la furia de los acontecimientos. Mucho se pierde y muere, pero un resto de nuestra alma puede salvarse si logra encontrar y reconocer un profeta verdadero, y si a continuación se deja coser al dobladillo de su manto. Estos profetas de los exilios muchas veces están paralizados, atados, mudos. Dicen palabras duras que no entendemos, pero también dicen que algo de nuestra historia se puede salvar, que un pequeño resto vivo se salvará, escondido entre el manto y el corazón.
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Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (285 KB) el 25/11/2018
«Lo más paradójico es que lo sagrado se manifiesta, y al hacerlo se limita y deja de ser absoluto. Este es el gran misterio, el mysterium tremendum: el hecho de que lo sagrado acepta limitarse»
Mircea Eliade, Mitos, sueños y misterios
Somos buscadores incansables de consuelo. Tenemos una necesidad tal de consuelo que casi siempre terminamos intercambiándolo por alguna ilusión. La profecía es una gran generadora de verdadero consuelo, pero como no ofrece descuentos ni rebajas, nosotros preferimos ponernos en la fila de los grandes almacenes, donde abundan las ilusiones baratas. El consuelo no ilusorio de los profetas convive con una exigencia absoluta de verdad; solo llega dentro de esa verdad ofrecida a su precio-valor completo.
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