La sacralidad de lo ordinario

La sacralidad de lo ordinario

"El exilio y la promesa/24 – Sin lugares ni recintos sagrados, se aprende a adorar a Dios “en espíritu y verdad”.

Luigino Bruni

Original italiano publicado en Avvenire el 21/04/2019

«Para el hombre religioso el espacio no es homogéneo. Esta ausencia de homogeneidad espacial se traduce en la experiencia de una oposición entre el espacio sagrado, el único que es real, que existe realmente, y todo el resto, la extensión informe que le rodea».

Mircea Eliade, Lo sagrado y lo profano

A menudo las grandes pruebas de la vida implican una purificación de la espiritualidad y la moral. Nos enseñan que las cosas verdaderamente necesarias para seguir viviendo y creciendo son muy pocas y muy sencillas. Cuando comenzamos la buena evolución de la vida espiritual somos sencillos; después nos volvemos complicados, y al final acabamos regresando a la sencillez, cuando la sabiduría del viejo en que nos hemos convertido se encuentra con la pureza del joven que fuimos. En medio solo queda un gran agradecimiento. Durante las largas travesías del desierto aprendemos que hay muy pocas cosas verdaderamente esenciales, más allá del agua y el pan. Sin embargo, en los viajes cortos y cómodos cargamos con equipajes pesados y en su mayor parte inútiles. El profeta Elías tuvo que encontrarse en el desierto, sintiendo en su corazón deseos de morir, para descubrir que la voz de Dios estaba en una «brisa ligera» y no en el terremoto ni en el fuego, donde lo había imaginado y buscado inútilmente (1 Re 19,12). Sedientos de vida y de paraíso, pasamos muchos años buscando a Dios en los templos y en los lugares sagrados, hasta que al final nos damos cuenta de que lo que buscábamos estaba debajo de casa.

Ezequiel, en un día concreto, es transportado de nuevo en visión a Jerusalén, al monte Sion: «El año veinticinco de nuestra deportación, el diez del mes, día de año nuevo, el año catorce de la caída de la ciudad, ese mismo día vino sobre mí la mano del Señor, y el Señor me llevó allí» (Ezequiel 40,1). Tras haber visto en el capítulo 37 la resurrección de los huesos secos de su pueblo muerto, el profeta ve ahora la resurrección del templo, destruido catorce años antes. Ezequiel había visto y anunciado la destrucción del templo años antes de que sucediera, y había construido alrededor de esta necesaria destrucción “teológica” toda su actividad profética en el exilio. Un día, estando cercano el final de su misión y de su vida, recibe el don de ver el nuevo templo en la nueva Jerusalén, como prenda del final del exilio y de la restauración del nuevo Israel con un «corazón nuevo».

Para Ezequiel, el templo de YHWH, el Dios distinto y verdadero, tiene una importancia enorme. Ezequiel es un hombre antiguo, de Oriente Medio, sacerdote. En su mundo no es posible afirmar una fe en la que «los verdaderos adoradores adoren al Padre en espíritu y verdad» (Jn 4,23). La adoración a Dios requiere un lugar. Pero entre Ezequiel y los profetas y sacerdotes que lo precedieron ocurrió un acontecimiento histórico decisivo: el exilio babilónico.

Ezequiel desempeñó toda su misión a orillas de los canales de Babilonia y por tanto lejos del lugar sagrado del templo. Así pues, tuvo que aprender una fe esencial, en la que no era fundamental ir al templo ni ofrecer sacrificios. La vida le enseñó, a un alto precio, a simplificar la religión. La ausencia forzosa de las condiciones materiales del culto le instruyó en una fe más espiritual y abstracta. El hecho de ser un sacerdote sin templo le obligó a repensar qué significaba verdaderamente el templo con relación a la fe, y en qué consistía verdaderamente su sacerdocio (como un sacerdote que pasa meses o años impotente en una cama de hospital, sin comunidad ni culto, tiene que aprender de nuevo el sacerdocio).

De este modo, exiliado en una tierra sin templo pero no sin Dios, siervo de un Dios derrotado y sin embargo verdadero, Ezequiel recibe la visión del nuevo templo. Durante toda su misión ha recordado en el alma, con tintes cada vez más descoloridos, el templo de Salomón, donde se formó en su juventud. Ahora, al final de su vida, lo ve con ojos proféticos, como “premio” por haber terminado la carrera y haber conservado la fe en un Dios despojado de su templo: «El Señor me llevó en éxtasis a la tierra de Israel, dejándome en un monte muy alto, en cuya cima se erguía una mole con traza de ciudadela. Me llevó allá y vi junto a la puerta un hombre que parecía de bronce; tenía en la mano un cordel de lino y una caña de medir» (40,2-3). Bajo la guía de un ser celestial, Ezequiel ve esta inmensa construcción, cuyos detalles arquitectónicos y religiosos describe prolijamente durante tres largos capítulos, y así nos da, entre otras cosas, la posibilidad de sumergirnos idealmente en la experiencia de lo sagrado para el hombre bíblico.

Nosotros, que vivimos en un mundo desacralizado y desencantado, donde las únicas huellas sagradas que quedan son las del consumo y los ritos empresariales del capitalismo, hemos perdido completamente el contacto con el mundo antiguo. Nos cuesta mucho intuir qué suponían para aquel mundo las manifestaciones de lo sagrado, las hierofanías. La primera y más inmediata experiencia del hombre antiguo acerca del mundo era la del caos: un conjunto indistinto e irracional donde el único “orden” posible es gestionado por los demonios, de forma inaccesible e incomprensible. Las religiones intentaban dar un orden al caos, reconociendo dentro del desorden ordinario algunos lugares distintos, los lugares sagrados, dotados de cierta racionalidad y previsibilidad. Los altares y los santuarios en general, y la tienda, el arca y el templo de Jerusalén en la Biblia, son formas de gestionar el espacio mediante la distinción fundamental entre sagrado y profano. Es indicativa la conclusión de la descripción arquitectónica del templo de Ezequiel: «Lo midió por los cuatro costados. Lo circundaba una muralla de doscientos cincuenta metros de ancho por doscientos cincuenta de largo, que separaba lo sacro de lo profano» (42,20).

También en la Biblia, que mantiene una relación especial con lo sagrado, el templo sirve para separar lo sagrado de lo profano. Lo sagrado es espacio y tiempo. El umbral del templo marca y delimita el espacio, separándolo de todo el ambiente que lo rodea, semejante en apariencia pero distinto en su sustancia. Al cruzar ese umbral espacial se entra también en otro tiempo, comienza otro orden temporal (cronos se convierte en kairos), con otro ritmo, donde otro reloj marca otra hora. Así pues, cuando el hombre antiguo, en medio del caos general de la naturaleza y las relaciones sociales, ambas a merced de la fuerza y la irracionalidad, cruzaba el umbral del templo, superaba también el umbral del tiempo y gustaba la eternidad, vencía en ese tiempo-templo la muerte, cuya angustia es una de las raíces de las religiones. En ese lugar, el eterno se comunicaba con el tiempo, la nube de fuego bajaba de nuevo sobre el Sinaí, y allí, fuera del espacio y del tiempo ordinario, Moisés dialogaba de nuevo verdaderamente con YHWH y aunque el pueblo no oyera la voz, creía y vía algo extraordinario. El templo es el nuevo Sinaí, donde la ascensión a la cima de la montaña sagrada se convierte en procesión hacia el centro del templo (el "Santo de los santos", el corazón secreto del templo al que solo podía acceder una vez al año el sumo sacerdote, es la cima del Sinaí).

Cuando un hebreo cruzaba el umbral del templo de Salomón probablemente llevaba todo esto en su corazón. También Ezequiel. El paso del tiempo incierto y caótico de la dura vida cotidiana se interrumpía y en el tiempo del templo podía volver a las laderas del Sinaí, a ver a Moisés, a ver abrirse el mar, a sentir que había dejado de ser esclavo. Una experiencia maravillosa, que hacía de aquel lugar distinto un nuevo Edén, donde Dios paseaba de nuevo «a la hora de la brisa». Los hebreos no necesitaban creer en el paraíso más allá de la vida, porque lo tocaban cada vez que iban al templo. Por eso amaban locamente ese lugar y hoy todavía lo lloran.

Por eso cuando, al final de la visión, Ezequiel ve «la gloria» de YHWH volver al templo, del que se había alejado antes de que fuera destruido a causa de las infidelidades del pueblo, revive la misma experiencia de su llamada profética en el río Quebar: «La visión que tuve era como la visión que había contemplado a orillas del río Quebar. Y caí rostro en tierra. La gloria del Señor entró en el templo por la puerta oriental» (43,3-4). El regreso de la Gloria al templo produce en Ezequiel la misma teofanía de su primera vocación, le hace revivir el momento más divino de toda su existencia. Porque para él y para su pueblo no hay nada más divino que el templo.

Pero hay otra cosa más. El desarrollo histórico de la fe bíblica es también una gran pedagogía acerca de lo sagrado y de cuál es el verdadero lugar de Dios. En la fase más arcaica, en Israel había más de un santuario donde se podía encontrar a YHWH. Después, la morada de YHWH quedó limitada únicamente al templo de Jerusalén. Con la destrucción del templo y el exilio, el pueblo de Israel comprendió, gracias a los profetas, que Dios seguía estando presente también en Babilonia. Comprendió que la experiencia de la presencia de la gloria de Dios no quedaba limitada por los confines sagrados del templo. Después del exilio, el templo de Jerusalén fue reconstruido, pero la experiencia de la presencia de Dios liberada del perímetro de su casa había marcado ya un punto de no retorno en el alma colectiva del pueblo, que cambió para siempre la naturaleza de la experiencia religiosa. El hecho de sentir la misma presencia de Dios fuera de la patria y fuera del templo supuso una mutación profunda de la fe bíblica, tal vez la más importante de toda la historia de la salvación.

La crítica al templo que encontramos en las palabras y en los gestos de Jesús de Nazaret, decisiva para su condena a muerte, no habría sido posible sin la experiencia del exilio y sin la revolución religiosa del “espacio sagrado” que maduró durante aquel tiempo en la conciencia de los profetas y por tanto del pueblo. Un alma de Israel logró reconocer al “hijo de Dios” en aquel “hijo del hombre” crucificado en el Gólgota y por tanto fuera del perímetro de la ciudad santa, gracias a que siglos antes unos profetas experimentaron y después enseñaron a todos la presencia de YHWH en la tierra del exilio, sin templo y “fuera de las murallas”. Ellos no podían saberlo, pero en Babilonia los hebreos comenzaron a adorar a Dios «en espíritu y verdad».

Los evangelios no nos narran ninguna aparición de Jesús en el templo. En cambio, nos hablan de una casa, de un jardín, de las orillas de un lago, de dos caminantes decepcionados que bajan de Jerusalén. Nosotros podemos seguir buscándolo en los lugares sagrados, acudiendo a las iglesias, construyendo y reconstruyendo templos, y quizá alguna vez sintamos también allí su presencia. Pero donde ciertamente podemos sentirla es en las casas, en los jardines, en las orillas de un lago, dialogando con las personas desalentadas y decepcionadas que caminan por nuestros caminos. ¡Feliz Pascua!


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