El alba de la medianoche/3 – Tener a nuestro lado personas más fieles que nosotros es un gran don.
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (38 KB) el 07/05/2017
«Cuando llegó al monte donde Moisés había subido para contemplar la heredad de Dios, Jeremías encontró una estancia en forma de cueva; allí metió la Tienda, el arca y el altar del incienso, y tapó la entrada. Volvieron algunos de sus acompañantes para marcar el camino, pero no pudieron encontrarlo.»
Segundo Libro de los Macabeos
La fidelidad es una de esas palabras capaces de expresar, por sí solas, todo lo que hay que decir sobre la vida. La existencia está hecha de muchas palabras y de muchas cosas, pero si hubiera que elegir sólo una, la fidelidad sería una candidata muy fuerte. La fidelidad lo es casi todo. Tal vez podría decirse que lo es todo. Fidelidad a los pactos que fundan nuestra existencia. Fidelidad a la alianza conyugal, a la profesión, a las amistades, a la voz que un día nos llamó y nos hizo emprender el viaje más grande. La fidelidad calienta el corazón durante los inviernos, consuela el alma cuando todo pasa y hace que pronunciemos nuestro nombre sin vergüenza. La fidelidad es la mejor herencia que podemos dejar a nuestros hijos.
El mundo está lleno de fidelidad, aunque no seamos capaces de verla ni expresarla. Si no vemos la fidelidad, o la vemos poco, es porque su parte más valiosa es invisible. Sí que vemos la infidelidad pero no la fidelidad, porque ésta se da cuando tenemos la ocasión de ser infieles y no lo somos; cuando tenemos un “incentivo” para traicionar y decidimos permanecer fieles a un pacto; cuando podemos no regresar y sin embargo volvemos fieles a casa. Pero no se lo decimos a nadie porque, si lo hiciéramos, el encanto se perdería.
Pero la Biblia, con su infinita sabiduría humana, nos habla sobre todo de infidelidad: «Alza los ojos a los calveros y mira: ¿en dónde no fuiste deshonrada? A la vera de los caminos te sentabas para ellos… manchaste la tierra con tus fornicaciones y malicia» (Jeremías 3,2). Puesto que la Biblia nos habla de infidelidades, debemos ser capaces de desentrañar más a fondo el binomio fidelidad-infidelidad, pues es posible que sea más complejo de lo que parece a primera vista. La Biblia no tiene miedo de tomar como punto de partida el hombre tal y como es y a partir de ahí llamarle por su nombre: «Vuelve, Israel apóstata. No estará airado mi semblante contra vosotros, porque piadoso soy» (3,12).
Muchas de las experiencias que nos parecen infidelidades, o que vivimos como tales, son misteriosos ejercicios para aprender el arte de vivir. Hay muchas infidelidades dentro de lo que parece fidelidad, y algo de fidelidad en las traiciones. Una de las gracias más sublimes de la vida es llegar al día en que, sin esperarlo, encontremos nuestras infidelidades sentadas a nuestro lado en la cocina; entonces las saludaremos como compañeras de viaje y después cenaremos y haremos fiesta juntos.
El encuentro entre dos (o más) fidelidades se llama alianza o pacto. Cuando la fidelidad se desarrolla dentro de un pacto-alianza, se hace más fuerte, porque la alianza puede vivir y crecer aunque una de las partes se haga infiel. La alianza es una cuerda, una fides (es decir fe-confianza), que ata a las personas entre sí. Es como la cuerda que se usa en las escaladas en cordada. Si uno tropieza o se suelta, evita caer al abismo siempre que la cuerda resista y haya alguien que siga bien anclado a la roca. Muchas familias, comunidades y empresas se han salvado porque ha habido al menos una persona sujetando la cuerda, porque al menos uno ha seguido creyendo cuando nadie más creía en aquella historia de amor, resistiendo mientras todos los demás aflojaban. Posiblemente no haya don más grande que el de poder escalar la cima de la vida en una cordada con personas más fieles que nosotros. Podemos pasar años o décadas en la infidelidad y no perdernos, siempre que haya otra persona que consiga no aflojar, no soltarnos. En cambio, la infidelidad nos hace caer al vacío, si nos soltamos de la cordada para continuar la escalada en solitario. Mientras permanezcamos dentro de la historia de una alianza, no sabremos cuántas veces nos hemos salvamos porque alguien a nuestro lado nos estaba sujetando. Aunque no nos demos cuenta o pensemos que la cuerda no es más que el lazo que nos encadena al cepo de una prisión. Aquellos que superan grandes crisis y se mantienen dentro de una alianza no saben cuántas veces se han librado de precipitarse al vacío simplemente porque otro ha sido fiel por ellos, tal vez rezando o aceptando dócilmente un dolor. Pocas personas reciben el don de descubrir en vida los salvamentos que no vieron mientras se realizaban, que siempre son más que los somos capaces de conocer y reconocer.
Pero, por su propia naturaleza, la alianza y los pactos son experiencias trágicas. Por mucho que sujetemos la cuerda sin soltarla, el otro siempre puede cortarla y dejarse caer. Otras veces, el peso de la infidelidad es tan grave que nos arrastra también a nosotros, si no tenemos la lucidez de comprender cuál es el último instante útil para cortar la cuerda. Sufrimos, sufrimos mucho por las infidelidades propias y sufrimos mucho también por las infidelidades de las personas a las que nos hemos ligado. Esta es una de las razones profundas del verdadero culto que nuestra civilización rinde a los contratos, que son mucho más ligeros y tenues que los pactos y las alianzas: se pueden cortar con facilidad, pero no nos salvan de los precipicios de la vida.
A la fidelidad también se le puede aplicar el gran principio profético del resto. La salvación de las infidelidades se puede alcanzar mientras en nosotros quede vivo un resto, una pequeña parte, un retoño, un hijo: «Os iré recogiendo uno a uno de cada ciudad y por parejas de cada familia, y os traeré a Sión» (3,14). Una historia de alianza puede continuar cuando nos alejamos, si logramos permanecer fieles a algo verdadero, si hacemos al menos una cosa bien y con fidelidad hasta el final. Algunos se han salvado en situaciones de infidelidad propias o de las personas a las que estaban ligadas, manteniendo vivo dentro de sí un resto, cuidando y haciendo bien durante décadas una cosa: un trabajo, una relación o un huerto, recitando bien y fielmente la única oración de casa que todavía recordaban. Es posible salvar una vocación y toda una vida cuidando bien la planta del balcón de casa, que se convierte en la cuerda que nos impide caer al abismo.
Después de las infidelidades solo regresa un resto. Después de cada traición, el pueblo que queda es cada vez más pequeño. Trozos enteros de nuestra vida y de la de los demás ya no vuelven. Pero la tierra prometida todavía puede alcanzarse si al menos uno permanece vivo y fiel, si un trozo de prado se libra de la destrucción. Como las plantas. Al final de la carrera no todas las bellezas ni todas las esperanzas de la juventud alcanzarán su destino. Muchas cosas bellas y buenas se quedarán por el camino, distraídas por otras cosas o por otras personas. A veces sólo uno termina la carrera, sólo una perla de la dote que nos dio la primera voz alcanza el destino. Pero lo verdaderamente importante es que un resto, algo de nosotros, permanezca fiel al primer pacto. De jóvenes queríamos una vida pura, coherente, religiosa, sosegada y pobre. De mayores nos encontramos en la impureza, en la incoherencia y con una fe muy débil. Pero si hemos sido verdaderamente pobres, o si hemos logrado ser dóciles, podremos entrar en la tierra de Canaán o al menos verla desde lejos. Después, a veces, descubrimos que en aquella pobreza a la que hemos sido fieles estaban también todos los demás ideales y las demás bellezas que buscábamos de jóvenes y que dejamos de ver porque no entendíamos que solo de adultos podríamos encontrarlas en la “fealdad”.
En la Biblia, por otra parte, la Alianza está unida a la imagen del arca: el arca de la alianza. Moisés (Éxodo 25) recibió de Dios la orden de construirla, para guardar en ella los dos Tablas de la ley, posiblemente junto a una vasija de oro que contenía el maná y al bastón florecido de Aarón (Carta a los Hebreos, 9). El arca se parecía a otros objetos de los babilonios y sobre todo de los egipcios, que acostumbraban a construir cajas donde guardar sus dioses e ídolos, a los que sacaban en procesión durante las grandes fiestas. El arca simbolizaba la Alianza por la presencia en ella de las Tablas, el sacramento del pacto estipulado por YHWH con Moisés en el Sinaí. Era el tesoro más grande del pueblo.
También en Jeremías aparece el arca, dentro de la profecía del retorno de Israel, por fin fiel: «Cuando seáis muchos y fructifiquéis en la tierra, en aquellos días no se hablará más del arca de la alianza de YHWH, no vendrá en mientes, no se acordarán ni se ocuparán de ella, ni será reconstruida jamás» (3,16).
No se hablará más del arca, no se acordarán de ella ni será reconstruida. Después de la destrucción del templo de Salomón por los babilonios (587), no hay noticia cierta del arca (según algunas tradiciones fue destruida, según otras sigue sepultada bajo los restos del templo de Jerusalén y otros piensan que está en Etiopía o en otros lugares).
Jeremías no añora el arca, tal vez porque sabe que también el arca, realizada por mandato de Dios, puede convertirse en un ídolo. Los profetas saben que la idolatría puede afectar también al corazón de la fe verdadera. Si los hombres tienden a convertir en ídolo todo lo que no es Dios, con más radicalidad aún intentarán transformar a Dios en un ídolo que se pueda consumir. Las idolatrías sin retorno no son las de Baal sino las de Dios. Si no hubiera profetas (o si no les escucháramos) los tabernáculos de nuestras iglesias se convertirían en tótems, y Jesús en nuestro mayor ídolo.
Tras la destrucción de Jerusalén, el lugar del arca en el segundo templo fue ocupado por una simple piedra, que indicaba un vacío, una ausencia. Mientras los templos y las iglesias sepan custodiar la ausencia de Dios, su deseo y su sueño pueden seguir vivos en nosotros. Y tal vez un día nos encontremos con él mientras pastoreamos un rebaño, recogemos las redes o caminamos decepcionados hacia una aldea. O cuando, de vuelta por fin en casa, lo reconozcamos en el rostro de alguien que nos ha esperado y no ha dejado de ser fiel.
Dedicado a Marco Tecilla, primoer focolarino
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