El alba de la medianoche/15 – La altura de Dios nos salva de decir solo nuestros sueños.
Luigino Bruni
Publicado en pdf Avvenire (44 KB) el 30/07/2017
«Desde la imagen tensa / vigilo el instante / con la inminencia de la espera – / y no espero a nadie:
En la sombra encendida / espío la campana / que imperceptible expande / un polen de sonido – / y no espero a nadie:
Entre cuatro paredes / estupefactas de espacio / más que un desierto / no espero a nadie:
Mas debe venir, / vendrá, si resisto / a retoñar sin ser visto, / vendrá de improviso, / cuando menos lo advierta:
Vendrá como perdón / de cuanto trae muerte, / vendrá como certeza / de su tesoro y el mío,
vendrá como alivio / de mis penas y las suyas, / vendrá, acaso ya viene / su susurro.»
Clemente Rebora, Desde la imagen tensa
La profecía falsa, aunque de buena fe, es probablemente la que más abunda bajo el sol y una de las más peligrosas. Siempre ha habido y sigue habiendo profetas de mala fe, que no prestan su voz a ninguna voz y lo saben bien. Pero también hay falsos profetas de buena fe, que tampoco prestan su voz a ninguna voz, pero no lo saben y confunden la “voz de Dios” con sus propias fantasías, emociones y pensamientos. No todos los falsos profetas son truhanes o estafadores. Algunos de ellos son personas auto-convencidas de ser profetas, aunque no lo sean.
En las comunidades, movimientos y organizaciones con motivación ideal abundan los falsos profetas de buena fe. Están en todos los niveles y en todos los roles de gobierno, incluso entre los fundadores. Su buena fe subjetiva dificulta mucho el ejercicio del discernimiento espiritual de aquellos que están a su lado, porque la sinceridad de los sentimientos muchas veces crea un “efecto cortina” que impide ver la vanidad de sus palabras. También hace impopular y difícil el papel de los verdaderos profetas que tratan, por vocación, de identificar esta especie de falsa profecía, puesto que casi siempre el pueblo defiende a los falsos profetas de buena fe, confundido por sus emociones genuinas. Los engaños producidos por el auto-engaño son muy comunes. Son trampas perfectas de las que es muy difícil salir, porque la buena fe de los engañadores y la de los engañados se refuerzan mutuamente. ¿Cómo salvarnos?
Jeremías acaba de profetizar el final de Israel y la ruina de sus reyes corruptos, recurriendo a tonos cada vez más fuertes y duros: «Así dice el Señor a Joaquín, hijo de Josías, rey de Judá: No le harán funeral cantando (…) Lo enterrarán como a un asno» (Jeremías 22,18-19). E inmediatamente después nos sorprende con el anuncio de una gran esperanza: «Yo mismo reuniré el resto de mis ovejas en todos los países adonde las expulsé, las volveré a traer a sus pastos, para que crezcan y se multipliquen... No temerán, ni se espantarán, ni se perderán» (23,3-4). Los profetas verdaderos son así: hoy anuncian la muerte y mañana la vida, porque son boca de otra boca a la que no mandan ni controlan.
En el capítulo 23 de su libro, Jeremías alcanza el culmen de la enseñanza sobre la falsa profecía. Ya ha hablado otras veces de ello, pero ahora, con el paso de los años, el profeta llega a una síntesis grandiosa y nos regala una auténtica obra maestra de espiritualidad y antropología, probablemente no superada. Solo un verdadero profeta es capaz de reconocer y desenmascarar a los falsos profetas: «Entre los profetas de Samaria he visto un desatino: profetizan por Baal extraviando a Israel, mi pueblo; entre los profetas de Jerusalén he visto algo espeluznante: adúlteros y embusteros que apoyan a los malvados, para que nadie se convierta de la maldad» (23,13-14). Encontramos aquí una primera nota interesante: la profecía en nombre de otros dioses (Baal), que era más común en el reino del Norte (Samaria) donde se daba una mayor contaminación de cultos, parece menos grave que la de los profetas del templo de Jerusalén. Estos, si bien profetizan (a menudo) en nombre del Dios de la alianza (YHWH), se han desviado y pervertido completamente. La primera estrategia que usa para desenmascararles, la más usada de todos los tiempos, consiste en incriminarles por su conducta moral perversa: no pueden ser verdaderos profetas porque su vida concreta dice lo contrario que las palabras de su boca.
Pero la estrategia moral no es suficiente por sí sola para reconocer la falsa profecía, porque siempre ha habido, y hay, profetas con conductas morales dudosas que decían y dicen palabras verdaderas. La moralidad del instrumento de la voz puede ser un indicio, pero no es nunca el experimentum crucis para probar la falsedad de una palabra profética. El profeta no es elegido porque sea mejor y más honrado que los demás. Casi siempre tiene la moralidad media de su pueblo: algunas veces es mejor y otras veces es peor. No es la coherencia moral de su conducta la primera y más convincente demostración de que lo que dice es verdadero. Más aún: muchas veces mostrar a los demás la moralidad de la propia persona como prueba de la verdad de las propias palabras es un indicio cierto de falsa profecía. La mayor dificultad que tiene que afrontar quien se encuentra ante palabras proféticas pronunciadas por personas con comportamientos moralmente corruptos, consiste en entender si esa conducta moral indigna es un síntoma de falsa profecía o solo de fragilidad y/o pecado del instrumento de la voz. Es una dificultad grande, que por lo general termina en condena, pero algunas veces debido a un discernimiento rápido y confuso de la perturbación de los sentimientos y del corazón. Los profetas, como todos los hombres y mujeres, tienen debilidades, enfermedades y a veces neurosis, que conviven con su vocación e influyen en ella, a veces mucho. Pero son cosas distintas, aunque casi siempre acabemos convirtiendo la vocación en un asunto solo ético.
Después de la acusación, Jeremías pasa a otro plano distinto, más complejo pero más profundo, que afecta directamente al corazón de la cuestión, es decir, a la naturaleza de la vocación profética: «No hagáis caso a vuestros profetas, que os embaucan; cuentan visiones de su fantasía, no de la boca del Señor» (23,16). Aquí encontramos otro punto decisivo de la fenomenología de la profecía: Estos falsos profetas anuncian solamente «visiones de su fantasía» y «no de la boca del Señor». Aquí Jeremías nos muestra algo nuevo: los falsos profetas pueden tener buena fe y sin embargo anunciar sus ideas privadas, convencidos, sinceramente tal vez, de que dicen palabras de Dios. Algunos versículos después Jeremías nos muestra otra variante de esta forma de falsa profecía, la onírica: «He oído lo que dicen los profetas, profetizando embustes en mi nombre, diciendo que han tenido un sueño; ¿hasta cuándo seguirán los profetas profetizando embustes y las fantasías de su mente?» (23,25-26). Para entender este juicio de Jeremías, debemos situarlo en ese mundo medio-oriental habitado por un gran cantidad de intérpretes de sueños, adivinos, videntes y magos, a los que muchas veces el pueblo consideraba profetas. Una forma típica de sufrimiento de los verdaderos profetas es la equiparación con muchos canallas a los que el pueblo considera colegas suyos: «El profeta que tenga un sueño, que lo cuente; el que tenga mi palabra, que la diga a la letra» (23,28). También aquí hay personas que confunden las «fantasías de su mente» con la voz distinta de YHWH. Sin embargo, ambas cosas son distintas y así deben permanecer.
Cada vez está más claro que lo más importante para Jeremías no es simplemente la buena o mala fe, ni la moralidad o inmoralidad de las personas que se declaran o son declaradas como profetas. Entonces ¿qué es lo verdaderamente importante, lo que viene antes que todo lo demás? Jeremías, en el transcurso de su libro, ya nos ha dado algunos criterios para discernir la profecía, pero ahora está a punto de conducirnos al corazón de la cuestión. Jeremías nos dice que, en realidad, solo hay un criterio, pero es tan sencillo que podría dejarnos insatisfechos: Los falsos profetas – de cualquier tipo – son aquellos que no tienen vocación profética: «Yo no envié a los profetas, y ellos corrían; no les hablé, y ellos profetizaban» (23,21). Todo es muy simple y a la vez muy complejo. Pero, en todo caso, la pregunta sobre la vocación es la única verdaderamente importante cuando se quiere distinguir (y hay que hacerlo siempre) la verdadera profecía de la falsa, en sus múltiples formas, en la vida del espíritu, pero también en el arte, en la ciencia, en las profesiones y en las familias. Uno puede ser un franciscano más o menos creativo y bueno, pero antes es necesario que sea franciscano, es decir, que haya recibido la misma vocación que Francisco. Un artista puede ser grande, pequeño o inmenso; pero antes debe ser un artista, es decir, debe haber recibido una vocación artística. Ninguna moralidad y ninguna buena fe pueden sustituir la ausencia (y la esencia) de la vocación. No sabemos decir qué es verdaderamente esta vocación y debemos aceptar convivir con esta ignorancia acerca de los demás y de nosotros mismos, que está en el origen de las mayores sorpresas y de los mayores dolores.
Pero Jeremías nos dice una cosa importante: el elemento esencial para reconocer una vocación auténtica es la conciencia de la alteridad. La conciencia de que, antes que otras voces que habitan el alma, hay una voz distinta o al menos su susurro. La conciencia de que esa voz, tan íntima y presente en alguna parte desde el seno materno, no es la propia voz. La conciencia de que el que habla es otro, a quien Jeremías llama a YHWH, otros profetas llaman con otros nombres, y otras personas no le dan ningún nombre pero saben que existe y que habla: «¿Soy yo Dios solo de cerca y no Dios de lejos?» (23,23). La voz va y viene, desaparece y regresa, es siempre don y sorpresa, hasta el final. Su alteridad convive con la experiencia de la más grande intimidad de las vísceras. Lo cercano y lo lejano juntos hacen al profeta. El profeta que pierde la intimidad de la palabra (el «Dios de cerca») no tiene profundidad, poesía, pathos. Pero si el profeta pierde la alteridad y la trascendencia de la voz (el «Dios de lejos»), solo podrá contar sus fantasías y sueños, convirtiéndose a sí mismo en la fuente de las palabras que dice. Algunos profetas que nacen verdaderos se convierten en falsos porque no respetan esa diferencia entre la voz propia y la otra voz, y un día el diálogo primero de voces se convierte en canto para una voz sola.
descarga el pdf artículo en pdf (44 KB)