Los profetas de la segunda nada

El alba de la medianoche/2 – Más allá del mar de la esclavitud, donde mueren los ídolos

Luigino Bruni

Publicado en  pdf Avvenire (35 KB) el 30/04/2017

170430 geremia02«Luego llevó la bebida a Jeremías; éste respiraba tranquilamente en su sueño. “Ya que no debo ocultárselo al mundo, ¿cómo podría ocultártelo a ti, madre?” … “¿Ocultar qué?” (…) “El Señor estuvo hoy conmigo... Y su Voz me ha hablado. Manda que me marche de aquí”. Los ojos de Abi se llenaron de lágrimas. No lloraba porque el Señor hubiese venido junto a él. ¿No debía enorgullecerse de ello entre todas las madres de Jacob? Y, no obstante, se le partía el alma a causa de la pena que sentía por la elección de su hijo»

Franz Werfel, Escuchad la voz

Entre los profetas y el poder hay un conflicto, una tensión radical. Hay muchas razones para ello. La primera es que el profeta, por su misión y vocación, sabe que todo poder tiende a pervertirse y a transformarse en tiranía, sobre todo si está revestido de vestiduras sagradas.

El profeta lo ve, lo dice y lo grita. Sabe que los poderosos son inconvertibles, que la única acción positiva con respecto a ellos es la denuncia, la crítica, el desenmascaramiento de sus verdaderas intenciones más allá de sus palabras bonitas y halagüeñas. La profecía “ama” al poder criticándolo con dureza, gritando su natural corrupción, no dejándose convertir por sus razones y permaneciendo firme en la torre de vigilancia. Los “buenos” reyes y los “buenos” jefes son aquellos que saben resistir bajo los golpes de la crítica despiadada de los profetas, sin intentar comprarlos para convertirlos a sus razones. Cuando los profetas desaparecen o se convierten en falsos profetas, la naturaleza corrupta del poder se perfecciona, los gobiernos se transforman en imperios y nosotros en esclavos.

«Me fue dirigida la palabra de YHWH en estos términos: Ve y grita a los oídos de Jerusalén: Así dice YHWH: De ti recuerdo tu cariño juvenil, el amor de tu noviazgo; aquel seguirme tú por el desierto, por la tierra no sembrada.» (Jeremías 2,1-2).

Jeremías, que había crecido escuchando los relatos de las tribus del Norte, está profundamente ligado a la tradición de la Alianza; tiene muy presente el recuerdo de los días del primer amor: «Consagrado a YHWH estaba Israel, primicias de su cosecha» (2,3). Por aquella primera Alianza, por aquel primer y siempre actual pacto nupcial (Oseas), YHWH le dio a su pueblo en dote una tierra, le liberó de Egipto: «Nos llevó por el desierto, por la estepa y la paramera, por tierra seca y sombría, tierra por donde nadie pasa y en donde nadie se asienta» (2,6). Jeremías clama contra los jefes de su pueblo porque Israel ha roto unilateralmente el pacto: «¿Qué encontraban vuestros padres en mí de torcido, que se alejaron de mi vera?» (2,5).

Es una traición total, una infidelidad general: «Los sacerdotes no decían: “¿Dónde está YHWH?”; ni los peritos de la Ley me conocían; y los pastores se rebelaron contra mí, y los profetas profetizaban por Baal y en pos de los Inútiles andaban» (2,8). La rebelión afecta a los tres ejes que rigen la vida del pueblo. Es importante la referencia a la corrupción de los profetas, que pasan al servicio del dios Baal. Este elemento nos desvela otra dimensión de la función profética: la profecía no es exclusiva de Israel. Los profetas saben reconocer el mismo soplo en personas de otros pueblos, saben reconocerse entre ellos. El pecado cometido por los profetas a los que Jeremías denuncia consiste en transformarse en profetas de Baal. Son profetas que han cambiado de dios.

Probablemente no exista una perversión espiritual mayor que la del profeta que comienza a profetizar en nombre de otro dios. Hay muchas razones para dejar de ser profeta; de hecho son pocos los profetas que siguen siendo verdaderos profetas toda la vida. A veces la misión profética es temporal y sólo dura el tiempo que dura la tarea a desempeñar. Otras veces, dejan de escuchar más la voz y por consiguiente ya no tienen nada que decir (unas veces porque la voz desaparece de verdad y otras porque el profeta pierde la capacidad de oírla). O bien el profeta no logra resistir el dolor que le ocasiona su propia vocación y elige retirarse a la vida privada. Es muy posible, muy común y en algunos casos bueno que las historias proféticas terminen de alguna de estas maneras. En cambio, el final del profeta que cambia de dios siempre es pésimo. Porque la vocación profética es el encuentro entre dos voces personales: una que llama pronunciando un nombre y otra que responde al nombre que llama. El profeta que no es falso conoce y reconoce esa voz única, sabe distinguirla entre otras muchas voces de la vida. Cuando – por dinero, poder, placer, perversión o lo que sea – empieza a hablar en nombre de otro dios, automáticamente se convierte en falso profeta, porque deja de hablar en nombre de una voz. Los profetas no pueden convertirse a otros dioses, porque están esencial y ontológicamente ligados a la primera voz personal, a una palabra, a una sola lengua del espíritu.

La imposibilidad de cambiar de voz profética tiene alcance universal y vale también para aquellos profetas que no llaman “Dios” a la voz que los habita, o, como Etty Illesum, la llaman, simple y magníficamente, “la parte más profunda de mí”. Vale para el arte, para la poesía, y también para todos aquellos que siguen grandes ideales humanos. El poeta sabe que su vocación está unida solamente a una voz concreta que le ha llamado y vuelve a llamarle interiormente cada día. Y sabe que, si pierde la relación con esa voz, pierde su vocación y se pierde él mismo. Pero a pesar de ello, algunas veces decide profetizar para otros “dioses” (casi siempre el dinero y el poder). Sabe que se está convirtiendo en profeta inútil de la nada, pero lo hace igualmente: «A mí me gustan los extranjeros, y tras ellos he de ir» (2,25). Estos fenómenos se dan también en las experiencias comunitarias, cuando las vocaciones se agrupan alrededor de carismas colectivos. En los momentos de crisis, la tentación de empezar a profetizar en nombre de otros “dioses” y de llenar los templos con otras divinidades cercanas es muy fuerte, con el consiguiente peligro de perderse y perder el alma. Estas desviaciones son inevitables a lo largo del tiempo histórico de desarrollo de una comunidad carismática, que puede salvarse si al menos un profeta permanece fiel y no deja de gritar las palabras que le sugiere la verdadera voz. Son inevitables porque siempre llega un momento en el que el propio “dios”, si es verdadero, parece demasiado difícil, distinto y mucho más incómodo que el de los pueblos vecinos. La idolatría en Israel siempre llega como respuesta a la demanda del pueblo de tener por fin un dios como todos los demás: visible, pronunciable, tangible, fácil: «Dicen al madero: “Mi padre eres tú”, y a la piedra: “Tú mediste la luz”» (2,27).

Esta es la raíz de toda conversión idolátrica: la incapacidad de permanecer en una condición espiritual imperfecta y no plenamente satisfactoria, y el deseo de transformar a Dios en un bien de consumo que responda plenamente a nuestras preferencias religiosas. Cuando Dios o un ideal acaba por coincidir con nuestra idea de Dios o del ideal, ya estamos dentro de un culto idolátrico: la verdad de cualquier fe se encuentra en el espacio que media entre nuestros gustos y nuestra experiencia, un espacio en el que podemos escuchar la sutil voz del silencio de la verdad.

El profeta verdadero que se convierte en falso al cambiar de “voz” es mucho más peligroso que el profeta que es falso desde el principio; y también es mucho mayor su infelicidad. La nostalgia de la primera voz buena nunca le abandona; le acompaña fiel, como una espina clavada en la carne, en sus peregrinajes mercenarios: «Sobre todo otero prominente y bajo todo árbol frondoso estabas yaciendo, prostituta» (2,20). Es posible volver a la primera voz, pero estos movimientos de retorno son muy raros.

Jeremías, por otra parte, es muy lúcido y decidido a la hora de reconocer la razón de la infidelidad: el pueblo ha traicionado su pacto nupcial «por ir detrás de la nada, y convertirse ellos mismos en nada» (2,5).

Es fuerte y significativo el nombre que el profeta da a los ídolos: nada, viento, soplo, humo. Usa la misma palabra que hizo famosa Qohélet: hevel, vanidad. Pero la nada de los ídolos es radicalmente distinta de la nada de Qohélet. La vanitas de Qohélet surge de un mundo vaciado de ídolos, de una habitación liberada de las vanitas de la ilusión. Es una nada liberadora y verdadera, que expresa lo caduco y lo efímero de la condición humana. Es una nada llena, como en los cantos de Leopardi, llenos, verdaderos y liberadores, o en algunas páginas luminosas de Nietzsche, donde la nada aparece después del “crepúsculo de los ídolos”, como epifanía de una verdad ausente en la vanitas ilusoria de los tótems manufacturados.


Buena parte del camino espiritual de la existencia consiste en liberarse de una nada equivocada, que nos parecía verdadera, para llegar a otra nada radicalmente distinta. Algunas veces esta segunda nada es la aurora de un nuevo viaje en busca de una nueva verdad. Otras veces, la segunda nada dura hasta el final: se expande, se hace más profunda, va creciendo con nosotros y nos permite generar frutos buenos y sabrosos, que son muy parecidos, si no idénticos, a los que se encuentran al final de la tercera navegación. Muchos hombres y mujeres se alimentan durante décadas de esta segunda nada verdadera, aceptada, acogida y amada como la buena condición humana más allá de la ilusión consolatoria de la primera nada. No se puede comenzar el tercer viaje sin haberse liberado de la primera nada y sin haber llegado a la verdad de la segunda nada: la etapa de la segunda nada es inevitable. Muchos caminos espirituales, y por consiguiente humanos, se bloquean en la primera nada ilusoria por miedo a afrontar la segunda nada con su paisaje desértico y su clima árido. Por eso no dejan de ser servidores y esclavos de la nada: «¿Es un esclavo Israel, o nació siervo?» (2,14).

Los falsos profetas de la primera nada son muy numerosos en esta tierra. También hay, aunque son muy raros, profetas de la tercera navegación. Pero junto a ellos, como grandes amigos suyos, es posible reconocer a los profetas de la segunda nada, que, en su desierto despoblado, son habitados y alimentados únicamente por la voz, sin que les falte nada.

La segunda nada no es todavía la tierra prometida, pero es ya una tierra más allá del mar de la esclavitud, que a veces se extiende hasta las faldas del monte Nebo, donde podemos quedarnos dormidos, junto a Moisés, divisando Canaán en la línea del horizonte.

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