La honesta tenacidad del fuelle

El alba de la medianoche/5 – Ser fuertes para no manipular la realidad y no usar a Dios

Luigino Bruni

Publicado en Avvenire el 21/05/2017

170521 Geremia 05 rid«Todo el pueblo daba gritos de júbilo y chasqueaba la lengua. Pero Zaratustra se entristeció y dijo a su corazón: “No me entienden: no soy yo la boca para estos oídos. Ahora me miran y se ríen: y mientras ríen, continúan odiándome. Hay hielo en su reír».

Friedrich Nietzsche, Así habló Zaratustra

En esta tierra, el Dios bíblico no habla directamente. Sus palabras sólo llegan a nosotros como palabras de hombres y mujeres. El que desciende el monte Sinaí con las Tablas de la ley es Moisés, un hombre. A él le habla YHWH en la tienda de la reunión. Sólo con él habla “de boca a boca” y le dice las palabras que el pueblo puede conocer. Si queremos escuchar la palabra de Dios en el mundo, lisa y llanamente debemos aprender a escuchar a hombres y mujeres como nosotros. Su palabra se nos comunica mientras vemos otros ojos a la misma altura que los nuestros. No la encontramos arriba ni abajo, solo delante de nosotros. El lugar donde Dios sabe hablar a los hombres es el hombre. Sólo los hombres y las mujeres pueden resucitar cada día la Biblia y los Evangelios diciendo a aquellas palabras: “salid fuera”. Sin personas que las llamen por su nombre, aquí y ahora, también las palabras bíblicas están muertas en sus sepulcros.

Los profetas son hombres y mujeres que siguen haciendo hablar a Dios en el mundo, aun cuando no lo sepan o no le llamen Dios. Si nosotros no los encontramos es porque los buscamos en los lugares equivocados. A lo mejor pensamos que tienen que vivir en templos o santuarios, que tienen que hablarnos de Dios con el lenguaje que nosotros creemos que le corresponde a un dios respetable; que tienen que ser instruidos, teólogos, biblistas, expertos en liturgia o, al menos, en catequesis. Los buscamos entre los profetas de profesión y así casi lo único que encontramos son falsos profetas en continua búsqueda de clientes para sus comercios. En cambio, los verdaderos profetas  casi nunca están en los lugares donde nos los imaginamos; no son profetas de oficio ni adquieren sus rasgos y gestos típicos. Porque casi todos viven en las periferias del imperio, no frecuentan los templos, raramente hablan un lenguaje religioso (a veces ni siquiera lo conocen ni se sienten atraídos por él), y casi siempre son pobres y descartados: pastores de rebaños, un hermano joven y soñador, un niño en un pesebre. Como voz humana que es, la voz de los profetas es siempre mestiza, impura, imperfecta y por eso no la reconocemos como voz de Dios, porque pensamos que ésta debería ser pura, perfecta e incontaminada, exactamente como la de los falsos profetas.

Todo esto hace de la fe-no-falsa algo infinitamente laico, cotidiano, humilde y por tanto maravilloso, aunque muy difícil de comprender y de vivir, porque a nosotros nos gusta más la fe espectacular, visionaria, extraordinaria. No nos gusta que el espíritu de Dios nos toque el alma mientras fregamos los platos, ordenamos la habitación, enseñamos aritmética en el colegio o realizamos el trámite acostumbrado en la oficina. No, la vida verdadera no nos basta, nos gusta engañarnos con las vidas sensacionales que se venden en los banquetes de los falsos profetas. Y así, al final de nuestra peregrinación, el que nos espera en los templos y en las iglesias es Baal, para reducirnos de nuevo a la esclavitud.

«A ti te puse en mi pueblo como examinador para que vieras y probaras su conducta. (...) Jadeó el fuelle, el plomo se consumió por el fuego. Mas en vano fundió el fundidor, porque la escoria no se desprendió. Serán llamados “plata de deshecho”» (Jeremías 6, 27-30). Al final del primer periodo de la actividad profética de Jeremías (en el 609), el profeta describe su fracaso total con el lenguaje de la metalurgia de la plata, un arte antiguo y muy extendido en el Cercano Oriente. El plomo, que contenía cantidades de plata, era fundido a temperaturas muy altas en el proceso conocido como copelado. Gracias al aire introducido mediante fuelles, la plata se separaba de las escorias impuras que eran desechadas. El examinador debía vigilar el proceso, examinando la pureza del metal noble que salía del crisol, pues no siempre la operación de separación salía bien, debido a la cantidad excesiva de impurezas que quedaban en la plata.

La metáfora de Jeremías es radical: el plomo ha salido del fuego y del fuelle tal y como entró. No hay ni un gramo de plata, sólo plomo. El fracaso de su misión es absoluto: el fuelle de su palabra sopló con fuerza, pero del plomo no ha salido nada noble. Plomo era antes, plomo después: el trabajo del artesano ha sido totalmente en vano.

Los profetas no tienen miedo de anunciar el fracaso de su acción. En cambio, los falsos profetas sólo hablan de éxitos. El profeta acciona humildemente el fuelle y examina honestamente la pureza del metal. Emplea todas sus fuerzas para que el fuelle genere la mayor cantidad posible de aire. Su acción no es en absoluto pasiva, porque el profeta no es un médium: puede accionar el fuelle con más o menos energía e incluso puede dejar de mover los brazos, una fuerte tentación que siempre está presente. Cuando el artesano de la plata, agotado, deja el fuelle y examina el metal, sólo puede tomar nota de que el metal noble no ha salido. Esta es la doble y difícil tarea del profeta: accionar incansablemente el fuelle y examinar honestamente el metal. No puede cambiar la historia, únicamente registrarla, aunque no le guste o le haga sufrir. En medio de este doble esfuerzo de los brazos que mueven el fuelle y del alma que debe resistir la tentación de cambiar los resultados para contentar a la gente, es donde vive y madura la verdadera profecía. Agotarse moviendo el aire y permanecer fuerte hasta la muerte para no manipular la realidad que sale del crisol. Los verdaderos profetas se hacen falsos cuando no se cansan lo suficiente en el fuelle o cuando manipulan los resultados y no dicen la triste verdad que nadie quiere escuchar. Los peores son los que no soplan aire para poder decir que la plata no se ha separado del plomo y maldecirla. En cambio, los verdaderos profetas viven siempre con la duda de que la plata no haya salido porque ellos no han tenido suficiente fuerza para soplar el fuelle, pues mientras examinan el metal sienten a otro Examinador que examina su corazón y siempre tienen la sensación (o certeza) de que también de su crisol sale únicamente plomo; pero no dejan de soplar con el fuelle, hasta el final.

De esta experiencia de fracaso total florece como flor del desierto el gran discurso de Jeremías sobre el templo, palabras extraordinarias que sólo podían salir de un gran fracaso aceptado: «Palabra que llegó de parte de YHWH a Jeremías: Párate en la puerta de la casa de YHWH y proclama allí esta palabra» (7,1). Jeremías grita: «Vosotros fiáis en palabras engañosas que de nada sirven, para robar, matar, adulterar, jurar en falso, incensar a Baal y seguir a otros dioses que no conocíais. Luego venís y os paráis ante mí en esta casa... y decís: “¡Estamos a salvo!”, para seguir haciendo todas esas abominaciones» (7,8-9).

Los profetas son críticos con los templos y enemigos de los sacrificios. Saben con enorme claridad que detrás de los sacrificios se esconde el verdadero enemigo de la fe verdadera. El Dios de Abraham, que reveló su nombre a Moisés, se mostró como un Dios distinto porque le dio al pueblo otra relación, otra fe, liberada de la lógica económica de los sacrificios, una promesa de otra felicidad: «Cuando yo saqué a vuestros padres del país de Egipto, no les hablé ni les mandé nada tocante a holocausto y sacrificio. Lo que les mandé fue esto otro: “Escuchad mi voz... para que seáis felices» (7,22-23). Los sacrificios no son solo estúpidos sino extremadamente dañinos, porque engañan y alimentan la infidelidad y los pecados del pueblo. Los sacrificios son el precio pagado para comprar la posibilidad de seguir pecando; transforman todos los pecados en mercancías susceptibles de compraventa en el mercado religioso. En este contexto es donde mejor se comprende una frase que se hizo famosa gracias a los evangelios: «¿En cueva de bandoleros se ha convertido a vuestros ojos esta casa que se llama por mi Nombre?» (7,10). Llama ladrones no a los comerciantes (como a veces se oye decir), sino a todo el pueblo, que es un truhán porque sigue cometiendo los crímenes más graves, con la ilusión de poderlos expiar una y otra vez ofreciendo sacrificios en el templo. La religión económica y sacrificial transforma inmediatamente el templo en una cueva donde se refugian los delincuentes. Esta misma polémica contra la religión comercial-sacrificial es la que llevó a Jesús de Nazaret a criticar, siglos después de Jeremías, el templo y su comercio religioso.

Sin profetas, todas las religiones se transforman en un comercio de ofrendas, votos, oraciones y penitencias con las que tratamos de cubrir nuestras maldades: siempre lo hemos hecho y lo seguimos haciendo. Cuanto más crueles son los pecados, más alto es el precio de la expiación, hasta sacrificar a nuestros hijos con tal de poder decir “estamos a salvo”: «Han construido los altos de Tófet, que está en el valle de Ben Hinnom, para quemar a sus hijos e hijas en el fuego, cosa que no les mandé ni se me pasó jamás por la mente» (7,31). Hoy como ayer, y tal vez mañana.

Los profetas, expertos en Dios y en humanidad, nos regalan una gran verdad. La idolatría anida dentro de los templos y de las iglesias, porque sin el martillo de la profecía las religiones se convierten inevitablemente en los primeros enemigos del Dios que profesan. Los sacrificios idolátricos no son sólo los ofrecidos a Baal sino también, sobre todo, los ofrecidos a YHWH convertido en uno de tantos estúpidos Baal cuando lo arrojamos dentro de la lógica económica de los sacrificios.

Toda persona, incluso la más honesta y verdadera, cuando comienza una experiencia de fe siguiendo una voz, acaba construyendo un culto, bloqueando a Dios y a los verdaderos ideales en cosas muertas que se llaman prácticas religiosas, oficios, estatus, comunidad, movimiento. No deja que Dios, o los propios deseos más grandes, se conviertan en algo distinto de la idea que se ha forjado de ellos. Tanto ama sus sueños más hermosos que ya no quiere despertar. Sin profetas, las promesas espirituales de la juventud se convierten, en la vida adulta, en triviales cultos idolátricos. Los profetas no nos liberan sólo de los ídolos, nos liberan también de nuestra idea de Dios, de nuestros cultos, de nuestros engaños religiosos. Y después nos hacen caminar de nuevo, pobres y liberados, por las periferias del imperio, buscando una gruta, un niño, una madre, un carpintero.

 

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