No a la banalidad de la nada

El alba de la medianoche/7 – Que los ídolos no nos atemoricen ni sirvan de excusa para la presunción

Luigino Bruni

Publicado en pdf Avvenire (32 KB) el 04/06/2017

170604 Geremia 7«¿Cómo me podía unir a este salvaje idólatra en la adoración de este trozo de madera? Pero ¿qué es adoración? ¿Vas ahora a suponer, Ismael, que el magnánimo Dios del cielo y la tierra – incluidos todos los paganos – puede estar celoso de un insignificante trozo de madera negra? ¡Imposible! Entonces ¿qué es adoración?»

Herman Melville, Moby Dick

La profecía es una crítica radical a las religiones y a los cultos. A todas las religiones y a todos los cultos, que tienen una tendencia intrínseca a transformarse en prácticas idolátricas. Una crítica sistemática y tremenda también a la revelación bíblica, para evitar que la palabra bíblica se convierta en una simple religión. Una fe convertida en simple religión ya es un culto idolátrico. La Biblia es mucho más que el libro sagrado de una religión, entre otras cosas porque ha acogido y conservado en su seno los libros de los profetas, que, junto con Job y Qohélet, le han impedido convertirse en un objeto idolátrico. Los profetas, vaciando el mundo religioso de ídolos, intentan liberar nuestro paisaje de manufacturas religiosas para crear un ambiente en el que podamos escuchar quizá simplemente una voz desnuda. Son los grandes liberadores de los dioses que llenan la tierra y nuestras almas.

Así pues, el primer paso que necesariamente les espera a aquellos que comiencen un camino de fe, es el a-teísmo, la liberación de los muchos tótems y fetiches que llenan nuestra existencia. Los profetas saben que la condición natural del hombre no es el ateísmo sino la idolatría: la producción sistemática y cada vez más sofisticada de manufacturas materiales e ideales a las que adorar y después someterse buscando una salvación falsa y fácil. Porque si el Dios bíblico se convierte simplemente en un ídolo más de nuestro panteón, lo único que puede hacer es aumentar nuestra esclavitud. El Dios bíblico solo consigue ser distinto de otros ídolos en un tiempo vacío, que ha sido vaciado en un momento dado.

Para que podamos comprender la diferencia entre la idolatría y la fe, el profeta tiene que realizar un trabajo de limpieza espiritual, y llevarnos a las faldas de Horeb, donde “solo había una voz”. Mientras nos entretengamos con los juguetes religiosos que nos han entregado nuestros familiares o que hemos aprendido a construir con nuestras manos, ninguna vida auténticamente espiritual puede dar comienzo. La juventud es el momento propicio para empezar un verdadero camino de fe, entre otras cosas porque en la juventud estamos más libres de dioses falsos. Aquí radica la necesidad de profecía en todo tiempo y lugar: si no nos aferramos a su fuerza desenmascaradora y devoradora de la “madera” que nos rodea, dialogaremos toda la vida con manufacturas, aunque las llamemos Dios o Jesús.

Paradójicamente (la Biblia es una gran paradoja vital y única, y solo dentro de ella puede entenderse), el ateo honesto se encuentra en una condición existencial más adecuada que la del hombre religioso para poder comenzar la auténtica experiencia de la fe bíblica, porque en una tierra desolada y vacía es más fácil oír una sutil voz de silencio. Pero desgraciadamente muchos de los que parecen y se creen ateos son fieles devotos de alguna ideología o adoradores perpetuos del ídolo más grande: el propio yo.

A este nivel hay que entender el alcance universal de la palabra profética, que habla y ama a todos, dentro y fuera de las religiones, porque el universo idolátrico es mucho más amplio que el explícitamente religioso. Los verdaderos profetas nos repiten a todos, aquí y ahora, con su fuerte ternura: “no tengáis miedo”. «No os acostumbréis al proceder de los paganos ni temáis las señales del cielo, aunque a ellos les asusten. Porque lo que asusta a los paganos es pura nada: un madero del bosque, obra de manos del maestro que con el hacha lo cortó» (Jeremías 10,2-3). Nada nos revela mejor la naturaleza liberadora de los profetas que la lucha idolátrica. Liberación de los ídolos y liberación del miedo a los ídolos que hemos creado. Los ídolos son pura nada, nos repite Jeremías, pero si nosotros les atribuimos alguna existencia y consistencia se convierten en algo y ese algo nos atemoriza. Hoy como ayer, el hombre idolátrico es siempre un hombre temeroso. Sobre todo teme a la muerte, porque intuye que los objetos que ha fabricado no están vivos, no pueden vencer a la muerte; y así a cada momento la recuerdan y la temen cada vez más, porque cada vez está más cerca.

En el capítulo 10 – un texto complejo debido al largo proceso de redacción que ha conocido, pero fundamental en la economía de todo el libro de Jeremías – el profeta nos regala una verdadera teoría de la naturaleza y el desarrollo de la idolatría, dentro de comunidades y personas que tenían una fe no idolátrica. En el comienzo de la conversión a los ídolos encontramos la atracción por el “proceder” de otros pueblos, por su camino y por su estilo de vida. Los cultos de los demás pueblos se hacen día a día más interesantes, atractivos y seductores que los nuestros. Un interés y una atracción-seducción que no son nunca de tipo únicamente religioso, pues actúan a un nivel más general y profundo. Las procesiones de los majestuosos dioses babilonios, asirios o egipcios, altos y grandes, fascinaban a los hebreos porque eran expresión de una cultura “ganadora”; eran los signos de las grandes potencias políticas y culturales. Las potencias políticas y militares se convierten en imperios cuando su cultura y su religión comienzan a ser deseadas e imitadas por los pueblos vencidos. Y se convierten en imperios perfectos e invencibles cuando sus símbolos y sus valores son interiorizados por los nuevos súbditos. En esta seducción del alma se encuentra precisamente uno de los motivos profundos de la despiadada crítica que los profetas dirigen a las divinidades de otros pueblos. Saben, por vocación, que ninguna ocupación política, ninguna deportación, puede reducirnos totalmente a la esclavitud mientras no empecemos a adorar a los nuevos dioses, mientras sus símbolos no marquen nuestra alma.

Después, una vez seducidos, los nuevos adoradores se convierten en artesanos productores de nuevos ídolos. El Dios bíblico es único y por tanto no reproducible. Los ídolos no: pueden y deben ser reproducidos, multiplicados, construidos en serie, deben convertirse en producto de consumo para las masas. Los adoradores, después de haber cortado los árboles del bosque, después de haber matado al árbol vivo para hacer de él un objeto muerto (en el origen del tótem se encuentra esta violencia, que el hombre antiguo sentía y entendía mucho mejor que nosotros), «los embellecen con plata y oro, los sujetan con clavos y a martillazos para que no se meneen» (10,4). Y el comercio prolifera, porque hoy como ayer no hay mercancía que a los hombres les guste más que los ídolos.

Jeremías experimentó una voz verdadera, oyó que algo vivo le llamaba por su nombre. El contraste entre su Dios distinto y aquellos trozos de madera tallada, barnizada y decorada que estaban llenando su país le debía parecer inmenso: «No hay como tú, YHWH» (10,6). Los ídolos «no hablan; tienen que ser transportados, porque no andan. No les tengáis miedo, que no hacen ni bien ni mal» (10,5). Son simplemente inocuos, vacío, soplo, nada, hevel: «Todos son estúpidos y necios, vana es su doctrina, como un trozo de madera. … Son objetos inútiles, obras ridículas» (10, 8.15). En este contexto resuena con fuerza su famosa y genial definición de ídolo: «Los ídolos son como un espantapájaros en un campo de pepinos» (10,5).

Pero es precisamente aquí donde debe comenzar un nuevo discurso. Jeremías dice, canta, repite, la diversidad de YHWH. El encuentro de Israel con pueblos nuevos y antiguos con muchos dioses de madera probablemente insinuaría en el profeta la pregunta: ¿y si también nuestro Dios fuera, en realidad, soplo y vacío como todos estos ídolos? Desenmascarar la nada de la idolatría pone en crisis también la fe no idolátrica, porque el disgusto por los adoradores de la nada hace que también nuestra propia fe, que se cree distinta, vacile.

Cuando, por vocación o por don, un bendito día logramos entender que la mayor parte de los cultos que vemos a nuestro alrededor son formas más o menos sofisticadas de idolatría y engaño, son una banal nada consolatoria revestida y decorada de distintas maneras, lo primero que se experimenta es el nacimiento de una tenaz pregunta interior: ¿por qué mi fe debería ser distinta de otras ilusiones? ¿Será cierto que «YHWH es el Dios verdadero, el Dios vivo» (10,10)? ¿Y si la voz que escuché no era más que el sonido de una madera muerta? Es una pregunta honesta que va creciendo hasta hacerse inevitable. Muchas personas pierden su fe buena ante el descubrimiento del engaño de la fe-idolatría de otros, que arrastra también a la propia fe, pues se parece demasiado a la fe falsa y engañosa. Esta pregunta es muy fuerte en los profetas, y para exorcizarla llegan a decir palabras durísimas acerca de los dioses de otros, negando que también la adoración de trozos de madera o de astros puedan contener algo auténtico, un soplo del verdadero espíritu que sopla donde quiere. También los profetas sienten miedo de los ídolos, aunque de otra forma.

Hoy no debemos leer la crítica radical que Jeremías y los profetas dirigen a los ídolos como una negación de cualquier verdad en otras fes distintas a la fe bíblica. Si así lo hiciéramos, no captaríamos la naturaleza del fenómeno religioso ni el espíritu profundo de las palabras de Jeremías. Dos milenios y medio de historia de las religiones y del cristianismo han reforzado y confirmado el valor espiritual y humano de la polémica anti-idolátrica de Jeremías. Nuestras ciudades capitalistas de consumo se parecen cada vez más a Babilonia y a Nínive, y la transmutación idolátrica de las antiguas creencias es cada vez más evidente. Al mismo tiempo, hemos aprendido que no todos los dioses distintos del nuestro son ídolos ni espantapájaros, y que tal vez en trozos de madera coloreados puede haber menos nulidad y menos estupidez que la que contienen nuestros artilugios hiper-tecnológicos, cada vez más idolatrados. Y que, tal vez, el espíritu de Dios que habita misteriosa pero realmente en el corazón de cada hombre y de cada mujer puede reconocer su mismo soplo incluso en el tronco de un árbol. Los profetas de la Biblia crecen con nuestra vida y aprenden cosas nuevas gracias a nuestra lectura honesta y generosa de sus antiguas y espléndidas palabras.

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