LECCIONES DE ECONOMIA. Luigino Bruni: la independencia como valor sano del mercado - No es una paradoja, sino una regla económica. Como decía Smith, ocuparse del interés personal es una virtud. Aunque hoy, en las sociedades complejas, la regla se tambalea.
El mundo va bien si cada uno se ocupa de sus intereses
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 5 de noviembre de 2010
Andrea entra en la pescadería que está debajo de su casa para comprarle a Bruno pescado fresco. Andrea le da 20 euros a Bruno y este último le da pez espada del Mediterráneo. Así se realiza uno de los muchos fenómenos que llamamos “intercambio de mercado”. Pero ¿qué es lo que ocurre verdaderamente entre Andrea y Bruno dentro de la pescadería? Depende del punto de vista y también de lo que seamos capaces de “ver”.
Un sociólogo, de paso por la tienda, podría ver en ese hecho, por ejemplo, a los marineros mal pagados, muchos de ellos irregulares, que están bajo ese pez espada y pensaría en las relaciones humanas (en palabras de Marx) «que se ocultan bajo el envoltorio de las mercancías ».
EL MUNDO VA BIEN SI CADA UNO SE OCUPA DE SUS INTERESES
No es una paradoja, sino una regla económica. Como decía Smith, ocuparse del interés personal es una virtud. Aunque hoy, en las sociedades complejas, la regla se tambalea.
Andrea entra en la pescadería que está debajo de su casa para comprarle a Bruno pescado fresco. Andrea le da 20 euros a Bruno y este último le da pez espada del Mediterráneo. Así se realiza uno de los muchos fenómenos que llamamos “intercambio de mercado”. Pero ¿qué es lo que ocurre verdaderamente entre Andrea y Bruno dentro de la pescadería? Depende del punto de vista y también de lo que seamos capaces de “ver”.
Un sociólogo, de paso por la tienda, podría ver en ese hecho, por ejemplo, a los marineros mal pagados, muchos de ellos irregulares, que están bajo ese pez espada y pensaría en las relaciones humanas (en palabras de Marx) «que se ocultan bajo el envoltorio de las mercancías ».
Si quien observa la escena es un concejal municipal, tal vez le atraería la figura de Bruno que, para soportar la competencia de los grandes hipermercados, se ve obligado a no pagarse el sueldo desde hace meses, agotando los ahorros de toda una vida con tal de no cerrar la pescadería que heredó de su abuelo.
Un ambientalista, en cambio, podría pensar en el armador que se enriquece esquilmando la fauna marina de nuestros caladeros. Y así podríamos seguir añadiendo otros puntos de vista, otras perspectivas.
El intercambio equivalente
¿Y qué “vería” en ese intercambio un economista? Un economista tradicional o estándar (si se le puede llamar así), es decir uno de mis muchos compañeros que enseña la ciencia económica en una de las muchas universidades del mundo (todas demasiado iguales, por desgracia), explicaría el hecho humano que acontece dentro de la pescadería como un intercambio de cosas, mediado por personas; y si tuviese una pizarra, lo representaría de este modo: A hacia B y B hacia A, especificando que el valor de las dos transacciones (las dos flechas) es equivalente (entre otras cosas, eso es lo que diferencia a un contrato de un intercambio de dones). Para explicarlo mejor, podría añadir después que el objetivo o la motivación de Andrea es tener el pescado y el de Bruno es tener el dinero y cada uno le da algo al otro como medio para alcanzar su propio objetivo.
Todo este sencillo discurso (que tal vez yo haya complicado) fue erigido en 1776 por Adam Smith como pilar de la fundación de la economía política y resumido en una de las más célebres frases de las ciencias sociales: «No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses. No apelamos a su sentido de la humanidad, sino a su interés » (de “La riqueza de las naciones”). Esta serie de artículos está dedicada a las virtudes del mercado ¿En qué sentido podemos llamar virtud, con Smith, al intercambio de mercado basado simplemente en el interés? Para entender mejor y sin ingenuidad la operación de Smith, es decir la transformación del interés personal de vicio en virtud, hay que tener en cuenta que pocas líneas antes del pasaje sobre el carnicero, Smith habla largamente del mendigo que, para poder cenar, «depende de la benevolencia de sus conciudadanos», del carnicero y del panadero de su pueblo. El mendigo es el único, comenta Smith, que depende «principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos».
Relaciones entre iguales
El hombre libre, por el contrario, prefiere ser independiente de sus benefactores para construir relaciones entre iguales. Además hay que tener en cuenta que el mundo contra el que Smith y todos los economistas clásicos desataban su dura polémica era el mundo feudal, donde multitud de mendigos dependían para vivir de la “benevolencia” y de la limosna de unos pocos señores feudales benevolentes. En un mundo de dependencia feudal, de siervos y señores, nunca podrá existir amistad entre el mendigo y el carnicero (la amistad exige igualdad), ni en la tienda ni después en el bar.
Pero si el ex mendigo encuentra un trabajo y vuelve a la pescadería a comprar pescado, aunque dentro de la tienda el intercambio no sea (para Smith, que no para mí, como veremos en los próximos capítulos) una forma de amistad, los dos pueden encontrarse después en el bar en un plano de igualdad, de mayor dignidad y, si quieren, incluso de amistad.
La virtud, cualquier virtud, exige personas libres. En un mundo de mendigos, hoy igual que ayer, no puede haber auténticas virtudes civiles. Por eso, según la teoría económica clásica, el invento del mercado se convierte en instrumento de civilización y también el intercambio de mercado, aunque no se base en la benevolencia sino en el auto interés, se convierte en expresión de virtud.
Esta independencia es, en efecto, una virtud, una virtud muy querida para la filosofía estoica (y más aún para Smith). Pero hay más. Una sociedad civil donde cada uno persigue sus intereses funciona bien porque el cuidado de los propios intereses es expresión de la virtud de la prudencia. Por ejemplo, si todos los ciudadanos de Milán se ocuparan de la educación de sus hijos, hicieran bien su trabajo, cuidaran el jardín y pagaran los impuestos para producir bienes públicos, es decir si Milán estuviera llena de “hombre prudentes”, automáticamente también la ciudad sería virtuosa.
Esta es, en esencia, la idea que encierra la metáfora más famosa del pensamiento económico, la de la “mano invisible”: cada uno persigue sus intereses particulares y la sociedad, providencialmente, se encuentra con el bien común. También por esta razón, en polémica con los moralistas anteriores y contemporáneos a él (pienso en Mandeville o en Rousseau), para Smith el interés personal no es un vicio sino una virtud: la prudencia. Esta operación “semántica” (la misma palabra, auto-interés, cambia de significado moral) se encontraba en la base de la legitimación ética de la naciente economía política y de la economía de mercado que, no hay que perderlo de vista, ha desempeñado una función civilizadora del mundo con respecto al régimen feudal.
Pero los bienes comunes lo cambian todo
Sin embargo hay un problema muy serio. La legitimación ética del intercambio y esta visión virtuosa del interés (visto como expresión de prudencia), ha funcionado y sigue funcionando en sociedades sencillas, en las que el bien de los individuos es también directamente el bien de todos, donde, en lenguaje más técnico, los bienes son sobre todo privados. Cuando, por el contrario, los bienes se hacen comunes, cuando los bienes económicos más importantes y estratégicos para nosotros y para nuestros nietos, para los más pobres y para las demás especies, son las energías no renovables, los bosques, los lagos, los mares y los bienes medioambientales, al igual que la gestión de una comunidad de propietarios o la convivencia en las ciudades multiétnicas, la cosa se complica terriblemente.
Entran en juego algunas de las “visiones” de los observadores de la pescadería distintas a la del economista, que aparecían al comienzo de este artículo. La virtud de la prudencia deja de ser automáticamente una virtud del mercado, ya que deja de ser cierto que la búsqueda del interés privado produzca también bien común, tema crucial al que dedicaremos el próximo capítulo.
Si quien observa la escena es un concejal municipal, tal vez le atraería la figura de Bruno que, para soportar la competencia de los grandes hipermercados, se ve obligado a no pagarse el sueldo desde hace meses, agotando los ahorros de toda una vida con tal de no cerrar la pescadería que heredó de su abuelo.
Un ambientalista, en cambio, podría pensar en el armador que se enriquece esquilmando la fauna marina de nuestros caladeros. Y así podríamos seguir añadiendo otros puntos de vista, otras perspectivas.
El intercambio equivalente
¿Y qué “vería” en ese intercambio un economista? Un economista tradicional o estándar (si se le puede llamar así), es decir uno de mis muchos compañeros que enseña la ciencia económica en una de las muchas universidades del mundo (todas demasiado iguales, por desgracia), explicaría el hecho humano que acontece dentro de la pescadería como un intercambio de cosas, mediado por personas; y si tuviese una pizarra, lo representaría de este modo: A hacia B y B hacia A, especificando que el valor de las dos transacciones (las dos flechas) es equivalente (entre otras cosas, eso es lo que diferencia a un contrato de un intercambio de dones). Para explicarlo mejor, podría añadir después que el objetivo o la motivación de Andrea es tener el pescado y el de Bruno es tener el dinero y cada uno le da algo al otro como medio para alcanzar su propio objetivo.
Todo este sencillo discurso (que tal vez yo haya complicado) fue erigido en 1776 por Adam Smith como pilar de la fundación de la economía política y resumido en una de las más célebres frases de las ciencias sociales: «No es de la benevolencia del carnicero, cervecero o panadero de donde obtendremos nuestra cena, sino de su preocupación por sus propios intereses. No apelamos a su sentido de la humanidad, sino a su interés » (de “La riqueza de las naciones”). Esta serie de artículos está dedicada a las virtudes del mercado ¿En qué sentido podemos llamar virtud, con Smith, al intercambio de mercado basado simplemente en el interés? Para entender mejor y sin ingenuidad la operación de Smith, es decir la transformación del interés personal de vicio en virtud, hay que tener en cuenta que pocas líneas antes del pasaje sobre el carnicero, Smith habla largamente del mendigo que, para poder cenar, «depende de la benevolencia de sus conciudadanos», del carnicero y del panadero de su pueblo. El mendigo es el único, comenta Smith, que depende «principalmente de la benevolencia de sus conciudadanos».
Relaciones entre iguales
El hombre libre, por el contrario, prefiere ser independiente de sus benefactores para construir relaciones entre iguales. Además hay que tener en cuenta que el mundo contra el que Smith y todos los economistas clásicos desataban su dura polémica era el mundo feudal, donde multitud de mendigos dependían para vivir de la “benevolencia” y de la limosna de unos pocos señores feudales benevolentes. En un mundo de dependencia feudal, de siervos y señores, nunca podrá existir amistad entre el mendigo y el carnicero (la amistad exige igualdad), ni en la tienda ni después en el bar. Pero si el ex mendigo encuentra un trabajo y vuelve a la pescadería a comprar pescado, aunque dentro de la tienda el intercambio no sea (para Smith, que no para mí, como veremos en los próximos capítulos) una forma de amistad, los dos pueden encontrarse después en el bar en un plano de igualdad, de mayor dignidad y, si quieren, incluso de amistad.
La virtud, cualquier virtud, exige personas libres. En un mundo de mendigos, hoy igual que ayer, no puede haber auténticas virtudes civiles. Por eso, según la teoría económica clásica, el invento del mercado se convierte en instrumento de civilización y también el intercambio de mercado, aunque no se base en la benevolencia sino en el auto interés, se convierte en expresión de virtud.
Esta independencia es, en efecto, una virtud, una virtud muy querida para la filosofía estoica (y más aún para Smith). Pero hay más. Una sociedad civil donde cada uno persigue sus intereses funciona bien porque el cuidado de los propios intereses es expresión de la virtud de la prudencia. Por ejemplo, si todos los ciudadanos de Milán se ocuparan de la educación de sus hijos, hicieran bien su trabajo, cuidaran el jardín y pagaran los impuestos para producir bienes públicos, es decir si Milán estuviera llena de “hombre prudentes”, automáticamente también la ciudad sería virtuosa.
Esta es, en esencia, la idea que encierra la metáfora más famosa del pensamiento económico, la de la “mano invisible”: cada uno persigue sus intereses particulares y la sociedad, providencialmente, se encuentra con el bien común. También por esta razón, en polémica con los moralistas anteriores y contemporáneos a él (pienso en Mandeville o en Rousseau), para Smith el interés personal no es un vicio sino una virtud: la prudencia. Esta operación “semántica” (la misma palabra, auto-interés, cambia de significado moral) se encontraba en la base de la legitimación ética de la naciente economía política y de la economía de mercado que, no hay que perderlo de vista, ha desempeñado una función civilizadora del mundo con respecto al régimen feudal.
Pero los bienes comunes lo cambian todo
Sin embargo hay un problema muy serio. La legitimación ética del intercambio y esta visión virtuosa del interés (como expresión de prudencia), ha funcionado y sigue funcionando en sociedades sencillas, en las que el bien de los individuos es también directamente el bien de todos, donde, en lenguaje más técnico, los bienes son sobre todo privados. Cuando, por el contrario, los bienes se hacen comunes, cuando los bienes económicos más importantes y estratégicos para nosotros y para nuestros nietos, para los más pobres y para las demás especies, son las energías no renovables, los bosques, los lagos, los mares y los bienes medioambientales, al igual que la gestión de una comunidad de propietarios o la convivencia en las ciudades multiétnicas, la cosa se complica terriblemente.
Entran en juego algunas de las “visiones” de los observadores de la pescadería distintas a la del economista, que aparecían al comienzo de este artículo. La virtud de la prudencia deja de ser automáticamente una virtud del mercado, ya que deja de ser cierto que la búsqueda del interés privado produzca también bien común, tema crucial al que dedicaremos el próximo capítulo.
descargar artículo en pdf