Empresario no es aquel que se lleva su trozo del pastel. Es aquel que se preocupa de "producir pasteles". Sale beneficiado, sin miedo a beneficiar a otros. Es el reto de la "competencia civil", una idea ganadora para salir de la crisis.
Competencia. Ganas tú y gano yo. Alto a la economía asesina.
por Luigino Bruni
publicado en el semanrio Vita del 28 de enero de 2011
La competencia bien entendida, es una de las principales virtudes del mercado. Pero también en este caso debemos limpiar el campo de visiones erróneas o parciales de la competencia. La competencia es virtuosa cuando es competencia civil, el mecanismo social del que hablan los economistas civiles del siglo XIX (como los milaneses Romagnosi o Cattaneo). ¿En qué consiste?
El paradigma dominante tiende a considerar la competencia entre empresas como una carrera entre la empresa A y la empresa B, en la que cada una de ellas quiere ganar derrotando a la otra. A veces esta visión se alimenta con un uso incorrecto y confuso de metáforas deportivas (e incluso de caricaturas del darwinismo), que representan el mercado como un lugar en el que todos corren y en el que, al final, unos ganan y otros pierden. Según esta visión, la competencia es un asunto entre A y B que, como efecto no intencionado, puede producir una reducción de los precios de mercado y con ello una ventaja para los clientes C.
Si concebimos así el mercado, es evidente que la competencia, contrariamente a lo que sostenía en el primer capítulo de esta serie, no tiene nada que ver con la cooperación. Es, más bien, su polo opuesto. Desde esta perspectiva, a la cooperación entre empresas “competidoras” se le llama cártel o trust y es perjudicial para los ciudadanos y para la eficiencia de los mercados.
¿Qué es, por el contrario, la competencia de mercado desde el punto de vista de la economía civil?
El juego de mercado es muy distinto, ya no está focalizado en la carrera entre las empresas A y B, sino que la competencia de mercado se convierte en un proceso centrado en los ejes A-C y B-C. Es decir, cada empresa trata de satisfacer a los clientes (en sentido amplio) mejor que la otra y la que no lo consigue abandona el mercado (o se reestructura). Así pues, el objetivo de la empresa no es que los “competidores” abandonen en el mercado, sino que esto no es más que un efecto en cierto sentido no intencionado. Desde nuestro punto de vista, el objetivo de la empresa A es cooperar con los ciudadanos, clientes y proveedores C, dentro de una relación de asistencia recíproca, de un equipo, y no derrotar al competidor B. Y viceversa.
Pero ¿hasta dónde podemos llegar por este camino de la competencia civil? Ciertamente hay muchas cuestiones abiertas, algunas muy importantes, sobre las que tal vez tengamos que volver.
Pensemos, poniendo un ejemplo relevante para la economía social, que el mercado de la economía social sigue dominado por la competición en el sector público y por las concesiones, con una visión de la competencia como un juego de suma cero, hecho de vencedores (de la competición) y vencidos. El punto de apoyo de esta visión, que en otros escritos he definido como “subsidiariedad al revés”, está en el sector público, que define los proyectos y convoca a las cooperativas a disputar una carrera muchas veces peligrosamente a la baja. Desde el punto de vista de la competencia civil las cosas serían muy distintas: las empresas sociales, que son las que están en contacto con las necesidades de la gente “verían” oportunidades de ventaja mutua con los ciudadanos y se dirigirían (tal vez no siempre) al sector público para poder realizar con transparencia y eficiencia un determinado proyecto, cuya guía ya no sería la “oferta” sino la “demanda” de la gente. Queda mucho por hacer en este sentido.
Hay otras preguntas difíciles: ¿Qué papel juega en esta visión del mercado el reparto de los “beneficios del intercambio”? ¿Cómo definimos la parte de ganancia que le corresponde a cada uno de los participantes cuando se genera valor añadido? A quienes se planteen estas preguntas, legítimas y obligadas, antes de crear una empresa o una cooperativa, yo les diría junto a grandes economistas como Genovesi, Mill o Sen: “Cuando veáis una oportunidad de creación de valor, no gastéis demasiadas energías en definir cómo se repartirán las futuras ganancias. Buscad el reparto más obvio y normal, adoptadlo a grandes rasgos y concentraos en la creación del beneficio común”. Pero este consejo es para los participantes en el intercambio considerados en su conjunto, ya que en esta visión del mercado hay implícita una norma de reciprocidad que dice: “compórtate de este modo sólo con las personas que compartan contigo la misma cultura de mercado”.
Pero podemos preguntarnos si esta cultura o filosofía de mercado podría ser también un buen consejo para un empresario u operador que no tenga garantías de que aquellos con los que va a interactuar compartan la misma cultura de reciprocidad o fraternidad. Yo creo que sí. Una persona que siga esta máxima terminará a veces con una cuota menor de ganancias que la que podría obtener con una actitud más dura y atenta al reparto de beneficios. Pero, en contrapartida, gastará menos tiempo y energías y tendrá menos probabilidades de abrir contenciosos y conflictos con los demás, que son los que muchas veces bloquean los contratos, los negocios y las empresas. A largo plazo es probable que lleve una vida más tranquila y tal vez incluso más acomodada económicamente. También aquí las instituciones juegan un papel: su diseño puede incentivar la búsqueda de la ventaja mutua o del oportunismo individual.
Podríamos resumir esta cultura del mercado civil con la siguiente máxima: “cuando hagáis negocios juntos (sobre todo si duran en el tiempo) no os preocupéis demasiado por establecer los “trozos de la tarta” que vais a hacer; preocupaos más bien por el tamaño de la tarta, de forma que permita muchos trozos, que después, con el tiempo, si no sois oportunistas ni desleales, ya acordaréis una norma justa de reparto. Unas veces ganará más uno y otras veces otro, pero lo importante es crecer juntos”. Un consejo como este es muy eficaz, por ejemplo, con los jóvenes, porque reduce mucho los costes de transacción, refuerza los sentimientos de confianza recíproca y crea una lectura positiva y optimista de la vida en común. Entre otras cosas, porque no es nunca un buen comienzo de la relación con un socio, proveedor o cliente insistir en las garantías o en los vínculos relativos a las (posibles) ganancias futuras; antes bien, en muchas ocasiones es la vía maestra para bloquear el negocio antes de que comience. La generosidad y la magnanimidad son en cierto sentido también virtudes muy importantes para el éxito de un empresario (y de todos nosotros). Entre otras cosas, porque como ya hemos dicho algunos capítulos atrás, el empresario es sobre todo un “creador de tartas”, gracias a su capacidad innovadora, y no un “cortador de trozos”.
Hoy sabemos que uno de los primeros factores de retraso cultural y económico es el esquema mental con el que leemos la competencia de mercado y la vida civil. Las comunidades, los pueblos y las personas crecen cuando interpretan las relaciones económicas y civiles como mutuamente ventajosas y, por el contrario, se quedan encerradas en trampas de pobreza cuando cada uno ve al otro como alguien del que aprovecharse o del que defenderse.
La economía civil ve el mercado como una gran y densa red de relaciones de ventaja mutua a muchos niveles. La competencia civil es la energía que fluye por esta red de relaciones de las que está formado el mercado. Quien forma parte de ella obtiene ventaja para sí mismo y para los demás. Crear una red cada vez más tupida de oportunidades de intercambio significa unir a las personas en acciones conjuntas, donde cada uno crece con los demás y gracias a los demás, tejiendo hilos de la red que mantiene juntas las ciudades y las sociedades. Esto es economía civil, esto es competencia civil.
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