Bienes comunes. La virtud que tenemos que redescubrir para salvarnos de la extinción
Es la fraternidad. Pocos la relacionan con los temas económicos. Pero sin ella no hay modelo que aguante. Está ocurriendo hoy: la lógica individual que maximiza la ventaja a costa del interés de todos nos está llevando a una vía muerta.
por Luigino Bruni
publicado en el semanario Vita del 26 de noviembre de 2010
El de los bienes comunes se está convirtiendo en uno de los grandes temas de nuestra época. Pero si es cierto que los bienes comunes son cada vez más importantes, tenemos que desarrollar nuevas virtudes, puesto que las típicas virtudes individuales del mercado ya no son suficientes para superar los nuevos retos.
¿Qué es la “tragedia de los bienes comunes”? En primer lugar, es el título de un celebre artículo publicado por el biólogo D. Hardin en 1.968 en la prestigiosa revista Science. La tesis es fuerte y clara: ante los bienes comunes (commons), aunque cada uno se ocupe prudentemente de sus intereses, sin darnos cuenta y sin querer, corremos el peligro de ir serrando poco a poco la rama sobre la que estamos sentados todos. ¿Por qué?
El ejemplo que aparece en el artículo de Hardin es el más conocido y es el que ha pasado a todos los libros de texto de microeconomía: un pasto comunal libre, al que todos los ganaderos llevan sus vacas a pastar. La opción que maximiza la libertad y el interés individual es la de llevar muchos animales al pasto, puesto que la ventaja individual de llevar una vaca a pastar es + 1, mientras que la disminución de hierba es solo una fracción de – 1 (ya que el daño se reparte entre todos los ganaderos que usan el pasto comunal). Así pues, el beneficio individual es mayor que el coste individual y eso hace que aumente el uso del bien común. Esto vale siempre, mientras haya un metro cuadrado libre de hierba, lo que conduce a la destrucción del pasto… a menos que haya algo que limite, de algún modo, la libertad individual.
La difícil relación con los límites
Desde los árboles de la isla de Pascua hasta el agujero en la capa de ozono y desde las truferas de mi pueblo de Las Marcas (Italia) hasta la imparable disminución de acuíferos en la India y en el lago Albano, la historia, grande y cotidiana, habla de tragedias de comunidades y civilizaciones, pequeñas y grandes, que “colapsaron” porque no fueron capaces de no sobrepasar los límites, es decir el punto crítico de no retorno a partir del cual el proceso se hace irreversible. La población de la isla de Pascua no se extinguió por talar el último árbol, sino por superar, en un momento determinado y de manera inconsciente, una barrera, un umbral a partir del cual se hizo inevitable llegar a la extinción incluso del último árbol.
Pero en la historia humana hay también otros muchos episodios en los que las comunidades sí han sido capaces de parar a tiempo y de evitar el trágico colapso, coordinándose y limitando la libertad individual. Hay una clave de lectura que nos permite interpretar las normas sociales, leyes, tradiciones antiguas, usos y costumbres, como instrumentos que las civilizaciones han inventado para evitar el colapso.
Cuando hoy nos preocupamos por la gestión del agua, por las ciudades y por el medio ambiente, la trágica pregunta que se nos plantea cada vez con más urgencia es la siguiente: ¿llegaremos a sobrepasar el límite siguiendo la senda de los antiguos habitantes de la isla de Pascua o seremos capaces de parar a tiempo y coordinarnos? ¿tendremos la sabiduría individual y colectiva necesaria para que nuestras comunidades – incluida la comunidad mundial de seres humanos y otras especies del planeta –, en lugar de colapsar o implosionar, puedan vivir y crecer en armonía?
Para tener esperanza en el triunfo de la segunda posibilidad necesitamos nuevas virtudes, ya que las virtudes típicamente individuales (como la búsqueda prudente del propio interés) no ofrecen garantías suficientes para hacer frente a los retos de los bienes comunes y con ellos al reto del “Bien Común” (no existe el bien común sin bienes comunes).
La necesaria fraternidad.
Los bienes comunes necesitan virtudes de reciprocidad, que expresen con claridad el vínculo que existe entre las personas. ¿Qué virtudes son esas?
La primera virtud que hay que erigir hoy como principio fundacional de la post-modernidad, de la sociedad globalizada y de la economía de los bienes comunes, es la fraternidad. Cada vez se hace más urgente un nuevo pacto social mundial entre ciudadanos libres e iguales (y no solo los del G20, sino potencialmente todos), que se autolimiten en el uso de los recursos comunes.
La libertad y la igualdad hacen referencia al individuo. La fraternidad, en cambio, es un bien de vínculo entre las personas, un vínculo que expresa ambivalencia, pues es a la vez una relación y un lazo. Pero si no reconocemos los vínculos que nos unen unos a otros, no podremos salir de la tragedia de los bienes comunes. Debemos tomar conciencia de que la vida en común es una red de relaciones entre personas, comunidades y pueblos, una red de relaciones que la globalización y las tecnologías hacen cada vez más entrelazada y tupida.
Uno de los grandes cambios que se están produciendo en nuestra sociedad post-moderna tiene que ver con la centralidad de los bienes comunes, que se están convirtiendo no en la excepción sino en la regla de la vida económica y civil. Hoy la calidad del desarrollo de los pueblos y de toda la tierra tiene que ver ciertamente con zapatos, frigoríficos y lavadoras (los clásicos bienes privados), pero depende mucho más de bienes (o males) comunes como los gases de efecto invernadero, el agua o el stock de confianza en los mercados financieros (la crisis financiera también puede interpretarse como una tragedia del bien común confianza), de los que dependen en última instancia la comida, los zapatos y los frigoríficos.
Muchas veces, a lo largo de la historia de los pueblos, nos hemos encontrado ante la encrucijada fraternidad-fratricidio, dos caminos que siempre, desde los tiempos de Caín, limitan uno con el otro. Unas veces hemos elegido el sendero de la fraternidad, otras, las más, el del fratricidio. Una vez más, estamos en la encrucijada.