La pureza es un muro caído

Regeneraciones/7 – Superando el tiempo de la arena, hacia
la casa de las bienaventuranzas.

de Luigino Bruni

publicado en   pdf Avvenire (50 KB) el 13/09/2015

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“Que exista el agua,
que existan las cosas,
la piedra, la garduña,
la caricia, el viento;
que exista el vacío
desmesurado,
el amor por el espacio,
el desglose
de la palabra amor,
su chasquido sin tregua,
si el amor es dirección”

Chandra Livia Candiani, La niña púgil.

La falta de alegría que Europa y todo el Occidente padecen desde hace tiempo es consecuencia directa del olvido de la lógica y la sabiduría de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas incorporan y expresan todos los valores rechazados y despreciados por el capitalismo y, con él, por nuestro mundo, construido cada vez más a imagen y semejanza del dios dinero.

Ser mansos, constructores de paz, pobres, misericordiosos, puros… Son palabras que no entran en la economía capitalista ni en las finanzas, ya que si tomáramos en serio estas palabras, deberíamos destruir nuestros imperios de arena y empezar a edificar la casa del hombre de las bienaventuranzas. No es casualidad que en estos trágicos y maravillosos días en los que en buena parte de Europa las bienaventuranzas están despertando de forma inesperada y sorprendente, los grandes ausentes sean los bancos y las grandes empresas. Con su empatía sin compasión, éstos siguen adelante, indiferentes e ignorantes, con su producción y sus ritos, sin abrir las puertas de sus “casas” y sin quitarse los zapatos para aprender a caminar a pie descalzo como el Adam, como los niños, como los pobres.

Pureza es la palabra menos comprendida y menos amada por nuestra civilización del consumo y las finanzas. Sin embargo, para entender el mundo necesitamos la pureza. Sin ella sólo vemos su dimensión más superficial y se nos escapa lo más hermoso. Y si vemos poco y mal, nos perdemos la enorme belleza escondida en lo que se nos presenta como impuro y repelente.

En el Evangelio, la pureza está íntimamente relacionada con el corazón y con los ojos: “Bienaventurados los puros de corazón, porque verán a Dios”. En el humanismo bíblico, el corazón expresa la naturaleza profunda, espiritual y concreta de la persona. Pero en la cultura hebrea, que es la de Jesús y los evangelistas, a Dios no se le puede ver. Esta es una de las verdades más profundas y radicales de toda la Biblia y el centro de la lucha contra todas las idolatrías que adoran a dioses muy visibles y por consiguiente falsos. YHWH es una voz que se puede escuchar a través de la palabra de los profetas y se puede sentir palpitando viva en el universo. Todos los seres humanos comparten la condición de escuchar a Dios sin verlo. Entonces ¿qué es lo que ve el puro si a Dios no se le puede ver? Y ¿qué es esta pureza, nueva y distinta, del corazón?

Para entenderla o, al menos, para intuir algo de ella, hay que recordar que el mundo antiguo tenía su propia idea de lo que era puro e impuro. Esta idea se encontraba en la base de todo el orden social y religioso. Existían lugares puros y lugares impuros, y lo mismo ocurría con las personas, los animales, los oficios, los momentos, las actividades y los objetos. La sociedad estaba construida para proteger la pureza de la impureza, evitando la contaminación. Toda jerarquía sagrada se explicaba por su función de separación.

El mensaje cristiano supuso una verdadera revolución en la visión de lo puro y lo impuro (prefigurada en algunos profetas y en el libro de Job), al proponer una novedosa idea de pureza que superaba la categoría misma de impureza. La pureza del corazón no es la maravillosa inocencia de los niños, ni tampoco la de los animales o la naturaleza. Estas purezas naturales fueron la fuente de la pureza sagrada de las comunidades antiguas. Por eso, cuando la perdían, intentaban reconstruirla sacrificando a los dioses animales, vegetales, vírgenes o niños. Pero la separación entre lo puro y lo impuro estaba demasiado radicada en el mundo como para que esta revolución del Evangelio pudiera durar mucho tiempo y generar una nueva civilización. Así, también en el corazón de la cristiandad separamos a los impuros y a los leprosos y reconstruimos ladrillo a ladrillo la misma cultura precristiana de la inmunidad (incontaminación), que está viviendo su apoteosis precisamente en nuestro tiempo, aparentemente no religioso y secularizado y cuyos principales apóstoles son las multinacionales. 

La pureza del corazón es lo contrario de la antigua (y postmoderna) cultura de la contraposición entre puro e impuro. Francisco nos dice en su testamento que su conversión comenzó de verdad cuando empezó a visitar a los leprosos de Asís, derribando así la cortina que separaba la pureza de la impureza. La pureza del corazón no rehúye a los leprosos. Sale a su encuentro, los busca, los ama, los abraza y los besa. La primera característica de esta pureza es la eliminación del término impuro de entre las palabras malas. Lo que llamamos impureza es ni más ni menos que el camino por donde pasa la vida verdadera. Así pues, el don que recibe el puro de una mirada nueva no consiste en ver un mundo distinto, en el que la impureza haya desaparecido. Una señal clara de que nuestra mirada no es de pureza es cuando mantenemos la distinción entre puros e impuros, para tomar partido obviamente por los primeros.

Una de las características generales de las personas puras de corazón es que no se auto-definen como puras. Una vez que se ha derribado la barrera entre lo puro y lo impuro, la pureza se convierte en el ambiente, pero los puros de corazón no lo perciben porque están dentro de ella. La cortina que separa lo puro de lo impuro se puede eliminar de distintas maneras. Casi siempre es un don, aunque algunas veces es un acto de liberación que llega en un momento dado de la vida. Siempre es un movimiento del alma, que no busca conquistar la pureza. Buscarla directamente es el mejor camino para perder la pureza que ya teníamos sin saberlo y quedarnos sólo con la pureza pagana. Este es un motivo más por el que a la pureza del corazón, al igual que a las restantes bienaventuranzas, no se la puede llamar virtud, ya que llega sin buscarla. Es la pura libertad y la felicidad más profunda.

Esta es la primera pureza del puro: ser puro y no darse cuenta. Por eso no puede apropiarse de su pureza. Es la pureza de la pureza. Además, al puro de corazón no se le reconoce como tal, puesto que esta pureza no se ve. Si se ve, es que se trata de la pureza antigua y precristiana. El mundo está poblado de puros de corazón, pero no somos capaces de verlos porque, entre otras cosas, buscamos la pureza donde no está.

Al puro se le debería reconocer por lo que ve a su alrededor. Ve a Dios. Pero si a Dios no se le puede ver, ¿qué ve el puro? Ve y siente dentro de sí una presencia de infinito, que algunos llaman divina y muchos otros, aunque la ven y la sienten igualmente, no saben llamarla por su nombre. La descubre también en la naturaleza, en el mundo, en todas partes. Pero sobre todo en los otros, en todos los otros con los que se encuentra o a los que descubre en los libros, en el arte, en la música, en la poesía. Ve a cada hombre y cada mujer como un tabernáculo que guarda una presencia, incluso aunque la llave se haya perdido y la puerta esté siempre cerrada. Cada persona le atrae. Es un enamorado de la vida y todavía más de la gente. El amor del puro es todo agape, pero también es todo eros y todo philia. Ve que el mundo está verdaderamente poblado de belleza y que la belleza más grande es la de las personas. Nos dice con los ojos: “¡Muchacha, levántate!”. La  pureza que nos mira tiene la capacidad de resucitar la imagen divina que incluso a nosotros mismos nos parecía muerta, aunque en realidad sólo estaba durmiendo mientras los parientes y amigos lloraban su muerte. Pero la señal inequívoca que nos desvela la presencia de los puros de corazón es cuando abrazan y besan a los pobres y a los leprosos.

Esta pureza da muchos frutos cuando está presente en las personas llamadas a ser responsables de una comunidad o de una empresa. El liderazgo del puro de corazón se reconoce por lo que es capaz de ver en los otros. Uno de los regalos más grandes que puede darnos la vida es tener a nuestro lado compañeros y jefes puros de corazón. El yugo del cansancio se hace mucho más ligero y el trabajo se hace hermano.

Pero hay otra cosa tal vez incluso más sublime. Si es cierto que el puro de corazón ve a Dios y si es cierto que a Dios no se le puede ver en la tierra, eso quiere decir que el mundo está lleno de personas que ven a Dios sin verlo, que no saben que están viendo a Dios porque no le reconocen. Dios está donde no está, donde ni siquiera los puros de corazón alcanzan a verlo. Esta es una muy buena noticia, que debe llenarnos de esperanza en este tiempo que se nos presenta como una noche tremendamente oscura de Dios.

Muchas veces, el encuentro con un puro de corazón es decisivo en la vida. Gracias a esa mirada que nos ve de otra forma, logramos, aunque solo sea por un instante, conectar con la parte más profunda y verdadera de nosotros mismos. Y al sentirnos mirados así, por dentro nos brota el deseo de convertirnos en lo que ya éramos pero todavía no sabíamos, o, sencillamente, el deseo de volver a casa. En este cruce de miradas revive algo de la primera mirada buena de mujer que nos acogió al venir al mundo y que seguimos buscando durante toda la vida. La presencia de esta mirada es una forma muy valiosa de bien común. Mantiene viva la mirada de Elohim sobre la tierra, continuando la acción de aquellos ojos que en los caminos de Palestina cambiaron el mundo viéndolo de forma distinta: “Y mirándole, le amó”.

La pureza, como todas las realidades de la tierra, se puede perder. El puro de corazón también puede perder su mirada. La única señal verdadera de que hemos perdido la pureza es cuando dejamos de ver en los otros, en el mundo y dentro de nosotros, una presencia de infinito y por consiguiente dejamos de estar enamorados de todo y encantados con todo.

Pero la pureza del corazón, como todas las realidades espirituales, también se puede recuperar: es posible volver a ser puros. Es posible porque la nostalgia de ese Dios al que vimos dentro de nosotros y a nuestro alrededor sin verlo, es demasiado grande. Desearla de nuevo es la primera señal de que está volviendo. Más aún: volver a besar a los pobres y a los leprosos. Una existencia fructífera y bienaventurada es un largo camino para encontrar de viejos la pureza de la infancia transformada en pureza del corazón. “Bienaventurados los puros de corazón, verán a Dios.

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