Las bienaventuranzas que no sabemos

Regeneraciones/10 – Están escritas en la vida de los justos, igual que en el Evangelio

de Luigino Bruni

publicado en Avvenire el 04/10/2015

Logo rigenerazioni rid“¡Ay de mí, si soy culpable! Y aun siendo inocente, no levanto la cabeza, saciado como estoy de ignominia, borracho de aflicción."

El libro de Job, 10,15.

El hambre y la sed adquieren múltiples formas. Hay un hambre de comida y una sed de agua, pero también hay hambre y sed de belleza, verdad, amor y oración. La sed y la falta de pan causan sufrimiento y muerte. Pero también se puede sufrir y a veces morir cuando los hospitales y las escuelas se convierten en lugares feos, cuando vivimos en sitios llenos de mentira, cuando no amamos ni somos amados, cuando en los momentos duros de la vida buscamos en nuestro interior recursos espirituales que no encontramos, incapaces de escuchar y dialogar con el espíritu que nos habita y nos alimenta.

Todas estas carencias son distintas pero igualmente decisivas. Somos animales simbólicos y meta-físicos. Para vivir necesitamos distintos tipos de alimentos y aguas. Esta pluralidad de nutrientes hace que el homo sapiens sea un habitante especial del planeta, que puede morir de hambre en medio de la opulencia de alimentos y viandas, y también puede saciar su sed con sustancias invisibles.

Si únicamente tuviéramos en cuenta los alimentos que sacian y apagan la sed del cuerpo, estaríamos desperdiciando decenas de miles de años de historia evolutiva, desde que comenzamos a desear otras estrellas distintas a las nocturnas, a escuchar las voces y los sonidos de las montañas y nubes, a llenar las cuevas con dibujos y símbolos “inútiles” para la caza y la pesca, a cantar y quizás a componer versos, a mirarnos a los ojos y amarnos no sólo para reproducirnos. Cuando a los seres humanos se les quita o se le niega el deseo de estos alimentos distintos, reduciéndolos a meros consumidores o buscadores de mercancías en lugar de estrellas, terminamos pareciéndonos demasiado a nuestros comunes antepasados y dejamos de cantar el salmo: “Lo hiciste poco inferior a Elohim” (8). Tenemos un hambre y una sed que no puede saciarse en ningún hipermercado. Cuando las cosas y el dinero consiguen saciar toda nuestra hambre y nuestra sed, la dignidad de la humanidad retrocede y entra en peligro de extinción, pues volvemos a cambiar a un pobre por un par de sandalias (Amós), o a vender a un hermano como esclavo de los mercaderes que viajan a Egipto (Génesis). La expansión, el desarrollo de la existencia humana, consiste paradójicamente en ampliar las formas de hambre y de sed. Venimos al mundo anhelando un seno materno y podemos abandonarlo deseando una leche que sólo la eternidad nos puede dar.

Pero hay un hambre y una sed que no nos hacen daño ni nos matan. Son las que el Evangelio asocia nada más y nada menos que a una forma de felicidad, a una bienaventuranza. Hay sedientos y hambrientos bienaventurados. Son los que tienen “hambre y sed de justicia”. La justicia puede ser alimento y agua. Puede alimentar como un pan recién horneado y apagar la sed como un fresco manantial de montaña.

También los hambrientos y sedientos de justicia experimentan una carestía. También ellos son pobres, indigentes. Los deseos nacen de la “ausencia de estrellas” (de-sidera). El padre de todo eros es la penuria (Penia). Esta hambre y esta sed, como todas las demás, se sienten y se viven en el cuerpo. El hambre y la sed son experiencias, no ideas. Son palabras encarnadas, que toman forma en nuestra carne. Como ocurre con todas las palabras encarnadas, para saber qué significa la palabra “hambre” necesitamos experimentar por primera vez el hambre de una forma concreta y consciente.

Hay dos tipos de hambre y de sed. Una, cotidiana, sana y buena, vinculada al ritmo normal de las comidas, que no causa sufrimiento alguno y que únicamente espera ser saciada. La otra es el hambre y la sed de la carestía que millones de personas sigue padeciendo hoy, donde la comida no llega a ser suficiente para saciar el hambre ni el agua para calmar la sed; donde el pan de cada día es el hambre y la sed. Un hambre y una sed que no se sacian nunca.

Hay un hambre y una sed de justicia que muchos, quizá todos, notamos cada día, simplemente cuando vivimos y cultivamos nuestro sentido de la justicia. Pero la bienaventuranza adquiere todo su esplendor durante las carestías y las injusticias. Muchas personas consiguen no morir en las dictaduras, en los lagers, en los gulags, en las cárceles donde han terminado simplemente por ser pobres e indefensas, en trabajos equivocados e inmerecidos, porque su hambre y su sed de justicia las alimenta. El corazón de esta espléndida bienaventuranza es la transformación de una carencia en alimento. La justicia, por ser un bien primario que está en la base de todo bien común, es un bien muy especial, y el sufrimiento por su ausencia se convierte en pan y agua. Ocurre como en la lucha entre Hércules y Anteo. Cuantas más veces arrojaba al suelo el fortísimo Hércules a su adversario, más fuerte se levantaba Anteo, porque era hijo de la tierra (Gea). Hércules, que desconocía esta filiación, hacía a Anteo invencible simplemente luchando contra él.

A los hijos de la justicia, cuanto más se les niega ésta en el combate, más les alimenta, porque en ellos aumenta el deseo de lo negado y con él la energía y la fuerza para luchar. Los que luchan por una causa justa se hacen más fuertes cuanto mayor es la injusticia; su energía aumenta junto a la sed y al hambre de la justicia negada. En cambio, si durante estas carestías perdemos el contacto con el deseo de justicia y dejamos de sentir su hambre y su sed típicas, morimos. Como en el mito. Hércules sólo logra matar a Anteo cuando le levanta de la tierra y le separa de la fuente de su fortaleza invisible e imbatible. Somos derrotados y estrangulados en las batallas contra las injusticias cuando dejamos de anhelar la justicia y de sentir hambre de este pan de vida y sed de estos ríos de agua viva.

¿Qué saciedad promete entonces el Evangelio (“… porque serán saciados”), si el pan de los que buscan la justicia está en su ausencia? Monte Beatitudini Tabga rid¿Cómo puede apagar la sed un agua que todavía no existe?

Sin salir de nuestra vida y nuestra historia (las bienaventuranzas son palabras pronunciadas aquí y ahora, y perderíamos mucho, demasiado, de su profecía si postergáramos su cumplimiento al final de los tiempos), podemos comprender que la saciedad de la justicia nace precisamente mientras sufrimos por su indigencia. La saciedad que sentimos cuando luchamos para liberar a alguien de estructuras de injusticia (salvar a una víctima de los juegos de azar o de las mafias, intentar sacar de la cárcel a un inocente, rescatar a un amigo que ha entrado en una espiral de deudas sin tener culpa…) es ya bienaventuranza.  Si no sentimos y descubrimos las bienaventuranzas en medio de la buena batalla, no las descubriremos nunca, porque la vida es la que genera “en directo” esta forma sublime de felicidad. Si no oímos la voz que nos llama “bienaventurados” mientras sentimos con fuerza el hambre y la sed de justicia, no tendremos fuerzas para seguir luchando y moriremos de hambre y de sed. El primer motor de la historia de los justos es la felicidad dentro del sufrimiento. Los justos se alimentan de la diferencia entre la justicia que nos gustaría y la que tenemos. Recuerdo a un joven que tomó un pequeño bidón de hojalata de un basurero, lo convirtió en la caja de un violonchelo y se puso a tocar a Bach.

Cuando oímos resonar en el templo del alma la palabra “bienaventurados”, no todos pensamos que es un Dios el que habla. Hay personas (muchas) de creencias distintas que se alimentan de las mismas luchas por la justicia. Así pues, hay muchas y variadas voces que nos llaman “bienaventurados”. Hay todo un coro de voces que canta en la tierra “bienaventurados vosotros”. Los justos se sacian con el agua de la fuente pública del pueblo, que apaga la sed de todos, sin saber dónde está la fuente de ese agua. Cada día la tierra de los justos es regada y alimentada por todas las voces que susurran dentro de nosotros: “feliz”, “bienaventurado”, “ánimo”, “has hecho bien”, “estás combatiendo una buena batalla”. Una bienaventuranza que sacia, apaga la sed y a veces embriaga con una alegría distinta pero muy fuerte. Una bienaventuranza que se advierte con más fuerza y claridad al cruzar la mirada con otros justos que luchan a nuestro lado. Sólo con mil voces distintas todos los justos pueden sentirse llamados “bienaventurados”. A los constructores de Babel les basta una sola lengua, pero en el Pentecostés de los justos hay muchas lenguas, todas distintas y todas iguales.

De aquí nace una gran esperanza. En el mundo hay muchas más bienaventuranzas que las que los justos logran llamar con ese nombre. La justicia nos acompaña a todos en nuestras buenas batallas. No atravesamos solos estos desiertos. Nuestros corazones están habitados por muchas voces que nos alimentan llamándonos “bienaventurados” de mil maneras. El cielo, junto con el rocío, nos da un maná que nos alimenta todas las mañanas del mundo. Muchos nos preguntamos asombrados: “¿qué es?” y no podemos responder si los profetas no nos lo explican. Pero lo verdaderamente importante es que los justos estén nutridos por dentro, que se sientan saciados en la indigencia, que puedan vivir en medio de las infinitas carestías de justicia. Los pobres, y por consiguiente los hambrientos y sedientos de justicia, siempre estarán con nosotros, y con ellos siempre tendremos sus bienaventuranzas.

Multitud de justos sienten en el alma una voz que les llama “bienaventurados”, aunque no hayan leído nunca el Evangelio, o lo hayan olvidado. Un “reino de los cielos” habitado únicamente por residentes con pasaporte y no por prófugos, refugiados y migrantes, sería demasiado pequeño. Su cielo sería demasiado bajo, sus horizontes demasiado estrechos. El Reino de los cielos debe ser el reino de todos los justos, cada uno con su lengua distinta y todos nutridos por el mismo alimento, saciados por la misma agua. “Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, serán saciados”.

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