Regeneraciones/1 – Los valores no se pueden fabricar. Hay que entender los desafíos.
Luigino Bruni
Publicado en Avvenire el 26/07/2015
“En todos los lugares del mundo, los seres humanos desean lo mismo: ser reconocidos con dignidad por lo que son y lo que hacen. Las empresas como la nuestra estamos en óptimas condiciones para satisfacer ese deseo.” (Robert H. Chapman).
La cultura de las grandes empresas está invadiendo todo nuestro tiempo. Las categorías, el lenguaje, los valores y las virtudes de las multinacionales están creando y difundiendo una gramática universal con la que describir y producir todas las historias individuales y colectivas ‘de éxito’. Así, en pocas décadas, la gran empresa ha pasado de ser el lugar de explotación y alienación por antonomasia a ser un icono de excelencia y desarrollo humano.
Las pasiones colectivas que han logrado sobrevivir al siglo XX son las pasiones tristes del miedo y la inseguridad. Las pasiones que reinan sin oposición en estos tiempos son las del individuo. La cultura que producen y difunden las empresas globales es el instrumento perfecto para encarnar y potenciar el espíritu de estos tiempos. De hecho, la empresa capitalista exalta y potencia como nadie los valores del individuo y sus pasiones.
Así pues, las palabras y las virtudes del mundo de los negocios se están convirtiendo en las buenas palabras y virtudes de toda la vida social, en la política, en la sanidad, en la educación... Mérito, eficiencia, competitividad, liderazgo, innovación… son ya las únicas palabras buenas de toda la vida en común. A falta de otros lugares fuertes, capaces de producir otra cultura y otros valores, las virtudes de las empresas se presentan como las únicas que hay que reconocer y cultivar desde la infancia.
Las empresas hacen muchas cosas buenas, pero no pueden ni deben engendrar todos los valores sociales ni todo el bien común. Para vivir bien hace falta crear otro valor distinto al económico. Existen otros valores, que no son los de las empresas, y el bien común es mayor que el bien común que se genera en la esfera económica.
Esto lo hemos sabido siempre. Sin embargo, hoy lo estamos olvidando, como muestra de forma elocuente la gestión de la crisis griega y europea de las pasadas semanas, y de las próximas. Lo que está sucediendo en el ámbito asistencial y educativo, en el voluntariado, en la economía social e incluso en algunos movimientos católicos e iglesias, nos dice que las virtudes económicas están progresivamente reemplazando a las demás, entre otras cosas, porque la cultura empresarial global presenta algunas de estas virtudes como vicios (por ejemplo, la bondad, la misericordia, etc.). Además, debemos reconocer que la ‘culpa’ de este impresionante reduccionismo no es sólo, ni tal vez en primer lugar, de las empresas, las consultoras globales o las escuelas de negocios, que son los principales vectores de esta mono-cultura. Una gran responsabilidad objetiva le corresponde a la sociedad civil, que ya no logra crear suficientes lugares extra-económicos capaces de generar en los jóvenes y en las demás personas otras virtudes distintas a las económicas. Por ejemplo, la escuela debería ser, junto con la familia, el principal contrapeso de esta cultura ‘empresarialista’. Es propio de la escuela enseñar a los niños y a los jóvenes, sobre todo, las virtudes no utilitaristas y no instrumentales, que tienen valor aunque no tengan precio (o precisamente porque no lo tienen). En cambio, en todo el mundo la lógica y los valores de la empresa (mérito, incentivos, competición…) está ocupando la escuela. Los directores, los profesores y los estudiantes son valorados y formados según los valores de la empresa. Así, aplicamos la eficiencia, los incentivos y el mérito también a la educación de nuestros hijos y a la gestión de nuestras amistades (basta viajar con frecuencia a los países nórdicos, donde este proceso está más avanzado, para ver cómo se está transformando en esta dirección la amistad y la vida comunitaria y relacional).
El déficit antropológico que experimenta hoy la vida económica y civil no se llenará ocupando con las ‘nuevas’ virtudes económicas el vacío dejado por las antiguas virtudes no económicas, sino regenerando antiguas virtudes y generando otras nuevas que excedan el ámbito económico y empresarial y permitan el desarrollo integral de las personas, dentro y fuera del mundo del trabajo.
La economía siempre ha necesitado virtudes, es decir excelencia (areté). Pero hasta hace unas décadas, las fábricas y otros centros de trabajo utilizaban un patrimonio de virtudes y valores que se formaba fuera de ellas, en la sociedad civil, en la política, en las iglesias, en los oratorios, en las cooperativas, en los sindicatos, en los comercios, en el mar, en el campo, en la escuela y sobre todo en la familia. En estos lugares no económicos, regidos por principios y leyes distintas a las de las empresas y el mercado, se formaban y reformaban el carácter y las virtudes de las personas, que, dentro de las empresas, transformaban sus capitales personales en recursos productivos, empresariales y laborales. Sin olvidar el inmenso patrimonio representado por las mujeres (madres, hijas, esposas, hermanas, tías, abuelas…) que dentro de casa engendraban, formaban, amaban, cuidaban y regeneraban cada día a los muchachos y hombres que, cuando traspasaban la puerta del centro de trabajo, llevaban con ellos esas figuras femeninas, invisibles pero muy reales, que ofrecían y daban a las empresas servicios de un valor altísimo, también económico, a coste cero para la empresa.
En veinte o treinta años estamos agotando ese stock secular de patrimonios éticos, espirituales, civiles, y todavía no somos capaces de generar otros nuevos. Por eso, a las empresas llegan por lo general personas con un patrimonio moral escaso, personas frágiles y poco dotadas de las virtudes esenciales para la vida laboral, el trabajo en grupo y sobre todo para la gestión de las relaciones humanas, las crisis y los conflictos.
Las empresas, con el fin de seguir produciendo riqueza y beneficios, se han preparado para crear ellas mismas los valores y virtudes que necesitan para vivir. Casi ninguna de esas virtudes y valores son inéditas. No son sino la reelaboración y adaptación de antiguas prácticas, instrumentos y principios, orientados – este es el punto clave – a los fines de la empresa postmoderna.
Esto plantea desafíos decisivos. Tan importantes que de ellos dependerá fuertemente la calidad de nuestra vida económica, personal y social durante las próximas décadas. De ellos nos ocuparemos los próximos domingos.
Ayer, hoy y siempre, hay virtudes esenciales para la buena formación del carácter de las personas, que son anteriores a las virtudes económicas y empresariales. La mansedumbre, la lealtad, la humildad, la misericordia, la generosidad, la hospitalidad, son virtudes pre-económicas, que, cuando están presentes, permiten que también las virtudes económicas funcionen. Se puede vivir sin ser eficientes ni particularmente competitivos, pero sin generosidad, sin esperanza y sin mansedumbre se vive muy mal, a veces incluso no se vive.
Un mundo ocupado únicamente por virtudes económicas plantea preguntas que exigen respuesta: ¿Qué hacemos con los que no tienen méritos? ¿Y con los que no son excelentes? ¿Dónde colocamos a los que no son ‘smart’? No todos tenemos los mismos méritos, ni los mismos talentos; no todos somos capaces de ‘ganar’ en la competición de la vida. El mercado y la economía tienen sus respuestas para estas preguntas. En los mercados, el que no es competitivo sale; en las empresas de éxito ‘el que no crece queda fuera del grupo’. Pero si la esfera económica invade la vida social entera, ¿hacia dónde ‘saldrán’ los perdedores en las competiciones? ¿quién acogerá a los que no crecen o crecen de una forma poco relevante para los indicadores de la gestión empresarial? El único escenario posible sería la construcción de una ‘sociedad del descarte’. Seguimos siendo personas con dignidad incluso aunque no tengamos méritos, aunque seamos ineficientes y no competitivos. Pero la nueva cultura de la empresa no conoce esta otra dignidad.
Los trabajadores necesitan virtudes económicas y empresariales distintas, que las empresas no son capaces de generar. Las virtudes económicas son auténticas virtudes si van acompañadas o precedidas por las virtudes cuyo principio activo es la gratuidad.
Aquí es donde el gran proyecto de la cultura empresarial de crear por sí sola las virtudes necesarias para alcanzar sus propios objetivos encuentra un límite infranqueable: las virtudes, todas las virtudes, para nacer y florecer, tienen una necesidad vital de libertad y excedencia con respecto a los objetivos planteados por la dirección de la empresa. Nunca seremos trabajadores excelentes si perdemos el valor intrínseco de las cosas, si no nos liberamos de la servidumbre de los incentivos.
Para que las virtudes económicas de las empresas no se transformen en vicios, deben dejar humildemente que otras virtudes estén a su lado, amansándolas y humanizándolas. Sólo aprendiendo a perder tiempo, de forma ineficiente, con mis empleados, puedo esperar convertirme en un directivo verdaderamente eficiente. Sólo reconociendo humildemente que los talentos más valiosos que poseo no son fruto de mis méritos, sino puro don (charis), puedo reconocer mis verdaderos méritos y los de los demás.
Las empresas no pueden construir el buen carácter de los trabajadores, porque, cuando lo hacen, no generan personas libres y felices, como dicen y tal vez desean, sino tan solo tristes instrumentos de producción. Las empresas sólo pueden acoger y fortalecer nuestras virtudes, evitando destruirlas. Pero no pueden fabricarlas. Como ocurre con los árboles. Como ocurre con la vida. Esta es una de las leyes más espléndidas de la tierra: las virtudes florecen si son más grandes y más libres que nuestros objetivos, por muy nobles y grandes que éstos sean.
Aquí, en Vallombrosa, donde estoy escribiendo estas líneas, hace unos meses una tormenta derribó casi veinte mil árboles. Mientras trabajan en la retirada de los troncos caídos, cultivados durante siglos por monjes virtuosos, los forestales están empezando a plantar nuevos árboles, de muchas especies distintas, para intentar salvar la biodiversidad del bosque que renacerá.
Cuando los bosques caen, alguien debe empezar a plantar árboles. El árbol de la economía sólo crecerá bien si tiene a su lado a todos los demás árboles del bosque.
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