Bendecir la señal de Abel

Bendecir la señal de Abel

Oikonomia/6 – Si el consumo es un mecanismo de salvación, el pobre está maldito

Original italiano publicado en Avvenire el 16/02/2020

El nacimiento de la economía capitalista es una gran paradoja. ¿Cómo fue posible que la búsqueda de la riqueza pasara de ser un vicio a una bendición? ¿Y qué consecuencias ha tenido?

«Lo único que sabemos es que una parte de la humanidad será salvada y otra será condenada».

Max Weber, La ética protestante y el espíritu del capitalismo.

La generación del “espíritu” del capitalismo en una Europa anticapitalista es uno de los fenómenos más misteriosos y complejos de la historia. La economía europea de “doble vía” (laica y religiosa) había elaborado, en los monasterios y en las ciudades, una visión crítica de la riqueza material.  Aunque por distintas razones, la búsqueda del beneficio no era objeto de elogio ni de estímulo, ni dentro ni fuera de los monasterios y conventos. 

Los religiosos y las religiosas hacían voto de pobreza, y en las ciudades comerciales se consideraba la avaricia como uno de los principales vicios capitales. En el Infierno de Dante abundaban los avaros, sometidos a la tremenda custodia de Plutón, divinidad pagana con la semblanza de un lobo (canto VII). En la Edad Media, la avaricia, es decir la transformación de la riqueza de un medio en un fin, era un vicio privado y público, puesto que conducía a la perdición moral de las personas y de las comunidades. Como en todos los vicios capitales, de su práctica no podía salir nada bueno. Tuvimos que esperar hasta la Modernidad para empezar a pensar que de los “vicios privados” pudieran derivarse “virtudes públicas”. ¿Cómo es que la ética de la avaricia-loba parió un día una ética capitalista?  Vuelve a hacerse presente la metáfora del capitalismo-cuclillo, con la que comenzamos hace cinco domingos.

La duda de que el espíritu del capitalismo tuviera muy poco de cristiano era compartida también por el historiador Amintore Fanfani, quien, criticando a Max Weber, reconocía el espíritu del capitalismo ya en los mercaderes italianos de los siglos VIV y XV: «Si el catolicismo luchó entonces y siempre contra el espíritu capitalista, ¿cómo es que este se manifestó en época católica?» (Fanfani, 1934). Para Fanfani el surgimiento del capitalismo fue una anomalía, un fenómeno excepcional debido a circunstancias igualmente excepcionales (como, por ejemplo, el desarrollo de una clase internacional de mercaderes), que permitieron que la búsqueda y la acumulación de dinero, condenadas por la ética medieval, pudieran convertirse en lícitas y socialmente elogiadas. Según Fanfani, los mercaderes italianos desarrollaron un “espíritu” no distinto al de los empresarios y banqueros holandeses y norteamericanos calvinistas del siglo XVIII, descritos por Weber.

En realidad, a Fanfani se le escapaba que en el centro del relato de Weber estaba precisamente la demostración de por qué los empresarios calvinistas eran muy distintos de los mercaderes italianos, una diversidad que estaba totalmente encerrada en la palabra espíritu del capitalismo: «La sed de lucro, la aspiración a ganar el mayor dinero posible, no tiene de por sí nada en común con el capitalismo. Esta aspiración se encuentra en camareros, médicos, artistas, soldados y bandidos de todas las épocas y de todos los países de la tierra» (Weber, 1905). Así pues, para Weber el espíritu del capitalismo era algo inédito en la historia de la humanidad, en cuanto hijo de la ética protestante, calvinista en particular (y de las distintas tradiciones influidas por el calvinismo: pietistas, puritanos, bautistas, metodistas e incluso cuáqueros).

Así pues, Weber tampoco consideraba que el capitalismo fuera un parásito del cristianismo (como dirá pocos años después Walter Benjamin). Pensaba más bien que era de naturaleza cristiana, si bien este “hijo” legítimo crecería con características imprevistas y no deseadas por sus “padres” (Lutero, Calvino y los demás reformadores). ¿Dónde estaría, según Weber, la naturaleza del espíritu del capitalismo?

Tres son los elementos principales de la narración clásica de Weber. El primero se refiere a la palabra vocación – en alemán baruf. En el mundo protestante, la palabra vocación asumió, muy pronto, una connotación laboral explícita. De hecho, baruf significa tanto vocación como profesión. En cambio, en el mundo católico la vocación seguía siendo una palabra esencialmente espiritual, usada en particular para los monjes, las monjas y los frailes. Este es el primer punto fundamental. Lutero criticó duramente las vocaciones consagradas en la iglesia católica («han sido dictadas por el diablo», decía), y su crítica pronto condujo a la (casi) desaparición de monjes y frailes del mundo protestante. La eliminación de esta segunda “vía” de la vida cristiana produjo de forma natural el desplazamiento de la categoría de vocación de la vida religiosa a la vida civil. Expulsada de los monasterios, la vocación se convirtió en el vestido civil de todos los cristianos reformados. La “forma de vida” radical que en el catolicismo era y siguió siendo una prerrogativa de la vida consagrada, en el mundo protestante se convirtió en una forma de vida universal civil y laica. El ora et labora emigró del monasterio a las ciudades, convirtiéndose en la regla ordinaria del cristianismo protestante. La vida entera se hizo liturgia, y por tanto abrazó todo el tiempo de todos los días. La ética del trabajo se hizo sagrada, expresión de un officium. No se entiende el humanismo protestante sin esta ascesis mundana. Monjes distintos en medio de las ciudades: «El cumplimiento del deber, en las profesiones mundanas, se convirtió en el más alto contenido que pudiera tener la ética» (Weber, 1905).

El segundo elemento es la doctrina de la predestinación. La historia de la idea de la predestinación en el cristianismo es larga y compleja, al menos a partir de Agustín. Los salvados han sido elegidos por Dios desde la eternidad, con criterios desconocidos para nosotros, y por tanto ninguna santidad moral, ni ninguna obra, pueden cambiar nuestro destino predeterminado. Esta idea es bíblicamente incierta, y se ancla a la Escritura mediante el débil apoyo de la Carta a los Efesios: «Nos eligió antes de la creación del mundo … y nos predestinó a ser sus hijos adoptivos» (1,4-5), pero condujo a afirmaciones extremas: «Dios ha muerto solo para los elegidos» (Calvino).

De la predestinación se deriva, además, un dato psicológico decisivo: los elegidos no pueden saber, subjetivamente, que lo son, porque no es posible distinguirlos de los no elegidos. De ahí la profunda soledad del hombre frente a su destino. El calvinista pasa su vida en una incertidumbre radical que para Weber adquiere la forma de la angustia, que nace de no poder estar seguro de la propia salvación.

Aquí llega el tercer elemento. Recuperando tradiciones del Antiguo Testamento, la teología calvinista realiza una operación difícil. En una condición de incertidumbre y angustia, la riqueza se convierte en una señal de elección, la más importante. La riqueza expresa (o al menos aumenta la probabilidad) que quien la posee forma parte del número de los elegidos. La riqueza, también en la Biblia, es un signo de otra cosa distinta, más grande e invisible, y por eso ha sido  tan querida y anhelada. En el capitalismo calvinista lo invisible se convierte en el paraíso. 

Vocación, predestinación y riqueza como signo: he aquí los tres ingredientes del “espíritu” del capitalismo, muy diferente del espíritu comercial medieval.

Toda una nueva clase de empresarios comenzó a interpretar el éxito económico como bendición y a vivir su profesión como vocación y ascesis, y – factor decisivo – alrededor de los empresarios aumentó la aprobación social de la riqueza-bendición, que ya no se veía como una señal de pecado sino de elección. La búsqueda del beneficio fue éticamente aceptada y elogiada, pasando de vicio a virtud.

Por otro lado, la vida vivida como vocación y ascesis no es una vida de confort ni mucho menos de lujo. Todo es compromiso, puntualidad y severidad, sin tiempo ni espacio para la diversión y la fiesta. Solo el monje medieval y el capitalista odian la pereza como el mayor de los males. El empresario calvinista no disfruta de sus beneficios, no busca el dinero para consumir, sino que lo reinvierte para generar más dinero. El valor intrínseco de la riqueza constituye el primer espíritu del capitalismo, y marca una importante diferencia entre el espíritu protestante y el espíritu católico del capitalismo, donde la riqueza no vale nada si no se hace alarde de ella y si los demás no la ven. El capitalista descrito por Weber es verdaderamente un monje, un “consagrado” que practica una especie de voto laico de pobreza en medio incluso de mucho dinero. Al igual que el monje católico era individualmente pobre pero vivía en monasterios ricos, el capitalista calvinista es individualmente pobre y su riqueza se acumula en la fábrica. He aquí una improbable analogía entre el monasterio y la industria moderna.

No es difícil descubrir en la fascinante teoría weberiana algunas grandes aporías y paradojas del capitalismo, un sistema nacido de la imitación laica de la vocación de los monjes, que sin embargo no condujo al “nada poseer”, sino al elogio del beneficio. Esta es una primera aporía. El protestantismo nace, siguiendo la estela de Agustín, de una crítica feroz a la teología pelagiana, a la idea de que la salvación está unida a las obras y no es sola gratia. El espíritu calvinista recupera, paradójicamente, una forma de pelagianismo. La salvación se asocia a las obras, si bien las obras no son el medio de la salvación sino únicamente el medio para «liberarse del ansia por la salvación» (Weber, 1905). Es un pelagianismo de segundo orden, pero en el plano pragmático está muy cerca de la ética de Pelagio. De este modo, de la crítica a Pelagio, nació un capitalismo basado en la idea de que la salvación estaba vinculada a obras productoras del bien menos “celeste” de los Evangelios: mammona.

Pero la cosa no termina aquí. La visión de la riqueza como signo de elección y de bendición lleva inevitablemente consigo la idea gemela de la pobreza interpretada como signo de condena. Toda teoría de la riqueza buena es también una teoría de la pobreza mala. Si la “bondad” de los ricos es legitimada y consagrada por un carisma religioso, la maldición de los pobres se convierte en una doble maldición. La pobreza ha sido siempre, antes que una indigencia de dinero y de bienes, una carencia de bendición, un estigma religioso, y por tanto una culpa a la vez que una vergüenza.

No debemos olvidar nunca que la Biblia siempre ha visto con sospecha la equivalencia entre riqueza y bendición, pues sabía muy bien que esta equivalencia conllevaba inmediatamente otra, tremenda y peligrosa: pobreza = condena. Por eso, junto a algunas páginas sobre los bienes como señal de justicia y predilección (Abraham), la Biblia tiene muchas otras que dicen lo contrario. Son las páginas de los profetas y las páginas estupendas de Job, totalmente orientadas a desmontar la tesis del pobre maldito y culpable. En esto consiste el verdadero sentido de “bienaventurados los pobres”, del ojo de la aguja y el camello, de Francisco y de muchos otros que eligieron la pobreza para liberar de la maldición a aquellos que no habían elegido la pobreza.

La economía que pone la riqueza en el centro de su extraña religión, será siempre una economía que, antes de llamar bienaventurados a los ricos, llama malditos a los pobres. El capitalismo, reconociendo en la riqueza una bendición y una promesa, produce inevitablemente una multitud infinita de descartes, de malditos y culpables que no llevan en la frente el sello de la elección. ¡¿Y si la señal de los elegidos fuera la “señal de Caín”, que sigue matando al frágil y pobre Abel?!

El capitalismo del siglo XXI, como veremos, ha desplazado la señal de bendición desde el empresario al consumidor, pero sigue siendo un gran mecanismo generador de salvación (imaginaria) y una gran ideología para llamar a los pobres malditos y después olvidarlos en los bajos fondos, bien escondidos para convencernos de que finalmente la pobreza ha sido vencida.

El capitalismo de hoy no sabe nada de Calvino, ni de la Biblia ni de la doctrina de la predestinación. Pero sigue, en la angustia, buscando el paraíso y la bendición en la riqueza. Y la pobreza sigue siendo maldición, y a los pobres se les sigue llamando malditos. ¿Cuándo aprenderemos a ver la señal de Abel? 


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