El buen ayuno de los ojos

El buen ayuno de los ojos

Oikonomia/9 - La vida es potente porque es promiscua, trigo y cizaña a la vez

Original italiano publicado en Avvenire el 08/03/2020

«Observo el icono y digo para mí: – Es Ella misma – no su representación, sino Ella misma. Como a través de una ventana, veo a la Madre de Dios, la Madre de Dios en persona, y a Ella le rezo, cara a cara, no a su representación».

Pavel A. Florenski, El iconostasio.

Las peregrinaciones, las reliquias y los iconos fueron fenómenos económicos importantes en el Medievo. La Reforma protestante favoreció sin querer el paso de los “objetos del culto” al “culto de los objetos” del capitalismo.

Las peregrinaciones medievales fueron otro de los “lugares” donde el cristianismo se encontró con el espíritu económico. El fenómeno de las peregrinaciones, que era muy antiguo, recuperó tradiciones anteriores y añadió elementos típicos del cristianismo. La condición de peregrino era compartida por eclesiásticos, nobles y pobres, además de por deudores insolventes en fuga. Los caminos de los peregrinos trazaron las arterias comerciales de la nueva Europa, salpicadas de posadas y ventas, alrededor de las cuales surgieron nuevos pueblos, ciudades y ferias. En las vías Francígena y Lauretana, por ejemplo, el viaje de los peregrinos coincidía con el de los comerciantes de mercancías. Bienes distintos e iguales, motivos semejantes y distantes. Esta biodiversidad de cosas y motivaciones generó Europa.

Europa nació en las sandalias de los innumerables peregrinos que la surcaron, la soñaron y la señalizaron durante más de un milenio. Antes de la creación de los estados nacionales, los cristianos se encontraban por los caminos, escuchaban lenguas distintas, practicaban la antigua y nueva ley de la hospitalidad, y aprendían que ningún hombre es tan lejano como para no ser próximo [prójimo]. Esa sensación de familiaridad que se percibe hoy pasando de Portugal a Italia o de España a Provenza, es una herencia de la fe viandante de nuestros antepasados, que fueron europeos antes que italianos o franceses. Si nuestros abuelos emigrantes fueron capaces de comunicarse con alemanes, belgas o polacos sin saber inglés ni ninguna de esas lenguas, es porque habían acumulado durante siglos en el ADN de su alma los diálogos silenciosos pero verdaderos de los peregrinos y su fe nómada. Hicieron falta muchos siglos de viajes, encuentros, heridas y bendiciones para aprender a encontrarse con el otro a menos de un metro de distancia, esa distancia corta que es uno de los patrimonios de la humanidad. No lo olvidemos en este tiempo de distancias ampliadas por necesidad.

En los primeros siglos cristianos, la del peregrino era una condición d existencial, y podía durar mucho tiempo, en algunos casos toda la vida. Era también una alternativa a la vida ascética monacal. A la stabilitas loci del monacato, el peregrino respondía con el homo viator. Viajar se convirtió en el labora de los peregrinos – travel, trip y trabajo tienen la misma raíz (-tr).

El peregrino medieval atravesaba lugares. Todavía no existía el viaje como travesía de espacios. El viaje del peregrino no era muy distinto del viaje de Marco Polo, donde la velocidad y la llegada a la meta eran menos importantes que el viaje como encuentro con el distinto (distintas gentes y distintos lugares). Estaba muy lejos del espacio racional de los mapas modernos, donde las identidades específicas de los lugares se pierden en un modelo informe, lejos de un espacio “homogéneo y vacío” (W. Benjamin).

A partir del siglo VII se desarrolló la peregrinación penitencial, vinculada a la comisión de pecados y/o delitos. El viaje era la pena que había que cumplir. Con esto, creció la dimensión económica comercial de la peregrinación, entendida como precio a pagar para cancelar una deuda, una especie del más amplio género de las penitencias “tarifadas” y su sofisticadísimo mercado. La peregrinación se convirtió en sacrificio. Como en todo sacrificio, había un precio, una ofrenda, una deuda cancelada, y a veces también fiesta y comunión.

Otros dos importantes movimientos medievales están estrechamente relacionados con las peregrinaciones: el de las reliquias y el de los iconos. La peregrinación culminaba con la adquisición de una reliquia u otro objeto, si la reliquia resultaba demasiado cara o difícil, con el fin de poder regresar con una cosa, con una res. El objeto era, como en un contrato real, condición necesaria para la validez de este acto complejo. En las peregrinaciones a La Meca, la prohibición islámica de representar la divinidad no generó reliquias, ni iconos, ni comercio ni, mucho menos, el espíritu del capitalismo.

El comercio de reliquias se convirtió, con el paso de los siglos, en uno de los fenómenos comerciales más importantes de Europa, al que inicialmente se opusieron muchos Padres de la Iglesia y acabó siendo regulado por papas y emperadores. En todo caso, fue objeto de disputas teológicas sobre su naturaleza y licitud. El enredo teológico no era fácil de desenmarañar. La Iglesia compartía con la Biblia hebrea la prohibición de la idolatría; es decir, solo había que adorar al Dios único y verdadero. Las reliquias, por su naturaleza, estaban expuestas al posible pecado de idolatría, superstición y paganismo. Además, estos objetos especiales y teológicamente peligrosos eran objeto de compraventa, aunque con limitaciones y vínculos, y por tanto estaban expuestos también al pecado de simonía.

La economía era, en todo caso, una dimensión decisiva de las reliquias. Se conocen monedas transformadas en reliquias – uno de los treinta denarios de Judas se conserva en Olivone di Blenio (Cantón Ticino), y en Barzanò, en el lago de Como, hasta el siglo XVII se conservaba una muestra del terreno comprado con los treinta denarios –, señal de que el valor simbólico superaba la impureza de mammona. Las reliquias adquirían su valor por el contacto con un cuerpo especial. Por tanto, tenían una relación constitutiva con la corporeidad y con la materia. Eran expresión de la visión sacramental de la realidad, en base a la cual Dios habla a los hombres a través de la materia y de las cosas. También nosotros hablamos a Dios con las cosas: con una ofrenda o con el trabajo de nuestras manos. Las reliquias y la eucaristía son muy distintas, pero ambas son materia transubstanciada, cosas que, sin dejar de ser lo que son, se convierten en otra cosa invisible. El hombre medieval era más pobre que nosotros, pero vivía en un mundo más rico, más denso de vida. Las cosas le hablaban más, y él, a menudo, conseguía sintonizar con estas voces plurales e incluso, algunas veces, las entendía.

Las reliquias tienen algo en común con otro gran “objeto” medieval, bizantino en particular: los iconos. Los iconos no son simple arte sagrado. El icono se escribe, no se pinta, y tiene una relación especial con el rostro. El lenguaje del icono es el de los colores, los ojos, los movimientos de la boca, las manos y los cuerpos. Para la teología ortodoxa, el autor del icono es el mismo Dios, que se sirve de la mano del artista (generalmente un monje). Es muy hermosa la definición que da Olivier Clément: «El icono no pertenece al orden mágico de la posesión, sino al orden propiamente cristiano de la comunión. Remite a la categoría de la relación, del encuentro». Y añade: «Mirar un icono es un ayuno para los ojos». Es ayuno para los ojos porque el icono es un ejercicio espiritual de uso sin posesión, y por tanto de castidad. Mirando con gratuidad esos ojos y esos rostros bellísimos, los más bellos, día a día nos hacemos un poco como ellos. Si no hemos “consumido” a todas las mujeres y a todos los niños que hemos mirado, quizá haya sido porque llevábamos impresos en el alma siglos de estas miradas castas de muchísimas mujeres y de algunos hombres. No hemos aprendido que somos verdadera “imagen y semejanza de Dios” leyendo el Génesis, sino mirando y besando esos rostros maravillosos, para descubrir después que se nos parecían. Desde esas “ventanas” hemos visto el paraíso, y hemos comprendido que también nosotros somos un trozo de cielo.

El culto de los iconos recibió aún más ataques que el de las reliquias. Entre los siglos VIII y IX hubo luchas iconoclastas, concilios ecuménicos y corrientes de la Iglesia que, para proteger la pureza del culto y combatir el pecado de idolatría (así como por razones políticas, como la defensa de la identidad del cristianismo oriental en contacto con el Islam, una cultura anti icónica), destruyeron miles de iconos y borraron frescos de las iglesias en toda Europa. Estos paladines de la pureza de la religión – que abundan mucho en todas las épocas – no lograron anular la piedad del pueblo ni su fe, distinta de la de los teólogos. Es cierto que en las reliquias y en los iconos se mezclaban la fe y la magia, la verdad y la mentira (había una infinitud de falsas reliquias), la religión y la superstición. Se mezclaban en esto como se mezclan en cualquier otra dimensión de la vida, que está viva porque es promiscua, porque es trigo y cizaña a la vez. Salimos del “mundo encantado” (Charles Taylor), dejamos de besar los iconos y de soñar con santos y ángeles, y nos vimos empobrecidos de presente, de pasado y de futuro. Ciertamente, también soñábamos con demonios, pero sabíamos que Jesús y María eran más bellos y más fuertes, y les ganaban.

Mientras los mercados estuvieron poblados de reliquias e iconos al lado de telas y especias, los mercados fueron plurales y las mercancías distintas. Junto a la pimienta y la seda estaban el rostro de Jesús y de María, o reliquias de santos y de mártires. Todos eran habitantes de los mismos mercados medievales.

La Reforma protestante reaccionó frente a la promiscuidad de la fe popular, a la que llamó idolatría. Produjo una nueva lucha iconoclasta, sobre todo en ambientes calvinistas. Se derribaron estatuas de santos, se borraron pinturas y frescos, se luchó contra las peregrinaciones, los iconos y las mismas iglesias. De este modo, en el mundo nuevo, despoblado de estos bienes distintos, las mercancías quedaron como únicas protagonistas de los mercados. El puesto de las reliquias y de los iconos lo ocuparon las mercancías con su “fetichismo”, y el puesto de las peregrinaciones, lo ocuparon los viajes de negocios y el turismo con sus souvenirs.

El capitalismo es un culto, y no hay culto sin objetos: «El punto de partida de la cultura es el culto» (Pavel A. Florenski). El cristianismo del Medievo se hizo cultura, entre otras cosas, por el culto de las cosas, de las reliquias, de los santos, de los iconos y de los santuarios, adorando y comiendo a un Dios hecho pan. Al eliminar del horizonte del paisaje moderno cualquier bien que no fuera mercancía, de la eliminación de los objetos de culto nació el culto de los objetos. Pero hay una gran diferencia: mientras que las reliquias y los iconos no pueden ser poseídas sino únicamente miradas, no pueden ser adoradas sino únicamente veneradas, las mercancías solo son poseídas y adoradas. Otra paradoja y otra heterogénesis de los fines: una Reforma nacida de la lucha anti idolátrica creó, sin querer, las condiciones para el capitalismo, la mayor adoración de objetos de la historia. El mundo liberado de (lo que pensaban que eran) “ídolos” no fue habitado por el culto al único Dios, sino por legiones de mercancías-fetiche. El vacío dejado en las personas por la muerte de la imagen-presencia de Dios dentro de las cosas fue llenado por nuevas cosas, y su espíritu (hau) se convirtió en el del capitalismo.

Expulsados del mundo encantado nos hemos encontrado con reliquias e iconos empobrecidos. La modernidad, como todas las revoluciones, ha tenido que pagar su precio. Tal vez el más alto haya sido la sustitución del encanto de las cosas por el hechizo de las mercancías.


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